IV

Significaba que el final de la guerra estaba próximo.

En el siguiente sector, enfrente de los sacos del refugio del cuartel general, encontraron sólo al subteniente Aranjuez y al cabo Duckett del puesto de mando. Los dos eran buenos chicos y el cabo tenía las piernas largas y elegantes. Sabía andar muy bien, aunque se frotaba continuamente las pantorrillas cuando hablaba en serio de algo. Era el hijo bastardo de no sé quién.

McKechnie se sumergió de inmediato en lo del soneto. El cabo, por supuesto, tenía un montón de papeles para que Tietjens los firmara. Un fajo desaseado, blanco y descolorido, así que McKechnie tuvo tiempo de hablar. Quería ponerse a la altura del sustituto del CO. Al menos intelectualmente.

No lo consiguió. Aranjuez no paraba de decir:

—¡Que el mayor escribió un soneto en dos minutos y medio! ¡El mayor! ¡Quién lo hubiera dicho! —¡Era un muchacho ingenuo!

Tietjens hojeó los papeles con atención. Había estado tan al margen de los asuntos del batallón que quería ponerse al día. Tal como sospechaba, el papeleo de la unidad estaba en un estado lamentable. La brigada, la división, incluso el ejército y, desde luego, Whitehall, estaban bombardeándoles con requerimientos de información acerca de todo género imaginable de cosas, desde mermelada, cepillos de dientes y tirantes, hasta religiones, vacunas y daños en el cuartel general… Aquello sí que era interesante. Contemplarlo era un alivio… ¡Uno casi llegaba a pensar que una autoridad omnisciente cubría de papeles a los oficiales al mando para que no tuviesen que preocuparse por nada…, que no tuviese que ver con las exigencias de las hostilidades! Ciertamente era un alivio tener que leer una violenta solicitud de información acerca de los fondos del regimiento durante la estancia del batallón cerca de un lugar llamado Béhencourt, mientras esperabas a que empezase un bombardeo…

Daba la impresión de que Tietjens podía dar gracias de que no le hubiesen dejado gestionar aquellos fondos.

El segundo al mando es el administrador titular del regimiento: como presidente se supone que debe ocuparse de las mesas de billar de los hombres, de los almanaques, de los tableros de backgammon, de las botas de fútbol… Pero el CO había preferido ocuparse él mismo de los libros. Tietjens lo había considerado un insulto. ¡Tal vez no lo hubiera sido!

Se le pasó fugazmente por la cabeza que el CO tal vez tuviese dificultades económicas, aunque eso no era asunto suyo… Los House Guards estaban muy interesados en los detalles previos al alistamiento de un soldado llamado 64 Smith. Preguntaban de forma destemplada, y por tercera vez, por los detalles relativos a su religión, su antigua dirección y su verdadero nombre. Sin duda era cosa del servicio de espionaje… Sin embargo, Whitehall exigía, de manera aún más destemplada, respuestas acerca del modo en que se habían gastado los fondos del regimiento de un campo de entrenamiento en enero de 1915… ¡Tanto tiempo atrás! Los molinos de Dios muelen despacio… Junto al requerimiento había una nota del general de brigada diciendo que esperaba por su bien que el CO pudiera contestar a todas esas preguntas o tendría que responder ante una Comisión de Investigación.

Esos dos papeles en concreto no tendrían que habérselos llevado a Tietjens. Los sostuvo entre el pulgar y el índice de la mano izquierda mientras sujetaba el requerimiento acerca del soldado 64 Smith —que parecía muy urgente— con el índice y el medio, y se los dio al cabo Duckett. En ese momento, aquel chico rubio, limpio y agradable estaba hablando en voz baja con el subteniente Aranjuez acerca de los parecidos formales entre los sonetos petrarquianos y los shakespeareanos…

En eso se había convertido la Fuerza Expedicionaria de Su Majestad: ahí estaban cuatro de sus guerreros, cuatro minutos antes de que empezase una ofensiva en toda regla en el frente alemán, interesados en los sonetos… Drake jugando a los bolos…,[189] ¡la historia se repetía! De forma diferente, por supuesto. Pero los tiempos cambian.

Le entregó los dos papeles a Duckett.

—Dele éste al oficial al mando —dijo— y dígale al sargento mayor que averigüe en qué compañía está 64 Smith y me lo traiga, da igual dónde esté… Ahora voy a recorrer la trinchera. Venga a buscarme en cuanto haya visto al CO y al sargento mayor. Aranjuez tomará nota de lo que quiero que se haga respecto a las fortificaciones, puede usted anotar lo que quiera sobre el personal de las compañías… ¡Vamos!

Le dijo amablemente a McKechnie que se marchase inmediatamente de allí. No quería que lo mataran entre sus brazos.

El sol iluminaba ahora toda la trinchera.

Volvió a leer la comunicación matutina de la brigada respecto a las disposiciones que debía tomar la unidad en caso de que tuviera lugar el ataque alemán previsto… Que debía empezar —al menos el ataque preparatorio de la artillería— en tres minutos.

¿No habría que pronunciar unas oraciones antes de la batalla…? No se imaginaba haciéndolo… Sólo esperaba que no ocurriese nada que le hiciese perder el control… Por lo demás, descubrió que estaba pensando en cómo arreglar el papeleo de la unidad… «Quien barre una habitación por tu causa…» [190] Probablemente fuese el equivalente de una oración.

Reparó en que las instrucciones de la brigada concernientes al inminente combate no sólo estaban muy seriamente respaldadas por la división, sino también por graves exhortaciones del ejército. La nota de la brigada estaba escrita a mano, la de la división a máquina y la del ejército en letra muy pálida… Se resumían en esto: tenían que aguantar hasta el final… Eso quería decir que no había nada a sus espaldas…, ¡desde allí hasta el mar del Norte…! Probablemente los franceses estuviesen corriendo en su ayuda… Se imaginó a un montón de hombrecillos de azul con pantalones rojos corriendo por unas llanuras rosadas e iluminadas por el sol.

(Uno no puede controlar las imágenes de su memoria. Por supuesto, los franceses ya no vestían pantalón rojo.) Vio la línea del frente rompiéndose justo por donde estaba la sección azul y al resto barrido hacia el mar. Vio el terreno que tenían detrás. En el horizonte había un resplandor brillante. Ahí era adonde iban a barrerlos. Aunque, por supuesto, no los barrerían. Los dejarían tendidos con la cara en el suelo y mostrando el asiento de sus pantalones. Eran demasiado insignificantes para una escoba y un recogedor tan enormes… ¿Cómo era la muerte…, el inmediato proceso de disolución? Se metió los papeles en el bolsillo de la guerrera.

Recordó distraído y lúgubre que en una de las notas le prometían refuerzos. ¡Dieciséis hombres! ¡Dieciséis! ¡De Worcester! ¡De un campo de entrenamiento de Worcester…! ¿Por qué demonios no los enviaban al batallón de Worcester que estaba justo al lado? Sin duda, serían buenos chicos. Pero no tenían la instrucción de los nuestros, no eran sus amigos, no conocían a los oficiales por su nombre. No los recibirían con gritos de bienvenida… Era raro como las autoridades se dedicaban a destruir deliberadamente el esprit de corps del regimiento. Se decía que lo habían imitado, a sugerencia de un civil de puntos de vista sociales avanzados, de los franceses, quienes a su vez lo habían imitado de los alemanes. Por supuesto, es totalmente legítimo aprender del enemigo, pero ¿resulta sensato?

Tal vez lo sea. El espíritu feudal estaba roto. Quizá fuese perjudicial para la guerra de trincheras. Antes era cómodo y acogedor. Uno luchaba junto a hombres de su propia aldea bajo las órdenes del hijo del párroco. Quizá no fuera deseable.

En cualquier caso, tal como estaban organizadas ahora las cosas, morir era algo solitario.

Si alguna bala se cruzaba en su camino, morirían tanto Tietjens como el pequeño Aranjuez…, el hijo de un magnate de Yorkshire y el de un ministro protestante de Oporto, ¡imagínate, dos almas tan dispares abriéndose camino hacia el cielo del brazo! Cualquiera habría dicho que a Dios le parecería más apropiado que los oriundos de Yorkshire fuesen con otros tipos del norte y los meridionales con otros papistas. Pues Aranjuez, pese a ser hijo de un protestante, había vuelto a abrazar la fe de sus antepasados.

Dijo:

—Venga conmigo, Aranjuez… Quiero echarle un vistazo a esta trinchera inundada antes de que impacten en ella las bombas alemanas.

En fin… Iban a recibir refuerzos. Las autoridades habían respondido a sus plegarias. Les enviaban a dieciséis hombres de Worcester. Serían trescientos cuarenta y cuatro…, no, cuarenta y tres, porque había enviado de vuelta a Cero Nueve Griffiths, el tipo de la corneta…, ¡trescientas cuarenta y tres almas solitarias contra…, digamos dos divisiones! Contra unos dieciocho mil hombres, muy probablemente. Y tenían que aguantar hasta el final. ¡Con refuerzos!

Con refuerzos. ¡Dios mío…! ¡Dieciséis hombres de Worcester!

¿De qué se trataba en el fondo?

Campion estaría al mando del ejército. Eso significaba que le habrían prometido verdaderos refuerzos de entre los millones de hombres que abarrotaban los campamentos de la base. ¡Y también un mando único! Campion no habría aceptado ponerse al mando de aquel ejército si no le hubiesen hecho promesas muy claras.

Pero eso tardaría mucho tiempo. ¡Meses! ¡Tardarían meses en enviar verdaderos refuerzos!

Y en ese momento, en el punto clave del frente del ejército, de la Fuerza Expedicionaria, de las fuerzas aliadas, del Imperio, del universo, del sistema solar, tenían a trescientos sesenta y seis hombres a las órdenes del último tory vivo. Para enfrentarse a oleadas y oleadas de enemigos.

En un minuto empezaría la andanada alemana.

Aranjuez le dijo:

—Es usted capaz de escribir un soneto en dos minutos y medio, señor… Y el tubo de drenaje funciona a la perfección en esa trinchera húmeda… El tío abuelo de mi madre, el canónigo de Oporto, tardó quince semanas en terminar su famoso soneto. Lo sé porque me lo contó mi madre… No debería usted estar aquí, señor.

Aranjuez era sobrino del autor del «Soneto a la noche». Podía ser. Eran necesarias esas casualidades para construir el mundo. Así que era natural que le interesasen los sonetos.

Y, al asumir el mando de un batallón en un tramo inundado de trinchera, Tietjens había tenido ocasión de probar algo que siempre había pensado: drenar un suelo húmedo cortado en vertical, mediante un sifón de tuberías dispuestas, no horizontal, sino verticalmente. Por suerte, Hackett, el comandante de la compañía B, que estaba en el tramo inundado de trinchera, había sido ingeniero en la vida civil. Aranjuez había ido por puro heroísmo a las trincheras de la compañía B para ver cómo funcionaban los sifones de su héroe. Le informó de que funcionaban como una seda.

El diminuto Aranjuez dijo:

—Estas trincheras son como Pompeya, señor.

Tietjens no había visto nunca Pompeya, pero comprendió que Aranjuez se refería a las zanjas vacías excavadas en la tierra. Sobre todo al hecho de que estuviesen vacías. Y al silencio mortal bajo la luz del sol… Eran unas trincheras admirables. Excavadas para albergar a varios miles de hombres. Para que bullesen de vida cockney. Y ahora estaban totalmente vacías. Pasaron junto a tres centinelas en el pasadizo de grava rosada y junto a dos hombres, uno con un pico y el otro con una pala. Estaban arreglando la junta de la pared y el camino, igual que habrían podido hacer en Pompeya. ¡O en Hyde Park! El comandante de la compañía A era un maniático del orden. Pero a los hombres parecía gustarles. Se estaban riendo, aunque, por supuesto, dejaron de hacerlo cuando vieron pasar a Tietjens…

Aranjuez era un tipo agradable, moreno y diminuto, y su adoración resultaba encantadora. Desde el principio…, y, como es natural, temeroso por su propia vida, se había aferrado a Tietjens como un niño se aferra a su padre omnipotente. ¡Tietjens, el omnisciente, podía cambiar el terrible curso de la guerra y decretar la seguridad de los medrosos! Tietjens necesitaba ese tipo de veneración. El chico dijo que debía de ser horrible que te pasara algo en los ojos. Tu novia dejaría de mirarte a la cara. Nancy Truefitt estaba a menos de cinco kilómetros de allí. A menos que la hubieran evacuado. Nancy era su enamorada. ¡Trabajaba en un salón de té en Bailleul!

Había un hombre sentado a la entrada del refugio de la compañía A, nada más pasar la boca de la trinchera de comunicaciones… Aquel canal en el suelo que ascendía en pendiente resultaba tranquilizador. Uno podía trepar por allí para escapar de todo esto… ¡Aunque, en realidad, no podía! No giraba ni a la izquierda ni a la derecha.

El hombre estaba escribiendo en un cuaderno y tenía el casco de acero calado sobre los ojos. Absorto, se había sentado en un escalón en la grava con el cuaderno sobre las rodillas. Se llamaba Slocombe y era dramaturgo. Como Shakespeare. Ganaba cincuenta libras de vez en cuando escribiendo guiones de music hall para los teatros de las afueras, los music halls que se extienden en forma de anillo alrededor de los barrios de las afueras de Londres. Slocombe no perdía ocasión de escribir en sus cuadernos. Si dabas la orden de romper filas para que los hombres descansaran de una marcha, Slocombe se sentaba al margen del camino y sacaba el cuaderno y el lápiz. Su mujer mecanografiaba todo lo que le enviaba. Y le escribía cartas quejándose si dejaba de enviarle material. ¿Cómo iba a comprarse vestidos de los domingos, como George y Flossie, si no escribía más guiones de un acto? Tietjens había obtenido esa información tras censurar una de sus cartas que incluía un manuscrito… Slocombe era un soldado muy desaliñado, pero hacía que los demás estuviesen de buen humor con su enorme repertorio de chistes cockneys sobre el gran Willy [191] y el hermano Fritz. Slocombe siguió escribiendo, después de mojar el lápiz con la lengua.

El sargento a la entrada del refugio de la compañía A empezó a organizar una especie de guardia, pero Tietjens le detuvo. La compañía A estaba organizada como las tropas regulares en la base. ¡El OC tenía una hoja de servicios tan limpia como una patena! Era un tipo viejo, calvo y pensativo. Tietjens le hizo varias preguntas al sargento. ¿Tenían suficientes bombas de mano? ¿No les faltaban rifles…, en perfecto estado? Aunque ¿cómo iban a estar si no? ¿Había algún enfermo…? ¡Dos…! ¡Bueno, aquélla era una vida saludable…! Deje a los hombres a cubierto hasta que empiece el bombardeo alemán. Estaba a punto de empezar.

Iba a empezar ahora mismo. La manecilla del reloj de pulsera de Tietjens, como un puntero animado de pelo, marcó la hora en punto.

… ¡Bum! —Se oyó el puntual y distante sonido.

Tietjens le dijo a Aranjuez:

—¡Probablemente empiecen ahora! —Aranjuez se ajustó el barboquejo del casco a la barbilla.

Tietjens notó un horrible sabor salado y cómo se le secaba la parte de atrás de la lengua. Su pecho y su corazón se agitaron pesadamente. Aranjuez dijo:

—Si alguna bala se cruza en mi camino, señor, dígale a Nancy Truefitt que…

Tietjens respondió:

—Las balas no se cruzan en el camino de los niños como usted… ¡Además, fíjese en el viento!

Estaban en el punto más alto de las trincheras que corrían a lo largo de la colina. Así que estaban al descubierto. El viento, sin duda, había aumentado y bajaba por la pendiente. Enfrente y a sus espaldas, a lo largo de la trinchera, se veía el paisaje. Tierras de labor, algunas verdes, árboles grises.

Aranjuez dijo en tono de súplica:

—¿Cree usted que el viento les contendrá, señor?

Tietjens exclamó con hosquedad:

—Pues claro que les contendrá. No atacarán sin gas. Sus hombres odian atravesar pantallas de gas. Es nuestra mayor ventaja. Les mina la moral. Es lo único capaz de hacerlo. Y tampoco soportan las pantallas de humo.

Aranjuez dijo:

—Ya sé que opina que el gas ha sido la ruina de los alemanes, señor… Ha sido una mezquindad utilizarlo. Y no se pueden cometer mezquindades sin pagar un precio, ¿verdad, señor?

Reinaba un silencio indecoroso. Era como un domingo en un pueblo cuando todos los feligreses están en la iglesia, pero no resultaba placentero.

Tietjens se preguntó cuánto tiempo las molestias físicas incomodarían su imaginación. No se puede pensar bien con la lengua seca. Casi era su primer día al aire libre durante un bombardeo. Su primer día desde hacía mucho tiempo. ¡Desde Noircourt…! ¿Cuánto tiempo hacía…? ¿Dos años…? ¡Tal vez…! ¡Así que no tenía forma de saber cuánto tiempo seguirían incomodándole!

¡Seguía reinando un silencio indecoroso! ¡Oyó el ruido de unos pasos corriendo, al principio sobre los tablones, luego sobre el camino seco de la trinchera! Tietjens sintió un profundo sobresalto en su interior. ¡Debía de tratarse de algo grave!

Le dijo a Aranjuez:

—¡Alguien tiene prisa!

Al chico le castañeteaban los dientes. Los pasos también debían de haberle sobresaltado a él. ¡Como los golpes en la puerta en Macbeth!

Empezaron. Había llegado la hora. Pum… Purrupum… ¡Pum! ¡Pum…! Pu… Purrupum… ¡Pum! ¡Pum…! Pumpurrupumpumpum… Pum… Eran de los que suenan como tambores. Siguieron incansables. Unos tambores enormemente grandes, de los que se lo toman con entusiasmo… Ya se sabe lo que es la orquesta de una ópera cuando el tipo de las baquetas empieza a tocar en serio.

A Tietjens nunca se le había dado bien identificar la artillería por el sonido. Habría dicho que aquello eran cañones antiaéreos. Y recordó que, unos minutos antes, el zumbido del motor de los aviones había invadido el indecoroso silencio… Aunque ese zumbido era tan normal que formaba parte de él. Como tus propios pensamientos. Un sonido filtrado y absorto que descendía desde lo alto. Más parecido a un polvo fino que a un ruido.

Un sonido familiar dijo: «¡Fii… i… i… i… i… u!». Los obuses siempre parecían cansados de la vida. Como si, después de un viaje muy largo, dijeran: «¡Fiiiiu!». Alargando mucho la «i». Y luego «¡Bum!» al estallar.

Era el principio del bombardeo… Aunque estaba seguro de que se produciría, había tenido la esperanza de que se prolongaran las condiciones de… ¡digamos Bemerton! La vida pacífica. Y contemplativa. Pero he aquí el comienzo. «Bueno…»

Aquel obús parecía más pesado y cansado de lo normal. Desanimado. Dio la impresión de pasar a dos metros por encima de las cabezas de Aranjuez y él. Luego, unos veinte metros más arriba dijo, invisible, «¡Bluf…!». ¡Y, ciertamente había sido un bluf!

Lo más probable es que ni siquiera hubieran apuntado a la trinchera. Casi seguro sería un obús de fragmentación antiaéreo que no había estallado. Los alemanes disparaban muchos proyectiles defectuosos en los últimos tiempos.

¡De modo que tal vez no fuese la señal del comienzo! Era un suplicio. Pero, siempre que acabase bien, uno podía soportarlo.

El cabo Duckett, el chico rubio, corrió hasta estar a medio metro de los pies de Tietjens y se detuvo con un taconazo y un terrible saludo. Había vida en aquel muchacho. Lo que significaba que aún quedaba entusiasmo por el orden y el concierto en aquellos días de opereta.

El chico, entre jadeos —puede que fuese el nerviosismo, o la carrera… Pero ¿por qué había corrido tanto si no estaba nervioso?—, dijo:

—Si no le importa, señor… —Jadeo—. ¿Podría venir a ver al coronel…? —Jadeo—. ¡Lo antes posible! —Siguió jadeando.

A Tietjens se le pasó por la cabeza que iba a pasar el resto del día en un cómodo agujero oscuro. Y no bajo la cegadora luz del sol… ¡Gracias a Dios!

Dejó al cabo Duckett —¡se le ocurrió de pronto que le gustaba aquel muchacho porque le recordaba a Valentine Wannop!— para que conversara en voz baja con Aranjuez y lo distrajera del miedo a la muerte o a la ceguera que equivalía a perder a su novia. Tietjens recorrió tranquilamente la trinchera. No se dio prisa. Estaba decidido a que los hombres no lo viesen correr. Aunque el coronel se negara a ser relevado del mando, Tietjens estaba decidido a que los hombres tuviesen el consuelo de que en el cuartel general hubiese al menos un alma fría y tranquila.

Cuando tomaron las trincheras del valle del Trasna delante del bosque de Mametz, habían tenido al mando a un estupendo mayor que usaba monóculo y era de buena familia. Debía de tener dificultades porque acabó suicidándose… El caso es que, mientras avanzaban, los alemanes, que estaban a unos cincuenta metros, empezaron a chillar varios gritos de batalla de los aliados y a cantar los himnos de diversos regimientos británicos. La idea era que, si oían Unos hablan de Alejandro[192] en la trinchera que tenían delante, los hombres del Segundo de Granaderos de Su Majestad darían gritos de alegría y los alemanes sabrían lo que tenían delante.

Pues bien, como es natural, el tal mayor Grosvenor mandó callar a sus hombres y se quedó escuchando con el monóculo bien ajustado y el aspecto de un entendido en un concierto. Por fin, se quitó el monóculo, lo lanzó por el aire y volvió a cogerlo.

—¡Griten todos Banzai! —dijo.

Había una lejana posibilidad de que el enemigo pensara que teníamos tropas japonesas alineadas frente a ellos, o les demostraría que estábamos burlándonos de ellos, un tipo de insulto que haría rabiar a esos tipos tan pomposos… ¡Y los alemanes se callaron!

Era el tipo de humor que los hombres apreciaban en un oficial… El tipo de humor del que carecía Tietjens, aunque fuera capaz de afectar calma y despreocupación y de explicarles, en un momento de tensión, que sus ideas sobre las alondras estaban equivocadas… Eso era tranquilizador.

Una vez había oído a un cura papista predicar en un granero bajo fuego de artillería. Los obuses le pasaban por arriba y los cerdos por abajo. El cura predicaba sobre puntos muy complicados de la doctrina de la Inmaculada Concepción y los hombres lo escuchaban embelesados. Luego le explicó que era puro sentido común. No querían oraciones lacrimosas o mortuorias. Lo que querían era que les distrajesen… ¡Y eso es lo que hacía el cura!

Así es como hay que hablar a los hombres antes de un bombardeo: sobre las alondras, ¡o de las patas traseras del elefante del viejo Lane! Y no hay que apresurarse cuando el coronel te manda llamar.

Anduvo tranquilamente sin pensar en nada. Los guijarros de la grava se volvieron claros e individuales. A alguien se le había caído una carta. Slocombe, el dramaturgo, estaba cerrando su cuaderno, y con una especie de suspiro echó mano del rifle. El sargento mayor de la compañía A había mandado salir a algunos hombres. Les dijo:

—¡Deprisa!

Al pasar, Tietjens observó:

—Déjelos a cubierto todo el tiempo que pueda, sargento mayor.

De pronto se le ocurrió que había cometido una falta al dejar al cabo Duckett con Aranjuez. Un oficial no debía recorrer un tramo de trinchera solitaria sin escolta. Podía acertarle un regalo de los alemanes y se perdería una propiedad de Su Majestad. Nadie podría ir a buscar al médico o a los camilleros, mientras te desangrabas. Así era el ejército…

En fin, había dejado a Duckett con Aranjuez para consolarlo. Aquel subalterno diminuto estaba sufriendo. Dios sabía qué pequeñas angustias plagarían su imaginación, ¡como ratones! Era valiente como un león cuando empezaba el bombardeo, pero antes su rostro moreno y minúsculo temblaba cuando le visitaban sus pensamientos…

¡En realidad había dejado a Aranjuez con Valentine Wannop! Reparó en que eso era lo que había hecho. Duckett era Valentine Wannop. Limpio, rubio, pequeño, con un rostro corriente, la mirada valerosa y la nariz ligeramente puntiaguda y obstinada… Era como si hubiese estado paseando por una carretera con Valentine Wannop y se hubieran encontrado con alguien muy afligido. Y él le hubiese dicho:

—Yo tengo que seguir. ¡Tú quédate y haz lo que puedas!

Y, sorprendentemente, se vio paseando por un camino rural al lado de Valentine Wannop, en silencio, con la callada intimidad que otorga la posesión. Ella le pertenecía… No era un camino de montaña: no estaban en Yorkshire. Ni un camino por un valle: tampoco era Bemerton. Él no estaba hecho para una parroquia rural. ¡Así no tendría que aceptar órdenes!

Era un camino por la campiña, con algunos de esos espinos que sólo crecen en Kent. Y el cielo que se extendía por todas partes parecía la tapadera plana de aquellas tierras.

¡Sorprendente! Hacía dos semanas que no había vuelto a pensar en aquella chica, salvo en los grandes bombardeos en los que había deseado que no se preocupara si es que conocía su paradero. Tenía la sensación de que ella siempre sabía dónde estaba. Cada vez pensaba menos en la chica. Se iba distanciando en el tiempo… Como su pesadilla de los zapadores alemanes que necesitaban una vela para el capitán. Al principio la había tenido tres o cuatro veces por noche…, luego sólo una vez cada noche…

El parecido físico de aquel muchacho le había recordado a la chica. Era algo accidental, así que no formaba parte de ningún ritmo psicológico. Es decir, que no servía para indicarle si, en el curso natural de las cosas y sin accidentes de por medio, estaba dejando de obsesionarle.

¡Ahora, sin duda, le estaba obsesionando! Más allá de lo soportable o creíble. Todo su ser estaba inundado de ella…, de su personalidad. Pues, por supuesto, el parecido físico con el cabo era un mero subterfugio. Los cabos no se parecen a ninguna señorita… Y, de hecho, no recordaba con exactitud qué aspecto tenía Valentine Wannop. No de forma vívida. Su imaginación no funcionaba así. Sólo gracias a las palabras que encontraba en su memoria sabía que era rubia, de nariz respingona, rostro ancho y bien plantada. Como si lo hubiese anotado y lo leyera cuando quería pensar en ella. Su imaginación no se había hecho una imagen mental y tan sólo evocaba una especie de luminosidad borrosa.

Lo que le obsesionaba era su personalidad: ¡la inteligencia exacta, la impaciencia ante los solecismos y las generalizaciones fáciles…! ¡Extraño catálogo de los encantos de la enamorada de uno…! Pero quería oírla decir: «¡Oh!, déjate de historias, Edith Ethel», cuando Edith Ethel Duchemin, ahora por supuesto, lady Macmaster, citaba alguna de las opiniones expresadas en la monografía crítica de Macmaster sobre el difunto señor Rossetti… ¡Qué lejos quedaba ahora!

Le descansaría oírla. Era, en realidad, la única persona del mundo a la que quería oír. Y, desde luego, la única con quien le apetecía hablar. ¡La única con una inteligencia despejada…! El descanso que necesitaba su imaginación del crepitar de la leña de espino debajo de todos los calderos del mundo… Del eterno e imbécil «¡Pumpurrupumpumpum… Pum… Pum!» de los cañones alemanes que seguía sonando.

¿Por qué no paraban de una vez? ¿De qué les servía tener a aquel tamborilero loco aporreando sin cesar su estúpido instrumento…? Quizá pudieran derribar alguno de nuestros aviones, pero por lo general no lo hacían. Uno veía estallar la bola negra de los obuses y expandirse lentamente como pañuelos de bolsillo alrededor de los despreocupados aviones, como guisantes lanzados contra libélulas, ¡contra esos animales azules, iluminados, rosados y hermosos…! Pero el disgusto que le producían aquellos cañones era sólo un disgusto…, un prejuicio tory. Probablemente fuesen muy eficaces. Era sólo que…

Como es natural, uno consideraba todos los argumentos de la invisible pugna de voluntades que tenía lugar en el firmamento. «¡Cómo! —decía nuestro Estado Mayor—, ¿que van a atacar en masa a tal hora ackemma? [193] —porque, como es natural, el Estado Mayor seguía pensando en términos de ackemma años después de que se hubiese establecido el sistema diario de veinticuatro horas—. ¡Muy bien, pues enviaremos un millón de aviones con ametralladoras para barrer a todos los hombres que envíen como refuerzos!»

Por supuesto, era muy poco habitual movilizar masas de hombres a plena luz del día. Pero en este juego sólo había dos posibilidades: o bien recurrías a lo habitual o bien te salías de lo habitual. Normalmente, uno no empezaba un bombardeo al amanecer y lanzaba el ataque hacia las diez y media de la mañana. Así que podía hacerse —tal vez los alemanes estuvieran haciéndolo— para aprovechar el efecto sorpresa.

Por otro lado, los nuestros podían haber enviado los aviones, cuyo enorme zumbido hacía que te vibraran todos los huesos, para darles a entender a los alemanes que estábamos preparados para que nos sorprendieran, que nos habíamos imaginado que el cerebro alemán estaba tramando una sorpresa. Así que les habíamos enviado aquellos artefactos terribles y mortíferos a sobrevolar sus setos, ¡a pesar de todos sus cañones! No había nada más aterrador en esa guerra que el vuelo ligero que pasaba a pocos metros por encima de las cabezas de tu columna: ¡la ira y el instinto dispuestos a proporcionar una lluvia terrible! Por eso los habíamos enviado. En pocos minutos estarían arrasando con…

Por supuesto, si aquello fuese sólo un alarde; si, digamos, no estuviesen llegando refuerzos y no hubiera tropas bajando de los trenes en la lejana estación de ferrocarril, la respuesta alemana apropiada sería machacar alguna de nuestras trincheras con toda su artillería pesada. Sería la forma de decir sardónicamente:

«¡Dios, si perturbáis nuestra paz y tranquilidad en un día tranquilo, nosotros perturbaremos la vuestra!». Y… ¡bruum!…, las vagonetas de carbón volarían por los aires hasta que retirásemos a nuestros aviones y el tablero de ajedrez volviese a quedar en silencio… Probablemente les iría igual de bien si se dejasen de tanto ataque y contraataque. Pero al alto Estado Mayor le gustaba intercambiar aquellas agudezas en acero. ¡Y un poco de sangre!

Un sargento o algo parecido se le acercó desde la trinchera del batallón H 2 en compañía de un hombre con una herida en la cabeza. Es decir, con un vendaje debajo del casco de acero. Tenía nariz de judío, daba la impresión de no haberse afeitado y de necesitar unos quevedos para completar su aspecto de virilidad oriental. El soldado Smith. Tietjens le preguntó:

—Dígame, ¿a qué demonios se dedicaba antes de la guerra?

El hombre respondió en un tono gutural, agradable y cultivado:

—Era periodista, señor. En un periódico socialista. ¡De extrema izquierda!

—Y ¿cómo se llama usted? —preguntó Tietjens—. No pretendo insultarle. Mi obligación es preguntárselo.

En el antiguo ejército regular era un insulto preguntarle a un soldado por su verdadero nombre. La mayoría de los hombres se alistaban bajo nombre ficticio.

El hombre replicó:

—¡Eisenstein, señor!

Tietjens preguntó si era un recluta de Derby o si lo habían obligado a alistarse. Él contestó que se había alistado como voluntario. Tietjens dijo: «¿Por qué?». Si aquel tipo era un buen periodista y estaba del lado correcto habría sido más útil fuera del ejército. El hombre le explicó que había sido corresponsal extranjero en un periódico izquierdista. Ser corresponsal de un periódico izquierdista y llamarse Eisenstein le privaba a uno de cualquier posibilidad de ser útil. Además, quería atizarles a los prusianos. Era de origen polaco. Tietjens le preguntó al sargento por su hoja de servicios. El sargento respondió: «Es un hombre de primera. Y un soldado de primera». Estaba recomendado para la DCM. Tietjens dijo:

—Pediré que lo trasladen al regimiento judío. Entretanto, puede volver usted a la Primera Línea de Transporte. No debería haberse hecho usted periodista izquierdista llamándose Eisenstein. O una cosa o la otra, pero no las dos. —El hombre repuso que a sus ancestros les habían puesto ese nombre en la Edad Media. Él habría preferido llamarse Esaú como buen hijo de esa tribu. Rogó que no lo enviara al regimiento judío, del que se decía que estaba en Mesopotamia, justo cuando la lucha se estaba poniendo interesante—. Debe de estar pensando usted en escribir un libro —dijo Tietjens—. Bueno, allí podrá escribir sobre el Abaná y el Farpar. Lo siento, pero es usted lo bastante inteligente para comprender que no puedo aceptar la… —Se interrumpió temiendo que, si el sargento oía algo más, los hombres pudieran llegar a recelar de él. Le incomodaba haber tenido que preguntarle su nombre en presencia del sargento. Parecía un buen tipo. Los judíos sabían combatir… ¡Y cazar…! Pero no quería correr riesgos. El hombre, de ojos negros y muy envarado, miró a Tietjens a la cara e hizo un gesto nervioso.

—Lo comprendo, señor —dijo—. Pero es una decepción. No estoy escribiendo nada. Quiero seguir en el ejército. Me gusta la vida militar.

Tietjens respondió:

—Lo siento, Smith. No puedo evitarlo. ¡Rompa filas! —Lo sentía. Creía a aquel tipo. Pero la responsabilidad endurece el corazón. Así debía ser. Muy poco tiempo antes se habría preocupado por él. Probablemente mucho. Ahora no iba a hacerlo…

Una gran A mayúscula pintada con cal decoraba el trozo de hierro corrugado que había apoyado descuidadamente contra un canal que formaba un ángulo recto con la trinchera. Para sorpresa de Tietjens un fuerte impulso, como una oleada de pasión, empujó todo su ser a seguir a la izquierda por el canal. No era miedo, no era ningún tipo de temor. Se había implicado irritantemente en el caso del soldado Smith-Eisenstein. Le había irritado tener que acabar con la carrera de un judío socialista. Esas cosas no se hacían si uno era omnipotente… como lo era él. Entonces… ¿a qué venía aquel fuerte impulso…? Era un deseo apasionado de ir donde pudiera encontrar un intelecto preciso: un descanso.

De pronto, creyó comprenderlo: para el sargento mayor de Lincolnshire la palabra paz significaba que se podría estar de pie en lo alto de una colina. Para él significaba que tendría alguien con quien hablar.