III

Un ejército —sobre todo en tiempo de paz— es un mecanismo muy complejo y bien calibrado, y, aunque las operaciones activas contra una fuerza enemiga, pueden embotarlo y desajustarlo —como harían con un cronómetro—, y, aunque este nuestro, de acuerdo con sus propios cálculos, era sólo un ejército de opereta, ciertas costumbres de la época en que todavía era una fuerza regular tenían un enorme poder de supervivencia.

Que un coronel al mando de un regimiento se niegue a tomar una pastilla en el período más despiadado de las hostilidades, podría parecer cómico. Pero esa negativa, exactamente igual que un grano de arena en el engranaje de un cronómetro, puede producir unas perturbaciones muy singulares. Así ocurrió en este caso.

Un oficial enfermo, por muy alto que sea su rango, pasa a ser un subordinado del médico en el momento en que se pone en manos del MO: debe obedecer sus órdenes como si fuese un simple soldado. Obviamente, un coronel sano y que esté en sus cabales puede ordenarle a su MO que vaya aquí y allá y que cumpla con tal o cual deber, pero desde el momento en que se pone enfermo, el hecho de que su cuerpo es propiedad de Su Majestad el rey se pone de manifiesto, y el MO es el representante directo del soberano en lo que a cuerpos se refiere. Cosa por lo demás sensata y razonable, porque los cuerpos enfermos no sólo no tienen la menor utilidad para el rey, sino que además son un considerable estorbo para el ejército, que tiene que acarrearlos de aquí para allá.

En el caso del que por fuerza tenía que ocuparse ahora Tietjens, la cuestión era mucho más complicada, en primer lugar por la gran antipatía que el CO había manifestado —aunque siempre con esa especie de magnánima cortesía típica del oficial al mando— por su persona, y además porque Tietjens sentía mucho respeto por las habilidades del oficial al mando como tal. Su batallón de opereta de un ejército de opereta estaba tan cerca del nivel de un impecable batallón de regulares como podía estarlo una unidad así, sometida a constantes cambios de personal. Nada había impresionado tanto a Tietjens en el transcurso de la guerra como el comportamiento del soldado a quien había visto disparando contra la invisibilidad la noche anterior. El hombre disparaba con cuidado y luego bajaba para cargar el arma con movimientos precisos —que deben ser lo más rápidos posible—. Había murmurado algunas palabras que demostraban que su imaginación estaba dedicada por entero a esa tarea como un matemático abstraído en un cálculo complicado. Había vuelto a trepar al parapeto y había seguido disparándole a la invisibilidad; había vuelto a bajar a cargar y a trepar de nuevo. ¡Igual que si estuviese haciendo prácticas en un campo de tiro!

Era un gran logro disponer de hombres capaces de disparar en momentos de tanta tensión con semejante tranquilidad. La disciplina funciona en dos sentidos: en primer lugar, permite al soldado llevar a cabo sus movimientos en el tiempo más breve posible, y la concentración en su tarea le dota de una gran indiferencia por el peligro. Cuando uno se dedica a llevar a cabo eficientes movimientos corporales entre fragmentos de metal de diversos tamaños que vuelan a su alrededor, no sólo está absorto en su misión, sino que sabe que esa forma de actuar disminuye a cada instante el peligro que corre. Además tiene la sensación de que la Providencia debería —y muchas veces así lo hace— protegerle. No sería justo que a un hombre que cumple de forma tan escrupulosa con su deber para con su soberano, su país y todo lo que más quiere, no le protegiera la Providencia. ¡Y de hecho le protege!

No es sólo que el fusilero pudiera —y muy probablemente lo hiciese— acertarle a algún enemigo con sus disparos y de ese modo disminuyese el peligro personal que corría, es que la caída regular y aparentemente mecánica de los camaradas infunde un desánimo desproporcionado en las tropas durante su avance. Sin duda es terrible que, en un solo instante, un gran número de tus camaradas sea aniquilado por la explosión de un gigantesco mecanismo, pero los mecanismos gigantescos son ciegos y por tanto accidentales; la eliminación lenta y regular de los hombres que te rodean es la prueba de que la fatalidad humana, que no es ciega ni accidental, ha fijado fría e inconmoviblemente su atención en un lugar muy próximo adonde tú estás. Pronto podría fijarla en ti.

Por supuesto, es muy desagradable que la artillería se dedique a batir tus líneas: un obús cae a cien metros por delante de donde estás, otro a cien metros por detrás; el próximo caerá en medio y tú estás en medio. La espera te atenaza el alma, pero no te infunde pánico ni ganas de echar a correr…, al menos no tanto como lo otro. ¿Hacia dónde, en todo caso, podrías huir?

Sin embargo, de unas tropas que avanzan y disparan mecánicamente sí se puede huir. Y el CO estaba acostumbrado a jactarse de que, en las varias ocasiones en que, imitando al segundo batallón del regimiento, había podido alinear a sus hombres detrás de una cuerda antes de lanzarlos al ataque y les había insistido en que avanzasen muy despacio y perfectamente alineados, sus bajas habían sido, no sólo menores que las de cualquier otro batallón de la división, sino ridículamente insignificantes. Enfrentadas a unas tropas que avanzaban implacables y con total compostura, los pobres paisanos de Würtemberg habían disparado tan alto y tan a lo loco que se oía cómo zumbaban las balas sobre sus cabezas como una bandada de gansos silvestres por la noche. El efecto del pánico es hacer que los hombres disparen demasiado alto. Aprietan el gatillo con demasiada fuerza.

Aquellas baladronadas de su jefe se pronunciaban en presencia de los suboficiales y de los hombres del puesto de mando y, como es natural, siempre acababan por llegar a oídos de los soldados: y los soldados —a quienes, en ese aspecto, nadie supera como matemáticos— reparaban enseguida en que, al menos hasta ese momento, el número de bajas en su batallón había sido notablemente inferior al de las otras unidades que combatían en el mismo sitio. Por lo que hasta entonces, aunque la tropa veía a su coronel con sentimientos encontrados, ciertamente había salido bien librado. Que fuese un auténtico tirano no les alegraba, habrían preferido que los reservaran para acciones menos peligrosas que las que le habían ganado su prestigio al batallón. Por otro lado, aunque les metiera constantemente en situaciones comprometidas, tenían menos bajas que otras unidades que estaban en lugares más tranquilos, y eso les gustaba. Aun así, se preguntaban: «Y si el jefe nos dejase tranquilos, ¿no tendríamos todavía menos bajas? ¿Tal vez incluso ninguna?».

Ésa había sido la situación hasta hacía muy poco: hasta hacía una semana, poco más o menos, o incluso hasta hacía uno o dos días.

Pero este ejército llevaba más de quince días huyendo. Se retiraba con cierta obcecación personal y a posiciones predeterminadas, pero las enormes fuerzas que les atacaban conquistaban dichas posiciones predeterminadas de un modo tan rápido y metódico que las hostilidades habían adquirido casi el aspecto de una guerra de movimientos para el que estas tropas estaban particularmente mal adaptadas, pues sólo habían recibido entrenamiento para ese proceso de desgaste conocido como guerra de trincheras. De hecho, pese a que sabían manejar bien las bombas e incluso la bayoneta, y eran valerosas y organizadas cuando no estaban en movimiento, eran tropas particularmente ineptas a la hora de asegurar la comunicación con las unidades que tenían a los flancos, o incluso dentro de su propia unidad, y carecían de experiencia práctica en el manejo del rifle en movimiento. El enemigo había dedicado fatigosamente su atención a ambas cosas a lo largo del período de relativa inactividad del invierno que acababa de concluir y en ambos particulares sus tropas, que hasta entonces parecían estar peor de moral, eran ahora claramente superiores. Así que parecía sólo cuestión de tiempo que soplase viento del este para que rechazasen al ejército hasta el mar del Norte. El viento del este era necesario para el empleo del gas sin el cual, desde el punto de vista de los líderes alemanes, era imposible atacar.

La situación, no obstante, había sido desesperada y seguía siéndolo, y allí de pie, en la absoluta tranquilidad e inacción de una mañana de abril con una ligera brisa del oeste, Tietjens reparó en que lo que estaba experimentando eran las emociones de un ejército en retirada. Al menos así lo veía él. El uso del gas siempre había desagradado a los soldados enemigos, y hacía mucho que habían dejado de utilizarlo en cilindros. Pero el Estado Mayor alemán insistía en preparar los ataques con una densa pantalla de gas creada por un intenso bombardeo con obuses. Las fuerzas enemigas se negaban a meterse en aquellas pantallas de humo si el viento soplaba en dirección hacia ellos.

Ahí era donde intervenía un factor que le hacía sentirse particularmente incómodo.

Por supuesto, ni la brigada ni la división habían pasado por alto el hecho de que el batallón fuera tan disciplinado y estuviese tan bien comandado. Y, como la brigada también era digna de admiración —estas cosas pasan incluso en los períodos de confusión como los que precedieron al final de la guerra de trincheras—, la eligieron para ocupar posiciones donde se calculaba que las divisiones enemigas atacarían con más violencia, y al batallón lo destinaron al punto más comprometido de ese sector tan comprometido del frente. Los gallos del eficiente CO pronto tendrían motivos de sobra para cacarear.

Había sido, tal como sentía Tietjens en todo su cuerpo, más de lo que un hombre de carne y hueso podía soportar. Por mucho que hubiera podido hacer el CO para proteger a sus hombres y por mucho que hubiese ayudado la disciplina en ese proceso, el batallón se había reducido a menos de un tercio de la fuerza que habría sido razonable tener en una posición como la que tenía que ocupar…, y abandonar. Y para los hombres no era un gran consuelo que los del regimiento de Wiltshire que tenían a su derecha y los de Cheshire que tenían a su izquierda estuviesen peor. Así que el aspecto del jefe como un auténtico tirano era el que ocupaba el primer plano de sus consideraciones.

Un oficial sensato —y todos los buenos oficiales lo son en ese sentido— percibe la psicología de sus hombres de un sinfín de maneras. Puede permitirse ser ciego a los sentimientos de sus oficiales, pues éstos deben pasar tanto tiempo en manos de sus superiores antes de tener la oportunidad de vengarse, que es necesario un coronel verdaderamente malo para que llegue a enajenarse a sus oficiales. De oficial tienes que saltar a obedecer las órdenes de tu CO, que aplaudir sus sentimientos, que sonreír ante sus agudezas y que reírte a carcajadas con sus bromas más groseras. Así es el servicio. Con los soldados rasos es diferente. Un suboficial discreto aplaudirá discretamente las excentricidades y el buen humor de su oficial, igual que lo hará un sargento que esté deseando ascender, pero los soldados rasos no sienten esa compulsión. Con tal de que se pongan firmes cuando se les habla no se les puede pedir más. No tienen obligación de entender las agudezas de su oficial y todavía menos se puede esperar que se rían o las repitan con gusto. Ni siquiera tienen que ponerse firmes con mucho entusiasmo…

Desde hacía unos días, los soldados rasos del batallón habían caído en un mutismo absoluto, y el CO era consciente de ello. De entre los diversos tipos de oficial de campo que podría haber tomado como modelo con respecto a los hombres, había escogido al CO cordial, rubicundo y ligeramente aficionado al whisky que termina cada una de sus frases con las palabras «¿Eh, qué?». Era una actitud fríamente calculada a beneficio de los suboficiales y los soldados rasos, pero con el tiempo se había vuelto casi automática.

Desde hacía unos días, ese modo de actuar había perdido su eficacia. Era como si Napoleón el Grande hubiese descubierto de pronto que el truco de pellizcarle la oreja a un granadero durante un desfile hubiera dejado de funcionar. Después del «¿Eh, qué?», que había soltado como un disparo de revólver, el hombre a quien iba dirigido apenas había movido los pies y ninguno de los que lo habían oído se había reído o le había cuchicheado a sus compañeros. Todos se habían mostrado reacios. ¡Y hace falta valor para mostrarse reacio delante del jefe!

Todo eso el CO lo sabe de sobra porque ha pasado por ello. Y Tietjens sabía que el CO lo sabía, y sospechaba en parte que el CO sabía que Tietjens lo sabía… Y que los compadres y los demás soldados también lo sabían, que, de hecho, todos lo sabían. Era como una partida de bridge de pesadilla con las cartas boca arriba y en la que todos los jugadores estuviesen dispuestos a tirar de pistola.

¡Y, como castigo a sus muchos pecados, tenía un triunfo y le tocaba jugar a él!

Era una situación odiosa. Odiaba tener que decidir el destino del CO tanto como odiaba tener que restaurar la morale de los hombres…, si es que sobrevivían.

Y ahora tenía la convicción de que podría hacerlo. Si no hubiese tenido la sensación de que podía meter en vereda a aquella docena de vagabundos, no se habría sentido capaz. En ese caso tendría que haber recurrido a su superioridad moral para que el médico remendara, medicara y compusiera al jefe lo suficiente para que pudiera ponerse al mando del batallón, al menos hasta el final de la retirada de los próximos días. Era obvio que eso es lo que habría que hacer si no hubiese nadie que pudiera asumir el mando…, nadie capaz de manejar a los hombres. Pero, en caso de que lo hubiese, ¿no sería demasiado arriesgado, dado el estado del CO, permitirle seguir al mando? ¿Lo era o no lo era? ¿Lo era o no lo era?

Miró con frialdad a McKechnie, como para ver dónde golpearle ahora, de acuerdo con lo que había especulado. Y comprendió que, en el momento más terrible de su vida, volvía a encontrarse, como suele decirse, con su eterno pecado. Con el terrible temor del bombardeo en toda su persona, con un peso en el ceño, en las cejas, y el pecho jadeante, tenía que aceptar… la responsabilidad. Y darse cuenta de que era la persona adecuada para asumir la responsabilidad.

Le dijo a McKechnie:

—Quien tiene que decidir acerca del coronel es el MO.

McKechnie exclamó:

—Por Dios, como ese gusano borracho se atreva a…

Tietjens añadió:

—Terry actuará de acuerdo con lo que yo le diga. No tiene por qué aceptar mis órdenes. Pero me ha asegurado que actuará según lo que yo le diga. Aceptaré la responsabilidad moral.

Sintió deseos de jadear, como si acabara de beberse de un trago una gran cantidad de líquido. No jadeó. Miró su reloj de pulsera. Quedaban treinta segundos del tiempo que había decidido concederle a McKechnie.

McKechnie los aprovechó de forma maravillosa. Los alemanes lanzaron varios obuses. Aunque desde muy lejos. Durante diez segundos McKechnie se desquició. Se pasaba el día desquiciado. Era un pesado. Si hubiesen sido sólo los acostumbrados taponazos de los alemanes… Pero era más intenso. Los labios de McKechnie profirieron una serie de obscenidades inconcebibles. Era imposible saber dónde caerían los proyectiles alemanes. O dónde apuntaban. Probablemente a una lavandería de Bailleul. Gritó:

—¡Sí, sí! ¡Aranjuez!

El diminuto subalterno había vuelto a asomarse con su cómico casco, al otro lado del contrafuerte de grava rosada… Era un buen muchacho, aunque algo nervioso. ¡Pensaba que no habían reparado en que habían vuelto! Desde luego, la grava parecía más rosada ahora que había salido el sol… ¡Estaría saliendo en Bemerton! O tal vez todavía no hubiera salido tan al oeste. En la parroquia de George Herbert, el autor de ¡Dulce día tan frío, tranquilo y brillante, el matrimonio del cielo y la tierra!

¿De dónde sacaría McKechnie, que seguía gritando todavía, aquellas palabras malsonantes? Había ganado el Premio de Latín del Vicerrectorado. Pero probablemente fuese todavía bastante puro. Esas palabras no significaban nada para él… ¡Igual que para los Tommies! Entonces, ¿por qué las empleaban?

¡La artillería alemana siguió dando golpetazos! Más ruidosos que las típicas salvas con las que metódicamente saludaban al amanecer. Pero no estaban cayendo obuses en las cercanías. ¡Así que tal vez no se tratase de la andanada que inaugurara el gran bombardeo! Muy probablemente les hubiera visitado algún insignificante príncipe alemán y quisieran demostrarle lo que era disparar. ¡O el mariscal de campo conde Von Brunkersdorf! Quizá les habían ordenado echar abajo la chimenea de la lavandería de Bailleul. O tal vez fuese la pura irresponsabilidad típica de los artilleros. Pocos alemanes eran lo bastante imaginativos para ser irresponsables, pero sin duda los artilleros eran más imaginativos que el resto.

Recordó una vez que estuvo en el OP de artillería —¿cómo demonios se llamaba?— delante de Albert. ¡En la carretera entre Albert y Bécourt-Bécordel! ¿Cómo demonios se llamaba? Un artillero estaba mirando por los prismáticos. Le había dicho a Tietjens: «¡Mire a ese gordo…!». Y, con los prismáticos que le prestó, Tietjens vio a un alemán gordo en pantalones y mangas de camisa que comía con la mano izquierda de una lata de comida que sujetaba con la derecha. Un objeto grueso y desagradable que recordaba a un pescador en un día tranquilo. El artillero le había dicho a Tietjens:

—¡No lo pierda de vista!

Y habían perseguido con sus obuses a aquel pobre alemán por la colina desnuda durante diez minutos. Cada vez que se escondía, le lanzaban un obús. Luego dejaban que se escapara. Sus movimientos, cuando comprendió lo que esperaban de él, habían sido exactamente iguales a los de un conejo cuando echa a correr entre el trigo al ver llegar a los segadores. Por fin se tumbó. No estaba muerto. Luego lo vieron levantarse e irse. ¡Y con la lata en la mano!

Sus payasadas proporcionaron una diversión infinita a los artilleros. Todavía les proporcionó más que la artillería alemana de ese sector del frente, convencida de que Dios sabía lo que pasaba, se hubiese despertado y hubiera machacado el cielo y la tierra durante un cuarto de hora con todo género de misiles imaginable. Y luego se hubiese callado de pronto. Sí… ¡los artilleros eran tipos irresponsables!

En realidad, el incidente había ocurrido porque a Tietjens se le había ocurrido preguntarle al artillero cuánto creía que habían costado los obuses necesarios para hacer pedazos un campo indescriptiblemente machacado de unos ochenta metros cuadrados que había entre Bazentin-le-petit y el bosque de Mametz. El campo estaba inimaginablemente machacado, molido y pulverizado… El artillero le había respondido que los obuses empleados podían haber costado unos tres millones de libras. Tietjens le preguntó cuántos hombres imaginaba que habrían muerto allí. El artillero contestó que no tenía ni la más mínima idea. ¡Seguramente ninguno! No era probable que nadie hubiese ido a dar un paseo por allí por placer, y tampoco había ninguna trinchera. No era más que un campo cualquiera. Sin embargo, cuando Tietjens observó que dos campesinos con un tractor de vapor podrían haber pulverizado el campo por, digamos treinta chelines, el artillero se ofendió mucho. Había hecho que sus hombres persiguieran al inofensivo alemán de la lata sólo para demostrarle lo que podía hacer la artillería.

… En ese momento Tietjens le había dicho a McKechnie:

—Por mi parte, pienso aconsejar al MO que recomiende la concesión de un par de meses de permiso por enfermedad al coronel. Tiene potestad para hacerlo.

McKechnie había agotado sus palabrotas obscenas. Volvía a estar cuerdo. Se quedó boquiabierto.

—¡Enviar a Inglaterra al CO —exclamó en tono de lamento—. Justo en el momento en que…

Tietjens exclamó:

—No sea idiota. O no me tome a mí por uno. Nadie va a cosechar gloria en este ejército. ¡Al menos aquí y ahora!

McKechnie dijo:

—¿Y qué hay del dinero? ¡La paga de coronel! Son casi cuatro libras al día. ¡Pasados los dos meses habrá ganado usted doscientas cincuenta libras!

Hacía poco le habría parecido imposible que nadie le hablase de sus asuntos económicos privados o de sus motivos íntimos.

Respondió:

—Tengo responsabilidades obvias…

—Hay quien dice —siguió McKechnie— que es usted un m####o millonario. Uno de los hombres más ricos de Inglaterra. Y que regala minas de carbón a las duquesas. Eso dicen. Otros afirman que es usted tan pobre que vende a su mujer a los generales… A cualquier general. Y que así es como consigue sus nombramientos.

Tietjens ya había tenido que oír eso antes…

Max Redoubt… Le había venido de pronto a la memoria, igual que antes el nombre de Bemerton. ¡El nombre del puesto de observación de artillería entre Albert y Bécourt-Bécordel era Max Redoubt! Durante las insoportables esperas de esos meses casi olvidados de julio y agosto el nombre le había sido tan familiar como…, digamos, el propio Bemerton… ¡Si te olvido, Bemerton…, o, ¡oh!, Max Redoubt…, que se seque mi diestra…! [185] ¡Los inolvidables…! ¡Pero los había olvidado!

Si los había olvidado por un instante, podía secarse su diestra. Si los había olvidado un instante… Pero incluso eso podía ser desastroso, podía llegar en un momento desastroso… Los alemanes se habían callado. Tal vez hubiesen derribado ya la chimenea de la lavandería. O hubiesen acertado en alguna carreta GS cargada de carbón… En cualquier caso, no era el habitual bombardeo matutino. Todavía estaba por llegar. Dulce día tan frío…, volvió a empezar.

McKechnie no se había callado. Iba a hacer que lo callaran. Acababa de decir que Tietjens no había demostrado ninguna caballerosidad al no denunciar al CO si es que lo consideraba un borracho…, o incluso un alcohólico crónico. Ninguna caballerosidad…

¡Era como una pesadilla…! No, no lo era. Más bien como cuando uno tiene fiebre y las cosas le parecen irreales… ¡Y exageradamente reales! ¡Estereoscópicas, podría decirse!

McKechnie, con un acento de odio sardónico, le rogó a Tietjens que recordara que, si consideraba al CO un borracho, tendría que haberlo puesto bajo arresto. Lo exigían las Ordenanzas Reales. Pero Tietjens era muy astuto. Quería quedarse con las doscientas cincuenta libras. Puede que fuese pobre y las necesitase. O que fuese millonario y avaro. Así es como los millonarios se hacían millonarios: robando cantidades insignificantes de dinero, que Dios sabe que serían como un regalo caído del cielo para gente como él.

Tietjens pensó que, en cierto sentido, doscientas cincuenta libras podrían ser un regalo caído del cielo para él cuando todo aquello terminara. Y luego pensó: «¿Para qué demonios ganarlas?».

¿Qué iba a hacer cuando todo aquello terminara?

Y estaba terminando. Cada minuto que los alemanes no avanzaban les acercaba a la derrota. Perdían impulso para avanzar… ¡Ahora, en este mismo minuto! Era emocionante.

—¡No! —dijo McKechnie—. Es usted demasiado astuto. Si hubiese mandado expedientar al pobre Bill por ebriedad, no habría tenido oportunidad de ponerse al mando. Habrían enviado a un coronel de verdad. Pero, como sustituto, mientras Bill está de permiso por enfermedad, tiene bastantes posibilidades de lograrlo. Por eso va a cometer esta bajeza.

Tietjens sintió deseos de ir a lavarse. Se sentía sucio.

¡Sin embargo, lo que decía McKechnie era cierto! ¡Cierto…! El impulso mecánico de apartarse del dinero era tan fuerte que empezó a decir:

—En ese caso… —iba a concluir «haré que expedienten a ese tipo». Pero no lo hizo.

Estaba en un maldito atolladero. El decoro exigía que no actuase dominado por el pánico. Tenía un pánico mecánico y normal que le impulsaba a apartarse del dinero. Los caballeros no ganan dinero. Los caballeros, de hecho, no hacen nada. Se limitan a existir. Perfuman el aire como lirios virginales. El dinero les llega como el aire a través de los pétalos y las hojas. Así el mundo es mejor y más colorido. ¡Y, por supuesto, de ese modo la vida política puede seguir siendo limpia…! No se puede ganar dinero.

No obstante, esta unidad era la clave de todo.

Los puntos débiles de la brigada, la división, el ejército, la Fuerza Expedicionaria Británica, las fuerzas aliadas… Si los alemanes penetraban por ellos… Fuit Ilium et magna gloria[186] ¡No mucha gloria!

Su obligación era hacer todo lo posible por aquella unidad. Aquella pobre y maldita unidad y por los pobres comediantes de opereta a quienes había prometido comprar entradas para Drury Lane en navidades… Los pobres diablos habían respondido que preferían el Shoreditch Empire o el viejo Balliam. Típico de Inglaterra. El Lane era el locus classicus de la raza, pero aquellos héroes de opereta…, llamémoslos héroes, ¡preferían Shoreditch y Balliam!

Le sobrecogió la inmensa sensación de ser responsable de todos aquellos mugrientos y quejosos comisarios de pantomima con la nariz sucia, y el intenso deseo de traerles un poco de suerte y dijo:

—Capitán McKechnie, puede retirarse. Vuelva a su puesto. Y cumpla con su deber. Con el casco apropiado.

McKechnie, que no había dejado de hablar, se calló y ladeó la cabeza como una urraca. Respondió con aire estúpido:

—¿Cómo…, cómo…? —luego observó—: Bueno, supongo que si está usted al mando…

Tietjens le interrumpió:

—Lo normal es decir «señor» al dirigirse a un oficial superior estando de servicio. Aun cuando no pertenezca uno a su misma unidad.

McKechnie exclamó:

—¡Que no pertenezco a…! Que no… ¡Son mis malditos amigos!

Tietjens dijo:

—¡Está usted asignado al cuartel general de la división y allí es donde va a ir! ¡Y cuanto antes…! Y no se le ocurra volver por aquí. Al menos mientras yo esté al mando… Retírese…

Era un deber —¡un deber feudal!— que había contraído con aquellos tipos de opereta. Querían que les librase —¡y cuanto antes!— de aquel dipsómano que estaba al mando de la unidad y tenía las vidas de todos en sus manos… En cuanto McKechnie pronunció las palabras «¡Son mis malditos amigos!», Tietjens tuvo la iluminadora convicción de que, por sí solo, el CO era demasiado buen oficial para parecer un alcohólico, aunque lo vieran borracho con frecuencia. Pero que, en compañía del tal McKechnie, ¡tenían la apariencia de dos locos alcohólicos!

El resto de los malditos amigos ni siquiera existían. Eran una tradición… ¡fantasmal! Cuatro estaban muertos, cuatro en el hospital, dos a la espera de un consejo de guerra por emplear cheques sin fondos. El último de ellos, si se exceptuaba a McKechnie, era el amasijo de putrefacción y harapos que colgaba en ese mismo instante del alambre de espino… El aspecto entero del cuartel general cambiaría al marcharse McKechnie.

Pensó con satisfacción que capitanearía a unos hombres muy aceptables. El furriel era tan discreto que casi no reparaba uno en su presencia. ¡Tenía ojos brillantes como los de un pájaro! Siempre estaba preocupado. ¡Y el pequeño Aranjuez, el oficial de señales! ¡Y un tipo gordo llamado Dunne, que representaba al Servicio de Inteligencia desde hacía dos noches! El comandante de la compañía A tenía cincuenta años, era calvo y delgado como un palo; el de la compañía B era un chico rubio de buena familia; los de la C y la D eran subalternos, recién llegados. Pero limpios… ¡Satisfactorios!

¡Un puñado de hierba para taponar una fuga en la presa del… Imperio! ¡Al demonio con el Imperio! ¡Era Inglaterra! ¡Era la parroquia de Bemerton lo que importaba! ¡Para qué queríamos un imperio! ¡Sólo a un judío chapucero como Disraeli se le habría ocurrido ponernos un nombre tan chapucero como ése! Los tories dijeron que necesitaban a alguien para hacer el trabajo sucio…, ¡muy bien, lo habían tenido…!

Le dijo a McKechnie:

—Hay un tipo llamado Bemer…, quiero decir Griffiths, Cero Nueve Griffiths, tengo entendido que está interesado en participar en la revista musical de la división. Se lo enviaré en cuanto haya desayunado. Es un fuera de serie con la corneta.

McKechnie respondió:

—Sí, señor. —Saludó débilmente y dio un paso adelante.

Típico de McKechnie. Sus ataques de locura nunca culminaban en una crisis. Por eso era tan cargante. Su rostro se contraía como el de un gato salvaje delante de la madriguera en un muro. Pero luego se convertía en un subordinado sumiso. ¡De pronto! ¡Sin venir a cuento!

¡Los tipos así eran unos pesados! ¡No tenían modales…! Probablemente rigieran el mundo ahora. Sería un mundo muy fastidioso.

McKechnie, no obstante, le estaba saludando. Tenía en la mano un sobre sellado más bien pequeño y arrugado, como si lo hubiese llevado encima desde hacía mucho tiempo. Hablaba con voz controlada después de pedir permiso. Le pidió a Tietjens que reparase en que el sello no estaba roto. El sobre contenía «El soneto».

¡Así que McKechnie se había vuelto loco! Aunque su voz sonase tranquila con un acento entre cockney y oxoniense, sus ojos de color ciruela estaban enloquecidos… ¡Dos ciruelas calientes!

Varios hombres llegaron por la trinchera arrastrando los pies, sujetaban unas cajas de madera muy pesadas de color plomo por unas asas de cuerda, dos hombres por caja. Tietjens dijo:

—Son ustedes de la compañía D… ¡Dense prisa!

McKechnie, no obstante, no estaba loco. Sólo estaba subrayando que podía medir su intelecto y su habilidad como latinista con los de Tietjens, ¡que podía hacerlo, llegado el gran día!

El sobre, de hecho, contenía un soneto. Un soneto que Tietjens había escrito, para distraerse, con unas rimas que le había dictado McKechnie…, para distraerse en un momento de mucha tensión.

Habían pasado juntos varios momentos de mucha tensión. Eso debería haber formado un vínculo entre ellos. Pero no lo había hecho…, ¡imagínate tener un vínculo con un cockney escocés de Oxford!

¡O tal vez sí lo hubiera hecho! Ahí estaba ciertamente el soneto. Tietjens recordó haberlo escrito en dos minutos y medio para quitarse de la cabeza a su mujer, que le estaba causando muchas dificultades… ¡Dos minutos y medio sin pensar en Sylvia! ¡Qué suerte…! Pero McKechnie se lo había tomado como un desafío. Un reto contra él como latinista. Se había comprometido a convertir el soneto en hexámetros latinos en dos minutos. O tal vez en cuatro…

Pero las cosas se habían complicado. A un tipo llamado Cero Nueve Morgan lo habían matado a sus pies. En el cobertizo. ¡En aquellos tiempos habían estado muy ocupados con el destacamento!

Por lo visto, McKechnie había sellado el soneto en un sobre. En ese sobre. En aquel momento concreto. Por lo visto, a McKechnie lo había dominado una ira ciega y céltica para probar que era mejor latinista que Tietjens sonetista. Y, por lo visto, le seguía dominando. Estaba deseando competir con Tietjens.

Tal vez por eso precisamente no se había vuelto loco. Seguía cuerdo para poder competir con él. Ahora estaba repitiendo con el sobre en la mano y el sello hacia arriba:

—Supongo que creerá que no he leído el soneto, señor. Supongo que creerá que no he leído su soneto, señor… Para que así me resultase más fácil traducirlo.

Tietjens respondió:

—¡Sí! ¡No…! Me da igual.

No podía decirle a aquel tipo que la idea de competir le parecía repulsiva. Cualquier tipo de competición se lo parecía. Incluso los juegos competitivos. Le gustaba jugar al tenis. Al tenis de verdad. Pero jugaba muy poco porque no podía encontrar a nadie con quien jugar a quien no le resultase desagradable vencer… Y sería repulsivo competir con aquel tipo… Se estaban moviendo muy despacio a lo largo de la trinchera, McKechnie se apartó a un lado sin soltar el sobre.

—Es su sello, señor —seguía repitiendo—. Su propio sello. Ya ve que no está roto… ¿No pensará que lo leí a toda prisa e hice una copia de memoria?

… Aquel tipo ni siquiera era un buen latinista. Ni versificador, aunque siempre se estaba jactando de ello con los gangosos subalternos cockney que había en el comedor del batallón. Les traducía sus notas a versos latinos… Pero siempre usaba muletillas. Normalmente sacadas de la Eneida. Como:

Conticuere omnes,[187] o Vino somnoque sepultum! [188]

A eso, probablemente, se dedicaban en Oxford justo antes de la guerra.

Dijo:

—No soy un puñetero detective… Sí, por supuesto, le creo. —Pensó en hacerse amigo del pequeño Aranjuez, que era una especie de meridional serio y agradable. ¡Imagínate pensar en un meridional con agrado! Dijo—: Sí. Muy bien, McKechnie.

Se sintió un necio. Estaba compitiendo con aquel tipo. Era un deterioro. Tietjens pensó que se estaba desmoronando moralmente: había aceptado una responsabilidad; había pensado en doscientas cincuenta libras con agrado; ahora estaba compitiendo con un ganador de un premio céltico-cockney. Se había rebajado a ese nivel… En fin, lo más probable es que estuviera muerto antes de la tarde. Y nadie lo sabría.

¡Imagínate pensar en si alguien lo sabría o no…! ¡Era Valentine Wannop quien no tenía que enterarse de que estaba degenerando bajo la presión…! Eso le sorprendió mucho. Le preguntó a su subconsciente: «¿Qué? ¿Todavía con ésas?».

La chica, al menos, sí era una latinista admirable. Recordó con una especie de regocijo sardónico que, varios años antes, en un dog-cart surgido de entre la niebla en algún lugar de Sussex —¡Udimore!— ella le había hecho quedar como un idiota. ¡A propósito de Catulo! ¡A él, a Tietjens…! Poco después, el viejo Campion les había atropellado con el coche que no sabía pero insistía en conducir.

McKechnie, aparentemente calmado, dijo:

—No sé si sabe, señor, que pasado mañana el general Campion se va a poner al mando de este ejército… Aunque seguro que ya lo sabía.

Tietjens respondió:

—No. No lo sabía… Ustedes, los que están en contacto con el cuartel general, se enteran de todo mucho antes que nosotros. —Y añadió—: Eso significa que nos enviarán refuerzos… Y que habrá un mando único.