El bugle de pistones le dijo al amanecer con peculiar claridad:
A Tietjens le sobrecogió una súbita oleada de placer al oír aquella tonada del siglo XVII dedicada al paisaje… ¡Herrick y Purcell…! O tal vez fuese una imitación moderna. Muy buena. Preguntó:
—¿Qué demonios es ese jaleo, sargento?
El sargento desapareció detrás de la embarrada cortina de tela de saco y entró en el cuerpo de guardia. El bugle de pistones dijo:
Dulce hermosa
y
Dulce Dulce Dulce
hermosa…
y y y
Debía de estar a unos doscientos metros a lo largo de la trinchera. Aquella tonada del siglo XVII y el recuerdo de esas palabras tranquilas y precisas le produjeron un placer sorprendente… Aunque tal vez no las hubiese recordado bien. En cualquier caso eran tranquilas y precisas. Y se abrían camino por debajo del alma igual que los picos de los zapadores en la oscuridad.
El sargento volvió con la información de que era Cero Nueve Griffiths practicando con la corneta. El capitán McKechnie le había prometido oírlo después del desayuno y recomendarlo para que tocase en la revista musical de la división de esa noche si le gustaba.
Tietjens exclamó:
—Bueno, ¡pues espero que le guste al capitán McKechnie!
Esperaba que a McKechnie, con su mirada alucinada y su insufrible acento, le gustara aquel tipo. Aquel tipo que le confería una atmósfera propia del siglo XVII a un paisaje que el sol empezaba a inundar con sus rayos amarillos. ¡Ojalá el siglo XVII le salvara la vida a aquel tipo, por su buen gusto! Probablemente lo hiciera. Tietjens le daría un pase para ir a ensayar para el concierto de la división. Así, se salvaría del bombardeo…
Lo más probable era que ninguno de ellos siguiera con vida después del bombardeo que había anunciado la brigada… ¡Ya sólo faltaban veintisiete minutos! Trescientos veintiocho hombres contra…, digamos, una división… El número más descabellado que pudiera imaginarse… ¡Muy bien, el siglo XVII salvaría al menos a un hombre!
¿Qué había sido del siglo XVII? ¿Y de Herbert y Donne y Crashaw y Vaughan, el Silurista…? [176] ¡Dulce día tan frío, tranquilo y brillante, el matrimonio del cielo y la tierra…! [177] Por Dios, ¡eso es! El viejo Campion, reluciente como un papagayo, con el escarlata y los dorados de un general de división, lo había citado en el campamento base hacía años. ¿O era hacía meses? ¿No era: «Sin embargo, oigo constantemente a mis espaldas / el carro alado del tiempo que se acerca», lo que había citado?
¡En cualquier caso, no estaba nada mal por parte del viejo general!
Se preguntó qué habría sido de aquella elegante colección de amarillo claro, escarlata y dorado… Campion despedía tanta luz que siempre lo imaginaba vestido de amarillo claro y no de caqui… Imaginaba a su mujer y a Campion irradiando luz los dos juntos… ¡ella vestida con un vestido dorado!
Campion estaría a punto de aparecer por allí. Era sorprendente que no lo hubiesen enviado antes. Pero el pobre Puffles lo había hecho demasiado bien con su ejército abominablemente reducido para que lo reemplazaran. Incluso después de la solicitud del ministro que tanto lo odiaba. ¡Bien por él!
Se le ocurrió que si ese día…, digamos que se cruzaba una bala en su camino, Campion probablemente se casaría con su viuda… con Sylvia vestida de crepé. ¡Tal vez con algo de blanco!
La corneta —era evidente que no era un bugle de pistones— entonó:
tan sólo
la pasar…
vi
Luego se detuvo a reflexionar. Y pasado un instante, añadió pensativo:
¡Y
ahora
la
amaré hasta
el día de mi muerte!
Eso no podía referirse a Sylvia… Vestida tal vez de crepé con un poco de blanco y paseando muy alta… Digamos por una calle del siglo XVII…
¡La única época satisfactoria en Inglaterra! Pero ¿qué posibilidades tenía hoy, o, peor aún, mañana, en el sentido en que las tenían la época de Shakespeare, o de Pericles, o de Augusto?
El cielo sabía que no queríamos redobles de tambor como los que producían…, y recibían, los isabelinos. Como los leones en una feria… Pero ¿qué posibilidades tenían los campos tranquilos, la santidad anglicana, la exactitud en el pensamiento, las tierras de labranza que ascendían despacio por las colinas entre cercas de madera…? Aun así la tierra perdura…
La tierra perdura… ¡Perdura…! En ese mismo instante, despertaba un húmedo amanecer en la parroquia de George Herbert… ¿Cómo se llamaba…? ¿Cómo diantres se llamaba? ¡Demonios…! Entre Salisbury y Wilton… La iglesuela… Pero se negó a pensar en las tierras de labranza, en los densos bosques, en el camino de detrás de la iglesia, que en ese momento estaría revelando el húmedo amanecer…, hasta que lograra acordarse del nombre… Se negó a pensar que, probablemente incluso hoy, la tierra se extendía hasta… y producía su progenie. ¡La quietud!
Hasta que recordase aquel nombre no quería pensar en nada…
Dijo:
—¿Cuándo llegarán esas malditas bombas de mano?
El sargento respondió:
—En diez minutos las tendremos aquí, señor. La compañía A acaba de telefonear para decir que están de camino.
Fue casi una decepción: sin bombas de mano, en menos de una hora habrían acabado con ellos. Todo estaría tan tranquilo como en el siglo XVII: en el cielo… ¡Ahora tendrían que utilizar antes las condenadas bombas! Y, en consecuencia, era posible que sobreviviesen… ¿Qué haría él entonces? ¡Cumplir las órdenes! Era concebible…
Exclamó:
—La brigada dice que los imbéciles de los alemanes estarán aquí en una hora. Encárguese de repartir las puñeteras bombas, pero guarde suficientes para utilizarlas en caso de emergencia, por si tenemos que avanzar… digamos un tercio. Para las compañías C y D… Dígale al furriel que voy a recorrer toda la trinchera y que quiero que el furriel adjunto, el señor Aranjuez, y el cabo Colley me acompañen… ¡En cuanto lleguen las bombas…! No quiero que los hombres piensen que tienen que contener una ofensiva alemana sin bombas… En catorce minutos empezarán con el fuego de artillería, pero no atacarán hasta habernos vapuleado un buen rato… ¡No sé cómo demonios sabe todo eso la brigada!
El nombre «Bemerton» acudió de pronto a su memoria. Sí, Bemerton, Bemerton, Bemerton era la parroquia de George Herbert. Bemerton, más allá de Salisbury… La cuna de la raza, suponiendo que valiera la pena hablar de nuestra raza. Se imaginó en la cumbre de una pequeña colina: un cura delgado y contemplativo, observando cómo descendía la tierra hasta la aguja de la catedral de Salisbury, con una enorme Biblia del siglo XVII, en griego, toscamente encuadernada debajo del codo… ¡Imagínate estar de pie en la cumbre de una colina! ¡Eso allí era impensable!
El sargento se estaba lamentando, un poco fatigado, de que los alemanes fuesen a atacarles.
—Pensaba que esos condenados alemanes, y espero que disculpe mi lenguaje, señor, no atacarían esta mañana… Y que nos darían una pequeña tregua para limpiar esto un poco… —Hablaba en el tono de un escolar que dijese que el director podía haberles dado vacaciones el día del cumpleaños de la reina. Pero ¿qué demonios pensaba ese hombre de su próxima aniquilación?
Era una pregunta sin respuesta. Varias veces le habían preguntado cómo era la muerte… Una vez se lo había preguntado en un camión de ganado, debajo de un puente, cerca de un hospital de la Cruz Roja, aquel sujeto despreciable llamado Perowne. En presencia del molesto chiflado de McKechnie. Cualquiera hubiese dicho que incluso un oficial de transportes habría sabido organizarlo mejor. Todos sabían que Perowne había sido el amante de su mujer; a Tietjens le habían asignado, contra su voluntad, el puesto de segundo al mando del batallón que McKechnie ansiaba conseguir. Y al que, en realidad, tenía derecho. No deberían haberles mandado juntos.
Pero lo habían hecho. Perowne estaba destrozado, sobre todo de pensar que no volvería a ver a la mujer de Tietjens con un vestido dorado… A menos que fuese en una nube con un arpa dorada, él creía en esas cosas… Y, desde luego, en cuanto bajaron del vagón de equipajes —¡había sido un vagón de equipajes, no un camión de ganado!— al desertor con la escolta y a los tres ferroviarios de la Cochinchina heridos que les habían endosado las autoridades francesas… ¿Y adónde diablos iban? Obviamente al frente, debían de estar muy cerca del cuartel general de la división. Pero ¿dónde? ¡Dios sabía! O ¿cuándo? ¡Dios sabía también…! Hacía un buen día, quedaba un poco de nieve sin derretir en el suelo y los petirrojos cantaban en los arbustos. Digamos en febrero… Digamos el día de San Valentín. Un día que, por supuesto, todavía perturbaría más a Perowne… En fin, desde luego, en cuanto bajaron del vagón de equipajes a los heridos que no dejaban de gemir, a la tímida escolta que no sabía si mostrarse educada con el desertor en presencia de los oficiales y al desertor que no dejaba de preguntarles en tono desafiante —o, si se prefiere, desconsolado, no había forma de saberlo— a los de la escolta por sus novias o de proporcionarles información sobre la suya… El desertor era un tipo de ojos negros y aspecto agitanado con la boca grande y desdeñosa; la escolta la formaban un cabo y dos soldados rubios y tímidos del regimiento de East Kent con los botones y las insignias muy bien pulidas y las polainas muy limpias: obviamente eran regulares llegados de la retaguardia; los de la Cochinchina tenían rostros indistinguibles anchos y amarillos, poéticos ojos castaños, botas de piel y capuchas de piel azules sobre la cabeza y la cara vendadas. Iban apoyados contra la pared del vagón, soltaban de vez en cuando algún gemido y no paraban de tiritar…
En fin, en cuanto salieron del cobertizo de hojalata del RTO adjunto, junto al puente del ferrocarril, el tal Perowne, con su aspecto rollizo y su aire de hindú, le había hecho varias preguntas sobre el más allá y acerca de la naturaleza de la muerte; el proceso de disolución: el morirse… Y mientras Perowne le planteaba aquellas preguntas, McKechnie, con su acento indescriptible y sus ojos oscuros y desquiciados como los de un gato le había preguntado cómo se había atrevido a aceptar el puesto de segundo al mando de su batallón… «Usted no es un soldado —le espetó—. ¿Cree que es un p####o soldado de infantería? No es más que un saco de patatas, ¿qué demonios será ahora de mi batallón…? ¡El mío…! ¡Mi batallón! ¡El batallón de nuestros amigos!
Eso debió de ser en febrero, y ahora debían de estar en abril. Por como había amanecido, debían de estar en abril… ¿Qué más daba…? Aquel maldito camión se había pasado dos horas y media debajo del puente…, como parte de ese proceso de continua espera que es la guerra. Esperabas y esperabas y pasabas el rato y pasabas el rato: esperando a que llegasen las bombas de mano, o la mermelada, o unos generales, o unos tanques, o el transporte, o a que despejasen el camino. Esperabas en despachos bajo la mirada de ordenanzas somnolientos, bajo el fuego en el terraplén de los canales, en hoteles, en refugios, en cobertizos de hojalata, en casas en ruinas. ¡Ningún superviviente de las fuerzas armadas de Su Majestad olvidará jamás las horas eternas en las que el tiempo se detenía como la auténtica imagen de aquella guerra sangrienta…!
En fin, aquella vez la Providencia parecía haber decretado que esperasen lo suficiente para que Tietjens pudiera persuadir al desdichado mortal que atendía por el nombre de Perowne de que la muerte no era tan terrible… Tenía suficiente autoridad intelectual para persuadir a aquel tipo de pelo engominado de que la muerte proporcionaba sus propios anestésicos. En eso basó su argumentación: en que, al acercarse la muerte, los sentidos están tan adormecidos que no se siente ni dolor ni aprensión… Todavía le parecía estar oyendo las palabras serias y sesudas que había empleado en aquella ocasión.
¡La Providencia de Perowne! Pues, cuando lo desenterraron a la noche siguiente, después de quedar atrapado en una trinchera, dijeron que tenía una sonrisa como la de un bebé. No tuvo que esperar mucho y murió con una sonrisa…, en vida nada le habría convenido más que… ¡en fin una sonrisa apropiada! Siempre había sido un tipo preocupado y quisquilloso.
Bien por Perowne… Pero ¿qué pasaba con el propio Tietjens? ¿Era eso lo que la Providencia le tenía reservado…? ¡Eso es tentar a Dios!
El sargento dijo a su lado:
—Entonces se podría estar de pie en lo alto de una colina… ¿De verdad cree, señor, que uno podría plantarse en lo alto de una condenada colina…?
Es de suponer que, Tietjens había estado tratando de infundirle valor al sargento en funciones. No recordaba lo que le había estado diciendo al NCO porque su imaginación había estado ocupada con la imagen de Perowne… Dijo:
—Es usted de Lincolnshire, ¿no? Un hombre del llano. ¿Para qué demonios quiere subirse a una colina?
El hombre respondió:
—¡Ah, pero usted sí! —Y añadió—: ¡Usted sí quiere! Mire a su alrededor… —Trató de encontrar un modo de decirlo—: ¡Es como si quisiera respirar hondo después de pasar tanto tiempo acurrucado!
Tietjens dijo:
—Bueno, eso se puede hacer también aquí. Con discreción. Yo acabo de hacerlo…
El hombre replicó:
—Usted señor… ¡Se rige por sus propias leyes!
Fue la mayor impresión que se llevó Tietjens en toda su carrera militar. Y la mayor recompensa.
Ahí estaban todos esos seres inescrutables: los soldados rasos, una masa parduzca, que se extendía bajo tierra como los estratos de arcilla en la grava, por debajo de aquel paisaje ondulante que no tardaría en entibiar el sol: metidos en agujeros, en túneles, detrás de cortinas de tela de saco, llevaban…, llevaban una especie de vida, conversaban, respiraban, deseaban. Y a la vez seguían siendo totalmente misteriosos como masa. De vez en cuando, vislumbrabas un deseo apasionado: «Se podría estar de pie en lo alto de una condenada colina»; de vez en cuando —aunque sabías que te estaban observando constantemente y que conocían hasta el más ínfimo gesto que hacías en sueños— vislumbrabas un indicio de lo que pensaban de ti: «¡Usted se rige por sus propias leyes!».
Eso tenía que ser culto al héroe: un sargento mayor del regimiento en funciones, sin la menor experiencia real, y que no hace mucho era carretero en un condado llano, no le dice a su oficial al mando en funciones que se rige por sus propias leyes si no es con ánimo de halagarlo: como prueba, en cierto modo, de su confianza…
Ahora salían a la luz del día: detrás de la tela de saco aparecieron seis soldados a los que había transferido la noche anterior de la compañía C a la D, que había quedado reducida a cuarenta y tres soldados rasos. Un batallón a la Falstaff de tipos embarrados y desaliñados salió arrastrando los pies: se pusieron más o menos en fila en la trinchera; se movieron unos centímetros hacia aquí y allí; se ajustaron los correajes y las mochilas a fuerza de tirones y sacudidas; colocaron en su sitio las cantimploras y cayeron en una especie de inmovilidad. Los rifles, más o menos alineados, asomaban por delante. En esa reducida compañía había hombres de todos los tamaños y con los físicos más grotescos y dispares. Dos de ellos eran comediantes de cabaret y todos parecían sacados de una pantomima… Un ejército de opereta vocacional, vivito y coleando.
El sargento les hizo ponerse firmes y se tambalearon de aquí para allá. El sargento exclamó:
—El oficial al mando les está mirando. ¡CALEN… bayonetas!
Y, en efecto, un enano oculto debajo de un casco de acero se adelantó medio metro en el barro, metió el cañón del rifle entre las piernas dobladas, sacudió la cabeza para fijar la vista en el punto exacto… ¡Era como un cuento de hadas borroso! ¿Por qué actuaba aquel enano de un modo tan marcial y elegante? ¿Por desesperación? ¡No parecía probable!
Los hombres se agitaron como un campo de hierba azotado por el viento, se tentaron la ropa en busca de las bayonetas, como mujeres tratando de ajustarse la falda de un modo especialmente complicado… El enano se puso en posición de firmes, los hombres presentaron armas. Tietjens exclamó en tono negligente:
—Descansen, descansen —luego estalló con una irritación incontrolable—: ¡Por el amor de Dios, pónganse rectos los malditos cascos! —Los hombres se agitaron incómodos, pues aquélla no era una orden reconocible, y Tietjens les explicó—: No, no es un ejercicio de instrucción. ¡Es sólo que esos cascos torcidos me sacan de quicio!
Los susurros de los hombres recorrieron la fila:
—Ya has oído al oficial… ¡Que le sacamos de quicio…! ¡Como si fuésemos a dar un paseo por el parque con la novia…! —Se miraron los cascos unos a otros y se dijeron: «Échatelo un poco más hacia delante, Horace…», «¡Ajústate mejor el barboquejo, Herb!». Habían tenido treinta y seis horas de tregua y estaban alegremente pesarosos y un poco impertinentes. Un tipo dijo en voz un poco más alta:
¡Cuando voy por el Bois de Boulogne
con aire independiente…
y mi bastón bajo el brazo, muchachos! [178]
Tietjens le preguntó:
—¿Alguna vez oyó a Coborn cantar eso, Runt?
Y Runt respondió:
—Sí, señor. ¡Yo era las patas traseras del elefante cuando lo cantaba en la pantomima del Old Drury! [179] —Era un cockney pequeño, moreno y de ojos brillantes, su enorme bocaza se movió como si estuviese mascando algo al recordarlo. Las voces de los hombres siguieron:
—¡Las patas traseras del elefante…! Qué gracioso el elefante… ¡En cuanto volvamos a Inglaterra iré a ver un elefante!
Tietjens dijo:
—Les daré a todos una entrada para Drury Lane el próximo día de Navidad. Para entonces estaremos todos en Londres. ¡O en Berlín!
Ellos exclamaron polifónicamente en voz baja:
—¡Vaya! ¿Lo habéis oído? ¿Habéis oído al oficial? ¿Al nuevo CO?
Un hombre añadió:
—¡Que sea el viejo Shoreditch Empire,[180] señor, y todos se lo agradeceremos!
Otro:
—¡Personalmente, a mí nunca me gustó el Lane! Para el día de Navidad, me quedo con el viejo Balliam.[181] —El sargento les indicó que rompieran filas.
Se alejaron por la trinchera arrastrando los pies. Un tipo exclamó:
—¡Siempre es mejor que un condenado borracho! —Otros labios dijeron: «Shhhhh».
El sargento, presa de un pánico brutal e inesperado gritó:
—¡Tú, cierra esa bocaza o te meteré en el p####o calabozo! —No obstante, miró con fría satisfacción a Tietjens un segundo más tarde.
—Son buenos muchachos, señor —dijo—. ¡Los mejores! —Estaba deseando borrar el recuerdo de aquella última palabra—. ¡Deles buenos oficiales y derrotarán a cualquiera!
—¿Cree usted que les importa qué oficiales estén al mando? —preguntó Tietjens—. ¿No les daría lo mismo tener a cualquiera?
El sargento repuso:
—No, señor. Estos días estaban asustados. Ahora están mejor.
Era justo lo que no quería oír Tietjens. No sabía por qué. O sí… Dijo:
—Pensaba que esos hombres sabían hacer tan bien su trabajo que apenas necesitaban órdenes. No puede haber tanta diferencia entre que las reciban o no.
La inminencia del bombardeo pendía sobre ellos y cada vez les afectaba más, el sargento replicó en tono obstinado:
—Pues la hay, señor.
McKechnie asomó la cabeza por detrás de la tela de saco que tenía las letras P X L pintadas en rojo y la palabra «Minn» en negro. Los ojos de McKechnie tenían un brillo demencial y se movían demencialmente en su rostro. Siempre lo hacían. Era un tipo insoportable. No llevaba casco de acero, sino un casco de oficial con un dragón reluciente. El sol ya había asomado, en alguna parte. En cuanto el disco despejara el horizonte, los alemanes, según la brigada, lanzarían su fatigoso ataque. En trece minutos y medio.
McKechnie cogió a Tietjens del brazo, una familiaridad que Tietjens odiaba. Siseó, literalmente porque estaba tratando de que no le oyeran:
—Venga a la otra traviesa. Quiero hablar con usted.
En las trincheras bien hechas, excavadas con orden y concierto, como las que había preparado para acogerlos en su retirada un batallón bajo el mando del Real Cuerpo de Ingenieros, uno recorre un tramo recto de trinchera durante unos metros, luego encuentra un bloque de tierra cuadrado que sobresale del parapeto y que hay que rodear y se llega a otro tramo recto, y luego a otra traviesa y así hasta el final de la línea. Las longitudes y dimensiones varían para adaptarse a la naturaleza del terreno o al carácter del suelo. Esos salientes están diseñados para evitar que los fragmentos de los obuses que puedan impactar en la trinchera se extiendan lateralmente por la trinchera, que, de otro modo, serviría de chimenea, como el cañón de un arma, para dirigir los misiles contra el cuerpo de los hombres. Era emocionante —tal como contaba con hacer Tietjens antes de que se pusiera ese sol que todavía no había salido del todo— agacharse al pasar por uno de ellos, revólver en mano y con el corazón latiendo con fuerza, con media docena de tipos cargados de granadas a tus espaldas, y no saber si encontrarías o no al otro lado a un objeto pálido y peligroso al que no tendrías tiempo de observar de cerca.
McKechnie llevó a Tietjens al saliente más cercano. Parecía solemne y agitado.
Al extremo del siguiente tramo de trinchera, apoyado en un contrafuerte como si estuviera totalmente exhausto, había un tipo muy alto y delgado cubierto de lodo; a su lado, había otro acuclillado en el barro: un soldado Glamorganshire de los que apenas quedaban diez en todo el batallón. El que estaba de pie se apoyaba así para mirar por una aspillera que estaba muy cerca del contrafuerte de barro. Le gruñó algo a su compañero y siguió mirando fijamente. El otro le respondió también con un gruñido.
McKechnie se ocultó detrás del saliente. La columna de tierra delante de sus rostros resultaba totalmente opresiva. Dijo:
—¿Ha animado usted a ese tipo a decir eso…? —Y repitió—: ¡Es completamente abominable! ¡Abominable! —Además de odiar a Tietjens estaba asustado, dolido y era femeninamente lacrimoso. Miró a Tietjens a los ojos como una amante abandonada dispuesta a cometer un asesinato, con una especie de desesperación melancólica e incrédula.
Tietjens estaba acostumbrado. Los dos últimos meses, allí donde estuviese el cuartel general del batallón, McKechnie se los había pasado cuchicheándole al oído al CO; McKechnie, con los brazos extendidos sobre la mesa y la barbilla rozando el mantel, que habían logrado conservar a pesar de tres huidas precipitadas; McKechnie echándole de vez en cuando una mirada desquiciada a Tietjens, se había convertido en el objeto más familiar de los paisajes nocturnos de Tietjens. Estaban deseando que se fuese para que McKechnie pudiera volver a ser el segundo al mando de aquella pandilla de compadres… Eso es lo que eran…, además de grandes aficionados al aguardiente.
Era evidente que no podía irse. No había manera de arreglarlo: lo había destinado allí el viejo Campion y allí se quedaría. Así que, por una simpática ironía del Destino, a Tietjens, que habría deseado por encima de todo ocupar el puesto relativamente tranquilo de McKechnie, lo odiaba media docena de soldados bastante honrados, aunque insoportables —los compadres—, por estar en el puesto que le gustaría ocupar a McKechnie. Y lo peor era que, a excepción del oficial al mando, todos eran cockneys bajitos y morenos y tenían el acento, los gestos y la forma de hablar característica de los cockneys, así que Tietjens se sentía como un Gulliver rubio con unos mechones de pelo plateados que se alzara entre un montón de liliputienses… Portentoso y excesivamente visible.
Un gran cañón, más próximo que el que habían oído antes y con una voz más rotunda y más suave, dijo: «Fiuuuuuuuu», y el sonido se demoró un rato en el paisaje. Poco después, cuatro ferrocarriles ascendieron jovialmente a toda prisa entre las nubes y se alejaron mucho, mucho… los cuatro al mismo tiempo. Probablemente estuviesen tratando de impresionar al mar del Norte.
Por supuesto, era posible que fuese la señal para empezar el bombardeo. A Tietjens se le encogió el corazón, se le erizaron los pelos de la nuca, se le enfriaron las manos. Era miedo: el miedo al combate que se experimenta en los bombardeos. Puede que no pudiera volver a oírse pensar. Nunca. ¿Qué quería de la vida…? Bueno, tan sólo no perder la razón. Podía rezar. Eso no… Aparte de eso tal vez una parroquia agradable. Era imaginable. Un lugar en el que trabajar eternamente en la teoría ondulatoria… Pero, claro, eso era inimaginable…
Le estaba diciendo a McKechnie:
—No debería estar aquí sin un casco de acero. Tendrá que ponérselo si quiere quedarse. Puedo concederle cuatro minutos, siempre que eso no sea el comienzo del bombardeo. ¿Qué es lo que ha dicho quienquiera que lo haya dicho?
McKechnie respondió:
—No voy a quedarme. En cuanto le diga lo que quiero, volveré a ese condenado puesto que me ha encomendado.
Tietjens insistió:
—Pues antes haga el favor de ponerse un casco de acero. Y no monte en su caballo, si es que lo ha traído con usted, hasta haberse alejado cien metros, como mínimo, de la trinchera de comunicaciones. —McKechnie le preguntó cómo se atrevía a darle órdenes y Tietjens le contestó que haría una buena figura con el transporte de la división muerto en la trinchera a las cinco de la mañana y tocado con un casco de gala. McKechnie objetó con reproche que el oficial de transporte tenía derecho a consultar al CO de un batallón al que suministraba. Tietjens replicó—: Yo soy el jefe aquí. Y no me ha consultado usted nada.
Le pareció raro que estuviesen comportándose de ese modo cuando se oía… ¡oh!, digamos, las alas del ángel de la muerte… La cita decía que «casi se podía oír el rumor de sus alas».[182] Buena retórica. Pero, por supuesto, así se comportaban siempre los hombres armados… ¡De todas las épocas!
Había probado el viejo truco de la voz seca y marcial con aquel sujeto medio chiflado. En otras ocasiones había reducido a McKechnie a una especie de comportamiento militar.
En este caso lo redujo a un estado de sensiblería. Exclamó con lacrimosa agonía:
—A esto ha quedado reducido el viejo batallón…, ¡el c####o, p####o, c####o, batallón de m####a! —Cada imprecación era un sollozo—. Con todo lo que nos hemos esforzado… Y ahora… ¡está usted al mando!
Tietjens dijo:
—Bueno, y usted ganó el Premio de Latín del Vicerrectorado. A eso quedamos reducidos todos —y añadió—: Vos mellificatis apes! [183]
McKechnie replicó con lúgubre desdén:
—Usted… ¡Usted no es un latinista!
Para entonces Tietjens había contado hasta doscientos ochenta desde que el gran cañón había dicho «Fiuuuuuuuu». Tal vez no fuese la señal de comienzo del bombardeo… De haberlo sido, ya hubiese empezado, habría llegado dando golpes tras los talones del «Fiuuuuuuuu». Sus manos y su nuca se estaban preparando para volver a la normalidad.
Tal vez no les bombardearan ese día.
Hacía viento. Y estaba aumentando. Ayer había sospechado que los alemanes no tenían tanques disponibles. Tal vez los feos e insensibles armadillos… ¡y torpes, además, pues llevaban motores insuficientes!, se hubiesen quedado atrapados en los pantanos enfrente de la sección G. Tal vez nuestro intenso fuego de artillería del día anterior los hubiera hecho pedazos. En movimiento, parecían ratas husmeando entre la basura. Cuando estaban quietos daban la impresión de estar tan sólo pensativos.
Tal vez no llegase el bombardeo, después de todo. Deseó que no lo hiciera. No quería pasar un bombardeo al mando del batallón. No sabía lo que debía hacer de acuerdo con las normas. Sabía lo que haría. Se pasearía por las trincheras. Se pasearía. Con las manos en los bolsillos. Como el general Gordon en los cuadros. Haría observaciones contemplativas para pasar el rato… Un rato horrible, la verdad… Pero eso le infundiría al batallón una calma de la que últimamente había carecido… Dos noches antes, el CO, había salido con una botella en cada mano y se las había arrojado a los alemanes, que no habían aparecido hasta una hora y media después. Ni siquiera los compadres se habían reído. Después, Tietjens había asumido el mando. Con un montón de papeles debajo del brazo. ¡Se habían tenido que dar prisa, de noche, con aquellos hombres saliendo de los agujeros como lívidos tramperos canadienses!
¡No quería estar al mando bajo un bombardeo, ni en ninguna otra circunstancia! Confiaba en que el desdichado CO se recuperase antes de la noche… Aunque, si fuese necesario, estaba seguro de que sabría arreglárselas. ¡Como quien no ha tocado nunca el violín!
McKechnie de pronto se había puesto lacrimosamente femenino, como una mujer rogándole a su amante con los ojos muy abiertos, su mirada escrutaba el rostro de Tietjens en busca de signos que le delataran, de indicios de que lo que había dicho no era sincero. Dijo:
—¿Qué va a hacer respecto a Bill? El pobre Bill ha sudado por este batallón como usted no… ¡Piense en el pobre Bill! No estará pensando en gastarle una mala pasada… ¡No será usted tan rastrero!
Era curioso cómo aquellas circunstancias habían sacado la faceta más femenina de aquel hombre. ¿Cómo era la fórmula de la teoría de aquel ceporro profesor alemán…? ¿My más Wx es igual a Hombre…? Bueno, si Dios no hubiese inventado a la mujer, los hombres habrían tenido que hacerlo. En un sitio así, uno se ponía sentimental. Tietjens se estaba poniendo sentimental. Preguntó:
—¿Qué dice Terence de él esta mañana?
Lo más amable habría sido decir: «Pues claro, amigo, ¡haré lo que pueda por echar tierra al asunto!». Terence era el MO, el hombre que le había arrojado la gorra al ordenanza alemán.
McKechnie respondió:
—¡Eso es lo malo! Terence está molesto con él. ¡No quiere tomarse la pastilla!
Tietjens inquirió:
—¿Cómo…? ¿Cómo es eso?
McKechnie vaciló, sus ansias de comodidad se volvieron incontrolables. Exclamó:
—¡Vamos! ¡Haga usted lo que es debido! ¡Sabe muy bien lo mucho que se ha esforzado Bill! ¡Impida que Terence lo denuncie a la brigada!
Era un asunto desagradable, pero tenía que afrontarlo.
Un subalterno diminuto —Aranjuez— con un casco inverosímil se asomó al otro lado del terraplén. Tietjens lo mandó llamar un momento… Esos cascos probablemente no tuviesen nada de malo, pero eran la maldición el ejército. ¡Infundían desconfianza! ¿Cómo iba uno a fiarse de alguien que llevaba el casco caído sobre la nariz? ¿O de alguien que llevaba el casco hacia atrás, como un tahúr arruinado? ¿O de un tipo que se había puesto un plato de sopa en la cabeza para divertir a los niños…, no parecía serio… Los de los alemanes eran mejores…, cubrían la nuca y las cejas. Cuando veías a un alemán de lado sí parecía serio. Lleno de ferocidad. Un alemán comparado con un Tommy era como un lansknecht [184] de Holbein combatiendo con un artista de music hall. Te daba la impresión de que de verdad formabas parte de un ejército de opereta. ¡Te lo restregaba por las narices!
McKechnie estaba informándole de que el CO se había negado a tomar una pastilla que le había recetado el MO. Por desgracia, esa mañana el MO estaba quisquilloso… ¡Demasiado aguardiente la noche anterior! Así que había dicho que denunciaría al CO a la brigada. No porque no fuese apto para el servicio activo, que lo era, sino por no tomarse la pastilla. Era toda una complicación, porque si Bill decía que no se tomaba la pastilla no se la tomaría… El MO había dicho que, si se tomaba la pastilla y se quedaba ese día en cama…, ¡sin aguardiente, por supuesto…!, estaría perfectamente por la mañana. Ya había estado así antes. El CO se había tomado la dosis en jarabe muchas veces, pero juraba que no se la tomaría en forma de pastilla. ¡Una auténtica contrariedad!
Tietjens se había acostumbrado a pensar en el CO como un muchacho —un buen muchacho, pero joven—. Tenían, no obstante, más o menos la misma edad y, de hecho, el coronel casi siempre parecía mayor debido a las profundas arrugas que surcaban su frente. Pero, cuando estaba sobrio, no era mal tipo. Tenía la nariz ganchuda, un vigoroso bigote gris como dos brochas de pelo de castor unidas debajo de la nariz, una piel rosada tan reluciente como la superficie de una bola de billar, una frente estrecha pero despejada y unos ojos descoloridos que miraban de un modo extremadamente penetrante, tenía el cabello muy oscuro y ondulado. Era un soldado.
Es decir, procedía de la tropa. De la tropa en el sentido inglés: del servicio en tiempo de paz, de los desfiles, de los eventos sociales, de las botas relucientes, los veranos trabajosos, los inviernos ociosos, la India, las Bahamas, las temporadas en El Cairo, del resto sólo conocía el exterior, pues lo había vislumbrado desde la ventana del cuartel, el campo de desfile y, por suerte para él, desde la casa del coronel. Había sido un admirable furriel al servicio de dicho coronel, se había casado —en Simla— con la doncella de la mujer del coronel, lo habían trasladado al puesto de mando y al comedor de los sargentos y los cabos y, dos meses antes de la guerra, le habían ascendido. Lo habrían hecho antes de no ser por una ligera —ligerísima— tendencia a beber más de la cuenta, que le hacía tener también cierta propensión a adoptar un tono levemente insolente con sus superiores. Los oficiales de más edad a veces cometen pequeños deslices en los desfiles y dan la orden de dar vuelta a la derecha cuando, técnicamente, aunque las tropas vayan a ir a la derecha, la orden debería ser «¡Vuelta a la izquierda!»: la izquierda del oficial es la derecha de las tropas, y los días de instrucción, después del almuerzo, los oficiales que están un poco anquilosados a veces se equivocan. En esos casos, el deber de los suboficiales es rectificar, si es posible, o, en caso contrario, asumir la responsabilidad de la conmoción resultante. En dos ocasiones, a lo largo de su brillante carrera, aquel CO de tiempos de guerra había descuidado ese deber militar por estar un poco más animado de la cuenta. El resultado habían sido dos consecuentes reprimendas en el puesto de mando, que habían quedado como negros baldones en su vida pasada y amargaban constantemente sus recuerdos. Los soldados profesionales son así.
A pesar de su excepcional hoja de servicios siguió amargado, y en ocasiones no había forma de razonar con él. Era lo que los hombres —y los oficiales del batallón— llamaban un auténtico tirano y había elevado al batallón a un considerable grado de eficiencia; había ganado varias cintas y, a fuerza de colocar a sus hombres en sitios muy complicados, de ofrecerse voluntario para acciones peligrosas que surgían incluso durante la guerra de trincheras y de sacar con singular habilidad lo que quedaba del batallón durante la primera batalla del Somme en una ocasión —tal vez la más lamentable de la guerra— en la que toda una división comandada por un político más que por un general había sido barrida, había ganado para su batallón una condecoración francesa llamada la Fourragère que se concede sólo en contadas ocasiones a regimientos que no sean franceses. Esos éxitos y el ánimo con que los dictaba no eran tan apreciados por los hombres bajo su mando como creían el CO y su amigo del alma, el capitán McKechnie, que siempre le había ayudado lealmente, pero justificaban que ambos sintieran por el batallón el mismo sentimentalismo casi lacrimógeno que algunos padres sienten por sus hijos.
Aunque le habían reconocido sus servicios, el CO seguía amargado. Consideraba que, a esas alturas, ya tendrían que haberle asignado al menos una brigada o una división y que no era así por culpa de los dos negros baldones y de su origen humilde. Y cuando bebía un poco de licor esas obsesiones no tardaban en exagerarse de un modo que casi ponían en peligro su carrera. No es que bebiera mucho, pero en ese período de la guerra había ocasiones en que el consumo de alcohol era necesario si se quería que un ser humano siguiera resistiendo en lugares como aquéllos. Y había que tener la suerte de saber dominarse.
Por desgracia, el CO no era hombre que supiese dominarse. Exhausto por la burocracia —en la que no era precisamente muy ducho— y por los eternos combates, se animaba con un poco de whisky y, de inmediato, sus amarguras dominaban su capacidad de raciocinio, el mundo cambiaba de aspecto, empezaba a quejarse de sus superiores en el ejército y a veces se negaba a obedecer órdenes, como había sucedido unas noches antes, cuando se había negado a que su batallón participara en la retirada de aquel cuerpo de ejército. Tietjens se había tenido que ocupar de organizarla.
Ahora, exasperado por las consecuencias de varios días llenos de ansiedad y borracheras, se negaba a tomar una pastilla. Era una prueba de su desprecio por los superiores y el resultado de su obsesión y su amargura.