Segunda parte

I

Muchos meses antes, Christopher Tietjens había deseado con todas sus fuerzas tener la cabeza a la misma altura que una absurda mancha de cal. Algo en el fondo de su imaginación le hacía tener la convicción de que si su cabeza —y, por supuesto, el resto del tronco y las extremidades inferiores— se elevase, mediante un proceso de levitación, a esa distancia por encima de los tablones donde tenía ahora los pies, estaría en una esfera inviolable. Dicho convencimiento le acometía de continuo y le obligaba a mirar constantemente la mancha, que parecía la cresta de un saludable gallo, y relucía, con cinco picos, en la luz incipiente que iluminaba el delgado y desprotegido canal en la pendiente de grava. ¡Era una media luz húmeda, apenas un parpadeo, más visible allí que en la desolación circundante, porque el estrecho y profundo canal rodeaba parte de una grieta en la tierra empapada que empezaba a estar iluminada por el este!

En los últimos minutos se había subido dos veces al escalón de un fusilero reforzado con una caja de latas de ternera para echar un vistazo. Y cada vez al bajar le había sorprendido el mismo fenómeno: la luz vista desde la trinchera parecía si no más brillante, al menos más definida. Igual que desde el fondo de un pozo pueden verse las estrellas en pleno día. Soplaba un viento muy leve del noroeste. Les embargaba la fatiga de un ejército derrotado, la fatiga de tener que empezar otra vez un nuevo día…

Echó una ojeada a un lado y hacia arriba, en dirección a la cresta fosforescente… Sintió que una fuerza indeterminada empujaba sus sienes hacia ella. Se preguntó si no habría notado la noche anterior que era una mancha de cemento reforzado, y por tanto más resistente. Por supuesto, era posible que hubiese reparado en ello y luego lo hubiese olvidado. ¡No lo había hecho! Así que era algo irracional.

Cuando uno vive bajo el fuego enemigo —bajo el fuego enemigo constante—, se siente infinitamente más seguro si tiene una insignificante bolsa de papel para protegerse delante de la cara, que si no la tuviera. Necesita descansar la imaginación. Esto debía de ser lo mismo.

Todo estaba tranquilo y oscuro. Cuarenta y cinco minutos. Cuarenta y cuatro… Cuarenta y tres… Cuarenta y dos minutos y treinta segundos antes de un momento crucial y las cajas de color gris pizarroso llenas de piñas metálicas en miniatura todavía no habían llegado de aquel maldito lugar… ¿Cómo saber si había alguien ocupándose de eso?

Esa noche había enviado ya a dos correos. De momento, sin respuesta. Aquel tipo odioso tal vez hubiera olvidado dejar un sustituto. No era probable. Parecía un hombre cuidadoso. Aunque un maniático siempre puede olvidarse de algo. ¡Pero aun así no era probable…!

Lo amenazaban sus pensamientos igual que las nubes amenazan a las cumbres de las montañas, pero, de momento, lo dejaron en paz. Todo estaba tranquilo, el aire húmedo y frío era agradable. En Yorkshire había mañanas de otoño parecidas. Los engranajes de su físico funcionaban a la perfección, sus pulmones no habían estado tan bien desde hacía meses.

A gran distancia de allí se oyó un cañón único e inmenso. Lo habían despertado y se quejaba. Pero no parecía la señal de que fuese a empezar nada. Era demasiado pesado. Disparaban contra algo muy lejano. Contra París, tal vez, o el Polo Norte, ¡o la luna! ¡Esos tipos eran capaces!

Sería aterrador acertarle a la luna. E inútil. Y les proporcionaría un gran prestigio. Eran capaces de hacer cualquier cosa siempre que fuese estúpida e inútil. Y, naturalmente, aburrida… Y lo de ser tan aburridos era un error. Uno seguía combatiendo para librarse de esos pesados…, igual que trata de quitarse de encima a un pesado en un club.

Era más descriptivo llamar a lo que había sonado cañón que artillería ligera, aunque no estaba bien visto en los círculos locales. Estaba bien llamar armas ligeras a los de 75 o a los trastos que usaba la artillería ecuestre, que eran móviles y parecían de juguete. Pero aquellas cosas inmensas eran cañones y tenían la hosca bocaza siempre en alto, eran tan hoscos como mayordomos o dignatarios catedralicios y su calibre cuando apuntaban a la luna, París o Nueva Escocia parecía enorme.

¡El caso es que aquel cañón no había anunciado nada salvo a sí mismo! No era el comienzo de ninguna andanada, nuestros hombres no iban a asomarse para disparar. Sólo se había anunciado a sí mismo diciendo en tono de protesta: «CA… ÑÓN…» y el obús, tras elevarse a una enorme altura, captó en su base el reflejo de sol que no había surgido todavía. Era un disco brillante, como un halo volador… ¡Precioso! Un precioso motivo decorativo: ¡hermosos avioncitos en el cielo azul entre halos voladores! Libélulas entre santos…, «¡con ángeles y arcángeles!».[166] ¡En fin, él lo había visto!

Un cañón… No podía llamárseles de otro modo. Como esos objetos oxidados y enhiestos que sobresalían en los desfiles cuando era pequeño.

¡Y no, no era la señal de una andanada! ¡Tanto mejor! Casi podría decir «Gracias a Dios», pues cuanto más tarde empezaran menos duraría… «Menos duraría» no sonaba bien. Era mejor «antes se acabaría». Sin duda a las ocho y media, o, mejor dicho, a las ocho y media en punto, aquellos aburridos soltarían su habitual ofrenda, probablemente pesada, justo sobre aquel lugar… Por lo que podía imaginar, tres salvas de una docena de obuses cada una con intervalos de medio minuto entre las salvas. Tal vez salva no fuese la palabra correcta. ¡En cualquier caso, maldita fuese toda la artillería!

¡Por qué lo harían esos tipos! Cada mañana, a las ocho y media, y cada tarde a las dos y media. Posiblemente sólo para demostrarles que seguían con vida y que seguían siendo unos pelmas. Eran metódicos. Ése era su secreto. El secreto de su pesadez. Tratar de matarlos era como tratar de hacer que se callasen unos liberales que estuviesen hablando de política en un club apolítico… ¡No obstante, alguien tenía que hacerlo! O el mundo no sería un lugar donde… ¡oh, dormir la siesta después de comer…! ¡Eran las reglas del juego…! ¡Cuarenta minutos! ¡Y miró a un lado y hacia arriba en dirección a la cresta fosforescente! Su imaginación le decía que si pudiera levitar hasta allí…

Se subió una vez más al escalón del fusilero y a la caja de latas de ternera. Asomó la cabeza con cuidado: una desolación gris se extendía a lo lejos y hacia abajo: ¡Rrrrrrrrrr! ¡Un agradable sonido ronroneante!

Automáticamente, saltó sobre los tablones del entarimado con el desayuno atragantado en la garganta. Dijo:

—¡Dios! ¡Me he llevado el mayor susto de mi vida! —Trató de soltar una carcajada y lo consiguió pese a tener el estómago revuelto. ¡Estaba helado!

Una cabeza metida en un casco de acero, una cabeza rubia al estilo de Suffolk, se asomó desde detrás de una cortina de tela de saco en la pared de grava que tenía a su espalda. Una voz dijo preocupada:

—No habrá francotiradores por aquí, ¿verdad, señor? Tenía la esperanza de que no los hubiese. Es muy trabajoso tener que estar avisando siempre a los hombres.

Tietjens respondió que había sido una condenada alondra que había estado a punto de metérsele en la boca. El sargento mayor en funciones admitió con entusiasmo que las alondras de por allí asustaban a cualquiera. Recordaba una incursión en la oscuridad en la que, mientras se arrastraban gateando, pisó a una alondra en su nido. ¡No levantó el vuelo hasta que estuvo encima! Luego echó a volar y le dejó casi sin aliento. ¡Dios! ¡No lo olvidaría nunca!

Como si estuviese sacando cuidadosamente paquetes del carro de un repartidor, sacó de la cueva que había detrás de la cortina de tela dos parpadeantes fardos de extremidades tubulares vestidas de caqui. Se tambalearon hasta ponerse en pie, con las caras bostezantes como dos quesos sonrosados junto a los largos rifles y bayonetas. El sargento dijo:

—Agachad la cabeza. ¡Nunca se sabe!

Tietjens le dijo al cabo que la boquilla de su maldita máscara antigás estaba rota. ¿Es que no se había dado cuenta? El objeto defectuoso colgaba sobre el pecho de aquel hombre. Ahora mismo iba a pedirle prestada la suya a otro hombre y a asegurarse de que le conseguían una nueva de inmediato.

Tietjens desvió la mirada arriba y a un lado. Todavía se le doblaban las rodillas. Si pudiera levitar hasta aquella cosa no tendría que emplear las piernas para sostenerse.

El viejo sargento continuó hablando entusiasmado de las alondras. ¡Era impresionante la confianza que tenían en los seres humanos! No abandonaban el nido hasta que estabas a punto de pisarlo, aunque se hubiese desatado el infierno a su alrededor.

Una oportuna alondra entonó su canto estridente y despiadado delante del parapeto. Sin duda era la misma alondra a la que había asustado Tietjens…, la misma que le había asustado a él.

—Ha habido —prosiguió con entusiasmo el sargento, mientras señalaba en dirección al lugar de donde provenía aquel sonido— alondras cantando todas las mañanas de bombardeo en las que he estado. ¡Tienen una confianza sorprendente en la humanidad! El Todopoderoso ha inculcado un instinto sorprendente en su pecho. ¿Qué haría si no una alondra en el campo de batalla?

El hombre solitario se sentó junto a su largo rifle con la bayoneta calada, que estaba embarrado desde la culata hasta la bayoneta. Tietjens dijo amablemente que pensaba que el sargento no conocía bien la historia natural. Había que distinguir entre los machos y las hembras. Las hembras se quedaban en el nido por apego a sus huevos; los machos volaban constantemente por encima para ahuyentar a los otros machos de los alrededores.

Se dijo que tenía que pedirle al médico que le diera un tranquilizante. Tenía los nervios en un estado lamentable y desconocido para él. El nerviosismo que le había producido el pájaro seguía revolviéndole el estómago…

—Gilbert White de Shelbourne [167] —le explicó al sargento— llamó al comportamiento de la hembra «maternal», una buena palabra para definirlo. —Pero, en cuanto a su confianza en la humanidad, el sargento podía estar bien seguro de que las alondras no nos prestaban la menor atención. Éramos parte del paisaje y les daba exactamente igual que lo que destruyese su nido mientras empollaban los huevos fuese un poco de HE o la reja de un arado.

El sargento le dijo al cabo, que acababa de volver con una máscara nueva colgando sobre el pecho embarrado:

—¡Bueno, tenéis que esperar en el puesto A! —Su misión era ir por la trinchera y esperar en un lugar donde se juntaba con otra y en el que había una enorme A pintada con cal en un trozo de hierro semienterrado—. Supongo que sabrá distinguir una enorme A de una pisada de vaca, ¿no, cabo? —le preguntó con paciencia. Cuando llegasen las bombas de mano tenía que enviar a su hombre al refugio de la compañía A para que un grupo de soldados las trajesen aquí, aunque los de la compañía A también podían quedarse con unas cuantas para ellos. Y, si no llegaban las bombas, ya podía fabricarlas él mismo. ¡Y cuidadito con cometer errores!

El cabo respondió: «¡Sí, mi sargento, no mi sargento!», y las dos figuras se alejaron tambaleándose sobre los tablones con desgana, convertidas en dos siluetas grises que se recortaban contra la franja húmeda de luz, apoyándose con las manos en las paredes de la trinchera.

—¿Ha oído lo que decía el oficial? —preguntó uno.

—¡Dios sabe por dónde saldrá la próxima vez! Que las alondras no confían en el hombre. ¡Menuda ocurrencia! —gruñó el otro y las voces se apagaron tristemente.

La mancha en forma de cresta adquirió un interés abrumador para Tietjens, y, al mismo tiempo, su imaginación inició un abstruso cálculo de probabilidades. ¡De sus probabilidades! Cuando uno empieza a hacer eso es mala señal. La probabilidad de que le acertase directamente un obús, una bala de fusil, una granada, o un fragmento de obús o de granada… Cualquier fragmento de metal que impactase en la carne blanda. Era consciente de que le acertarían en la parte blanda que hay detrás de la clavícula. En ese punto concreto, en el lado derecho, no sentía ninguna otra parte de su cuerpo. No es bueno que la imaginación lo domine a uno de ese modo. Lo que necesitaba era un sedante. El médico tendría que darle uno. Su imaginación se alegró al pensar en el MO. Uno de esos tipos insignificantes que saben hacer bien su trabajo. Y que bebía alegremente. ¡Muy alegremente!

Vio al médico… ¡con total claridad! Era una de las cosas más claras de todo aquel espectáculo… Vio al médico, una figura diminuta, saltar el parapeto, como si fuese un potro de gimnasia, ponerse en pie bajo el sol matutino… Indiferente al mundo, tararear «Father O’Flynn» [168] y empezar a andar a plena luz del día, nada menos que con un bastón bajo el brazo, en dirección a la trinchera alemana… Luego lo vio lanzar la gorra dentro. ¡Y volverse, sorteando con mucho cuidado los alambres de espino que encontraba en su camino!

El médico explicó que había visto a un alemán —probablemente al ordenanza de un oficial— limpiando una bota de caña alta con un delantal sobre sus rodillas. El alemán le había lanzado un cepillo de limpiar botas y él le había lanzado la gorra al alemán. ¡El «alemán perplejo», lo llamaba! ¡Seguro que se habría quedado perplejo!

¡Sin duda cualquiera podía hacer la cosa más inconcebible con total impunidad!

¡Sin la menor duda, siempre que estuviese totalmente borracho y…! Por mucha tensión que soportase uno, en el ejército siempre se acaba por caer en la rutina. Nadie esperaba que una mañana tranquila un médico borracho se pasease por su parapeto. Además, las líneas alemanas en el frente estaban muy poco defendidas. ¡Sorprendentemente! ¡Tal vez no hubiese ningún alemán armado a menos de quinientos metros de aquel limpiabotas!

¡Si pudiese elevarse por al aire hasta tener la cabeza a la altura de aquella cresta de gallo, estaría en un vacío inviolable por los proyectiles!

Le preguntó con desgana al sargento si sorprendía a menudo a los hombres con lo que decía y el sargento le respondió ruborizado:

—¡Bueno, señor, es que dice usted unas cosas! ¡Vamos, eso de no creer en las alondras! —¡Si había algo en lo que creyeran los hombres era en los instintos de esos animalillos!

—De modo —dijo Tietjens— que me tienen por una especie de ateo.

Se obligó a echar otro vistazo por encima del parapeto y trepó pesadamente a su puesto de observación. Era un gesto de pura impaciencia totalmente reprobable. Pero estaba al mando de un regimiento de mil dieciocho hombres, al menos ésa era la dotación normal de un batallón: la fuerza real era de trescientos treinta y tres. Digamos setenta y cinco por compañía. Y dos de ellas estaban al mando de subtenientes, sólo uno de cada… Los últimos cuatro días… Tendría que haber, digamos, ochenta pares de ojos observando lo que él iba a observar. ¡Y como mucho serían quince…! Los números eran limpios y tranquilizadores. La probabilidad de que le acertase un fragmento de obús ese día, si los alemanes atacaban, era de catorce contra uno. Pero había batallones que estaban peor que ellos. ¡Al sexto le quedaban sólo ciento dieciséis hombres!

El tortuoso terreno descendía hasta perderse en la niebla. Pongamos a medio kilómetro de distancia. Las líneas alemanas eran sólo sombras, como las rugosidades de las fotografías de la luna: ¡dos noches antes habían sido los parados de nuestras propias trincheras! Los alemanes no parecían haberse tomado muchas molestias para transformarlos en parapetos. ¿Para qué? Pensaban seguir avanzando. En cualquier caso, siempre defendían sus líneas de un modo muy escaso… ¿Estaría eso bien dicho? ¿Sería siquiera inglés?

Por encima de las sombras, la niebla se comportaba de forma tortuosa y adoptaba forma de paraguas. Como pinos cubiertos de nieve.

Era muy desagradable forzar la vista para escudriñar en aquella niebla. Se le revolvió el estómago… Eso eran los sacos. Una pila plana algo desordenada de sacos mojados a unos doscientos metros a la derecha. Sin duda, un obús había acertado a una carreta GS que transportaba sacos terreros para las trincheras. O bien los que la llevaban habían huido y los habían dejado allí. Sus ojos habían reparado ya cuatro veces en aquella pila esa mañana. Y cada vez se le había revuelto el estómago. El parecido con un grupo de hombres tumbados era terrible. El enemigo arrastrándose hacia ellos… ¡Dios! Y a menos de doscientos metros. Eso le decía su estómago. En cada ocasión, y a pesar de estar avisado.

Por lo demás, el terreno había sido tan castigado que era llano: estaba lleno de agujeros pero no se elevaba formando montículos, lo que le confería un aspecto amable. Descendía en pendiente, hacia la degollina. La mayor parte parecían estar boca abajo, ¿por qué?, probablemente la mayoría fuesen alemanes rechazados en el último contraataque. En cualquier caso se les veían los fondillos de los pantalones. Y cuando no se veían, ¡qué profundo era su descanso! No había más remedio que formularlo de ese modo…, retóricamente. No había otra manera de captar el efecto de esa profundidad. ¡Llamémoslo profundidad!

Era diferente del sueño, más regular. Sin duda, cuando el alma espantada dejaba el cuerpo fatigado, los pulmones jadeantes… En fin, no se puede terminar una frase así… Pero uno se sentía desfallecer. Como esos cerdos agonizantes que se vendían en bandejas por la calle. Los pintores que retrataban los campos de batalla nunca captaban ese efecto tan íntimo. Tan íntimo para los que estaban allí. En los pasillos de Whitehall era desconocido… Probablemente porque ellos —los pintores— se basaban en modelos vivos o tenían sus propias ideas respecto a la figura humana… Pero eso no eran miembros, músculos y torsos, sino fragmentos de formas tubulares en un campo grisáceo o de color fangoso. ¿Arrojados allí por Dios Todopoderoso? Como si los hubiese tirado desde una gran altura para que se aplastasen contra el suelo… La pendiente era de grava y estaba relativamente seca. Ni rastro de rocío. Esa noche había estado nublado…

Amanecía en el campo de batalla… ¡Maldita sea, qué tenía eso de gracioso! Amanecía en el campo de batalla… Lo malo era que la batalla no había concluido. Ni muchísimo menos. Todavía duraría otros ciento once años, nueve meses y veintisiete días… No, no se podía captar la impresión de monotonía de aquel esfuerzo mediante los números. Ni diciendo: «La infinita monotonía de aquel esfuerzo…». Era como agacharse a mirar en la oscuridad de unos pasadizos debajo de unas cortinas oscuras. Debajo de las nubes… y la niebla…

En ese momento, con una terrible desgana, sus ojos volvieron a la niebla espectral que se extendía por encima de las sombras fotográficas. Se obligó a fijar los gemelos en la niebla. Era increíble cómo lo cubría y ocultaba todo: gris, con sombras negras, caía como el velo rasgado de un cuerpo asesinado. Revelaba de un modo fantástico y aterrador unos cadáveres de enormes dimensiones; silenciosa pero coherentemente, llevaba a cabo tareas inconcebibles. Era como los alemanes. Era el miedo. El miedo íntimo de las noches negras y silenciosas pasadas en refugios donde se oía el rumor obsceno y subterráneo de los picos de los zapadores: tranquilas, y absorbentes. Era infinitamente amenazador… Pero no MIEDO.

En realidad, no era más que un anhelo de intimidad. Lo que más temía en esos momentos normales, cuando el miedo le visitaba a la hora de comer, mientras se aseguraba de que los hombres se bañasen, o al escribir, en una trinchera, una carta al director de su banco, era estar ileso, rodeado de figuras como los hermanos de la Misericordia, que se ocupasen despreocupadamente de sus cosas sin reparar apenas en su presencia… Montañas enteras, extensiones enteras de terreno, cubiertas de miríadas de largas capas impermeables de color blanco grisáceo con ranuras en lugar de ojos. De vez en cuando alguno le miraría a través de las ranuras de las capuchas… ¡El prisionero!

Sería el prisionero, sometido a un contrato físico: a ser manipulado e interrogado. ¡Una invasión de su intimidad!

De hecho no era una posibilidad ni tan lejana ni tan descabellada como pudiera parecer. Si los alemanes lo atrapaban —como había estado a punto de ocurrir dos noches antes—, llevarían —de hecho llevaban— diversos modelos de máscara antigás. Debían de andar escasos de aquellos objetos, pero, desde luego, parecían cerdos diabólicos de ojos enrojecidos, la capucha con las ventanas torcidas para los ojos y la boquilla, o añadido a la nariz, que terminaba en una caja, ¡se parecía muchísimo a un hocico…! La niebla lo cubría y ocultaba todo…, ¡sin duda gritarían a través de las máscaras!

Habían aparecido con una rapidez sorprendente, después de un silencio casi sobrenatural, con un estruendo tan insoportable que uno no podía tomarse la molestia de prestarle atención. Estaban allí, por así decirlo, debajo de una cristalina campana de silencio que cubría aquel oscuro tumulto, a la luz blanquecina de las bengalas que se encendieron por doquier. Estaban allí, al menos los que habían salido ya de los agujeros…, unas figuras encapuchadas de apariencia sorprendentemente vigilante con los largos rifles que, no obstante, siempre tenían traza de poco profesionales…, aunque, ¡qué demonios!, no lo eran. Las capuchas y la luz blanquecina les daban aspecto de tramperos canadienses en la nieve, le proporcionaban sin duda un aire mucho más amenazador que el de nuestros pobres desdichados de Derby. Las cabezas de los cerdos diabólicos asomaban de los cráteres de los obuses, de las grietas en la tierra desgarrada, de antiguas trincheras… En aquel terreno se había combatido muchas veces. Luego, había llegado el contraataque de las tropas de Tietjens. Una turba desorganizada, podría pensarse, mezclándose con otra multitud desordenada que se alegró mucho de dejarlos pasar y, poco a poco, fue dándose cuenta entre el desconcierto general, de que aquellos tipos eran refuerzos. Disparaban con torpeza en una oscuridad chispeante atravesada por dardos luminosos que llegaban de Dios sabe dónde y daban la impresión de avanzar, mientras tú tenías al menos la satisfacción de estar retrocediendo porque te lo habían ordenado. En una atmósfera de enorme confusión. ¿Qué estaba pasando? ¿Qué iba a pasar…? Qué demonios… Qué…

Entre ellos empezaron a caer obuses de tamaño mediano que decían: «Iiiiiii… iiiii… ¡Bum!». Un tipo le indicó a Tietjens un hueco en una inmensa alambrada de espino que estaba empezando a volar en pedazos. Él iba cargado con un montón de papeles, libros y carpetas. Tendrían que haber empezado la evacuación una hora antes, o bien los alemanes tendrían que haber salido una hora más tarde de sus agujeros… Pero el coronel estaba demasiado… exaltado. Llamémoslo demasiado exaltado. No iba a evacuar la posición por un puñado de… ¡condenadas órdenes…! Aquel tipo, McKechnie, tuvo que rogarle a Tietjens que diera él la orden… No es que dicha orden tuviese mucha importancia. Los hombres no habrían resistido ni diez minutos más. Los fantasmales alemanes habrían invadido la trinchera. Pero los oficiales al mando de las compañías sabían que había orden de retirarse y seguro que se lo habrían comunicado a sus subalternos antes de que los mataran. Aun así, que el cuartel general del batallón hubiese cursado la orden facilitó las cosas, pese a que no hubiese nadie para trasladarla a las compañías. Convirtió en una retirada estratégica lo que en la práctica había sido una expulsión… El Estado Mayor de la división había hecho un buen trabajo. Se habían instalado, como piezas de ajedrez en sus cajas, en unas trincheras nuevas y limpias. Eso estaba muy bien para un ejército derrotado que estaba siendo barrido de la superficie de la tierra, hacia el canal de la Mancha… ¿Qué les impulsaba a resistir? ¿Qué demonios empujaría a los hombres a resistir? Eran increíbles.

Le dieron un golpecito en la pierna. ¡Un golpe tímido y suave! En fin, tenía que bajar: estaba dando mal ejemplo. Aquellas estupendas trincheras estaban equipadas con tronera de observación. A él nunca le habían gustado. Le hacían pensar en una bala de fusil que entrase directamente por ella y atravesara el telescopio para darle en el ojo derecho. O tal vez no tuviese telescopio. En cualquier caso, nunca se sabe…

Todavía estaban las tres ruedas, inclinadas, unidas a los ejes retorcidos, entre una maraña de alambre deshecho que, cubierto de humedad, formaba intrincados diseños como la escarcha en una ventana. Estaba su propia barrera —¡parecía un pueblo en miniatura!— de alambre. Seguía casi intacta. Los alemanes habían colocado su propia alambrada delante de las trincheras perdidas, a medio kilómetro de distancia, más allá de la silenciosa degollina. En medio había un enorme laberinto: su propio laberinto de la noche anterior. ¿Por qué demonios no se habría hecho pedazos con la última andanada alemana? Sin embargo, también había tres construcciones cubiertas de escarcha…, como cobertizos de hadas a mitad de camino entre las dos líneas. Y suspendidos de ellas, tal como era previsible, tres montones de harapos y lo que daba la impresión de ser un enorme cuervo aplastado. ¿Cómo demonios se las había arreglado aquel tipo para quedar en esa postura? Era inverosímil. También había colgando un alto objeto melodramático con la cabeza mirando hacia el cielo. Tenía un brazo levantado en la postura de, digamos, un oficial escocés de Walter Scott, animando a sus hombres en la batalla. Blandiendo una espada que no estaba allí… Es lo que tenía el alambre de espino: ¡te hacía adoptar posturas grotescas, incluso después de muerto! ¡Condenado alambre! Los hombres decían que era el teniente Constantine. Tal vez lo fuese. Dos noches antes, Tietjens había mandado llamar a todos los oficiales que había en el refugio del cuartel general para celebrar una última reunión. Había especulado con quiénes de ellos morirían. ¡Terrible! En fin, habían muerto todos y otros muchos soldados. Pero su premonición no había llegado hasta el punto de adivinar que Constantine quedaría atrapado en el alambre. Aunque tal vez no fuese Constantine. Lo más probable era que no llegasen a saberlo nunca. Los alemanes estarían en aquel lugar a la hora del almuerzo si es que atacaban tal como les había prevenido el cuartel general de la brigada. Aunque puede que no lo hicieran…

A modo de saludo al, en conjunto, poco prometedor paisaje, se humedeció el dedo índice metiéndoselo en la boca y lo elevó en el aire. En el exterior, a sus espaldas, notó un frío muy reconfortante. El enemigo tendría un viento suave de frente. Tal vez fuese sólo la brisa del amanecer, pero sólo con que aumentase un poco, o incluso con que siguiera así, esos condenados tipos de Würtemberg no saldrían en todo el día de sus trincheras. No podían salir sin gas. Probablemente ellos también tendrían las fuerzas muy menguadas… Tradicionalmente nadie tenía muy buena opinión de la gente de Würtemberg. Se suponía que eran amables y aburridos. Y que usaban unos sombreros ridículos. ¡Dios mío! ¡Todas las tradiciones se irían por la borda!

Volvió a bajar a la trinchera. El suelo rojizo cubierto de esquirlas de pedernal y de pequeños guijarros rosados era agradable si se miraba de cerca.

El sargento le estaba diciendo:

—No debería usted hacer eso, señor. Me pone los pelos de punta —y añadió en tono lacrimógeno que no podían pasarse sin oficiales experimentados. ¡Eran muy raros esos NCO de Derby! Trataban de adoptar el tono de los viejos NCO con muchos años de servicio. Pero no lo lograban, aunque tampoco podía decirse que careciesen totalmente de virtudes.

Sí, el aspecto de la trinchera resultaba agradable. Y muy poco belicoso. Al mirarla apenas podía uno creer que formase parte de todo aquel asunto… ¡Daba la impresión de ser acogedora! Uno se sentía en paz al mirar las esquirlas de pedernal y los guijarros. Era como estar en los páramos de Groby esperando a que apareciese algún urogallo. Aunque el suelo, por supuesto, fuese muy distinto de la turba de aquellos páramos…

Preguntó, no tanto por informarse, como para ver de qué pie cojeaba aquel tipo:

—¿Por qué? ¿Qué más da que no haya oficiales experimentados? Cualquiera con dieciocho años cumplidos serviría, ¿no? Y no dejarán de enviarlos. ¡Es una guerra de jóvenes!

—¡No es lo mismo, señor! —El sargento objetó que los oficiales jóvenes servían para dirigir a la tropa entre el alambre de espino y el fuego de artillería, pero al verlos uno tenía la sensación de que no sabían muy bien por qué lo estaban haciendo, si es que se podía expresar así.

Tietjens dijo:

—¿Y por qué? ¿Por qué lo hacen? —Faltaban treinta y dos minutos para el momento crucial. Exclamó—: ¿Dónde están esas puñeteras bombas?

Una trinchera excavada en la grava no es, pese a su agradable tono rojizo anaranjado, el mejor de los refugios. Sobre todo contra el fuego de fusilería. Había grietas, probablemente a lo largo de las vetas de pedernal que una bala podía atravesar. Aun así, las probabilidades de que te acertase una bala de rifle en una profunda trinchera de grava como ésa eran de ochenta mil contra una. Y al pobre Jimmy Johns lo había matado una bala cuando estaba a su lado. Eso disminuía las posibilidades a, digamos, ciento cuarenta mil contra una. Deseó que su imaginación no siguiese haciendo cálculos y más cálculos. Lo hacía en cuanto se despistaba. Igual que un perro bien adiestrado cuando se le dice que se quede en un rincón y él prefiere otro lugar de la habitación. Su imaginación prefería hacer cálculos. Se arrastraba de la alfombra de la puerta hasta la estera junto al fuego con los ojos fijos en tu rostro distraído… Así era su imaginación. ¡Como un perro!

El sargento respondió:

—Dicen que el primer envío de bombas se perdió. Se cayó por un barranco, detrás del frente. Y que hay otro en camino.

—Entonces será mejor que silbe —replicó Tietjens—. Silbe con todas sus fuerzas.

El sargento dijo:

—¿Para que se levante viento, señor? ¿Para que no ataquen los alemanes?

Tietjens miró la cresta de cal y aleccionó al sargento acerca del gas. Siempre había dicho, y lo mantenía ahora, que el gas había sido la ruina de los alemanes.

Mientras seguía disertando sobre el gas, consideró su estado mental: empezaba a preocuparle. Toda la guerra había temido una cosa: que una herida, el daño físico de una herida, pudiera causarle un colapso mental. Le acertarían detrás de la clavícula. Notaba el sitio concreto, no es que le escociese, pero notaba cómo la sangre palpitaba con más fuerza de lo normal. ¡Igual que uno llega a notar la punta de la nariz si se pone a pensar en ella!

El sargento respondió que ojalá tuviese la impresión de que los alemanes se habían buscado la ruina: más bien parecía que nos estuviesen empujando hacia el canal. Tietjens le explicó sus razones. Nos estaban haciendo retroceder, pero no lo bastante deprisa. No lo bastante deprisa. Era un combate entre nuestra desaparición y su resistencia. El día anterior los había retenido el viento, probablemente hoy ocurriría lo mismo… No iban lo bastante deprisa. No podrían aguantar.

El sargento repuso que ojalá se lo contase a los hombres. Eso era lo que deberían contarles y no lo que decían las hojas de la división y los periódicos en Inglaterra…

Un bugle de pistones de singular dulzura —al menos eso pensó Tietjens, que apenas conocía ningún instrumento de viento, desde luego no podía ser un bugle de caballería porque allí no había caballería y ni siquiera nadie del ASC—, un bugle, en todo caso, de una dulzura sorprendente, le hizo algunas observaciones al frío y húmedo amanecer. Producía una extraordinaria sensación de blandura. Observó:

—¿Así que lo que está tratando de decirme, sargento, es que todos sus hombres son unos puñeteros héroes? ¡Supongo que lo son!

Dijo «sus hombres» en lugar de «nuestros» o incluso «los» hombres porque, hasta hacía dos días, había sido tan sólo el segundo al mando y era probable que al día siguiente volviese a ser el segundo al mando totalmente inactivo de, por así decirlo, un ejército de opereta que parecía más bien una camarilla sorprendentemente concertada para considerarlo un extraño. Por lo que él mismo se veía más bien como un espectador, o como el pasajero de un tren que se hubiese puesto un momento a los mandos de la locomotora mientras el maquinista iba a echar un trago.

El sargento se ruborizó de placer.

—Es —dijo— siempre un orgullo recibir elogios de un oficial de carrera. —Tietjens le aclaró que no era oficial de carrera. El sargento balbució—: No provendrá usted de la tropa. Los hombres están todos convencidos de que es usted un soldado al que han ascendido.

No, respondió Tietjens, no era un soldado al que hubieran ascendido. Y, después de pensarlo un poco, añadió que era miembro de la milicia. Por voluntad del destino, los hombres tendrían que contentarse con tenerle a él al mando al menos ese día. Más les valía conformarse todo lo que pudieran. Desde luego, que los hombres confiaran en sus oficiales suponía una gran diferencia, aunque vete a saber en qué consistiría exactamente. A aquella turba no le gustaría tener al mando a un «caballero». No sabían lo que era un caballero: eran una turba muy poco feudal. La mayoría eran de Derby. Pañeros al por menor, secretarios de recaudadores de impuestos, inspectores del gas. Había incluso tres artistas de cabaret, dos tramoyistas y varios lecheros.

Otra tradición que había desaparecido. Aun así, deseaban la compañía de hombres mayores y cansados que poseyesen ciertos conocimientos. ¡Lo más probable era que se contentasen con un miembro de la milicia! ¡Bueno, eso es lo que era oficialmente!

Miró arriba y a un lado hacia la cresta de cal. La examinó divertido con atención. Sabía qué era lo que había hecho que su imaginación se fuese por esos derroteros… Los picos que se oían en la oscuridad en el refugio del cuartel general en la sección Cassenoisette. Los hombres lo llamaban «Don Crujidos».

Toda su vida la idea de que unos picos estuviesen escarbando bajo tierra en la oscuridad le había parecido normal. No hay ningún oriundo del norte de Inglaterra a quien no se lo parezca.

En la región, si uno se despierta por la noche siempre oye ese ruido que parece sobrenatural. Uno sabe que son los mineros, en el fondo del pozo, a cientos de metros bajo tierra.

Pero, precisamente porque le resultaba familiar, le era familiarmente desagradable. Inquietante. Y el silencio había llegado en muy mal momento. Después de un estruendo infernal, un estruendo tan grande que se había visto obligado a subir por las resbaladizas escaleras arcillosas del refugio… Y Dios sabe que si había algo que odiaba por culpa de sus jadeantes pulmones era la arcilla resbaladiza…, se había visto obligado a subir jadeando por las escaleras resbaladizas… ¡Por aquel entonces…, hacía dos meses, tenía el pecho mucho peor!

Le había obligado a subir la curiosidad. Y, sin duda, EL MIEDO. El inmenso miedo de la batalla, no las constantes aprensiones y las inquietudes menores. ¡Dios sabía qué habría sido! El miedo o la curiosidad. En mitad de un estruendo aterrador, como si un sinfín de ruidos se apelotonasen apresurados y decididos a no llegar tarde, mientras la tierra se agita, estremece, tiembla o protesta, uno no puede pensar de forma muy coherente. Así que puede que fuese la fría curiosidad o el pánico a ser enterrado en vida en aquel agujero con la boca sellada para siempre. En cualquier caso había salido del refugio, donde, como segundo al mando a quien odiaba por entrometido su CO, llevaba un buen rato sentado ignominiosamente inmerso en esa ociosidad que el CO puede infligir al segundo al mando. Su única ocupación era quedarse allí sentado hasta que el CO cayera muerto, y luego, por mucho que pudiera odiarlo el CO, ocupar su lugar. Entonces el CO ya no podría hacer nada por impedirlo. Pero entretanto, mientras el CO siga con vida, el segundo al mando debe estar sin hacer nada, pues no se le asigna ninguna labor por miedo a que pueda adquirir un poco de gloria.

Tietjens se halagaba a sí mismo pensando que la gloria le traía sin cuidado. Seguía siendo Tietjens de Groby, nadie podía darle ni quitarle nada. Se halagaba a sí mismo pensando que no temía lo más mínimo a la muerte, el dolor o el deshonor, el más allá y, sólo un poco, a la enfermedad, ¡la sensación de ahogo…! Pero su coronel la tenía tomada con él.

No le guardaba rencor. Era buen tipo, dentro de lo que cabe, y estaba en su derecho de odiar al segundo al mando… ¡Hay cargos así! Pero el caso es que la tenía tomada con él. Lo dejaba encerrado en aquel ruidoso sótano. Y, como es lógico, cualquiera puede perder la cabeza encerrado en un sótano ruidoso donde no se puede pensar. Y, si uno no puede ni pensar, ¿cómo diablos va a saber lo que hacen sus pensamientos?

Era imposible oír nada. Un ordenanza con fiebre, fatiga de combate o algo por el estilo —uno de los favoritos del puesto de mando— dormitaba sobre un montón de trapos. Al principio de la noche los del puesto de mando habían pedido permiso para dejarlo allí porque estaba organizando tal escándalo en sueños que no oían lo que se decían unos a otros. No sabían qué le había pasado a aquel chico que tanto apreciaban. El sargento mayor en funciones pensaba que debía de haber bebido algún licor fabricado con alcohol de quemar.

Poco después había empezado el bombardeo. El muchacho estaba tumbado sobre el montón de trapos —es decir, de mantas del ejército— mirando hacia la lámpara. Era muy rubio y la fuerte luz distorsionaba sus rasgos infantiles mientras le chillaba obscenidades a la llama con los ojos cerrados. Dos minutos después de que empezara el bombardeo sólo se le veía mover los labios. Nada más.

En fin, el caso es que Tietjens había subido. ¿Empujado por el miedo o por la curiosidad? En la trinchera no se veía nada y un estruendo lo barría todo como unos ángeles negros desquiciados, un estruendo enorme que casi te levantaba del suelo…, que desconectaba el cerebro del cuerpo y dejaba que otra cosa lo controlara. Te convertía en el segundo al mando de tu propia alma. A la espera de que tu CO cayera abatido por el impacto directo de un cañón del 4,2 antes de que tú recobrases el control.

No se veía nada: unas luces giraban enloquecidas sobre el cielo negro. Anduvo por el barro a lo largo de la trinchera. Le sorprendió descubrir que estaba lloviendo de forma torrencial. Cualquiera pensaría que las potencias celestiales suspenderían sus actividades en momentos así. Pero estaba relampagueando. ¡No lo hacían! La luz de una bengala o algo parecido apagó aquellos rayos en realidad tan poco eficientes. Justo en ese momento, se dio de bruces en un ángulo de cuarenta y cinco grados contra un montón de tierra donde, según recordaba, el parapeto estaba reforzado. La trinchera había sido aplastada hasta enrasarla con el terreno de fuera. Un par de botas sobresalían del montón de barro. ¿Cómo diablos habría quedado en aquella postura?

¡Justo delante de donde se estaban desarrollando las hostilidades…! Pero, claro, debía de estar corriendo a lo largo de la trinchera cuando el barro lo enterró. Lo enterró sin más. La servicial bengala le mostró a Tietjens, justo a la altura de su mano izquierda, unos cuantos fragmentos humeantes. El humo blanco se extendía por el suelo con la brisa. Otras manchas de humo se le unieron enseguida. La bengala se apagó. Los acontecimientos se precipitaban. Algo le golpeó en el pie, en el talón de la bota. No le resultó desagradable, fue como si le hubiesen dado una palmada en la suela.

Se le ocurrió, en mitad de aquel estruendo, que al no haber parapeto allí… Retrocedió por la trinchera en dirección al refugio, resbalando por el barro pegajoso. Los tablones del entarimado se habían hundido por completo en el lodo. Lo que más odiaba de todo aquello era el barro resbaladizo. Una vez más, una bengala le ayudó, pero la trinchera allí era tan profunda que no había mucho que ver salvo la espalda de un hombre. Tietjens dijo:

—Si está herido… o aunque esté muerto, tendría que meterlo en la trinchera… ¡Y conseguir la Cruz Victoria!

La figura se deslizó en la trinchera. Deprisa, con movimientos ensayados, absorto, metió dos cartuchos en un rifle correctamente sujeto en posición de carga. Aprovechando un hueco en el estruendo como una grieta en la pared de una casa, observó:

—Aquí no se puede recargar el rifle, señor. El lodo se mete en la recámara. —Volvió a convertirse sólo en una parte de un hombre que ofrecía a la vista la única parte de su persona que no estaba cubierta de barro. La luz de la bengala se apagó. Otra reforzó el efecto de parpadeo. Justo encima de donde estaban.

Al doblar la siguiente traviesa,[169] nada más pasar la entrada del refugio, vio el rostro fascinado de un diminuto subalterno que contemplaba la bengala de arriba con el codo apoyado en una irregularidad de la trinchera y el brazo señalando a lo alto, ¡evocaba el despertar del alma…! Aprovechando otro hueco en el estruendo, la voz del subalterno afirmó que tenía que ahorrar bengalas. El batallón andaba muy escaso. Aunque era muy difícil calcular el tiempo de disparo para que la luz fuese continua… ¡Era increíble! Los alemanes estaban a punto de atacar.

Con el dedo de la mano que tenía levantada, el subalterno apretó el gatillo de la pistola apuntando a lo alto. Un segundo después, más luz brillante descendió del cielo. Con un esfuerzo físico considerable, ¡tratándose de una persona tan minúscula!, el subalterno apuntó la tosca pistola hacia el suelo para recargar aquel arma tan enorme. Un tipo valiente…, se llamaba Aranjuez. Era maltés, o portugués o de origen meridional.

Cuando apuntó la pistola hacia el suelo, Tietjens vio que tenía alrededor de los pies diminutos una colección de miembros tubulares inertes y vestidos de caqui. No le hizo falta ningún hueco en el estruendo para comprender que el encargado de recargar la pistola había muerto a su lado… Tietjens le quitó la pistola de las manos y por señas le hizo entender —llevaba sólo dos días fuera de Inglaterra— que sería mejor que se fuese a beber algo y a buscar unos camilleros para aquel hombre, que tal vez no estuviera muerto.

No obstante lo estaba. Cuando lo apartaron a un lado para hacer sitio a las botas inmensamente más grandes de Tietjens, sus brazos cayeron colgando en el barro, y el casco que le cubría la cara se deslizó hacia atrás. Como un maniquí, pero un poco menos rígido. Todavía no estaba frío.

Tietjens parecía una estatua solitaria del Bardo de Avon,[170] pues el apoyo del codo le quedaba demasiado bajo. El ruido aumentó. La orquesta incluyó todo el metal, toda la cuerda, toda la madera y todos los instrumentos de percusión. Los intérpretes lanzaban latas de galletas llenas de herraduras; vaciaban sacos de carbón en gongs rajados; demolían edificios de hierro de cuarenta pisos. Era tan cómico como el crescendo orquestal de una ópera. ¡Crescendo…! ¡Crescendo! C R R R R R E S C… ¡El protagonista debe de estar a punto de aparecer! ¡Pero no!

Todavía como Shakespeare contemplando la creación de, digamos Cordelia, Tietjens se reclinó sobre su escritorio. De vez en cuando, apretaba el gatillo de la pistola de silla y apoyaba la culata en el saliente para recargarla. Cuando un cartucho se atascaba cogía otro. Se dedicó a garantizar que hubiese una iluminación constante.

Llegó el protagonista. Naturalmente, un alemán. Llegó agitando los brazos y las piernas, como un gato salvaje, se dio de bruces con el parados, cayó en la trinchera sobre el muerto, se limpió los ojos con las manos, se puso en pie y siguió bailando. Con lenta deliberación, Tietjens sacó su enorme cuchillo de trinchera en lugar del revólver. ¿Por qué? ¿El instinto de carnicero? ¿O es que trataba de imaginar que estaba con sus perros de los páramos de Cornualles? Los hombros de aquel tipo le habían golpeado pesadamente cuando chocó contra el parados. Se sintió indignado. Sin quitarle ojo al alemán, blandió el cuchillo y trató de recordar cómo se decía en alemán «Manos arriba». Supuso que sería Hoch die Haende! Buscó un buen sitio en el costado del alemán.

Su incursión en aquella lengua extranjera resultó superflua. El alemán extendió el brazo y elevó el rostro hacia el cielo.

¡Siempre tan dramático el primo Fritz! Demasiado dramático, en realidad.

Cayó desmayadamente sobre sus botas sucias. ¡Unas botas muy desagradables, arrugadas hasta la pantorrilla! Pero no dijo Hoch der Kaiser, [171] ni Deutschland über alles, [172] ni una palabra de despedida.

Tietjens disparó más luz hacia lo alto y volvió a recargar la pistola, después se acuclilló en el barro por encima del alemán y le pasó las manos por debajo de la cabeza. Notó cómo los gemidos le estremecían los dedos. Lo soltó y buscó a tientas su petaca de brandy.

Un grupo embarrado llegaba desde el otro lado de la traviesa. El ruido se redujo a la mitad. Eran los camilleros que iban a por el cadáver. Y el absurdamente minúsculo Aranjuez acompañado de otro encargado de recargar la pistola… ¡En esos tiempos todavía no andaban escasos de hombres! Se oían gritos a lo largo de la trinchera. Sin duda, habían entrado más alemanes.

El ruido se redujo a un tercio. Un diminuendo desigual. ¡Desigual! Los sacos de carbón seguían cayendo por las escaleras con una cadencia regular, aunque cada vez se volvía más irregular, el Bloody Mary,[173] que había justo detrás de la trinchera, o eso parecía, sacudió toda la casa, por así decirlo, debía de haber otros howitzer [174] navales o algo parecido en alguna parte.

Tietjens les dijo a los camilleros:

—Llévense primero al alemán. Sigue con vida. Nuestro hombre está muerto. —Había muerto de un modo muy extraño. Cuando se agachó por encima del alemán, Tietjens notó que no tenía nada que pudiera llamarse propiamente cabeza, aunque había algo en su lugar. ¿Qué le habría ocurrido?

Aranjuez ocupó su puesto junto al parapeto y dijo:

—Ha tenido usted mucha sangre fría, señor. Mucha sangre fría. ¡Nunca había visto a nadie clavarle tan despacio un cuchillo a alguien! —¡Habían visto al alemán bailar la danse du ventre! El pobre desdichado había tenido varios rifles y el revólver de aquel joven apuntándole todo el tiempo. Probablemente no habían disparado por miedo a darle a Tietjens. Media docena de alemanes se habían colado en ese sector de la trinchera en varios sitios. ¡Daban saltos como liebres…! Al otro tipo le habían disparado en los dos ojos, hecho que pareció inspirarle un peculiar horror al pequeño Aranjuez. Afirmó que se volvería loco si se quedara ciego, porque había una chica en el salón de té de Bailleul que, si lo mutilasen, se iría con un tal Spofforth del regimiento de Wiltshire. Gimió sólo de pensarlo y luego le facilitó la información de que, por lo visto, había sido una falsa alarma, es decir, un ataque simulado para distraer a las tropas del lugar donde se estaba llevando a cabo el verdadero asalto. En tal caso, debían de estar pasándolo muy mal en alguna otra parte.

Daba la impresión de que así era, pues casi inmediatamente callaron todos los cañones, excepto uno o dos que siguieron tronando y rezongando… ¡De modo que había sido sólo una broma!

Bueno, ahora estaban muy cerca de Bailleul. Los empujarían allí en un día o dos. Camino del Canal. Aranjuez tendría que darse prisa si quería ver a la chica. ¡Diablo de muchacho! Había vaciado su pequeña cuenta corriente con aquella chica y Tietjens había tenido que avalar su descubierto, cosa que no podía permitirse. Ahora aquel tipo gastaría aún más… y Tietjens tendría que avalar un descubierto aún mayor.

Pero esa noche, cuando Tietjens se retiró al negro silencio de su alojamiento subterráneo —en esas fechas estaban en auténticas bodegas de vino, unas bodegas que se extendían cientos de metros por debajo de un suelo de creta con estratos de arcilla que hacían que el barro fuese tan particularmente molesto y pegajoso—, el sonido de los picos debajo de su saco de dormir le resultó casi insoportable. Lo más probable es que fuesen nuestros propios hombres. Obviamente lo eran. Pero eso no suponía una gran diferencia, pues en ese caso habrían llamado la atención y los alemanes podían estar debajo de ellos excavando una contramina.

Aquel maldito bombardeo que había sido sólo en broma le había alterado los nervios. Sabía que era así porque había tenido una visita fantasmal de Cero Nueve Morgan, un tipo al que le habían volado la cabeza cuando estaba, por así decirlo, en sus manos y justo después de que se hubiese negado a concederle un permiso para volver a su casa por miedo a que lo matara un púgil con quien se había enredado la mujer de Cero Nueve Morgan. Era complicado, pero Tietjens deseó que los tipos que tenían a bien caerle encima cuando les daba por interceptar algún proyectil, lo interceptaran con otra cosa que no fuese la cabeza. Aquel desdichado alemán que se le había venido encima cuando, de acuerdo con las leyes de la guerra, debería haber echado a correr hacia sus propias líneas, le había dado tal sacudida que todavía tenía el cuerpo estremecido. Y, por supuesto, un buen susto. El tipo tenía un aspecto algo apocalíptico con los brazos y las piernas grisáceas extendidos… Había sido un incidente estúpido, no una verdadera pelea…

De esa leve oleada de objetos grisáceos, menos de una docena habían llegado a la trinchera, Tietjens lo sabía porque, después de desenfundar teatralmente el revólver y, en compañía de los tipos que habían ido a llevarse al desdichado alemán, que, en consecuencia, tuvo que esperar media hora para ser atendido, tan cargados de bombas de mano como unos recolectores de peras, había recorrido, revólver en mano, media docena de traviesas en las que quedaba suficiente gas para hacer que sus pulmones se sintieran incómodos… Como un niño jugando al escondite. Exactamente igual… Y sólo había encontrado a varios grupos de soldados alrededor de unos objetos lastimosos que o bien temblaban de miedo, frío y sudor, o bien jadeaban después de aquella carrera.

Esa oleada de objetos grisáceos, sacrificados por una broma, estaba pensada…, estaba pensada para… entonces…

Una voz, justo debajo de su cama de campaña, dijo: Bringt dem Hauptmann eine Kerze… Como quien dice: «Traed una vela para el capitán…». ¡Justo así! ¡Como en sueños!

No se llevó una impresión tan grande como habría sido de esperar en alguien que estaba medio dormido. No fue como cuando uno sueña que cae en el vacío, pero lo despertó del mismo modo… Su imaginación había reconstruido la frase.

El puñado de alemanes que había llegado a la trinchera probablemente había sido sacrificado por ese juego estúpido llamado «estrategia». Una estupidez… Por supuesto, eso de estar excavando a la luz de las velas era típico alemán. Anticuado y al estilo de los nibelungos. ¡Enanos, probablemente…! Habían enviado esa leve oleada de hombres junto con un bombardeo… ¡intenso!, ¡muy intenso! Había sido un auténtico ataque de artillería. Diez mil obuses como mínimo. Luego, es probable que hubiesen hecho una demostración de fuerza en algún lugar del frente. Una masa de hombres, una oleada inmensa. Y de veinte a treinta mil obuses. Muy probablemente varios kilómetros de paseo marítimo, por así decirlo, con el mar batiendo contra él. Y sólo como demostración de fuerza…

No podía ser un verdadero combate. Todavía no estaban preparados para su ofensiva de primavera.

Lo habían hecho para impresionar a algún imbécil… A algún imbécil en Walachia, o Sofía, o Asia Menor. O puede que en Whitehall. ¡O en la Casa Blanca…! Tal vez hubiesen matado a un montón de yanquis para ser más populares al otro lado del Atlántico. Para entonces había ya cuerpos enteros del ejército americano en el frente. ¡A buenas horas! Pobres diablos, llegar tan tarde a un infierno tan exacerbado. Condenadamente exacerbado… El estruendo de aquella pequeña broma había sido mucho más ensordecedor que cualquier ataque en gran escala, digamos de 1915. Era mejor haber estado entonces y haberse acostumbrado… Si es que antes no había acabado contigo…

Puede que fuese para impresionar a alguien… Pero ¿a quién querían impresionar? Por supuesto, nuestros legisladores de cerebro reblandecido, que correteaban por innobles pasillos de suelos recién pulimentados y puertas de caoba…, puede que se dejasen impresionar… Aunque, desde luego, también era posible que esos mismos legisladores hubiesen hecho una agradable demostración de fuerza, no menos estúpida, en alguna otra parte, para impresionar a alguien mucho menos dispuesto a dejarse impresionar… En ese caso, ¡esto sería una respuesta! Pero ya nadie se impresionaba con nada. Nos teníamos tomada la medida. Así que era sólo cansino…

En aquella oscuridad cerrada reinaba un profundo silencio. Abajo, los picos seguían con sus siniestros cuchicheos… Es lo que parecía. Como niños en el rincón de una clase haciendo comentarios desagradables en voz baja sobre sus profesores… O, si se prefiere, sobre chicas… «Chop, chop, chop», susurraba un pico. «¿Chop?», contestaba otro con un susurro. El primero replicaba «Chopchopchop». Luego «Chup…». Y se hacía un silencio de duración irregular… Como cuando una mecanógrafa se interrumpe para cambiar de hoja…

Muy probablemente, unas mecanógrafas jóvenes y hermosas habrían copiado al dictado en Whitehall los planes de ese bombardeo concreto en hojas cuadradas con el membrete real… Porque, obviamente, podrían haberse dictado tan directamente en Whitehall como en Unter den Linden. Tal vez hubiésemos hecho una demostración de fuerza en el Dwolologda para que los alemanes replicasen con otra demostración en Flandes y así el pobre Puffles se llevase un buen vapuleo. Seguían tratando de eliminar al bueno de Puffles y de ponerle trabas al mando único… Quizá deseasen que las bajas ocasionadas por la respuesta alemana fuesen tan elevadas que el país exigiera la evacuación del frente occidental… Si lograban que matasen a medio millón de los nuestros, puede que el país… Sin duda pensaban que valía la pena intentarlo. Aun así resultaba fatigoso: esos tipos de Whitehall no escarmentaban. Igual que el hermano Boche…

Era agradable estar en el ejército del bueno de Puffles. Agradable pero cansado… Unas mecanógrafas guapas en despachos bien ventilados. ¿Usarían todavía manguitos para no mancharse de tinta los puños de la camisa? Le preguntaría a Valen… Valen… Hacía calor y reinaba el silencio… En una noche así…

Bringt dem Hauptmann eine Kerze! ¡Una voz debajo de su cama de campaña! Pensó que el Hauptmann debía de ser corto de vista, lo imaginó examinando miopemente un fusible… ¡Si es que empleaban fusibles y si es que se llamaban así en el ejército!

No lograba imaginar la cara o las gafas del Hauptmann igual que, enfundado en su saco de dormir, no lograba imaginar los rostros de sus hombres. Estaban hacinados en el túnel, aglomeraciones grisáceas y tubulares… ¡Enormes! Como los gusanos que comen los aborígenes australianos… ¡El miedo lo dominó! Se sentó en el saco de dormir, empapado en sudor helado.

—Dios mío, ¡estoy desbarrando! —dijo. Pensó que estaba perdiendo la razón: estaba loco y notaba cómo se iba desquiciando. Trató de pensar en algo que le permitiera convencerse de que no se había vuelto loco.