Por fin, le dijo a la señorita Wanostrocht, que se había sentado en su escritorio detrás de dos claveles de color rosa:
—«No pretendía molestarla conscientemente pero un espíritu en mis pies me ha traído aquí sin saber cómo…». Es de Shelley, ¿verdad? [163]
Y, de hecho, una idea inconsciente pero clarividente le había sugerido, cuando todavía estaba en el salón de actos e incluso antes de romper el teléfono, que muy probablemente la señorita Wanostrocht podría decirle lo que necesitaba saber y que, si no se daba prisa, podría perder la ocasión de preguntarle, pues lo más probable era que la directora se marchase ahora que las chicas se habían ido. Así que se había apresurado por los pasillos desolados cuyas ventanas góticas tenían trozos de cristal rosa intercalados aquí y allá en sus celosías. No obstante, al pasar por una de las habitaciones de los vestuarios, que estaba casi desierta, oscura y llena de taquillas, se había parado delante de la figura de una chica pecosa, vestida de negro y de aspecto más bien torpe que estaba en un taburete atándose sin ganas las botas negras con un tobillo sobre la rodilla. Sin saber por qué, sintió el impulso de decirle: «¡Adiós, Pettigul!».
La quinceañera torpe y granujienta era como un símbolo de aquel lugar: sana, aunque no demasiado; honrada, pero sin el menor anhelo de honradez intelectual; huesuda en los lugares más inesperados…, y tan lloriqueante que daba la impresión de tener la cara sucia… De hecho, reunía todas las características de aquella institución: todas estaban sanas, eran honradas, torpes, tenían entre doce y dieciocho años y huesos en lugares inesperados por culpa de la mala alimentación… También eran emotivas y tendían más a los lloriqueos que a la histeria.
En lugar de decirle adiós a la chica, le dijo:
—¡Déjame a mí! —Y, con brusquedad, pues estaba enseñando demasiado la pierna, tiró de la corta falda de la chica hacia abajo y se puso a anudarle la bota rígida al no menos rígido tobillo… Después de un período de esplendor juvenil, que llegaría con la misma certeza con que se pasaría, esa chica, si todo iba bien, se casaría durante el período de esplendor juvenil y acabaría siendo una de las madres de Europa…, si todo iba bien, de acuerdo con una normalidad que tal vez se restablecería ese día. ¡Aunque puede que no fuese así!
Una gota tibia cayó sobre el nudillo derecho de Valentine.
—A mi primo Bob lo mataron anteayer —dijo, por encima de su cabeza, la voz de la chica. Valentine inclinó aún más la cabeza sobre la bota con esa paciencia que es necesario adquirir y de la que hay que hacer gala en las instituciones educativas en caso de inesperadas divagaciones mentales si es que se quiere pasar por profesional e inteligente… Aquella chica nunca había tenido un primo Bob, ni nada parecido. Pettigul y sus dos hermanas, Pettigul Dos y Tres, habían entrado en esa institución pagando una matrícula reducida precisamente porque no tenían, aparte de su madre viuda, ningún otro pariente conocido. Al padre, un mayor con media paga, lo habían matado al principio de la guerra. Todas las profesoras habían tenido que redactar informes sobre las cualidades morales de las Pettigul y por tanto estaban al tanto de esa información—. Me dio su cachorrito para que lo cuidase mientras estuviera fuera —dijo la chica—. ¡No es justo!
Valentine se incorporó y respondió:
—Si yo fuese usted, me lavaría la cara antes de salir. ¡No querrá que la tomen por un alemán! —Y le colocó la blusa recta sobre los hombros—. ¡Trate —añadió— de fantasear con que tiene un familiar que acaba de regresar! ¡Es igual de fácil y hará que parezca mucho más atractiva!
Mientras se apresuraba por los pasillos se preguntó: «Dios mío, ¿también hará que yo parezca más atractiva?».
Tal como había supuesto, encontró a la directora cuando estaba justo a punto de marcharse a su casa en Fulham, un triste barrio de las afueras que, no obstante, estaba cerca del palacio de un obispo. Por una u otra razón parecía un lugar apropiado. La mujer tenía inclinaciones episcopales, pero también mucha experiencia en las vicisitudes de los niños de las afueras, y algunas eran sorprendentes si se consideraban con detalle.
La señora directora se había quedado de pie detrás de la mesa mientras duraron las tres primeras preguntas y respuestas con la actitud de quien se siente un poco acosado, pero, justo antes de que Valentine citase a Shelley, se había sentado y ahora tenía el aspecto de quien está dispuesto a pasar un buen rato. Valentine siguió de pie.
—Éste —dijo con mucha amabilidad la señorita Wanostrocht— es un día en que una podría… dar pasos… que bien pudieran influenciar toda su vida.
—Por eso —respondió Valentine— precisamente he venido a verla. Quiero saber lo que le dijo esa mujer para saber a qué atenerme antes de dar ningún paso.
La directora replicó:
—Tuve que dejar que se fuesen las chicas. No me importa decirte que me eres de mucha utilidad. Los miembros de la junta escolar me ordenaron que mañana les diera el día libre, recibí una orden expresa de lord Boulnois. Es muy incoherente. Pero lo hace más…
Se interrumpió. Valentine se dijo: «Dios mío, no sé nada de hombres, pero qué poco conozco a las mujeres. ¿Adónde querrá ir a parar? —Y luego añadió para sí—: Está nerviosa. ¡Debe de querer decirme algo que cree que no me va a gustar!».
Dijo con caballerosidad:
—No creo que nadie hubiese podido contener a las chicas. Es algo inusitado. Nunca habíamos vivido un día como éste. —En Piccadilly debía de haber multitudes hombro con hombro; jamás había visto sobresalir la columna de Nelson de entre una masa compacta de personas. Tal vez estuviesen asando bueyes enteros en el Strand. Whitechapel estaría abarrotado y los anuncios esmaltados contemplarían desde lo alto a millones de sombreros hongos. Todo el sórdido e inmenso Londres se extendía delante de sus ojos. Se sentía parte de Londres igual que el urogallo siente que es parte del brezal, y allí estaba en un barrio de las afueras contemplando dos claveles de color rosa. Probablemente teñidos: ¡obsequio de lord Boulnois a la señorita Wanostrocht! ¡Nunca había visto un clavel natural de ese color! Insistió—: Me gustaría saber qué es lo que le contó esa mujer, lady Macmaster.
La señorita Wanostrocht se miró las manos. Tenía los meñiques entrelazados y el dorso de las manos en contacto; era un gesto pasado de moda… Girton de 1897, pensó Valentine, típico de las rubias pensativas… Las licenciadas rubias, las llamaban los periódicos satíricos de la época. Todo indicaba que la cosa iba para largo. ¡Bueno, ella no tenía intención de apresurar la cuestión! Esa expresión era un calco del francés. Pero ¿cómo decirlo de otro modo?
La señorita Wanostrocht exclamó:
—¡Yo veneraba a tu padre!
«Lo sabía —se dijo Valentine—. ¡Pero entonces debe de haber ido a Oxford y no a Newnham!» No recordaba si había colleges femeninos en Oxford ya en 1895 o 1897. Debía de haberlos.
—Era el mejor profesor… La mejor influencia del mundo —continuó la señorita Wanostrocht.
Era extraño, pensó Valentine, que esa mujer lo hubiese sabido todo de ella, al menos lo concerniente a su distinguido padre, desde que empezó a trabajar como profesora de gimnasia en aquel gran colegio privado (femenino). Pero, a excepción de la inevitable cortesía que los generales deben observar siempre con los suboficiales, la señorita Wanostrocht no le había prestado más atención que a una señora de la limpieza. Aunque, por otra parte, la había dejado organizar sus clases de gimnasia como ella quería y sin ninguna interferencia.
—Siempre nos contaba —prosiguió la señorita Wanostrocht— que os había hablado en latín a ti y a tu hermano desde el día en que nacisteis… La gente lo tenía por un excéntrico, pero ¡qué acertado…! La señorita Hall dice que eres la latinista más notable que ha conocido.
—No es cierto —respondió Valentine—, yo no pienso en latín. Y no se puede ser un verdadero latinista a menos que piense uno en latín. Él sí lo hacía, por supuesto.
—Es lo último que habría imaginado de él —respondió la directora con un pálido brillo de juventud—. Era un hombre de mundo. ¡Tan despierto!
—Mi hermano y yo éramos un par de bichos raros —replicó Valentine—. Con un padre así… ¡Y una madre, desde luego!
La señorita Wanostrocht dijo:
—¡Oh…, tu madre…!
Y en el acto Valentine evocó la reducida camarilla femenina de juventud de la señorita Wanostrocht, dedicadas a espiar a su padre y a su madre cuando paseaban junto a los árboles de Oxford los domingos, el padre tan garboso y despierto y la madre rezagada, grande, generosa e inconsciente. Y a toda la camarilla diciéndose: «Ojalá pudiéramos cuidar nosotras de él…». Observó con cierta malevolencia:
—Supongo que no habrá leído usted las novelas de mi madre… Era ella quien lo escribía todo por él. Mi padre no sabía escribir, ¡era demasiado impaciente!
La señorita Wanostrocht exclamó casi con el dolor de quien defiende su propia reputación:
—¡Oh, no deberías decir eso!
—No veo por qué no —respondió Valentine—. Él era el primero en reconocerlo.
—Pues tampoco él debería haberlo dicho —replicó la señorita Wanostrocht con una especie de blanda unción—. ¡Debería haber cuidado más de su reputación por el bien de su obra!
Valentine contempló a aquella solterona delgada y extasiada con irónica curiosidad.
—Por supuesto, si veneraba usted…, si sigue venerando a mi padre de ese modo —admitió—, eso le da cierto derecho a preocuparse por su reputación… ¡En cualquier caso, le agradecería que me dijese qué le dijo esa persona por teléfono!
El busto de la señorita Wanostrocht se movió con súbito entusiasmo hacia el extremo de la mesa.
—Precisamente por eso —dijo— quiero hablar contigo antes… Y que consideres…
Valentine observó:
—Por la reputación de mi padre… Oiga, ¿no la confundiría conmigo esa mujer, lady Macmaster? Nuestros nombres se parecen lo suficiente para que pueda haberse producido una confusión.
—Eres —respondió la señorita Wanostrocht—, por así decirlo, el producto de sus puntos de vista sobre la educación de las mujeres. Y si tu… Para mí ha sido una grandísima satisfacción observar en ti una… cabeza tan sensata y bien instruida en…, ¡oh!, ya me entiendes, un cuerpo tan sano… Y además… Una capacidad de ganar. Un valor comercial. Tu padre, por supuesto, nunca se andaba con rodeos… —Añadió—: Debo decir que mi conversación con lady Macmaster…, que sin duda no es una mujer a la que se le pueda reprochar nada. He leído la obra de su marido. Desde luego, conserva, ¿no te parece?, parte de la llama sagrada.
—Ese hombre —respondió Valentine— no sabe una palabra de latín. Saca las citas, cuando las usa, de sus notas escolares… Conozco sus métodos de trabajo, ¿sabe?
A Valentine se le ocurrió que si, efectivamente, Edith Ethel había confundido al principio a la señorita Wanostrocht con ella, la preocupación de ésta por la reputación de su padre como entrenador de jovencitas podía estar justificada. Se imaginó a Edith Ethel iniciando de pronto una descripción de las circunstancias de aquel hombre que carecía de muebles y daba indicios de no reconocer al portero. Las relaciones que podría haber insinuado que existieron entre él y ella bien podrían haber preocupado a la directora de un gran colegio privado para señoritas de clase media. Sin duda le habría dicho que había tenido un hijo. La invadió una desagradable sensación de ultraje…
De pronto, la confundió el recrudecimiento de la idea que se le había ocurrido como por casualidad en el salón de actos. La desbordó con una viveza extraordinaria, como una corriente de líquido caliente… Si de verdad había sido la mujer de aquel hombre quien se había llevado los muebles, ¿qué podía separarlos ahora? ¡Era imposible que él hubiese vendido o quemado sus muebles mientras estaba con la Fuerza Expedicionaria Británica en los Países Bajos! ¡No sin grandes dificultades! Entonces…, ¿qué podía separarlos…? ¿Una moralidad de clase media? ¡Los últimos cuatro años habían sido un carnaval sangriento! ¿Era aquello la cuaresma que sigue de cerca al carnaval? ¡No tan de cerca! Así que si una se daba prisa… ¿Qué demonios anhelaba sin saberlo?
Se oyó a sí misma diciendo, casi con un sollozo, pues era evidente que estaba emocionada:
—Mire, ¡yo desapruebo totalmente en lo que me ha convertido mi padre! Esa gente…, los inteligentes victorianos, no sabían lo que decían. Desarrollaban una teoría sacada de cualquier parte y luego la aplicaban sin más. Sin la menor precaución… ¿Se ha fijado en Pettigul Uno…? ¿No se le ha ocurrido que no se puede hacer un ejercicio físico violento y un trabajo intelectual al mismo tiempo? ¡Yo no debería estar en este colegio y no debería ser lo que soy! —Al ver la expresión preocupada de la señorita Wanostrocht se preguntó: «¿Por qué demonios estoy diciendo todo esto? ¡Cualquiera pensaría que estoy tratando de que me despida! ¿Es así?». No obstante su voz seguía diciendo—: Aquí hay demasiada oxigenación para los pulmones. No es natural. Afecta de forma nociva al cerebro. Pettigul Uno es un buen ejemplo. Se toma en serio mis clase y sus estudios. Ahora está trastornada. A la mayor parte sólo los atonta.
Le parecía increíble que hubiera estallado así con sólo imaginar que aquella mujer hubiera podido dejar a su marido, ¡igual que su padre cuando exponía una de sus ingeniosas teorías…! En realidad, una o dos veces se le había ocurrido que no era posible llevar una doble existencia física y mental sin correr riesgos. Los acontecimientos militares de los últimos cuatro años eran los responsables de que se hubiese producido una auténtica exageración de las virtudes físicas. Era consciente de que en esa institución, y durante los últimos cuatro años, la habían considerado el complemento, si no la sustituta, tanto del médico como del cura… Pero de ahí a elaborar una teoría completa acerca de que la mentira de Pettigul era el producto de un cerebro demasiado oxigenado había un trecho demasiado grande…
Aun así, le estaban impidiendo participar del regocijo nacional, casi seguro que Edith Ethel le habría contado algo escandaloso a la señorita Wanostrocht. ¡Tenía derecho a soltarlo con una especie de declamación exagerada!
—Al parecer —dijo la señorita Wanostrocht—, pues no es éste el momento para discutir el plan de estudios del colegio, aunque en lo fundamental estoy de acuerdo contigo… Y, a propósito, ¿qué le ocurre a Pettigul Uno? La tenía por una chica sensata. El caso es que, al parecer, la mujer de un amigo…, tal vez sea sólo un antiguo amigo tuyo, está en el hospital.
Valentine exclamó:
—¡Oh!, él… ¡Pero eso es horrible!
—Al parecer —respondió la señorita Wanostrocht— es un desastre —y añadió—: Es la única expresión que se me ocurre.
La noticia arrojó una luz cegadora sobre Valentine. Le horrorizó saber que aquella mujer estaba en el hospital. ¡Porque en tal caso no sería decente ir a ver al marido!
La señorita Wanostrocht prosiguió:
—Lady Macmaster estaba deseando pedirte consejo… Al parecer la otra única persona que podría velar por los intereses de… tu amigo es su hermano y…
Valentine se perdió el final de esa última frase. La señorita Wanostrocht hablaba con demasiada fluidez. Si uno quiere que los demás comprendan una noticia devastadora no debería emplear frases tan largas. Debería decir: «Está loco y no le queda un penique. Su hermano se está muriendo. Acaban de operar a su mujer». ¡O algo por el estilo! Así cualquiera podría entenderlo, aunque la imaginación le diera vueltas como un tiovivo.
—La compañera… del hermano —seguía divagando la señorita Wanostrocht—, aunque, al parecer, estaba dispuesta a ayudarle, no obstante no está disponible… La teoría es que… tu amigo está considerablemente trastornado por sus vivencias en la guerra. Así que… ¿Quién, en tu opinión, debería aceptar la responsabilidad de velar por sus intereses?
Valentine se oyó decir:
—¡Yo! —y añadió—: ¡De él! De cuidar de él. ¡Que yo sepa, no tiene… intereses!
Por lo visto no tenía muebles, así que ¿cómo iba a tener nada más? Deseó que la señorita Wanostrocht dejase de utilizar la expresión «al parecer». Era irritante… y contagioso. ¿Es que no podía decir las cosas claras? Pero nadie decía nunca las cosas claras y sin duda aquella solterona anémica pensaría que ese asunto era particularmente tétrico.
En cuanto a lo de decir las cosas claras… Si alguien las hubiese dicho, Valentine sabría a qué atenerse con la mujer de aquel hombre. Pues parte del absurdo modo en que se comportaban ella y sus amigas consistía en no hablar nunca con claridad…, a excepción de Edith Ethel, que tenía la naturaleza de una verdulera y, aunque era incapaz de decir la verdad, siempre se expresaba con mucha claridad. Pero, hasta la fecha, ni siquiera Edith Ethel había dicho nada respecto a cómo trataba esa mujer a su marido. Le había dado a entender claramente que ella «apoyaría» a la esposa…, pero no había llegado tan lejos como para decir que fuese una buena esposa. Ojalá pudiese saberlo…
La señorita Wanostrocht le estaba preguntando:
—Cuando dices «yo», ¿te refieres a que estarías dispuesta a cuidar tú misma de ese hombre? Espero que no.
… Porque, obviamente, si fuese una buena esposa, ella no tendría ningún derecho a entrometerse… Siendo la hija de su padre y de su madre… Pensándolo bien, cualquiera diría que una mujer que se pasa la vida paseando por Hyde Park, o en otros sitios de moda no puede ser una buena esposa de un estadístico. Por otro lado, él era un hombre muy elegante, de la clase gobernante, de una familia de terratenientes y todo eso…, así que tal vez le gustase que su mujer alternase en sociedad, puede incluso que se lo exigiese. Era muy capaz. Por lo que ella sabía, incluso era posible que fuese una mujer tímida y recatada a quien él empujara a salir al mundo. No era probable, pero tan posible como cualquier otra cosa.
La señorita Wanostrocht estaba preguntándole:
—¿No hay instituciones… sanatorios militares… para casos como el del capitán Tietjens? Al parecer le ha destrozado la guerra y no sólo la mala vida.
—Precisamente —respondió Valentine— por eso querría…, ¿no lo entiende…? Porque ha sido la guerra…
No logró terminar la frase.
La señorita Wanostrocht dijo:
—Pensaba… Me habían dicho… ¡que eras una pacifista radical!
Para Valentine oír pronunciar con tanta frialdad el nombre del «capitán Tietjens» había sido un punto de inflexión, como cuando aparece el sudor en un caso de fiebre, una especie de liberación. Había decidido irracionalmente que ella no sería la primera en pronunciar ese nombre.
Y por su tono daba la impresión de que la señorita Wanostrocht estaba decidida a odiar al tal capitán Tietjens. Tal vez lo odiara ya. Valentine empezó a decir:
—Si una es una pacifista radical porque no puede soportar que los hombres sufran, ¿no le parece una buena razón para que quiera que un pobre diablo destrozado…?
Pero la señorita Wanostrocht había empezado una de sus largas frases. Sus voces siguieron hablando al unísono, como dos trenes arrastrando desagradablemente un lastre…
—… se ha comportado de un modo terrible.
Valentine respondió acalorada:
—No debería usted dar crédito a lo que diga una mujer como lady Macmaster.
La señorita Wanostrocht dio la impresión de quedarse sin palabras, se inclinó hacia delante en la silla con la boca ligeramente entreabierta. Y Valentine se dijo: «¡Gracias a Dios!».
Necesitaba un momento para digerir lo que parecía una nueva prueba de la mezquindad de Edith Ethel, sintió cómo se enfurecían regiones de su propio ser que apenas conocía. Le pareció una insignificancia en sí misma. Nunca había pensado que fuese tan insignificante. No tendría que importarle lo que dijera la gente. Estaba totalmente acostumbrada a que Edith Ethel le contase a todo el mundo cosas horribles sobre ella. Pero esto era de una imprudencia que rayaba lo increíble. Contarle a una desconocida, con la que había hablado por casualidad por teléfono, hechos despectivos sobre una tercera persona que podía ponerse al teléfono en un minuto o dos, y no sólo eso, sino que pronto se enteraría de lo que le había contado a la otra… Era de una osadía y una maledicencia que casi sobrepasaba la cordura… ¡O que dejaba traslucir el desprecio que sentía por Valentine y hasta dónde podría llegar con sus inconcebibles represalias!
De pronto, le espetó a la señorita Wanostrocht:
—¡Oiga! ¿Me habla usted como una amiga a la hija de mi padre o como la directora a una profesora de gimnasia?
Una pequeña cantidad de sangre afluyó a los rasgos rosáceos de la dama. Desde luego se había alterado cuando Valentine había seguido hablando a la vez que ella, pues, aunque Valentine lo ignoraba todo de los gustos o disgustos de la directora, una o dos veces había reparado en que exhibía un notable disgusto cuando le interrumpían una de sus frases formales.
La señorita Wanostrocht dijo con cierta frialdad:
—Ahora te estoy hablando… Me estoy tomando la libertad, como mujer mayor que tú, como una amiga de tu padre. ¡Estoy tratando, en suma, de recordarte lo que debes hacer para ser un digno ejemplo de la educación que te dio!
Involuntariamente, Valentine frunció los labios para soltar un leve silbido de incredulidad. Pensó para sí: «¡Dios mío! Estoy metida en un buen lío… Es una especie de interrogatorio profesional».
—Por un lado —prosiguió la dama—, me alegro de que te lo tomes de ese modo… Me refiero a lo de defender a la señora Tietjens con tanta vehemencia contra lady Macmaster. Al parecer, a lady Macmaster no le gusta la señora Tietjens, pero me parece que tiene sus motivos. Para que no le guste, quiero decir. Lady Macmaster es una persona muy responsable, mientras que, incluso en su vida pública, la señora Tietjens parece ser todo lo contrario. No me cabe duda de que pretendes ser fiel a tus… amigos, pero…
—Al parecer —respondió Valentine— nos estamos metiendo en un buen embrollo. —Y añadió—: No estaba, tal como parece usted creer, tratando de defender a la señora Tietjens. Lo habría hecho. Lo haría en cualquier circunstancia. Siempre me ha parecido una mujer amable y hermosa. Pero le oí a usted decir las palabras: «Se ha comportado de un modo terrible» y pensé que se refería al capitán Tietjens. Lo niego. Y si insinúa usted que lo ha hecho su mujer, también lo niego. Es una esposa… y una madre… admirable, al menos que yo sepa.
Se dijo: «¿Por qué he dicho eso? ¿Qué me importa a mí Hécuba?».[164] Luego pensó: «Para defender su honor, claro… Estoy tratando de presentar al capitán Tietjens como un caballero rural inglés completo con sus fincas bien organizadas, sus establos, perreras, esposa, descendencia… ¡Qué idea tan rara!».
La señorita Wanostrocht, que había tomado aliento, observó ahora:
—Me alegra mucho oírlo. Desde luego lo que me dijo lady Macmaster es que la señora Tietjens era, digamos, como mínimo una esposa negligente… Vanidosa…, ya me entiendes, ociosa, recargada… Todo eso… Y que tú parecías defenderla.
—Es una mujer elegante que se mueve en medios elegantes —replicó Valentine—, pero lo hace con el consentimiento de su marido. Tiene derecho a…
—No estaríamos —respondió la señorita Wanostrocht— metiéndonos en el extraordinario embrollo al que te referías antes, si dejases de interrumpirme constantemente. ¡Estaba tratando de decir que para ti, una joven sin experiencia, criada en un hogar entre algodones, no puede haber aguas más peligrosas que un hombre con una mujer que no cumple con sus obligaciones!
Valentine dijo:
—Tendrá que disculpar mis interrupciones. Pero éste no es su funeral sino el mío.
La señorita Wanostrocht objetó enseguida:
—No puedes decir eso. No imaginas con qué fervor…
Valentine asintió:
—Sí, sí… Su schwaerm [165] por el recuerdo de mi padre y todo eso. Pero mi padre no pudo ofrecerme una vida entre algodones… Tengo tanta experiencia como cualquier chica de clase inferior… Sin duda fue culpa suya, pero no se equivoque. —Y añadió—: Aun así, el cadáver soy yo. Usted dirige la autopsia. Así que para usted es más divertido.
La señorita Wanostrocht se había puesto ligeramente pálida:
—Yo, si… —balbució un poco—, por experiencia te refieres a…
—No —exclamó Valentine—, y no tiene usted derecho a deducir tal cosa por una conversación que ha tenido, y no debería haber tenido, con una de las lenguas más viperinas de Londres… Me refiero a que mi padre falleció y tuve que ganar mi sustento y el de mi madre trabajando como sirvienta varios meses después de su muerte. A eso se redujo su educación. Pero sé cuidar de mí misma… En consecuencia…
La señorita Wanostrocht se había arrellanado en el asiento.
—Pero… —exclamó, estaba mortalmente pálida, como la cera descolorida—. Se hizo una colecta… Nosotros… —empezó— Sabíamos que…
—Hicieron ustedes una colecta —respondió Valentine— para comprar su biblioteca y regalársela a mi madre…, que no tenía nada para comer salvo lo que comprábamos con mis ingresos como criada doméstica. —Sin embargo, en vista de la palidez de la otra dama, trató de añadir un toque de generosidad—: Por supuesto, quienes contribuyeron querían conservar en la medida de lo posible su personalidad. Los libros de un hombre son parte de ella. Así que hicieron ustedes bien. —Añadió—: En cualquier caso, fue parte de mi educación: en un sótano de una casa de las afueras. Así que no creo que pueda usted enseñarme gran cosa sobre las miserias de la vida. Trabajé para la familia de un concejal del distrito de Middlesex. En Ealing.
La señorita Wanostrocht dijo débilmente:
—¡Es terrible!
—¡No tanto! —replicó Valentine—. Teniendo en cuenta el trato que reciben las criadas domésticas, no me fue tan mal. Podría haberme ido mejor si la señora de la casa no hubiese estado siempre enferma y la cocinera no hubiera sido una borracha… Luego trabajé un tiempo de oficinista. Para las sufragistas. Después de que el padre del señor Tietjens volviera del extranjero y le diese a mi madre trabajo en un periódico del que era dueño. Empezamos a arreglárnoslas mejor. El señor Tietjens era el mejor amigo de mi padre, así que podría decirse que la influencia de mi padre acabó siéndonos de ayuda, tal vez le sirva a usted de consuelo. —La señorita Wanostrocht estaba inclinando la cabeza hacia la mesa, es de suponer que para ocultarla un poco de Valentine o para no tener que mirarla a los ojos. Valentine prosiguió—: Ya sé que siempre hay un conflicto entre las obligaciones particulares de un hombre y sus logros públicos. Pero, si hubiese llevado una vida menos extravagante, nos podría haber dejado mucho mejor situadas. No quiero ser un cruce entre un sargento y una doncella doméstica. Igual que tampoco quería ser una criada.
La señorita Wanostrocht soltó un «¡Oh!» de dolor. Y exclamó enseguida:
—Lo que más me alegraba de tenerte aquí era tu influencia moral y no sólo la atlética… Precisamente porque me daba la sensación de que no le concedías tanta importancia a lo físico…
—Pues no va a tenerme mucho más tiempo —dijo Valentine—. Ni un instante más de lo estrictamente necesario. Voy a…
Se dijo: «¿Qué demonios voy a hacer…? ¿Qué es lo que quiero?».
Quería tumbarse en una hamaca junto a un mar azul y en calma, y pensar en Tibulo… No se engañaba. No tenía pretensiones intelectuales. Carecía de la formación necesaria. Pero quería disfrutar de las formas más elaboradas de los productos intelectuales de los demás… ¡Ésa era la moral del momento!
Y, al contemplar con detalle el rostro inclinado de la señorita Wanostrocht, se preguntó si habría habido otro día como aquél en la historia del mundo. ¿Sabría la señorita Wanostrocht, por ejemplo, lo que era ver regresar a un hombre? ¡Ah, pero entre el tumulto de otro millón de hombres que también volvían! ¡Un impulso colectivo que te empujaba a dejarte arrastrar por la muchedumbre! ¡Inmenso! ¡Sedante!
Por lo visto, la señorita Wanostrocht había querido a su padre. Sin duda, en compañía de otras cincuenta damiselas. ¿Obtendrían una emoción colectiva de aquella aventura? Incluso era posible que le hubiese hablado de ese modo… pour cause. Advirtiéndola del efecto nocivo de relacionarse con un hombre cuya mujer era inaceptable… Porque las cincuenta damiselas coaligadas debían de tener el convencimiento de que su madre era una mujer inaceptable para la brillante y canosa eminencia con aire de mozalbete que había sido su padre… Probablemente pensaran que, sin la desaseada carga de la señora Wannop sobre sus espaldas, podría haberse convertido en… ¡Bueno, en uno de ellos…! ¡En cualquier cosa! En cualquier eminencia en los consejos de la nación. ¿Por qué no en primer ministro? Pues, aparte de sus teorías pedagógicas, tenía intereses políticos. Además, había sido amigo de Disraeli. Proporcionaba —¡era histórico!— materia para discursos eternamente famosos y meritorios. Habría sido educador de los procónsules del Imperio si aquel otro tipo de Balliol no hubiese conseguido el puesto antes… El caso es que se había tenido que especializar en la educación de las mujeres. En formar damiselas-prímulas…
De modo que la señorita Wanostrocht la estaba advirtiendo de los efectos negativos de las mujeres abandonadas sobre las vírgenes jóvenes y encariñadas. Y probablemente tuviese razón. ¿Dónde estaría ahora si hubiese creído que Sylvia Tietjens era una mala esposa?
La señorita Wanostrocht dijo como dominada por una súbita ansiedad:
—¿Qué vas a hacer? ¿Qué es lo que te propones?
Valentine respondió:
—Obviamente, después de su conversación con Edith Ethel no estará usted tan contenta de tenerme aquí. ¡No creo que mi influencia moral haya mejorado de aspecto! —La recorrió una oleada de resentimiento apasionado—. Mire, si considera que estoy preparada para… —No obstante se interrumpió—, no —dijo—, no voy a introducir ahora una nota servil. Pero comprobará usted que resulta muy molesto. —Añadió—: Si fuese usted, yo me ocuparía del caso de Pettigul Uno. En un colegio tan grande podría convertirse en una epidemia. ¡Y hoy en día no hay modo de saber a qué atenerse!