Diez minutos después, le estaba planteando, con firmeza aunque sin acritud, la siguiente pregunta a la señorita Wanostrocht:
—Dígame, señora directora, qué es lo que le dijo esa mujer. No me gusta, no apruebo ninguno de sus actos, y ni siquiera presto la menor atención a sus palabras. ¡Pero quiero saberlo!
La señorita Wanostrocht, que acababa de coger su abrigo negro y fino de la percha que había detrás de la puerta de pino recién barnizada de su despacho, se ruborizó, volvió a colgar la prenda y se dio la vuelta. Se quedó allí delgada, ligeramente rígida, sonrojada y marchita, como si se sintiera un poco acosada.
—Debe usted recordar —empezó— que soy profesora. —Apretó, con un gesto que repetía constantemente, la trenza notablemente dorada de su cabello castaño con la palma de su fina mano izquierda. Hacía años que ninguna de las profesoras de esa escuela comía lo suficiente—. Para mí es casi un instinto —prosiguió— aceptar cualquier forma de conocimiento. Te tengo mucho aprecio, Valentine, si no te importa que te llame así en privado. Y me pareció que estabas en…
—¿En qué? —preguntó Valentine— ¿En peligro…? ¿Que tenía problemas?
—Comprende —replicó la señorita Wanostrocht— que… esa persona parecía tan ansiosa por comunicarme datos acerca de ti como por darte, y ése era el motivo más ostensible de su llamada, noticias sobre… otra persona. Con quien en una ocasión tuviste… relaciones. Y que ahora ha vuelto.
—¡Ah! —se oyó exclamar Valentine—. ¿Así que ha vuelto? Eso tenía entendido. —Se alegró de poder controlarse hasta ese punto.
Tal vez no tuviera que preocuparse. No podía decir que se sintiese distinta a como había estado justo diez minutos antes por el regreso de un hombre a quien esperaba haber olvidado. Un hombre que la había insultado. ¡Pues, de un modo u otro, eso era lo que había hecho!
Pero es probable que todas las circunstancias hubiesen cambiado. Antes de que Edith Ethel pronunciara la frase inconcebible en aquel aparato sus únicas perspectivas habían consistido en un picnic familiar debajo de unas higueras y junto a un mar extraordinariamente azul…, y le habían parecido tan cercanas… ¡como si las tuviera al alcance de la mano! Su madre vestida de negro y púrpura; el secretario de negro y sin adornos. ¿Su hermano? ¡Oh!, una figura romántica, ágil, musculosa, vestida de franela blanca con un sombrero de paja y —bueno, ¿qué hay de malo en ser un poco novelesca acerca de tu propio hermano?— con una ancha faja escarlata. Con un pie en la orilla y el otro… en un ligero bote que cabeceara suavemente con las olas en la corriente. Su hermano pequeño era un buen chico. Últimamente había servido en la marina, así que sabría manejar un bote. Partirían al día siguiente por la mañana…, ¿y por qué no esa misma tarde a las cuatro y veinte?
Tenían los barcos, tenían los hombres,
¡y también tenían el dinero!
¡Gracias a Dios, tenían dinero!
Los barcos tardarían sin duda un par de semanas en llegar de Charing Cross a Vallambrosa. A los hombres —los mozos de cuerda— también los licenciarían. No se puede viajar cómodamente con una madre, un secretario y un hermano —y un montón de equipaje— sin muchos mozos de cuerda… ¡Todo el mundo hablaba de la mantequilla racionada! Pero ¿qué era eso comparado con viajar sin mozos de cuerda?
Ya que la había empezado, siguió canturreando para sí la vieja canción patriótica británica y antirrusa del decenio de 1850 o 1870 que una de sus alumnas había desenterrado hacía poco, para demostrar la ferocidad histórica de sus compatriotas:
¡Combatimos antes al Oso
y volveremos a hacerlo!
Los rusos no conseguirán Constantino…
De pronto exclamó: «¡Oh!».
Había estado a punto de decir: «¡Oh, demonios!», pero el súbito recuerdo de que la guerra había terminado hacía un cuarto de hora le hizo dejarlo en «¡Oh!». ¡Habría que ir olvidando la fraseología bélica! Otra vez volvería a ser una dama educada. La paz también incluye la Defensa de las Leyes del Reino. ¡Lo cierto era que no podía dejar de pensar que el hombre que la había insultado era el Oso, a quien tendría que volver a combatir! No obstante, se dijo con cálida generosidad: «¡Es una vergüenza llamarlo el Oso!». Y, sin embargo, el hombre de quien decían que había «vuelto», con todos sus problemas a cuestas, era voraz y sobrecogedor…, y tenía hombros anchos y grises, capaces de empujarte a un lado a ti y a tus propios problemas…
Lo había estado pensando en el salón de actos de la escuela, antes de ir a ver a la directora, justo después de que Edith Ethel, lady Macmaster, pronunciara esa frase intolerable.
Había pasado un buen rato pensándolo… ¡Diez minutos!
Había resumido brevemente para sí la primera de una serie de desagradables preocupaciones de una época que creía haber olvidado. Unos años antes, sin venir a cuento, la habían acusado de haber tenido un hijo con ese hombre. Aunque ella apenas pensaba en él como un hombre. Lo tenía por una masa pesada, gris e intelectual que ahora era de suponer que estaría paseándose, obviamente trastornado, puesto que era incapaz de reconocer al portero, detrás de las persianas cerradas de una casa vacía en Lincoln’s Inn… ¡Ni más ni menos! Nunca había estado en esa casa, pero se lo imaginaba, con la luz colándose por la rendijas de las persianas, mirándote por encima del hombro, gris, ursino… ¡Dispuesto a rodearte de agobiantes preocupaciones!
Se preguntó cuánto tiempo habría pasado desde que la egregia Edith Ethel formulara aquella acusación…, como es natural con una indignación absoluta en nombre de la esposa, de cuyo lado, como no es menos natural, se había puesto. (Ahora estaba «tratando de reconciliaros…». Tal vez la esposa no asistiera a las veladas de Edith Ethel lo suficiente, o se hiciese notar demasiado cuando lo hiciera. ¡Probablemente lo último!) ¿Cuántos años haría? ¿Dos? ¡No tanto! Entonces ¿dieciocho meses? ¡Casi seguro que más…! ¡Seguro, seguro que más…! En esos días, cuando una pensaba en el tiempo, la imaginación vacilaba impotente como la vista cuando se fatiga por leer una letra demasiado pequeña… Estaba segura de que se había ido en el otoño de… No, eso fue la primera vez que se marchó. Quien se había ido en 1916 era Ted, el amigo de su hermano. O el otro… Malachi. Había tantos que iban y volvían, y que se iban y no volvían. O que volvían hechos pedazos: sin nariz…, o sin ojos. O… ¡oh, maldita sea!, y apretó tanto los puños que se clavó las uñas en las palmas de las manos, ¡sin cordura!
Por lo que le había dicho Edith Ethel, debía tratarse de eso. No había reconocido al portero; se decía que no tenía muebles. Luego… Recordó…
En ese momento —diez minutos antes de hablar con la señorita Wanostrocht y diez segundos después de despegarse del auricular del teléfono— estaba sentada en un banco de madera de pino con las patas negras de hierro clavadas en la pared de escayola, austeramente pintada al temple con pintura de color gris torpedo, y lo había pensado todo en diez segundos… ¡Así es como había sido!
La minuciosa Edith Ethel había concluido con las palabras: «Una suma así sería totalmente aplastante…», y Valentine había comprendido que le había estado hablando de una deuda contraída por su despreciable marido con la única persona en la que no soportaba pensar. En ese preciso instante había caído también en que Edith Ethel le había estado informando de las novedades: volvía a tener problemas, estaba destrozado, deshecho… No lo habían degradado… Pero estaba hundido… Y solo. ¡Y la reclamaba!
No podía permitirse —¡no soportaba!— recordar siquiera su nombre ni rememorar —aunque trataran de abrirse paso constantemente en su imaginación— su cara rubia y gris, sus pies torpes, cuadrados y fiables, su corpachón encorvado, su calculada actitud inexpresiva, su omnisciencia abrumadora pero genuina… Su masculinidad… ¡Su…, su pavorosa presencia!
Ahora, a través de Edith Ethel —incluso él podría haber encontrado a alguien más apropiado—, la estaba invitando a volver a meterse en la sofocante maraña de sus embrollos. Ni siquiera Edith Ethel se habría atrevido a volver a mencionárselo si él no hubiese dado el primer paso…
Era impensable e intolerable y había sido como si el mero sonido de aquella oferta…, ¿en qué consistía la oferta?, la hubiese levantado por el aire y la hubiera depositado en aquel banco contra la pared.
«He pensado que, si yo pudiese ayudar a reconciliaros, a cambio tú podrías…» Podría… ¿qué?
Interceder ante aquel hombre, aquella masa gris, para que no reclamase la deuda que sir Vincent Macmaster había contraído con él. Sin duda así les permitirían a ella y… ¡a la masa gris…! asistir al salón de los Macmaster a… ¡tratar de los problemas éticos del momento! ¡Eso mismo!
Seguía sin aliento, el teléfono no paraba de graznar. Quería que se interrumpiese, pero se sintió demasiado débil para levantarse a colgarlo. Quería que cesara, le dio la sensación de que, digamos, un mechón de cabello de Edith Ethel estaba colándose nauseabundo en el claustro de color gris torpedo. ¡O algo parecido!
La masa gris jamás reclamaría la deuda… Esa gente lo había exprimido años y años sin piedad y nunca había comprendido a qué clase de persona estaban exprimiendo. Eso los volvía tanto más lamentables. Pues era penoso ofrecerse a hacer de alcahueta para no tener que pagar una deuda que nadie iba a reclamarles…
Ahora, en las habitaciones vacías de Lincoln’s Inn —¡pues probablemente de eso se tratara!—, aquel hombre estaría inmerso en una niebla gris, dando vueltas como un oso gris en una habitación vacía y tenebrosa con las persianas cerradas. Un problema gris, ¡que la requería!
Era un condenado montón de… ¡Perdón, quería decir una notable cantidad de cosas…!, para haberlas pensado en sólo diez minutos. Once ya, probablemente. Luego cayó en que precisamente en eso consistía pensar. En diez minutos, después de que unos brazos enormes e impresionantes te apartasen del teléfono y te dejaran en un banco clavado en una pared que tenía la frialdad característica de la escayola pintada al temple de color gris torpedo, tan típica de los grandes colegios privados (femeninos)…, pensaba una más que en dos años enteros. Aunque tal vez no hiciese tanto tiempo.
Quizá no fuese tan sorprendente. Si una no había pensado nunca en, digamos, la pintura lavable al temple, y luego pensaba en ella diez minutos, podía pensar un condenado montón de cosas en esos diez minutos. Probablemente todo lo que se pudiera pensar al respecto. Aun así, claro, la pintura lavable al temple no estaba siempre en tu imaginación como el pobre… Pero al menos lo estaba en aquellos claustros, aunque no espiritualmente, claro. Y por otro lado, una siempre estaba consigo misma.
Sin embargo tal vez no siempre estuviese espiritualmente consigo misma: se dedicaba a explicar cómo respirar sin pararse a pensar en cómo afectaba esa vida a su… ¿Qué? ¿Alma inmortal? ¿Aura? ¿Personalidad…? ¡Lo que fuese!
En fin, esos dos años… ¡Oh, pongamos que hubieran sido dos años, por el amor de Dios, y dejémoslo ya…! Debía de haberlos pasado en…, ¡en fin, llamémoslo un «estado de animación suspendida» y dejemos eso también! Algo parecido a eso que llaman inhibición. Se había estado inhibiendo, se había prohibido pensar en sí misma. Bueno, ¿y acaso no había hecho bien? ¿A qué podía aspirar una c####a pro alemana en una nación en guerra, clamorosa y ensimismada, sobre todo si no estaba de acuerdo con las opiniones de su hermano? A un estado solitario que sólo disiparían las… ¡bengalas! ¡Una suspensión!
Pero… ¡Sé honrada contigo misma, muchacha! ¡Cuando te despegaste de ese teléfono sabías que te habías pasado dos años tratando de no pensar en si te habían insultado! Tratando de no pensar en eso. ¡Y, de hecho, en ninguna otra cosa! ¡En nada que valiera la pena!
Por supuesto, había estado, no en suspensión, sino en tensión. Porque si él le hubiese hecho una señal… —«Tengo entendido, había dicho Edith Ethel, que no os habéis escrito», ¿o era que no «habéis estado en contacto»?— Bueno ni una cosa ni la otra…
De cualquier modo, si aquel problema gris, aquella enmarañada bola de estambre gris, le hubiese hecho una señal ella habría sabido que no le había insultado. ¿O es que todo aquello carecía de sentido?
¿De verdad sería cierto que si un macho y una hembra de la misma especie estaban solos en una habitación y el macho no…, era un insulto? Esa idea no existía en la imaginación de una chica hasta que alguien la implantaba allí, ¡pero después se convertía en una verdad luminosa! En la suya, naturalmente, la había implantado Edith Ethel, quien, con la misma naturalidad, le había dicho que ella no lo creía, aunque fuese la firme creencia de… ¡oh, de la mujer de aquel hombre! De la ociosa, superior incluso a Lily y Solomon,[155] la sorprendentemente esbelta, la alta y estilizada criatura que siempre paseaba con pasos inverosímiles por Hyde Park en el papel satinado de las revistas ilustradas, riéndose en compañía del honorable no-sé-quién, segundo hijo de lord no-sé-cuántos… Edith Ethel era más refinada. Tenía un título y la otra no, y además era más reflexiva. Daba a entender que había leído a Walter Savage Landor, y hasta hacía muy poco tiempo llevaba cuentas de ámbar opaco, como los últimos prerrafaelitas. Prácticamente nunca aparecía en las revistas ilustradas, pues tenía opiniones más refinadas. Sostenía que había hombres que no actuaban así…, y a ésos, a todos ellos, les concedía la entrée a sus veladas. ¡Era su Egeria! ¡Una influencia refinadora!
¿Y el marido de la esposa? ¡Antes se le permitía la entrada en el salón de Edith Ethel, y ahora no…! ¡Debía de haber degenerado!
Se dijo secamente nada dispuesta a andarse por las ramas: «Qué demonios. Estás enamorada de un hombre que está casado con una dama de la alta sociedad y te has disgustado porque la dama con título te ha sugerido la idea de que podríais “reconciliaros”. ¡Después de diez años!».
Pero enseguida protestó:
«No, NO. ¡No! No es eso. Una cosa es tener la costumbre de exponer las cosas con lucidez y otra plantearlas con excesiva crudeza».
¿Qué significaba aquella oferta de reconciliarlos? Nada, si se pensaba bien, salvo dejarse arrastrar otra vez por las insoportables preocupaciones de aquel hombre igual que a algunos operarios desdichados los arrastra el cinturón hasta los engranajes de una máquina ¡que les arranca toda la carne de los huesos! Palabra que era en lo primero que había pensado. ¡Tenía miedo, miedo, miedo! De pronto apreciaba las ventajas de la reclusión monjil. ¡Además, lo que ella quería era ir a atizarles a los policías en la cabeza para celebrar el Once del Once! [156]
Aquel hombre… no tenía muebles, no parecía haber reconocido al portero… Estaría trastornado. Trastornado y demasiado deteriorado moralmente para ser admitido en el salón de la dama con título, cuyos asiduos no tratarían de cortejarte sin motivo suficiente si se quedaban a solas contigo…
Su inteligencia generosa reaccionó dolida y se dijo: «¡Oh, no es justo!».
Dicha injusticia tenía toda suerte de matices. Antes de la guerra, y, por supuesto, antes de que le prestara todo su dinero a Vincent Macmaster, ese oso gris había sido totalmente digno del salón de la casa parroquial de Edith Ethel Duchemin: ¡lo habían recibido con efusividad…! Después de la guerra, cuando —es de suponer— se le había agotado el dinero y su cerebro estaba exhausto, no tenía muebles y no reconocía al portero… Después de la guerra y sin dinero ya no era digno del salón de lady Macmaster…, la única dama que tenía un salón en Londres.
¡Es lo que se llama darle la patada a uno!
Obviamente había que hacerlo. Había tantos héroes de guerra que si les dejases entrar a todos en tu salón dejaría de ser un salón, ¡y más si les debías favores…! Lo que hasta entonces había sido un acuciante problema nacional, ahora, en veinte minutos, después de las bengalas, se convertiría en algo insoportable. Todos esos héroes de guerra volverían empobrecidos a Inglaterra. Serían incontables. La doncella tendría que decirle que no estabas en casa a… ¡cerca de siete millones de héroes!
Pero, un momento… ¿Cuál era la situación real?
Él… Pero no podía seguir llamándolo sólo «él» como si fuese una colegiala de dieciocho años pensando en su actor favorito… con la pureza de sus pensamientos virginales. ¿Cómo llamarlo? Nunca —ni siquiera cuando se trataban— le había llamado más que señor Tal y Cual… No conseguía obligarse a pronunciar su nombre, ni siquiera en la imaginación… Nunca se había dirigido a aquel objeto gris y familiar, objeto del estudio de su madre y al que veía a menudo en las fiestas, más que por su apellido… ¡Una vez había pasado con él una noche entera en un dog-cart! ¡Imagínate…! Y habían declamado a Tibulo entre la niebla iluminada por la luna. Y ciertamente había querido besarla…, entre la niebla iluminada por la luna, ¡un oso totalmente desconocido!
No pasó nada, por supuesto, pero todavía recordaba cómo se había estremecido… Brrr… Brrr… Brrr… Estremecida.
Se estremeció.
Luego chocaron con el coche del general lord Edward Campion, VC, PG, ¡y Dios sabe qué más!, el padrino de la esposa de la alta sociedad, que estaba tomando las aguas en Alemania… O tal vez no fuese su padrino. Más bien lo era de él, aunque desde luego era su campeón de reluciente armadura. En aquellos tiempos los generales llevaban una ancha franja roja en los pantalones… ¡Menudo cambio! ¡Qué característico de la época!
Había sido en 1912… Digamos que a principios de julio, no lo recordaba con exactitud. En cualquier caso hacía un tiempo veraniego, justo antes o durante la siega. La hierba estaba crecida en los campos que atravesaron mientras discutían sobre el sufragio femenino. Había acariciado la hierba cargada de grano con las manos al pasar… Digamos que fuese el 1 de julio de 1912.
Ahora estaban a Once del Once… ¿De qué año? ¡Oh, del dieciocho, por supuesto! ¡Habían pasado seis años! ¡Qué cambios había sufrido el mundo! ¡Qué cataclismos! ¡Qué revoluciones…! ¡Le pareció oír a todos los periódicos y a todos los periodistas baratos de la creación cantando a coro!
¡Pero, qué demonios, era cierto! Si, hacía seis años, hubiese besado a… esa laguna grisácea de su imaginación que había tenido a su lado en el asiento del dog-cart, habría sido sólo la travesura de una colegiala. Si lo hiciera ahora —por invitación, es de suponer, de lady Macmaster que volviera a reunirlos, pues, por supuesto, no podría hacerse a distancia o sin correspondencia…, no, ¡comunicación…!—. Si lo hiciese hoy…, hoy…, hoy… ¡El Once del Once! ¡Menudo día sería…! Ésos sentimientos no eran suyos, los había tomado de Christina, la hermana del poeta favorito [157] de lady Macmaster… Aunque puede que, después de que le concedieran el título, hubiese encontrado a otros poetas más…, ¡más chic! Como aquel que murió en Gallípoli… ¿Cómo se llamaba? ¿Gerald Osborne? [158] ¡No recordaba el nombre!
Entonces, durante seis años, había formado parte de aquel… triángulo. No podía llamarlo un ménage à trois, ni siquiera alguien que no supiera francés. ¡No habían vivido juntos…! ¡Habían estado c####e a punto de morir juntos cuando el coche del general se estrelló contra su dog-cart! ¡C####e a punto! (¡No deberías emplear esas expresiones bélicas! ¡Olvídate de ellas! ¡Recuerda las bengalas!)
¡Menuda torpeza! Llevarse a una colegiala, recién…, ¡oh, recién cumplida la mayoría de edad, toda la noche en un dog-cart y dejar que te atropelle el coche del campeón de tu legítima, VC, PG. y con una franja roja en los pantalones! ¡Cualquier hombre que se preciara lo habría impedido!
La mayoría de los hombres saben lo suficiente para saber que las mujeres siempre terminan pagando el pato… ¡y las colegialas también!
Y además en los dos sentidos… Piénsalo: cuando Edith Ethel Duchemin, entonces recién —o tal vez todavía no— convertida en lady Macmaster… En cualquier caso, su marido había muerto y ella acababa de casarse con ese miserable… (¡No debes emplear esa palabra!) Valentine había sido la única testigo de la boda —¡igual que del previo, discreto, pero loable adulterio!—. El caso es que cuando Edith Ethel… Debió de ser el mismo día que le concedieron el título, pues lo había aprovechado como excusa para no invitarla a la fiesta consiguiente… Edith Ethel la había acusado de haber tenido un hijo de…, ¡oh!, el señor Tal y Cual… Y el cielo era testigo de que, aunque el señor Tal y Cual era el constante consejero de su madre, ella lo conocía todavía tan poco que seguía llamándolo por su apellido… Cuando lady Macmaster, escupiendo como esa bestia de carga sudamericana conocida como llama, la había acusado, para su sorpresa, de haber tenido un hijo del consejero de su madre, aunque, claro, había sido el resultado del dog-cart, del coche, del general, de la hermana del general, lady Pauline No-Sé-Qué —¿o puede que fuese Claudine? ¡Sí, lady Claudine!—, que iba también en el coche y de la esposa de la alta sociedad, que se pasaba el día paseando por Hyde Park… Cuando la acusó sin venir a cuento, en lo primero que pensó —¡y, maldita sea, su pensamiento más duradero!— no fue en su propia reputación, sino en la de él…
Tal era la cualidad y la esencia más íntima de sus embrollos: siempre se metía en unos líos terribles, unos líos interminables e imposibles de deshacer —¡no, de desenmarañar!— y los demás sufrían por él mientras seguía ¡complicándose en más líos! Que el general chocase con el dog-cart era simbólico. Él iba por su derecha y todo lo que se quiera, ¡pero era típico de él estar en un dog-cart sabiendo que por allí circulaban coches infames conducidos por generales! ¡Y luego… la mujer acababa pagando el pato…! En este caso, ciertamente lo hizo. El caballo que llevaban era el de su madre y, aunque el general había tenido que pagarles los daños, los costes reales habían ascendido casi al doble… Y su reputación había salido perjudicada por estar sola en un dog-cart con un hombre al amanecer… Lo mismo daba que la hubiera «insultado» —¿o era que no lo hubiera hecho?— de algún modo esa noche, ¡oh!, delirante y deliciosa… Era lógico que dijesen que había tenido un hijo con él, y que ella tuviera que preocuparse por su reputación… Por supuesto, habría sido muy ruin por su parte —siendo ella joven e inocente, hija de un hombre tan eminente aunque empobrecido, que era amigo de su padre y demás—. «¡No debería haberlo hecho!» La verdad es que no debería… ¡Todavía le parecía oírlos a todos diciéndolo!
¡Pues bien, no lo había hecho…! Pero ¿y ella?
Esa noche mágica. Fue junto antes del alba, iban casi con la niebla al cuello, el cielo empalidecía en una especie de crepúsculo. ¡Y había una estrella inmensa! Recordaba sólo una estrella inmensa, aunque, en realidad, había habido también una especie de luna desvaída. Pero la estrella era la luz a la que estaba enganchado su carro… Y habían estado citando y discutiendo acerca de… lo recordaba:
Flebis et arsuro me, Delia lecto
Tristibus et… [159]
De pronto exclamó para sí:
El crepúsculo y la estrella vespertina
y una clara llamada para mí.
Ojalá cesen los gemidos al pasar la barra
cuando yo…
Y se dijo:
«¡Pero no, querida mía! ¡Eso es Tennyson! ¡Tennyson ligeramente modificado!».[160]
Luego pensó:
«En cualquier caso, habría sido la travesura de una colegiala sin experiencia… Pero si le dejara besarme ahora sería…». Sería una, ¿cómo se llamaba…, una fornicadora…? ¡…trix! ¡Era preferible fornicatrix! Más que preferible. ¿Y por qué no adultrix? Imposible: tenías que ser una «¡adúltera fría y calculadora!» o la moralidad no quedaba resarcida.
¡Oh, calculadora no…! ¡Mejor deliberada…! Aunque ésa tampoco era la palabra para describir aquel proceso. ¡De osculación…! ¡Qué cómicas eran las palabras cuando se aplicaban a los sentimientos!
Pero, si fuese ahora a Lincoln’s Inn y el problema le tendiera los brazos… Sería algo «deliberado». Sería buscarse problemas en el sentido literal del término.
Enseguida se dijo: «¡Así es como nos engaña la locura! —Y luego pensó—: ¡Menuda estupidez!».
Obligó a su imaginación a reconocer que, hacía ahora dos años, había tenido una aventura con un hombre. Tampoco tenía nada de malo. Cualquier, digamos profesora, entre veinticuatro y veinticinco años había tenido alguna aventura, aunque fuese sólo con un caballero en un salón de té que, todas las tardes, durante una semana, la hubiese mirado con insolencia por encima de un trozo de pastel… Y luego hubiese desaparecido… Pero tenía que haber tenido al menos la posibilidad de vivir una aventura o no podría seguir siendo profesora, secretaria en un ministerio o una dactilógrafa respetable. Lo arrinconabas en el fondo de tu memoria y, los domingos por la mañana, delante de una comida a todas luces insuficiente, volvías a sacarlo y hacías castillos en el aire pensando que eras una heroína que se paseaba al son de las castañuelas y levantaba miradas encendidas… ¡O algo por el estilo!
Bueno, ¡el caso es que había tenido una aventura con aquel ser honesto y sencillo! Tan inefablemente BUENO… ¡Como el difunto Alberto, el príncipe consorte! La típica criatura inmóvil e indefensa a la que no debería haber tentado. Había sido como pescar en un barril, porque tenía una mujer de la alta sociedad que siempre aparecía en las revistas ilustradas mientras él se quedaba en casa con sus estadísticas o iba a tomar el té con su adorable, estupenda y despistada madre, a quien ayudaba para que sus artículos fuesen lo más exactos posibles. De modo que una mujer lo había tentado y él había picado… No, ¡no había picado el anzuelo!
Pero ¿por qué…? ¿Por lo BUENO que era?
Probablemente.
¿O tal vez porque…? ¡Era una idea intolerable que guardaba junto al material para construir los castillos en el aire! ¿No habría sido porque sólo le había inspirado indiferencia?
Habían orbitado el uno en torno al otro en diversas reuniones, o, más bien, él había orbitado en torno a ella, pues en las veladas de Edith Ethel ella siempre se quedaba sentada, como una estrella fija, detrás de la tetera y se dedicaba a llenar las tazas. En cambio él se paseaba por el salón contemplando los lomos de los libros, le hablaba de vez en cuando con gran autoridad a algún invitado y siempre acababa por acercarse a donde ella estaba y decirle alguna trivialidad… Y la hermosa —la extremadamente hermosa mujer— se paseaba por Hyde Park con el segundo hijo del conde de No-Sé-Cuántos a su lado… Buscándose problemas…
¡Así había sido desde el 1 de julio de 1912 hasta, digamos, el 4 de agosto de 1914!
Después, las cosas se habían llenado de escombros, mezclados con llamadas a las armas. Excursiones por su parte a lugares poco recomendables. Y problemas. Estaba metido en líos hasta el cuello. Con sus superiores; innecesariamente con los proyectiles alemanes, el alambre de espino y el barro; con el dinero; con la política; se paseaba por ahí sin recibir una palabra amable de nadie… Unos líos irresolubles que nunca se resolvían y que, de algún modo, acababan enredándote a ti también…
¡Él necesitaba su apoyo moral! Una vez que no estaba en el frente, hacia el final de las hostilidades, se había acercado a la mesita del té mucho antes de lo normal y se había quedado a su lado hasta mucho más tarde, hasta que todos se marcharon y ellos pudieron sentarse junto a la chimenea y discutir… ¡sobre los verdaderos hechos de la guerra!
Era la única en el mundo con quien podía hablar… Tenían el mismo tipo de inteligencia práctica, sin rastro de romanticismo… O tal vez un poco…, por parte de él. De lo contrario no se habría metido en tantos líos. Daba todo lo que poseía a cualquiera que se lo pidiese. Eso estaba bien. Pero lo que no estaba bien era que quienes lo metían en aquellos líos intolerables fuesen los mismos que se dedicaban a exprimirlo… ¡Debería defenderse de ellos!
Porque…, si uno no se defiende, ¡acaba metiendo en sus malditos líos a las personas más próximas y a quien más quiere, mientras él sigue soñando, dando todo lo que tiene y metiéndose en más líos! En este caso era ella la persona más próxima y a la que más quería… ¡O lo había sido! En ese momento, la dominaron los nervios y su imaginación enloqueció… Imaginó por un instante que aquel hombre, de quien no había tenido noticia en dos años, no se hubiese puesto en contacto con ella… Como una idiota había dado por sentado que había sido él quien le había pedido a lady… —¡esa maldita mujer…!— que «volviese a reconciliarlos». ¡Había creído que ni siquiera Edith Ethel tendría la suficiente cara dura para llamarla si él no se lo hubiese pedido!
Pero no tenía nada en lo que basarse… Como buena idiota sobreexcitada, una mera alusión le había bastado para llegar a la conclusión de que él le estaba pidiendo que volviera y se convirtiese en su amante… O que lo cuidara en su presente confusión hasta que pudiese…
Téngase en cuenta que con eso no quería decir que hubiese cedido. Pero, si no hubiese llegado a la conclusión de que era él quien hablaba a través de Edith Ethel, jamás habría permitido que su imaginación se demorase en… ¡sus malditas y complacientes perfecciones!
Había dado por supuesto que si él la había hecho llamar era porque no había tonteado con otras chicas en los dos años que no le había escrito… ¡Ah!, pero ¿habría sido así?
¡Alto ahí! ¿Acaso tenía sentido? Aquel hombre había estado a punto… A PUNTO… «de aprovecharse de ella» una noche, justo antes de partir para Francia, digamos, dos años antes… ¡Y después no había vuelto a saber nada de él…! Estaba muy bien decir que era un loco amenazador, luminoso y portentoso: John Peel con su chaqueta gris,[161] el caballero rural inglés pur sang, y que tenía además algo de santo, divino o mesiánico… Todo eso era cierto. Pero uno no está a punto de seducir a una joven y luego se marcha al infierno, dejándola, Dios es testigo, en el infierno, sin enviarle, en dos años, ni siquiera una postal con la palabra MIZPAH. [162] No. ¡No!
O si de verdad estás mal de la cabeza. También tienes que dar por supuesto que sólo estabas tonteando con ella, igual que has estado tonteando desde entonces con las WAAC de Ruán o de alguna otra base…
Por supuesto, si a tu vuelta telefoneas a la joven…, o haces que la telefonee una dama con título… Eso podría rehabilitarte a los ojos del mundo, o al menos ante la joven, si fuese un poco tonta…
Pero ¿lo había hecho? ¿Lo había hecho? ¡Era absurdo pensar que Edith Ethel no tendría la cara lo bastante dura para llamarla sin que se lo pidiera! Para ahorrarse tres mil doscientas libras, por no decir nada de los intereses —que era lo que le debía Vincent—, Edith Ethel robaría las almohadas de todo un pabellón de hospital lleno de moribundos… Y hacía bien. Tenía que salvar a su marido. Cualquier mujer cometería la peor ignominia por salvar al marido.
¡Pero eso a ella no le ayudaba lo más mínimo!
Se levantó del banco, se clavó las uñas en las palmas de las manos, dio unas patadas con los zapatos de suela muy fina contra el suelo pulimentado, que estaba extrañamente rígido, y exclamó: «Maldita sea, él no le pidió que me telefoneara. No se lo pidió. ¡No se lo pidió!», y siguió dando patadas en el suelo.
Se fue directa al teléfono que seguía emitiendo largos e irritantes sonidos metálicos y, de un tirón, arrancó el auricular del retorcido cable verde… ¡Y lo rompió! Con satisfacción añadida.
Luego se dijo: «¡Prietas las filas!», no con arrepentimiento por haber deteriorado las propiedades de la escuela, sino porque estaba acostumbrada a llamar a sus pensamientos «las filas» por el carácter nada novelesco del término… ¡Además, era una bonita expresión!
Por supuesto, si no hubiera roto el teléfono habría podido llamar a Edith Ethel y preguntarle si él le había pedido o no… que volviera a reconciliarlos… Eso de romper el único medio que tenía de resolver una duda que la atormentaba era típico de ella…
Aunque en realidad no tanto. Era muy práctica y no creía en eso de «las imposiciones del destino». Había roto el teléfono porque era como romper una conexión con Edith Ethel, o porque odiaba los sonidos irritantes y metálicos, o porque lo había roto. Por nada en el mundo, por nada, nada, nada en el mundo habría telefoneado a Edith Ethel para preguntarle: «¿Te ha pedido él que me llames?». Habría sido como permitir que Edith Ethel se entrometiera en su intimidad.
Una volición inconsciente dirigió sus pies hacia las grandes puertas al fondo del salón de actos, unas puertas barnizadas de pino y estilo gótico, económicamente decoradas con tiras y remaches de hierro de Brunswick forjado.
Se dijo: «Por supuesto, si ha sido su mujer la que se ha llevado los muebles, tendría un motivo para querer ponerse en contacto conmigo. Eso significaría que se han separado… Pero a él no le parece bien que un hombre se divorcie de su mujer, y ella nunca se divorciaría».
Al pasar junto a la pegajosa poterna —¡toda la madera de aquel lugar parecía pegajosa por culpa del barniz!— que había junto a las grandes puertas, exclamó para sí: «¡Qué más da!».
Lo único importante era…, pero no se atrevió a formular qué era lo único importante. Antes tenía que aclarar los preliminares.