Poco a poco, entre los ruidos insoportables de la calle por un lado y del enorme y resonante patio de recreo por otro, las profundidades del teléfono empezaron a adoptar para Valentine un aspecto igual al que habían tenido años antes, cuando formaban parte de la parafernalia sobrenatural de un Destino inescrutable.
El teléfono, por alguna razón ingenuamente angustiosa, estaba en un rincón del aula gigantesca sin la menor protección y lo había oído sonar imperioso, en un momento de considerable tensión, desde el patio asfaltado, donde las filas de chicas bajo su mando esperaban electrizadas al borde de la indisciplina. Valentine con el auricular en la oreja se había sumergido de inmediato en unas noticias incomprensibles que le pareció recordar a medias. Justo en mitad de una frase oyó:
«… que, según parece, debería estar bajo control, lo que tal vez no sea de tu agrado!», después empezaron otra vez los ruidos y la voz se volvió inaudible.
Se le ocurrió que probablemente en ese mismo instante toda la población mundial necesitara estar bajo control, ella al menos lo necesitaba. Pero no tenía ningún pariente masculino a quien pudiese aplicarse concretamente aquel diagnóstico. ¿A su hermano? Servía en un dragaminas. Y en ese momento estaban en puerto. Y… ¡a salvo! También tenía un tío abuelo muy anciano a quien nunca había visto. Era diácono en alguna parte… ¿Hereford? ¿Exeter…? Un sitio parecido… ¿Había dicho a salvo? ¡Estaba conmovida de alegría!
Gritó en el micrófono:
—Al habla Valentine Wannop… ¡La profesora de gimnasia de esta escuela!
Tenía que aparentar cordura…, ¡que al menos la voz pareciese cuerda!
La voz hipnótica y vagamente recordada se extendió en más incoherencias. Parecía llegar de una profunda caverna y, con rapidez exasperada, exageraba las eses con tanta vehemencia como si escupiese.
«S-s-s-u hermano tiene neumonía, a-s-s-í que ni s-s-iquiera s-s-u querida puede cuidar de él…»
La voz se perdió y luego resurgió con:
«¡Se dice que ahora se llevan bien!».
Luego se ahogó en un mar de chillonas voces femeninas procedentes del patio, en un océano de ululaciones de sirenas de fábricas y entre innumerables explosiones que se sucedían unas a otras como pisándose los talones. ¿De dónde demonios sacarían los petardos los habitantes de las míseras calles del extrarradio donde estaba la escuela? Y, ya puestos, ¿de dónde sacaban ánimos para organizar un escándalo tan terrible? ¡Eran gente muy triste! Vivían en casas de color gris. Al verlos nadie diría que pertenecían a una raza imperial.
La voz sibilante del teléfono siguió escupiendo, a pesar de todo, que el portero le había dicho que no tenía muebles y que no parecía reconocerlo… Eran fragmentos incoherentes de información, casi ahogados por el ruido exterior, pero pronunciados por una voz que parecía interesada en infligir daño con sus palabras.
No obstante, era imposible no tomárselo con alegría. Lo que quiera que fuese debía de haberse firmado, pocos minutos antes, a miles y miles de kilómetros de allí. Imaginó un canon sombrío y triste entonado por última vez a lo largo de un frente interminable.
—No tengo —gritó Valentine Wannop en el micrófono— ni la menor idea de quién es usted o de qué es lo que quiere.
Hizo memoria… La señora no sé cuántos… Tal vez la señora Blastus. Pensó que una de las institutrices de la escuela debía de querer que organizase algún evento deportivo para celebrar el día propicio. Siempre había una u otra institutriz deseosa de que la escuela celebrase algo. Sin duda la directora, que no carecía precisamente de sentido del humor —¡ni muchísimo menos!—, había enviado a aquella ilustre señora a hablar con Valentine Wannop después de escucharla con paciencia más de media hora. Seguramente la directora había enviado a buscarla al patio, donde todas esperaban sin aliento, para avisar a Valentine Wannop de que había alguien al teléfono a quien la citada directora, la señorita Wanostrocht, consideraba que debía escuchar… En tal caso la señorita Wanostrocht debía de haber podido entender lo que decía la ahora incomprensible e ilustre señora. Pero, claro, eso había sido diez minutos antes… Antes de que las bengalas o las sirenas, o lo que fuese, empezasen a sonar… «El portero le había dicho que no tenía muebles… No parecía haber reconocido al portero… ¡Al parecer debería estar bajo control!» Valentine rememoró la información que le había proporcionado la señora (provisionalmente) Blastus. Supuso que la citada señora debía de estar preocupada por el sargento de instrucción jubilado que había trabajado en la escuela antes de que la contratasen a ella como profesora de gimnasia. Se imaginó al venerable caballero con varias condecoraciones sobre la bata negra de conserje. Probablemente estaría en un hospicio. Lo habrían alojado allí los miembros de la junta escolar. Sin duda habría empeñado los muebles…
Valentine Wannop se sintió muy acalorada. Pensó que debía de tener los ojos encendidos. ¿Era el momento?
Ni siquiera sabía si lo que habían disparado eran bengalas, cañones antiaéreos o sirenas. El ruido —fuese lo que fuese— se había oído mientras atravesaba el paso subterráneo que iba del patio a la clase para responder al maldito teléfono. Así que no lo había oído. Se había perdido un ruido que los oídos del mundo llevaban años esperando, casi una generación. Una eternidad. Ni un solo ruido. Al salir del patio reinaba un silencio absoluto. Todo estaba en suspenso: las chicas se frotaban el tobillo con la suela de goma del zapato…
Luego… Todo el resto de su vida fue incapaz de recordar la mayor punzada de alegría que jamás hayan conocido tantos millones de personas. Sólo ella sería incapaz de recordarlo… ¡Probablemente fuera una agitación del corazón como una puñalada o un contener el aliento parecido a inhalar una llama! Ahora ya había pasado, estaban en otra situación que afectaría a algunas cosas de un modo que…
Recordó que el supuesto ex sargento de instrucción tenía un hermano con neumonía y que por tanto su señora estaría ocupada…
Estaba a punto de decirse: «¡Mi típica mala suerte!». Cuando recordó de buen humor que, después de todo, no tenía tan mala suerte. En conjunto había tenido buena suerte con altibajos. Muchas preocupaciones a veces, pero ¿quién no las tenía? Y buena salud, su madre también disfrutaba de buena salud, su hermano estaba a salvo… ¡Preocupaciones, sí! Pero nada que hubiese ido realmente mal…
¡Ésta, entonces, era una racha excepcional de mala suerte! Puede que fuese un augurio de que las cosas en el futuro iban a irle mal y de que se perdería otras vivencias universales. Que nunca se casaría, ni conocería la alegría de ser madre, ¡suponiendo que fuese una alegría! Tal vez lo fuese y tal vez no. Unos decían una cosa y otros lo contrario. ¡En cualquier caso podía ser un augurio de que iba a perderse muchas vivencias universales y necesarias… No vería Carcasona, como dicen los franceses… Tal vez nunca viese el Mediterráneo, el mar de Tibulo, de los epigramáticos, de Safo, incluso… ¡Azul, increíblemente azul!
La gente ahora podría viajar. ¡Era increíble! ¡Increíble! ¡Increíble! ¡Pero se podría! ¡A la semana siguiente, se podría! ¡Podría una llamar un taxi! ¡E ir a Charing Cross! ¡Y llamar a un mozo de estación! ¡Un mozo de estación…! Las alas, las alas de una paloma, y luego volar y volar lejos y comer el fruto del granado junto a un infinito mar de color azul Reckitt.[151] Era increíble, pero podría hacerlo.
Se sintió como cuando tenía dieciocho años. ¡Impertinente! Y, utilizando los buenos pulmones cockney que había empleado antes…, antes de esto…, para insultar a quienes interrumpían las reuniones de las sufragistas, le gritó descaradamente al teléfono:
—¡No sé quién será usted! Pero supongo que allí también lo habrán oído, ¿no lo han anunciado con bengalas y sirenas? Lo repitió tres veces, le traía sin cuidado la señora Blastus o comoquiera que se llamase. Iba a dejar aquella vieja escuela y a comer el fruto del granado a la sombra del cual Penélope, la mujer de Ulises, lavaba la ropa. ¡Con montones de azul en el agua! ¿Sería azul la ropa interior en aquellas latitudes por culpa del color del agua? ¡Podría! ¡Podría! ¡Podría! Ir con su madre y su hermano a donde pudieran comer… ¡Oh, patatas nuevas! En diciembre, el mar era azul… «Qué canciones cantaban las sirenas y qué…» [152]
Nunca más iba a ser respetuosa con ninguna señora no sé cuántos. Hasta ahora había tenido que hacerlo, a pesar de ser, como era, una joven independiente con medios económicos, para no perjudicar a la escuela y a la señorita Wanostrocht o a los miembros de la junta escolar. Ahora… Nunca volvería a ser respetuosa con nadie. Había pasado por el aro: ¡el mundo entero lo había hecho! ¡Se acabó tanto respeto!
¡Como era de esperar, no tardó en recibir un pescozón por tamaña impertinencia!
La voz amarga y sibilante del teléfono pronunció la única dirección que no quería oír:
—¡Lincolns-s-s… Inn!
¡Pecar…! ¡Como el mismo demonio!
Le dolió.
La voz cruel dijo:
—¡Te llamo desde allí!
Valentine respondió valientemente:
—Bueno, es un gran día. Supongo que oirá usted los gritos como yo. No entiendo lo que me dice. Pero no importa. ¡Que todo el mundo lo celebre!
Así era como se sentía. No debería haberlo hecho.
La voz dijo:
—Recuerda tu Carlyle…
Era lo que menos le apetecía oír. Con el auricular bien apretado contra el oído paseó la mirada por el aula gigantesca —el salón de actos—, construido para que mil chicas se sentaran en silencio mientras la directora les dirigía los discursos por los que tan conocida era la escuela. ¡Represivos…! Era como una capilla puritana: paredes altas y desnudas con ventanas góticas que se alzaban hasta el techo de pino barnizado. La represión era la nota dominante de aquel lugar, que era también el último sitio donde querría pasar un día así… Había que salir a las calles, a atizarles en el casco con vejigas a los policías. Estaban en el Londres cockney y así era como se expresaba siempre el Londres cockney: golpeando de forma inocua a la policía, aprovechando que los agentes, envarados y avergonzados por aquellos tributos de afecto, se tambaleaban entre la regocijada multitud, ¡como álamos empujados por hierbas más vulgares!
Sin embargo, ahí estaba: ¡recordando la dispepsia de Thomas Carlyle!
—¡Oh! —exclamó al aparato—. ¡Eres Edith Ethel! —¡Edith Ethel Duchemin, ahora, por supuesto, lady Macmaster! Aunque no estaba acostumbrada a verla como una lady.
La última persona del mundo, ¡la última! Porque hacía ya mucho tiempo que había decidido que todo había terminado entre ella y Edith Ethel. ¡Ciertamente, no podía aproximarse a la ennoblecida dama que desaprobaba vengativamente —podía decirse que con un negro pensamiento envuelto en sombras negras— todo lo que no fuese de utilidad inmediata para Edith Ethel!
Vestida estéticamente pero con sencillez, disponía de citas apropiadas para cualquier ocasión: Rossetti para el amor; Browning para el optimismo —muy poco frecuente en ella—; Walter Savage Landor para demostrar que estaba familiarizada con la prosa un poco más esotérica. Y la infalible cita de Carlyle para aguarle a cualquiera todo tipo de festividades: los días de Año Nuevo, los Te Deums, las victorias, los aniversarios, las celebraciones… La cita le llegaba ahora a través del auricular: «¡…y de pronto recordé que era el día del nacimiento de su Redentor!».
¡Qué bien la conocía Valentine, y cuántas veces no la habría pronunciado Edith Ethel con vanidoso desprecio! Era un pasaje del diario del Sabio de Chelsea, que vivía cerca del cuartel.
«Hoy —decía la cita— vi que los soldados junto a la taberna de la esquina estaban más borrachos que de costumbre. Y de pronto recordé que era el día del nacimiento de su Redentor!»
¡Qué superioridad por parte del Sabio de Chelsea no haber recordado hasta entonces que era el día de Navidad! Edith Ethel también estaba tratando de demostrar que era superior. Quería demostrarlo hasta que Valentine Wannop le recordase que aquel día tenía algo de fiesta popular que había hecho que lady Mac no reparara en él ni lo más mínimo. Al fin y al cabo ella vivía recluida con sir Vincent —el famoso crítico—, con la mirada puesta en cosas más elevadas, sin prestar atención a las bengalas y para entonces tenían ya una notable colección de primeras ediciones, amigos con título y casas respetables.
Sin embargo, Valentine recordaba que una vez se había sentado a los pies de la oscura y misteriosa Edith Ethel Duchemin —¿qué había sido de todo aquello?— y había simpatizado con sus martirios maritales, su impresionante gusto para los muebles, sus enormes salones y sus adulterios espirituales. Así que le dijo de buen humor al aparato:
—¿No eres Edith Ethel? ¿Qué puedo hacer por ti?
El tono condescendiente y bienintencionado con que le habló la sorprendió mucho, y también la desenvoltura con que lo hizo. Luego cayó en la cuenta de que los ruidos se habían ido apagando, se iba imponiendo el silencio y los gritos cedían. Se alejaban en la distancia. Ya no se oían las voces de las chicas en el patio: la directora debía de haberlas dejado marchar. Como es natural, la población local no iba a conformarse con tirar petardos en las calles de las afueras… Estaba sola, ¡enclaustrada con lo enormemente improbable!
Lady Macmaster la había llamado y allí estaba ella, Valentine Wannop, tratándola con condescendencia! ¿Por qué? ¿Qué podía querer lady Macmaster de ella? No podía ser que…, aunque era más que capaz, estuviera pensando en serle infiel a Macmaster y quisiera que ella hiciese de carabina virginal e inocente o de discípula. O de coartada. Lo que fuera. De carabina era la palabra más apropiada… Obviamente, Macmaster era uno de esos a quienes cualquier lady Macmaster querría —debería— serle infiel. Un hombrecillo encorvado y despreciativo de barba oscura. ¡El típico crítico! Probablemente a todos los críticos les fuesen infieles sus mujeres. Les faltaba el don creativo. ¿Cómo se llamaba? ¡Era una palabra inapropiada para una joven!
Su imaginación corrió desbocada en aquella vena de colegiala cockney. No podía evitarlo. ¡Era en honor de aquel gran DÍA! De momento, no podía golpear a los policías en la cabeza, así que se mostraba irrespetuosa con la autoridad constituida, con sir Vincent Macmaster, director del Departamento de Estadística de Su Majestad, autor de una monografía crítica sobre Walter Savage Landor, y otras veintidós monografías críticas en la colección «Aburridos Eminentes…». ¡Y otros libros por el estilo! Y era poco respetuosa y condescendiente con lady Macmaster, ¡Egeria para innumerables literatos escoceses! ¡Se acabó tanto respeto! ¿Sería ése un efecto duradero del cataclismo que había sacudido al mundo? ¡El último cataclismo! ¡Gracias a Dios, desde hacía diez minutos, podían llamarlo el último cataclismo! Estaba riéndose enfrente del teléfono donde se oía la voz seria y halagadora de lady Macmaster, que decía, como si notase que Valentine no le estaba prestando mucha atención:
—¡Valentine! ¡Valentine! ¡Valentine!
Valentine respondió con desgana:
—¡Te escucho!
En realidad no la estaba escuchando. Pensaba en si la solemne reunión de profesoras celebrada esa mañana en el despacho de la directora seguía teniendo sentido. ¡Sin duda, lo que las profesoras, con la directora a la cabeza, temían era que si ellas, las directoras, profesoras, profesores, pastores, progenitores, etcétera, dejaban de ser respetadas cuando empezasen las celebraciones al estallar las bengalas, el mundo saltaría en pedazos! ¡Una idea terrible! Las chicas dejarían de escuchar en silencio los discursos represivos que les dirigía la directora en el salón de actos puritano…
Esa misma tarde había pronunciado, en aquel mismo salón de actos, un discurso que incluía la frase «el prestigio de un gran colegio privado» y en el que aquella mujer rubia y delgada de hombros cuadrados, a la que todavía le quedaba un poco de brillo en el cabello recogido, les había pedido muy seriamente a las chicas que no repitiesen las manifestaciones de alegría del día anterior. Ese día había habido una falsa alarma y toda la escuela había cantado horriblemente:
¡Colguemos al káiser Bill de un manzano silvestre
y alegría, alegría, alegría, hasta la hora del té!
La directora, al pronunciar su discurso, había estado segura de tener delante una escuela sumisa, una escuela en todo caso escarmentada porque el rumor del día anterior había resultado ser un bulo. Así que les recalcó a las chicas la naturaleza de la alegría que debían sentir, una alegría reprimida que les permitiera volver en silencio a sus casas. Pronto dejaría de verterse sangre, lo que era una buena razón para sentir una alegría contenida…, como en clase. Pero no júbilo. El mismo hecho de que hubiesen cesado las hostilidades excluía toda demostración de júbilo…
Valentine, para su sorpresa, se había preguntado cuándo podía una demostrar su júbilo… Si no se podía cuando estaba uno en guerra y no se debía cuando había ganado, ¿entonces cuándo? La directora les había dicho a las chicas que su obligación como futuras madres de Inglaterra —¡no, de la Europa reunida!— era…, en fin…, de hecho…, ¡seguir con las clases y no echarse a las calles portando efigies del Gran Derrotado! Les explicó que su función era contribuir con una feminidad, que, gracias a Dios, nunca habían olvidado, a que todo el continente volviese a estar iluminado… ¡Como si pudiera iluminarse ahora que no había que temer a los submarinos o los ataques aéreos!
Y Valentine se preguntó por qué, en un momento de rebeldía, se había sentido tentada de demostrar su júbilo…, había deseado que alguien lo demostrara. En fin, él…, ellos…, lo habían ansiado tanto. ¿Es que no iban a disfrutarlo por un momento? ¿Aunque estuviese mal hacerlo? ¿O aunque fuese vulgar? ¡Alguien había dicho una vez que cualquier cosa humana le era más preciada que un centenar de decálogos!
Pero en la reunión de profesoras de esa mañana Valentine se había dado cuenta de que lo que verdaderamente las asustaba era otra cosa. Un temor muy concreto. Si, en esa encrucijada, en esa grieta en la historia, la escuela, el mundo, las futuras madres de Inglaterra… se desmandaban, ¿sería posible volver a controlarlas? Las autoridades —la autoridad en el mundo entero— temían esa posibilidad por encima de todo. ¿Acaso no era posible que no volviera a haber respeto? Por la autoridad constituida o la experiencia consagrada.
Y al oír los temores de aquellas señoritas agobiadas, marchitas y desnutridas, Valentine se había sorprendido especulando.
«No más respeto… ¡Por el Ecuador! Ni por el sistema métrico. ¡Ni por sir Walter Scott! ¡Ni por George Washington! ¡Ni Abraham Lincoln! ¡Ni el Séptimo Mandamiento!»
Y le había parecido ver a la tímida, rubia y atlética señorita Wanostrocht —¡la directora!— sucumbiendo a la lengua engañosa de un seductor… ¡Ahí era donde les apretaba verdaderamente el zapato! Había que seguir sujetando —¡a las chicas, al populacho, a todos!— de las riendas, pues una vez se soltasen, como aguas separadas del mar, era imposible saber adónde nos llevarían. ¡Dios sabe! A cualquier parte…, tal vez las familias nobles tuviesen que dedicarse al comercio, ¡nobles vendiendo para ganar dinero! ¡Inconcebible!
Y sonriendo con socarronería para sus adentros Valentine reparó en que la reunión era para acordar que las chicas se quedasen en el patio esa mañana…, en clase de gimnasia. Nunca había soportado el paternalismo de la rama libresca y más bien despeinada de aquella escuela. Aun así, como la experta en lenguas clásicas que había sido, se había visto obligada a reconocer que la rama libresca de una escuela era lo que se podría llamar la Marina. Estaba allí sólo para servir, porque su distinguido padre había insistido en prestar una atención minuciosa a su físico, que era admirable y rebosaba vitalidad. Había estado allí sólo para servir —como trabajo de guerra—, pero aun así había guardado siempre las formas y hasta entonces nunca había intervenido en las reuniones de profesoras. Así que tuvo la impresión de que el mundo se ponía verdaderamente patas arriba —¡tan pronto!—, cuando la señorita Wanostrocht le dijo con optimismo desde detrás de su escritorio decorado con dos pálidos claveles de color rosa:
—La idea, señorita Wannop, es que estén…, que usted, dentro de lo posible, haga que…, ¿cómo se dice…?, estén en posición de firmes… hasta que… los ruidos… anuncien la…, en fin…, ya sabe. Después supongo que podrían gritar, digamos, tres hurras. Y luego tal vez pueda usted hacer que vuelvan a entrar de manera ordenada en clase…
Valentine sintió que no estaba ni mucho menos segura de poder hacerlo. No era factible conseguir que ninguna de las seiscientas chicas se saliera de la fila. Pero estaba dispuesta a intentarlo. Estaba dispuesta a admitir que tal vez no fuese del todo… ¡oh, oportuno!, enviar a seiscientas chicas locas de contento a las calles repletas de gente que, sin duda, también estaría loca de contento. Sería mejor que, de ser posible, se quedaran en la escuela. Lo intentaría. Y le alegraba. Se sentía en forma: ¡sorprendentemente en forma! En forma para correr los cuatrocientos en… ¡en cualquier tiempo! Y para atizarle un mamporro en la mandíbula a cualquier muchacha grandullona de aspecto judío —o angloteutónico— que tratase de salirse de la fila. Que era más de lo que la directora o cualquiera de las otras profesoras agobiadas y desnutridas podían hacer. Le alegraba que lo reconociesen. Sin embargo también era generosa y sabía que no había por qué poner el mundo patas arriba al menos hasta que disparasen las bengalas, así que respondió:
—Por supuesto, lo intentaré. Pero sería de gran ayuda, para el mantenimiento del orden, que la directora, usted, señorita Wanostrocht, y una o dos profesoras más se pasearan también por el patio. En turnos, desde luego, no es necesario que toda la plantilla se pase allí la mañana entera…
Eso había sido dos horas y media antes, antes de que el mundo cambiase, pues la reunión tuvo lugar a las ocho y media. Y ahora estaba allí, después de haber tenido a las chicas saltando agotadoramente casi todo ese tiempo, tratando sin el menor respeto a una Autoridad constituida. Pues ¿a quién debería uno respetar si no es a la mujer del director de un departamento, con un título, una casa de campo y unas veladas de los jueves tan concurridas?
En realidad no estaba prestando atención al teléfono porque Edith Ethel le estaba hablando del estado de sir Vincent: el pobre estaba tan agobiado de trabajo con sus estadísticas que parecía al borde de una crisis nerviosa. Y además tenía preocupaciones económicas. Esos terribles impuestos por un asunto tan injusto…
Valentine se tomó el tiempo necesario para preguntarse por qué —¿por qué demonios?— la señorita Wanostrocht, que debía de conocer la historia de Edith Ethel, la había mandado llamar para escuchar aquel fárrago. La señorita Wanostrocht debía de saberlo, era evidente que Edith Ethel había hablado con ella el tiempo suficiente para que se hiciera una idea. Por lo que debía de tratarse de un asunto grave. Incluso urgente, pues el mantenimiento de la disciplina en el patio era de una importancia vital para la señorita Wanostrocht: un punto crucial en la historia de la escuela y las madres de Europa.
Pero ¿para quién podría ser una cuestión de vida o muerte lo que lady Macmaster tuviera que comunicarle? ¿Para ella, Valentine Wannop? No era posible: con su madre segura en casa y su hermano a salvo en un dragaminas en Pembroke Dock, no había ningún suceso grave que pudiese afectar a su vida fuera del patio…
Entonces…, ¿tendría importancia para la propia lady Macmaster? Pero ¿cómo? ¿Qué podía hacer ella por lady Macmaster? ¿Es que quería que le enseñase a sir Vincent unos ejercicios gimnásticos para que no sufriese una crisis nerviosa y, pletórico de salud, cancelase la hipoteca de su casa de campo, que Valentine suponía una carga abrumadora debida a unos impuestos injustos resultado de una guerra que nunca debería haberse librado?
¿Acaso era absurdo pensar que pudieran necesitarla para eso? Lo era… Ahí estaba, rebosante de salud, fuerza, buen humor, llena de vida…, dispuesta a atizarle un mamporro en la mandíbula a la grandullona de Leah Heldenstamm en nombre de la disciplina, o, en nombre de todas las celebraciones del mundo, a colaborar en la turbación de la policía. Ahí estaba, en una especie de claustro puritano. ¡Monjil! ¡Totalmente monjil! ¡En plena encrucijada universal!
Soltó un leve silbido.
«¡Dios mío —exclamó para sus adentros—, espero que no sea un augurio de que voy a ser…, oh, monjil…, el resto de mi vida en el mundo reconstruido!
Por un instante se puso a hacer balance de su situación…, de su situación en la vida. Desde luego, hasta la fecha había sido bastante monjil. Tenía veintitrés años, casi veinticuatro. Sana como una manzana y limpia como una patena. Medía un metro sesenta con las zapatillas de gimnasia. Y nadie había querido casarse con ella. Sin duda por ser tan sana y limpia. Nadie había tratado siquiera de seducirla. Sin duda por ser tan recatada. ¡No mostraba de forma evidente —¿cómo lo había llamado aquel tipo?— la promesa de una dicha neumática [153] a esos caballeros con bigotazos de sargento mayor y voces gorgoteantes! Nunca lo haría. Así que tal vez no se casara nunca. ¡Y nunca la sedujeran!
¡Monjil! Tendría que pasarse la vida en posición de firmes junto al teléfono, en un aula vacía mientras el mundo entero gritaba en el patio. O ni siquiera. ¡Todos se habrían ido a Piccadilly!
Pero ¡qué demonios!, quería divertirse un poco. ¡Y ahora!
Durante años había sido, ¡oh, sí!, monjil, y había cuidado de las extremidades y los pulmones de las hijas de los roncos, puritanos y en realidad no adscritos a ninguna iglesia o tan poco prósperos como para que careciese de importancia… Una gran escuela femenina. Había tenido que preocuparse por unas criaturas cockney imposibles, aunque no repulsivas, que respiraban al extender los brazos… No debéis respirar rítmicamente con vuestros movimientos. No. No. ¡No…! ¡No espiréis con el primer movimiento o inhaléis con el segundo! ¡Respirad de manera natural! ¡Miradme a mí…! ¡Ella respiraba perfectamente!
¡Se había pasado años así! Trabajo de guerra para una c####a pro alemana. O pacifista. Sí, eso también lo había sido muchos años. No le había gustado serlo, porque demostraba superioridad y no le gustaba ser superior como Edith Ethel.
Pero ¡ahora! ¿Acaso no era evidente? Podía tomar de la mano a cualquier Fulano, Mengano o Perengano. ¡Y desearle suerte! ¡De todo corazón! Suerte a él y a su empresa. Había vuelto al redil, e incluso a la nación. ¡Podía volver a abrir la boca! Podía soltar los gañidos cockney a los que tenía derecho por nacimiento. ¡Podía ser libre e independiente!
Incluso su querida, bendita, confusa y terriblemente eminente madre contaba con la ayuda de un secretario de aspecto deprimido. Ella, Valentine Wannop, no tenía que pasarse la noche mecanografiando después de estar todo el día disfrutando de una respiración perfecta en el patio… Por Dios, si podrían irse todos, su hermano, su madre vestida con desaliño de negro y malva, y el no menos desaliñado secretario vestido sólo de negro, y ella, Valentine, sin su falso uniforme de exploradora y vestida de, ¡oh!, muselina blanca o de tweed, y discutir con acento cockney la calidad de la comida bajo los pinos de Amalfi. Junto al Mediterráneo… Así nadie podría decir que ella no había visto el mar de Penélope, de la Madre de los Gracos, de Delia, de Lesbia, de Nausícaa, de Safo…
Saepe te in somnis vidi! [154]
Exclamó: «¡Dios… mío!», sin el menor acento cockney, como un caballero tory inglés a quien acabaran de hacerle una proposición incalificable. Y es que en realidad lo era. Porque la voz del teléfono le había estado diciendo, de forma muy sinuosa, después de proporcionarle toda suerte de detalles acerca de la situación financiera de la casa de Macmaster:
—Así que he pensado, mi querida Val, en recuerdo de los viejos tiempos, que…, en suma, si yo pudiese ayudar a reconciliaros… Porque, según tengo entendido, no os habéis escrito… A cambio tú podrías… Comprende que, en este momento, una suma así sería totalmente aplastante…