El general lord Edward Campion, GCB, KCMG (militar), DSO, etcétera, irradiaba gloria mientras redactaba un memorándum confidencial para el ministro de la Guerra sentado en una caja de latas de ternera e inclinado sobre una manta militar que cubría una mesa de mapas. De momento estaba de muy buen humor en la superficie, aunque en su fuero interno estuviera perplejo y deprimido. Al final de cada frase que escribía —¡y lo hacía con una satisfacción cada vez mayor!—, su subconsciente le decía: «¿Qué demonios voy a hacer con este muchacho?». O: «¿Cómo diablos impedir que salga a relucir el nombre de la chica?».
Le habían pedido que redactase un memorándum confidencial sobre cuáles eran en su opinión los motivos de la huelga de ferroviarios franceses, y se le había ocurrido la ingeniosa idea de informar de lo que opinaban la mayor parte de las fuerzas bajo sus órdenes. Era un enfoque arriesgado, pues podía entrar en conflicto con la versión gubernamental. Pero estaba convencido de que cualquier investigación que pudiese llevar a cabo el gobierno entre la población local confirmaría lo que estaba escribiendo…, y se aseguró de dejar bien claro que no estaba expresando su opinión personal. Además, no le importaba lo que pudiera hacerle el gobierno.
Estaba satisfecho con su carrera militar. Al principio de la guerra, después de ayudar a la movilización, había servido con gran distinción en el frente oriental al mando de la infantería montada. Posteriormente, se había distinguido tanto en la organización y el transporte de las tropas que iban y venían de ultramar que, cuando las líneas de comunicación adquirieron una enorme importancia, comprendió que era el único general al que podían ofrecerle esa misión. Y si se habían vuelto tan importantes —¡era un secreto a voces!— era porque la división de pareceres en el seno del gobierno hacía posible que, en el momento menos pensado, se optase por trasladar el grueso del ejército de Su Majestad a algún lugar del frente oriental. Lo que, en opinión de Campion, tenía que ver, al menos en parte, con las necesidades estratégicas del Imperio británico en política mundial y no sólo con los movimientos de tropas, un hecho que no siempre se tiene en cuenta. Era de prever que la preponderancia de los intereses imperiales británicos estuviese en Extremo y Próximo Oriente, es decir, al este de Constantinopla. Algo discutible, pero también posible. Las actuales operaciones en el frente occidental, por arduas e incluso meritorias que hubieran podido ser hasta hacía relativamente poco, estaban muy alejadas de nuestras posesiones en Extremo Oriente y contribuían a disminuir nuestro prestigio en lugar de aumentarlo. Además, la desafortunada exhibición a las puertas de Constantinopla al comienzo de la guerra [135] casi había acabado con nuestro prestigio entre los pueblos mahometanos. De modo que una enorme demostración de fuerza en cualquier región entre la Turquía europea y las fronteras noroccidentales de la India serviría para darles a entender a los mahometanos, hindúes y demás pueblos orientales, la fuerza descomunal que Inglaterra podía movilizar si se lo proponía. Cierto que eso supondría perder la guerra en el frente occidental, y la consiguiente pérdida de prestigio en Occidente. Pero la desaparición de la República francesa les traería sin cuidado a los pueblos orientales, mientras que, sin duda, nosotros podríamos llegar a un buen acuerdo con las naciones enemigas a cambio de abandonar a nuestros aliados, lo que dejaría el imperio no sólo intacto, sino de hecho acrecentado, pues era improbable que los imperios enemigos quisieran cargar con más colonias por un tiempo.
El general Campion no se dejaba llevar por el sentimentalismo al considerar la idea de traicionar a nuestros aliados. Se habían ganado su respeto como organizaciones militares y eso, para un soldado profesional, es mucho; pero aun así seguía siendo un soldado profesional, y la perspectiva de extender las fronteras del Imperio británico no podía descartarse sólo por una deshonra más o menos sentimental. En otras guerras en las que habían participado varias naciones se había llegado a arreglos parecidos y sin duda volvería a ocurrir. Además, así el gobierno podría hacerse con los votos de la pequeña, pero relativamente ruidosa y amenazadora, parte de la población británica que estaba a favor de las naciones enemigas.
Pero, desde el punto de vista táctico —lo que conviene recordar que se refiere a los movimientos de tropas en contacto con el enemigo—, el general Campion no tenía ninguna duda de que el plan había sido concebido por un loco. Por supuesto, no podía olvidarse que era deshonroso, pero es que además era imposible ponerlo en práctica. La terrible naturaleza de nuestra debacle si tratábamos de evacuar el frente occidental podía ser desconocida o deliberadamente ignorada por los civiles. Pero el general casi podía ver sus horrores… y, precisamente porque era un soldado profesional, la idea le producía escalofríos. Por entonces tenían ya una enorme cantidad de tropas en el país, que aún no habían entrado en contacto con las fuerzas enemigas. Si trataban de retirarlas ahora, la población pasaría de ser un factor amistoso a ser un factor amargamente hostil, y trasladar tropas por un país hostil es infinitamente más complicado que trasladarlas por un territorio donde la población está dispuesta a echar una mano o al menos no pone obstáculos. Además tendrían que avituallar a esa enorme fuerza y, desde luego, que proveerla de munición en el caso de que tuvieran que abrirse paso entre las fuerzas enemigas. Sería imposible hacerlo sin utilizar las vías férreas locales, y su uso se prohibiría casi en el acto. Si, por otro lado, trataban de empezar la evacuación acortando el frente, la operación sería muy difícil con tropas que, en la actualidad, sólo estaban entrenadas para la guerra de trincheras con oficiales muy poco acostumbrados a garantizar esa comunicación entre las unidades que es fundamental en un ejército en retirada. De hecho, esa clase de ejercicios habían sido casi descuidados en los campos de entrenamiento, donde la instrucción prácticamente se limitaba al lanzamiento de bombas, el manejo de ametralladoras y otras cuestiones que el Ministerio de la Guerra se había visto obligado a introducir por culpa de la presión ejercida por civiles elocuentes…, a cambio de un descuido casi total del manejo del rifle. Así que la sola insinuación de una retirada bastaría para que las fuerzas enemigas rompieran nuestras líneas y cayeran sobre las numerosas tropas desorganizadas o semiorganizadas de la retaguardia…
La tentación para el soldado profesional era considerar ese estado de cosas con ecuanimidad. No es raro que un general se haya distinguido enormemente conteniendo la retirada desde la retaguardia después de que los oficiales de vanguardia hayan fracasado estrepitosamente. Pero el general Campion rechazaba la tentación de desear siquiera que pudiese producirse esa ocasión de distinguirse. No podía considerar con ecuanimidad la matanza de un enorme número de personas bajo sus órdenes, y ni siquiera una retirada exitosa como la descrita podría llevarse a cabo sin una horrible matanza. Y no tenía grandes esperanzas de poder hacer delicados y rápidos movimientos con un ejército que, salvo por su entrenamiento en la guerra de trincheras, tenía en la práctica una textura casi civil. Así que, aunque como es natural había hecho sus planes para tal eventualidad y tenía en su despacho privado cuatro pizarras gigantescas cubiertas de papel en las que cambiaba a diario los nombres de las unidades a medida que salían de sus manos o caían en ellas y se iban volviendo disponibles, cada noche rezaba antes de acostarse y pedía concretamente que esa labor no recayera nunca sobre sus hombros. Valoraba en mucho la popularidad casi universal de que disfrutaba entre sus hombres, y no podía soportar la idea de cómo lo vería el ejército si tuviera que someterlo a una presión tan terrible y un sufrimiento tan insoportable. Además, había planteado la cuestión con mucha firmeza en un memorándum que había preparado en respuesta a una petición gubernamental de un plan para llevar a cabo la evacuación. Aun así, estaba convencido de que el elemento civil del gobierno era tan indiferente al sufrimiento de los hombres implicados en esas operaciones e ignoraba hasta tal punto las exigencias militares, que las palabras dirigidas a aquel departamento sobre el particular serían mero papel mojado…
El caso es que todo le empujaba a escribir confidencialmente al ministro de la Guerra de un modo que sabía particularmente desagradable para varios de los caballeros que lo leerían. De hecho, soltó una risita mientras escribía, la puerta estaba abierta y el sol iluminaba su radiante figura. Dijo:
—Siéntese, Tietjens. Levin, no lo necesitaré los próximos diez minutos. —No levantó la cabeza y siguió escribiendo. Le molestó ver, con el rabillo del ojo, que Tietjens seguía de pie y dijo algo irritado—: Siéntese, siéntese…
Escribió: «En general la población local opina que el grave trastorno actual del tráfico ferroviario ha sido, si no promovido, al menos auspiciado por el gobierno de este país, con la intención de demostrarnos lo que ocurriría si tomásemos alguna medida para devolver tropas a Inglaterra o trasladarlas a algún otro sitio, también se dice que es una demostración de fuerza a favor del mando único, medida que la parte más instruida de la población considera indispensable para una rápida y exitosa conclusión de las hostilidades…».
El general se detuvo en esa frase. Daba justo en el clavo. Él también estaba a favor del mando único y opinaba que era una condición indispensable para que las hostilidades concluyesen de algún modo. La historia militar, en lo que se refiere a cualquier tipo de operaciones aliadas —desde las campañas de Jerjes y las guerras de los griegos y los romanos, a las campañas de Marlborough y Napoleón y las ofensivas prusianas de 1866 y 1870—, probaba que una fuerza relativamente pequeña que actuase de forma homogénea era de nuevo infinitamente más efectiva que unas fuerzas de aliados muy superiores que actuasen sin orden ni concierto. El desarrollo de las armas modernas no había cambiado la estrategia en lo más mínimo y las únicas diferencias tácticas eran de tiempo y número. Hoy, como en los días de las guerras griegas, el éxito dependía de que las fuerzas llegasen en el momento idóneo a los lugares apropiados, y que tus armas mortíferas actuaran a cincuenta kilómetros de distancia o se sostuvieran y accionasen a mano, que la muerte llegase del cielo o de debajo de la tierra, por el aire en forma de misiles o mediante vapores mefíticos y atormentadores, carecía de importancia. Lo que decidía la suerte de los combates, las campañas y, en último término, las guerras, era la inteligencia que programaba la llegada de las fuerzas a los lugares apropiados y ésa tenía que ser una inteligencia única que pudiera decidir su presencia en dichos lugares y no media docena de autoridades que ordenasen a los demás que llevasen a cabo una serie de operaciones que podían o no coincidir con las ideas o los prejuicios de cualquier otro de los miembros de esa media docena…
Levin entró sin hacer ruido y dejó un papel sobre la manta junto al memorándum que estaba escribiendo el general. El general leyó: «T. está totalmente de acuerdo con su diagnóstico de los hechos, señor, aunque parece mucho más dispuesto que usted a disculpar los actos del general O’H. Se pone enteramente en sus manos».
El general soltó un inmenso suspiro de alivio. La luz del sol que entraba en el barracón se volvió mucho más brillante. Se le había encogido el corazón cuando Tietjens había dudado un segundo antes de ponerse los correajes. Un oficial no tiene derecho a solicitar ni reclamar un consejo de guerra. Pero, honradamente, Campion no habría podido negarse a concedérselo si hubiese insistido. Tenía derecho a limpiar su honor en público. Habría sido imposible negárselo. Y eso hubiera supuesto un desastre, pues el general conocía bien a O’Hara después de casi veinticinco años —¡o tal vez fuesen treinta!— de servicio y estaba casi seguro de que se había comportado como un idiota borracho. Sin embargo, le tenía afecto a O’Hara, que era uno de esos generales de la vieja escuela como diamantes en bruto, ¡capaces de hacer que todo se fuese al diablo pero al mismo tiempo muy eficaces…!
Dijo con aspereza:
—¿Es que no sabe sentarse, Tietjens? ¡Me pone nervioso verlo ahí de pie!
Pensó: «Un tipo obstinado… ¡Caramba, está como ido!». Seguía notándose nervioso y tenía los ojos y la imaginación ocupados por lo que acababa de escribir. Volvió a leer la última frase: «… un mando único, medida que la parte más instruida de la población considera indispensable para una rápida y exitosa conclusión de las hostilidades…».
Contempló el memorándum, siseando entre dientes. Era un poco arriesgado. Nadie le había pedido su opinión sobre el mando único, pero estaba decidido a darla y se había preparado para afrontar las consecuencias. Unas consecuencias que podían ser bastante malas: tal vez le mandaran volver a casa. Era muy posible que lo hicieran. Pero incluso eso era mejor que lo que le estaba pasando al pobre Puffles, a quien le estaban escatimando los reemplazos. Había estudiado en Sandhurst [136] con Puffles y a ambos les habían asignado su primer mando el mismo día y en el mismo regimiento. Un soldado excelente, aunque demasiado temperamental. Había conseguido logros extraordinarios a pesar de la falta de hombres y era la comidilla de todo el ejército. Pero debía de estar pasando muchos apuros y sometiendo a sus hombres a un esfuerzo desproporcionado. Cualquier día —en cuanto el tiempo mejorara— el enemigo desbordaría sus líneas. Entonces relevarían a Puffles del mando y lo enviarían a casa. Era lo que estaban deseando esos tipos de Westminster y Downing Street. Puffles no tenía pelos en la lengua y había sido mucho más locuaz de la cuenta. No se atreverían a enviarlo a Inglaterra antes de que sufriese una derrota, porque, a menos que hubiese caído en desgracia, sería como llevar clavada una espina en el costado, mientras que, de lo contrario, nadie le prestaría la menor atención. Era una práctica muy inteligente. ¡Y muy poco escrupulosa…!
Lanzó el papel en el que había estado escribiendo al otro lado de la mesa y le dijo a Tietjens:
—Échale un vistazo, ¿quieres? —En el centro del barracón, Tietjens se había desplomado sobre una caja de latas de ternera que un correo había colocado allí ceremoniosamente. «Tiene un aspecto verdaderamente desastrado —se dijo el general—. Hay tres…, cuatro manchas de grasa en su guerrera. ¡Debería cortarse el pelo! —Y añadió—: Es un asunto totalmente incalificable. Nadie salvo él habría podido meterse en ese lío. Es un alborotador. ¡Un auténtico alborotador!»
Los problemas de Tietjens habían conmovido mucho al general. El suelo se había hundido bajo sus pies. Había pasado la mayor parte de su vida con su hermana, lady Claudine Sandbach, y la mayor parte del resto de su vida en Groby, cuando volvió de la India, durante el reinado del padre de Tietjens. Había idolatrado a la madre de Tietjens, ¡que era una santa! Y, si se paraba a pensarlo, la época más idílica de su vida había transcurrido en Groby. La India no estaba mal, pero había que ser joven para disfrutarla…
De hecho, dos días antes, había estado pensando que, si por culpa de la carta que estaba escribiendo acababan mandándolo de vuelta a casa, se presentaría por la circunscripción parlamentaria de Cleveland donde estaba Groby. Con la influencia de Groby y la de su sobrino en los distritos locales, aunque ya no les quedasen muchas tierras en Castlemaine, y con los intereses de Sandbach en los distritos mineros, tendría muchas posibilidades de que lo eligieran. Entonces él se convertiría en una espina en el costado de algunos.
Había pensado en refugiarse en Groby. Habría sido fácil conseguir que licenciaran a Tietjens y así todos —Tietjens, Sylvia y él— podrían vivir juntos. Habría sido su ocupación y su hogar ideal…
Era evidente que se estaba haciendo viejo para ser soldado: había cumplido ya los sesenta, y a menos que lograse el mando de un ejército en combate, no le quedaba mucha carrera por delante. Si lo consiguiera estaba casi seguro de conseguir un título, y en la Cámara de los Lores todavía podía hacerse política de altos vuelos. Tendría muchas probabilidades de que lo nombrasen comandante en jefe de la India y eso significaba que moriría siendo mariscal de campo.
Por otro lado, el único mando que parecía probable que quedase disponible —salvo en caso de fallecimiento, ¡y la salud de los jefes del ejército era excelente!— era el del pobre Puffles. Y no sería un mando agradable, con los hombres exhaustos. Resolvió preguntarle a Tietjens, que lo miraba como un saco de patatas por encima del borrador que acababa de leer. El general preguntó:
—¿Y bien?
Tietjens respondió:
—No sabe usted, señor, lo que me alegra verle plantear las cosas con tanta firmeza. Si no se plantean así estamos perdidos.
El general dijo:
—¿Eso crees?
Tietjens repuso:
—Estoy convencido, señor… Pero a no ser que esté dispuesto a renunciar al mando y dedicarse a la política…
El general exclamó:
—Eres un tipo extraordinario… Es justo lo que estaba pensando hace un minuto.
—No es tan extraordinario —replicó Tietjens—. Un general verdaderamente activo y que piense como usted hace mucha falta en el Parlamento. Y puesto que su cuñado puede conseguir un título en cuanto se lo proponga, la circunscripción de Cleveland Oeste quedará disponible en cualquier momento, y con su influencia y la de lord Castlemaine…, a su sobrino no le quedan muchas tierras, pero su nombre es muy respetado en los distritos locales… Y, por supuesto, si utilizara Groby como residencia…
El general afirmó:
—No está mal pensado, ¿verdad?
Tietjens respondió sin mover un músculo:
—Pues no, señor. Sylvia va a quedarse a vivir en Groby, y naturalmente usted lo convertiría en su residencia… Todavía tiene a sus perros allí…
El general dijo:
—Así que Sylvia va a quedarse a vivir en Groby… ¡Dios mío!
Tietjens prosiguió:
—Como ve, señor, no era tan difícil suponer que a usted podía apetecerle…
Campion exclamó:
—¡Por mi alma! Renunciaría con gusto al cielo…, no, al cielo no, pero a la India, antes que a Groby.
—Tiene usted —señaló Tietjens— una admirable oportunidad de ser comandante en jefe de la India… La pregunta es: ¿cómo? Y si le pusieran al mando de la sección decimosexta…
—Me repugna —replicó el general— la idea de esperar a colarme en los zapatos del pobre Puffles. Estuve con él en Sandhurst…
—Se trata —observó Tietjens— de saber cuál es el mejor modo. Para usted y para el país. Supongo que si fuese general me gustaría haber estado al mando de un ejército en el frente occidental…
El general respondió:
—No lo sé… Es el final lógico de una carrera… Pero no tengo la sensación de que mi carrera esté terminando… Estoy sano como un roble. ¿Y a quién le importará dentro de diez años?
—Me encantaría —dijo Tietjens— que lo hiciera…
—Nadie sabrá si estuve al mando de un ejército en combate o de esos malditos almacenes Whiteley’s… [137]
Tietjens objetó:
—Lo sé, señor… Pero la sección decimosexta necesitará desesperadamente un hombre de su capacidad si envían a casa al general Perry. Y, en particular, necesitará a un general en quien confíen los soldados… Su situación sería inmejorable. Al acabar la guerra, contaría con el apoyo de todos los hombres que están hoy en el frente occidental. Eso casi equivale a un título… Desde luego, así tendría muchas más posibilidades que como independiente, que es lo que sería en la Cámara de los Comunes.
El general inquirió:
—¿Y qué hago entonces con la carta? Es una carta muy buena. No me gusta desperdiciar las cartas.
Tietjens respondió:
—¿Quiere dar a entender que respalda usted el mando único, pero no quiere que puedan reprocharle haberlo dicho?
Campion asintió:
—Exacto. Eso es justo lo que pretendo… —Y añadió—: Supongo que estarás de acuerdo conmigo en ese asunto. La idea del gobierno de evacuar el frente occidental y trasladar las tropas a Oriente Próximo es probable que no sea más que un medio de asustar a nuestros aliados para que nos cedan el mando único. Igual que esta huelga ferroviaria no es más que una respuesta para demostrarnos lo que ocurriría si empezásemos a evacuar a las tropas…
Tietjens respondió:
—Eso parece… Aunque, por supuesto, no gozo de la confianza del gobierno. Ni siquiera estoy en contacto con ellos como antes… No obstante, yo diría que los partidarios en el gobierno de la expedición a Oriente son muy escasos. Se dice que es un partido de un solo hombre y una serie de oportunistas que se aprovechan de la coyuntura, aunque convencerlo ha producido todo este retraso. Ésa es mi opinión.
El general exclamó:
—Pero ¡por el amor de Dios…! ¿Cómo es posible? Ese hombre debe pasearse por los despachos con la sangre de un millón de hombres, y lo digo literalmente, sobre su conciencia. Se ahogaría en ella… Ese tipo está alargando la guerra al entretenernos. ¡Mientras los hombres mueren…! No puedo… —Se puso en pie y se paseó arriba y abajo por el barracón—. En Bonderstrom —dijo— barrieron a media compañía delante de mis ojos… Fue culpa mía, lo reconozco. Me habían informado mal… —Se interrumpió y dijo—: ¡Dios mío! ¡Dios mío…! Todavía me parece estar viéndolo… ¡Y, después de dieciocho años, me sigue resultando insoportable! Por entonces yo era general de brigada. Fue en tu regimiento, los Glamorganshire. Los acorralaron en un pequeño barranco y los bombardearon hasta aniquilarlos… Yo asistí a la matanza y no pude alcanzar los cañones de los bóers con nuestra artillería para impedirlo… Fue un infierno —dijo—, un auténtico infierno… No volví a pasar revista a los Glamorganshire en toda la guerra. No soportaba la idea de mirarlos a los ojos… A Buller [138] le pasó igual… Aún peor… No volvió a levantar cabeza desde…
Tietjens lo interrumpió:
—Si no le importa, señor, le agradecería que no siguiese por ese camino…
El general se paró en seco y dijo:
—¿Eh…? ¿A qué viene eso? ¿Qué te ocurre?
Tietjens respondió:
—La otra noche mataron a un hombre a mi lado. En este mismo barracón, justo donde estoy sentado ahora. Me produce… una especie de…, complejo creo que lo llaman ahora…
El general exclamó:
—¡Dios mío! Te ruego que me perdones, muchacho… No tendría que… No se lo había contado nunca a nadie… Ni siquiera a Buller… Ni a Gatacre,[139] y ellos eran mis mejores amigos. Ni siquiera después de Spion Kop,[140] nunca… —Se interrumpió y dijo—: Pero no creo que te interesen estos viejos recuerdos… —Luego añadió—: Tengo absoluta confianza en tu lealtad. Sé que no revelarás lo que has visto… Lo que acabo de decir… —Se interrumpió y trató de adoptar aquel aire de urraca atenta. Dijo—: En Sudáfrica me llamaban «Carnicero» Campion, igual que a Gatacre lo llamaban «Rompeespaldas». No quiero que me llamen de otro modo por haber sido tan idiota contigo… No, maldita sea, no tan idiota. Yo apreciaba mucho a tu santa madre… —Continuó—: Es el mayor tributo que se le puede hacer a quien tiene hombres bajo su mando… Que lo llamen «Carnicero» y aun así sus hombres estén dispuestos a seguirle. ¡Demuestra confianza y al mismo tiempo te ayuda a confiar en tus cualidades de mando…! ¡Hay que estar dispuesto a sacrificar cientos de hombres en el momento idóneo para no tener que sacrificar a decenas de miles en el equivocado…! —Dijo—: El éxito en las operaciones militares no consiste en tomar o defender posiciones, sino en tomarlas o defenderlas con el mínimo posible de bajas… Ruego a Dios para que los civiles os lo metáis en la mollera. Los hombres lo saben. Saben que seré despiadado…, pero también que no sacrificaré ninguna vida en balde… —Exclamó—: ¡Maldita sea, si en vida de tu padre hubiese imaginado que iba a tener tantos problemas…! —Y dijo—: Volvamos a lo que estábamos hablando antes… Mi memorándum al ministro… —Estalló—: ¡Dios mío…! ¿Qué pensará ese tipo cuando lea en Shakespeare: «Cuando todas estas cabezas, brazos y piernas se reúnan el día del Juicio y griten…?». ¿Cómo era? Enrique V se dirige a sus soldados… «El cuerpo de todo súbdito pertenece al rey…, pero todo súbdito es dueño de su propia alma… Y no hay rey, por justa que sea su causa…» ¡Dios mío! ¡Dios mío…!, «que pueda defenderla por soldados sin tacha…».[141] ¿Lo has pensado alguna vez?
Tietjens se alarmó. El general estaba ciertamente alterado. Pero ¿por qué? No había tiempo de pensarlo. Campion estaba abrumado por el trabajo… Exclamó:
—¡Señor, sería mejor… —dijo— que volviésemos a ocuparnos de su memorándum…! Estoy dispuesto a escribir un informe con su frase acerca de la actitud de la población civil francesa. Así la responsabilidad recaería sobre mí…
El general respondió muy agitado:
—¡No, no…! Bastante tienes ya con lo tuyo. Los informes confidenciales sobre ti afirman que eres sospechoso de simpatizar demasiado con los franceses. Eso es lo que lo hace tan difícil… Le pediré a Thurston que lo escriba él. Thurston es un buen tipo. Fiable… —Tietjens se estremeció un poco. Sorprendentemente, el general siguió:
Sin embargo, oigo constantemente a mis espaldas
el carro alado del tiempo que se acerca:
y a lo lejos se extienden
¡desiertos de vasta eternidad…! [142]
—Así es la vida de un general en esta maldita guerra… Tú crees que todos los generales somos estúpidos e iletrados. Pero he pasado mucho tiempo leyendo, aunque nunca nada que se escribiese después del siglo XVII.
Tietjens asintió:
—Lo sé, señor… Me hizo usted leer la Historia de la gran rebelión [143] de Clarendon cuando tenía doce años.
El general le dijo:
—En caso de que… No querría… En suma… —Tragó saliva: era raro verle tragar saliva. Si se fijaba uno en el hombre y no en el uniforme, estaba penosamente delgado.
Tietjens pensó:
«¿Por qué estará tan nervioso? Lleva nervioso toda la mañana».
El general prosiguió:
—Lo que trato de decir, no es típico de mí, es que en caso de que no volvamos a vernos, no quiero que pienses que soy un ignorante.
Tietjens se dijo:
«No está enfermo…, y no creo que piense que yo lo estoy tanto que vaya a morirme pronto… Los hombres como él en realidad no saben expresarse. Quiere ser amable y no sabe cómo…».
El general se había interrumpido. Empezó a decir:
—Pero Marvell tiene versos mejores…
Tietjens recapacitó:
«Está tratando de ganar tiempo… Pero ¿para qué demonios…? ¿A qué viene todo esto?». Su inteligencia no era tan penetrante como antes. El general se estaba mirando las uñas sobre la manta. Dijo:
—Por ejemplo:
La tumba es un lugar cómodo y secreto
pero, que yo sepa, en ella nadie se besa…
Al oír esas palabras Tietjens pensó de pronto en Sylvia, con los brazos largos y tersos casi desnudos. Estaba empolvándose las axilas a la luz brillante de dos bombillas eléctricas, una a cada lado del tocador. Lo estaba mirando en el espejo y las comisuras de los labios se le movían casi imperceptiblemente. Con un levísimo rictus… Se dijo: «Vamos directos a ese lugar cómodo y secreto… ¿Por qué no?». Sylvia exhalaba un perfume parecido al sándalo. Mientras la polvera de plumas de cisne se movía por esas regiones íntimas, la oyó tararear. ¡Con perversidad! Fue entonces cuando vio moverse muy despacio el picaporte. Sylvia tenía unos brazos increíbles que se extendían entre una jungla de botellas plateadas de cosmético. ¡Eran extraordinariamente lascivos! ¡Pero limpios! Tenía el ajustado vestido de lamé dorado alrededor de las caderas en la silla…
¡En fin, había tirado de los cordones de demasiadas duchas!
Deslumbrante, irradiando gloria, pero aun así tan marchita que a Tietjens le recordó una manzana vieja dentro de un casco adamascado. El general había vuelto a sentarse en la caja de latas de ternera delante de la mesa cubierta por la manta. Jugueteó con su enorme estilográfica de oro y exclamó:
—¡Capitán Tietjens, me gustaría que me escuchase con la mayor atención!
Tietjens respondió:
—¡Señor! —Se le encogió el corazón.
El general le comunicó que esa misma tarde recibiría una orden de traslado. Le informó secamente de que no debía considerar su nuevo destino como una deshonra. Era un ascenso. El propio general Campion le pediría al coronel al mando del depósito de intendencia que hiciese constar sus méritos en su hoja de servicios. Tietjens había demostrado tener un talento extraordinario para encontrar soluciones a problemas muy complejos. ¡El coronel se encargaría de hacerlo constar! Además, el general iba a pedirle a su amigo, el general Perry, al mando de la sección decimosexta…
Tietjens pensó:
«Dios mío. Va a enviarme al frente. Me manda al ejército de Perry… ¡Es la muerte segura!».
… que le entregase a Tietjens el cargo de segundo al mando del VI Batallón de su regimiento.
Tietjens dijo, aunque no supo de dónde le salieron las palabras:
—Al coronel Partridge no le gustará. ¡Está deseando que vuelva McKechnie!
Y pensó:
«Me opondré a este trato tan monstruoso hasta el último aliento».
El general le espetó de pronto:
—Lo ves… Otra de tus monstruosas preocupaciones… —Se contuvo y, con mucha sequedad, como hablan los más grandes con los más insignificantes, preguntó—: ¿Cuál es tu categoría médica?
Tietjens respondió:
—Estoy asignado permanentemente a la base, señor. ¡Tengo los pulmones destrozados!
El general afirmó:
—Yo en tu lugar no me preocuparía por eso… El segundo al mando de un batallón se pasa el día sentado esperando a que maten al coronel —y añadió—: Es lo mejor que puedo hacer por ti… Lo he pensado mucho y es lo mejor que puedo hacer por ti.
Tietjens replicó:
—Por supuesto olvidaré mi categoría, señor.
¡Por supuesto, nunca se opondría a ningún trato que pudieran dispensarle!
Ahí estaba: ¡la catástrofe natural! Como cuando revienta una presa durante una tormenta. Su imaginación luchaba con las aguas. ¿Cuál sería el peor de sus terrores? ¿El barro? ¿El ruido? ¿El temor constante? ¡O la preocupación! ¡La preocupación! Las cejas tenían siempre una ligera tensión… ¡Como una fatiga ocular!
El general había empezado a decir con mucha sobriedad:
—Admitirás que no puedo hacer otra cosa.
Su respuesta: «Naturalmente, señor, admito que no puede usted hacer otra cosa…», pareció irritar al general. Esperaba cierta oposición…, quería que Tietjens reprobase su decisión. Era el padre romano aconsejando el suicidio a su hijo, pero quería que Tietjens le recriminara que no pudiera probar de forma fehaciente que fuese un individuo lamentable… No podría. Tietjens no le daría ocasión de hacerlo. El general dijo:
—Comprenderás que no puedo…, que ningún oficial al mando podría… permitir que ocurran cosas así…
Tietjens replicó:
—Si usted lo dice debe de ser así, señor.
El general lo miró por debajo de las cejas. Luego continuó:
—Ya te he dicho que esto equivale a un ascenso. Estoy impresionado por cómo has desempeñado tu cargo. Por supuesto, no eres un soldado, pero serás un excelente oficial de la milicia, eso es lo que son ahora nuestras tropas… —Añadió—: Quiero subrayar… que ningún oficial podría (sin incurrir en un grave error desde el punto militar) tener una vida privada tan incomprensible y vergonzosa como la tuya…
Tietjens exclamó:
—¡Le ha dolido…!
El general dijo:
—La vida privada de un oficial y su vida cuando está de servicio son como la estrategia y la táctica… No quiero, si puedo evitarlo, meterme en tus asuntos personales. Resulta muy embarazoso… Pero permite que te diga que… trataré de ser delicado. ¡Pero eres un hombre de mundo…! Tu mujer es muy hermosa… Se ha producido un escándalo… Admito que no es culpa tuya… Pero si, además, diese la impresión de favorecerte…
Tietjens le interrumpió:
—No tiene usted por qué seguir… Lo comprendo… —Trató de recordar lo que había dicho el deprimido y odioso McKechnie… hacía sólo dos noches… No lograba acordarse… Sin duda había sugerido que Sylvia era la amante del general. Recordaba que, en ese momento, le había parecido absurdo… Y, sin embargo, ¿qué otra cosa iban a pensar? Pensó: «¡Esto impide totalmente mi presencia aquí!». Dijo en voz alta—: Por supuesto, la culpa es mía. Si un hombre no puede controlar a su mujer, la culpa es sólo suya.
El general seguía hablando. Le explicó que a uno de sus predecesores lo habían relevado del mando por culpa de sus escándalos con las mujeres. ¡Había convertido aquel lugar en un condenado harén! Miró a Tietjens con ojos fijos y saltones y le espetó:
—Si crees que voy a arriesgarme a perder el mando por culpa de Sylvia o de cualquier otra mujer de la alta sociedad… —Dijo—: Te ruego que me disculpes… —Y continuó razonándole—: Tengo que pensar en los hombres. Ellos creen, y están en su derecho, que no se debe confiar sus vidas a alguien que tiene dificultades con las mujeres… —Añadió—: Y probablemente tengan razón… Si uno tiene dificultades con… Y no me refiero a ponerle un estanco a una chica…, sino a alguien que prostituye a su mujer, o… En todo caso no en nuestro ejército… ¡Puede que los franceses sean diferentes…! Los hombres así suelen ser cobardes cuando llega el momento del combate… No digo que pase siempre… A menudo… Conocí a un tipo llamado…
Se perdió en una anécdota…
Tietjens reparó en lo patético de su intento por evadirse de aquel momento tan angustioso y volver a la India, donde había soldados de verdad, y buen cuero y auténticos desfiles. Pero no se conmovió. No podía hacerlo. Iban a enviarlo al frente…
Se abstrajo en sus propios pensamientos. ¿Qué iba a hacer ahora? Repasó sus vivencias militares: ¿qué había hecho antes su imaginación en situaciones parecidas…? ¡Pero nunca había estado en una situación así! Había pasado ya por la siniestra o repulsiva rutina de prepararse para el ataque, avanzar, atacar…, ¡incluso por el hospital de sangre! Pero entonces gozaba de buena salud y no estaba tan agotado ni tan deprimido.
Le dijo al general:
—Admito que no puedo quedarme aquí. Lo lamento, porque me ha gustado estar al mando de esta unidad… Pero ¿significa eso necesariamente que tenga que ir al VI Batallón?
Se preguntó cuáles serían sus motivos en ese momento. ¡Por qué le habría preguntado eso al general…! Le pareció verlo todo en una serie de cuadros: se vio bajando pesadamente de un tren francés al amanecer. Vio la luz que destacaba los grandes trozos de pan —medias barras— que les daban a las tropas casi invisibles a la luz del crepúsculo… Los óvalos de luz sobre los cascos de las tropas inglesas, formadas, sobre todo, por campesinos del oeste. No parecía gustarles mucho el pan… Vio una larga franja de luz sobre un terraplén boscoso, y de pronto, dominándolo todo, ¡un estruendo…! Como si uno se hubiese refugiado de la lluvia en el lavadero de un campesino en los páramos, se oía por doquier el burbujeo de la ropa del campesino que hervía en un caldero… Burbujeando y burbujeando…, blub, blub, blub…, burbujeando… ¡No muy fuerte, pero atrayendo terriblemente la atención…! ¡El gran bombardeo…!
El general había dicho:
—Si pudiera pensar en otra opción mejor, lo haría… Pero con todos esos líos en los que te has metido… Estoy atado de pies y manos… ¿Te das cuenta de que he tenido que relevar de sus funciones al general O’Hara hasta ahora…?
A Tietjens le sorprendió el modo en que el general desconfiaba de sus subordinados… ¡igual que el modo en que confiaba en ellos…! Probablemente por eso fuese tan buen oficial. Por tener bajo sus órdenes a hombres en los que confiaba y en los que, a la vez, desconfiaba todo el tiempo, por culpa de una serie de debilidades: ¡el alcohol, las mujeres, el dinero…! ¡En fin, conocía bien a los hombres!
Dijo:
—Reconozco, señor, que juzgué mal al general O’Hara. Ya se lo he dicho al coronel Levin y le he explicado mis motivos.
El general repuso con regocijada ironía:
—Menuda ocurrencia… Poner a un general bajo arresto… ¡Y luego dices que lo juzgaste mal…! No digo que no estuvieses cumpliendo con tu deber… —Siguió explicándole el conocido caso de un subalterno, citado en las Ordenanzas Reales en época de Guillermo IV, que fue sometido a un consejo de guerra y condenado por no poner bajo arresto a un coronel que se presentó borracho a un desfile… Disfrutaba haciendo exhibición de aquella erudición fuera de lugar.
Tietjens se oyó decir muy despacio:
—¡Niego totalmente, señor, haber puesto al general O’Hara bajo arresto! Ya se lo he explicado con todo detalle al coronel Levin.
El general estalló:
—¡Por Dios! Yo tenía a esa mujer por una santa… Habría jurado que lo era…
Tietjens respondió:
—¡No hay ninguna acusación contra la señora Tietjens, señor!
El general replicó:
—¡Claro que la hay!
Tietjens exclamó:
—Estoy dispuesto a cargar con las culpas, señor.
El general dijo:
—No lo harás… Estoy decidido a llegar al fondo de este asunto… Has tratado muy mal a tu mujer… Lo admites…
Tietjens admitió:
—Con muy poca consideración, señor…
El general prosiguió:
—Has estado viviendo varios años en términos de separación. Y no niegas que se debió a tu comportamiento inapropiado. ¿Cuántos años?
Tietjens respondió:
—No lo sé, señor… ¡Seis o siete!
El general dijo secamente:
—Piénsalo entonces… Piénsalo entonces… Todo empezó cuando admitiste delante de mí que estabas arruinado y que habías tenido que ponerle un estanco a una chica. Eso fue en Rye en 1912…
Tietjens dijo:
—No nos hemos llevado bien desde 1912, señor.
El general replicó:
—Pero ¿por qué…? Es una mujer hermosísima… Adorable. ¿Qué otra cosa podrías desear…? Es la madre de tu hijo…
Tietjens lo interrumpió:
—¿Es necesario hablar de esto, señor…? La causa de nuestras desavenencias fue… la diferencia de temperamentos. Como usted mismo ha dicho, es una mujer hermosa y atrevida… Atrevida en un sentido admirable. Yo, en cambio…
El general profirió:
—¡Sí! Eso es… ¿Qué demonios eres tú…? No eres un soldado. Aunque tienes dotes para ser un excelente soldado. A veces me sorprendes. Pero eres un desastre, un desastre para cualquiera que tenga que ver contigo. Eres vanidoso como un pavo real y obstinado como un buey… Me vuelves loco… Y has arruinado la vida de esa preciosa mujer… Pues insisto en que antes tenía la disposición de una santa… ¡Y bien! ¡Estoy esperando tu explicación!
Tietjens respondió:
—En la vida civil, señor. Trabajaba de estadístico. Como secretario segundo del Departamento de Estadística…
El general exclamó en tono convencido:
—¡Y te despidieron! Por culpa de esos líos en los que te metes…
Tietjens lo interrumpió:
—Porque, señor, estaba a favor del mando único…
El general se enredó en una larga disquisición: Pero ¿por qué? ¡Qué demonios le importaba a él! ¿Por qué no le había dado al departamento las estadísticas que querían…, aunque hubiera tenido que falsificarlas? ¿De qué sirve la disciplina si los subordinados actúan todos según su conciencia? El gobierno necesitaba unas estadísticas cocinadas para servírselas a los aliados… Muy bien… ¿Qué era Tietjens? ¿Inglés o francés? ¡Todo lo que había hecho…, hasta la última maldita cosa, había servido sólo para atarlo aún más de pies y manos! Con sus logros tendrían que asignarlo al Estado Mayor francés. Pero un informe confidencial sobre él lo prohibía expresamente. Había una nota subrayada al respecto. ¿Dónde demonios podía enviarlo entonces? Miró a Tietjens con sus intensos ojos azules.
—¿Dónde, en nombre de Dios…, y estoy usando el nombre del Todopoderoso en vano, puedo enviarte? Ya sé que, dado tu estado de salud, enviarte al frente es condenarte a una muerte casi segura. Y, por si fuera poco, al ejército del pobre Perry. Los alemanes atacarán en cuanto mejore el tiempo. —Volvió a empezar—: Compréndelo: no soy el ministro de la Guerra. No puedo mandar a un oficial a donde me venga en gana. No puedo enviarte a Malta o a la India. O a otra unidad en Francia. Lo único que está en mi mano es mandarte a Inglaterra…, deshonrado. ¡O asignarte a tu propio batallón con un ascenso…! ¿Comprendes mi situación…? No tengo alternativa…
Tietjens asintió:
—Ninguna, señor.
El general tragó saliva y vaciló un poco. Luego dijo:
—Por el amor de Dios, trata de… Me preocupo sinceramente por ti. Que me parta un rayo si pretendo dar la impresión de que has sido deshonrado… ¡No lo haría aunque fueses el mismo McKechnie! Los únicos puestos a los que podría asignarte están en mi propio Estado Mayor. No puedo tenerte aquí. Tengo que pensar en los hombres. Y al mismo tiempo… —Se interrumpió y dijo con torpe timidez—: Creo que existe un Dios… ¡Creo que, aunque el mal pueda imponerse un tiempo, el bien acabará por prevalecer…! Y que, si alguien es inocente, su inocencia terminará demostrándose un día… A mi modo, quiero… ayudar a la Providencia… Quiero que alguien pueda decirte un día: «El general Campion, que estaba al tanto de los entresijos del asunto…», ¡te ascendió! En pleno escándalo… —Añadió—: No es mucho. Pero nadie podrá acusarme de nepotismo. Haría lo mismo por cualquiera que estuviese en tu situación.
Tietjens repuso:
—¡Al menos es el acto de un caballero cristiano!
Una especie de turbia alegría apareció en la mirada del general. Dijo:
—No estoy acostumbrado a este tipo de situaciones… Siempre me he preciado de hacer lo posible por ayudar a mis oficiales… Pero un caso como éste… —Añadió—: Maldita sea… El general al mando del Noveno Ejército francés es íntimo amigo mío… Pero, en vista de ese informe confidencial…, no puedo pedirle que te reclame. ¡Es imposible!
Tietjens replicó:
—Bajo ningún concepto quisiera, señor, que se quedase usted con la impresión de que yo antepondría los intereses de cualquier otra potencia a los de mi país. Si examina usted el informe confidencial verá que todos los comentarios desfavorables tienen las iniciales G. D… Son las iniciales de un tal mayor Drake…
El general dijo perplejo:
—Drake… Drake… Ese nombre me suena.
Tietjens continuó:
—No tiene importancia, señor… El mayor Drake es un caballero al que no le caigo muy bien…
El general observó:
—Los tipos a quienes no le caes bien parecen ser legión. Tengo que decir que no te esfuerzas mucho por ser popular.
Tietjens pensó: «El pobre lo intuye… ¡Pero no esperará que le diga que Sylvia está convencida de que Drake es el padre de mi hijo y desea mi ruina!». No obstante, el anciano tenía que intuirlo. Él y Sylvia eran lo más parecido a un hijo y una hija que tenía. La respuesta a su pregunta de adónde podía enviarlo era recordarle que su hermano Mark había hecho gestiones para que se dictasen órdenes de ponerlo al mando del transporte de la división… ¿Podría recordárselo? ¿Sería honroso hacerlo?
No obstante, para Tietjens la idea de que lo pusieran al mando del transporte de la división era como una visión del Paraíso. Por dos razones: era un puesto relativamente seguro en el que estaría a cargo de muchos caballos…, y además Valentine Wannop estaría tranquila.
¡El Paraíso…! Pero ¿era honorable librarse de un puesto difícil para conseguir otro mucho más descansado? Seguro que habría algún pobre diablo deseando conseguirlo. Y por otro lado, ¡tenía que pensar en Valentine Wannop! Imaginaba su angustia, paseando por Londres convencida de que estaba en el lugar más peligroso del frente con un ejército condenado a la derrota. Seguro que se enteraría. ¡Sylvia se encargaría de decírselo! Apostaría cualquier cosa a que Sylvia la llamaría para contárselo. Pensó en la alegría que sería escribir a Mark para informarle de que lo habían asignado a transportes. Mark se lo diría a la chica en el acto. En fin…, incluso él mismo podía telegrafiarle. Se imaginó escribiendo el telegrama mientras hablaba el general y dándoselo a un ordenanza en cuanto terminase la conversación… Pero ¿podría convencer a aquel anciano? ¿Era honroso hacerlo…? ¿Lo haría…, digamos, un santo anglicano?
Y luego…, ¿estaría a la altura de aquel puesto? ¿Qué había de aquella maldita obsesión con Cero Nueve Morgan que le acosaba cada cierto tiempo? Todo el rato que había pasado montando a Schomburg el día anterior, le parecía haber visto a Cero Nueve Morgan delante del animal con cabeza en forma de ataúd. ¡Había tenido el impulso de tirar de las riendas para no pisotearlo! Y todo el tiempo había sentido una terrible depresión. ¡Un peso! En el hotel, la noche pasada, había estado a punto de desmayarse al pensar que Morgan pudiera haber sido el hombre a quien le había perdonado la vida en Noircourt… ¡Empezaba a ser preocupante! Podía ser indicio de que tenía algo mal en el cerebro. ¡Una lesión! Si eso seguía así… ¡Con Cero Nueve Morgan, tan sucio como siempre y con la mirada asombrada de las razas sometidas, plantándose delante de su caballo! Vivo, no con la mitad de la cara arrancada… Si eso seguía así no podría encargarse del transporte, pues esa labor implicaría montar a menudo a caballo.
Pero se arriesgaría… Además, algún estúpido literato se había dedicado a escribir a los periódicos insistiendo en que había que abolir el uso de los caballos y las mulas en el ejército… ¡Porque el estiércol podía transmitir pestilencias…! ¡Tal vez se publicase por ACI que no se empleasen más caballos…! ¡Como para trasladar de noche en camión los suministros del batallón, que era lo que aquel genio quería que se hiciese…!
Recordó que una o dos veces —debía de haber sido en septiembre de 1916— le habían encargado llevar los suministros del batallón desde Locre hasta el BHQ, que estaba en el château del pueblo de Kemmell… Habían acolchado hasta el último trozo de metal imaginable: bocados, cadenas, ejes…, y aun así, cuando todos contenían el aliento en plena oscuridad, había algo que chirriaba o traqueteaba, una lata de ternera sonaba a hierro viejo… Y ¡bum!, después de un largo silbido, llegaba el obús alemán y caía justo en la curva de la carretera donde no se podía pasar más que de dos en dos… ¡Como para hacerlo con camiones que se oían a siete kilómetros de distancia…! ¡El batallón no tardaría en quedarse sin suministros…! ¡El mismo genio antiequino había expresado la opinión de que prefería que los aliados perdiesen la guerra antes de que la caballería se distinguiese en el combate…! ¡La suya era una sorprendente pasión por la eliminación del estiércol…! O tal vez aquel odio por los caballos tuviese motivos sociales… ¡Como los de caballería llevan largos bigotes untados de aceites aromáticos y desayunan caviar, chocolate y Pommery Greno,[144] era necesario abolirlos…! Algo por el estilo… Exclamó para sí: «¡Dios mío! ¡Cómo estoy divagando! ¿Cuánto tiempo seguirá esto? Estoy al límite de mis fuerzas». Se había perdido lo último que le había dicho el general.
El general le preguntó:
—Y bien. ¿Lo tiene o no?
Tietjens respondió:
—No le he entendido, señor.
—¿Es que estás sordo? —inquirió el general—. Estoy seguro de hablar con mucha claridad. Acabas de decir que en este campamento no hay caballos y te he preguntado si no tenía uno el coronel al mando del depósito de intendencia… ¡Tengo entendido que es un caballo alemán!
Tietjens se dijo: «¡Dios mío! He estado hablando con él. ¿Y acerca de qué?». Era como si su imaginación se estuviese desplomando colina abajo. Dijo:
—Sí, señor…, Schomburg. Pero, como se lo arrebatamos a los alemanes en el Marne, no pertenece a nuestras fuerzas. Es propiedad del coronel. Yo mismo lo monto…
—¡Cómo no…! —Y añadió aún con más aspereza—: ¿Sabías que un subteniente del RASC llamado Hotchkiss ha interpuesto una queja contra ti…?
Tietjens respondió en el acto:
—Si es a propósito de Schomburg, señor…, ese hombre es un inútil. El teniente Hotchkiss tiene tanto derecho a dar órdenes sobre Schomburg como acerca de dónde tengo que dormir… Y prefiero morir antes que someter a un caballo del que yo sea responsable a las torturas aborrecibles que Hotchkiss y ese cerdo de lord Beichan quieren infligir a los caballos del servicio…
El general dijo con malevolencia:
—¡Pues parece que tendrás que hacerlo! —Y añadió—: Tienes mucha razón al oponerte al maltrato a los caballos. Pero, en este caso, tus escrúpulos bloquean el único puesto que podía asignarte. —Se tranquilizó un poco—: Tal vez no estés al corriente —prosiguió— de que tu hermano Mark…
Tietjens respondió:
—Sí, lo estoy…
El general continuó:
—¿Y sabes que la División XIX a la que tu hermano Mark quiere que te enviemos ha sido incluida en el Cuarto Ejército y que los caballos con los que va a experimentar Hotchkiss son precisamente los del Cuarto Ejército…? ¿Cómo voy a enviarte allí bajo sus órdenes?
Tietjens dijo:
—Tiene usted toda la razón, señor. No le queda otra salida… —Estaba acabado. No le quedaba otra cosa que averiguar cómo iba a afectarle. ¡Ojalá fuesen de una vez a inspeccionar las cocinas!
El general preguntó:
—¿Qué es lo que estaba diciendo…? Estoy exhausto… No puedo más… —Sacó del bolsillo de la guerrera un cuadernillo tintado de color lapislázuli con una corona de baronet y sacó de él un papel doblado que primero leyó y luego guardó entre el cinturón y la guerrera. Dijo—: ¡Por si tuviera pocas responsabilidades! —Preguntó—: ¿Se te ha ocurrido pensar que, suponiendo que mis servicios le sean de alguna utilidad al país, la forma en que absorbes…, en que sangras mis energías con tus asuntos ayuda a nuestros enemigos…? Sólo he dormido cuatro horas… Tengo unas cuantas preguntas más que hacerte… —Volvió a sacar el trozo de papel del cinturón, lo dobló y lo metió de nuevo detrás del cinturón.
Tietjens volvió a perder el hilo… Lo que le obsesionaría sería el miedo al barro. Y eso que, extrañamente, nunca había estado en el barro bajo un fuego intenso de artillería… Se diría que no tendría por qué obsesionarle tanto. Pero había oído cómo le susurraban al oído con voz casi exhausta: Es ist nicht zu ertragen; es ist das dass uns verloren hat. Unas palabras en alemán de una desesperación total que significaban: «Es insoportable; eso es lo que nos ha derrotado…». ¡El barro…! Había oído esas palabras entre cráteres de barro, entre barrancos, montañas, acantilados y caminos de fango… Una tarde que no tenía nada que hacer había ido con un guía, por curiosidad o para instruirse, desde Verdún, donde estaba asignado a los franceses, a visitar uno de los fuertes exteriores… ¿Deamont? No, Douaumont… Tomado al enemigo una semana antes… ¿Cuándo debió de ser? Había perdido el sentido de la cronología… En noviembre… Al principio de noviembre… Con un sol milagroso, ni una nube, el barro te enclaustraba bajo un cielo tan límpido que casi hacía daño… Y el fango se había movido…, detrás de un artillero francés que comía frutos secos y se encogía de hombros con aire avergonzado… Déserteurs… El fango en movimiento eran desertores alemanes… Parecían invisibles, el cabecilla —¡un oficial— tenía las gafas tan cubiertas de barro que no se distinguía el color de sus ojos, su media docena de condecoraciones eran como incipientes nidos de golondrinas, la barba parecía cubierta de estalactitas… Lo único que se veía de los otros hombres eran los ojos, extraordinariamente vívidos: ¡casi tan azules como el cielo…! ¡Desertores! ¡Conducidos por un oficial! ¡Del Regimiento de Hamburgo! ¡Como si un oficial de los Buffs [145] se hubiese pasado al enemigo! Era increíble… Y eso es lo que le había dicho el oficial al pasar, no con vergüenza, pero sin el menor resto de humanidad… ¡Acabado…! Aquellos saurios cubiertos de fango siguieron pasando delante de él toda la tarde… Y no pudo evitar pensar cómo habrían estado dos meses antes… En las avanzadillas… No, entonces todavía no tenían avanzadillas. En pozos de barro, en una terrible soledad entre aquellos barrancos…, suspendidos en la eternidad, el día del fin del mundo. Le había impresionado horriblemente oír la lengua alemana, pronunciada por una voz suave, un poco untuosa, como un obsceno susurro… Obviamente era la voz de los condenados; el infierno no ofrecería muchas novedades para aquellos desdichados… Su guía francés había dicho sardónico: On dirait l’Inferno de Dante…! Pues bien, iba a volver con esos alemanes. Ahora se convertirían en una obsesión. Un complejo, como decían ahora… El general preguntó con frialdad:
—¿Debo entender que te niegas a responder?
Eso le conmovió cruelmente.
Exclamó desesperado:
—Tuve que poner fin a lo que me pareció una situación insoportable para ambas partes. ¡Por el bien de mi hijo! —¿Por qué demonios había dicho eso…? Sintió náuseas. Recordó que el general estaba hablando de su separación de Sylvia. Había sido la noche pasada. Dijo—: Tal vez fuese una decisión acertada y tal vez no…
El general dijo fríamente:
—Si prefieres no hablar del asunto…
Tietjens respondió:
—Preferiría no hacerlo…
El general prosiguió:
—No tiene sentido… Pero mi deber es hacerte estas preguntas… Si no quieres entrar en vuestras relaciones maritales, no puedo obligarte… Aunque, maldita sea, ¿es que estás mal de la cabeza? ¿No tienes sentido de la responsabilidad? ¿Pretendes irte a vivir con la señorita Wannop antes de que acabe la guerra? ¿Está ella ahora en la ciudad? ¿Por eso vas a separarte de Sylvia? ¡Precisamente ahora!
Tietjens replicó:
—No, señor. Le pido que crea que no tengo la menor relación con esa joven. ¡Ninguna! Y no tengo intención de tenerla. ¡Ninguna…!
El general exclamó:
—¡Lo creo!
—Las circunstancias de la noche pasada —prosiguió Tietjens— me convencieron de pronto de que había tratado mal a mi mujer… La he sometido a una tensión insoportable. ¡Me resulta humillante tener que decirlo! Tomé una serie de decisiones acerca del futuro de nuestro hijo. Pero estaban terriblemente equivocadas. Deberíamos habernos separado hace muchos años. He empujado a mi mujer a tirar de todos esos cordones de la ducha…
El general repitió:
—A tirar de los cordones de…
Tietjens le explicó:
—Es una manera de expresarlo, señor… Lo de anoche no fue más que tirar del cordón de la ducha. Estaba totalmente justificado. Admito que estuvo totalmente justificado.
El general dijo:
—Entonces, ¿por qué le has dado Groby…? No estarás un poco chiflado, ¿verdad…? ¿No creerás que tienes…, digamos, una misión? ¿O que eres otra persona…? Que tienes que… que… perdonarlo todo… —Se quitó la gorra y se secó la frente con un pañuelito de batista. Añadió—: Tu pobre madre era un poco… —De pronto dijo—: Esta noche cuando asistas a mi cena…, espero que tengas un aspecto más presentable. ¿Por qué descuidas de ese modo tu aspecto personal? Tu guerrera está asquerosa…
Tietjens replicó:
—Tenía una mejor, señor…, pero se ha echado a perder con la sangre del hombre que murió aquí la noche pasada…
El general objetó:
—No irás a decirme que sólo tienes dos guerreras… ¿No tienes uniforme de gala?
Tietjens contestó:
—Sí, señor, tengo mi uniforme azul. Podré ponérmelo esta noche… Pero me robaron casi todas mis cosas del petate cuando estuve en el hospital… Incluso los dos pares de sábanas de Sylvia…
—Pero, maldita sea —exclamó el general—, ¿insinúas que has dilapidado todo lo que te dejó tu padre?
Tietjens respondió:
—Consideré apropiado renunciar a lo que me dejó mi padre por el modo en que me lo dejó…
El general dijo:
—Pero ¡Dios mío…! ¡Lee esto! —Le lanzó el papelito que había estado mirando. Cayó boca abajo. Tietjens leyó en la diminuta letra del general: «Caballo del coronel - Sábanas - Jesucristo - Señorita Wannop - ¿Socialismo?». El general le espetó irritado—: Por el otro lado…, por el otro lado… —Al darle la vuelta al papel leyó escrito en mayúsculas: OBREROS DEL MUNDO, una hoz y otros objetos. Una página entera de alta traición. El general le preguntó—: ¿Habías visto eso antes? ¿Sabes lo que es?
Tietjens contestó:
—Sí, señor. Se lo envíe yo. A su Servicio de Inteligencia…
El general golpeó violentamente con los dos puños contra la manta del ejército.
—Tú… —dijo—. Es incomprensible… Increíble…
Tietjens repuso:
—No, señor… Usted envió una orden a los oficiales al mando de las distintas unidades pidiendo que averiguásemos si los socialistas estaban tratando de minar la disciplina de los soldados… Como es lógico, le pregunté a mi sargento mayor y él me entregó esta octavilla que le había dado como curiosidad uno de los hombres. A él se la había dado un hombre en las calles de Londres. ¡Puede ver usted mis iniciales en la cabecera de la hoja!
El general inquirió:
—Tú…, disculpa que te lo pregunte, pero ¿no serás socialista?
Tietjens respondió:
—Sabía que estaba dándole vueltas a eso, señor. Pero no tengo ninguna idea política que no desapareciese en el siglo XVIII. ¡Usted, señor, prefiere el XVII!
—Supongo que se trata de otro cordón de la ducha —replicó el general.
—Por supuesto —dijo Tietjens—, si es que fue Sylvia quien me llamó socialista, y no me sorprende. Soy un tory de una clase que se extinguió hace tanto tiempo, que podría haberme tomado por cualquier cosa. El último megaterio. Hay que disculparla totalmente…
El general no le estaba escuchando. Dijo:
—¿Qué hay de malo en el modo en que tu padre te dejó su dinero…?
—Mi padre —le explicó Tietjens, y el general notó cómo se le ponía rígida la mandíbula— se suicidó porque un tipo llamado Ruggles le contó que yo era… lo que los franceses llaman un maquereau…[146] No se me ocurre una palabra inglesa equivalente. El suicidio de mi padre fue un acto imperdonable. Un caballero no se suicida si tiene descendencia. Podría tener una influencia desastrosa en la vida de mi hijo…
El general replicó:
—No… No consigo comprenderlo… ¿Por qué demonios iba Ruggles a decirle eso a tu padre…? ¿Cómo vas a ganarte la vida después de la guerra? No volverán a admitirte en la oficina, ¿verdad?
Tietjens respondió:
—No, señor. No volverán a admitirme en el departamento. Todos los que hayan servido en esta guerra quedaremos marcados por mucho tiempo cuando termine. Y me parece muy bien. Ahora es nuestro momento.
El general observó:
—Lo que dices es descabellado.
Tietjens afirmó:
—Usted mismo admite que lo que digo suele cumplirse. ¿Podríamos poner fin a esta discusión? Ruggles le dijo a mi padre lo que le dijo porque no es bueno pertenecer al siglo XVII o XVIII en el XX. O más bien porque no conviene tomarse en serio el sistema ético del colegio privado al que uno asistió. En realidad, señor, no soy más que un colegial inglés. Un producto del siglo XVIII. Lo que con el amor a la verdad que, ¡Dios me ayude!, me metieron en la cabeza en Clifton y las creencias que Arnold [147] impuso en Rugby de que el peor de los pecados, el peor de todos, es delatar a alguien al director. Ése soy yo, señor. Otros hombres logran sobreponerse a la educación recibida. Yo nunca lo he hecho. Sigo siendo un adolescente. Esas cosas me obsesionan. ¡Son complejos, señor!
El general dijo:
—Todo esto me parece absurdo… ¿Qué es eso de delatar a alguien al director?
Tietjens respondió:
—Para tratarse de un canto del cisne, señor, no tiene nada de absurdo. Y lo que usted me pide es un canto del cisne. Al fin y al cabo, voy a ir al frente para que la moral de las tropas que tiene a sus órdenes no se contamine por la contemplación de mis desdichas maritales.
El general le preguntó:
—No querrás volver a Inglaterra, ¿verdad?
Tietjens exclamó:
—¡Desde luego que no! ¡Desde luego que no! Nunca podré volver a casa. Tengo que enterrarme en algún agujero. Si volviese a Inglaterra no podría enterrarme más que cometiendo suicidio.
El general dijo:
—¿Lo ves? Puedo darte pruebas de que…
Tietjens lo interrumpió:
—Cualquiera comprendería que es imposible.
El general preguntó:
—Pero… ¡el suicidio! No harás tal cosa. Tal como has dicho antes, tienes que pensar en tu hijo.
Tietjens repuso:
—No, señor. No lo haré. Pero ya ve lo malo que es el suicidio para los descendientes. Por eso no puedo perdonar a mi padre. Antes de que lo hiciese, la idea ni siquiera se me habría pasado por la cabeza. Ahora la he considerado. Y considerar una falacia como posibilidad implica un debilitamiento de la fibra moral. El suicidio no es una solución para un conflicto tan enrevesado de naturaleza psicológica. Lo es para una bancarrota. O para un desastre militar. Para el hombre de acción, no para el pensador. Así se despachan las reclamaciones de los acreedores. Y se borran del mapa las operaciones militares. Pero mi problema persistirá tanto si sigo aquí como si no. Es insoluble, pues se trata de la relación entre los sexos.
El general exclamó:
—¡Dios mío…!
—No, señor, no es que haya perdido la chaveta. ¡Ése es mi problema…! Pero soy un estúpido por hablar tanto… Lo hago porque no sé qué decir.
El general se quedó mirando el mantel, su rostro estaba encendido en sangre. Tenía la apariencia de alguien dominado por un monstruoso malhumor. Afirmó:
—Será mejor que digas lo que tengas que decir. ¿A qué demonios te refieres…? ¿A qué viene todo esto…?
Tietjens dijo:
—Lo siento mucho, señor. Me resulta muy difícil explicarme.
El general dijo:
—Ni uno ni otro lo estamos haciendo. ¿De qué sirve entonces el lenguaje? ¿De qué demonios sirve? No hacemos más que andarnos con circunloquios. Supongo que soy un viejo estúpido que no comprende tantas modernidades… Aunque reconozco que tú no tienes nada de moderno… Ese condenado e insignificante McKechnie sí lo es… Lo destinaré a tu puesto en el transporte de la división, para que no vuelva a incomodarte en tu batallón… ¿Sabes lo que hizo ese desgraciado? Pidió permiso para ir a divorciarse. Y luego no se divorció. Eso es modernismo. Alegó que tenía escrúpulos. Creo que él, su mujer y… otro tipejo despreciable… compartían la misma cama. He ahí los escrúpulos modernos…
Tietjens dijo:
—No, señor, en realidad no es… Pero ¿qué debe hacer uno si su mujer le es infiel?
El general replicó como si lo hubiesen insultado:
—¡Divorciarse de la ramera! ¡O vivir con ella…! —Sólo un animal continuó, dejaría que una mujer se pasara la vida sola en una buhardilla. Se moriría o acabaría haciendo la calle… ¿Hay alguien tan animal como para no darse cuenta? Alguien capaz de esperar que una mujer viviese… con un hombre a su lado… La pobre… se vería obligada a… Y él tendría que afrontar las consecuencias de lo que ocurriese. El general repitió—: ¡De cualquier cosa que ocurriese! ¡Aunque tirase de todos los cordones de ducha del mundo!
Tietjens contestó:
—Aun así, señor…, hay…, o había…, en las familias de cierta posición social…, cierta… —Se interrumpió.
El general preguntó:
—¿Y bien…?
Tietjens prosiguió:
—Por parte del hombre…, cierta… ¡Llamémoslo… exhibición!
El general exclamó:
—Será mejor dejarse de exhibiciones… —Añadió—: ¡Maldita sea…! A nuestro lado todas las mujeres son santas… Piensa en lo que supone dar a luz. Conozco el mundo… ¿Quién soportaría eso…? ¿Tú…? ¡Antes… preferiría ser el último soldado de las tropas de Perry! —Miró a Tietjens con una especie de astucia injuriosa—: ¿Y por qué no te divorcias tú? —preguntó.
A Tietjens lo sobrecogió el pánico. Sabía que sería el último ataque de pánico de aquella conversación. Ningún cerebro humano podría resistir más. Fragmentos de escenas de combate, voces, nombres, pasaron por sus ojos y oídos. Problemas complicados… El mapa del mundo en guerra se extendió delante de él tan enorme como un campo de cultivo. Un mapa estampado de papier mâché, luminosamente emborronado con la sangre de Cero Nueve Morgan. Unos años antes… ¿Cuántos meses…? Diecinueve, para ser exactos, se había sentado en unas plantas del tabaco en el Mont de Kats… No, en la Montagne Noire. En Bélgica… ¿Qué era lo que había ido a hacer allí…? A tratar de comprender la disposición del terreno… No… A indicarle unas posiciones a un general gordo que no llegó a presentarse. El propietario belga de las plantas de tabaco apareció de pronto y se puso hecho una furia por haberle estropeado las plantas…
Pero desde allí arriba se veía toda la guerra… A infinitos kilómetros de distancia, más allá de la tierra mancillada por los alemanes y hasta la misma Alemania. Casi podía uno respirar el aire de Alemania… A la derecha se divisaba el tocón de una enorme muela. La lonja de Ypres,[148] quedaba a un ángulo de cincuenta grados por debajo… Por detrás se veían unas líneas oscuras… ¡Las trincheras alemanas de delante de Wytschaete…!
Eso había sido antes de que las grandes minas enviaran Wytschaete al infierno.
Sin embargo, cada medio minuto, según su reloj de pulsera, salían humaredas blancas y algodonosas de las líneas oscuras, de las trincheras alemanas de delante de Wytschaete. Eran nuestros artilleros practicando su puntería… Buenos disparos. ¡Muy buenos disparos!
Kilómetros y kilómetros a la izquierda…, por debajo de la neblina luminosa que exhalaba el mar los días nublados, unos rayos de sol se reflejaban en una superficie grisácea… ¡El techo de cristal de un enorme hangar!
Un avión gigantesco, el mayor que había visto nunca, le pasó por encima escoltado por cuatro aviones más pequeños… Sobre los enormes montones de escombros de Béthune… Montones altos y purpúreos como las calderas de las máquinas o los pechos de las mujeres… Purpúreos-azulados. Más azulados que purpúreos… Como todos los tapices gobelinos franco-belgas… Y todo en silencio… ¡Debajo de la inmensa mortaja de una nube silenciosa…!
En Poperinghe estaban cayendo obuses… A ocho kilómetros de allí, justo delante de sus narices. Un humo blanco se alzaba y deshacía en penachos… ¿Qué clase de obuses sería…? Había veinte clases diferentes…
¡Los alemanes estaban bombardeando Poperinghe! Era una crueldad sin sentido. ¡Esa ciudad estaba ocho kilómetros por detrás del frente! La típica brutalidad prusiana… Había dos chicas que regentaban un salón de té en Poperinghe… Muy lozanas… Al general Plumer le caían bien…, era un viejo general muy agradable. Las bombas las mataron a las dos… Cualquiera podría haberse acostado con ellas con placer y provecho… Seis mil oficiales de Su Majestad debieron de pensar lo mismo al ver a dos chicas tan lozanas. ¡Buenas chicas…! Pero las bombas alemanas las mataron… ¿Qué destino era ése…? Ser deseadas por seis mil hombres y que las bombas alemanas las convirtiesen en trocitos de carne?
Bombardear Poperinghe parecía un ejercicio de mero prusianismo —la insensata crueldad alemana—. Una ciudad inocente con un salón de té ocho kilómetros detrás de Ypres… Pequeños penachos silenciosos de humo se alzaban por debajo de la plácida sábana del cielo pálido y rojizo, junto a la neblina de los hangares y los grandes aeroplanos que sobrevolaban los escombros de Béthune… Qué nombre tan terrible: Béthune…
No obstante, era probable que los alemanes hubiesen oído que estábamos acumulando tropas en Poperinghe. Y era razonable bombardear una ciudad donde se estaban acumulando tropas… O tal vez nosotros hubiésemos bombardeado una de sus ciudades donde había un cuartel del ejército. Y por eso estaban bombardeando Poperinghe un día gris y silencioso…
Eso respondía a las reglas… El general Campion, que observaba impasible lo que hacían los aviones alemanes con los hospitales, campamentos, establos, burdeles, teatros, bulevares, quioscos de chocolatinas y hoteles de su ciudad, se habría sentido enormemente ultrajado si los aviones alemanes hubiesen lanzado bombas sobre sus alojamientos privados… ¡Las reglas de la guerra…! Se respetan, mutuamente, los cuarteles generales y se vuela en pedazos a chicas deseadas por más de seis mil hombres…
¡Habían pasado diecinueve meses…! Ahora, mucho menos conmovido, veía el mundo en guerra como un mapa… Un mapa estampado de papier mâché verdoso, luminosamente emborronado por la sangre de Cero Nueve Morgan. Más allá del horizonte, estaba el territorio marcado como «rutenos blancos». ¿Quién demonios serían esos pobres desdichados?
Exclamó para sí: «¡Dios mío! ¿Será epilepsia?». Rezó: «¡Santos benditos, libradme de esto!». Se dijo: «¡No, no lo es…! Tengo un dominio absoluto de mi inteligencia. De mi inteligencia superior». Le dijo al general:
—No puedo divorciarme, señor. No tengo motivos.
El general contestó:
—No mientas. Sabes lo que sabe Thurston. Si estás insinuando que con tu conducta, cualquiera que sea, has sido culpable de complicidad…, y que por eso no te puedes divorciar, no te creo.
Tietjens se preguntó: «¿Por qué demonios me preocupa tanto proteger a esa puta? No es razonable. ¡Es una obsesión!».
Los rutenos blancos eran pueblos míseros del sur de Lituania. Nadie sabía si estaban de parte de los alemanes o de los polacos. Ni siquiera los alemanes lo sabían… Los alemanes estaban empezando a retirar tropas de las zonas del frente donde éramos más débiles: iban a proporcionarles a sus soldados un verdadero entrenamiento de infantería. Eso le daba a Tietjens una oportunidad. No volverían al menos hasta al cabo de dos meses. Sin embargo, también significaba que habría una gran ofensiva en primavera. Esos tipos sabían lo que hacían. En las sucias trincheras los Tommies no sabían más que lanzar bombas. Es a lo que se dedicaban los dos bandos. Pero los alemanes iban a cambiar eso. Quedarse lanzándose bombas los unos a los otros a cuarenta metros de distancia. ¡El rifle estaba obsoleto! ¡Ja, ja…! ¡Obsoleto…! ¡La típica psicología de los civiles…!
El general dijo:
—No, no te creo. Sé que no le pusiste un estanco a ninguna chica. Recuerdo todo lo que me dijiste en Rye en 1912. Entonces no estaba seguro. Ahora sí. Hiciste lo imposible para que te creyera. Habías cerrado tu casa por culpa del comportamiento impúdico de tu mujer, pero dejaste que pensara que estabas arruinado. Y no lo estabas.
—¿Qué tendría esa psicología que hacía que la gente se riese a carcajadas con tanta fruición cuando alguien promulgaba la idea imbécil de que el rifle estaba obsoleto? ¿Por qué la opinión pública obligaba al Ministerio de la Guerra a suprimir de la instrucción el manejo del fusil y las técnicas de comunicaciones? Era extraño…, por supuesto, y desastroso. Raro. Ni siquiera mezquino. Y desde luego patético…
—¡El amor a la verdad! —dijo el general—. ¿No incluye eso el odio por las mentiras piadosas? No, supongo que no, o los sirvientes no podrían decir que uno no está en casa…
… ¡Patético! —se dijo Tietjens—. Como es natural, la población civil quería que se engañase a los soldados y les hicieran quedar como idiotas. Lo que querían era que la guerra la ganasen unos hombres que al final estuviesen muertos o humillados. O ambas cosas. Excepto, claro, sus propios primos o los parientes de sus novias. A eso se reducía todo. ¡Y eso es lo que significaba que un ilustre caballero afirmara que prefería perder la guerra a que la caballería se distinguiese en el combate…! Pero la sencilla y patética ilusión del momento consistía en parte en creer que podían lograrse grandes cosas con los nuevos inventos. ¡Eliminaba uno a los caballos, inventaba algo muy sencillo y se convertía en Dios! He ahí la más patética de las falacias. Llenas un tiesto de pólvora y se lo lanzas al otro a la cara y presto! Has ganado la guerra. ¡Todos los soldados caen muertos al suelo! Y tú, el hombre que obligó a los militares reticentes a adoptar la idea, te conviertes en el hombre que ganó la guerra. Te mereces todas las mujeres del mundo. Y… ¡las consigues! ¡Una vez hayas quitado de en medio a la caballería…!
El general acababa de pronunciar las palabras «¡El director del colegio!» y eso despertó del todo a Tietjens, que dijo con mucha calma:
—La verdad, señor, esta reprimenda suya se está haciendo tan larga que abarca toda una vida.
El general respondió:
—No conseguirás distraerme… Digo que en 1912 me veías como al director del colegio. Y ahora soy tu oficial superior…, lo que viene a ser lo mismo. Así que no debes delatar a nadie. A eso lo llamas el toque Arnold de Rugby… Pero ¿quién dijo: Magna est veritas et prev…? [149] ¿Prev qué?
Tietjens contestó:
—No lo recuerdo, señor.
El general prosiguió:
—¿Cuál era el secreto pesar que abrumaba a tu madre? ¿En 1912? Eso fue lo que la mató. Me escribió justo antes de morir y me contó que tenía grandes preocupaciones. Y me rogó particularmente que cuidase de ti. ¿Por qué lo hizo? —Se interrumpió y se quedó pensando. Preguntó—: ¿Cómo defines la santidad anglicana? Los otros tipos tienen sus canonizaciones, tan organizadas como si fuesen exámenes de Sandhurst. Pero nosotros los anglicanos… He oído a más de cincuenta personas decir que tu madre era una santa. Y lo era. Pero ¿por qué?
Tietjens dijo:
—Es la cualidad de la armonía, señor. La cualidad de estar en armonía con tu propia alma. Puesto que Dios te ha dado tu alma, estás en armonía con el cielo.
El general repuso:
—¡Ah!, a mí todo eso se me escapa… Supongo que rechazarás cualquier dinero que te deje en mi testamento.
Tietjens respondió:
—¿Por qué?, no, señor.
El general arguyó:
—Pero rechazaste el dinero de tu padre porque dio crédito a las murmuraciones que circulaban contra ti. ¿Qué diferencia hay?
Tietjens afirmó:
—Los amigos siempre deberían creer que uno es un caballero. De forma automática. Eso es lo que hace que todos estemos en armonía. Probablemente sus amigos lo sean porque consideran las situaciones de forma automática como hace usted con ellos… El señor Ruggles se enteró de que yo estaba sin dinero. Así que consideró la situación. Si él estuviese sin dinero, ¿qué es lo que haría? Ganarse la vida aprovechándose inmoralmente de las mujeres… Eso traducido a los círculos gubernamentales en los que se mueve supone vender a tu mujer o a tu amante. Lógicamente, pensó que yo era de los que venden a la mujer. Y eso fue lo que le contó a mi padre. La clave está en que mi padre nunca debería haberle creído.
—Pero yo… —le interrumpió el general.
Tietjens dijo:
—Usted nunca creyó nada de lo que se decía contra mí.
El general respondió:
—Lo que sí sé es que he estado mortalmente preocupado por ti… —Tietjens estaba sentimentalmente más tranquilo, aunque tenía los ojos húmedos. Estaba paseando por un bosquecillo cerca de Salisbury, contemplando los pastos y tierras de cultivo que se extendían hasta unos olmos oscuros que daban sombra (¡el mundo entero estaba en sombras!) al campanario de la iglesia de George Herbert.[150] Debería haber sido un pastor del siglo XVII en la época de la santidad anglicana…, que escribiese tal vez poemas. No, poemas no, prosa. ¡El vehículo más majestuoso! ¡Sentía añoranza…! ¡Él, que nunca iba a volver a Inglaterra! El general dijo—: Escucha… Tu padre… Me preocupa tu padre… ¿No será que Sylvia le contó algunas de las cosas que tanto lo preocupaban?
Tietjens afirmó con mucha claridad:
—No, señor. No puede responsabilizar de eso a Sylvia. Mi padre escogió creer lo que le contó un completo, o casi completo, desconocido… —Y añadió—: De hecho, Sylvia y mi padre no tenían ninguna relación. No creo que intercambiaran más de dos palabras en los últimos cinco años de vida de mi padre.
Los ojos del general miraban a Tietjens con una dureza asombrosa. Observaban cómo su semblante, empezando por las aletas de la nariz, se iba poniendo blanco como la pared. Se dijo: «¡Sabe que ha delatado a su mujer…! ¡Dios mío!». Con el rostro tan lívido, los ojos color azul porcelana de Tietjens destacaban de forma extraordinaria. El general pensó: «¡Qué hombre tan feo! ¡Tiene el rostro contraído!». Se quedaron mirándose el uno al otro.
En el silencio, oyeron el murmullo de las voces de los hombres hablando del juego de la Banca. Un rudimentario juego de cartas totalmente a favor del que reparte. Cuando se oían esas voces era que estaban jugando a la Banca… Así que al final les habían servido la cena.
El general dijo:
—Hoy no será domingo, ¿verdad?
Tietjens respondió:
—No, señor, es jueves, creo que 17 de enero…
El general exclamó:
—Seré idiota…
Las voces de los hombres le habían recordado a las campanas de la iglesia en domingo. Y su juventud… Estaba junto a la hamaca de la señora Tietjens debajo del gran cedro en la esquina de la casa de piedra de Groby. El viento soplaba del este-noreste y les llevó el débil sonido de las campanas de Middlesbrough. La señora Tietjens tenía treinta años y él también, Tietjens padre unos treinta y cinco. Un hombre callado y poderoso; un terrateniente portentoso, como lo habían sido sus predecesores durante generaciones. No era de él de quien el muchacho había heredado su…, su…, su ¿qué…? ¿Era misticismo…? ¡Era otra palabra! Él había vuelto de la India de permiso y no hacía más que hablar de polo. Pasaba horas hablando de ponis con el padre de Tietjens, que tenía muy buena mano con los caballos… ¡Aunque a este muchacho se le daban mucho mejor…! ¡Eso sí que lo había heredado del padre y no de la madre…! Él y Tietjens siguieron mirándose. Era como si estuvieran hipnotizados. Las voces de los hombres siguieron oyéndose como una lúgubre cadencia. El general pensó que también él debía de estar pálido. Se dijo: «La madre de este chico murió con el corazón destrozado en 1912. El padre se suicidó cinco años después. ¡No había hablado con la mujer de su hijo desde hacía cuatro o cinco años! Eso nos lleva a 1912… Así que cuando le reprendí en Rye, su mujer estaba en Francia con Perowne».
Contempló la manta que cubría la mesa. Quería volver a mirar a Tietjens a los ojos con atención. Era su técnica con los hombres. Era un general exitoso porque conocía bien a los hombres. Sabía que todos los hombres se condenan por tres cosas: el alcohol, el dinero… y el sexo. Aquel chico por lo visto no lo había hecho. ¡Le habría ido mejor al contrario! Se dijo: «Todo ha desaparecido… ¡La madre! ¡El padre! ¡Groby! Este chico es un expósito. Es muy triste».
Pensó: «Pero está en su derecho de hacer lo que hace».
Se dispuso a mirar a Tietjens… De pronto le tendió una mano ineficaz. Sentado en su caja de latas de ternera, con las manos en las rodillas, Tietjens se había tambaleado. Una sacudida repentina, como la de una casa cuando le acierta un obús HE. No fue a más. Luego se incorporó. Siguió mirando directamente al general. El general le devolvió cuidadosamente la mirada y preguntó también con mucho cuidado:
—En el caso de que decida presentarme por Cleveland Oeste, ¿querrás que me instale en Groby?
Tietjens respondió:
—Le ruego que lo haga, señor.
Fue como si los dos soltaran un enorme suspiro de alivio. El general dijo:
—En ese caso no tengo por qué entretenerte más…
Tietjens se puso tristemente en pie y juntó los talones.
El general también se levantó, se ajustó el cinturón y dijo:
—Puedes romper filas.
Tietjens exclamó:
—Mis cocinas, señor… El sargento cocinero Case se quedará muy decepcionado… Me aseguró que lo encontraría usted todo en orden si le daba diez minutos para prepararse…
El general respondió:
—Case… Case… A Case lo degradaron cuando estuvimos en Delhi. A estas alturas debería ser al menos sargento de intendencia… Pero tenía una mujer a la que llamaba su hermana…
Tietjens asintió:
—Todavía le envía dinero a su hermana.
El general dijo:
—Se ausentó del servicio por su culpa cuando era brigada y lo degradaron a soldado raso… ¡Debe de hacer por lo menos veinte años de eso…! Sí, ¡le echaré un vistazo a esas cenas!
Deslumbrantemente acompañado por el coronel Levin, en las cocinas inmaculadas de paredes encaladas y fogones que relucían como espejos, el general, con Tietjens a su lado, pasó revista a unos hombres de ojos desorbitados vestidos de blanco que esperaban cucharón en mano en posición de firmes. Tenían los ojos desorbitados, pero las comisuras de los labios curvadas porque les gustaban el general y sus despreocupados acompañantes. La cocina era como la nave de una catedral con los corredores separados por los tubos de las chimeneas. El suelo brillaba por el pulimento y el aguarrás.
El edificio entero se detuvo, como cuando desciende una divinidad. Mientras los ojos se fijaban sobrecogidos en ella, la divinidad, frágil y radiante, anduvo con pasos cortos hasta un alto sacerdote que tenía bigote de morsa y siete medallas en la guerrera de gala y miraba hacia el infinito. El general rozó la condecoración por buena conducta del sargento con el talón de la fusta. Todos los oídos aguzados le oyeron decir:
—¿Cómo está su hermana, Case…?
Con la mirada perdida, el sargento respondió:
—Estoy pensando en convertirla en la señora Case…
Apartándose ligeramente de él, en dirección a los altos y barnizados paneles de pino, el general dijo:
—Si quiere, puedo recomendarle para sargento de intendencia… ¿Recuerda a sir Garnet cuando pasaba revista a las cocinas de campaña en Quetta? —Los seres tubulares de ojos saltones parecían los pierrots de una pesadilla infantil de Navidad. El general exclamó—: Descansen, muchachos… ¡Descansen! —Se movieron igual que los objetos de un sueño infantil. Todo resultaba infantil. Pusieron los ojos en blanco.
El sargento Case siguió con la mirada perdida en la distancia.
—A mi hermana no le gustaría, señor —dijo—. ¡Me va mejor de oficial de primera!
Con su paso leve el resplandeciente general se acercó ágilmente a los paneles barnizados del pasillo oriental de la catedral. La blanca figura que tenía al lado se convirtió al instante en tubular, inmóvil y omnisciente. En los paneles estaba escrito: «¡TÉ! ¡AZÚCAR! ¡SAL! ¡CURRY EN POLVO! ¡HARINA! ¡PIMIENTA!».
El general golpeó con el talón de la fusta en el panel etiquetado con la palabra «PIMIENTA»: el panel de arriba a la derecha. Le dijo a la figura tubular y omnisciente que tenía a su lado:
—Ábralo, ¿quiere?
Para Tietjens fue como cuando el regimiento se pone de pronto a paso ligero después de un funeral con honores militares y vuelve a los barracones al son de la música de la banda y los tambores.