Tercera parte

I

Una sombra —la sombra del general en jefe— tapó la franja de luz que el sol arrojaba sobre la puerta abierta y despertó providencialmente a Christopher Tietjens, para quien habría sido muy desagradable que dicho oficial lo encontrara durmiendo. Delgado, alegre y elegante, con sus numerosas hojas de roble doradas y sus cintas escarlatas, el general estaba cruzando con gracia el umbral mientras hablaba por encima del hombro con alguien que esperaba fuera. ¡Así descendían los dioses en la Antigüedad! Sin duda, lo que había despertado a Tietjens eran las voces de fuera, aunque él prefirió pensar que había sido una leve intervención de la Providencia, ¡porque sentía que necesitaba una señal de algún tipo! Nada más despertarse no tuvo una certeza absoluta de dónde estaba, pero el juicio suficiente para responder con coherencia la primera pregunta que le hizo el general y para ponerse en posición de firmes. El general le había dicho:

—¿Tendría la bondad de informarme, capitán Tietjens, de por qué no tienen extintores en su unidad? ¿Es usted consciente de las consecuencias desastrosas que podría tener una deflagración en sus líneas?

Tietjens respondió con rigidez:

—Por lo visto, es imposible conseguirlos, señor.

El general replicó:

—¿Cómo es eso? Espero que los haya solicitado en el lugar apropiado. Aunque tal vez ignore usted cuál es.

Tietjens contestó:

—Si ésta fuese una unidad británica, señor, el lugar apropiado sería el Real Cuerpo de Ingenieros. —Después de pedirlos, el Real Cuerpo de Ingenieros le había informado de que, tratándose de una unidad de tropas de los Dominios, tenía que reclamarlos en Intendencia. Al solicitarlos allí le informaron de que no había ninguna partida de extintores para las tropas de los Dominios al mando de oficiales imperiales, y que el mejor modo de conseguirlos era encargárselos a una empresa civil de Gran Bretaña y facturarlos como daños en cuarteles… Se los había pedido a varios fabricantes y todos le habían respondido que sólo podían venderle esos artículos directamente al Ministerio de la Guerra…—. Aún sigo solicitándolos en empresas civiles —concluyó.

El oficial que acompañaba al general era el coronel Levin, a quien le dijo por encima del hombro:

—Tome nota de eso, Levin, ¿quiere? Y ocúpese del asunto. —Luego volvió a dirigirse a Tietjens—: Al pasar por el campo de desfile he reparado en que era muy evidente que el oficial a cargo de la instrucción no sabía nada al respecto. Habría hecho usted mejor en ponerlo a limpiar los desagües. Estaba muy sucio.

Tietjens respondió:

—El sargento instructor, señor, es muy competente. Es un oficial del RASC. En este momento, apenas tengo oficiales de infantería en la unidad. Pero en el campo de desfile tiene que haber oficiales por ACI. No tienen que dar ninguna orden.

El general replicó con sequedad:

—Ya me había percatado por su uniforme de a qué cuerpo pertenecía. No estoy diciendo que no lo haga usted lo mejor que puede con el material de que dispone. —Viniendo de Campion al pasar revista eso era una amabilidad extraordinaria. Detrás del general, Levin hacía gestos con los ojos, que abría y cerraba significativamente. El general, no obstante, siguió haciendo gala de una actitud extraordinariamente severa, con un aire de educación muy estudiado en su semblante que impedía que se moviera un solo músculo debajo de su brillante piel de color cereza. ¡La extremada educación de los extremadamente grandes con los extremadamente insignificantes! Le echó un vistazo detenido al barracón. Era la oficina de Tietjens y no contenía más que las mesas cubiertas con mantas y un inmenso calendario colgado de un puntal en el que los días estaban toscamente tachados con tinta roja y lápiz azul. Dijo—: Póngase los correajes. Pasará usted revista conmigo a las cocinas en un cuarto de hora. Puede usted avisar al sargento cocinero. ¿Qué clase de instalaciones tienen?

Tietjens respondió:

—Muy buenas cocinas, señor.

El general dijo:

—En tal caso son muy afortunados. ¡Muy afortunados…! En este campamento la mitad de las unidades como la suya no tienen más que hornos de campaña al aire libre y los infiernillos de la compañía… —Señaló con su fusta a la puerta abierta y repitió con mucha claridad—: ¡Póngase los correajes!

Tietjens se tambaleó un poco y dijo:

—No sé si sabe, señor, que estoy bajo arresto.

Campion adoptó un tono amenazador:

—Le he dado —dijo— una orden. ¡Cumpla con su deber!

La fuerza terrible del mando jerárquico empujó a Tietjens, que salió dando tumbos por la puerta. Oyó al general que decía: «Es evidente que no está borracho». Cuatro pasos más adelante, Levin se puso a su lado.

Lo sujetó por el codo y le susurró:

—El general quiere que lo acompañe si no se encuentra usted bien. ¡Comprenda que le ha levantado el arresto! —exclamó con una especie de arrobo—. Lo está haciendo usted de maravilla… Es asombroso. Todo lo que le dije de usted… El suyo es el único destacamento que ha partido esta mañana…

Tietjens gruñó:

—Por supuesto, comprendo que si me ordenan cumplir con mi deber es porque me han levantado el arresto. —Casi no tenía voz. Se las arregló para decir que prefería andar solo. Dijo—: Me ha obligado… Lo último que quería es que me levantaran el arresto…

Levin replicó casi sin aliento:

—No puede usted negarse… Ni ofenderle… No… Además, un oficial no puede exigir un consejo de guerra.

—Parece usted —respondió Tietjens— un ramo de flores marchito… Le ruego que me disculpe… ¡Se me ha ocurrido de pronto!

El coronel frunció imperceptiblemente el bigote un poco descuidado, sus ojos estaban un poco ojerosos y su afeitado no muy apurado. Exclamó:

—¡Maldita sea…! ¿Acaso cree que no me importa lo que le ocurra…? O’Hara se presentó hecho una furia en mi despacho a las tres y media… No le contaré lo que me dijo…

Tietjens respondió con hosquedad:

—¡No, por favor! De momento ya tengo más que de sobra…

Levin exclamó desesperado:

—Quiero que comprenda… Es imposible dar crédito a una acusación en contra de…

Tietjens se enfrentó a él, mostrando los dientes como un tejón. Dijo:

—¿De quién…? ¿En contra de quién? ¡Maldito sea!

Levin respondió lívido:

—En contra…, en contra… de ninguno de ustedes…

—¡Entonces dejémoslo ahí! —estalló Tietjens—. Siguió tambaleándose un poco hasta que llegó a donde estaban las tiendas. Luego empezó a marcar el paso. Era un purgatorio. Los hombres lo miraban desde los rincones de los barracones y se retiraban… Es lo que siempre hacen los soldados rasos al ver a un oficial. El tal McKechnie también lo miró desde la puerta de un barracón. También él se retiró… ¡No cabía ninguna duda! Se había enterado… Aunque, por otro lado, también McKechnie estaba en apuros. Tal vez fuese el deber de Tietjens castigar a McKechnie por haberse ausentado del campamento la noche pasada. Así que era posible que estuviese evitándolo… No había forma de saberlo… Se tambaleó ligerísimamente a la derecha. El camino estaba en mal estado. Sus piernas parecían objetos hinchados y separados que arrastraba detrás de sí. Tenía que dominarlas. Las dominó. Un ordenanza que llevaba una taza de té chocó con él. Tietjens dijo:

—Deje eso y tráigame ahora mismo al sargento cocinero. Dígale que el general va a pasar revista a las cocinas en quince minutos.

El ordenanza echó a correr y derramó el té.

En su tienda, que estaba oscura y profusamente decorada con el ideal de belleza femenina del médico en toda clase conocida de reproducciones pictóricas, hasta el punto de que parecía forrada de flores de melocotonero, Tietjens tuvo dificultades para ponerse los correajes. Al principio olvidó quitarse la gorra, luego metió la cabeza por el extremo equivocado, sus dedos parecían salchichas mientras manipulaban las hebillas. Se miró en el espejo roto del médico: estaba extraordinariamente bien rasurado.

Se había afeitado esa mañana a las seis y media, cinco minutos después de que partiera el destacamento. Como era previsible, los camiones habían llegado una hora tarde. Era providencial que se hubiera afeitado con tanto cuidado. Un hombre, con el rostro dividido en dos por la grieta del espejo, lo miraba con una calma insolente: era una cara doble de tez blanca y mejillas sonrosadas, tenía el cabello encrespado y los mechones blancos muy plateados. En los últimos tiempos le habían salido muchas canas. Pero no parecía agotado. Ni agobiado. McKechnie le dijo desde detrás:

—Dios mío, ¿qué es lo que pasa? ¡El general me ha echado una bronca tremenda por no tener la mesa ordenada!

Sin dejar de mirarse en el espejo, Tietjens dijo:

—Debería tener la mesa ordenada. Es el único reproche que le han hecho al batallón.

Así que el general había estado en el puesto de mando donde había dejado a McKechnie. Éste prosiguió sin aliento:

—Dicen que le atizó usted al general…

Tietjens respondió:

—¿Todavía no ha aprendido a no prestar crédito a lo que se dice en esta ciudad? —Se dijo: «¡Eso ha estado bien!». Había hablado con un tono frío, cortante y desdeñoso. Le dijo al jadeante sargento cocinero, otro NCO pesado, anciano y de bigotes grises—: El general va a pasar revista a las cocinas… ¡Asegúrese de que no hay ropa sucia en los armarios! —Estaba seguro de que, por lo demás, las cocinas estarían bien. Él mismo las había revisado dos días antes por la mañana. ¿O había sido ayer…? Fue al día siguiente de pasar la noche en vela porque habían ordenado volver al destacamento… No tenía importancia. Dijo—: Yo no distribuiría ropa blanca a los cocineros… Apuesto a que tienen alguna escondida, aunque vaya contra las ordenanzas.

El sargento miró a lo lejos y sonrió con aire omnisciente por encima del bigote de morsa.

—Al general le gusta verlos de blanco —respondió—, y él no sabe que han prohibido la ropa blanca.

Tietjens replicó:

—La pega está en que esos condenados cocineros siempre dejan la ropa sucia en algún armario en lugar de tomarse la molestia de llevársela a su barracón cuando se cambian.

Levin dijo con gran claridad:

—El general me ha pedido que le traiga esto, Tietjens. Huélalas si se encuentra un poco indispuesto. Lleva dos noches sin dormir. —Le alcanzó una botella de sales metida en un trozo de tubería plateada. Le explicó que de vez en cuando el general padecía de vértigo. Él mismo llevaba una por el bien de la señorita de Bailly.

Tietjens se preguntó por qué demonios la imagen de la botella de sales le había hecho pensar en el picaporte de la puerta del dormitorio moviéndose de forma casi imperceptible… e increíble. Era, claro, porque Sylvia tenía sobre la mesita de tocador iluminada, reflejada en el espejo, otro trozo idéntico de tubería plateada… ¿Es que todo lo que veía iba a recordarle el levísimo movimiento de ese picaporte?

—Puede hacer usted lo que quiera —contestó el sargento cocinero—, pero en las inspecciones del GOCIC siempre aparece un poco de ropa en un armario. Y el general siempre va directo a ese armario y pide que lo abran. Se lo he visto hacer tres veces al general Campion.

—Como encuentre algo esta vez, su dueño irá directo a un DCM —replicó Tietjens—. Asegúrese de que hay una tabla dietética limpia en el tablero del comedor.

—A los generales les gusta encontrar ropa sucia —objetó el sargento cocinero—, así tienen algo de lo que hablar si no saben nada de cocinas… Pondré mi propia tabla dietética, señor… ¿Puede usted entretener al general unos veinte minutos? Es todo lo que le pido.

Levin dijo a sus espaldas según se marchaba:

—Ese hombre es muy listo. Imagínese estar así de tranquilo justo antes de una inspección… ¡Ah…! —Se estremeció al pensar en las inspecciones que había padecido en sus tiempos.

—¡Muy listo! —repitió Tietjens. Y añadió, dirigiéndose a McKechnie—: Podría echarle un vistazo a la cena, por si al general le diese por husmear ahí.

McKechnie dijo en tono lúgubre:

—Oiga, Tietjens, ¿es usted o yo quien está al mando de esta unidad?

Levin exclamó con sequedad:

—¿Cómo? ¿Qué…?

Tietjens le explicó:

—El capitán McKechnie se queja de que, siendo él el oficial de más graduación, debería estar al mando de la unidad.

Levin le espetó:

—¡Por todos los…! —Se dirigió a McKechnie en tono enérgico—: Amigo, el mando de estas unidades lo asigna el cuartel general. ¡No vaya usted a confundirse!

McKechnie insistió con obstinación:

—Esta mañana el capitán Tietjens me pidió que me ocupara del batallón. Pensé que estaba bajo…

—Usted —respondió Levin— ha sido asignado a esta unidad para ocuparse de la disciplina y de la distribución de las raciones. Sabe muy bien que si el general no estuviese enterado de que un tío suyo o algo parecido es un protégé del capitán Tietjens, ahora mismo estaría en un manicomio…

El rostro de McKechnie se contrajo de forma convulsiva, tragó como dicen que tragan los enfermos de hidrofobia. Alzó el puño y gritó:

—Mi tí…

Levin exclamó:

—Una palabra más y lo pongo bajo supervisión médica. Tengo la orden en el bolsillo. Ahora, largo de aquí. ¡Y cuanto antes! —McKechnie fue tambaleándose hacia la puerta. Levin añadió—: Puede usted elegir entre partir al frente esta noche o enfrentarse a una comisión de investigación por solicitar un permiso para divorciarse y no hacerlo. O la otra posibilidad. ¡Y agradezca al capitán Tietjens que el general se haya mostrado tan clemente!

El barracón empezó a darle vueltas y Tietjens se acercó la botella abierta a la nariz. Su olor acre hizo que el barracón volviese a quedarse quieto. Dijo:

—No podemos hacer esperar al general.

—Me ordenó —afirmó Levin— que le diera diez minutos. Está sentado en su barracón. Parece fatigado. Este asunto le ha preocupado mucho. O’Hara fue el primer CO a cuyas órdenes sirvió. Y un tipo útil en su trabajo.

Tietjens se apoyó en la mesa hecha con cajas de latas de conserva.

—Le ha echado una buena reprimenda a ese McKechnie —observó—. No me lo esperaba de usted…

—¡Oh! —respondió Levin—, eso es por pasar tanto tiempo con él… He acabado por imitarle y veo que funciona muy bien. Claro que casi nunca le he oído reñir a nadie de ese modo. En realidad no hay quien pueda con él. Como es natural… Pero esta misma mañana estuve en su despacho desempeñando mi labor de secretario privado y él estaba hablando con Pe… Hablando mientras se afeitaba. Y le dijo exactamente: «¡Puede usted elegir entre ir al frente esta noche o un consejo de guerra!…». Así que le dije lo mismo a su amigo…

Tietjens respondió:

—Será mejor que nos vayamos.

Bajo el sol invernal Levin metió el brazo por debajo del de Tietjens y se inclinó hacia él alegremente y sin prisa. A Tietjens esa demostración le pareció insufrible, pero comprendió que era indispensable. El día parecía lleno de aristas…, todo daba la impresión de estar cruelmente definido… ¡El hígado…!

El diminuto furriel del depósito pasó a su lado muy deprisa, como empujado por el viento. Levin se limitó a hacer un gesto en respuesta a su saludo y siguió absorto en la conversación con Tietjens. Dijo:

—Usted y…, la señora Tietjens cenarán esta noche con el general. Allí se verán con el GOCIC de la División Occidental. Y con el general O’Hara… Damos por sentado que se ha separado usted definitivamente de la señora Tietjens… —Tietjens tuvo que hacer un esfuerzo por no apartar el brazo de las manos del coronel.

Su inteligencia se había convertido en un corcel con cabeza en forma de ataúd y boca de cuero, como Schomburg. Cabalgar en ella era como montar a Schomburg en un salto con foso. Sus labios decían: «¡Bla, bla, bla, bla!». No sentía las manos. Dijo:

—Comprendo la necesidad. Si el general lo ve de ese modo. Yo lo vi de otro. —Su voz estaba muy cansada—. ¡Sin duda —afirmó— el general tiene razón!

El rostro de Levin exhibía un auténtico entusiasmo. Dijo:

—¡Es usted un buen tipo! ¡Un tipo estupendo! Todos estamos en el mismo barco… ¿Va usted a decírmelo? Para él. ¿Estaba O’Hara borracho anoche o no?

Tietjens respondió:

—No creo que lo estuviera cuando irrumpió en la habitación con el mayor Perowne… ¡Lo he estado pensando! Creo que se emborrachó después… Cuando le pedí primero y le ordené después que saliera de la habitación, se apoyó contra el quicio de la puerta… Y ciertamente, en ese momento, ¡me pareció ebrio!… Luego le dije que lo pondría bajo arresto si no se iba…

Levin dijo:

—¡Hum, hum, hum!

Tietjens prosiguió:

—Era obvio que era mi deber… Le aseguro que yo estaba totalmente sobrio… Totalmente sobrio…

Levin repuso:

—No pretendo cuestionar la corrección… Pero somos una gran familia… Admito la atroz…, la intolerable naturaleza de… Pero comprenderá usted que O’Hara tenía derecho a entrar en su habitación… ¡Como PM…!

—No pongo en duda que tuviera derecho. Sólo le insisto en que estaba sobrio porque el general se ha dignado a pedir mi opinión sobre el estado etílico del general O’Hara…

Habían llegado al final de la hilera de barracones que llevaba a la oficina de Tietjens y, muy juntos, estaban contemplando el gran tapiz del paisaje francés.

—Él —dijo Levin— está deseando conocer su opinión. En realidad, que O’Hara conserve su puesto depende de si bebe o no demasiado… Dice que aceptará su palabra… Tiene total confianza en su testimonio…

—Conociéndome —respondió Tietjens estudiadamente— es lo menos que puede hacer.

Levin exclamó:

—¡Dios mío, amigo, se lo restriega usted por delante de las narices! —Y enseguida añadió—: Me ha pedido que solucione esa faceta del asunto. Tendrá que perdonar que…

La inteligencia de Tietjens estaba totalmente entumecida; el Sena, allí abajo, parecía una ese en llamas sobre una superficie opalina. Dijo:

—¿Eh? —Y luego—: ¡Oh, sí! Le perdono… Resulta penoso… Probablemente no sepa usted lo que hace. —De pronto, estalló—: ¡Dios mío…! ¿Tenían que ir los ferroviarios canadienses con mi destacamento? Los envié a reparar la línea férrea. Tenían que partir también… Yo los retrasé… Ambas órdenes estaban fechadas el mismo día a la misma hora. No pude contactar con el cuartel general ni desde aquí ni desde el hotel…

Levin replicó:

—Sí, eso es. Él estará encantado. ¡Quiere hablar con usted de eso!

Tietjens soltó un inmenso suspiro de alivio:

—Recordé que mis órdenes eran contradictorias justo antes de… Fue una impresión terrible recordarlo… Si los enviaba en los camiones, las reparaciones de la línea férrea se retrasarían… De lo contrario podían reprenderle a usted… Era una preocupación insoportable…

Levin dijo:

—Lo recordó usted justo al ver moverse el picaporte de la puerta…

Tietjens respondió en medio de una nebulosa:

—Sí. Ya sabe lo terrible que es recordar de pronto que uno ha olvidado cumplir una orden. Como si la boca del estómago tuviese…

Levin dijo:

—En lo único que pensaba cuando olvidaba alguna cosa era en qué excusa darle al furriel… Cuando era oficial del regimiento…

De pronto, Tietjens preguntó en tono insistente:

—¿Cómo lo sabe…? ¿Lo del picaporte? Sylvia no pudo verlo… —Y añadió—: Ni tampoco adivinar lo que yo estaba pensando… Estaba de espaldas a la puerta… y a mí… Mirándome a través del espejo… Ni siquiera se enteró de lo que pasaba… ¡Así que no pudo ver moverse el picaporte!

Levin dudó:

—Yo… —dijo—. Tal vez no debería habérselo dicho… Nos lo contó usted… Es decir, lo contó… —Estaba muy pálido. Dijo—: Amigo… Es posible que no lo sepa… ¿Nunca lo había hecho, en la infancia…?

Tietjens preguntó:

—¿Y bien…? ¿De qué se trata?

—¡De que habla usted… en sueños! —respondió Levin.

Sorprendido, Tietjens dijo:

—¿Y qué…? ¡No hay por qué organizar tanto revuelo! Con el exceso de trabajo que he tenido y la falta de sueño…

Con una patética apelación a la omnisciencia de Tietjens, Levin exclamó:

—Pero ¿eso no significa…? De niños decíamos que…, que si uno hablaba en sueños… es porque… estaba un poco chiflado.

Tietjens respondió con desinterés:

—No necesariamente. Significa que uno ha estado bajo mucha presión mental, pero la presión mental no siempre lo vuelve a uno loco. Ni mucho menos… Además, ¿qué importancia tiene?

Levin dijo:

—Quiere usted decir que no le importa… ¡Dios mío! —Se quedó contemplando el paisaje muy deprimido. Añadió—: ¡Qué guerra tan brutal! ¡Qué guerra tan brutal…! Fíjese en la vista…

Tietjens replicó:

—Ciertamente es un espectáculo alentador. La brutalidad de la naturaleza humana es siempre la misma. Mentimos y traicionamos y carecemos de imaginación y nos engañamos a nosotros mismos, siempre en la misma proporción. ¡En la paz y en la guerra! Pero en algún lugar de ese paisaje hay enormes masas de gente… Si dispusiésemos de una vista más amplia del frente veríamos grupos aún mayores. Entre siete y diez millones… Todos desplazándose hacia lugares adonde no querrían ir de ningún modo. ¡De ningún modo! Cada una de esas personas está terriblemente asustada. Pero aun así siguen avanzando. Una inmensa voluntad ciega los obliga a hacer el esfuerzo de consumar la única acción digna de la que puede jactarse la humanidad en toda su historia: ésa en la que estamos inmersos. Dicho esfuerzo es el único hecho meritorio de todas sus vidas… Por lo demás, la vida de esos hombres se reduce a asuntillos mezquinos, sucios e insignificantes… Como los suyos… Como los míos…

Levin exclamó:

—¡Cielos! ¡Menudo pesimista está usted hecho!

Tietjens replicó:

—¿No se da cuenta de que es puro optimismo?

—Pero —objetó Levin—, si estamos a punto de batirnos en retirada… No sabe lo desesperada que es la situación.

Tietjens dijo:

—¡Oh!, lo sé muy bien. En cuanto pase este mal tiempo, estaremos perdidos.

—No podemos contenerlos —exclamó Levin—. Es sencillamente imposible.

—Pero el éxito o el fracaso —prosiguió Tietjens— nada tienen que ver con el mérito. Y la consideración de las virtudes de la humanidad no puede olvidar al otro bando. Si ellos pierden nosotros ganamos. Si el éxito es necesario para su idea de la virtud, virtus, entonces ellos proporcionarán el éxito en lugar de nosotros. Lo importante es ser fiel a la integridad de uno mismo, por muy grande que sea el terremoto que derribe nuestra casa… Y eso, gracias a Dios, es lo que estamos haciendo…

Levin dijo:

—No sé… Si supiera usted lo que ocurre en Inglaterra…

Tietjens respondió:

—¡Oh!, lo sé… Me conozco ese terreno como la palma de la mano. Podría moverme por él aunque no conociera los detalles.

Levin asintió:

—Estoy seguro de ello. —Y añadió—: Claro que podría… Y, no obstante, lo único que podemos hacer con usted es martirizarlo porque dos idiotas borrachos irrumpieron en el dormitorio de su mujer…

Tietjens dijo:

—Se le notan sus orígenes no anglosajones por su manera de gritar… ¡Y por sus iluminadoras exageraciones!

Levin exclamó de pronto:

—¿De qué demonios estábamos hablando?

Tietjens replicó en tono sombrío:

—Estoy a disposición de la autoridad militar competente…, es decir, ¡de usted!, mientras investigan mis antecedentes. Y tengo intención de seguir soltando banalidades mientras no me lo impida.

Levin respondió:

—Por el amor de Dios, ayúdeme. Esto me resulta muy difícil. El general, me ha pedido que trate de averiguar lo que ocurrió la otra noche. No quiere hacerlo él mismo. Les tiene demasiado afecto a ambos.

Tietjens dijo:

—Pedirme que le ayude es pedir demasiado… ¿Qué es lo que dije en sueños? ¿Qué le ha contado al general la señora Tietjens?

—El general —replicó Levin— no ha visto a la señora Tietjens. No se fiaba de sí mismo. Sabía que trataría de liarlo.

Tietjens suspiró:

—Va aprendiendo. Cumplió los sesenta el julio pasado, pero empieza a ver las cosas con claridad.

—El caso es —prosiguió Levin— que lo poco que sabemos lo averiguamos como le he dicho. Y del propio O’Hara, por supuesto. El general no dejó que Pe…, que el otro tipo, le dijera una sola palabra, mientras se afeitaba. Sólo dijo: «No le escucharé, no le escucharé. Puede usted elegir entre partir al frente con el primer tren o un consejo de guerra por mi solicitud personal ante el rey».

—No había imaginado —apuntó Tietjens— que pudiera ser tan inflexible.

—Está muy afectado —respondió Levin—, si usted y la señora Tietjens se separan, y no digamos si puede probarse algo contra cualquiera de los dos, harán añicos todas sus ilusiones. Y… —Se interrumpió—: ¿Conoce usted al mayor Thurston? ¿De artillería? ¿Destinado en antiaéreos…? El general y él son uña y carne…

Tietjens contestó:

—Es uno de los Thurston de Lobden Moorside… No lo conozco personalmente…

Levin prosiguió:

—Le contó algo al general… Que le ha disgustado mucho…

Tietjens exclamó:

—¡Dios mío! —Y luego añadió—: No es posible que le haya hablado mal de mí… Así que debe haber sido acerca de…

Levin preguntó:

—¿Acaso quiere que sólo le hablen mal de usted al general en contraposición con lo que se diga de… otra persona?

Tietjens replicó:

—Los tipos de la cocina llevan esperando la inspección un buen rato… Estoy en sus manos en lo que al general se refiere…

Levin dijo:

—El general está en su barracón, encantado de estar solo. Nunca lo está. Me dijo que iba a escribir un memorándum confidencial para el ministro y que me quedase con usted todo el tiempo necesario con tal de que sacase algo en claro…

Tietjens inquirió:

—¿Ocurrió lo que dice el mayor Thurston en…, él se ha pasado casi toda la vida en Francia… Habría hecho mejor no diciéndomelo…

Levin repuso:

—Es nuestro oficial de enlace en antiaéreos con las autoridades civiles franceses. Los tipos como él normalmente han vivido mucho tiempo en Francia. Es un hombre muy discreto y tranquilo. Juega al ajedrez con el general y habla mucho con él… Pero el general quiere contarle a usted en persona lo que le dijo…

Tietjens soltó:

—¡Dios mío…! También él va a hablar conmigo… Es como si se fuese cerrando el círculo…

Levin le interrumpió:

—No podemos seguir así… La culpa es mía por no ser más directo. Pero no podemos perder ni un día más. No lo soportaríamos… Casi he terminado.

Tietjens le preguntó:

—¿De dónde era en realidad su padre? ¿De Frankfurt…?

Levin respondió:

—De Constantinopla… Mi abuelo era uno de los agentes financieros del sultán, mi padre fue el fruto de sus amores con una armenia que le regaló el Selamlik, además de la Orden del Medjidje, de primera clase.

—Eso explica sus excelentes modales y su sentido común. Si hubiese sido usted inglés ya le habría roto el cuello.

Levin replicó:

—¡Gracias! Espero comportarme siempre como un caballero inglés. Pero ahora voy a ser brutalmente directo… —Continuó—: Lo raro es que siempre se refiriese usted a la señorita Wannop con el lenguaje de un correcto corresponsal victoriano. Tendrá que disculpar que pronuncie su nombre, pero así abreviaremos. Decía usted «señorita Wannop» cada dos o tres minutos. Eso convenció al general más que cualquier otra cosa de que su relación era totalmente…

Tietjens dijo con los ojos cerrados:

—Así que hablé en sueños de la señorita Wannop…

Levin, que estaba temblando un poco, dijo:

—Fue todo muy raro… Casi fantasmagórico… Estaba usted ahí, con los brazos encima de la mesa. Hablando sin parar. Era como si le estuviese escribiendo una carta. La luz del sol iluminaba el barracón. Yo quise despertarle, pero él me lo impidió. Dio por sentado que estaba llevando a cabo una labor detectivesca y quiso averiguar lo que pudiera. Se le había metido en la cabeza que era usted socialista…

—¿Lo ve? —comentó Tietjens—. ¿No le dije que empezaba a ver las cosas con claridad…?

Levin exclamó:

—Pero usted no es socialis…

Tietjens lo interrumpió:

—Por supuesto, que su padre fuera de Constantinopla y su abuela georgiana explica su atractivo. Es usted un tipo muy apuesto. E inteligente… Ya que el general le ha encargado averiguar si soy o no socialista contestaré con gusto a sus preguntas.

Levin replicó:

—No… Ésa es una de las cosas que quiere preguntarle en persona. Por lo visto, en caso de que lo sea tiene intención de excluirlo de su testamento…

Tietjens exclamó:

—¡Su testamento…! Claro, es normal que quiera dejarme algo. Pero ¿no sería eso suficiente motivo para que yo afirmara serlo? No quiero su dinero.

Levin dio un auténtico respingo. El dinero, y en particular el dinero heredado, era una de las cosas más sagradas para él, así que exclamó:

—¡No comprendo cómo puede bromear sobre ese asunto!

Tietjens respondió de buen humor:

—En fin, no supondría que iba a hacerle la rosca a un anciano caballero para que me dejase su dinero. —Añadió—: ¿No cree que sería mejor acabar de una vez?

Levin preguntó:

—¿Se encuentra usted mejor?

Tietjens respondió:

—Bastante mejor… Disculpe que haya sido tan emotivo. No es usted inglés, así que espero no haberle avergonzado.

Levin estalló muy ofendido:

—¡Maldita sea, soy inglés hasta la médula! ¿Qué es lo que pasa conmigo?

Tietjens dijo:

—Nada… No pasa nada. Eso mismo es lo que lo hace a usted tan poco inglés. A nosotros…, bueno no parece importarnos lo que ocurra con nosotros… ¿Qué ha deducido usted acerca de mis relaciones con la señorita Wannop?

Planteó la pregunta con tanta frialdad que Levin, que seguía preocupado con sus ancestros, al principio no comprendió lo que había dicho Tietjens. Empezó a contarle que había sido educado en Winchester y Magdalen.[134] Luego soltó un «¡Oh!». Y se tomó un tiempo para pensar.

—Si —dijo por fin— el general no me hubiera dicho que es joven y atractiva…, al menos eso creo…, habría pensado que la trataba usted como a una vieja solterona… Por supuesto, me sorprendió mucho que hubiese alguien… Que usted… En cualquier caso… Supongo que soy un necio…

Tietjens inquirió:

—¿Qué dedujo el general?

—Él… —dijo Levin— se acercó a usted con la cabeza ladeada y aire astuto…, como una urraca escuchando junto al agujero en el que ha escondido una nuez… Al principio, pareció decepcionado, luego muy satisfecho. Una satisfacción muy sencilla. Satisfecho sin más, ya sabe… Cuando salimos del barracón me dijo: «Supongo que in vino veritas», y me preguntó cómo se decía «sueño» en latín…, pero yo también lo había olvidado…

Tietjens preguntó:

—¿Qué dije?

—Es… —Levin dudó— extraordinariamente difícil reproducir lo que dijo… No recuerdo parlamentos largos al pie de la letra… Como es natural, era todo muy fragmentario… Ya le he dicho que hablaba usted con una joven de cosas de las que no se le suele hablar a una joven… Y, evidentemente, estaba tratando de abandonar a su…, a la señora Tietjens, con delicadeza… También trataba de explicar por qué había decidido separarse definitivamente de la señora Tietjens… Parecía temer usted que a la otra joven le molestase su separación…

Tietjens le espetó con despreocupación:

—Esto es muy doloroso. ¿Por qué no me cuenta exactamente qué es lo que pasó anoche…?

Levin dijo:

—¡Ojalá lo hiciera usted! —y añadió con timidez—: Espero que no le importe que le recuerde que esto es una investigación militar. Para mí sería más fácil informar al general si me contase las cosas tal como ocurrieron.

Tietjens replicó:

—Gracias… —Y pasado un breve intervalo, prosiguió—: La noche pasada me retiré a descansar con mi mujer a las…, no recuerdo la hora con exactitud. Digamos la una y media. Llegué al campamento a las cuatro y media y me costó media hora venir andando. Así que lo que voy a contarle ocurrió antes de las cuatro.

—La hora —observó Levin— no es relevante. Sabemos que el incidente ocurrió de madrugada. El general O’Hara vino a quejarse a las tres treinta y cinco. Debió de tardar cinco minutos en llegar a mi alojamiento.

Tietjens dijo:

—Y me acusó de…

—Las quejas —respondió Levin— fueron por varios motivos… No los recuerdo todos. La acusación principal era por ebriedad y por golpear a un oficial superior, luego por conducta perjudicial en la que empujó usted… Y también un acusación subsidiaria por haber rechazado un pliego de cargos de forma impropia en su puesto de mando… No comprendí muy bien de qué se trataba… Por lo visto discutió usted con él acerca de sus policías militares…

—Ése —observó Tietjens— es el auténtico motivo. —Preguntó—: ¿Quién es el oficial al que se supone que golpeé…?

Levin dijo con sequedad:

—Perowne…

Tietjens replicó:

—Sabe usted que no fue a él. Estoy dispuesto a declararme culpable de golpear al general O’Hara.

—No se trata —objetó Levin— de declararse culpable de nada. Nadie le ha acusado a usted, y sabe muy bien que ya no está bajo arresto… Cualquier orden que se le dé después de ponerlo bajo arresto basta para levantarlo de forma inmediata.

Tietjens dijo con frialdad:

—Lo sé perfectamente. Y ésa fue la intención del general Campion al ordenarme que lo acompañara a inspeccionar las cocinas… Pero dudo de que… Quisiera que reconsiderasen si éste es el mejor modo de silenciar el asunto… Creo que sería mucho más práctico que yo me declarase culpable de golpear al general O’Hara. Y de ebriedad, naturalmente. Un oficial no golpea a un general si está sobrio. Así el caso pasaría inadvertido. Todos los días arrestan a algún oficial subalterno por ebriedad.

Levin había dicho «Espere un minuto» dos veces. Ahora exclamó evidentemente horrorizado:

—Su manía de sacrificarse le hace perder todo…, todo el sentido de la proporción. Olvida que el general es un caballero. Las cosas no pueden resolverse de forma clandestina en esta unidad…

Tietjens arguyó:

—Pues van a resolverlas de un modo intolerable… A mí no me importaría lo más mínimo que me acusaran de ebriedad, pero sacar a relucir todo esto será un infierno.

Levin le exigió:

—El general está deseoso de saber exactamente lo ocurrido. Le ruego que acepte la orden de contar con exactitud lo sucedido.

Tietjens dijo:

—Eso es lo más aborrecible… —Guardó silencio casi un minuto, mientras Levin se daba golpecitos en el pantalón con la fusta de montar con un ritmo nerviosamente apasionado. Tietjens se puso muy rígido y empezó—: El general O’Hara irrumpió en la habitación de mi mujer. Yo estaba allí. Al principio, pensé que estaba borracho. Pero por lo que dijo supongo que no lo estaba tanto. Había otro hombre tumbado en el pasillo hacia donde lo empujé. El general O’Hara exclamó que era el mayor Perowne. Yo no lo había reconocido. Apenas lo conozco y no iba vestido de uniforme. Lo tomé por un camarero francés que venía a traerme un recado. Tan sólo vi su cara en la puerta mientras se asomaba a la habitación. Mi mujer estaba en un estado… que rozaba la desnudez. Así que le puse la mano en la barbilla y lo empujé hacia el pasillo. Soy un hombre muy fuerte y empujé con todas mis fuerzas. Eso lo recuerdo. Estaba enfadado, pero no más de lo que parecían requerir las circunstancias…

Levin exclamó:

—Pero… ¡Un recado…! ¡A las tres de la mañana…!

—Llevaba toda la noche telefoneando a mi puesto de mando y al suyo. El OIC del destacamento, el teniente Cowley, también me había llamado varias veces. Estaba deseando saber lo que tenía hacer con los ferroviarios canadienses. Desde que entré en la habitación de la señora Tietjens recibí tres llamadas telefónicas y vino a verme un ordenanza del campamento. Además, estaba manteniendo una conversación muy difícil con mi mujer acerca del reparto de las fincas de mi familia, que son muy grandes, así que los detalles eran muy complejos. Yo ocupaba la habitación contigua a la de la señora Tietjens y había dejado abierta la puerta que comunicaba las dos habitaciones para poder oír si un camarero o un ordenanza llamaban a mi puerta desde el pasillo. El portero de noche del hotel era un tipo moreno, arisco y desaseado… No se parecía en nada a Perowne.

Levin lo interrumpió:

—¿Es necesario entrar en tantos detalles? Nosotros…

Tietjens replicó:

—Lo considero necesario si tengo que hacer una declaración. Yo preferiría que me interrogase usted…

Levin dijo:

—Por favor, continúe… Lo de que el mayor Perowne no vestía de uniforme coincide. Él ha declarado que iba en batín y pijama. En busca del baño.

Tietjens exclamó:

—¡Ah! —Y se quedó pensativo. Luego añadió—: ¿Podría decirme lo que ha declarado el mayor Perowne?

—Él afirma —le explicó Levin— lo que le acabo de decir. Estaba buscando el baño. Nunca había dormido antes en el hotel. Abrió una puerta y echó un vistazo, y en ese momento lo empujaron con gran violencia hacia el pasillo y contra la pared. Dice que se sorprendió tanto que, sin saber lo que le había ocurrido, gritó varias acusaciones contra la persona que lo había atacado… En ese momento, el general O’Hara salió de su habitación.

Tietjens inquirió:

—¿Qué clase de acusaciones hizo el mayor Perowne?

—No, ¡oh…! —dudó Levin—, las ha explicitado en su declaración.

Tietjens dijo:

—¿Y no le parece esencial que yo sepa en qué consisten…?

Levin respondió:

—No lo sé… Espero que me perdone… El mayor Perowne vino a verme media hora después que el general O’Hara. Estaba muy…, extremadamente nervioso y preocupado. Por la señora Tietjens…, y debo decir que también por usted… Por lo visto, gritó lo primero que le acudió a la cabeza como «¡Ladrones!» o «¡Fuego!». Y, cuando salió el general O’Hara, le dijo, fuera de sí, que su mujer le había invitado a subir a su habitación, y que…, ¡oh!, discúlpeme…, lo lamento mucho…, estoy en deuda con…, ¡que usted había tratado de chantajearle!

Tietjens exclamó:

—¡Bueno…!

—Comprenda —dijo Levin en tono implorante— que eso es sólo lo que le dijo al general O’Hara en el pasillo. Luego confesó que había sido una locura… Y no mantuvo esa acusación ante mí.

Tietjens preguntó:

—¿Ni que la señora Tietjens le había dado permiso…?

Levin respondió con lágrimas en los ojos:

—No quiero seguir con esto… Prefiero renunciar al mando antes que seguir torturándolo…

—No puede usted renunciar al mando —replicó Tietjens.

—Puedo renunciar a mi puesto —respondió Levin. Siguió gimoteando—: ¡Qué guerra tan horrible…! ¡Qué guerra tan horrible…!

Tietjens le tranquilizó:

—Si lo que le molesta es tener que decirme que cree usted que el mayor Perowne subió con el permiso de mi mujer, me consta que es cierto. Y también lo es que mi mujer contaba con que yo estaría allí. Quería un poco de diversión, no cometer adulterio. Aunque también me consta que, como el mayor Thurston parece haberle contado al general Campion, la señora Tietjens pasó una temporada con el mayor Perowne. En Francia. En un lugar llamado Yssingueux-les-Pervenches…

—No se llamaba así —balbució Levin—. Era San… San… San no sé cuántos. En las Cevennes…

Tietjens dijo:

—¡Vamos…! No se preocupe…

—Pero yo… —continuó Levin— estoy en deuda con usted…

—Será mejor —repuso Tietjens— que yo me ocupe de este asunto.

Levin observó:

—Al general le partirá el corazón. Tiene una confianza absoluta en la señora Tietjens. ¿Cómo no tenerla…? ¿Cómo demonios iba a adivinar nadie lo que le contó el mayor Thurston?

—Es uno de esos hombres dignos de confianza que siempre acaban enterándose de ese tipo de cosas —respondió Tietjens—. En cuanto a la confianza del general en la señora Tietjens, está totalmente justificada… Lo que pasa es que ya no habrá más desfiles. Tarde o temprano, nos pasará a todos… —Y añadió con un poco de amargura—: A usted no. Al ser turco o judío tiene usted un alma oriental, fiel, monógama y sencilla… —Y dijo además—: Espero que el sargento cocinero tenga el sentido común de no retrasar la cena de los hombres por culpa de la inspección del general… Aunque, no creo que lo haga…

Levin dijo:

—¿Y qué demonios importa eso? A veces deja esperando a los hombres tres horas en los desfiles.

—Por supuesto —dijo Tietjens—, si eso es lo que el mayor Perowne le contó a O’Hara, es probable que mis sospechas sobre su estado de ebriedad estuvieran injustificadas. Trate de imaginárselo. El general O’Hara hizo saltar el pasador de la puerta que yo acababa de cerrar e irrumpió en la habitación gritando: «¿Dónde está ese ####chantajista?». Y me costó casi tres minutos deshacerme de él. Yo había tenido la presencia de ánimo de apagar la luz y él no dejaba de insistir en echarle otro vistazo a la señora Tietjens. Si se piensa bien, es evidente que tiene el sueño muy profundo. Lo despertaron de pronto, después de haber bebido, sin duda, unas cuantas copas. Oyó al mayor Perowne gritando algo sobre ladrones y chantajistas… Los ladrones y chantajistas deben de abundar en la ciudad. Además, me odia por lo de la policía militar. Soy un tipo de aspecto desastrado del que no sabe demasiado. Perowne tiene fama de ser millonario. Y es muy probable que lo sea, la gente dice que es muy tacaño. Por eso se le debió de ocurrir la idea del chantaje con la que sugestionó al general… —Volvió a empezar—: Pero yo no tenía forma de saberlo… Le había dado a Perowne con la puerta en las narices sin saber siquiera que era él. La verdad es que pensé que era el portero nocturno que venía a traerme un recado. Sólo vi a un sátiro dando gritos. Quiero decir que eso es lo que pensé que era O’Hara… Y le aseguro que, cuando insistió en quedarse apoyado contra el quicio de la puerta y en echarle otro vistazo a la señora Tietjens, no dejaba de decir «la mujer» y «la desvergonzada» en lugar de «la señora Tietjens», conservé la calma… Pensé que ocurría algo raro. Repetí «Ésta es la habitación de mi mujer» varias veces. Él preguntó cómo podía estar seguro de que era mi mujer, y… afirmó que se le había insinuado en el salón, así que podría haber sido él tanto como Perowne… Diría que se le había metido en la cabeza la idea de que yo había llevado allí a una furcia para chantajear a alguien… Pero ya sabe… Yo acabé hartándome… Vi en el pasillo a uno de los subalternos que tiene a sus órdenes y le dije: «Si no se lleva de aquí al general O’Hara tendré que ordenarle que lo ponga bajo arresto por ebriedad». Eso pareció sacar de quicio al general. Yo me había acercado a él con la intención de sacarlo a empujones y, desde luego, olía mucho a whisky. Pero supongo que él se creía ultrajado. Tal vez empezase también a entrar en razón. Como no vi que me quedara otra posibilidad, lo empujé con suavidad hacia el pasillo. Al salir él me gritó que podía considerarme bajo arresto. Y así lo hice… Es decir, en cuanto resolví ciertos detalles con la señora Tietjens, me vine andando a mi alojamiento, aunque en realidad el MO me había ordenado quedarme en el hotel debido al estado de mis pulmones. Fui a despedir al destacamento, pues para eso no tenía que dar ninguna orden. Volví a mi alojamiento a eso de las seis y media y, alrededor de las siete, desperté a McKechnie, a quien le pedí que se hiciera cargo de mi ordenanza y del puesto de mando. Desayuné en mi tienda, y luego fui a mi despacho a esperar los acontecimientos. Creo que le he contado lo más esencial…