Pronto tuvo ocasión de seguir con sus investigaciones, pues esa misma noche, en la cena, Tietjens tuvo que ir al teléfono en compañía de un cabo y ella se encontró enfrente de lo que tomó por un pequeño comerciante de mejillas sonrosadas y crecido bigote gris, enfundado en un uniforme tan arrugado que las arrugas parecían las venas de una hoja… Un pequeño y fiable comerciante: el verdulero a la vuelta de la esquina a quien, en ocasiones, le permites que te venda un poco de parafina… Aquel hombre le había dicho:
—Señora, si multiplica usted dos mil novecientos y pico por diez le saldrán unos veintinueve mil…
Y ella había exclamado:
—¿Me está diciendo en serio que mi marido, el capitán Tietjens, se pasó la tarde de ayer examinando veintinueve mil uñas del pie… y dos mil novecientos cepillos de dientes…?
—Le dije —respondió su interlocutor con total seriedad— que tratándose de tropas coloniales no era necesario examinar sus cepillos de dientes… Las tropas imperiales se lavan los dientes con el cepillo que usan para limpiar los botones y así pueden enseñarle un cepillo de dientes limpio al oficial médico…
—Suena —le dijo ella con un leve estremecimiento— como si fuesen ustedes colegiales jugando a algo… Y dice usted que mi marido se ocupa de ese tipo de cosas…
El subteniente Cowley, consciente de que la cinta del hombro de su correaje, comprada esa tarde en el almacén, y por tanto nueva, no combinaba bien con la parte abdominal del cinturón que había sido suyo casi diez años… —¡era un cuero excelente!—, respondió, no obstante, con firmeza:
—¡Señora! La vida de un ejército radica no sólo en su cerebro, sino en sus pies… Y hoy en día los oficiales médicos afirman que en sus dientes… Su marido, señora, es un oficial admirable… Ningún destacamento supervisado por él tendrá que…
Sylvia le interrumpió:
—Dice usted que se pasó tres horas… inspeccionándoles los pies y los petates…
El subteniente Cowley respondió:
—Por supuesto, había otros oficiales para ayudarle con los petates…, pero él les revisó personalmente los pies a todos…
Ella dijo:
—Y eso le llevó de las dos a las cinco… Luego supongo que tomaría el té… Y fue a… ¿dónde era…?, a revisar los papeles del destacamento…
El subteniente Cowley dijo en voz baja por debajo del bigote:
—Si, tal como he oído, el capitán es un poco descuidado a la hora de escribir cartas… No vaya usted a pensar, señora… Yo mismo soy un hombre casado…, tengo una hija… Y el ejército no es un buen sitio para escribir cartas… En ese aspecto podría decirse que, gracias a Dios, tenemos a la marina, señora…
Sylvia le dejó que balbuciera una o dos frases más, pensando que su confusión tal vez le sirviese para encontrar el rastro de la señorita Wannop en Ruán. Luego le dijo amablemente:
—Claro, eso lo explica todo, señor Cowley, y le quedo muy agradecida… Como es lógico, mi marido no tendría tiempo para escribir cartas largas… No es como esos subalternos atolondrados que van detrás de…
Él exclamó entre carcajadas:
—El capitán corriendo detrás de unas faldas… ¡Puedo contar con una mano las veces que lo he perdido de vista desde que lo pusieron al mando del batallón! —A Sylvia la embargó una profunda oleada de depresión—. Pero —siguió riendo el teniente Cowley— si siempre nos burlábamos de él porque cuidaba de nosotros como una gallina clueca… En el mejor de los casos, éste es un ejército de opereta, como suele decirse… Y piense en los otros oficiales que tuvimos antes de él… Primero el mayor Brooks…, que, como muy pronto, se levantaba a mediodía y luego se ausentaba del campamento a las dos y media. Si uno no tenía los informes listos para la firma antes de esa hora ya podía ir olvidándose… Y el coronel Potter… Dios mío…, él ni siquiera firmaba los informes… Vivía aquí, en este hotel, y nunca lo vimos por el campamento… En cambio el capitán… Siempre decimos que si fuese un furriel de Chelsea organizando la partida de un destacamento del segundo de los Coldstreams…
Con su belleza graciosa e indolente —y ella era muy consciente de estar exhibiendo una belleza graciosa e indolente— Sylvia se inclinó sobre el mantel para oír mejor los datos de la terrible acusación que pronto formularía contra Tietjens… Pues la moralidad de estas cuestiones es la siguiente: si tienes entre tus manos a una mujer incomparablemente hermosa tienes que dedicarte a ella con exclusividad… Es una imposición de la naturaleza…, hasta que le seas infiel con una chica pecosa de nariz respingona; ¡lo que, claro, al ser una reacción, sigue siendo, en cierto sentido, un modo de dedicarte a tu mujer…! Pero traicionarla con todo un batallón… Eso atenta contra la decencia y contra la naturaleza… ¡Y que él, Christopher Tietjens, se hubiese rebajado al nivel de los hombres que había allí…!
Tietjens se acercó distraído entre las mesas, con un aire más distante de lo habitual, pues acababa de salir de la cabina telefónica. Deslizó su fatigado corpachón en la silla barnizada que había entre ella y el teniente y dijo:
—Ya he arreglado lo de la colada… —¡Sylvia soltó un siseo de placer vengativo! Eso, desde luego, era traicionarla con un batallón. Él añadió—: Tengo que estar de vuelta en el campamento antes de las cuatro y media de la mañana…
Sylvia no se resistió a preguntar:
—¿No hay un poema… «¡Ay de mí, el alba, el alba, que llega demasiado pronto!…», dicho, claro, por una pareja de amantes en la cama…?
Cowley se sonrojó visiblemente hasta la raíz del cabello. Tietjens terminó lo que le estaba diciendo a Cowley, que se había quejado de que tuviese que volver tan pronto al campamento, alegando que no había podido encontrar un oficial para hacer marchar al destacamento. Luego dijo en tono despreocupado:
—Hay muchos poemas de la Edad Media con ese estribillo… Es probable que te refieras a una aubade de Arnaut Daniel, que alguien tradujo después… Una aubade era un poema que se cantaba al amanecer, cuando supuestamente sólo los amantes estaban de humor para cantar…
—¿Habrá —preguntó Sylvia— alguien más que tú que cante en el campamento mañana a las cuatro?
No pudo evitarlo… Sabía que si Tietjens había adoptado un tono tan pomposo era para que aquel objeto grotesco que estaba sentado a su mesa tuviera tiempo para recobrarse de su confusión. Le odió por hacerlo. ¿Qué derecho tenía a aparentar ser un idiota pomposo para ocultar la confusión de nadie?
El subteniente se recobró y exclamó dándose una palmada en el muslo.
—¿Lo ve, señora…? ¡El capitán lo sabe todo…! No creo que pueda preguntarle nada que no sepa… Es lo que se dice en el cuartel… —Siguió con una larga enumeración de las preguntas que Tietjens había sabido responder en el campamento…
A Sylvia le dominaba la emoción… de estar tan cerca de Tietjens. Se dijo: «¿Acaso esto va a durar siempre?». Tenía las manos heladas. Se tocó el dorso de la mano izquierda con los dedos de la derecha. Estaba helado. Se miró las manos exangües…, y se dijo: «Es una pasión puramente sexual…, es una pasión puramente sexual… ¡Dios! ¿Es que no voy a poder sobreponerme? ¡Padre…! Usted apreciaba a Christopher… Haga que la Virgen me ayude a sobreponerme… Será su ruina y la mía. Pero, qué demonios, ¡no lo haga…! Es lo único que me anima a vivir… Cuando llegó tan despistado después de hablar por teléfono pensé que todo iba bien… Pensé que era pesado como un caballo de madera… Durante dos minutos… Luego vuelve a empezar… Quiero tragar saliva y no puedo. Mi garganta se niega a obedecerme».
Inclinó sobre el mantel uno de sus brazos blancos y desnudos en dirección al bigote de morsa que seguía resoplando muy animado:
—En el colegio lo llamaban el viejo Sal —dijo—. Pero hay una pregunta salomónica que no sabría responder… La del hombre con… ¡Oh, una doncella…! Pregúntele lo que ocurrió antes de amanecer hace noventa y seis…, no, noventa y ocho días…
Se dijo: «No puedo evitarlo… ¡Oh!, no puedo evitarlo…».
El ex sargento mayor estaba exclamando muy contento:
—¡Oh, no pretendía insinuar que el capitán fuese uno de esos tipos sabihondos…! Él conoce de verdad a los hombres y las cosas… Es sorprendente lo mucho que conoce a los hombres, teniendo en cuenta que no es militar de carrera… Pero, claro, un verdadero caballero se relaciona con sus semejantes toda la vida y llega a conocerlos bien… Hasta la punta de las polainas.
Tietjens estaba mirando hacia delante con el rostro totalmente inexpresivo.
«Apuesto a que esta vez lo he pillado», se dijo ella, y luego añadió dirigiéndose al ex sargento mayor:
—Entonces supongo que cualquier oficial del ejército, uno de esos caballeros a los que se refiere, cuando un tren sale hacia al frente desde cualquiera de las grandes estaciones…, digamos de Paddington…, sabe lo que sienten todos… Pero no lo que piensan las mujeres casadas…, o la… la chica… —Se dijo: «Maldita sea, ¡que torpe me estoy volviendo…! Antes era capaz de despellejarlo con una palabra. Ahora necesito frases enteras…». Luego siguió con lo que le estaba diciendo a Cowley—: Por supuesto, puede que nunca vuelva a ver a su único hijo y eso hace que esté más sensible… Me refiero al oficial de Paddington… —Se dijo: «Por Dios, si ese animal no se rinde esta noche, nunca volverá a ver a Michael… ¡Ah, pero lo tengo bien agarrado…!». Tietjens tenía los ojos cerrados y le había aparecido una pequeña media luna blanca alrededor de las aletas de la nariz, que iba en aumento… De pronto sintió una súbita inquietud y se sujetó al borde de la mesa con el brazo extendido… A los hombres se les pone así la nariz cuando están a punto de desmayarse… No quería que se desmayara… Pero había reparado en la palabra Paddington… Noventa y ocho días antes… Había contado los días… Contaba con esa información… Había dicho «Paddington» al salir de la casa y él se lo había tomado como una despedida. Había… Había pensado que era libre de hacer lo que quisiera con aquella chica… Pues bien…, no lo era… Por eso tenía tan blancas las aletas de la nariz…
Cowley exclamó ruidosamente:
—¡Paddington…! Los trenes del frente no salen de allí…, el BEF… No sale de Paddington… Los Glamorganshire van allí desde la base… Y los de Liverpool…[124] Tienen una base en Birkenhead… ¿O ésos son los del regimiento de Cheshire…? [125] —Le preguntó a Tietjens—: ¿Quiénes son los que tienen la base en Birkenhead, señor, los de Liverpool o los de Cheshire…? Recordará que tuvimos un destacamento procedente de allí cuando estuvimos en Penhally… En cualquier caso, a Birkenhead se va desde Paddington… Nunca he estado allí… Dicen que es un sitio muy agradable…
Aunque no quería hacerlo, Sylvia observó:
—Lo es…, pero nunca se me ocurriría quedarme allí para siempre…
Tietjens respondió:
—El regimiento de Cheshire tiene un campamento de instrucción, no una base, cerca de Birkenhead. Y, por supuesto, hay RGA…
Ella había apartado la mirada… Cowley exclamó con hilaridad:
—Casi se duerme, señor. Tenía los ojos cerrados… —Levantó la copa de champán y se inclinó hacia donde estaba Sylvia—. Tiene que perdonar al capitán, señora —dijo—. La última noche casi no pegó ojo… Y en parte por mi culpa… Por eso es tan amable por su parte… Le aseguro, señora, que hay muy pocas cosas que no haría por el capitán… —Se bebió el champán y empezó a explicarle—: Tal vez no sepa que éste es un gran día para mí… Y el capitán y usted lo están convirtiendo en el mejor día de mi vida. A las cuatro de la mañana no había nadie más desdichado en todo Ruán. Y ahora… Le habrá contado que fue víctima de una queja desafortunada y despreciable… De las que hacen que uno vaya con cuidado con las celebraciones… Y hoy era un día de celebración… Pero a él no se le ocurriría ir donde el sargento mayor Ledoux y sus compañeros… Claro que no… No se le ocurriría… —concluyó—. El caso es que ahora mismo podría estar en ese campamento helado…, de no ser por usted y por el capitán… En ese campamento helado… Discúlpeme, señora…
Sylvia notó de pronto que le temblaban los labios.
—Yo misma —dijo— podría estar ahora en un campamento helado…, ¡de no haber sido por la compasión del capitán…! En Birkenhead, ¿sabe?, estuve allí hasta hace tres semanas… Es raro que aludiera usted a ello… Hay cosas que parecen una señal…, ¡pero usted no es católico! No puede tratarse de una coincidencia… —Estaba temblando…, miró, después de abrirlo con torpeza, el espejito de su polvera, de oro muy fino con una pequeña piedra azul, como un nomeolvides en mitad de unos grabados concéntricos…, regalo de Drake, el posible padre de Michael… Era lo primero que le había regalado. La había llevado consigo esa noche por puro afán de provocación. Pensaba que a Tietjens le disgustaba. Se dijo casi sin aliento: «Tal vez esto traiga mala suerte…». Drake había sido el primer hombre que… ¡Una bestia fogosa…! En el espejito sus rasgos se veían tan blancos como la pared… Parecía…, parecía… Llevaba un vestido de tejido dorado… Le faltaba el aliento entre los dientes blancos… Tenía el rostro tan blanco como los dientes…, y… ¡sí!, ¡casi!, sus labios… ¿A qué le recordaba su rostro…? En la capilla del convento de Birkenhead había una tumba de alabastro… Se dijo: «Ha estado a punto de desmayarse… Y yo también… ¿Qué demonios nos pasa…? Si me desmayase…, ¡pero seguro que ese animal seguiría impertérrito!». Se inclinó sobre la mesa y le dio unos golpecitos en la mano peluda al ex sargento mayor—. Estoy segura de que es usted buena persona… —No trató de ocultar las lágrimas al recordar las palabras «en un campamento helado»—. Me alegro de que el capitán, como usted lo llama, no le dejara en el campamento helado… Confía usted plenamente en él, ¿verdad…? Hay otros a los que sí deja… allí…, en el campamento helado… Para castigarlos…
El ex sargento mayor, también con lágrimas en los ojos respondió:
—Bueno, hay hombres que merecen el CB para… CB significa que no pueden salir del cuartel…
—¿Ah, sí? —exclamó ella—. ¡Vaya…! Y mujeres, ¿no…? También habrá mujeres…
El ex sargento mayor respondió:
—Tal vez alguna del WAAC…, no lo sé… Dicen que la disciplina femenina se parece mucho a la nuestra… ¡Se basa en la puntualidad!
Ella replicó:
—¿Sabe lo que se decía del capitán…? —Se dijo: «Ruego a Dios que a ese bruto fatuo y envarado le guste estar ahí sentado escuchándome… Virgen bendita, madre de Dios, haz que me acepte… Antes de medianoche. Antes de las once… En cuanto nos libremos de este… No, es una buena persona… ¡Virgen bendita…!»—. ¿Sabe lo que se decía del capitán…? Se lo oí al banquero más entusiasta de Inglaterra…
El ex sargento mayor abrió los ojos como platos y exclamó:
—¿Conocen ustedes al banquero más entusiasta de Inglaterra…? Caramba, siempre supimos que el capitán estaba bien relacionado…
Ella lo interrumpió:
—Se decía… que siempre estaba ayudando a la gente… —«¡Santa María, madre de Dios…! Es mi marido. No es un pecado… Antes de medianoche… ¡Oh, hazme una señal…! O antes… del final de las hostilidades… Si me hicieras una señal, podría esperar…»—. Ayudaba a virtuosos estudiantes escoceses, y a nobles arruinados… Y a mujeres adúlteras… A todos ellos… Como… ya sabe quien… Ése es su modelo… —Se dijo: «¡Maldito sea…! Espero que le guste… Cualquiera diría que en lo único que piensa es en ese condenado pato que está engullendo». Luego añadió en voz alta—: Decían de él: «A otros salvó y a sí mismo no puede salvarse». [126]
El ex sargento mayor la miró muy serio:
—Señora —dijo—, nosotros no podríamos decir eso del capitán… Pues supongo que se dijo de nuestro Redentor… Pero siempre hemos dicho que si podía ayudar a algún desdichado lo hacía… Y eso que la unidad siempre estaba recibiendo reprimendas del cuartel general.
De pronto Sylvia se echó a reír… Acababa de acordarse… Le había acudido a la memoria que la imagen de alabastro de la capilla de las monjas en Birkenhead era la tumba yacente de una tal señora Tremayne-Warlock… Se decía que había pecado en su juventud y que su marido nunca la había perdonado. Eso decían las monjas… Exclamó en voz alta:
—Una señal. —Y luego para sí: «¡Santa Virgen María! Me lo has dejado bien claro… Sin embargo, tú no pudiste encontrar un padre para tu hijo y yo puedo nombrar dos… Me estoy volviendo loca… Tanto él como yo nos estamos volviendo locos…».
Estuvo tentada de ponerse mucho colorete en cada mejilla, pero luego pensó que sería demasiado melodramático…
En el salón, mientras esperaba que Tietjens y Cowley volvieran del teléfono, hizo otro pacto, ¡esta vez con el padre Consett en el cielo! Estaba convencida de que el padre Consett, y posiblemente otros poderes celestiales, querían que Christopher no se preocupara, para que pudiera seguir con la guerra, o porque era uno de esos tipos aburridos que tanto les gustan a las autoridades celestiales…, o por algún otro motivo por el estilo…
A esas alturas había vuelto a tranquilizarse. Uno no puede estar dominado por la emoción todo el rato. En cualquier caso, sus arrebatos eran periódicos e inesperados, aunque su pasión más fría era siempre inalterable… Así, cuando Christopher llegó esa tarde a casa de lady Sachse, estaba muy tranquila. Él se había paseado entre varios oficiales, ingleses y franceses por el enorme salón octogonal y azulado donde lady Sachse servía siempre el té, y se había acercado a ella con un gesto, ¡una levísima inflexión de cabeza…! Perowne se había ocultado detrás de una duquesa muy desagradable. El general, deslumbrante, canoso y tocado de escarlata y oro, también se le había acercado… Al ver a Perowne con ella se había puesto a bufar y resoplar mientras hablaba con un joven aristócrata…, un hombre moreno vestido de azul con un cinturón nuevo, que parecía un poco más teatral de la cuenta y era el chófer de un mariscal francés y el primo hermano y el pariente más próximo, sin contar a los padres y abuelos, de la futura novia.
El general le había dicho que estaba dirigiendo el asunto con firmeza a propósito porque pensaba que serviría para reforzar la Entente Cordial. Aunque no parecía estar haciéndolo. Los franceses —oficiales, soldados y mujeres— estaban todos juntos en un extremo de la habitación y los ingleses en el otro. Los franceses eran por lo general un poco más tristes de lo que se supone que deben ser hombres y mujeres. Un marqués o algo semejante —a Sylvia no se le escapaba que todos pertenecían a la nobleza bonapartista— no se había distinguido más que por decir, una vez presentados, que, por su parte, opinaba que la duquesa estaba en lo cierto, y por decírselo a Perowne, quien, como no sabía francés, se había atragantado exactamente igual que si su lengua se hubiese vuelto de pronto demasiado grande.
Ella no había oído lo que la duquesa —que estaba sentada en un sofá y parecía terriblemente agobiada— había estado diciendo, así que se había inclinado, del modo cortés que en la escuela le habían enseñado a reservar para los nobles legitimistas franceses, pero que juzgó apropiado emplear incluso con los bonapartistas, y había respondido que, sin la menor duda, la duquesa tenía toda la razón… El marqués la había mirado un buen rato con sus ojos oscuros, y ella le había devuelto una mirada larga y fría que le había dado a entender que lo veía como a un inferior. Esa mirada lo aniquiló…
Tietjens había escenificado muy bien su encuentro con ella. Era una de esas cosas flemáticas que se le daban bien y, por unos segundos, ella se preguntó si tendría sentimientos de algún tipo. Aunque sabía muy bien que los tenía… El general, en cualquier caso, se les había acercado satisfecho y había exclamado:
—¡Ah, veo que ya os habíais visto…! Pensé que tal vez no habrías encontrado tiempo, Tietjens. El destacamento debe de ser un verdadero engorro…
Tietjens respondió en tono inexpresivo:
—Sí, ya nos habíamos visto… Me las arreglé para pasarme por el hotel de Sylvia, señor.
Fue ante la aterradora inexpresividad de Tietjens en aquella situación, cuando la sobrecogió la primera oleada de emoción… Hasta ese momento, se había limitado a constatar de manera sardónica que no había un solo hombre presentable en la habitación… Ni siquiera uno al que se pudiera considerar un caballero…, pues es imposible comparar a los franceses…, ¡jamás! Pero, de pronto, ¡se sintió desfallecer…! ¡Cómo, se preguntó, iba a conmover o a emocionar a aquel bruto! Era como tratar de mover un inmenso colchón lleno de plumas. Podías tirar de un lado, pero el resto colgaba por la otra parte y seguía inmóvil hasta que se te acababan las fuerzas. Hasta que se te agotaba la virtud…
Era como si pudiera echar mal de ojo, o si tuviese un protector especial. Era tan espantosamente competente, ¡como si estuviese siempre en el centro de su propio cuadro!
El general dijo muy contento:
—¡Entonces no te importará dedicar unos minutos a hablar con la duquesa! ¡Sobre el carbón…! ¡Por el amor de Dios, muchacho, sácame de ésta! Estoy exhausto…
Sylvia se mordió la parte interior del labio —¡nunca se mordía el labio!— para no gritar. Era justo lo que no quería que hiciese Tietjens en ese momento… Oyó cómo el general le explicaba con cortesía que la duquesa estaba retrasando la ceremonia por culpa del precio del carbón. El general amaba a Sylvia desesperadamente. De un modo muy correcto para tratarse de un general anciano… ¡Pero estaba dispuesto a llegar a donde fuese necesario por ella! ¡Y lo mismo su hermana!
Ella recorrió la habitación con la mirada para recuperar el control de sus sentidos y dijo:
—Es como un cuadro de Hogarth…
El insoluble ambiente dieciochesco que los franceses se las arreglan para comunicar a todos sus actos dominaba la escena de un modo peculiar. En un sofá estaba sentada la duquesa, rodeada de sus parientes. Era una de esas duquesas de nombre impronunciable: Beauchain-Radigutz, o algo parecido. El salón azulado era octogonal y abovedado con un rosetón en medio del techo. A la izquierda había oficiales ingleses y VAD de evidente relevancia, a la derecha, como si la duquesa brillase sobre un mar al atardecer, militares franceses y mujeres vestidas de negro de edades muy dispares, pero en apariencia todas viudas. A su lado, en el sofá, no se veía a lady Sachse ni a la futura novia. Aquella mujer robusta, impresentable, fría y venenosa, vestida con ropa negra tan raída que casi parecía tweed gris, eclipsaba a las demás personalidades igual que el sol tapa a los planetas. Una autoridad gruesa, peinada con brillantina, vestida de civil y con una escarapela escarlata, esperaba de pie a la derecha de la duquesa con la mano extendida, como invitándola a bailar; una dama muy rechoncha, en apariencia también viuda, extendía, a la izquierda de la duquesa, las dos manos enguantadas, como si ella también estuviera invitándola a bailar.
El general, con Sylvia a su lado, ocupaba orgullosamente el centro del claro que conducía a la puerta abierta de una habitación mucho más pequeña. Al otro lado del umbral, había una mesa con un mantel blanco adamascado, un tintero de plata, lleno de plumas como las púas de un erizo, una valija gruesa de cuero para el transporte de documentos y un par de notarios: uno gordo y vestido de negro y el otro de uniforme, con un brillante monóculo y un bigote castaño que no paraba de retorcer.
Al contemplar la escena, el sentido del humor de Sylvia la tranquilizó y oyó decir al general:
—Se supone que debo llevarla del brazo a esa mesa y firmar el acuerdo… Somos los que tenemos que firmar primero… Pero ella se niega. Por culpa del precio del carbón. Por lo visto, tiene unos invernaderos enormes. Y cree que los ingleses han subido el precio del carbón como si…, maldita sea, cualquiera diría que lo hemos subido para que no pueda tener encendidas las estufas.
Al parecer, la duquesa había soltado una diatriba vengativa, fría, tranquila e interminable sobre la maldad de los aliados de su país que eran capaces de permitir que devastasen Francia y aniquilaran a sus hombres en plena juventud para poder subir el precio de un artículo de primera necesidad que era vital para ella. De nada servía discutir. No había nadie entre los presentes que supiera un poco de economía y hablase francés. Y, aparentemente, era inconmovible. No es que se negase a firmar el contrato matrimonial, sino que se limitaba a no moverse de la habitación ¡y, por lo visto, el matrimonio sería ilegal si le llevasen a ella el documento…!
El general dijo:
—Bueno, ¿qué diantres le dirá Christopher? Seguro que se le ocurre algo, porque es capaz de convencer a cualquiera. Pero ¿qué…?
A Sylvia casi le partió el corazón ver con qué exactitud Christopher hacía lo correcto. Recorrió el camino hasta el sol e hizo ante de la duquesa un extraño gesto con la cabeza y los hombros que pareció más una reverencia que una inclinación. Resultó que conocía bastante bien a la duquesa…, igual que conocía bastante bien a todo el mundo. Le sonrió y luego adoptó una actitud solemne muy apropiada. A continuación, empezó a hablar en un francés admirable y pasado de moda con un terrible acento inglés. Sylvia no tenía ni idea de que supiera hablar el idioma… que ella conocía muy bien. Se dijo que era como oír hablar a Chateaubriand…, si Chateaubriand se hubiera criado entre terratenientes ingleses… Por supuesto, Christopher exageraba su acento para demostrar que era un caballero inglés. Y hablaba con corrección, para demostrar que un tory inglés puede hacer cualquier cosa si se lo propone…
Las caras de los británicos presentes en la habitación eran inexpresivas, las de los franceses estaban electrizadas y vueltas hacia él. Sylvia dijo:
—¿Quién habría imaginado que…?
La duquesa se puso en pie, tomó del brazo a Christopher y pasó de largo junto a Sylvia y al general. Iba diciendo que eso era justo lo que esperaba de un milor Anglais… Avec un spleen tel que vous l’avez!
Christopher, en suma, le había dicho a la duquesa que, puesto que su familia era la propietaria del mayor yacimiento de carbón para invernadero en Inglaterra y la de ella la del mayor número de invernaderos en el país hermano de Francia, ¿qué solución mejor que una alianza? Le daría instrucciones al administrador de su hermano para que, mientras durasen las hostilidades y durante todo el tiempo que quisiera después, le sirviesen todo el carbón que necesitase para sus invernaderos al precio que estuviese el 3 de agosto de 1914 en el distrito de Middlesbroug-Cleveland… Repitió: «El precio… livrable au prix de l’houille-maigre dans l’enceinte des puits de ma campagne». Para gran satisfacción de la duquesa, que lo sabía todo de precios.
Que Christopher tuviese éxito en ese momento era lo último que quería Sylvia, así que resolvió decirle al general que Christopher era socialista. Así disminuiría un poco el aprecio que le tenía el general…, pues la admiración que Campion sentía por Tietjens, el hombre que no discutía sino que actuaba respecto al precio del carbón, era más de lo que ella podía soportar… Sin embargo, al pensarlo dos veces en el salón después de la cena, cuando era mucho más consciente de lo que pretendía, no estuvo tan segura de haber hecho lo que quería. De hecho, ya en el salón octogonal, durante las escuetas celebraciones que siguieron a la firma del contrato, se sintió muy poco convencida de no haber hecho justo lo contrario de lo que quería…
Todo había empezado cuando el general le dijo:
—¿Sabes que tu marido es un hombre de lo más impredecible…? Lleva el uniforme más raído que cualquier oficial con el que haya hablado nunca. Se rumorea que está arruinado… Incluso he oído decir que le rechazaron un cheque en el club. Y luego va y hace un regalo principesco como ése…, sólo para ahorrarle a Levin un mal rato… Ojalá pudiera entenderlo… Es un auténtico genio para salir del aprieto más enmarañado… Incluso a mí me ha sacado de apuros… Pero también lo es para meterse en los líos más desagradables… Eres demasiado joven para haber oído hablar de Dreyfus… Pero siempre he dicho que Christopher es un auténtico Dreyfus… No me extrañaría que acabaran expulsándolo del ejército… ¡Dios no lo quiera!
Fue entonces cuando Sylvia había dicho:
—¿Nunca se le ha ocurrido pensar que Christopher pudiera ser socialista?
Por primera vez en su vida, Sylvia vio al padrino de su marido con aspecto grotesco… Se quedó boquiabierto, con el cabello cano despeinado y se le cayó la preciosa gorra con sus hojas de roble doradas y escarlatas. Cuando se incorporó después de recogerla, su rostro anciano y delgado estaba deformado y purpúreo. Ella deseó no haberlo dicho, deseó no haberlo dicho. Campion exclamó:
—¡Christopher…! Sociali… —Se atragantó como si no pudiera pronunciar la palabra. Dijo—: ¡Maldita sea…! Quiero a ese muchacho… Es mi único ahijado… Su padre era mi mejor amigo… He cuidado de él… Me habría casado con su madre si me hubiera aceptado… Maldita sea, figura en mi testamento como legatario, junto a mi hermana a la que le dejo unas cosas y mi regimiento al que le lego mi colección de cornetas…
Sylvia —estaban en el sofá donde había estado sentada la duquesa— le dio unos golpecitos en el brazo y dijo:
—Pero general…, padrino…
—Eso lo explica todo —exclamó él con una mortificación que resultaba penosa. Tenía el bigote lacio y tembloroso—. Y lo peor es que nunca ha tenido el valor de hablarme de sus opiniones. —Se interrumpió, resopló y exclamó—: Por Dios, haré que lo expulsen del ejército… Por Dios que lo haré. Puedo hacer eso y más…
Estaba tan abrumado por el pesar que poco más pudo añadir Sylvia.
—Dices que sedujo a la hija de Wannop… La última persona a la que debería haber seducido… ¿Acaso no hay millones de mujeres? Te jugó una mala pasada, ¿verdad…? Aparte de ponerle un estanco a la otra chica… Por el amor de Dios, si estuve a punto de prestarle…, me ofrecí a prestarle dinero en esa ocasión… A un joven se le puede perdonar algún que otro desliz con las mujeres. Todos los cometemos… Todos les hemos puesto un estanco a alguna chica en nuestro tiempo… Pero, maldita sea, si es un socialista, la cosa tiene un cariz muy distinto… Habría podido perdonarle incluso lo de la hija de Wannop, si no fuese… Pero…, por Dios, es justo lo que haría un sucio socialista… Seducir a la hija del amigo más antiguo de su padre, aparte de mí… Aunque puede que a Wannop lo conociera incluso de antes… —Se había calmado un poco…, y no era tan estúpido. La miró con cierta agudeza en los ojos azules que no mostraban ningún signo de vejez. Dijo—: Mira, Sylvia…, es obvio que no te llevas bien con Christopher, por mucho que hayáis disimulado aquí esta noche… Tendré que ocuparme de esto. Es una acusación muy grave contra un oficial de Su Majestad… Las mujeres dicen cosas contra sus maridos cuando no se llevan bien con ellos… —Siguió diciendo que no pretendía insinuar que lo que decía no estuviese justificado. Si Christopher había seducido a la hija de Wannop era motivo más que suficiente para que ella quisiera hacerle daño. Él siempre había considerado a Sylvia la virtud personificada y recta como una vela. Y si quería fastidiar a su marido, incluso con pequeñas cosas que no fuesen del todo ciertas, puede que estuviera en su derecho como mujer. Había dicho, por ejemplo, que Tietjens le había robado un par de sus mejores sábanas. Muy bien, su propia hermana, que era tan amiga suya, organizaba un escándalo si se le ocurría llevarse algo de la casa donde vivían. Una vez tuvieron una discusión terrible porque se le ocurrió sacar el espejo de afeitar de su habitación en Mountby. A las mujeres les gusta tener juegos de cosas. Tal vez Sylvia tuviera juegos de sábanas. Su hermana tenía sábanas de lino con la fecha de la batalla de Waterloo bordada… Como es natural no querría que un juego quedase desparejado. Pero esto era muy diferente. Concluyó con mucha seriedad—: No tengo tiempo de ocuparme de esto ahora… No debería pasar ni un minuto más fuera de mi despacho. Éstos son días cruciales… —Se interrumpió para pronunciar una serie de violentas imprecaciones contra el gobierno y el primer ministro. Luego prosiguió—: Pero tarde o temprano tendré que hacerlo… Es muy triste tener que ocupar mi tiempo con asuntos así en mi propia familia… Pero esa gente siempre trata de minar el corazón del ejército… He oído decir que se dedican a distribuir miles de panfletos en los que aconsejan a los soldados que les peguen un tiro a sus oficiales y se pasen a los alemanes… ¿Estás diciendo en serio que Christopher pertenece a una organización? ¿Qué te hace pensar eso? ¿Qué pruebas tienes…?
Ella respondió:
—Sólo que es el heredero de una de las mayores fortunas de Inglaterra no siendo aristócrata y se niega a tocar un penique. Su hermano Mark me ha contado que Christopher podría disponer de… ¡oh!, una suma enorme al año… Pero me ha dejado Groby a mí…
El general movió la cabeza como si estuviese repasando sus ideas.
—Por supuesto, el que rechace la propiedad es un indicio de que es uno de ellos. Por Dios, tengo que irme… Pero lo de que no quiera instalarse en Groby… Si piensa vivir con la señorita Wannop… En fin, no iba a pasearse con ella por todo el condado… Y, luego, esas sábanas… Por como me lo contaste pensé que sus disipaciones lo habían reducido a la indigencia… Pero, claro, si se niega a aceptar dinero de Mark, la cosa es muy diferente… Mark te pagaría doscientos pares de sábanas sin pestañear… Y desde luego, también están todas esas cosas tan raras que dice Christopher. Te he oído quejarte muchas veces del modo inmoral en que considera los asuntos serios de la vida… Me contaste que una vez habló de gasear a los niños retrasados. —Exclamó—: Tengo que irme. Ahí está Thurston buscándome… Pero ¿entonces qué es lo que ha dicho Christopher? Maldita sea, ¿qué demonios tiene ese muchacho en la cabeza…?
—Desea —respondió Sylvia, sin darse cuenta de que lo hacía— seguir el ejemplo de nuestro Señor…
El general se desplomó en el sofá y dijo casi con indulgencia:
—¿Y quién es ese… nuestro Señor?
Sylvia respondió:
—Nuestro Señor Jesucristo…
Campion se puso en pie como si le hubieran clavado un alfiler de sombrero.
—Nuestro… —exclamó—. ¡Dios mío…! Siempre supe que le faltaba un tornillo… Pero… —añadió con energía—: ¡Donar todos sus bienes a los pobres…! Pero Él no era… ¡No era socialista! Qué fue lo que dijo: dar al César lo que… A Él no habría que expulsarlo del ejército… —dijo—: ¡Dios mío…! ¡Dios mío…! Claro que su pobre madre era un poco… Pero ¡qué demonios…! ¡La hija de Wannop…! —Le dominó un profundo malestar… Tietjens acababa de salir de la otra habitación e iba a su encuentro.
Dijo:
—El mayor Thurston le está buscando, señor. Es urgente…
El general lo miró como si fuese el unicornio del escudo real que hubiese cobrado vida y exclamó:
—¡El mayor Thurston…! ¡Sí! ¡Sí…!
Y cuando Tietjens le dijo: «Quería preguntarle algo, señor…», lo apartó a un lado como si temiera que fuese a atacarle y se fue dando pasos cortos y nerviosos.
De modo que allí sentada, en el salón del hotel abarrotado de oficiales y mujeres sin duda muy respetables pero que no dejaban de reírse tontamente… —el típico ambiente y lugar al que jamás habría esperado que la invitaran—, y, mientras esperaba el regreso de Tietjens y el ex sargento mayor, que —una vez más— era una de esas personas a la que jamás habría pensado que tendría que esperar, aunque se había pasado muchos años soportando al protégé de Tietjens, el odioso sir Vincent Macmaster, en todo tipo de comidas y en toda clase de sitios…, por supuesto Christopher estaba en su derecho de recibir en su propia casa, que, dadas las circunstancias, moralmente no le pertenecía a ella, a cualquier protégé olisqueante, nervioso, de bigotes de morsa y obsequioso como un oriental al que decidiera apadrinar. Convencida como estaba de que, cuando Tietjens había invitado al sargento mayor a celebrar su ascenso, no contaba con tener que cenar también con ella…, pues era la típica torpeza de la que era desconcertantemente capaz, aunque otras veces pudiese leer hasta el más íntimo de tus pensamientos… Y, de hecho, ella ponía muchas menos objeciones a cenar con las clases decididamente inferiores que con meros critiquillos de segunda como Macmaster, y el sargento mayor le había venido de perlas para despellejar a Christopher… El caso es que allí sentada selló un nuevo pacto, esta vez con el padre Consett en el cielo.
Tenía muy presente al padre Consett, porque pasaba mucho tiempo entre las autoridades militares británicas que lo habían ahorcado… Nunca había tenido la impresión de pasar tanto tiempo entre aquellos colegiales insignificantes, odiosos e impresentables de risas equinas. Le contrariaba y era como un peso sobre sus espaldas, pues hasta ese momento los había ignorado por completo, y en aquel lugar parecían tener coherencia, masa…, casi vida… Entraban y salían a toda prisa de habitaciones incomprensible y absurdamente llenas de botas, ropa sucia, certificados de vacunación. ¡Incluso de latas viejas…! Un hombre de cabello prematuramente cano y semblante lívido, que vestía una guerrera abultada por encima y por debajo de su cinturón, entraba en el salón de una dama que controlaba todos los tenderetes de venta de cigarrillos y caramelos ácidos de la ciudad y le indicaba a un hombre sordo y medio calvo de nariz sorprendentemente roja —con una marca diagonal perfectamente definida, purpúrea y escarlata, que iba desde el tabique hasta la parte alta de las aletas de la nariz— que, por fin, se había deshecho de las latas viejas. Se veía obligado a repetirlo a voces porque el hombre de la nariz roja, con la cabeza inclinada, no había oído nada. El hombre sordo decía ¡ejem, ejem!, y se sorbía las narices. La mujer que ofrecía el té —una tal señora Hemmerdine, de Tarbolton, a quien podrías haber conocido en Inglaterra, estaba diciendo que por fin había conseguido doce resmas de papel con nomeolvides en la esquina superior cuando el hombre con cara de sordo empezaba bruscamente un monólogo interminable sobre la urgente necesidad de conseguir veinte mil toneladas de serrín para las nuevas estufas de combustión lenta de los barracones.
Era innegable que algo se estaba moviendo… Y que todo iba en la misma dirección… Una fuerza desagradable puesta en marcha por unos colegiales desgarbados de sexto grado, siniestros y maleducados, que esperaban en un rincón del patio la ocasión de torturar a alguien débil y desafortunado… En uno de esos rincones del ancho patio del colegio se habían topado con el padre Consett y lo habían ahorcado. Sin duda lo torturaron antes. Y si había ofrecido sus sufrimientos al cielo, sin duda ya estaba en el paraíso. O, si todavía no lo estaba, ciertas almas del purgatorio lo estarían escuchando en mitad de su tormento…
De modo que dijo: «Padre bendito y mártir, sé que apreciaba usted a Christopher y que querría ahorrarle sufrimientos. Haré este pacto con usted. Desde que he entrado en esta habitación no he levantado la vista del suelo. Dejaré de torturar a Christopher y me retiraré a un convento de ursulinas, pues no soporto a las otras monjas, el resto de mi vida… Y sé que eso también le complacerá a usted, porque siempre le preocupó el bien de mi alma…». Lo haría si, al levantar la mirada y echar un vistazo por la habitación, veía a un solo hombre presentable. Sólo pedía que tuviera aspecto presentable, pues no quería tener nada que ver con él. ¡Quería una señal, no una víctima!
Le explicó al sacerdote muerto que no podía recorrer el mundo entero para ver si contenía un hombre presentable, pero tampoco soportaría pasar su vida en un convento y pensar que no había un solo hombre presentable en el mundo para las demás mujeres… Pues Christopher no les serviría de nada. Se pasaría el día soñando con la señorita Wannop. O con su recuerdo. Lo que venía a ser lo mismo… Estaba satisfecho con su AMOR… Aunque estuviese en el paso del Khyber, y el Himalaya se interpusiera entre los dos, se contentaría con saber que la señorita Wannop lo amaba en Bedford Park. Eso sería correcto en cierto sentido, pero de poca ayuda para las demás mujeres… Además, si él fuese el único hombre presentable del mundo, la mitad de las mujeres se enamorarían de él… Y las consecuencias serían desastrosas, porque era tan insensible como un buey en un cercado.
«Vamos, padre —dijo—, obre usted un milagro… Uno pequeño nada más. Aun cuando no existiese ningún hombre presentable podría poner uno aquí… Le daré diez minutos antes de mirar…»
Le pareció un alarde de deportividad por su parte, pues estaba convencida de hablar totalmente en serio. Si en aquella habitación innoble, acristalada, alargada, desproporcionada, mal iluminada por lámparas de pantalla verde y, por supuesto, llena de hojas de palmera, apareciese un hombre decente, tal como eran los hombres antes de que empezase aquel jolgorio, se retiraría a un convento el resto de su vida…
Cayó en una especie de trance leve después de mirar el reloj. Caía con frecuencia en aquellos trances leves…, desde que era una niña en el colegio bajo la dirección espiritual del padre Consett. Le pareció notar la presencia del cura moviéndose por la habitación cogiendo un libro y volviéndolo a dejar en la mesa… ¡Su fantasmal amigo…! Por Dios, él también era bastante impresentable, con su carota franca que siempre parecía sucia, sus grandes ojos negros y su bocaza… Pero era un santo y un mártir… Sintió que estaba allí… ¿Por qué lo habían asesinado? Ahorcado por orden de un subalterno borracho y medio chiflado, porque había oído en confesión a algunos rebeldes la noche antes de que los capturasen… Estaba al otro extremo de la habitación… Le oyó decir que quienes lo habían ahorcado no le habían comprendido. Eso es lo que diría… Perdónales, porque no saben lo que hacen… [127]
«Entonces, ¡perdóneme a mí, pues la mitad de las veces no sé lo que hago…! Es como si me hubiese hechizado usted. En Lobscheid. Donde estaba mi madre, cuando volví de aquel lugar sin mis vestidos… Se lo dijo usted a mi madre y ella me lo contó: “El verdadero infierno para ese pobre chico, refiriéndose a Christopher, llegará cuando se enamore de alguna joven, cosa que hará tarde o temprano…, pues ella, refiriéndose a mí, removerá cielo y tierra para conseguirlo…”. Y, cuando mi madre dijo que estaba segura de que yo no haría nada vulgar usted se negó a creerla. Me conocía bien…»
Trató de despertar y dijo: «Me conocía bien… ¡Maldita sea, me conocía muy bien…! ¿Qué me importa a mí, Sylvia Tietjens, de soltera Satterthwaite, cometer una vulgaridad? Hago lo que me viene en gana y lo que piensen los demás me trae sin cuidado. A excepción de un cura. ¡Una vulgaridad! Me sorprende que mi madre pudiera ser tan obtusa. Cuando soy vulgar lo hago con intención. Así que no puede llamarse vulgaridad. Puede que sea un defecto. O un vicio… Pero cuando una comete de manera consciente un pecado mortal no es una vulgaridad. Se arriesga a sufrir eternamente las llamas del infierno… ¡Muy bien!».
La fatiga volvió a apoderarse de ella junto a la sensación de la presencia del sacerdote… Volvió a verse en Lobscheid, treinta y seis horas después de librarse de Perowne con el cura y su madre en la salita sombría, llena de trofeos de caza, iluminada por las velas y con la sombra del sacerdote temblando sobre las paredes de pino y los techos… Era un lugar embrujado, en lo profundo de los bosques alemanes. El propio padre Consett había dicho que había sido el último lugar de Europa en ser cristianizado. O que tal vez nunca lo hubiera sido… Quizá por eso aquella gente, los alemanes, surgidos de aquellos bosques infestados de demonios, cometieran tantas atrocidades. O tal vez no fuesen tan malvados… Nunca se sabe… Pero era posible que el cura la hubiese hechizado… Sus palabras siempre le rondaban por la cabeza, como suele decirse…
Un hombre se acercó a ella y le dijo:
—¿Cómo está, señora Tietjens? No imaginaba encontrarla aquí.
Sylvia respondió:
—De vez en cuando tengo que cuidar de Christopher. —Él se quedó un minuto a su lado con una sonrisa de colegial, luego se alejó igual que un objeto que se hunde en el agua… El padre Consett volvió a acercársele. Ella exclamó: «Pero, padre, la cuestión es…, ¿es eso deportividad…? Deportividad o lo que sea». El padre Consett suspiró: «¡Ah…!», con su terrible poder de despertar las dudas… Sylvia dijo: «Cuando vi a Christopher… ¿Anoche…? Sí, fue anoche… Dándose la vuelta para subir por la colina… Después de hablar sobre él con un montón de soldados sonrientes… Para que se enfadase… Una no debe hacer escenas delante de la servidumbre… Un hombre pesado, fatigado…, descender por la colina y volver a subir trabajosamente… Nada más darse la vuelta lo iluminaron los focos… Me acordé del bulldog blanco al que azoté la noche antes de que muriese… Un animal cansado y silencioso… Con el trasero gordo y blanco… Exhausto… No se le veía la cola porque tenía el muñón hacia abajo… Era un animal grande y silencioso… El veterinario dijo que lo habían envenenado con minio unos ladrones… Es horrible morir envenenado con minio… Destroza el hígado… Y durante quince días cree uno estar mejorando. Y siempre tiene frío…, y la sangre helada… El pobre animal había salido de la perrera para tratar de acercarse al fuego… Me lo encontré en la puerta al volver de un baile sin Christopher… Y cogí una fusta y lo azoté. Resulta placentero azotar a un animal blanco y desnudo… Obeso y silencioso, como Christopher… Pensé que Christopher podría… Esa noche… Me pareció que el perro bajaba la cabeza…, una cabezota donde cabría una Enciclopedia Británica de datos erróneos, tal como solía afirmar Christopher. Y dijo: “¡Qué esperanza…!”. Que me condene, como sin duda haré, si el perro no dijo: “¡Qué esperanza…!”. Blanco como la nieve entre los negros arbustos… Y luego se metió debajo de unas matas. Lo encontraron allí muerto por la mañana. No se imagina el aspecto que tenía, con la cabeza vuelta hacia atrás, cuando me miró y me dijo: “¡Qué esperanza!”. Desde debajo de un arbusto. Un eu…, eu… euonymus,[128] ¿no? Cubierto de escarcha y con todas las venas expuestas en la superficie desnuda de la piel… El séptimo círculo del infierno, ¿no? El círculo helado… Era el último bulldog blanco de la camada… Igual que Christopher es la última esperanza blanca de la camada tory de Groby… Imitando el ejemplo de nuestro Señor… Pero nuestro Señor nunca se casó. Nunca se refirió al asunto del sexo. Hizo bien… —añadió—: Ya han pasado los diez minutos, padre… —Y miró la superficie redonda y estrellada entre los diamantes de su reloj de pulsera. Exclamó—: ¡Dios mío…! Sólo un minuto… He pensado todo eso en sólo un minuto… Ahora entiendo por qué el infierno puede ser una eternidad…».
Christopher, muy cansado, y el ex sargento mayor Cowley, más parlanchín que nunca, aparecieron entre las hojas de palmera. Cowley estaba diciendo: «¡Es intolerable…! No hay quien lo aguante… Volver a mandar formar al destacamento a las once…». Se desplomaron en sus asientos. Sylvia le alcanzó a Tietjens un pequeño mazo de cartas. Dijo:
—Será mejor que les eches un vistazo… Como no estaba segura de tu paradero, hice que me enviaran tus cartas desde el piso… —Descubrió que, bajo la mirada del padre Consett, no se atrevía a mirar a Tietjens mientras lo decía. Le sugirió a Cowley—: Será mejor que guardemos silencio uno o dos minutos mientras el capitán lee su correo… ¿Le apetece otra copita…?
Luego observó cómo Tietjens doblaba la parte superior del sobre con la carta de la señora Wannop y a continuación abría la de su hermano Mark.
«Maldita sea —se dijo—, ¡le he dado lo que quería…! Ahora lo sabe… Ha visto el remite…, sabe que siguen en Bedford Park… Puede imaginarse a la señorita Wannop allí… Hasta ahora no había podido saber dónde estaba… Se estará imaginando con ella en la cama allí…»
El padre Consett, con su rostro moreno e inteligente y la unción gozosa del santo y mártir, estaba apoyado en el hombro de Tietjens… Debía de estar echándole el aliento en la espalda, tal como su madre le había contado que hacía siempre que tenía una buena mano en las cartas y no podía jugarla porque era más de medianoche y tenía que celebrar la santa misa.
Sylvia se dijo:
«No, no me estoy volviendo loca… Es sólo el efecto de la fatiga sobre el nervio óptico… Christopher me lo ha explicado… Dice que, cuando tiene la vista muy cansada, después de hacer uno de esos cálculos de primero de su promoción, ha visto a menudo a una mujer con un vestido dieciochesco rebuscando en uno de los cajones de su escritorio… Gracias a Dios, tengo a Christopher para explicarme las cosas… Nunca lo dejaré marchar… Nunca, nunca lo dejaré marchar…».
Sin embargo, hasta varias horas más tarde no comprendió el significado de la aparición del padre Consett y dichas horas estuvieron llenas de emociones, e incluso de acciones. Para empezar, nada más leer unas palabras de la carta de su hermano, Tietjens alzó la mirada y dijo:
—Por supuesto, te instalarás en Groby… Con Michael… Y, como es natural, se harán las gestiones necesarias… —Siguió leyendo la carta, repantigado en su sillón debajo de la pantalla verde de una lámpara…
Sylvia sabía que la carta empezaba con las palabras: «La ####de tu mujer ha venido a verme para pedirme que le transfiriese a ella cualquier asignación que tuviera pensado asignarte. Por supuesto, puede quedarse en Groby, pues no tengo intención de alquilarlo y yo mismo no puedo cuidar de la finca. Aunque tal vez prefieras correr el riesgo e irte a vivir a Groby con la chica. Es lo que yo haría en tu lugar. Probablemente descubrieses que el lugar vale el…, ¿cómo se llama?, ostracismo, si es que llegara a producirse. Pero olvidaba que la chica no es tu amante, a menos que haya ocurrido algo desde la última vez que te vi. Y lo más probable es que quieras que Michael se críe en Groby, en cuyo caso no podrías tener a la chica allí, ni siquiera aunque la hicieses pasar por una institutriz. Al menos yo creo que esos apaños siempre acaban mal, siempre acaban descubriéndose, aunque Crosby de Ulick lo hizo y nadie pareció darle mucha importancia. Pero era muy desagradable para sus hijos. Por supuesto, si quieres que tu mujer se quede en Groby tendrá que recibir lo suficiente para mantenerlo y los gastos están subiendo mucho. Aun así, nuestros ingresos también están creciendo bastante, cosa que no todos pueden decir. En lo único que insisto es en que le dejes claro a esa buscona que ni un solo penique de la cantidad que le entregue, aunque no sea gran cosa, procede de lo que me gustaría que me dejaras asignarte a ti. Quiero que le dejes claro a esa rubia teñida, o tal vez sea natural, mis ojos ya no son lo que eran, que lo que tú tienes es totalmente independiente de lo que ella saque como madre del heredero de nuestro padre para ofrecerle la vida que le corresponde. Espero que estés seguro de que es hijo tuyo, pues viendo a la otra parte a mí me cuesta creerlo. Pero aunque no lo fuera, seguiría siendo el heredero de nuestro padre y debería ser tratado como tal.
—Déjaselo bien claro, porque esa furcia vino a verme, y espero que me disculpes por mi lenguaje, con la proposición de que te privase de cualquier ingreso que pensara concederte (y al que, por supuesto, tienes derecho por el testamento de nuestro padre, ¡aunque de nada sirva recordártelo!), como prueba de mi desaprobación por tu comportamiento, cuando, maldita sea, no has hecho nada de lo que no me sienta orgulloso. Al menos en ese asunto, pues no puedo dejar de pensar que podrías serle de más utilidad al país si estuvieses en cualquier otro sitio distinto de donde estás. Aunque tú sabes mejor que nadie lo que te exige tu conciencia, y supongo que esas brujas te han hostigado tanto que te alegras de refugiarte en cualquier agujero. Pero eso sí: no te dejes morir en tu agujero. Alguien tendrá que cuidar de Groby, y aun cuando no vivas allí podrás vigilar a Sanders, o a quien quieras nombrar como administrador. Esa arpía a la que honras con tu nombre (que también es el mío, ¡gracias!) sugirió que si yo le permitía vivir en Groby, se llevaría consigo a su madre, y que ella se encargaría de cuidar las fincas. Creo que lo haría, pese a que se ha visto obligada a alquilar su propia casa. Aunque lo mismo le ha ocurrido a casi todo el mundo. En cualquier caso, me parece una mujer notable y con la cabeza sobre los hombros. A la desvergonzada de su hija no le conté que había venido a verme durante el desayuno muy disgustada nada más despedirse de ti. Ni que se acercó a la chimenea y se hartó de llorar. Como recordarás que decía siempre Gobbles, el jardinero. ¡Un buen tipo, aunque fuese de Lancashire! La madre no se hace ilusiones respecto a los sentimientos de su hija por ti. Estaba terriblemente disgustada por tu partida, sobre todo porque cree que ha sido su niña la que te ha obligado a salir del país y que tú no pretendes ¿debería decir impedírselo? No lo hagas.
«Ayer vi a la chica. Me pareció muy pálida. Aunque la he visto varias veces y siempre me ha parecido pálida. No comprendo por qué no les escribes. La madre no deja de quejarse porque no has contestado a sus cartas y no le has enviado la información militar que necesita para ese artículo que está escribiendo para una revista suiza…».
Hasta ahí, Sylvia se sabía la carta casi de memoria, porque en la celda blanca del convento de Birkenhead había empezado a copiarla dos veces, con la intención de conservarla y darle publicidad. Pero en ese punto la había dominado la idea de que, bien pensado, no demostraba mucha deportividad por su parte. Además, a partir de ahí la carta —la había hojeado por encima— trataba casi por entero de los asuntos de la señora Wannop. A Mark, en su ingenuidad, le preocupaba que la anciana, aunque disfrutase ahora de los ingresos legados por su padre, no se hubiese puesto a escribir de inmediato una novela imperecedera, aunque, como tenía a bien añadir, no sabía nada de novelas.
Christopher estaba leyendo sus cartas a la luz de la lámpara con la pantalla verde, el ex sargento había empezado varias frases y había vuelto a sumirse en el silencio al recordar que Tietjens estaba leyendo. El rostro de Christopher estaba totalmente inexpresivo, lo mismo podía haber estado hojeando un informe de la oficina de estadísticas en el desayuno como en los viejos tiempos. Se preguntó vagamente si le parecería apropiado disculparse por los epítetos que le había dedicado su hermano. Lo más probable era que no. Pensaría que, puesto que había abierto la carta, tendría que asumir la responsabilidad de cargar con su contenido. O algo por el estilo. Empezaron a oírse golpes y ruidos sordos que interrumpieron el relativo silencio. Cowley dijo: «¡O sea, que vuelven!». Varias parejas pasaron por delante de ellos camino de la puerta. Desde luego entre ellas no había ningún hombre presentable, todos eran demasiado viejos o demasiado malcriados, con narices desproporcionadas o bocas entreabiertas y distraídas.
En cierto modo, acompañar a Christopher mientras leía sus cartas había producido un cambio de humor en Sylvia. Las imágenes que acudían a su memoria eran las del triste salón del desayuno donde se había visto con Mark y las de la triste fachada de la casa donde vivían las Wannop en Bedford Park… Aunque seguía siendo consciente de su pacto con el cura y comprobó en su reloj de pulsera que habían pasado seis minutos… Era asombroso que Mark, que como mínimo era millonario, y probablemente mucho más, viviera un apartamento tan deprimente —la principal decoración eran las pezuñas de varios caballos de carreras, montadas como tinteros, portaplumas o pisapapeles— y desayunara sólo unas lonchas de jamón grasientas sobre las que se desangraban unos huevos pálidos… Pues ella, igual que su madre, había ido a verle a la hora del desayuno. Su madre porque acababa de despedirse de Christopher que iba camino de Francia, y ella porque, después de una noche sin dormir —la tercera consecutiva— había ido a pasear por Saint James Park y, al pasar junto a las ventanas de Mark, se le ocurrió que podría perjudicar a Christopher poniendo a su hermano al tanto de su relación con la señorita Wannop. Así que, sobre la marcha, se había inventado el deseo de vivir en Groby y la lógica necesidad de contar con ingresos adicionales. Pues, aunque era una mujer bastante rica, no lo era lo bastante para mantener Groby. El lugar no era tan inmenso por las habitaciones, aunque por lo que podía recordar debía de tener entre cuarenta y sesenta, sino por los terrenos y la maraña de establos, aljibes, rosaledas y cercados… En realidad, era un lugar muy masculino, con sus muebles adustos y los pasillos de la planta inferior empavesados con grandes losas. Así que había contemplado a Mark mientras leía su correspondencia con su ejemplar de The Times secándose sobre el respaldo de una silla junto al fuego…, pues era de esos hombres capaces de albergar la idea decimonónica de que uno puede acatarrarse por leer un periódico húmedo. Sus rasgos duros, lúgubres y rígidos, que parecían tallados en una silla vieja, no habían expresado la menor emoción durante la conversación. Se había ofrecido a encargar más huevos con jamón para ella y le había hecho una o dos preguntas acerca de cómo pensaba vivir en Groby en el caso de que fuese a instalarse allí. Por lo demás, no había dicho nada sobre la información que ella le había proporcionado de que la señorita Wannop había tenido un hijo con Christopher —por lo menos hasta esa conversación se había adherido a la antigua historia—. No había dicho nada. Ni una sola palabra… Al final de la conversación, cuando se levantó y fue a la habitación de al lado a buscar un sombrero hongo y un paraguas con la excusa de que tenía que ir al despacho, le había dejado muy claro sin la menor expresividad lo que decía la carta: le dijo que podía instalarse en Groby, pero que debía entender que, ahora que su padre estaba muerto, y siendo él un funcionario sin hijos y con trabajo en Londres, Groby era prácticamente propiedad de Christopher y por tanto podía hacer lo que quisiera, siempre que —como sin duda haría— lo mantuviese en buen estado. Así que, si ella quería vivir allí, necesitaría una autorización de Christopher. Y añadió con tanta ecuanimidad que hasta que Sylvia llegó a la calle no cayó en lo sorprendente de una sugerencia que la dejó sin aliento: «Claro que, si lo que dice es cierto, Christopher podría querer irse a vivir a Groby con la señorita Wannop». Y le había ofrecido una mano inexpresiva y la había acompañado, muy quisquilloso, por los sombríos y tristes pasillos iluminados sólo por las cristaleras del piso de abajo que en apariencia daban al cuarto de baño…
Hasta ese momento eufórica y angustiada al mismo tiempo, Sylvia no comprendió a lo que se enfrentaba. Cuando fue a ver a Mark estaba medio enloquecida por las noticias de que Christopher estaba en el hospital en Ruán y, aunque las autoridades del hospital le habían asegurado, primero por telegrama y luego por carta, que era sólo cosa de los pulmones, no sabía hasta qué punto las autoridades de la Cruz Roja engañaban a los parientes de los heridos.
El caso es que había sido natural que quisiera herirle tanto como pudiera en ese momento, pues la idea de que estuviese sufriendo hizo que quisiera contribuir a su sufrimiento en todo lo posible. De otro modo, por supuesto, no habría ido a ver a Mark… Pues había sido un error estratégico. Aunque luego se dijo: «¡Qué demonios…! ¿De qué estrategia estoy hablando? ¿Qué me importa a mí la estrategia? ¿Qué es lo que pretendo…?». ¡E hizo lo que le apeteció en aquel momento…!
Entonces lo comprendió con certeza. No sabía, ni le interesaba saber, cómo había convencido Christopher a Mark, pero el caso es que lo había hecho. Su padre había muerto con el corazón destrozado por los rumores que circulaban sobre su hijo —rumores que ella había puesto en circulación, casi con tanta eficiencia como aquel hombre llamado Ruggles y otros cotillas no menos irresponsables— y que, aunque estaban pensados para aplastar a Christopher, habían aplastado a su padre… Y, sin embargo, el caso era que Christopher había convencido a Mark, a quien llevaba sin ver diez años… En fin, era lógico. La conducta de Christopher era intachable, eso era un hecho, y Mark, aunque pareciera un poco estúpido al estilo de los del norte, tampoco era ningún idiota. No podía serlo. Era un alto funcionario público. Y, pese a que, por lo general, Sylvia no le concedía el menor crédito a ningún funcionario público, si un hombre como Mark tenía por nacimiento la posición social que sin duda le correspondía y además era el director de un departamento y se le consideraba totalmente indispensable, no se le podía pasar por alto… De hecho, en la parte más frívola de la carta, contaba que le habían ofrecido el título de baronet, y esperaba que Christopher estuviese de acuerdo en su decisión de rechazarlo. Christopher no querría ese condenado título tras su muerte y él prefería contraer el moquillo a que esa ramera —refiriéndose a ella— llegara a convertirse en lady T. gracias a él. Luego había añadido con extraña solicitud: «Por supuesto, si considerases la idea de divorciarte (cosa por la que ruego a Dios todos los días, aunque estoy de acuerdo en que obras bien no haciéndolo) y el título fuese a parar a la otra chica tras mi fallecimiento, lo aceptaría con gusto, pues un título siempre sirve de ayuda después de un divorcio. Pero el caso es que voy a rechazarlo y pedir que me hagan caballero, siempre que no te moleste que me convierta en sir, creo que nadie debería rechazar un honor en estos tiempos, como hacen ciertos intelectuales repugnantes, pues es como abofetear al soberano y refuerza a nuestros enemigos, que es lo que sin duda pretenden esos tipos».
No cabía duda de que Mark —con la posible adición de los Wannop— apoyaría a Christopher si ella decidiera organizar un escándalo público… En cuanto a los Wannop…, la chica era insignificante. O tal vez no, si se pusiera desagradable y empezara a manipular a Christopher. Pero la madre era una figura formidable, con una lengua viperina y muy respetada en los mentideros londinenses…, tanto por la posición de la que disfrutaba su difunto marido como por los sólidos artículos que escribía… Sylvia había ido a echarle un vistazo al lugar donde vivían… Una calle deprimente en un barrio de las afueras, cuyas casas —sabía lo bastante sobre casas para darse cuenta— tenían las tejas rotas y los ladrillos en malas condiciones. Casas viejas, pese a su falso aspecto artístico, y oscurecidas por unos árboles que debían de haber dejado crecer para darles un aspecto más pintoresco. Con habitaciones diminutas y muy oscuras… Residencia de una extremada indigencia o de la pobreza más absoluta… Comprendió que los ingresos de la anciana debían de haberse reducido tanto durante la guerra que sólo contaban con lo que ganaba su hija como maestra de escuela o como profesora de gimnasia en un colegio femenino. Había recorrido la calle un par de veces con la esperanza de encontrarse con la chica, pero luego pensó que aquél era un procedimiento bastante indigno… Aunque también lo era tener una rival muerta de hambre viviendo en aquel agujero… Pero así eran los hombres, aún podía dar gracias de que no viviera en una confitería… El tal Macmaster decía que era inteligente y sabía hablar bien, sin embargo, su mujer afirmaba que no era más que una ignorante… Eso último no debía de ser cierto, pero, en cualquier caso, había sido muchos años amiga íntima de la mujer de Macmaster, mientras se dedicaron a exprimir a Christopher y hasta que, como buenos esnobs de clase media baja se les ocurrió la idea de utilizarla a ella para entrar en sociedad… Aun así, era probable que fuese buena conversadora y que, pese a ser más bien bajita, estuviese en buena forma física. Un buen producto casero… ¡No le deseaba ningún mal!
Lo increíble era que Christopher la dejara morir de hambre en aquel mísero lugar cuando tenía un Perú a su disposición… ¡Pero los Tietjens eran austeros! No había más que ver las habitaciones de Mark… y Christopher dormía igual de bien en el suelo que sobre un lecho de plumas. Y lo más probable es que ella no quisiera aceptar su dinero. Y hacía bien. Era el mejor modo de conservarlo… A ella no tenían que explicarle lo estimulante que podía llegar a ser una vida austera… En su retiro en el convento su cama era tan dura y fría como la de un anacoreta y se levantaba con las monjas a las cuatro para rezar los maitines. De hecho lo que le molestaba no eran tanto sus costumbres o la comida como que las novicias y algunas de las monjas fuesen de clase baja y tuviese que frecuentar su compañía… Por eso si, de acuerdo con el pacto, tuviera que retirarse el resto de su vida iría a las Dames Nobles.
Un cañón manejado por unos tipos de antiaéreos más bien eufóricos, y tan cercano que parecía estar en el jardín del hotel, la estremeció físicamente casi en el mismo instante en que una inmensa bengala estallaba en el embarcadero que había al fondo de la calle del hotel. Le irritaron sobremanera aquellos ejercicios de colegial. Uno de esos odiosos generales, alto, de rostro purpúreo y bigotes blancos, apareció en el umbral y dijo que tenían que apagar todas las luces menos dos y que les aconsejaba que se fuesen a algún otro sitio. El hotel tenía buenos sótanos. Se dedicó a pulular por el hotel apagando las luces mientras varias parejas y grupos pasaban a su lado, camino de la salida… Tietjens levantó la mirada de la carta —en ese momento estaba leyendo una de la señora Wannop—, pero, al ver que Sylvia no hacía ningún movimiento, siguió sentado en su sillón.
El anciano general dijo:
—No se levante, Tietjens… Siéntese, teniente… Supongo que debe de ser usted la señora Tietjens… Aunque, por supuesto, sé muy bien que lo es… Esta semana publicaron una foto suya en… He olvidado el nombre…
Se sentó en el brazo de un gran sillón de cuero y le detalló los inconvenientes que le había causado su visita a la ciudad… Lo había despertado, justo después de comer, un joven oficial aterrado de que hubiese llegado sin papeles. No había vuelto a hacer bien la digestión desde entonces… Sylvia le respondió que lo sentía mucho y le aconsejó beber agua caliente y no tomar alcohol con el almuerzo. Pero tenía que tratar un asunto muy importante con Tietjens y no se le había pasado por la imaginación que un adulto pudiera necesitar papeles. El general empezó a explicarle la importancia que tenía su oficina y el gran número de agentes enemigos que arrestaban a diario, gracias a su perspicacia, en la ciudad y las líneas de comunicación…
Sylvia estaba abrumada por la ingenuidad del padre Consett. Miró el reloj. Los diez minutos habían pasado, pero no parecía haber un alma en aquel triste lugar… El padre —¡era una señal sin duda inconfundible— había vaciado la sala del todo. ¡Típico de él!
Se levantó para cerciorarse. Al otro extremo de la habitación, a la luz tenue de la otra lámpara de lectura que el general no había apagado, había dos siluetas casi indistinguibles. Se acercó a ellas acompañada por el general, que seguía dedicándole todo género de cortesías. Le confesó que, en realidad, no había nada que temer. Había recurrido al truco de vaciar el salón para librarse de esos condenados subalternos jóvenes que lo utilizaban para pelar la pava cuando se apagaban las luces. Ella le respondió que iba a coger un horario al otro extremo de la habitación…
La punzada de esperanza de que una de las figuras resultara ser el hombre presentable desapareció… Eran un joven subalterno gimoteante con un bigotillo incipiente y los ojos llorosos y un anciano calvo muy indignado vestido con ropa de fiesta confeccionada por un sastre de pueblo. Acababa de dar una palmada para subrayar lo que estaba diciendo.
El general le explicó que era uno de los jovenzuelos que tenía a sus órdenes y que estaba recibiendo un buen rapapolvo de su padre por gastar más dinero de la cuenta. Los jóvenes se pasaban el día corriendo detrás de las faldas…, igual que los viejos. No había forma de impedirlo. Aquel lugar era un foco de… Dejó la frase sin terminar. No imaginaba los contratiempos que le ocasionaban… Aquel mismo hotel… Los escándalos…
Luego le pidió que lo disculpara si echaba una cabezadita en uno de los sillones más apartados, donde no interfiriese con su conversación. Tenía que pasarse media noche despierto. A Sylvia le pareció un personaje totalmente despreciable, demasiado despreciable para que el padre Consett lo hubiese utilizado para despejar el salón. Pero el presagio estaba claro. Tenía que reconsiderar su situación. ¡Significaba, ¿o no?, que tendría que declararle la guerra a los poderes celestiales…! Apretó los puños…
Al pasar junto al sillón de Tietjens el general le espetó:
—Recibí su nota esta mañana, Tietjens… Sepa que… —Tietjens se levantó de su asiento y se puso en posición de firmes, con las manazas como paletillas de cordero sobre las costuras de los pantalones— me parece muy grave que descarten un pliego de cargos de mi departamento escribiendo en él «caso sobreseído». Nosotros no hacemos acusaciones sin pensarlo. Y el cabo Berry es un NCO particularmente fiable. Me cuesta encontrarlos. Sobre todo después de los últimos disturbios. Le aseguro que hace falta valor.
—Si —respondió Tietjens— tuviera usted a bien advertir a la GMP para que no fuesen por ahí llamando reclutas a los soldados de las tropas coloniales, no habría más dificultades… Como oficiales se nos ha indicado que seamos especialmente cuidadosos con las tropas de los Dominios. Por lo visto son muy susceptibles con los insultos…
El general se puso de pronto hecho una furia y empezó a soltar frases inconexas: «condenada insolencia…», «comisión de investigación…», «unos malditos reclutas…». Por fin, se serenó lo bastante para decir:
—Sus hombres son reclutas, ¿no? Me producen más quebraderos de cabeza que… Pensaba que quería usted…
Tietjens replicó:
—No, señor. En mi unidad no hay un solo soldado canadiense o de la Columbia Británica que no se haya alistado como voluntario…
El general estalló para decir que iba a llevar todo el asunto ante el departamento del GOCIC. Y que Campion hiciera lo que quisiera, él se lavaba las manos. Hizo ademán de marcharse muy airado, luego se detuvo, le hizo una rígida reverencia a Sylvia, que no lo estaba mirando, se encogió de hombros y se marchó furioso.
A Sylvia le costó volver a dominar sus pensamientos, pues la tarde estaba totalmente impregnada de asuntos militares que a ella le parecían bromas de colegial. De hecho, después de que Cowley, que por entonces había ingerido ya una gran cantidad de licor, le soltara a Tietjens: «Caramba, no quisiera estar en su pellejo si el viejo Blazes le pilla esta noche», ella le dijo a Christopher con auténtico asombro:
—No irás a decirme que un viejo senil como ése podría perjudicarte en algo… ¡a ti!
Tietjens respondió:
—Bueno, lo cierto es que se trata de un asunto muy desagradable…
Ella contestó que eso le parecía, pues, antes de que Christopher pudiera terminar su frase, se le acercó un ordenanza que le entregó un lápiz y un montón de papeles arrugados. Tietjens los miró por encima y los firmó uno por uno mientras decía con voz entrecortada: «Son tiempos difíciles…», «Estamos acumulando tropas en el frente a toda prisa…», «Y, por si fuera poco, el personal no hace más que cambiar…». Soltó un resoplido de exasperación y le dijo a Cowley:
—Ese tipejo de Pitkins ha conseguido que lo nombren instructor de explosivos. Y es incapaz de ponerse al frente del destacamento… ¿A quién demonios voy a nombrar? ¿Quién demonios hay…? Usted conoce a todos los… —Se interrumpió para que no lo oyera el ordenanza. Un chico listo. Casi el único tipo espabilado que le quedaba. Cowley se levantó del asiento y afirmó que telefonearía a la sala de oficiales para ver quién quedaba allí… Tietjens le preguntó al chico—: ¿Estos informes sobre las religiones de los miembros del destacamento los ha hecho el sargento mayor Morgan?
El chico respondió:
—No, señor, los hice yo. Están bien. —Sacó un pedazo de papel del bolsillo de la guerrera y dijo tímidamente—: Si no le importa firmar esto, señor… Podría coger un tranvía ASC que sale para Boulogne mañana a las seis…
Tietjens dijo:
—No, no puedo darle permiso. Lo necesito aquí. ¿Para qué es?
El chico contestó de forma casi inaudible que quería casarse.
Tietjens, sin dejar de firmar, dijo:
—No lo haga… ¡Pregunte a sus colegas casados!
El chico, escarlata en su uniforme caqui, frotó la suela de un zapato en el empeine del otro. Dijo que era imprescindible salvar el honor de la dama. El niño podía nacer en cualquier momento. Era muy buena chica. Tietjens firmó el papel y se lo dio al chico sin mirarlo. Él siguió con la vista fija en el suelo. El teléfono del otro extremo de la habitación los distrajo. Cowley no había podido contactar con el campamento porque acababa de llegar un mensaje urgente para el adormilado general acerca del espionaje alemán.
Cowley empezó a gritar:
—Por el amor de Dios, no cuelgue… Por el amor de Dios, no cuelgue… No soy el general… Le digo que no soy el general…
Tietjens le pidió al ordenanza que despertara al guerrero durmiente. Se produjo una escena muy violenta delante del auricular del silencioso teléfono. El general rugió para averiguar con quién hablaba. El capitán Bubbleyjocks… El capitán Cuddlestocks… ¡Quién demonios era! ¿Y de parte de quién llamaba…? ¿De quién? ¿En persona…? ¿Y era urgente…? ¿Acaso no sabía que el procedimiento ordinario era hacerlo por escrito…? ¡Urgente…! ¿Es que no sabía dónde estaba…? En el Primer Ejército junto al canal de Cassell… Muy bien… Pero el espía estaba en el territorio L. de C., al otro lado del canal… Las autoridades civiles francesas estaban muy preocupadas… ¡No les faltaban motivos, maldita sea…! ¡Y maldito también el oficial! Y el maire francés. Y el caballo que montaba el supuesto espía… ¡Pues que el maldito oficial escribiera al cuartel general del Primer Ejército y adjuntase el caballo y la cartuchera como pruebas!
Siguió así un buen rato. Mientras seguía leyendo los papeles, Tietjens les explicó la historia que oían de forma fragmentaria por las repeticiones que hacía el general al teléfono… Por lo visto, a las autoridades civiles francesas de un lugar llamado Warendonck les había alarmado un jinete solitario con uniforme inglés que llevaba varios días merodeando por los alrededores como si quisiera cruzar los puentes del canal y no se atreviera a hacerlo por encontrarlos todos vigilados. En la zona había un polvorín de artillería, del que se decía que era el más grande del mundo, y los alemanes la bombardeaban constantemente con la esperanza de volarlo… Al parecer, el oficial estaba al mando de los guardias de la cabeza de puente del canal, pero, como se encontraba en el territorio del Primer Ejército, era, evidentemente, muy poco apropiado despertar al general al mando de la maquinaria encargada de atrapar a los espías al otro lado del canal… El general, que volvió con ellos apartándose del teléfono, se encargó de subrayarlo con mucha energía.
El ordenanza había vuelto; Cowley regresó al teléfono después de beberse otro coñac. Tietjens terminó de revisar los papeles y volvió a echarles un vistazo. Le preguntó al chico:
—¿Tiene algo ahorrado?
El chico respondió:
—Un billete de cinco y unos chelines.
Tietjens dijo:
—¿Cuántos chelines?
El chico replicó:
—Siete, señor.
Tietjens rebuscó torpemente en un bolsillo interior y en un bolsillito que tenía debajo del cinturón, extendió un puño como una pierna de cordero y exclamó:
—¡Tome! Esto lo doblará. ¡Diez libras y catorce chelines! Pero es muy poco previsor por su parte. Asegúrese de tener mucho más antes del próximo. Los partos son carísimos, como averiguará muy pronto, ¡y el dinero no dura eternamente…! —Volvió a llamar al ordenanza cuando se marchaba—: ¡Eh!, ordenanza, vuelva aquí… —Y añadió—: No lo cuente por todo el campamento. No puedo permitirme subvencionar a todos los niños sietemesinos del batallón… Si sigue cumpliendo tan bien con su deber como hasta ahora, recomendaré que le asciendan a cabo con sueldo completo cuando vuelva del permiso. —Luego volvió a llamarlo para preguntarle por qué no había firmado los papeles el capitán McKechnie. El chico balbució y tartajeó que el capitán McKechnie estaba… Estaba… Tietjens murmuró para sí: «¡Dios mío!» y aventuró—: El capitán ha sufrido otra crisis nerviosa…
El ordenanza aceptó la frase con gratitud. Eso era. Una crisis nerviosa. Decían que había estado muy raro en el comedor. A propósito del divorcio. O de su tío. ¡Una noche de perros! Tietjens respondió: «Sí, sí». Se incorporó a medias en la silla y miró a Sylvia. Ella exclamó:
—No puedes irte ahora. Lo siento, pero no puedes irte. —Él volvió a desplomarse en el asiento y murmuró fatigado que era muy preocupante. El general Campion le había encargado que cuidara de aquel oficial. Tal vez no debería haberse ausentado del campamento. Pero McKechnie parecía encontrarse mejor. Gran parte de la calma insolente de Sylvia había desaparecido. Había contado con disponer de toda la noche para atormentar a aquel fardo que tenía delante. Para atormentarlo y tentarlo. Dijo—: Tienes cuestiones que decidir aquí y ahora que afectarán a toda tu vida. ¡A nuestras vidas! Y estás dispuesto a pasarlas por alto por el patético sobrinito de ese despreciable amigo tuyo… —Añadió en francés—: ¡Que seas incapaz de prestar atención a asuntos de importancia por culpa de esas preocupaciones infantiles me parece insultante!
Estaba casi sin aliento.
Tietjens le preguntó al ordenanza dónde estaba ahora el capitán McKechnie. El ordenanza le respondió que se había marchado del campamento. El coronel de la base había enviado a dos oficiales a buscarlo. Tietjens le pidió que saliera a llamar a un taxi. Si quería, podían llevarlo también a él al campamento. El ordenanza respondió que no habría taxis por culpa del ataque aéreo. ¿Podía ordenarle a la GMP que requisara uno por motivos militares? El eufórico cañón antiaéreo disparó tres veces desde el jardín. Toda la hora siguiente, continuó disparando cada dos o tres minutos. Tietjens le respondió «¡Sí, sí!» al ordenanza. El ruido del ataque aéreo se volvió más impresionante. A Tietjens le entregaron una carta azul urgente con un sello civil francés. Era de la duquesa para informarle de que el gobierno francés había prohibido el uso de carbón en los invernaderos. No necesitaba decirle que confiaba en su palabra de proporcionarle carbón a través de las autoridades militares británicas, y le pedía una respuesta inmediata. Tietjens expresó un gran fastidio al leerla. Distraída por el ruido, Sylvia gritó que la carta tenía que ser de Valentine Wannop en Ruán. ¿Es que esa chica no iba a concederle una hora para arreglar su vida entera? Tietjens acercó su sillón al de ella y le alcanzó la carta.
Empezó una larga, lenta y seria explicación acompañada de una larga, lenta y seria disculpa. Le dijo que sentía mucho que, después de haberse tomado la molestia de ir tan lejos para consultarle acerca de una cuestión que podría haber resuelto ella misma, la complicada situación militar le impidiera atenderla como debía. Por su parte, Groby estaba a su entera disposición con todo su contenido. Y, por supuesto, una asignación suficiente para mantenerlo.
Ella exclamó en un acceso de súbita y total desesperación:
—Eso significa que no tienes intención de vivir allí.
Christopher respondió que eso tendría que decidirlo más tarde. La guerra, sin duda, no podía durar mucho más. Pero era evidente que, mientras lo hiciera, no podría volver. Sylvia le preguntó si es que pretendía hacerse matar. Él le aconsejó que, en caso de que muriese, mandara talar el gran cedro de la esquina suroeste de Groby: daba sombra al salón principal y a todos los dormitorios del piso de arriba… Hizo un gesto de dolor al decirlo. Ella lamentó haberlo dicho. Aspiraba a hacerle daño de otro modo muy distinto.
Christopher replicó que no tenía ninguna intención de que lo mataran y que el asunto no dependía de él. Tenía que ir a donde le ordenaran y hacer lo que le dijeran.
Sylvia exclamó:
—¡Tú! ¡Tú! Es innoble que tengas que estar a disposición de esos ignorantes. ¡Tú!
Él siguió explicándole muy serio que no corría ningún peligro grave, a menos que lo enviasen de vuelta a su batallón. Y que no era probable que lo hicieran, a menos que se deshonrase o demostrara negligencia en su puesto. Eso era improbable. Además, su categoría era tan baja que no reunía los requisitos para que lo enviaran al batallón, que, por supuesto, estaba en el frente. Ya debía haberse dado cuenta de que todos los que estaban allí no eran aptos físicamente para ir al frente. Sylvia respondió:
—Por eso son tan horribles… No es el mejor lugar del mundo para buscar un hombre presentable… Ni Diógenes con su linterna lo encontraría.
Él replicó:
—Es una manera de verlo… Es cierto que a la mayoría de…, digamos tus amigos…, los mataron al principio de la guerra, y que, si siguen con vida, están en puestos más activos.
Lo que ella consideraba presentable dependía en gran parte de la buena forma física… Por ejemplo, el caballo que él montaba era un jamelgo… Pero aunque era alemán y no un pura sangre se las arreglaba para sostener su peso… Sus amigos, más o menos, de antes de la guerra eran todos soldados profesionales. En fin, todos habían desaparecido, muertos o agobiados por el trabajo. Pero, por otro lado, aquella enorme ciudad llena de carcamales hacía que todo siguiese funcionando, dentro de lo posible. No eran ellos quienes ponían las trabas, de eso, en cualquier caso, se encargaban sus mucho menos presentables amigos, los ministros, que no eran más que un hatajo de ladrones profesionales.
Ella exclamó con amargura:
—Y, si son tan ladrones, ¿por qué no te quedaste en casa para impedirlo? —Añadió que las únicas personas que hacían que siguiera habiendo vida social eran los políticos profesionales. Cuando una estaba con ellos no se acordaba de que estuviéramos en guerra. ¿Y no era eso lo que querían? ¿Acaso había que sacrificar toda la vida a esta innoble payasada…? Hablaba cada vez con más encono por culpa del creciente fragor del ataque aéreo… Por supuesto, los políticos eran seres innobles a quienes, antes de la guerra, nadie habría pensado siquiera en invitar a su casa… Pero ¿quién tenía la culpa sino los miembros de las clases superiores, que habían abandonado Inglaterra en manos de unos tipos sin conciencia, tradición ni educación? Y contó algunos detalles sobre las costumbres domésticas en la casa de campo de un miembro del gobierno que le disgustaba—. La culpa es tuya. ¿Por qué no eres tú el presidente de la Cámara de los Lores o ministro de Economía en lugar de quien lo sea ahora? Podrías haberlo sido, con tus conocimientos e intereses. Y todo funcionaría con honradez y eficiencia. Si tu hermano Mark, que no tiene ni la décima parte de tu inteligencia, puede ser jefe de un departamento, ¿qué no podrías haber sido tú con tus dotes, tu influencia… y tu integridad? —Y concluyó—: ¡Oh, Christopher!, casi con un sollozo.
El ex sargento mayor Cowley, que había vuelto del teléfono, y durante una tregua en el bombardeo, había escuchado boquiabierto algunas de las descripciones de Sylvia sobre las costumbres de los miembros del gobierno, aprovechando otro momento de tregua exclamó:
—¡Pero, señora…! No hay nada que el capitán no hubiera podido hacer… Lleva a cabo la labor de un general de brigada, aunque sólo tenga paga de capitán… Y el trato que recibe es escandaloso… En realidad lo es el trato que recibimos todos, engañados y defraudados a cada paso que damos… No hay más que ver las nuevas órdenes de partida del destacamento… —Le habían dado orden de partir para luego emitir una contraorden tantas veces que ya nadie sabía si estaba de pie o sentado—. Tenían que partir la noche pasada, y les habían hecho marchar hasta la estación, para luego llevarlos de vuelta al campamento y decirles que no partirían hasta pasadas seis semanas… Ahora tenían que prepararse para partir en camiones antes del alba hasta el ferrocarril de Ondekoeter, pues aquí habían saboteado las vías… Y antes del alba, para que los aeroplanos enemigos no pudieran verlos en la carretera… ¿Acaso no era descorazonador para los soldados y los puestos de mando? Era un ultraje. ¿Acaso creían que los alemanes hacían cosas así? —Se interrumpió para decirle con ronco entusiasmo y afecto a Tietjens—: Mire amig…, quiero decir, señor… Es imposible encontrar a ningún oficial capaz de capitanear el destacamento. Los que serían capaces de hacerlo se han enterado de la partida del destacamento y se han escondido en sus agujeros. Ninguno volverá al campamento antes de mañana a las cinco, pues saben que el destacamento tiene orden de partir a las cuatro… Ahora bien… —Su voz se volvió ronca por la emoción al ofrecerse a capitanear él mismo el destacamento como prueba de su agradecimiento al capitán Tietjens. Y el capitán sabía que era capaz de conducir un destacamento casi tan bien como él. En cuanto al mayor al mando del destacamento, vivía en aquel hotel y Cowley lo había visto. Y no era de los que se levantan a las cuatro. Iría en coche a la estación de Ondekoeter hacia las siete. Así que no tenía sentido partir antes de las cinco, a esa hora todavía era de noche, y los aviones alemanes no podrían ver lo que ocurría. Le agradecería mucho al capitán que estuviese a las cinco en el campamento para echar un último vistazo y firmar todos los papeles que sólo pudiese firmar el oficial al mando. Pero Cowley sabía que, por culpa de su enfermedad, el capitán no había pegado ojo la noche anterior así que lo menos que podía hacer era perder un día y medio de permiso para llevar el destacamento a Ondekoeter. Además, iban a enviarlo a casa hasta que terminara la guerra y no le importaría echarle un vistazo a algunos sitios que había visto en el año catorce, por última vez, como un turista de vacaciones…
Tietjens, que se había quedado muy pálido, dijo:
—¿Recuerda si Cero Nueve Morgan estuvo en Noircourt?
Cowley respondió:
—No… ¿Estuvo allí? ¿En su misma compañía…? Quiere usted decir el hombre al que mataron ayer. El que murió en sus manos por culpa de mi negligencia. Tendría que haber estado allí. —Con esa idea peregrina que tienen los NCO de que a las mujeres les gusta oír cómo su marido se salvó de morir por los pelos, le explicó a Sylvia—: Lo mataron a menos de un metro del capitán. Debió de ser una impresión terrible. —Un auténtico desaguisado… El capitán lo sostuvo en sus brazos, como a un bebé, hasta que murió. ¡Fue muy delicado con él! Aunque es lógico, tratándose de uno de sus hombres… ¡En esos casos no hay rangos!—. ¿Sabe cuál es la única ocasión en que el rey debe saludar a un soldado y éste no le responde…? Cuando está muerto… —Tanto Sylvia como Tietjens guardaron silencio a la luz verdosa de la lámpara. Tietjens tenía los ojos cerrados. El viejo NCO siguió disfrutando de la ocasión de tener el escenario a su disposición. Se había puesto en pie para ir al campamento y titubeó un poco—. No —dijo sacudiendo el cigarro—, no recuerdo si Cero Nueve Morgan estuvo en Noircourt… Pero recuerdo…
Tietjens respondió sin abrir los ojos:
—Se me ocurrió que podía haber sido él quien…
—No —prosiguió imperioso el viejo ex sargento—. No me acuerdo de él… Pero ¡por Dios, recuerdo muy bien lo que le pasó a usted! —Miró a Sylvia muy orgulloso—: El capitán se enganchó el pie en… ¡No lo creerá usted…! La noche estaba tranquila e iluminada por la luna. Sin mucho fuego de artillería… Tal vez cogiéramos por sorpresa a los alemanes, o tal vez nos permitieran tomar sus trincheras con algún propósito… Casi no había nadie en ellas… Recuerdo que me puse nervioso… Me impresionó que fuese tan fácil. En esos casos es cuando hay que esperar lo peor de los alemanes… Por supuesto, había un poco de fuego de ametralladora… Sobre todo una a nuestra derecha… Y la luna brillaba a primera hora de la mañana. Todo estaba muy tranquilo. Había un poco de niebla…, y todo estaba tan helado que no lo creería… Lo bastante para que los obuses fuesen peligrosos.
Sylvia preguntó:
—¿Entonces no siempre hay barro?
Tietjens observó:
—Si te desagrada puedo decirle que se calle.
Ella respondió en tono monótono:
—No, quiero oírlo.
Cowley se acercó para lograr un efecto más impresionante:
—¡Barro! —exclamó—. No… Ni mucho menos… Le digo, señora, que pisábamos los rostros congelados de los alemanes al andar… Uno o dos días antes habíamos matado a muchos… Ése fue sin duda el motivo por el que abandonaron tan fácilmente las trincheras, eran muy difíciles de defender… El caso es que dejaron a los muertos para que los enterráramos nosotros, ¡probablemente sabían que tenían que retirarse y se sintieron aliviados de hacerlo! A mí me preocupaba la posibilidad de un contraataque… El contraataque siempre es diez veces peor que la resistencia preliminar. La retaguardia de sus trincheras se convierte en la línea del frente, el parados, lo llamamos nosotros. Así que me alegré mucho cuando llegaron los refuerzos. Llegaron riéndose, eran de Wiltshire… Mi señora también es de allí… Quiero decir la señora Cowley… El caso es que había visto al capitán caerse al suelo un poco antes y pensé: «Otro que se ha quedado enganchado en algo…». —Bajó un poco la voz, era uno de los mejores narradores del regimiento—. Se le había enganchado el pie, entre dos manos… Dos manos que salían del suelo congelado… Como si rezaran… ¡Así! —Levantó las manos con el cigarro entre los dedos, las muñecas juntas y los dedos levemente doblados hacia dentro—. Sobresalían a la luz de la luna… ¡Pobre diablo!
Tietjens lo interrumpió:
—Pensé que tal vez fuese Cero Nueve Morgan a quien vi esa noche… Como es natural yo parecía estar muerto… Casi no respiraba… Y, mientras yacía en el suelo…, vi a un Tommy que apuntaba con su rifle al brazo de su compañero y le disparaba…
Cowley dijo:
—¡Ah!, lo vio usted…, se lo oí contar a los hombres… ¡Aunque, como es natural, no dijeron dónde y a quién!
Tietjens respondió con un desinterés que no sonaba sincero:
—El nombre del herido era Stilicho… Un nombre raro… Supongo que debe de ser de Cornualles… Delante de nosotros estaba la compañía B.
—¿Y no los llevó ante un consejo de guerra? —preguntó Cowley. Tietjens respondió que no. No podía estar seguro. Aunque lo estaba. Pero al caerse al suelo estaba preocupado por una cuestión personal y eso enturbió lo que vio. Además, dijo en voz baja, un oficial tiene que usar el sentido común. Y en ese caso había considerado preferible no darse por enterado del… Su voz casi se había desvanecido. Sylvia comprendió que estaba llegando al clímax de una tortura mental. De pronto, Tietjens le espetó a Cowley:
—Imagine que le hubiese perdonado la vida sólo para que lo mataran dos años más tarde. ¡Dios mío! ¡Sería demasiado horrible!
Cowley le susurró a Tietjens al oído unas palabras de afecto y consuelo que Sylvia no pudo oír. No soportaba esa familiaridad. Adoptó su tono más indiferente para decir:
—Supongo que el uno habría estado tonteando con la novia del otro. ¡O con su mujer!
Cowley exclamó:
—¡No, por Dios! Lo habían acordado entre ellos. Para que a uno lo mandaran a casa y al otro lo sacasen de aquel infierno y lo llevasen al hospital de campaña. Ella observó:
—¿Quiere decir que un hombre haría eso para salir de allí…?
El ex sargento respondió:
—Bendita sea, señora, no sabe usted el infierno que es aquello para los Tommies… En el frente es donde más se notan las diferencias entre los oficiales y los soldados rasos… Soy un viejo soldado y he estado en siete guerras…, y ha habido veces en ésta en la que casi he tenido que chillar para contenerme. —Hizo una pausa y dijo—: Pensaba…, igual que muchos, que, si asomaba la mano metida en el casco por encima del parapeto, a los dos minutos recibiría un balazo de un francotirador alemán. Y luego, ¡a casa!, como dicen los soldados… Y si eso me pasa a mí, el sargento mayor del regimiento, después de veintitrés años de servicio… —El ordenanza entró, dijo que había encontrado un taxi y desapareció en la oscuridad—. Muchos —afirmó el sargento mayor— correrían el riesgo de que los fusilaran por herir a su compañero… Llegan a querer a sus compañeros como si fueran mujeres… —Sylvia exclamó: «¡Oh!», como si le dolieran las muelas—. Es cierto, señora —respondió él—, resulta muy conmovedor… —Estaba un poco tambaleante por los efectos del alcohol pero su voz seguía muy clara. Le dijo a Tietjens—: Resulta extraño eso que ha dicho de que los asuntos personales pueden distraerlo a uno… Recuerdo que, en la campaña de Afganistán, estábamos en un agujero infernal, y recibí una carta de mi mujer, la señora Cowley, contándome que nuestra Winnie tenía paperas… La señora Cowley y yo siempre hemos discrepado sólo en una cosa: en mi opinión a los niños hay que taparlos con mantas de franela, y ella cree que basta con una de algodón. En Wiltshire no aprecian la lana tanto como en Lincolnshire. Las ovejas de Lincolnshire tienen una lana muy larga… Y, aunque nos pasábamos el día esquivando las balas afganas entre las rocas, en lo único que podía pensar era en… Siendo madre, ya sabrá usted, señora, que lo más importante cuando un niño tiene paperas es que esté bien caliente… No dejaba de pensar, casi llorando: «¡Espero que tape a Winnie con una manta de lana! ¡Espero que tape a Winnie con una manta de lana…!». Pero usted es madre y comprende estas cosas. He visto la foto de su hijo en la mesa del capitán. Se llama Michael… Ya ve que el capitán se acuerda de él y de usted.
Sylvia dijo con voz cristalina:
—¡Tal vez sea mejor que se calle!
Distraída como estaba por el cañón antiaéreo del jardín, y eso que estaba al otro lado del hotel y uno podía intercalar una o dos frases antes de que le estallara la cabeza con un par de explosiones irregulares, todavía la distrajo más la imagen súbita del rostro de Christopher cuando su hijo contrajo el sarampión y tuvo cuarenta de fiebre en casa de su hermana en Yorkshire. Él había aceptado la responsabilidad, que el médico del pueblo se negaba a aceptar, de meter al niño en un baño lleno de hielo… Lo vio inclinándose, inexpresivo a la fuerte luz de la lámpara, con el niño en sus torpes brazos, sobre la superficie rugosa y brillante del baño. Ahora estaba igual de inexpresivo que entonces… Recordó cómo había sido en aquella ocasión, cierta tensión en sus rasgos faciales que no supo analizar… Como si tuviese la cabeza fría y estuviera reprimiendo sus emociones, claro, con la mirada perdida. Cualquiera habría dicho que ni siquiera veía al niño…, ¡el heredero de Groby y todo lo demás…! Algo le había dicho, justo entre dos explosiones del cañón: «Es su propio hijo. Podría decirse que bajó al infierno para devolverlo a la vida…», supo que era el padre Consett quien lo decía. Sylvia sabía que era cierto: Christopher había bajado a los infiernos para rescatar al niño… ¡Qué curioso asistir a su dolor en aquel terrible baño…! El termómetro había bajado delante de sus propios ojos… Christopher había dicho: «¡Tiene el corazón fuerte! ¡Un corazón valeroso!», y luego había contenido el aliento contemplando cómo el fino filamento de mercurio bajaba hasta valores normales… Sylvia dijo entre dientes: «Ese niño es tan suyo como las malditas fincas… Muy bien, ahora tengo las dos cosas…».
Pero ahora no quería torturarle con eso. Así que, después del estampido del segundo cañón, le había dicho a aquel anciano tan absorbente:
—¡Preferiría que no siguiese! —Y Christopher había acudido raudo al rescate de las conveniencias con un:
—¡La señora Tietjens no está de acuerdo con nosotros en algunas cosas!
Ella se dijo: «¡De acuerdo con ellos! ¡Dios mío…!». Cuanto más lo pensaba, más la abrumaba todo aquello con una sensación de odio… ¡Y de depresión! Veía a Christopher inmerso en aquel maremágnum, divirtiéndose con una ficción infantil. Aunque fuese una ficción tan infinitamente poderosa y siniestra… Las explosiones del cañón y de todos aquellos instrumentos concebidos para hacer ruido le parecían tan odiosos y atroces porque para ella no eran más que la estúpida pompa de un juego de colegiales… Campion, o algún otro colegial parecido, decía: «¡Vaya! Ahí hay unos aeroplanos alemanes… ¡Ahora tendremos ocasión de utilizar el cañón antiaéreo! ¡Disparémosles un poco…!». Igual que cuando disparan salvas en el parque el día del cumpleaños del rey. ¡Eso de tener un cañón en el jardín de un hotel donde había personas de alcurnia que podían estar durmiendo o querer conversar era una auténtica insolencia!
En Inglaterra había podido tener la convicción de que todo no era más que un juego… En cualquier parte, en casa de un ministro de la corona, durante la cena, no tenía más que decir: «Dejemos de hablar de estas cosas tan odiosas…». Y, de inmediato, se oían diez o doce voces, incluida la del ministro, que coincidían con la señora Tietjens de Groby en que ya habían hablado demasiado del asunto.
¡Pero allí…! Tenía la impresión de estar en sus mismísimas entrañas… Se movía incesantemente delante de tus propios ojos, pero seguía allí. Era como tratar de discernir el dibujo de una inmensa serpiente que no dejara de moverse… El entusiasmo de Tietjens sumado al de aquel borrachuzo de tres al cuarto le producía una sensación de desánimo. Nunca había visto a nadie susurrarle a Tietjens al oído: él era un lobo solitario… ¡En cambio ahora…! Bastaba con que apareciese cualquier fatuo oficial del Estado Mayor, al que en Inglaterra ni siquiera le habría dirigido la palabra, cualquier sargento empapado de cerveza o cualquier mendigo callejero vestido de ordenanza…, para que prestase toda su atención a cualquier detalle del juego infantil: la lavandería, la podología, las religiones o los niños ilegítimos…, de millones de personas indistinguibles… ¡O de sus muertes! Pero, en nombre de Dios, ¿qué hipocresía o qué cobardía inconcebible era aquélla? Primero promovían una carnicería, causaban la muerte de miles de personas en holocaustos inimaginables de terror y dolor, y luego se rasgaban las vestiduras por la muerte de un solo hombre. Era evidente que Tietjens estaba en plena crisis nerviosa. ¡Por la muerte de un hombre! Nunca lo había visto sufrir así, jamás lo había visto tan necesitado de apoyo… ¡a él, tan frío e implacable! ¡Y ahora sufría como nadie! ¡Ahora…! Y empezó a sentir cómo un inmenso mar de dolor se extendía infinitamente en el eterno horizonte de la noche. ¡El infierno de los soldados rasos! Por lo visto, también era el infierno de los oficiales.
La compasión sincera en la voz de aquel viejo borracho le había ayudado a comprender la enorme maldad… Los horrores, los dolores infinitos, la condición atroz a la que habían llevado al mundo para que los hombres pudieran permitirse esas orgías de promiscuidad. Así se explicaban, en el fondo, el honor y la virtud masculinos, la observancia de los tratados, y el respeto a la bandera… Todo era un inmenso carnaval de apetitos, lujurias, ebriedades… Y, una vez en marcha, no había forma de pararlo. Ese estado de cosas no acabaría nunca… Porque después de probar la euforia —la sangre— del juego, ¿quién le pondría fin? Los hombres hablaban de las cosas que los ocupaban con la misma lujuria que cuando cuentan historias rijosas en las salas de oficiales… ¡No había otro paralelismo posible!
No había manera de pararlo, igual que no había forma de parar al ahora casi ebrio ex sargento mayor. ¡Había perdido todo sentido del pudor! Como era de temer, estaba dándole consejos a la joven pareja sobre las desavenencias conyugales. ¡El vino le había vuelto osado!
Al tiempo que percibía el trasfondo de aquellos horrores, su inteligencia se impregnó de retazos de la sabiduría de Christopher… Unos retazos extraños… ¡Los notaba en la nuca…! Alguien, por si hubiese poco ruido, había puesto en marcha un instrumento musical mecánico en el salón de al lado.
¡Cerveza y mujeres
sírvenos, tabernero!
Una voz gutural proclamó:
Me partiría de risa si supiese que podía irme
y aun así me quedara aquí…
El ex sargento mayor estaba informándoles del extraño detalle de que, siempre que se iba a la guerra —en siete ocasiones—, su mujer, la señora Cowley, se pasaba los tres primeros días y noches descosiendo y volviendo a coser las sábanas y los almohadones de la casa. Para obligarse a no pensar en nada… Al parecer, era un reproche o exhortación dedicado a ella, Sylvia Tietjens… ¡Estupendo, tenía toda la razón! Se parecía al padre Consett y tenía el mismo tipo de sabiduría.
El gramófono aulló; un nuevo rumor se unió al tumulto exterior y persistió mientras se oían seis disparos atenuados del cañón en el jardín… Al siguiente momento de silencio, Cowley empezó a despedirse de ella. Le pidió que tuviese en cuenta que el capitán se había pasado toda la noche anterior en vela.
Entonces acudió a su imaginación irreverente una frase de una de las cartas de la duquesa de Marlborough a la reina Ana. La duquesa había visitado al general durante una de sus campañas en Flandes. «¡Mi señor —escribía— me hizo el honor tres veces con las botas puestas…!» Era típico de ella recordarlo… Se lo habría contado al sargento mayor, sólo para ver la cara que ponía Tietjens, pues el sargento mayor no lo habría entendido… ¡Y qué más daba si lo hacía…! El pobre seguía dándole vueltas a la misma idea.
Pero el tumulto aumentó hasta alcanzar un volumen increíble: incluso las convulsiones del cercano gramófono de casi doscientos caballos de potencia se convirtieron en meros temblores de un hilo de oro en mitad de un monótono tejido de sonidos. Sylvia gritó blasfemias que no sabía que conociese. Tuvo que gritar para protegerse del ruido; no era más responsable de sus blasfemias que si hubiese perdido la identidad bajo los efectos de un anestésico. De hecho la había perdido… ¡Era sólo una más en aquella multitud!
El general se despertó en su sillón y les miró con malevolencia como si fuesen ellos los únicos responsables de aquel estruendo. De pronto cesó. ¡Por completo! Sólo se supo porque se oyó el final del grito de una mujer en el salón y al general que gritaba: «¡Por el amor de Dios, no vuelvan a poner ese condenado gramófono!». En el silencio, tras unos silbidos preliminares y unos acordes de guitarra, una voz asombrosa cantó:
Menos que el polvo…
Debajo de tu carro…
Luego se interrumpió y, tras un murmullo de voces, volvió a empezar:
Manos pálidas amé… [129]
El general se puso en pie de un salto y corrió al salón… Cuando regresó parecía decepcionado.
—Es un condenado y pomposo civil… Un novelista, según dicen… No puedo hacer que se calle… —Y añadió con repugnancia—: El salón está repleto de jóvenes juerguistas y prostitutas… ¡Bailando! —En efecto, tras un zumbido, la melodía se había transformado en las lánguidas e interrumpidas variaciones de un vals—. ¡Bailando en la oscuridad! —dijo el general todavía más asqueado—. Y los alemanes podrían llegar en cualquier momento… ¡Si supieran lo que yo sé…!
Sylvia le gritó:
—¿No cree que sería divertido volver a ver uniformes con botones de plata y hombres decentemente vestidos…?
El general gritó:
—Yo me alegraría de verlos… Estoy harto de estos…
Tietjens siguió con algo que le estaba contando a Cowley. Sylvia no oyó de qué se trataba, pero Cowley insistió en una idea con la que Sylvia pensó que ya habían terminado:
—Recuerdo que, cuando era sargento en Quetta, envié a un hombre llamado Herring a abrevar los caballos de la compañía, después de que me pidiese que le relevara de hacerlo porque le tenía miedo a los caballos… Un caballo lo derribó en el río y lo ahogó… Se le cayó encima y le pisó la cara… Fue muy desagradable… De nada sirvió que me repitiese, una y otra vez, que estaba cumpliendo con mi deber… Perdí el apetito… Me gasté una fortuna en bicarbonato… —Sylvia estuvo a punto de gritar que, si a Tietjens no le gustaba que matasen a la gente, eso debería saciar su lujuria bélica, pero Cowley prosiguió pensativo—: Dicen que la mejor cura cuando se te aparece un muerto es el bicarbonato… Y, por supuesto, no acercarse a las mujeres en quince días… Es lo que yo hice. Veía la cara de Herring con la marca de la pezuña. Y… había cosas buenas en lo que llamábamos el Recinto Gubernamental… —De pronto, exclamó—: Con su permiso…, señora, voy a… —Se metió el cigarro entre los dientes y empezó a decirle a Tietjens que, si le ayudaba a meterse en el taxi, podía confiar en que se ocuparía del destacamento por la mañana.
Se marchó apoyado en el brazo de Tietjens, con las piernas formando un ángulo de sesenta grados con la alfombra…
«No puede… —se dijo Sylvia—, no puede…, si es un caballero… Después de todo lo que le ha dicho ese tipo… Sería un maldito cobarde si no se acercara a… Quince días… ¿Es que aquí no hay más que furcias…?» Dijo:
—¡Oh, Dios!
El viejo general, repantigado en su sillón acercó la cara para decir:
—Si yo fuese usted, señora, no iría por ahí hablando de uniformes azules con botones de plata… Por supuesto, nosotros, entendemos…
Ella se dijo: «Ya ves…, incluso ese volcán extinto… Me está desnudando con esos ojos llenos de venillas ensangrentadas… Entonces, ¿por qué él no…?». Exclamó en voz alta:
—¡Oh, pero incluso usted, general, dijo que estaba harto de sus compañeros. —Pensó: «¡Qué demonios…! Tendré el valor de mis condiciones… Nadie podrá decir que soy cobarde…». Luego dijo—: ¿No viene a ser lo mismo si afirmo que preferiría que me cortejase un hombre bien vestido de azul y plata, ¡o de cualquier otro modo!, que cualquiera de los hombres que se ven por aquí…?
El general respondió:
—Por supuesto, señora, si lo plantea de ese modo…
Ella objetó:
—¿Y de qué otro modo iba a plantearlo una mujer…? —Se acercó a la mesa y se sirvió una copa de coñac.
El viejo general estaba sonriéndole malicioso.
—Dios mío —dijo—, una dama que bebe licor así…
Sylvia dijo:
—Es usted papista, ¿verdad? Llamándose O’Hara y con ese acento que tiene… Y sin duda está usted con… Ya sabe qué… Bien… ¡Lo digo con doble intención…! Como usted dice sus avemarías…
Con el licor ardiendo en su interior vio aparecer a Tietjens en la tenue luz.
El general, para su amarga satisfacción le dijo:
—Su amigo estaba un poco borracho… ¡No creo que fuese la mejor compañía para la señora!
Tietjens respondió:
—No contaba con tener el placer de cenar con la señora Tietjens esta noche… Ese oficial estaba celebrando su ascenso y no podía echarlo…
El general dijo:
—¡Oh, ah…! Por supuesto… Supongo… —Y volvió a arrellanarse en el asiento.
Tietjens la estaba abrumando con su corpachón. Sylvia seguía sin aliento… Él se inclinó y dijo con la suerte de los borrachos:
—Están bailando en el salón…
Ella se acurrucó apasionadamente en su asiento de mimbre. Tenía unos raídos almohadones azules. Respondió:
—Con nadie más… No quiero presentaciones…
Christopher replicó:
—No hay nadie a quien pudiera presentarte…
Sylvia exclamó:
—¡No si lo haces por caridad!
Él dijo:
—Pensé que podía ser aburrido… Hace seis meses que no bailo…
Ella sintió cómo la belleza fluía por todos sus miembros. Llevaba un vestido de lamé dorado y el cabello inigualable enroscado sobre las orejas. Estaba tarareando la música de Venusberg.[130] De música sí que sabía…
Sylvia preguntó:
—Llamáis Venusberg al recinto de las WAAC, ¿verdad? ¿No es raro que os hayáis apropiado de Venus…? ¡Piensa en la pobre Elisabeth! [131]
El salón donde estaban bailando estaba muy oscuro… Era raro estar entre sus brazos… Había conocido bailarines mejores… Parecía enfermo… Tal vez lo estuviese… ¡Oh!, pobre Valentine-Elisabeth… ¡Qué situación tan extraña…! El gramófono tocaba… ¡El destino…! ¡Ya lo ve, padre…! ¡En sus brazos! Por supuesto, bailar no es exactamente… ¡Pero se parece tanto! ¡Tanto…! ¡Suerte de la doble intención…! Casi lo había besado en los labios… ¡Había faltado muy poco! Effleurer, lo llaman los franceses… Pero no era tan humilde… Él la había abrazado más fuerte… Todos estos meses sin… Mi señor me hizo el honor… Bien por Mambrú s’en va-t-en guerre… Él sabía que casi lo había besado en los labios… Y que sus labios habían estado a punto de responder… El civil, el novelista, había apagado la última luz… Tietjens dijo:
—¿No sería mejor que hablásemos…?
Ella respondió:
—¡Vamos a mi habitación! Estoy agotada… Llevo seis noches sin dormir… A pesar de las medicinas…
Él contestó:
—Sí, claro, ¿dónde si no…?
Sorprendentemente… Su vestido de lamé dorado era como el colobium sindonis [132] que llevaba el rey en la coronación… ¡Mientras subían por las escaleras, Sylvia pensó que a Tannhäuser siempre lo interpretaba un tenor gordo…! La música de Venusberg seguía sonando en sus oídos… Dijo:
—¡Sesenta y seis inexpresables! [133] Estoy sobria como un juez… ¡Tengo que estarlo!