Segunda parte

I

En el salón admirablemente dispuesto, lacado de blanco y cubierto de espejos, del mejor hotel de la ciudad, Sylvia Tietjens, sentada en un sillón de mimbre, escuchaba sin prestar atención a un mayor que le rogaba quejumbroso, una y otra vez, que esa noche no cerrase con llave la puerta de su dormitorio. Sylvia dijo:

—No sé… Sí, tal vez… No sé… —Y miró a lo lejos hacia un espejo de pared azulado que, como todos los demás, estaba enmarcado de corcho blanco. Se puso un poco rígida y observó—: ¡Ahí está Christopher!

El mayor soltó la gorra, el bastón y los guantes. Su pelo negro, peinado sin raya y cubierto de un mejunje glutinoso, se agitó sobre el cuero cabelludo. Acababa de decir que Sylvia le había arruinado la vida. ¿Acaso no lo sabía? De no haber sido por ella, se habría casado con una chica joven e inocente. Ahora exclamó:

—Pero ¿qué es lo que quiere…? ¡Por el amor de Dios…! ¿Qué es lo que quiere?

—Quiere —respondió Sylvia— interpretar el papel de Jesucristo.

El mayor Perowne replicó:

—¡De Jesucristo! Pero si es el oficial más malhablado a las órdenes del general…

—Bueno —dijo Sylvia—, si te hubieses casado con una chica joven e inocente, te habría…, ¿cómo decirlo…?, convertido en cornudo a los nueve meses…

Perowne se estremeció un poco al oír esas palabras. Murmuró:

—No comprendo… Es justo al revés…

—¡Oh, no! —respondió Sylvia—. Piénsalo bien… Moralmente, tú eres el marido… O más bien inmoralmente, diría yo… Porque es a él a quien quiero… Tiene mal aspecto… ¿Informan los responsables de los hospitales a las mujeres sobre el estado de salud de sus maridos?

Desde donde él estaba, Sylvia daba la impresión de estar mirando a la pared.

—No lo veo —dijo Perowne.

—Lo veo en el espejo —replicó Sylvia—. ¡Mira! Desde aquí puedes verlo.

Perowne se estremeció un poco más.

—No quiero… Ya tengo que verlo a veces en acto de servicio… No me gusta…

Sylvia observó:

—¡Tú! —en un tono de profundo desdén—. Tú sólo llevas cajas de bombones a las jovencitas… ¿Cómo vas a encontrártelo en acto de servicio…? ¡Tú no eres un soldado!

Perowne dijo:

—Pero ¿qué vamos a hacer? ¿Qué hará él?

—Yo —respondió Sylvia— le diré al botones, cuando venga con su tarjeta, que le diga que estoy ocupada… No sé lo que hará él. Golpearte, probablemente. Ahora te está mirando…

Perowne se puso muy rígido y se desplomó en el asiento.

—Pero ¡no puede! —exclamó muy nervioso—. Dijiste que estaba interpretando el papel de Jesucristo. Nuestro Señor no golpearía a nadie en un salón de hotel…

—¡Nuestro Señor! —dijo con desprecio Sylvia—. ¿Qué sabrás tú de nuestro Señor? Nuestro Señor era un caballero… Christopher actúa como si fuese nuestro Señor tratando de redimir a la mujer adúltera… Me proporciona el respaldo social que cree deberme por el hecho de ser mi marido.

Un maître d’hôtel manco y con barba se acercó a ellos abriéndose paso entre los grupos de sillones dispuestos para un tête-à-tête. Dijo:

—Perdón… No había visto a la señora… —Y le entregó una tarjeta sobre una bandeja. Sin mirarla, Sylvia respondió:

—Dîtes à ce monsieur… que estoy ocupada. —El maître d’hôtel se fue discretamente.

—Pero me hará pedazos… —exclamó Perowne—. ¿Qué voy a hacer…? ¿Qué demonios voy a hacer? —No tenía otro modo de salir de allí que pasando por delante de Tietjens.

Con la espalda muy recta y la expresión de una serpiente que mira a un pajarillo, Sylvia miró hacia delante y no dijo nada hasta que exclamó:

—Por el amor de Dios deja de temblar… No le haría nada a una mujer como tú. Es un hombre… —El mimbre del sillón de Perowne crujía como si estuviera en un vagón de ferrocarril. El ruido cesó con una sacudida… De pronto ella apretó los puños y soltó un poco de aire lleno de odio entre los dientes—. Por los santos inmortales —exclamó—, juro que haré que esos rasgos imperturbables se contraigan de dolor. —Unos minutos antes había visto en el espejo azulado los ojos de ágata azul de su marido a diez metros de donde ella estaba, por encima de los sillones y entre las hojas de las palmeras. Estaba de pie, llevaba una fusta de montar en la mano y tenía un aspecto un tanto desgarbado con aquel uniforme que no le sentaba bien. ¡Desgarbado y cansado, pero completamente inexpresivo! Tietjens había mirado directamente el reflejo de sus ojos y luego había apartado la vista. Se movió para ofrecerle el perfil y siguió mirando inmóvil una cabeza de alce que decoraba la pared por encima de las puertas de cristal traslúcido de la entrada del hotel. El encargado del hotel se le había acercado y él había sacado una tarjeta y se la había dado pronunciando tres palabras. Sylvia vio cómo movía los labios: Señora de Christopher Tietjens. Dijo entre dientes:

—¡Maldita sea su caballerosidad…! ¡Oh, Dios, maldita sea su caballerosidad!

Él la había visto con Perowne, así que no había ido a verla ni había enviado al encargado a donde ella estaba. ¡Por miedo a avergonzarla! Dejaría que ella decidiera si quería ir a verlo o no.

El encargado, visible en el espejo, había ido y venido tortuosamente, mientras Tietjens seguía con la vista clavada en la cabeza de alce. Había cogido la tarjeta, había vuelto a meterla en su cartera y le había dicho algo al encargado, que se había encogido de hombros con la hospitalidad formal de los de su clase y, con los hombros todavía encogidos y su única mano señalando a una puerta, había precedido a Tietjens camino del interior del hotel. Ni uno solo de los rasgos de Tietjens se había alterado cuando le devolvió la tarjeta. Había sido entonces cuando Sylvia había jurado hacer que su rostro imperturbable se contrajera de dolor…

Su expresión era insoportable. Pesada, fija. No era insolente, sino que sencillamente miraba por encima de todas las cosas y seres vivientes hacia un mundo demasiado lejano para que ellos entrasen. Y sin embargo a Sylvia le dio la impresión de que estaba tan torpe y fatigado que casi no era deportivo acosarlo. Igual que azotar a un bulldog moribundo…

Volvió a desplomarse en el sillón con un movimiento casi de desánimo. Dijo:

—Ha entrado en el hotel…

Perowne se movió inquieto en su sillón. Exclamó que se iba. Luego volvió a sentarse, abatido.

—No —dijo—, probablemente esté más seguro aquí. Podría encontrármelo al salir.

—Te has dado cuenta de que mis faldas te protegen —replicó Sylvia con desprecio—. Por supuesto, Christopher nunca golpearía a nadie en mi presencia.

El mayor Perowne la interrumpió para preguntar:

—¿Qué es lo que va a hacer? ¿Qué está haciendo en el hotel?

La señora Tietjens dijo:

—¡Adivínalo! —Y añadió—: ¿Qué harías tú en circunstancias parecidas?

—Destrozaría tu habitación —respondió enseguida Perowne—. Es lo que hice cuando descubrí que te habías ido de Yssingueux.

Sylvia dijo:

—¡Ah, así se llamaba aquel sitio!

Perowne gimió:

—Eres insensible —se quejó—. No hay otra forma mejor de decirlo. Eres sencillamente insensible.

Sylvia le preguntó distraída por qué la llamaba insensible justo en ese momento. Estaba pensando en Christopher recorriendo torpemente los pasillos del hotel mirando las habitaciones y dándole después una buena propina al encargado para asegurarse de que lo pusieran en el mismo piso que a ella. Casi le pareció oír su nada desagradable voz masculina que vibraba un poco en el pecho y le hacía vibrar a ella.

Perowne siguió refunfuñando. Decía que era insensible porque había olvidado el nombre del pueblecito de Bretaña en el que habían pasado juntos tres deliciosas semanas, aunque ella se fue tan deprisa que dejó todas sus cosas en el hotel.

—Bueno, para mí no fueron tan deliciosas —respondió Sylvia cuando volvió a prestarle atención—. ¡Por el amor de Dios! ¿Crees que podían serlo contigo, pour tout potage? ¿Por qué iba a recordar el nombre de aquel lugar odioso?

Perowne replicó en tono de reproche:

—Yssingueux-les-Pervenches es un nombre precioso.

—Es inútil —contestó Sylvia— que trates de despertar recuerdos sentimentales. Si quieres seguir conmigo, tendrás que hacer que me olvide de cómo eras… Si estoy aquí oyendo tus graznidos es sólo porque quiero esperar hasta que Christopher salga del hotel… Luego subiré a mi habitación a arreglarme para la fiesta de lady Sachse y tú te quedarás aquí sentado esperándome.

—No pienso ir —dijo Perowne— a casa de lady Sachse. Él es uno de los principales testigos del contrato matrimonial. Y también asistirán el viejo Campion y el resto del Estado Mayor… No me líes… Lo mío son los compromisos previos inesperados. No te preocupes.

—Tú vendrás conmigo, amiguito —dijo Sylvia—, si es que quieres volver a disfrutar de mi sonrisa… No pienso ir sola a casa de lady Sachse, y quedar como si fuese incapaz de encontrar un acompañante delante de media Cámara de los Lores francesa… ¡Suponiendo que la tengan…! No me líes tú a mí… ¡No te preocupes! —imitó su voz chirriante—. Puedes marcharte en cuanto te hayas dejado ver como mi acompañante…

—Pero ¡por el amor de Dios! —gritó Perowne—, eso es justo lo que no debo hacer. Campion me dijo que, si volvía a enterarse de que me habían visto contigo, me enviaría de vuelta a mi maldito regimiento… Y mi maldito regimiento está en las trincheras… No me imaginas en las trincheras, ¿verdad?

—Preferiría verte allí que en mi dormitorio —replicó Sylvia—. ¡En cualquier momento!

—¡Ah!, ¿lo ves? —exclamó animado Perowne—. ¿Qué garantía tengo de que, si hago lo que quieres, podré disfrutar de tu sonrisa, como tú dices? Me he metido en un buen lío trayéndote aquí sin papeles. No me dijiste que no tenías papeles. El general O’Hara, el miembro del Parlamento, ha organizado un buen escándalo. ¿Y qué he ganado a cambio…? Ni siquiera la sombra de una sonrisa… ¡Y tendrías que ver la cara purpúrea de O’Hara…! Alguien le despertó de la siesta para informarle de tu horrible caso y todavía no se ha recuperado de la indigestión… Además, odia a Tietjens, que siempre está desautorizando a su policía militar… Los corderitos de O’Hara…

Sylvia no le estaba escuchando, pero esbozó una leve sonrisa al pensar en algo y eso lo sacó de quicio.

—¿Se puede saber a qué juegas? —exclamó—. Maldita sea, ¿a qué demonios juegas…? Has venido aquí a verle… a él. No a mí. Muy bien, en ese caso…

Sylvia lo miró con los ojos muy abiertos, como si acabara de despertar de un profundo sueño.

—No sabía que iba a venir —dijo—. Se me ocurrió de pronto. Diez minutos antes de partir. Y lo hice. No sabía que hicieran falta papeles. Supongo que si hubiese querido los habría conseguido… Nunca me preguntaste si los tenía. Sólo te pegaste a mí y me metiste en tu tren especial… No sabía que tú fueses a venir.

A Perowne eso le pareció el peor de los insultos. Exclamó:

—¡Oh, maldita sea, Sylvia!, tenías que saberlo… Estuviste en la fiesta de los Quirk el miércoles. Y ellos lo sabían. Son mis mejores amigos.

—Ya que lo preguntas —respondió ella—, no lo sabía… Y no habría venido en ese tren de haber sabido que tú vendrías en él. Me obligas a decirte cosas desagradables. —Y para que guardara silencio un rato, añadió—: ¿Por qué no puedes ser más conciliador? —Él se quedó con la boca abierta.

Sylvia se estaba preguntando de dónde habría sacado Christopher el dinero para pagar la habitación del hotel. Hacía muy poco ella había vaciado su cuenta, salvo un chelín. Estaban a mediados de mes y no era posible que le hubiesen adelantado nada… Eso, por supuesto, había sido un intento por su parte. Puede que así se viera obligado a quejarse. Por eso mismo le había acusado de llevarse sus sábanas. Por pura premeditación. Aunque, en cuanto vio sus rasgos imperturbables, supo que había sido una estupidez… Pero estaba en las últimas: ya había tratado antes de acusar a su marido, pero nunca había tratado de causarle molestias… Ahora comprendió de pronto la estupidez que había cometido. Christopher comprendería que tanta preocupación por él no era su estilo, y sabría también que estaba tratando de ponerle a prueba. Se diría: «Está tratando de hacerme chillar. ¡Qué me ahorquen si lo consigue!».

Tendría que adoptar medidas mucho más drásticas. Dijo: «Acabará…, acabará…, acabará sometiéndose».

El mayor Perowne había vuelto a cerrar la boca. Estaba pensando. Murmuró: «¡Más conciliador! ¡Maldita sea!».

Sylvia de pronto se sintió muy animada, al ver a Christopher había tenido la seguridad de que iban a volver a vivir bajo el mismo techo. Habría apostado todo lo que tenía y su alma inmortal a que no se iría con la joven Wannop. ¡Y habría sido como apostar sobre seguro…! Pero no tenía ni idea de cómo serían sus relaciones después de la guerra. Al principio, había pensado que, cuando se fue de su piso a las cuatro de la madrugada, se habían despedido para siempre. Le había parecido lógico. Pero, poco a poco, durante su retiro en Birkenhead, en la blanca y tranquila celda de las monjas, le habían ido acometiendo las dudas. Una de las desventajas de vivir como lo hacían ellas era que rara vez expresaban en voz alta sus pensamientos. Pero a veces también podía ser una ventaja. Ciertamente, había pensado que se estaban despidiendo para siempre. Desde luego había alzado la voz al darle el nombre de la estación al chófer con la firme convicción de que él la oiría, y lo había hecho bastante convencida de que él lo interpretaría como una señal de que su unión había expirado… Bastante convencida. ¡Pero no del todo…!

Se habría dejado matar antes que escribirle, y ahora mismo preferiría morir antes que darle a entender que quería que volviesen a vivir bajo el mismo techo. Se preguntó para sus adentros:

«¿Estará escribiéndose con la chica?» Y luego: «¡No…! Estoy segura de que no». Interceptaba todas sus cartas en el piso, salvo algunas circulares que dejaba que llegasen a él con cuentagotas, para que pensara que estaba recibiendo toda su correspondencia. Por las cartas que recibía, comprendió que no había dejado más dirección que la del piso de Gray’s Inn… Pero no había recibido ninguna carta de Valentine Wannop… Dos de la señora Wannop, dos de su hermano Mark, una de Port Scatho, una o dos de otros oficiales y algunas notificaciones… Se decía que si hubiese recibido alguna carta de la chica, habría permitido que le llegaran todas, incluidas las de la chica… Ahora no estaba tan segura.

En el espejo vio a Christopher que salía muy envarado del hotel por el camino que llevaba de una puerta a la otra detrás de ella. Le alegró extraordinariamente tener la absoluta convicción de que no se estuviera escribiendo con la señorita Wannop. Una convicción absoluta… Si hubiese tenido el vigor necesario para hacerlo, habría tenido un aspecto distinto. No sabía cómo, pero diferente…, ¡más vivo! Tal vez inseguro, tal vez… satisfecho…

El mayor llevaba un rato quejándose de sus agravios. Afirmó que la seguía a todas partes, como un perrillo faldero, sin conseguir nada a cambio. Y ahora ella quería que fuese conciliador. Decía que quería un acompañante. Y un acompañante tenía algo que… En ese preciso instante estaba empezando a decir por enésima vez:

—Mira…, ¿me vas a dejar entrar en tu habitación esta noche o no? —Ella estalló en ruidosas carcajadas. Perowne exclamó—: ¡Maldita sea, no es cosa de risa…! ¡Óyeme bien! No te imaginas a lo que me arriesgo… Hay APM y PM y APM adjuntos en funciones pululando toda la noche por los pasillos de todos los hoteles de la ciudad… Está en juego mi carrera… —Sylvia se llevó el pañuelo a los labios para ocultar una sonrisa que sabía demasiado cruel para que él la viera. E, incluso cuando la borró de su cara, Perowne dijo—: ¡Maldita sea, eres cruel y desalmada…! ¿Por qué diablos sigo contigo…? Hay un cuadro que tenía mi madre, de Burne-Jones… Una mujer de aspecto cruel con una sonrisa distante…, una especie de vampiro… La belle Dame sans Merci. Eso es lo que eres.

Ella lo miró de pronto con mucha seriedad…

—Mira, Potty… —empezó. Él gimió:

—Creo que te gustaría que me enviasen a las condenadas trincheras… Y eso que un tipo grande y distinguido como yo no tendría ninguna oportunidad… Los alemanes me acertarían al primer disparo…

—¡Oh, Potty! —exclamó Sylvia—, trata de ser serio por un momento… ¡Te estoy diciendo que soy una mujer que está tratando…, que desea desesperadamente… reconciliarse con su marido! No se lo diría a nadie más…, ni siquiera a mí misma… Pero una le debe algo…, aunque sólo sea una despedida… No sé, algo…, al hombre con quien ha compartido el lecho… No me despedí de ti en…, ¡ah!, Yssingueux-les-Pervenches…, así que, a cambio, te doy esta explicación…

Él dijo:

—¿Dejarás la puerta de tu dormitorio abierta, sí o no?

Ella respondió:

—¡Si ese hombre me hiciese un gesto con su pañuelo, lo seguiría hasta el fin del mundo! Mira…, mira cómo tiemblo al pensarlo… —Extendió la mano y tanto el brazo como la mano le temblaron ligeramente y luego mucho más…—. En fin —concluyó—, si eres capaz de ver esto y aun así quieres venir a mi habitación…, eres responsable de tu muerte.[120] —Se interrumpió para recobrar aliento y luego dijo—: Puedes venir…, dejaré la puerta abierta. Pero no te garantizo que consigas nada…, o que te guste lo que consigas… Estás advertido… —De pronto añadió—: ¡Sale fat[121] llévate lo que encuentres y vete al diablo…!

El mayor Perowne, que había empezado a retorcerse de pronto los bigotes, dijo:

—¡Oh, correré el riesgo de los APM…!

Sylvia encogió de pronto las piernas en el asiento.

—Ahora sé para qué he venido —dijo.

El mayor Wilfrid Fosbrooke Eddicker Perowne de Perowne, hijo de mamá, era uno de esos individuos que carecen de historia y de intereses definidos, cuyos conocimientos parecen limitarse a los contenidos del periódico del día. En cualquier caso, su conversación nunca iba más allá. No era ni osado ni tímido, ni muy valiente ni muy cobarde. Su madre era desmesuradamente rica, poseía un inmenso castillo colgado de unos acantilados sobre un mar occidental, igual que una pajarera en la ventana de un alto edificio de pisos, pero su cocina era mediocre y sus vinos atroces y recibía muy pocas o ninguna visita. Era una decidida defensora de la abstinencia e, inmediatamente después de la muerte de su marido, había arrojado al mar el contenido de su bodega, que era casi tan histórico como su castillo, y había hecho que un escalofrío recorriera a la clase terrateniente. Pero ni siquiera eso bastó para hacer de Perowne un hombre notorio.

Su madre le concedió —después de un revelador incidente acaecido en su primera juventud— la asignación de un príncipe. Vivía en una gran mansión en Palace Gardens, Kensington, con un enorme plantel de criados escogidos por su madre, pero que no tenían nada que hacer, pues siempre comía, e incluso se bañaba y se vestía para cenar en el Club Bath. Además era tacaño.

Tal como era costumbre en la época, de joven había pasado uno o dos años en el ejército. Primero asignado al 42.° Regimiento de Su Majestad, aunque cuando lo destinaron al Black Watch [122] a la India, se cambió a los Glamorganshire, a la sazón comandados por el general Campion, que estaban reclutando en los alrededores de Lincolnshire. El general había sido amigo de la madre de Perowne y, cuando lo ascendieron a general de brigada, se llevó a Perowne a su Estado Mayor como oficial de enlace, pues, aunque Perowne era un jinete mediocre, tenía ciertas dotes sociales y podía confiarse en que sabría dirigirle una invitación del regimiento a una condesa viuda que se hubiese casado con el tercer hijo de un vizconde… Como figura militar tenía muy pocas dotes de mando, una instrucción muy escasa y prácticamente ningún control sobre sus hombres, aunque era muy popular entre sus ordenanzas y, de un modo un tanto envarado, resultaba presentable en el viejo uniforme escarlata o la guerrera militar. Medía exactamente un metro ochenta y dos centímetros en calcetines, tenía ojos muy oscuros y una voz un poco chirriante; el hecho de que sus piernas fueran un poco gruesas para su cuerpo, que no era nada corpulento, le daba un aspecto un poco torpe. Si preguntaba uno en un club qué clase de tipo era, lo más probable es que el interlocutor contestase que tenía, o se suponía que tenía, verrugas en la cabeza, lo que explicaba que toda la vida hubiese llevado el pelo peinado hacia atrás sin raya. Pero lo cierto es que no las tenía.

Una vez había participado en una expedición de caza mayor al África oriental portuguesa. Pero, al llegar allí, la expedición se encontró con que los nativos del interior se habían alzado en armas, así que Perowne volvió a los Palace Gardens de Kensington. Había tenido cierto éxito entre las mujeres, aunque, debido a sus hábitos ahorrativos y a su temor a los líos, siempre había limitado sus actividades amorosas a mujeres jóvenes de clase social baja…

Sus amoríos con Sylvia Tietjens podrían haber sido algo de lo que jactarse, pero no era jactancioso, y, de hecho, cuando lo dejó, estaba demasiado abatido, incluso para mentir sobre el tiempo que había pasado con ella en Bretaña. Por suerte, nadie se interesaba lo bastante por sus movimientos como para esperar una respuesta a las preguntas indiferentes acerca de dónde había pasado el verano. Cuando recordaba cómo lo había abandonado se le humedecían los ojos, sin convencimiento, igual que sale el agua de una esponja…

Sylvia lo había dejado por el sencillo procedimiento de subir al tranvía que iba a la estación de ferrocarril sin coger ni siquiera un bolso. Desde allí le había escrito una carta a lápiz explicándole que lo abandonaba simplemente porque no podía soportar lo tedioso de su compañía ni su voz chirriante. Le dijo que probablemente volvieran a encontrarse en la ciudad en otoño, y, después de comprar algunas cosas para dormir, se fue directa al balneario alemán donde estaba su madre.

Tiempo después, a Sylvia no le costó mucho esfuerzo encontrar una explicación de su fuga con semejante zoquete: sencillamente había reaccionado presa de un ataque violento de odio sexual por la inteligencia de su marido. Y en todo Londres no habría podido encontrar una inteligencia más opuesta a la suya que la de Perowne en ningún hombre bien vestido. Años después, incluso en el salón del hotel francés, se acordaba de la emoción casi dolorosa de odio gozoso que la embargó al ocurrírsele la idea de fugarse con él. Fue la alegría de quien acierta con un agudísimo hallazgo intelectual. En sus infidelidades transitorias previas había descubierto que, por muy presentable que fuese el hombre con quien pudiera estar teniendo un amorío, y por muy cortos que fuesen esos amoríos, aun cuando durasen un solo fin de semana, Christopher le había imposibilitado para estar con otro hombre. La más aborrecible de sus cualidades consistía en que oír a cualquier otro hombre hablar de cualquier asunto —de cualquier asunto—, desde la distribución de unas caballerizas hasta el equilibrio de poderes, de la voz de una cantante de ópera determinada o de la recurrencia de un cometa, tener que pasar un fin de semana con cualquier otro hombre y escuchar su conversación después de haber pasado el resto de la semana con Christopher, por mucho que odiara sus ideas, era como escuchar a un adulto y luego tratar de conversar con un colegial analfabeto. Comparados con él, los demás hombres parecían no haber madurado…

Justo antes de consentir, de forma inopinada, en escaparse con Perowne, se le había ocurrido la idea iluminadora de que fugarse con él era lo más humillante que podía hacerle a Christopher… Y justo cuando se le ocurrió esa idea, junto a su asiento del Conservatorio, en un baile organizado por la hermana del general, lady Claudine Sandbach, Perowne, con la voz más grave y menos desagradable de lo habitual por la emoción, había empezado a rogarle que se fugara con él… Y Sylvia había respondido: «Muy bien…, hagámoslo…».

Sus emociones estaban tan incontroladas que, incluso entonces, había estado a punto de fingir que estaba hablando en broma y abandonar la idea de la venganza… Pero imaginar la humillación que supondría para Christopher fue una tentación irresistible. Pues que tu mujer te abandone por un hombre más atractivo es humillante de por sí, pero que te deje públicamente por un hombre sin apenas inteligencia, cuando siempre te has enorgullecido de tu cerebro, debía de ser lo más mortificante que le pueda suceder a nadie.

Pero apenas iniciada su escapada, reparó en dos graves defectos de su plan: el primero, que por muy humillado que pudiera sentirse Christopher ella no estaría con él para asistir a su humillación, el otro que, aunque en sociedad hubiese tomado a Perowne por un zoquete, en una relación íntima y cotidiana lo era tanto que resultaba casi insufrible. Sylvia había pensado que sería una de esas personas de las que se puede sacar algo en claro mediante una juiciosa combinación de maternalismo y desdén, pero descubrió que su madre ya había hecho por él casi todo lo que podía hacerse. Cuando era un chico un poco atrasado en un colegio privado, su madre le había escatimado tanto el dinero que había robado unos pocos chelines en los pupitres de los otros chicos para contribuir al regalo de la mujer del director. A fin de darle una buena lección, su madre había dado tanta publicidad al asunto que el niño había desarrollado una tendencia a la timidez que, según los casos, le hacía desconfiar de sí mismo o le volvía francamente presuntuoso, y, aunque siempre reprimió las manifestaciones externas de ambas tendencias, la continua represión acabó por volverlo casi incapaz de cualquier pensamiento o acción decididos…

Eso no ablandó lo más mínimo a Sylvia: no era, tal como ella decía, su problema, y, aunque, habría estado dispuesta a suavizar a un hombre tosco, no tenía ninguna intención de reparar los errores absurdos de otra mujer.

Así que no habían llegado más allá de Ostende, donde habían pensado pasar una semana jugando, cuando se vio explicándoles a unos conocidos a los que se encontró que estaba en aquella alegre ciudad sólo una hora o dos, entre trenes, de camino a reunirse con su madre en un balneario alemán. El impulso de decirlo le cogió por sorpresa, pues, hasta ese momento, con su absoluta indiferencia por las críticas, había pensado no tratar de ocultar sus actividades. Pero de pronto, al ver unas caras inglesas conocidas en el casino, se le ocurrió pensar que por muy humillado que imaginara a Christopher por su huida con un zoquete como Perowne, su humillación no sería nada comparada con la que ella sentiría por no haber encontrado a nadie mejor que Perowne con quien fugarse. Además…, empezó a echar de menos a Christopher.

Esos sentimientos no se aplacaron en el hotel discreto y mal ventilado de la rue St. Roque de París al que inmediatamente trasladó al perplejo pero sumiso Perowne, que pensaba que iba a llevarlo a Wiesbaden a pasar un buen rato. Y París, cuando se evitan los lugares más concurridos y carece uno de compañía agradable, puede resultar casi tan aburrida como, digamos, Birmingham los domingos.

Así que Sylvia esperó sólo lo justo para convencerse de que su marido no tenía intención aparente de pedir el divorcio ni, de hecho, intención aparente de hacer nada. Le envió una postal pidiéndole que le enviara todas las cartas y comunicaciones a su discretísimo hotel —y le mortificó no poco revelar el hecho de que su hotel fuese tan discreto—. Pero, aparte de recibir su correspondencia con regularidad, no tuvo noticia de Tietjens.

En un balneario en el centro de Francia al que se llevó a continuación a Perowne, se sorprendió a sí misma considerando cuál sería el siguiente movimiento de Tietjens. A través de alusiones indirectas e inocentes en las cartas de sus amigas, descubrió que Tietjens no corroboraba, pero desde luego tampoco negaba, la historia de que ella había ido a cuidar de su madre, que en teoría estaba muy enferma… Es decir, que sus amigas le decían lo triste que era que su madre, la señora Satterthwaite, estuviera tan enferma, y lo triste que debía de ser para ella tener que estar encerrada en un aburrido y minúsculo kur-Ort alemán, cuando el mundo podía ser tan divertido; y lo bien que parecía estar Christopher, a quien se encontraban de cuando en cuando, teniendo en cuenta lo penoso que debía de ser para él que lo hubiese dejado solo…

Por esa época, Perowne se volvió, si cabe, más irritante que nunca. En su balneario, aunque los huéspedes eran todos franceses, había un campo de golf recién inaugurado y, jugando al golf, Perowne demostraba una ineficacia y, al mismo tiempo, un engreimiento morboso sorprendentes en una persona tan flemática. Si Sylvia o cualquier francés le ganaban una partida, se pasaba la tarde malhumorado, y, aunque Sylvia no sentía más que indiferencia por aquellos ataques de malhumor, lo peor era que las partidas con extranjeros le volvían lúgubre, ruidoso y pendenciero.

Tres acontecimientos, sucedidos con intervalos de diez minutos, la decidieron a irse lo más lejos posible del balneario. En primer lugar, vio al otro extremo de la calle a unos ingleses llamados Thurston, cuyos rostros conocía vagamente, y la emoción que sintió de pronto le hizo reparar en lo mucho que deseaba que Tietjens le permitiera volver con él. Luego en el club de golf, donde fue a toda prisa para pagar la cuenta y recoger sus palos, oyó una conversación entre dos jugadores que le dio a entender claramente que a Perowne lo habían pillado cometiendo pequeñas mezquindades como cambiar la bola de sitio o manipular su tarjeta… Eso fue más de lo que pudo resistir. Y, en ese preciso instante, su imaginación le hizo recordar la voz de Christopher mientras expresaba la altanera opinión de que a ningún hombre que se precie se le pasaría por la cabeza divorciarse de su mujer. Si no podía defender la santidad de su matrimonio, tenía que aguantarse, a menos que la mujer quisiera divorciarse de él…

Cuando lo dijo —ella hacía tiempo que le odiaba— no le prestó atención a la frase. Pero ahora, al recordarla con tanta claridad, ¡se le ocurrió que tal vez no estuviese hablando por hablar!

Sacó al desdichado Perowne de la cama, donde estaba sumido en un letargo vespertino, y le dijo que tenían que marcharse enseguida de aquel lugar, y que, en cuanto llegasen a París o alguna otra ciudad grande donde hubiese camareros y él pudiera hacerse entender, le abandonaría para siempre. En consecuencia, no se fueron del balneario hasta que salió el tren de las seis de la mañana siguiente. La rabia y la desesperación de Perowne al enterarse de que Sylvia quería dejarlo adoptó una forma muy poco conveniente, pues, en lugar de anunciar que iba a suicidarse, como habría sido de esperar, se volvió siniestra e inesperadamente homicida. Afirmó que, a menos que Sylvia jurase por una pequeña reliquia de san Antonio que siempre llevaba consigo que no tenía intención de abandonarle, la mataría allí mismo. Declaró, como lo haría después siempre el resto de su existencia, que le había arruinado la vida y que era la culpable de su deterioro moral. De no ser por ella se habría casado con una joven inocente. Además, su desdén le había empujado a beber vino en contra de las doctrinas de su madre. Estaba convencido que de ese modo había dañado tanto su salud como su virilidad… De hecho, una de las cosas que menos soportaba Sylvia de aquel hombre era su forma de beber vino. Cada vez que se llevaba el vaso a los labios exclamaba, con una risita insoportable, alguna imbecilidad como: «Otro clavo para mi ataúd». Le había cogido mucha afición al vino y a otras bebidas más fuertes.

Sylvia se había negado a jurar por san Antonio. No estaba dispuesta a mezclar al santo en sus asuntos amorosos, y desde luego no pensaba pronunciar sobre ninguna reliquia un juramento que tenía intención de romper a la primera oportunidad. Era rebajarse demasiado, hay ciertas vilezas ante las que es preferible la muerte. Así que le quitó el revólver, aprovechando que él estaba mesándose los cabellos, lo echó en la jarra del agua y se sintió razonablemente segura.

Perowne no sabía francés y apenas sabía nada de Francia, pero había descubierto que los franceses no hacían nada a quien mataba a una mujer que iba a dejarle. Sylvia, por otro lado, estaba bastante convencida de que, sin un arma, no podría hacerle gran cosa. Aunque no hubiese hecho ejercicio en su carísimo colegio privado, había practicado suficiente calistenia para ser particularmente dueña de sus miembros y, en interés de su belleza, siempre se había mantenido en buena forma…

Por fin, ella dijo:

—Muy bien. Iremos a Yssingueux-les-Pervenches…

Una agradable pareja francesa del hotel les había hablado de aquel pueblecito del extremo oeste de Francia, un paraíso solitario donde habían pasado la luna de miel… Y Sylvia necesitaba un paraíso solitario si iba a haber alguna pelea antes de que dejase a Perowne.

No tenía la menor duda de lo que iba a hacer. ¡El largo viaje a través de media Francia en pésimos trenes le había producido una terrible añoranza! ¡Nada menos…! Era humillante. Pero inevitable, como las paperas. Tenía que aguantarse. Además, incluso le entraron ganas de ver a su hijo, a quien creía odiar por ser el culpable de todas sus desgracias…

De modo que escribió, después de pensarlo mucho, una carta diciéndole a Tietjens que pensaba volver con él. La escribió todo lo parecida posible a la que le habría escrito para anunciarle su regreso de una casa de campo en la que hubiese estado invitada por tiempo indefinido, y añadió unas instrucciones muy secas sobre su doncella para privar a la carta de la más mínima traza de emoción. Estaba segura de que, si demostraba la menor emoción, Christopher no volvería a acogerla bajo su techo jamás. Tenía el firme convencimiento de que su fuga no había despertado ningún rumor. El mayor Thurston estaba en la estación de ferrocarril cuando se fueron, pero no se habían dirigido la palabra…, y Thurston era un tipo muy digno de bigotes castaños, de los que no van cotilleando por ahí.

Había sido un poco difícil escapar, pues Perowne la vigiló durante varias semanas como el celador de un manicomio. Pero al final se convenció de que ella nunca se iría sin sus vestidos, y un día, presa de un intenso sopor, después de una comida regada con gran cantidad de la fuerte bebida local, la dejó ir a dar un paseo sola…

Para entonces Sylvia estaba harta de los hombres, o creía estarlo, pues no podía estar segura teniendo en cuenta cómo veía correr a las mujeres a su alrededor tras individuos totalmente impresentables. En cualquier caso, los hombres nunca cumplían con las expectativas. Al conocerlos podían resultar más divertidos de lo que parecían, pero casi siempre era como leer un libro que no recordabas haber leído. No llevaba una ni diez minutos tratándolos con cierta intimidad, cuando de pronto decía: «Pero eso ya lo he leído antes…». Conocía una el principio, se aburría a la mitad, y, sobre todo, se sabía el final…

Recordaba que, años antes, había tratado de escandalizar al padre Consett, el consejero espiritual de su madre, a quien poco después asesinaron en Irlanda con Casement… Aquel santo no se había escandalizado lo más mínimo. Le había ganado por la mano. Pues cuando ella le dijo algo como que su idea de una vida fetén —en esos tiempos estaba de moda decir «fetén»— sería pasar todos los fines de semana con un hombre distinto, él le había respondido que, en muy poco tiempo, estaría aburrida aun antes de que el pobre hombre comprase los billetes de ferrocarril…

Y por Dios que había acertado… Pues, si se paraba a pensarlo, desde el día en que aquel santo le había dicho aquello en el salón de su madre en el pequeño balneario alemán —Lobscheid se llamaba— con su sombra acusándola desde las cuatro paredes, hasta ese momento en que estaba sentada en el sillón de mimbre de aquel hotel recientemente redecorado para celebrar las hostilidades, nunca había viajado en tren con ningún hombre que pudiera creerse con derecho a tratarla mal… Se preguntó si, desde su sitio en el cielo, el padre Consett se sentiría satisfecho con ella al contemplarla en aquel salón… Tal vez fuese él quien había obrado aquel cambio en ella.

Nunca hasta el día anterior… Pues puede que ayer el desdichado Perowne hubiese tenido derecho a convertirse por un par de minutos —antes de que ella hiciera de él un pálido y atragantado hombre de nieve de ojos saltones— en ese objeto tan odioso que es un hombre en un ferrocarril… Valiente y a la vez estúpidamente atenazado por el temor a los guardias que miraban por la ventana cuando el tren sin pasillos circulaba a más de noventa kilómetros por hora… «No, padre, eso ya no es para mí», le habló al techo…

¿Por qué demonios no podía un hombre fugarse contigo y que todo fuese —¡oh!, una comedia ligera— durante un delicioso fin de semana…, o incluso una vida…? ¿Por qué no…? ¿Cómo imaginarlo…? Toda una vida con un hombre de los buenos, que no hiciera gorgoritos al hablar ni pusiera ojos de cordero degollado ni se sintiese mal…, hasta el punto de ser incapaz de encontrar los billetes cuando se los pedías… «Padre —volvió a decir mirando al techo—, si yo pudiera encontrar un hombre así, sería el paraíso…, sin matrimonio… Aunque, claro —prosiguió casi con resignación—, él no me sería fiel… Y no tendría más remedio que aguantarme…»

Se incorporó tan inesperadamente que el mayor Perowne también dio un salto en su sillón y preguntó si Tietjens había vuelto… Ella le explicó:

—No, me condenaría si lo hiciese… Me condenaría, me condenaría, me condenaría, me condenaría si lo hiciese… Nunca, nunca. ¡Por Dios! —Le preguntó con brusquedad al nervioso mayor—: ¿Tiene Christopher una amante en la ciudad…? ¡Más vale que me digas la verdad!

El mayor balbució:

—No…, no, es un tipo aburrido… Ni siquiera va nunca a Suzette’s… Salvo una vez para ir a buscar a un miserable subordinado suyo que estaba rompiéndole los muebles a madame Hardelot… —Rezongó—: ¡Pero no deberías darme estos sustos…! Decías que hay que ser conciliador… —Siguió refunfuñando que sus modales no habían mejorado desde que estuvieron en Yssingueux-les-Pervenches, y luego siguió contándole que, en francés, las palabras yeux des pervenches significan ojos de azul tornasolado. Y que ése era todo el francés que sabía, porque un francés al que había conocido en el tren se lo había dicho y él siempre había pensado que si Sylvia hubiese tenido los ojos de color azul tornasolado… «Pero no me estás escuchando… No es muy educado por tu parte», había farfullado a modo de conclusión…

Ella seguía echada hacia delante en el sillón, todavía con el puño cerrado debajo de la barbilla pensando que tal vez Christopher tuviera a Valentine Wannop en la ciudad. Quizá fuese ése el motivo por el que quería seguir allí. Preguntó:

—¿Por qué sigue Christopher en este agujero olvidado de Dios…? La llaman la base sin gloria…

—Porque tiene que… —respondió el mayor Perowne—. Tiene que hacer lo que le ordenen…

Sylvia exclamó:

—¡Christopher…! ¿Quieres decir que tienen a un hombre como Christopher en un lugar donde no quiere estar…?

—Estarían mucho mejor sin él, si se fuese… —replicó el mayor Perowne—. ¿Quién demonios crees que es ese tipo…? ¿El rey de Inglaterra…? —Y añadió con lúgubre ferocidad—: Lo fusilarían igual que a cualquiera si desertara… ¿Qué te habías pensado?

Ella objetó:

—Pero eso no le impediría tener una amante en la ciudad, ¿verdad?

—El caso es que no la tiene —respondió Perowne—. Se pasa la vida en ese maldito campamento suyo como una gallina incubando los huevos… Eso es lo que se dice de él. Yo no sé nada de ese tipo…

Mientras lo escuchaba, vengativa e indolente, le pareció percibir en su tono monótono un toque demente de locura homicida como el que tenía su voz en el dormitorio de Yssingueux. Aquel hombre tenía sin duda algo en común con esos locos asesinos que frecuentan los tribunales. Con súbita animación, pensó: «Supongamos que tratase de asesinar a Christopher…». E imaginó a su marido partiéndole el espinazo sobre la rodilla, la idea cruzó su imaginación como un fuego atravesando el ópalo. Luego con la garganta seca, se dijo: «Tengo que averiguar si esa chica está en Ruán…». Los hombres se tapan unos a otros. Perowne podía estar protegiendo a Tietjens. Era inconcebible que ninguna ordenanza militar retuviera a Christopher en aquel lugar. No podían encerrar a las clases superiores. Si Perowne tuviera dos dedos de frente, sabría que encubrir a Tietjens era el mejor modo de no conseguirla… Pero no los tenía… Además, la solidaridad entre los del mismo sexo era muy fuerte. Sabía que ella misma no desvelaría los secretos de otra mujer para conseguir a un hombre. Entonces…, ¿cómo iba a asegurarse de si la chica estaba o no en la ciudad? ¿Cómo…? Se imaginó a Tietjens yendo a verla todas las noches… Pero esa noche la pasaría con ella… Eso lo sabía… Bajo el mismo techo… Lejos de la otra…

Lo imaginó allí ahora… En el saloncito de uno de esos chalecitos que se veían desde el tranvía en lo alto de la ciudad. Ahora, sin duda, estarían hablando de ella… Su cuerpo entero se retorció, músculo a músculo, en el sillón. Tenía que averiguarlo… Pero ¿cómo? Contra una conspiración universal… Esa guerra era una agapemone…[123] Uno iba a la guerra cuando quería violar a un sinfín de mujeres. Para eso se hacían las guerras… Todos esos hombres hacinados en un sitio tan pequeño… Se puso en pie:

—Voy —dijo— a empolvarme un poco la cara antes de ir a la fiesta de lady Sachse… No te quedes si no quieres… —Iba a escrutar cada rostro hasta descubrir el secreto de dónde tenía Christopher escondida a la chica… Se imaginó su cara pecosa y de nariz respingona apoyada…, aplastada era la palabra, contra su mejilla… Iba a investigarlo…