Habían vuelto a subir por la falda de la colina para que Levin pudiera telefonear al cuartel general y pedir que le enviaran su coche, en caso de que el chófer de Campion no tuviese el sentido común de volver a buscarle. Pero eso era todo lo que lograba recordar Tietjens de aquella escena… Estaba sentado en su saco de dormir, garabateando aburrido con el lápiz en la página cuadrada del cuaderno que seguía abierto sobre sus rodillas, leyendo, una y otra vez, las palabras con las que había concluido el informe sobre su caso: «Así que la conversación concluyó de forma un poco brusca». Por encima de las palabras veía la imagen de la oscura falda de la colina y las luces de la ciudad extendiéndose por debajo hacia el cielo una vez concluida la incursión aérea…
Pero, en ese momento, el ordenanza del médico pronunció, con una ironía jocosa y grosera, el nombre: «Pobre#### Cero Nueve Morgan…», y, por encima de la página blancuzca de papel que tenía delante de la nariz, Tietjens notó una fina película de color rojizo o purpúreo, y luego una superficie gelatinosa de un pegajoso pigmento escarlata ¡que se movía! Era otro efecto del cansancio, que operaba sobre la retina y que Tietjens conocía a la perfección. Sin embargo, lo llenó de indignación por su propia debilidad. Se preguntó si es que no iba a poder oír el nombre de ese desdichado de Cero Nueve Morgan sin que su retina le obsequiara con la imagen de la sangre de aquel hombre. Observó el fenómeno, que se fue haciendo más tenue a medida que se movía hacia la esquina superior derecha del papel y acabó por convertirse en un verde vagamente luminoso. Lo observó con lúgubre ironía.
¿Acaso, se preguntó, tenía que sentirse responsable por la muerte de aquel hombre? ¿Iba su subconsciente a acusarlo de eso? Nada más absurdo. ¡Sería el acabose…! Y, sin embargo, esa misma noche aquel estúpido insignificante de Levin se había creído con derecho a entrometerse en las relaciones de él, Tietjens de Groby, con su mujer. ¡También era absurdo y el acabose! Era inconcebible, tan inconcebible como la teoría de que un oficial pudiera ser responsable de la muerte de uno de sus hombres… Pero, no obstante, la idea se le había ocurrido. ¿Cómo iba a ser él responsable de su muerte? De hecho —en sentido literal—, lo era. Había dependido sólo de él que el hombre volviera a casa o no. Había tenido en sus manos la vida y la muerte de aquel tipo. Había seguido el camino correcto. Había escrito a la policía de su pueblo y ellos le habían pedido que no lo dejase volver… ¡Había sido una extraordinaria exhibición de moralidad para tratarse de una fuerza policial! Le rogaron que no le permitiese volver porque un púgil estaba ocupando su lecho y su lavandería… Probablemente, estuviesen haciendo gala de un extraordinario sentido común. No querrían verse mezclados en una pelea con Red Evans de Red Castle…
Por un instante le pareció ver…, vio en realidad…, los ojos de Cero Nueve Morgan, mirándolo con una especie de perplejidad, igual que lo miraron cuando se negó a concederle el permiso… ¡Una especie de perplejidad! Sin resentimiento, pero con incredulidad. ¡Igual que miraría uno a Dios, tres metros por debajo de su trono, cuando Él pronunciase algún juicio inescrutable! El Señor concede los permisos, y el Señor los deniega… ¡Probablemente, no bendito, pero sí extraño sea el nombre del Dios-Tietjens!
Y al pensar en aquel hombre, tal como era cuando estaba vivo y ahora que estaba muerto, una inmensa negrura se abatió sobre Tietjens. Se dijo: «Estoy muy cansado». Pero no se sentía avergonzado… Era la misma negrura que se abate sobre uno cuando piensa en sus muertos… Llega en cualquier momento, a plena luz del día, con la luz gris del amanecer o del atardecer, en el comedor; en un desfile; llega al pensar en un solo hombre, o al pensar en los soldados de medio batallón a los que has visto tendidos, debajo de unas sábanas en las que la nariz hacía un pequeño bulto, o boca abajo, semienterrados. O al pensar en los muertos que nunca has visto muertos… De pronto se apaga la luz… En ese caso era por un tipo, un hombre bastante desaliñado, no muy complaciente, ni mucho menos simpático y que, sin duda, estaba pensando en desertar… Pero es tu muerto…, tuyo…, y sólo tuyo. Como si estuviera unido a tu identidad por un cordón negro…
Fuera, en la oscuridad, se oyeron los pasos rítmicos, ágiles y susurrantes de un enorme número de hombres, como si fuesen fantasmas.
Un número enorme de hombres en fila de a cuatro, empujados adelante, de manera irresistible por el poder abrumador de la humanidad organizada. Las paredes de la tienda eran tan delgadas que daba la impresión de estar poblada por una innumerable multitud. Una voz ebria, justo detrás de Tietjens, soltó una risita: «Por el amor de Dios, sargento mayor, detenga a esos####Estoy demasiado####borracho para hacerlo yo…».
Al principio, no produjo ninguna impresión en la imaginación de Tietjens. Los hombres pasaban. Se oían gritos en el campamento. No se oía ninguna orden, los hombres seguían pasando. Gritos.
Los labios de Tietjens —su imaginación seguía ocupada con los muertos— dijeron:
—¡Ese desvergonzado de Pitkins…! Haré que lo releven del mando por esto…
Vio a un subalterno impúdico, pequeño y con un párpado caído.
Entonces cayó en la cuenta. Pitkins era el subalterno al que había asignado para llevar el destacamento a la estación y seguir hasta Bailleul a las órdenes de un oficial de campo borrachín donde los hubiera.
McKechnie exclamó desde la otra cama:
—Eso es el destacamento que vuelve.
Tietjens gritó:
—¡Dios mío…!
McKechnie le espetó al ordenanza:
—¡Por el amor de Dios, vaya a ver si es cierto! Y vuelva de inmediato…
La imagen insoportable de los hombres en el frente, helándose de frío a la luz de la luna, y de unos hombres de gris empujando traicioneramente con el codo a una multitud vestida de marrón, cruzó zigzagueando por delante de la luz broncínea de la tienda. La insoportable sensación que todos teníamos en aquellos días de que todos esos millones de hombres eran los juguetes de unas hormigas que se movían muy atareadas por los kilómetros de pasillos de debajo de las cúpulas y campanarios que se alzan sobre el corazón de nuestra comunidad, ese peso intolerable sobre el cerebro y las extremidades, cayó una vez más sobre aquellos dos hombres que esperaban apoyados en el codo. Se quedaron boquiabiertos mientras escuchaban. Sólo el largo y polifónico balbuceo procedente de la fila de hombres llegaba a sus oídos.
Tietjens exclamó:
—Ese tipo no volverá… Es incapaz de hacer un recado y volver… —Sacó pesadamente una de las piernas del saco de dormir y exclamó—: ¡Por Dios, los alemanes estarán aquí en una semana!
Luego se dijo:
«Si en Whitehall nos traicionan de este modo, ese Levin no tiene ningún derecho a husmear en mis asuntos matrimoniales. Me parece bien que se sacrifiquen los sentimientos de un individuo en pro de las necesidades de la colectividad. Pero no si a esa colectividad la traicionan desde arriba. No, si no tiene ni la más remota posibilidad…». La reciente incursión de Levin en su intimidad le parecía instigada por el general… Le resultaba increíblemente dolorosa, como un examen médico de su cuerpo desnudo, pero también comprensible. El viejo Campion tenía que velar por la moral de la tropa ante las infidelidades matrimoniales de los oficiales… ¡No obstante, esas investigaciones no debían llevarse a cabo si todo el espectáculo era una gigantesca demostración de amoralidad!
McKechnie dijo, al ver aparecer la pierna de Tietjens:
—No vale la pena que salga… Cowley hará formar a los hombres. Está preparado. —Añadió—: Si esos tipos de Whitehall están tan decididos a acabar con la carrera del viejo Puffles, ¿por qué no lo destituyen de una vez? —Circulaba la leyenda de que un eminente personaje del gobierno le tenía manía personal a un general del ejército apodado Puffles. Así que se decía que el gobierno le escatimaba los soldados para que su división sufriese una terrible derrota—. Pueden destituir a los generales cuando quieran —prosiguió McKechnie—, ¡o a cualquier otro!
Que aquel miembro de la clase media baja tuviera opiniones a propósito de los asuntos públicos le produjo a Tietjens una profunda aversión. Exclamó:
—¡Oh, todo eso son tonterías!
Él mismo estaba ahora al margen de los asuntos públicos. Pero el otro rumor que circulaba entre las tropas intranquilas era que los cerebros de Whitehall —los cerebros civiles— habían ideado la estrategia política de privar al ejército de tropas para amenazar a los aliados de Gran Bretaña con retirarse del frente occidental. Se decía que amenazaban con una maniobra estratégica a gran escala en Oriente Próximo, tal vez porque iban a llevarla a cabo de verdad o para obligar a sus aliados mediante una intriga política. Aquellos rumores atroces reverberaban una y otra vez en los oídos de aquellos millones de hombres bajo la negra cúpula del cielo. Sus camaradas del frente iban a ser sacrificados como retaguardia de las tropas en retirada. Todo el país iba a ser aniquilado como sacrificio a la vanidad de algunos. Ahora habían hecho volver al destacamento, ¡lo que parecía una prueba evidente de que el gobierno quería privar al frente de hombres! McKechnie gimió:
—¡Pobre####Bird…! Está listo… Lleva once meses en el frente… ¡Once meses…! Yo pasé nueve con él. —Añadió—: Vuélvase a la cama, amigo… Yo saldré a ver a los hombres si es necesario…
Tietjens replicó:
—Usted no sabe dónde están sus barracones… —Y se sentó a escuchar. No oyó más que un continuo murmullo. Dijo—: ¡Maldita sea! Esos hombres no tendrían que estar ahí con el frío que hace… —La rabia asomó por debajo de su desesperación. Los ojos se le llenaron de lágrimas. «Dios», se dijo, «ese Levin pretende inmiscuirse en mi vida privada… ¡Maldita sea!», volvió a pensar, «es como cometer una leve impertinencia en un mundo que se va a pique…»
El mundo se iba a pique.
—Saldría yo —dijo—, pero no quiero tener que arrestar a ese sucio Pitkins. Sólo bebe por la fatiga de combate. Ese sucio hereje no es lo bastante hombre…
McKechnie replicó:
—¡Pare el carro…! Yo soy presbiteriano…
Tietjens respondió:
—¿Ah, sí…? Le ruego que me perdone… No habrá más desfiles… El ejército británico se ha deshonrado para siempre…
McKechnie dijo:
—Nada más cierto, amigo…
Tietjens exclamó con súbita violencia:
—¿Qué demonios hace en el alojamiento de unos oficiales…? ¿Es que no sabe que es motivo de consejo de guerra?
Tenía delante la cara granujienta del sargento de intendencia del regimiento, el clásico tipo que llevaba gorra de oficial en contra de las ordenanzas, con una placa plateada de Tommie. Un hombre que estaba decidido a conseguir el trabajo del sargento mayor Cowley. Había entrado sin que lo oyeran aprovechando el murmullo de fuera. Dijo:
—Disculpe, señor, me tomé la libertad de llamar… El sargento mayor ha sufrido un ataque epiléptico. Quería saber sus instrucciones antes de meter al destacamento en las tiendas con los demás hombres… —Después de decir eso con mucha cautela se atrevió a añadir—: Al sargento mayor le dan ataques cuando lo despiertan de pronto, señor… Y el teniente segundo Pitkins le despertó con mucha brusquedad…
Tietjens respondió:
—Así que decidió usted hacer de soplón y delatarles a los dos… No lo olvidaré. —Se dijo: «Un día le daré su merecido a este tipo…», y le pareció oír con delectación el ruido de las tijeras mientras cortaban sus insignias y galones.
McKechnie exclamó:
—Por el amor de Dios, no salga en pijama. Póngase los pantalones debajo del abrigo…
Tietjens le dijo al sargento de intendencia:
—Dígale al sargento mayor canadiense que venga a verme enseguida… Envié mis pantalones al sastre para que los planchara. —Había enviado a planchar los pantalones para asistir a la ceremonia de la firma del contrato matrimonial de Levin, el tipo que se había entrometido en sus asuntos personales. Luego volvió a dirigirse a la cara granujienta y a los ojos turbios del sargento de intendencia—: Sabe muy bien que quien tenía que informarme era el sargento mayor canadiense… Por esta vez haré la vista gorda, pero, por Dios, que si vuelvo a pillarlo husmeando en los alojamientos de oficiales irá usted directo a un DCM… —Se enrolló una gruesa bufanda gris de la Cruz Roja por debajo del cuello levantado del abrigo—. Ese baboso —le dijo a McKechnie— se pasa el día merodeando por las tiendas de los oficiales con la esperanza de conseguir un ascenso por denunciar a gusanos como Pitkins cuando están borrachos… Me faltan setecientos pares de tirantes. Morgan no sabe que yo sé que me faltan tantos. Pero apuesto a que sí sabe dónde han ido a parar…
McKechnie dijo:
—Es mejor que no salga así… Le prepararé un poco de chocolate caliente…
Tietjens replicó:
—No puedo tener esperando a los hombres mientras me visto… Soy fuerte como un caballo.
Salió a la amargura, la niebla y los rayos de luna que se reflejaban en los cañones de tres mil rifles, y a las voces… Le parecía estar viendo cómo los alemanes desbordaban la delgada línea del frente y tenía el corazón en un puño. Un hombre alto y elegante se abrió paso hasta él y le dijo con voz nasal y acento americano:
—Ha habido un accidente ferroviario por culpa de los huelguistas franceses. Han enviado de vuelta al destacamento hasta pasado mañana por la tarde, señor.
Tietjens exclamó:
—¿No han revocado la orden de partida? —preguntó casi sin aliento.
El sargento mayor canadiense dijo:
—No, señor… Un accidente ferroviario… Dicen que ha sido un sabotaje de los franceses… Han muerto cuatro sargentos Glamorganshire que llevaban en el ejército desde 1914 e iban a casa de permiso. Pero el envío del destacamento no se ha cancelado…
Tietjens exclamó:
—¡Gracias a Dios!
El esbelto canadiense observó en tono educado:
—Señor, da usted gracias a Dios por algo que nos perjudica mucho. Hasta esta mañana el destacamento estaba destinado a Salónica. El sargento a cargo de los envíos me mostró el nombre «Salónica» escrito en la lista de relevos. El sargento mayor Cowley lo había oído mal. Ahora nos han destinado al frente. De lo contrario, habríamos tenido dos meses más de vida.
La voz pausada del hombre pareció seguir hablando largo tiempo. Mientras lo hacía, Tietjens sintió el sol sobre sus piernas casi desnudas, y la fuerza de la juventud que volvía a correr por sus venas. Era como beber champán. Dijo:
—Ustedes los sargentos disponen de demasiada información. El sargento a cargo de los envíos no tenía por qué mostrarle la lista. Por supuesto, usted no tiene la culpa. Pero es un hombre inteligente. Capaz de entender lo útil que podría ser esa información para cierta gente, y que iría en contra de sus intereses que esa gente llegara a enterarse… —Se dijo: «Un hito en la historia…». Y luego: «¿De dónde demonios habré sacado eso ahora…?».
Iban andando entre la niebla, por un camino muy ancho, uno de los setos que había a un lado estaba rematado por los perfiles de las cabezas y los rifles que asomaban aquí y allá. Le ordenó al sargento mayor:
—Mándelos formar. Da igual que estén vestidos, tenemos que meterlos en la cama. Mañana pasaremos revista a las nueve. —Su imaginación se dijo: «Si esto significa el mando único… Y no puede significar otra cosa, puede tener una importancia decisiva… ¿Por qué demonios estoy tan contento? ¿Qué más me da a mí?». Estaba gritando a pleno pulmón—: Vamos muchachos, tenéis que meteros seis más en cada tienda. A ver si podéis meteros seis más en cada tienda. Eso no os lo enseñaron en la instrucción, pero seguro que os las arregláis. Sois listos, usad vuestra inteligencia. Cuanto antes os metáis en la cama antes entraréis en calor. Ojalá pudiera hacerlo yo. No molestéis a los hombres que ya estén en las tiendas. Esos pobres diablos tienen que levantarse mañana a las cinco para trabajar. Vosotros podréis dormir tres horas más… Destacamento, vuelta a la izquierda en columna de a cuatro… En columna de a cuatro… A la izquierda. —Mientras las voces de los sargentos a cargo de las compañías gritaban a diferentes distancias, se dijo: «Extraordinariamente contento… Una pasión abrumadora… ¡Qué bien desfilan esos tipos…! Carne de cañón… Carne de cañón… Eso es lo que dicen sus pasos…». Todo su cuerpo se estremeció atenazado por el frío que le roía las piernas apenas cubiertas por el pijama y el abrigo abierto. Fue incapaz de dejar a los hombres y corrió a su lado junto al sargento mayor hasta que llegaron a la vanguardia de la columna, justo a tiempo de hacer girar a la primera compañía hacia una hilera de tiendas fantasmales, austeras y silenciosas a la sombría luz de la luna… Le pareció un espectáculo mágico. Le dijo al sargento mayor—: Lleve a la segunda compañía a la hilera B y así con todas las demás. —Se quedó junto a los hombres, mientras daban la vuelta marcando el paso como un muro en movimiento. Luego interpuso el bastón entre la segunda y la tercera fila—. Ahora, tres filas a la derecha, la otra fila a la izquierda. Meteos en las tiendas a izquierda y derecha… —Siguió diciendo—: He dicho las tres primeras filas, la otra a la izquierda… ¡Maldita sea, a la izquierda! Cómo vais a saber a qué fila pertenecéis si no marcháis por la izquierda… Recordad que sois soldados y no una pandilla de leñadores…
Era totalmente embriagador estar helándose en la falda de aquella colina con aquel aire tan puro y aquellos hombres tan buenos. Llegaban marcando el paso como si fueran de la guardia real. Tietjens se dijo con voz lacrimosa: «Maldita sea, les he proporcionado esa inteligencia extra que les faltaba… Qué demonios, algo hemos hecho…». Preparar al ganado para ir al matadero… Estaban tan ansiosos como bueyes corriendo por Camden Town camino de Smithfield Market… El setenta por ciento no regresaría con vida… Pero es mejor ir al cielo bien limpio y sabiendo desfilar, que como un hatajo de patanes… En el puesto de mando del Todopoderoso te recibirán mejor, con toda probabilidad… Siguió exclamando monótonamente: «Tres primeras filas a la derecha, la otra a la izquierda… Contened esa maldita lengua. No me oigo dar las órdenes…». Pasó mucho tiempo antes de que todos desapareciesen de su vista.
Se tambaleó, tenía las rodillas rígidas por el frío, tanto más intenso porque ahora la muralla humana no le protegía del viento a lo largo de la meseta donde estaban las otras tiendas. Se sintió satisfecho por haber metido a los hombres en sus alojamientos mucho más rápido que el mejor de los NCO. No obstante, les gritó con mordacidad a los sargentos, los hombres se arremolinaban en torno a la entrada de sus pirámides fantasmales… Luego desaparecieron, y él se fue con pesar hacia su tienda. En uno de los barracones crecía un rosal silvestre. Le arrancó una hoja, se la apretó contra los labios y la soltó al viento… «Eso es por Valentine —se dijo pensativo—. ¿Por qué lo he hecho…? Aunque tal vez sea por Inglaterra… —dijo—: «Maldita sea, ¡esto es patriotismo…! ¡Esto es patriotismo…!» No era lo que uno entendía normalmente por patriotismo. Se suponía que había muchas formas de verlo… Pero era toda una sorpresa para aquel nativo de Yorkshire grandullón, jadeante y medio congelado, que despreciaba a cualquier inglés que no fuera de Yorkshire, o de más al norte, y que arrancaba una hoja de un rosal silvestre y la besuqueaba sin saber lo que estaba haciendo, para luego descubrir que era en parte por una chica de nariz respingona de quien suponía, aunque no sabía, que olía a prímulas, y en parte…, ¡por Inglaterra! A las dos de la mañana y con el termómetro a diez bajo cero… ¡Maldita sea, hacía mucho frío!
Y ¿por qué aquellas emociones…? ¡Porque a Inglaterra le habían permitido decidir no gastarle una jugarreta a sus aliados…! Se dijo: «Probablemente el motivo por el que perseveramos en esta gloriosa pero atroz empresa sea que otros cien mil románticos como yo caen en excesos parecidos». ¡Pero, en cualquier caso, no era consciente de tener esos sentimientos! ¡Una pasión arrebatadora…! ¡Por la chica y por su país…! No obstante, la chica era pro alemana… ¡Una extraña mezcla…! Por supuesto, no era pro alemana, sino que se oponía a que preparasen a la gente como si fuesen bueyes de piel sedosa y saludable destinados a los mataderos de Smithfield… Y, probablemente, estaría de acuerdo con los canallas que habían estado privando de hombres al BEF… Una extraña mezcla…
A la una y media del día siguiente, bajo una tibia luz invernal, montó en Schomburg, un alazán con la cabeza en forma de ataúd, capturado a los alemanes en el Marne por el segundo batallón de Glamorganshire. Apenas llevaba dos minutos a lomos del animal cuando recordó que había olvidado examinarlo. Era la primera vez en su vida que había olvidado inspeccionarle las pezuñas, los espolones, las rodillas, las narices y los ojos a un animal y tirarle de la cincha antes de subir a la silla. Pero había ordenado que el caballo estuviese dispuesto a la una menos cuarto, y, aunque había engullido su almuerzo frío tan deprisa como un caníbal, llevaba tres cuartos de hora de retraso y tenía la cabeza llena de problemas que lo atormentaban. Había pensado despejarse la cabeza dando un paseo a medio galope por detrás de las colinas cubiertas de tiendas de campaña y volver a la ciudad por un atajo.
Pero el paseo no le despejó la cabeza, más bien empezó a acusar los efectos de la noche en vela tras una mañana fatigosa en la que se las había arreglado para apartar el recuerdo de Sylvia. Tendría que esperar a ver a Sylvia para averiguar lo que quería. La mañana le había aportado la idea sensata de que, probablemente, sólo quisiera tirar del cordón de la ducha —lo que equivalía a cometer la primera extravagancia que le pasara por la cabeza— y regocijarse con las consecuencias.
No había podido acostarse en toda la noche. El capitán McKechnie, que le había preparado un poco de chocolate caliente —una bebida que Tietjens jamás había probado— al volver de las tiendas, le tuvo despierto hasta más de las cuatro y media, contándole con furia masculina su ciertamente dolorosa historia. Por lo visto, había conseguido permiso para ir a divorciarse de su mujer, quien, durante su ausencia en Francia, había estado viviendo con un egiptólogo que trabajaba para el gobierno. Luego, movido por los escrúpulos de conciencia de muchos jóvenes de la época, se había abstenido de divorciarse de ella. En consecuencia, Campion lo había amenazado con relevarle del mando… El pobre diablo —que había consentido contribuir a los gastos de la casa de su mujer y el egiptólogo— había estallado y le había dedicado todo género de insultos al pobre Campion…, que, al fin y al cabo, había demostrado ser un buen tipo, pues la conversación, por su carácter delicado, se había celebrado en el dormitorio del general sin la presencia de ordenanzas u otros oficiales de menor rango y Campion había decidido no darse por enterado de los exabruptos de McKechnie. Después de todo, se trataba de un tipo con una espléndida hoja de servicios, de hecho, habría sido difícil encontrar a un oficial de regimiento con una hoja de servicios mejor. Así que Campion había optado por considerar que el hombre había sufrido un trastorno mental transitorio y lo había enviado a la unidad de Tietjens para que descansara y se recuperase. Era una irregularidad, pero el general estaba dispuesto a cometer ciertas irregularidades siempre que considerase que eran beneficiosas para el servicio.
Había resultado que McKechnie era sobrino del viejo amigo íntimo de Tietjens sir Vincent Macmaster, del Departamento de Estadística, un hijo de su hermana, la que se había casado con el aprendiz del padre de Macmaster, que era verdulero en Port of Leith en Escocia… Por eso Campion se había interesado por él. Decidido como estaba a demostrarle a su ahijado un favoritismo que entrara dentro de lo razonable, el general quiso hacer algo que pensó que complacería a Tietjens. Tietjens había guardado todos esos fragmentos de información en su memoria para reconsiderarlos más tarde y, aprovechando que eran más de las cuatro y media cuando McKechnie se calmó, fue a inspeccionar el desayuno de los soldados destacados para desempeñar diversas tareas en la ciudad, desde las cuatro menos cinco hasta las siete. A Tietjens le gustó ver los desayunos e inspeccionar las cocinas, pues no siempre se las arreglaba para hacerlo y no podía fiarse de los ordenanzas.
A la hora del desayuno, le entretuvieron en el comedor de oficiales el coronel al mando del almacén, el cura anglicano y McKechnie; el coronel era muy viejo y tan frágil que cualquiera habría dicho que un escalofrío o un ataque de tos habrían bastado para desencajarle todos los huesos, y creía firmemente que la Iglesia ortodoxa debería intercambiar comulgantes con la anglicana; el cura, un hombre de iglesia fornido y militante, sentía un lúgubre desprecio por la teología ortodoxa. McKechnie se esforzó por definir la comunión de acuerdo con el rito presbiteriano. Todos escucharon a Tietjens mientras se explayaba sobre los aspectos históricos de los diversos cismas de la cristiandad y aceptaron su tosca definición en cuanto que, en la transustanciación, la hostia se convertía realmente en la presencia divina, mientras que, en la consustanciación, la sustancia de la hostia, como si se volviera porosa por milagro, se empapaba de la presencia divina como una esponja de agua… Todos estuvieron de acuerdo en que el beicon del desayuno era incomible y acordaron pagar cada uno media corona más por semana para que les sirvieran algo mejor.
Tietjens había paseado a la luz del sol junto a las tiendas, pasó junto al barracón del rosal silvestre, pensando de buen humor en su religión oficial y en el Todopoderoso como un gran terrateniente inglés a escala colosal, terrible y benévolo, un duque colosal que nunca saliera de su despacho y fuese por tanto invisible, pero que conociera todas sus fincas, hasta el último rústico de la granja y el último roble; Cristo, un administrador de las tierras casi igual de benévolo e hijo del dueño, que conociera las fincas hasta el último hijo de la casa de los guardeses y fuese capaz de habérselas con los arrendatarios más perjudiciales; la Tercera Persona de la Trinidad, el espíritu de las fincas, la Caza, por así decirlo, tan distinto de los otros dos: la atmósfera de las fincas, la del interior de la catedral de Winchester justo después de terminar un himno de Händel, un domingo perpetuo con, tal vez, un poco de críquet para los jóvenes. Igual que Yorkshire un sábado por la tarde: si uno contemplaba el vasto condado, no se veía un solo prado comunal sin sus jugadores vestidos de blanco, por eso Yorkshire siempre lideraba las estadísticas de bateo… ¡Probablemente, cuando uno fuese al cielo estaría tan agotado de trabajar en este mundo que aceptaría con alivio un eterno domingo inglés!
Con su creencia de que la buena literatura inglesa acabó en el siglo XVII, su noción del cielo tenía que ser materialista…, como la de Bunyan.[116] Se rió de buena gana de su concepción del más allá. Lo más probable es que estuviera acabado para siempre. Igual que el críquet. Ya no habría más desfiles así. Casi seguro que se practicaría algún deporte vulgar y chillón… Como el béisbol o el fútbol… ¿Y el cielo…? ¡Oh!, sería una reunión evangelista en una colina galesa. O Chatauqua, [117] dondequiera que estuviese… ¿Y Dios? Un agente inmobiliario de tendencias marxistas… Esperaba desaparecer antes del cese de las hostilidades, en cuyo caso estaría a tiempo de coger el último tren para el cielo de siempre…
En el barracón del puesto de mando encontró un inmenso montón de papeles. Encima de todo había un sobre marcado «Urgente-Confidencial» con un enorme sello, era de Levin que también debía de haberse acostado muy tarde. No era a propósito de la señora Tietjens, ni siquiera de la señorita de Bailly, sino para comunicarle confidencialmente a Tietjens que era probable que tuviese allí al destacamento entre una semana y diez días más, y, casi seguro, a otro par de miles de hombres. Advertía a Tietjens de que montara cuanto antes todas las tiendas que pudiera reunir… Tietjens llamó a un subalterno con granos que estaba escarbándose los dientes con la punta de un bolígrafo al otro extremo del barracón:
—¡Eh, usted…! Lleve a dos compañías canadienses al depósito del almacén y saque todas las tiendas que pueda conseguir hasta doscientas cincuenta… Haga que las monten a lo largo de la línea D… ¿Sabe usted cómo montar una tienda…? Bueno, pues llévese a Thompson…, no, a Pitkins, para que le ayude…
El subalterno salió de mala gana. Levin decía que los ferroviarios huelguistas franceses, por alguna razón política, habían saboteado un kilómetro y medio de vía férrea, el accidente de la noche anterior había bloqueado por completo todas las vías y los civiles franceses no permitían que sus propias cuadrillas de operarios hicieran ningún tipo de reparaciones. Habían destinado a esa labor a un grupo de prisioneros alemanes, pero probablemente haría también falta el cuerpo de ferroviarios canadienses de Tietjens. Sería mejor que se asegurase de que estuviesen disponibles. Se decía que la huelga era una maniobra para que nos hiciéramos cargo de una mayor parte del frente. En ese caso la habían hecho buena, pues ¿cómo íbamos a poder hacernos cargo de una mayor parte del frente sin más hombres, y cómo íbamos a enviar a más hombres sin una vía férrea por la que enviarlos? Teníamos media docena de cuerpos de ejército dispuestos para partir. Ahora, todos estaban atascados. Por fortuna, el tiempo en el frente era tan pésimo que los alemanes no podían moverse. Concluía diciendo: «Son las cuatro de la mañana, viejo amigo, à tantôt!», frase que había aprendido de mademoiselle de Bailly. Tietjens se quejó de que si seguían cargándolo de trabajo no podría ir a firmar el contrato matrimonial.
Llamó al sargento mayor canadiense.
—Asegúrese —dijo— de que los ferroviarios estén preparados y con las armas a punto, cualesquiera que sean sus armas. Herramientas, supongo. ¿Tienen todas las herramientas que necesitan? ¿Ha pasado revista?
—Girtin ha desertado, señor —dijo el hombre delgado y moreno con aire fatalista. Girtin era el hombre respetable a quien Tietjens le había concedido dos horas de permiso para ir a ver a su madre la noche pasada.
Tietjens respondió con una amarga sonrisa:
—¡Era de esperar! —Eso amplió su punto de vista sobre la humanidad estrictamente respetable. Primero te chantajeaban con sus historias patéticas y lamentables y luego te gastaban una mala pasada. Le dijo al sargento mayor—: Se quedarán ustedes aquí entre una semana y diez días más. Compruebe que las tiendas están montadas y que los hombres están cómodos. Las inspeccionaré en cuanto vuelva del puesto de mando. Quiero que estén en perfecto orden de revista. El capitán McKechnie inspeccionará su equipo a las dos.
El sargento mayor, rígido pero elegante, estaba tratando de decirle algo. Por fin lo soltó:
—Tengo orden de partir a las dos y media de esta tarde. El aviso para que incluya mi nombramiento en las órdenes de la base está encima de su mesa. Parto para el OTC en el tren de las tres…
Tietjens exclamó:
—¡Su nombramiento…! —Aquello era una condenada contrariedad.
El sargento mayor repuso:
—Cowley y yo solicitamos un ascenso hace tres meses. Las dos notificaciones de la concesión del mismo están también sobre su mesa…
Tietjens dijo:
—El sargento mayor Cowley… ¡Dios mío! ¿Quién les recomendó?
Toda la organización del maldito batallón se iba al garete. Al parecer, tres meses antes de que Tietjens asumiera el mando de aquella unidad, había llegado una circular solicitando oficiales con experiencia para ser instructores en el Cuerpo de Entrenamiento de Oficiales. Al sargento mayor Cowley le había recomendado el coronel de la base y al sargento mayor Ledoux su propio coronel. Tietjens se sintió como si le hubieran traicionado…, aunque, por supuesto, en realidad nadie lo hubiera hecho. Así ocurría siempre en el ejército. Organizabas, con un esfuerzo hercúleo, un pelotón, un batallón, o, ya puestos, un refugio o una tienda de campaña. Todo funcionaba bien durante uno o dos días, y luego se iba al garete: el personal se esparcía a los cuatro vientos, debido a unas órdenes aparentemente arbitrarias llegadas del cuartel más inesperado, o un obús perdido, que lo mismo podría haber caído en cualquier otra parte, hacía pedazos las instalaciones… ¡El dedo del Destino!
Pero eso suponía muchísimo más trabajo para él… Le dijo al sargento mayor Cowley, a quien se encontró en el barracón de al lado, donde se llevaba a cabo todo el papeleo de la unidad:
—Pensaba que preferiría usted ser sargento mayor del regimiento a conseguir un ascenso. Yo lo habría preferido.
Cowley respondió, muy pálido y agitado, que, con su desdichada enfermedad que le sobrevenía en los momentos de sobresalto, le vendría mejor un trabajo más tranquilo en un OTC. Siempre había sido proclive a sufrir pequeños ataques, de los que normalmente se recuperaba en un minuto, o incluso en un par de segundos… Pero desde que, después de Noircourt, le estalló demasiado cerca un obús HE, que también había afectado al propio Tietjens, se habían vuelto mucho más violentos. Y también había que tener en cuenta el rango. Tietjens dijo:
—¡Oh, el rango! Eso no vale nada… No habrá más desfiles después de esta guerra. Ni siquiera los hay ahora. Fíjese en quién tendrá por compañeros en la sala de oficiales, estaría mucho mejor acompañado en cualquier pabellón de sargentos.
Cowley respondió que sabía que el servicio se había ido al diablo. Pero a su mujer le parecía buena idea. Y también tenía que pensar en su hija Winnie. Siempre había sido un poco alocada, pero su mujer le había escrito contándole que ahora era peor que nunca por culpa de la guerra. Cowley pensaba que los chicos se andarían con más cuidado al tontear con ella si era la hija de un oficial… ¡Probablemente tuviera razón!
Salieron del barracón y Cowley bajó la voz áspera y le dijo en tono confidencial a Tietjens:
—Nombre RSM al sargento de intendencia Morgan, señor.
Tietjens explotó:
—Que me ahorquen si lo hago. —Luego preguntó—: ¿Por qué? —Ningún oficial prudente desprecia la sabiduría de un viejo NCO.
—Lo hará bien, señor —dijo Cowley—. Está deseando conseguir un ascenso, y se esforzará por hacerlo lo mejor que pueda… —Bajó la voz hasta proporcionarle un tono aún más misterioso—: Le faltan a usted más de doscientas, yo diría que trescientas, libras en los almacenes del batallón. No querrá perder una suma tan elevada, ¿verdad?
Tietjens respondió:
—Por supuesto que no… Pero no comprendo… ¡Oh!, sí, claro que sí… Si lo nombro sargento mayor tendrá que traspasar los almacenes al completo… Hoy… ¿Podrá hacerlo?
Cowley le aseguró que Morgan dispondría de dos días más. Entretanto, él se ocuparía de todo.
—Pero querrá usted divertirse un poco antes de partir —dijo Tietjens—. No deje de hacerlo por mí.
Cowley respondió que se quedaría a supervisar el trabajo. Había pensado ir a la ciudad a pasar un buen rato. Pero las chicas allí eran muy vulgares y era malo para su enfermedad… Se quedaría y vería qué podía hacerse con Morgan. Por supuesto, era posible que Morgan optase por dar la cara. Puede que prefiriera quedarse con el dinero que había conseguido desviándolo de los almacenes de Tietjens a otros batallones o a los contratistas civiles. ¡Y enfrentarse a un consejo de guerra! Pero no era probable. Era un diácono protestante no anglicano, o incluso pastor, en Gales… ¡De cerca de Denbigh! Y Cowley tenía al hombre indicado, un tipo de primera, un catedrático de Oxford que ahora era cabo en la base, para ocupar el sitio de Morgan. El coronel estaba dispuesto a prestárselo a Tietjens como sargento sin sueldo… Cowley había pensado en todo… El cabo Caldicott era un hombre de primera, pero no distinguía la mano derecha de la izquierda en un desfile. Literalmente no las distinguía…
Así, la calma volvió al batallón… Mientras Cowley y él estaban en el puesto de mando del coronel arreglando el traslado del catedrático —en realidad era sólo profesor de su facultad— que no sabía distinguir la izquierda de la derecha, Tietjens escuchó el resto de la furiosa argumentación del coronel en pro de la unión de los ritos anglicanos y orientales. El coronel estaba en su coqueto despacho privado, un compartimento alegre y luminoso en un barracón de chapa con las paredes empapeladas de escarlata y un alto jarrón de cristal, sobre el grueso fieltro purpúreo de la mesa, lleno de pálidas rosas Riviera, regalo de las jóvenes admiradoras que tenía en el VAD de la ciudad, porque, por debajo de sus delicados rasgos de septuagenario, era una enciclopedia bíblica abierta, de lomos dorados y encuadernado en piel. Estaba reafirmándose en su opinión de que una unión entre la Iglesia de Inglaterra y la Iglesia ortodoxa griega era lo único que podía salvar a la civilización. Toda la guerra trataba de eso. Los imperios centrales representaban al catolicismo romano, los aliados al protestantismo y la ortodoxia. Que se uniesen. El papado había traicionado la causa de la civilización. ¿Por qué el Vaticano no había protestado sin ambigüedades por las abominaciones sufridas por los católicos belgas…?
Tietjens apuntó lánguidamente objeciones a su teoría. Lo primero con lo que se había encontrado nuestro embajador en el Vaticano al llegar a Roma para protestar por las masacres de católicos en Bélgica era con que los rusos no llevaban todavía un día en la Polonia austriaca y ya habían ahorcado a doce obispos católicos en la puerta de sus palacios.
Cowley estaba ocupado con el furriel en otra mesa. El coronel concluyó su diatriba teológico-política diciendo:
—Sentiré mucho perderlo, Tietjens. No sé qué vamos a hacer sin usted. No había tenido un momento de paz con su unidad hasta que usted llegó.
Tietjens respondió:
—Bueno, que yo sepa, no va usted a perderme.
El coronel dijo:
—¡Oh, claro que sí! Partirá usted al frente la semana que viene… —Añadió—: Vamos, no se enfade usted conmigo… Me he quejado enérgicamente al viejo Campion, al general Campion, y le he dicho que no puedo pasarme sin usted. —E hizo un gesto con sus manos blancas, delgadas, delicadas y cubiertas de pelillos negros como si estuviera lavando algo.
La tierra tembló bajo los pies de Tietjens. Se sintió como si estuviese trepando por una pendiente fangosa con las piernas cansadas y el pecho jadeante. Objetó:
—¡Maldita sea…! No estoy en condiciones… Soy C3… Me ordenaron vivir en un hotel en la ciudad… Si me alojo aquí es para estar cerca del batallón.
El coronel replicó con cierta ansiedad:
—Entonces puede usted quejarse a Garrison… Ojalá lo haga… Aunque, me temo que usted no es de los que se quejan…
Tietjens respondió:
—No, señor… Por supuesto, no puedo quejarme… Aunque probablemente se trate del error de algún chupatintas… No resistiría ni una semana en el frente… —No pensó tanto en el profundo sufrimiento producido por la aprensión amenazadora en el frente como en el arduo esfuerzo de las piernas cuando se vive hundido en el fango hasta el cuello. Además, durante su estancia en el hospital, le habían robado casi todo el equipo del petate, ¡incluyendo los dos pares de sábanas de Sylvia!, y no tenía dinero para comprar uno nuevo. Ni siquiera tenía botas de trinchera. Unas complicaciones económicas inconcebibles poblaron su imaginación.
El coronel le dijo al furriel de la otra mesa cubierta de fieltro purpúreo:
—Enséñele al capitán Tietjens sus órdenes de partida… Son de Whitehall, ¿no…? Hoy en día nunca se sabe de dónde van a llegar estas cosas. ¡Yo las llamo la saeta que vuela en la noche! [118]
El furriel, un caballero minúsculo y casi diminuto con insignias de los Coldstreams y el ceño preocupadísimo, sacó una hoja de papel de una pila y se la alcanzó a Tietjens por encima de la mesa. Sus manos pequeñitas parecían a punto de soltarse de las muñecas, sus sienes temblaban por la neuralgia. Dijo:
—Por el amor de Dios, quéjese a Garrison si cree que tiene derecho… No pueden echarnos más trabajo encima… El mayor Lawrence y el mayor Halkett nos endilgaron toda la labor de su unidad a nosotros…
El suntuoso papel, timbrado con el escudo real, informaba a Tietjens de que debía presentarse al VI Batallón el miércoles de la semana siguiente para disponerse a asumir el cargo de oficial de transporte de la División XIX. La orden provenía del despacho G 14 R del Ministerio de la Guerra. Le preguntó al furriel qué demonios era el despacho G 14 R, quien, en un acceso de neuralgia agónica, movió pesaroso la cabeza entre las manos con los codos apoyados en el mantel.
El sargento mayor Cowley, con aire de pasante de un abogado, les explicó que el despacho G 14 R era el departamento que se ocupaba de las peticiones de los civiles sobre los destinos de los oficiales. Y cuando el furriel le preguntó qué demonios podía tener que ver la petición de un civil con que enviasen al capitán Tietjens a la División XIX, el sargento mayor Cowley le respondió que probablemente fuese debido a las gestiones del conde de Beichan. El conde de Beichan, un financiero meridional propietario de caballos de carreras, se había interesado por los caballos del ejército tras una breve visita a las líneas de comunicación del frente. También era dueño de varios periódicos. El caso es que habían movilizado al departamento de animales de transporte del ejército para complacerle. Sin duda, el furriel habría reparado en el teniente veterinario Hotchkiss o Hitchcock. Había llegado allí a través del G 14 R por petición de lord Beichan, que estaba interesado personalmente en las teorías del teniente Hotchkiss. Quería hacer experimentos con los caballos del Cuarto Ejército…, que incluía a la División XIX… «Así que —añadió Cowley— en lo que a los caballos se refiere, estará usted a sus órdenes si es que acaba yendo allí.» Tal vez lord Beichan fuese amigo del capitán Tietjens y hubiese pedido que lo enviaran también a él, se decía que el capitán tenía muy buena mano con los caballos.
Tietjens, resoplando por la nariz, juró que no iría al frente por petición de un cerdo como Beichan, cuyo verdadero nombre era Stavropolides, antes Nathan.
Aseguró que el ejército se estaba yendo a pique a causa de las continuas intromisiones de los civiles. Afirmó que era totalmente imposible llevar a cabo los programas de instrucción debido a las tareas adicionales impuestas por las peticiones de los civiles. Cualquier idiota dueño de un periódico, no, cualquier idiota capaz de escribir en un periódico o cualquier novelista vulgar, podían amedrentar al gobierno y al Ministerio de la Guerra y que les robaran otra hora de instrucción para trajinar con botes de mermelada o ropa interior de fantasía. Ahora le habían preguntado si sus hombres querían conferencias sobre las causas de la guerra y si él…, ¡él, por el amor de Dios!, estaría dispuesto a darles a los hombres amables charlas sobre la naturaleza de las naciones enemigas.
El coronel exclamó:
—¡Vamos, vamos, Tietjens…! ¡Vamos, vamos…! A todos nos pasa lo mismo. Nosotros tenemos que aleccionar a los hombres sobre los usos de una nueva estufa de serrín patentada. Si no quiere hacerlo puede pedirle al general que le releve. Dicen que puede usted hacerle cambiar de opinión con sólo mover el dedo meñique…
—Es mi padrino —le pareció inteligente decir—. Nunca le he pedido nada, pero que me parta un rayo si no es su deber de cristiano librarme de las garras de ese noble pagano griego-judío… Ni siquiera es ortodoxo, coronel…
El furriel le interrumpió para decir que el sargento primero Morgan de su puesto de mando quería hablar un momento con él. Tietjens replicó que esperaba por su bien que le trajese dinero. El furriel respondió que tenía entendido que Morgan se había sacado de la manga bastante dinero que los de la pagaduría tenían que haberle pagado a Tietjens aunque todavía no lo habían hecho.
El sargento primero Morgan era el mago de los números del regimiento. Muy alto y delgado, cuando sus ojos escudriñaban las columnas de números, su cuerpo daba la impresión de estar paralelo a la superficie de la mesa, pues siempre contestaba a los oficiales sin levantar la cabeza y sus superiores apenas conocían su cara. No obstante, por su aspecto, era un NCO muy vulgar y delgado, a quien parecía que fueran a desencajársele las piernas largas y finas, que parecían a punto de huir de él en los desfiles como un caballo de carreras. Le explicó a Tietjens que, de acuerdo con sus instrucciones y con el ACP i96b que había firmado Christopher, se había asegurado de que el Departamento de Pagaduría ingresase semanalmente la paga de dos guineas al día y las dietas por combustible y luz de seis chelines y ocho peniques en la cuenta del pagador de Tietjens. Sugirió que Tietjens escribiera al pagador para advertirle de que, si no ingresaba inmediatamente en su cuenta la suma de 194 libras, trece chelines y cuatro peniques, recibida del Departamento de Pagaduría, procedería a elevar una petición de derecho contra la corona. Además, le recomendó a Tietjens que extendiera un cheque de su banco por todo el dinero, porque, si por casualidad, el pagador no hubiera ingresado el dinero, podía demandarlo por daños y convertirlo en varios miles de libras. Así tendrían su merecido. Debían de tener un millón o más en concepto de pagas y dietas retenidas a los oficiales. Ojalá pudiera anunciarse en los periódicos ofreciéndose a recobrar sumas impagadas retenidas por los pagadores. Añadió que tenía unos cálculos sobre las variaciones en el curso del segundo cometa de Gunter que quería consultar con Tietjens uno de esos días. El sargento primero era un apasionado astrónomo aficionado.
Así que la mañana de Tietjens estuvo llena de altibajos… El dinero, en ese momento, con Sylvia en la ciudad, tenía enorme importancia para él y llegaba como respuesta a sus oraciones. No obstante, no resultó agradable para Christopher —ni siquiera en un mundo en el que nunca, nunca, nunca, ni tan sólo diez minutos seguidos, sabía uno si estaba de pie o boca abajo— encontrarse con el sargento mayor Cowley, que salía de la habitación junto al despacho del coronel, donde tenían el teléfono a causa de la neuralgia del furriel, y que Cowley les anunciara a los tres que el general le había ordenado el día anterior a su correo que le enviase una nota categórica al coronel Gillum comunicándole que iba a informar a la autoridad competente de que no tenía intención de prescindir del capitán Tietjens cuya labor era inestimable. El correo había informado a Cowley de que ni él ni el general sabían todavía quién era la autoridad competente para decirle al despacho G 14 R del Ministerio de la Guerra que se fuera al diablo, pero que lo averiguarían y lo arreglarían antes de enviar la nota…
Eran buenas noticias. A Tietjens le interesaba su trabajo actual, y aunque le habría gustado encargarse de cuidar los caballos de una división, o incluso de un ejército, sentía que sería mejor retrasarlo hasta la primavera en vista del tiempo que estaba haciendo y del estado de sus pulmones. Aparte de que también tenía que considerar seriamente la complicación añadida de los posibles problemas con el teniente Hotchkiss que, por ser profesor, nunca había visto un caballo…, ¡o no lo había visto desde hacía diez años! Pero todo adoptó un nuevo aspecto cuando Cowley les anunció que la autoridad civil que había solicitado el traslado de Tietjens era el secretario permanente del Ministerio de Transporte…
El coronel Gillum dijo:
—Ése es su hermano Mark… —Y, de hecho, el secretario permanente del Ministerio de Transporte era el hermano de Tietjens, Mark, también conocido como el «funcionario indispensable». Por un instante, Tietjens se sintió verdaderamente consternado. Pensó que su violenta protesta contra el traslado parecería una bofetada en la cara de rasgos pétreos del pobre Mark, quien probablemente se hubiese tomado muchas molestias para conseguirle aquel destino… ¡Aun cuando Mark no llegara a enterarse, nadie tenía derecho a abofetear a su hermano! Además, cuando pensó en su último día en Londres, recordó que Valentine Wannop, que tenía ideas exageradas sobre la seguridad de la Primera Línea de Transporte, le había rogado a Mark que le consiguiese un destino como oficial de división… E imaginó la desesperación de Valentine si se enteraba de que Tietjens había movido cielo y tierra para librarse de aceptarlo. Le pareció ver su labio inferior temblando y las lágrimas de sus ojos. No obstante, tal vez lo hubiese sacado de alguna novela, pues nunca había visto temblar su labio inferior. ¡Aunque sí había visto lágrimas en sus ojos!
Se apresuró a volver a su puesto de mando. En el largo barracón, McKechnie estaba celebrando el juicio en miniatura de los borrachos e infractores; justo cuando entró Tietjens, estaba considerando el caso de Girtin y otros dos soldados canadienses… El caso de Girtin le interesaba y, cuando McKechnie se levantó del asiento, Tietjens lo ocupó. El sargento Davis, un admirable NCO cuyo rifle parecía formar parte de su cuerpo rígido y que ejecutó un sorprendente número de pasos al dar media vuelta enfrente de la mesa del CO, acababa de hacer pasar a los prisioneros. Parecía una danza de guerra india…
Tietjens le echó un vistazo al pliego de cargos, que estaba firmado por la oficina del director de la prisión militar. En lugar de la acusación por ausentarse del destacamento leyó la de conducta perjudicial para el buen orden y la disciplina militar… La acusación estaba escrita por una mano muy poco cultivada, un inmenso cabo de la policía militar con aspecto tabernario y una gorra roja, esperaba para prestar testimonio… Era un asunto superficial y desagradable. Girtin no había desertado, así que Tietjens tuvo que revisar sus opiniones sobre la respetabilidad, en cualquier caso la del respetable soldado colonial y su madre, pues ciertamente había habido una madre de por medio y Girtin había ido a verla en el último tranvía que llevaba a la ciudad. Una dama frágil y anciana. Al parecer el cabo de la policía militar con aspecto tabernario había empujado a la madre para provocar al canadiense. Girtin se había quejado, con mucha moderación, aseguró. El cabo le había gritado. Otros dos canadienses que volvían al campamento y otros dos policías habían intervenido. La policía había llamado a los canadienses «reclutas», que era más de lo que podían soportar pues se trataba de hombres que se habían alistado como voluntarios en 1914 y 1915. La policía —era un viejo truco— los había entretenido discutiendo hasta que sonó el toque de retreta y los había detenido por deserción y por falta de respeto a la autoridad.
Tietjens, con una furia cuidadosamente contenida, interrogó primero y acabó enviando al demonio después al testigo de la policía. Luego escribió en las hojas de la acusación las palabras «caso sobreseído» y les ordenó a los canadienses que fuesen a prepararse para pasar revista. Eso significaba que le esperaba una terrible disputa con el director de la prisión militar, que era un viejo general avinagrado llamado O’Hara que amaba a sus policías como si fuesen corderitos.
Pasó revista, las tropas canadienses parecían verdaderos soldados a la luz del sol mientras desfilaban alrededor de las tiendas con el nuevo sargento mayor canadiense, que había sido nombrado, gracias a Dios, por sus propias autoridades; escribió un informe acerca de lo enormemente improcedente que sería darles conferencias a sus hombres sobre las causas de la guerra, puesto que, o bien eran licenciados por una u otra universidad, y por tanto sabían tanto de las causas de la guerra como cualquier conferenciante que pudieran contratar las autoridades civiles, o bien eran mestizos de indios micamuc, esquimales, japoneses o rusos de Alaska, ninguno de los cuales entendería lo más mínimo a un conferenciante inglés… Era consciente de que tendría que volver a escribir el informe para hacerlo más respetuoso con el aristócrata propietario de periódicos, que a la sazón estaba en plena campaña para convencer al gobierno de la necesidad de dictar conferencias sobre las causas de la guerra a todos los súbditos de Su Majestad. Pero quería quitarse ese peso de encima y su falta de respeto molestaría a Levin, que tendría que habérselas con esos informes si no se casaba antes. Luego almorzó unas salchichas del ejército y puré de patatas con la piel incluida, regadas con un admirable champán brut de 1906 que compraban ellos mismos y acompañadas de un terrible queso canadiense, en la mesa del cuartel general a la que el coronel invitó a todos los subalternos que ese día iban a ir al frente por primera vez. Todos tenían dificultad para pronunciar la hache y un deje tan nasal como si tuviesen la nariz llena de pólipos. Había, no obstante, un joven y encantador subteniente mestizo de Goa, que después demostró una valentía heroica. Le proporcionó a Tietjens muchos datos curiosos sobre el funcionamiento del purdah [119] en la India portuguesa.
Así, a la una y media, Tietjens montó en Schomburg, el alazán con la cabeza en forma de ataúd de los establos prusianos de cerca de Celle. Casi un pura sangre, aquel animal tenía una zancada tan larga como una mesa de comedor y las patas casi igual de rígidas. Pero ese día sus patas parecían de algodón en rama, andaba pesadamente sobre la tierra cubierta de escarcha resollando entre estertores y en el campo de saltos de Deccan Horse, que estaba a dos kilómetros de Ruán, más que rehusar un salto se vino abajo penosamente. Era como ir montado en un camello famélico a la luz de un sol rojo y jocoso. Además, a Tietjens los trabajos de la mañana empezaban a pasarle factura y estaba preocupado por su obsesión con Cero Nueve Morgan a quien le resultaba muy difícil olvidar.
—¿Qué demonios le pasa a este caballo…? —le preguntó al ordenanza, un soldado muy silencioso que montaba un caballo ruano a su lado—. ¿Lo ha tenido bien abrigado en el establo? —Tenía la sensación de que los torpes pasos del caballo contribuían a su lúgubre obsesión.
El ordenanza miró al frente hacia un valle cubierto de barracones. Respondió:
—No, señor. El caballo ha estado en el picadero del depósito G. Órdenes del teniente Hitchcock, señor. «Los caballos necesitan endurecerse, teniente», me dijo.
Tietjens replicó:
—¿Le aclaró usted que mis órdenes eran que Schomburg estuviese bien abrigado en los establos de la granja detrás del IBD n.º XVI?
—El teniente —explicó rígidamente el ordenanza— dijo que cualquier incumplimiento de sus órdenes le ocasionarían un enorme disgusto a lord Beichan, KCVO, KCB, etcétera. —El ordenanza estaba temblando de rabia.
—En cuanto lleguemos al Hôtel de la Poste —dijo Tietjens muy despacio— llevará usted a Schomburg y al ruano a los establos de la granja de La Volonté, detrás del IBD n.º XVI. —Le dio instrucciones al ordenanza de que cerrara todas las ventanas del establo y tapara todas las grietas con guata. Si le era posible debía conseguir una estufa de serrín, último modelo, del almacén del coronel Gillum y encenderla en el establo. Además tenía que darle a Schomburg y al ruano avena y agua lo más caliente que aguantasen los caballos… Tietjens terminó con sequedad—: Si el teniente Hotchkiss hace algún comentario, envíemelo a mí. Como su CO. —El ordenanza le preguntó sobre la dolencia de los caballos y Tietjens respondió—: La escuela de tratantes de caballerías a la que pertenece lord Beichan considera que es necesario endurecer a cualquier caballo que no sea de carreras. —Criaban caballos de carreras. ¡Cubiertos con seis mantas cada uno! Personalmente Tietjens no creía en el proceso de endurecimiento y no estaba dispuesto a permitir que sometieran a él a ningún animal que estuviese bajo su control… Estaba demostrado que cualquier animal que estuviese a una temperatura inferior a la de su hábitat natural contraía enfermedades a las que normalmente no era propenso… Si uno deja a un pollo dos días en un cubo con agua contraerá la escarlatina humana o las paperas si entra en contacto con cualquiera de los dos bacilos. Si se saca al pollo del agua, se le seca y se le devuelve a sus condiciones naturales, la escarlatina o las paperas desaparecerán… Le preguntó al ordenanza—: Usted es un hombre inteligente. ¿Qué deduce de todo esto?
El ordenanza miró hacia el valle del Sena.
—Supongo, señor —dijo— que, si dejamos a los caballos a la intemperie, contraerán enfermedades que de otro modo no les habrían afectado.
—Muy bien —respondió Tietjens—, pues téngalos bien abrigados.
Pensó que si lo que decía llegaba a oídos de lord Beichan podía traerle problemas, pero tenía que correr el riesgo. No podía permitir que martirizaran a un caballo del que él era responsable… Tenía tantas cosas en las que pensar… que no podía pararse a pensar en nada. Lucía el sol. El valle del Sena estaba gris y azulado como un tapiz gobelino. Por encima de todo pendía la sombra de un soldado galés muerto. Una peculiar alondra declamaba en un descampado detrás del crematorio… Una alondra peculiar. Porque por lo general las alondras no cantan en diciembre. Sólo lo hacen durante el cortejo o en el nido… Aquel pájaro debía de ser muy licencioso. ¡Todo lo contrario que Cero Nueve Morgan, y eso explicaba lo del púgil!
Bajaron a la ciudad por un sendero fangoso entre muros de ladrillo…