Lo único que destacaba claramente en la imaginación de Tietjens cuando por fin se sentó en su saco de dormir con seis mantas del ejército encima, una novela barata francesa en una silla de campaña a su lado, un buen vaso de ponche con ron, su cuaderno de oficial y un lápiz con el que esbozar, antes de las once, un informe acerca de la conveniencia de dictarle a su unidad conferencias especiales sobre las causas de la guerra, lo único que destacaba con tanta claridad en su imaginación como unas insignias del Estado Mayor era que ese estúpido de Levin era totalmente patético. Sus suelas sin clavos le habían entorpecido mucho en la pendiente helada y se había dedicado a cojear un paso o dos, y, reducido a la inacción, a cogerse del codo de Tietjens, mientras pronunciaba frases jadeantes e incoherentes.
De ahí resultó un singular mosaico de afirmaciones extraordinarias, vívidas y melodramáticas, pues Levin, que primero cojeó colina abajo con Tietjens y luego volvió a cojear colina arriba colgado de su brazo, le había contado monstruosidades acerca de las actividades de Sylvia, sin la menor ilación y, desde luego, sin ningún otro motivo aparente que el gran afecto que sentía por Tietjens… Por lo visto, habían estado ocurriendo cosas muy peculiares en torno a ella en la zona desdibujada, fuera de aquel mundo absorbente y cubierto de polvo…, en la zona desdibujada que contenía…, ¡oh, a la población civil y sus tés en los que escaseaba la mantequilla…!
Y mientras Tietjens, sentado sobre los muslos y con las rodillas dobladas, se embozaba en la suave lana del saco de dormir y maldecía el calentador de parafina por emitir un olor nuevo y peculiar, tuvo la sensación de que aquello era como regresar después de pasar dos meses fuera y tratar de volver a cogerle el tranquillo a las órdenes del batallón… Uno vuelve a la destartalada y familiar antesala de la habitación de oficiales. Le pide al ordenanza que le traiga las órdenes de los dos últimos meses, pues es vital saber lo que se dice o no en ellas… Puede que haya una ACI que ordene llevar el casco siempre que se esté en el frente, o una orden del batallón que establezca que las granadas deban llevarse siempre en el bolsillo izquierdo del pecho. ¡O puede que se proporcionen las instrucciones para ponerse una nueva máscara antigás…!
El ordenanza te entrega un fajo desordenado de papeles tenuemente mecanografiados y tan manoseados que casi son ilegibles, con las órdenes del 16 de noviembre colocadas de forma inextricable en mitad de las del 1 de diciembre, y donde faltan las del 10, el 15 y el 29… Y todo lo que sacas en claro es que el cuartel general tiene algunas cosas muy insultantes que decir a propósito de la compañía A; que un tipo llamado Hartopp, a quien no conoces, ha sido relevado del mando y que la comisión de investigación formada para investigar ciertas irregularidades del capitán Wells en la Compañía C —¡pobre Wells!— las ha valorado en veintisiete libras, once chelines y cuatro peniques que deberá pagarle al furriel inmediatamente…
Así que, al ir y volver por la negra falda de la colina, lo que Tietjens pudo sacar en claro fue que el general había advertido a Levin de que Tietjens era un tipo muy violento que sin duda lo tumbaría de un golpe cuando le dijese que su mujer estaba a la puerta del campamento; que Levin se creía descendiente de una antigua familia de cuáqueros… (Tietjens había dicho «¡Dios mío!» al oírlo); que los «reproches» misteriosos a los que, en su temor, se había referido constantemente Levin eran las sucesivas cartas que le había enviado Sylvia al agobiado general…, y que Sylvia había acusado a Tietjens de robarle dos pares de sus mejores sábanas… Había muchas más cosas. Pero, después de enfrentarse a lo que consideraba lo peor de la situación, Tietjens se puso a considerar con la mayor frialdad todas las facetas de su separación matrimonial. Había querido considerar todas las facetas, no sólo la meramente social en la que, hasta ese momento, había pensado que se basaba su desunión. Tal como él lo veía, los ingleses de buena posición consideran que la base de toda unión o desunión marital es la máxima: «nada de escenas». Obviamente, en lo que se refiere al servicio…, que viene a ser lo mismo que el público. Así que nada de escenas para el público. Y desde luego, en su caso, el instinto por la intimidad —respecto a sus relaciones, sus pasiones e incluso sus motivos más triviales— era tan fuerte como el instinto de seguir viviendo. Preferiría, literalmente, estar muerto a ser un libro abierto.
Y hasta esa tarde había creído que su mujer también preferiría estar muerta antes que ventilar sus asuntos delante de los soldados rasos. Pero esa presunción tenía que olvidarla para siempre. Revisarla… Por supuesto, podía dar por sentado que se había vuelto loca. Pero si lo hacía tendría que revisar gran parte de su relación, y eso sólo complicaría más las cosas…
El ordenanza del médico dijo desde el otro extremo de la tienda: «¡Pobre ####Cero Nueve Morgan…!», en tono cantarín y burlón…
Pues, a pesar de que, horas antes, Tietjens había fijado ese momento de comodidad física que por lo general se producía después de que se tumbara pesadamente en su desvencijada cama de campaña en la tienda prestada por el médico, para considerar con frialdad sus relaciones con su mujer, no estaba resultándole nada fácil hacerlo. La tienda estaba demasiado caldeada: había invitado a Mackenzie —cuyo verdadero nombre resultó ser McKechnie, James Grant McKechnie— a instalarse en el otro extremo. El otro extremo estaba separado por una pared de lona y una cortina india de rayas. Y McKechnie, que no podía dormir, había decidido entablar una larga —e interminable— conversación con el ordenanza del médico.
El ordenanza del médico tampoco podía dormir y, al igual que McKechnie, estaba un poco mal de la chaveta: era un galés salido de Dios sabe qué valle de las montañas y apenas sabía hablar inglés. Tenía el pelo desgreñado como un salvaje caribeño y ojos oscuros y vengativos; como buen minero, estaba más cómodo sentado sobre sus talones que en una silla y su voz era una especie de ululación baja en la que, de vez en cuando, intercalaba una frase ocasional y sorprendentemente comprensible.
Era molesto, pero entraba dentro de lo normal. Hacía ya más de un año, un potente explosivo alemán había volado literalmente por los aires a aquel ordenanza del VI Batallón del Regimiento de Glamorganshire y desde entonces estaba medio chiflado. Pero, al parecer, antes había pertenecido a la compañía de McKechnie en ese mismo batallón. No había nada de malo en que un oficial cotilleara con un soldado de su antiguo pelotón o compañía, sobre todo si era la primera vez que se veían después de una larga separación motivada por la herida del uno o del otro. McKechnie se había reencontrado con aquel canalla de Jonce, o Evanns, a las once de esa noche —dos horas y media antes—. Y allí estaban, a la luz de una vela clavada en una botella de cerveza: el ordenanza sentado sobre sus talones junto a la cama del oficial, que estaba en pijama apoyado en la almohada y se desperezaba estirando los brazos, bostezaba de vez en cuando y preguntaba: «¿Y qué fue del sargento mayor de la compañía, Hoyt?». Podían seguir así hasta las tres y media.
Tal vez entrara dentro de lo normal, pero no por eso era menos molesto para un caballero que trataba de reconsiderar cuáles eran exactamente sus relaciones con su mujer.
Antes de que el ordenanza del médico le interrumpiera al hablar de Cero Nueve Morgan, Tietjens había llegado hasta aquí con su recapitulación: la dama en cuestión, es decir, la señora Tietjens, era una puta sin atenuantes; él, por su parte, había sido físicamente fiel, y sin ningún tipo de matices, a la dama y a su vínculo matrimonial. Desde el punto de vista legal, tenía la razón de su parte. Pero ese hecho pesaba menos que una pluma. Pues, después de su última desviación de la fidelidad, él le había proporcionado la protección de su techo y su apellido. Ella había vivido años a su lado, en apariencia en términos de odio y discordia. Pero, sin duda, en condiciones de castidad. Luego, durante las horas lúgubres y tenues previas a su vuelta a Francia, ella había dado pruebas de una vengativa y alocada pasión por su persona. Una pasión física, en cualquier caso.
En fin, aquéllos eran tiempos de emociones descabelladas y fugitivas. Pero ni siquiera en las épocas más tranquilas podía uno esperar que una mujer viviera con él, como señora de la casa y madre de su heredero, sin que llegara a tener cierto tipo de pretensiones sobre él. No habían dormido juntos. Pero ¿no era posible que tanto medir sus fuerzas le hubiese dado derecho a medir también sus cuerpos? Era perfectamente posible. En ese caso…
¿Qué separaba una unión a los ojos de Dios…? Ciertamente, hasta esa misma tarde, él había creído que su unión la había roto, igual que se corta el tendón de Aquiles al desjarretar a alguien, la voz clara de Sylvia, fuera de su casa, al decirle al amanecer al chófer: «¡Paddington!». Trató de recordar con sumo cuidado todos los detalles de su última conversación desde el extremo del salón en penumbra donde ella le había parecido una mera fosforescencia blanca…
Luego se habían despedido para siempre. Él se iba a Francia y ella a retirarse a un convento cerca de Birkenhead…, adonde se va desde la estación de Paddington. Así que perfecto, era una despedida. Eso lo había liberado para poder ir con la otra chica.
Dio un sorbo al vaso con agua y ron que había en la silla de lona a su lado. Estaba tibio y por tanto asqueroso. Le había pedido al ordenanza que se lo llevara caliente, fuerte y dulce, pues estaba seguro de estar incubando un catarro incipiente. No se lo había bebido porque había recordado que tenía que pensar en Sylvia con sangre fría, y tenía por costumbre no beber alcohol cuando se disponía a pensar un rato. Siempre había seguido la misma práctica, que ahora se había visto inmensa y empíricamente reforzada por sus vivencias bélicas. En el Somme, en verano, cuando la señal de ataque se daba a las cuatro de la madrugada, uno salía del refugio y contemplaba, con todo un elenco de pensamientos pesimistas, un paisaje gris, vago y repulsivo sobre un parapeto sombrío y demasiado delgado. Veía repulsivas avanzadillas, marañas de alambre de espino excesivamente frágiles, ruedas rotas, detritus, volutas de niebla sobre las posiciones de los repugnantes alemanes. Una quietud gris y grises horrores ¡delante y detrás de él, entre la población civil! Y unas ideas de perfiles claros y bien definidos… Luego el ordenanza te traía una taza de té con un poco —muy poco— de ron, y, en tres o cuatro minutos, el mundo entero cambiaba ante tus ojos: las barreras de alambre de espino se transformaban en protecciones muy eficientes ideadas por ti y por las que podías dar gracias a Dios; las ruedas rotas se convertían en óptimos puntos de referencia para hacer incursiones nocturnas en la tierra de nadie. Llegabas a decirte que cuando mandaste reconstruir el parapeto, después de que se viniera abajo la última vez, la compañía hizo un buen trabajo. Y que, por lo que se refería a los alemanes, estabas allí para matar a esos cerdos; pero no sentías que pensarlo te fuese a revolver el estómago de antemano… Eras, de hecho, un hombre cambiado. Tu espíritu tenía un peso específico diferente. Ni siquiera eras capaz de discernir si esos toques rosados del amanecer en la niebla no serían en realidad los efectos del ron…
Así que había decidido no probar el grog. Aunque la garganta se le había secado por completo y había alargado el brazo para buscar algo que beber y se había contenido al darse cuenta de lo que iba a hacer. Pero ¿por qué tenía la garganta tan seca? No había bebido nada. Ni siquiera había cenado nada. ¿Por qué estaba en ese estado tan extraordinario…? Porque, desde luego, lo estaba. Tal vez fuese porque se le había ocurrido la idea de que despedirse de su mujer le había liberado respecto a la otra chica… Hasta entonces no se le había ocurrido pensarlo.
Se dijo: «¡Tengo que pensarlo metódicamente!», tenía que repasar metódicamente su último día en el mundo…
Porque estaba dispuesto a jurar que, cuando partió para Francia la última vez, lo había hecho convencido de que estaba separándose para siempre de este mundo. Y durante los meses que había estado allí no tenía la impresión de haber estado en contacto con ninguna cosa terrenal. Había imaginado a Sylvia en su convento y la había olvidado; a la señorita Wannop no había logrado imaginársela, pero también creía haberla olvidado.
Le costaba reconstruir aquella noche en su memoria. Uno no puede forzarse a recordar algo de forma consecutiva y deliberada a menos que su memoria esté por la labor, y en ese caso lo hará quiéralo o no… En aquella ocasión, hacía unos tres meses, había pasado una mañana muy dolorosa con su mujer, debido a la convicción cada vez mayor de que su mujer estaba obligándose a fingir que estaba preocupada por él. Probablemente sólo lo estuviera fingiendo, porque, en el fondo, Sylvia era una dama y no se permitiría preocuparse de verdad por la única persona del mundo por la que no sería decente preocuparse… Pero era muy capaz de obligarse a fingirlo si creía que a él iba a incomodarle…
Pero ése no era el modo, no era el modo, no era el modo, le decía su imaginación alterada. Estaba alterado porque cabía la posibilidad de que la señorita Wannop tampoco hubiese pretendido que su separación fuese permanente. Eso abría una perspectiva inmensa. No obstante, la contemplación de tan inmensa perspectiva no era el modo de ponerse a analizar con calma sus relaciones con su mujer. Los hechos de una historia deben exponerse antes que la conclusión. Se dijo que debía formular en lenguaje preciso, como si estuviese haciendo un informe para el cuartel general de la guarnición, la historia de sus relaciones con su mujer… Y con la señorita Wannop, por supuesto. «Mejor ponerlo por escrito», se dijo.
Muy bien. Cogió su cuaderno y escribió a lápiz con letra grande:
«Cuando me casé con la señorita Satterthwaite…», estaba tratando de imitar con exactitud el estilo de un informe al cuartel general, «… y sin que yo lo supiera, ella creía estar embarazada de un hombre llamado Drake. En mi opinión no lo estaba. La cuestión es discutible. Estoy muy unido al niño, que es mi heredero y el heredero de una familia considerablemente bien situada. Después, la dama me fue infiel en varias ocasiones, aunque ignoro cuántas. Me dejó para irse con un tipo llamado Perowne, a quien ella había visto con frecuencia en casa de mi padrino, el general lord Edward Campion, de cuyo Estado Mayor formaba parte Perowne. Eso ocurrió mucho antes de la guerra. Por supuesto, el general ignoraba por completo su relación. Ahora, Perowne vuelve a estar en el Estado Mayor del general Campion, que tiene la virtud de acordarse de sus viejos subordinados, aunque, como Perowne es un incompetente, sólo lo utilizan para labores más o menos decorativas. De lo contrario, es obvio que por edad ya tendría que ser general y no ha llegado más que a mayor. Hago esta digresión sobre Perowne porque su presencia en esta guarnición supone para mí una evidente molestia personal.
»Mi mujer, tras una ausencia de varios meses pasados con Perowne, me escribió y me dijo que quería volver a vivir conmigo. Yo lo permití. Mis principios me impiden divorciarme de cualquier mujer, en particular de una mujer con un hijo. Puesto que no hice nada por dar publicidad a la huida de la señora Tietjens, nadie, que yo sepa, reparó en su ausencia. La señora Tietjens, por ser católica romana, no puede divorciarse de mí.
»Durante dicha ausencia de la señora Tietjens con el tal Perowne, conocí a una joven, la señorita Wannop, la hija del amigo más antiguo de mi padre, que también era un viejo amigo del general Campion. Como es natural, nuestra posición social hace que nuestros círculos sean muy restringidos. Enseguida reparé en que había desarrollado un grato aunque no exactamente apasionado afecto por la señorita Wannop y en que mis sentimientos eran correspondidos. Puesto que ni la señorita Wannop ni yo somos dados a hablar de nuestros sentimientos, no intercambiamos ninguna confidencia al respecto… Desventajas de ser inglés y tener cierta posición social.
»La situación siguió así varios años. Seis o siete. A la vuelta de su escapada con Perowne, creo que la señora Tietjens fue completamente casta. Por un tiempo vi a la señorita Wannop con frecuencia, en casa de su madre o con motivo de ocasiones sociales, a veces muy poco tiempo. Nunca intercambiamos ninguna expresión de afecto. Ni una sola. Nunca.
»El día anterior a mi regreso a Francia, tuve una escena muy dolorosa con mi mujer, durante la cual hablamos, por primera vez, del asunto de la paternidad de mi hijo y de otras cuestiones. Por la tarde me encontré con la señorita Wannop a la puerta del Ministerio de la Guerra. El encuentro lo arregló mi mujer, yo no estaba enterado. Sylvia debe de haber sido más consciente de lo que yo sentía por la señorita Wannop que yo mismo.
»En Saint James Park invité a la señorita Wannop a convertirse en mi amante esa noche. Ella aceptó y concertó una cita. Es de suponer que eso fuera una prueba del cariño que sentía por mí. Nunca nos hemos dicho una palabra de afecto. Imagino que una joven no aceptaría acostarse con un hombre casado si no sintiese afecto por él. Pero no tengo ninguna prueba. Por supuesto, eso ocurrió pocas horas antes de mi partida hacia Francia. Son momentos muy emotivos para las jóvenes. Sin duda, aceptan esas cosas con más facilidad.
»Pero no lo hicimos. Estuvimos juntos a la una y media de la mañana apoyados en la cerca de un jardín de las afueras. Y no pasó nada. Acordamos que éramos de los que no hacen esas cosas. No sé cómo lo convinimos. No llegamos a terminar ni una sola frase. Aun así, fue una escena apasionada. El caso es que me llevé la mano a la visera de la gorra y le dije: “¡Hasta la vista…!”. O tal vez ni siquiera le dijese “Hasta la vista”. O ella… No lo recuerdo. Recuerdo lo que pensé y lo que pensé que pensaba ella. Aunque puede que ella no lo pensara. No hay forma de saberlo. No vale la pena recordarlo…, salvo que interpreté que ella creía que nos estábamos despidiendo para siempre. Tal vez no quisiera darme a entender eso. Tal vez pudiera escribirle. Y vivir…».
Exclamó:
—¡Dios, estoy empapado de sudor!
En efecto, el sudor le corría por las sienes. Sintió la tentación de dejar vagar sus pensamientos en epítetos y dejar que fuesen a donde quisieran. Pero se contuvo. Estaba decidido a expresarlo todo. Volvió a ponerse a escribir:
«Llegué a casa hacia las dos de la mañana y entré en el comedor en la oscuridad. No necesité ninguna luz. Me senté a meditar un buen rato. Luego, Sylvia me habló desde el otro extremo de la habitación. Se produjo una situación abominable. Nunca me habían hablado con tanto odio. Tal vez se hubiera vuelto loca. Por lo visto, había estado fantaseando con la idea de que si yo tenía contacto físico con la señorita Wannop desaparecería el afecto que sentía por la chica… Y sentiría deseo físico por ella… Pero supo, sin que yo se lo dijera, que no se había producido aquel contacto físico con la chica. Me amenazó con arruinarme; con arruinarme en el ejército; con arrastrar mi nombre por el fango… Yo no dije nada. Se me da muy bien no decir nada. Me abofeteó y se marchó. Después arrojó en la habitación, a través de la puerta entreabierta, una medalla de oro de san Miguel, el patrón RC de los soldados en activo, que había llevado entre los pechos. Lo tomé por un acto final de despedida. Como si, al dejar de llevarlo, dejase también de rezar por mi seguridad… Aunque también podría significar que quería que yo lo llevase como protección… La oí bajar las escaleras con la doncella. Empezaba a clarear sobre las caperuzas de las chimeneas del edificio de enfrente. La oí decir: “Paddington”. ¡En voz alta y clara! Y oí un motor que se alejaba».
«Cogí mis cosas y me fui a Waterloo. La señora Satterthwaite, su madre, estaba esperando para despedirse de mí. Estaba muy disgustada de que su hija no hubiese ido también. Era de la opinión de que eso significaba que nos habíamos dicho adiós para siempre. Me sorprendió descubrir que Sylvia le había hablado a su madre de la señorita Wannop, porque siempre había sido extremadamente reservada, incluso con su madre…, la señora Satterthwaite, que estaba muy disgustada —¡le caigo bien!—, expresó los más negros presagios respecto a lo que podría estar tramando Sylvia. Yo me eché a reír. Empezó a contarme una larga anécdota sobre lo que había dicho de ella muchos años antes un tal padre Consett, que era el confesor de Sylvia. Había dicho que si alguna vez yo llegaba a estar interesado por otra mujer, Sylvia movería cielo y tierra con tal de conseguirme… ¡Es decir, con tal de acabar con mi ecuanimidad…! Era difícil seguir a la señora Satterthwaite. La escalerilla de un vagón de oficiales a punto de partir no es el mejor lugar para intercambiar confidencias. Así que la conversación concluyó de forma un poco brusca».
En ese momento, Tietjens gimió de modo tan audible que McKechnie le preguntó, desde el otro extremo de la tienda, si había dicho alguna cosa. Tietjens desvió la cuestión con:
—Desde aquí la vela parece estar demasiado cerca de la pared de la tienda. Tal vez no lo esté. Estas cosas son muy inflamables.
Era inútil seguir escribiendo. Él no era escritor, y escribir no le estaba proporcionando ninguna pista psicológica. Tampoco tenía madera de psicólogo, aunque había que ser tan bueno en eso como en todo lo demás… Entonces… ¿Qué había en el fondo de toda la locura y crueldad que les había caracterizado tanto a Sylvia como a él la última noche que había pasado en su país…? Pues era necesario tener muy presente que había sido Sylvia quien había organizado, sin él saberlo, su encuentro con la chica. Sylvia había querido que se arrojasen el uno en brazos del otro. Sin duda alguna. Era como si lo hubiese dicho de manera explícita. Aunque no lo había dicho hasta después. Cuando comprobó que le había salido mal la jugada. Estaba demasiado avezada en las maniobras amatorias para dejar ver sus cartas antes.
Entonces, ¿por qué lo había hecho? En parte, sin duda, porque le inspiraba lástima. Se lo había hecho pasar muy mal, así que, indudablemente, había querido ofrecerle el consuelo de los brazos de la chica…
¿Por qué, maldita sea, precisamente Sylvia había conseguido que le pidiera a la chica que se hicieran amantes? Nada, salvo la infernal crueldad de la conversación que tuvieron por la mañana, podría haberlo llevado al grado de excitación sexual que le empujó a proponerle una relación ilícita a una joven con quien hasta entonces no había intercambiado una sola palabra de cariño. Era un efecto sádico. No había otra manera de analizarlo de forma científica. Y, sin duda, Sylvia había sido muy consciente de lo que hacía. Toda la mañana, a intervalos, como quien concentra sus latigazos en un lugar particularmente doloroso, había seguido golpeándolo una y otra vez. Le había acusado de ser el amante de Valentine Wannop. Le había acusado de ser el amante de Valentine Wannop… Exactamente con esa reiteración enloquecedora. Habían repartido una herencia; habían arreglado varias cuestiones de negocios; habían decidido que su heredero fuese educado como papista…, ¡la religión de su madre! Habían revisado, de manera angustiosa, su relación en el pasado. Habían abordado incluso la cuestión de la paternidad del niño… Pero todo el tiempo, cuando su imaginación era como un pulpo ciego que se retorciera torturado por las cuchilladas, había seguido formulando la misma acusación. Le había acusado de ser el amante de Valentine Wannop…
Tietjens juró por Dios…, No había reparado en la pasión que le inspiraba la chica hasta aquella mañana: una pasión profunda e ilimitada como el mar, que le hacía temblar como si el mundo entero se estremeciese, una sed insaciable que le revolvía el estómago de sólo pensarlo… Pero nunca había sido de los que se dejan arrastrar por sus emociones… Maldita sea, pero si incluso ahora, cuando pensaba en la chica, en aquel maldito campamento, en esa tienda de campaña llena de sombras que cualquiera diría sacadas de un cuadro de Rembrandt, seguía llamándola señorita Wannop…
No es así como piensa un hombre en una joven a la que ama apasionadamente. No era consciente. No había sido consciente. Hasta esa mañana…
Luego…, eso le liberó… Sin duda eso le liberó… Una mujer no puede arrojar a su marido en los brazos de la primera chica que pase por allí y pensar que sigue teniendo derecho a él. ¡Sobre todo si, ese mismo día, se separa de él, que va a partir para Francia! ¿Le había liberado eso? Sin duda sí.
Cogió tan deprisa su vaso de ron con agua que se le derramó un poco sobre el pulgar. Se lo tragó todo y al instante se sintió reconfortado…
¿Qué demonios estaba haciendo? ¿A qué venía ahora tanta introspección…? Maldita sea, no se estaba justificando… Había actuado con total corrección por lo que se refería a Sylvia. No tanto, tal vez, con la señorita Wannop… Pero si él, Christopher Tietjens de Groby, tenía la necesidad de justificarse, ¿qué significaba ser Christopher Tietjens de Groby? Eso era lo más inconcebible.
Obviamente, como hombre no era inmune a los siete pecados capitales. Podía mentir, pero no aportar falso testimonio contra un vecino; podía matar, pero no sin que mediase provocación previa o por interés; podía considerar que, por el simple hecho de haber nacido en Yorkshire, tenía el deber de robar y de arrebatarles el ganado a esos falsos escoceses; podía fornicar, siempre y cuando fuese sin escándalos innecesarios. Ésos eran los derechos del Seigneur en un mundo lleno de gente vulgar. Personalmente, no había abusado de ninguno de esos pecados. Se reservaba el derecho de cometerlos y de sufrir las consecuencias…
Pero ¿qué demonios le había pasado a Sylvia? Le estaba dejando ver sus cartas y eso nunca lo había hecho. No habría podido hacer nada mejor para empujarle a reiniciar su relación con la señorita Wannop que inmiscuirse de aquel modo en su vida privada y con tamaña vulgaridad además. ¡Pues lo que había hecho era organizar una escena delante de los sirvientes! Llevaba preparándolo desde que él volvió a Francia. Y ahora lo había hecho en presencia de los Tommies de su propia unidad. Pero Sylvia no cometía errores así. Era un juego. ¿Qué juego? ¡Ni siquiera se atrevía a conjeturarlo! No era posible que contase con que, en el futuro, siguiera ofreciéndole la protección de su techo… ¿Cuál era entonces su juego? No podía creer que fuese capaz de cometer una vulgaridad semejante sin un propósito.
Sylvia era como un pura sangre. Siempre la había tenido por uno. Y ahora se comportaba como una yegua llena de mañas. O eso parecía. ¿Sería acaso porque había estado en su establo? Pero, si no, ¿cómo demonios iban a haber vivido? Le había sido infiel. Siempre, antes y después de la boda, le había sido fiel. De un modo despótico, de manera que no podía condenarla, aunque para él resultase muy desagradable. La aceptó de vuelta en su casa después de que se hubiese ido con el tal Perowne. ¿Qué más podía pedir…? No lograba encontrar una respuesta. ¡Y tampoco era asunto suyo!
Pero aun cuando no le importasen los motivos de aquella mujer, era la madre de su heredero. Y ahora se paseaba por el mundo proclamando sus injusticias. ¿Qué ejemplo era ése para un niño? ¡Una madre que organizaba escenas delante de la servidumbre! Era más que suficiente para arruinar la vida de cualquier niño…
No cabía duda de que eso era lo que había estado haciendo Sylvia. Durante los dos últimos meses, le había enviado una avalancha de cartas al general, al principio contentándose sólo con preguntarle dónde estaba Tietjens y cuál era su estado de salud, si corría peligro y cosas parecidas. Muy correctamente, por un tiempo, el hombre no le había dicho nada al respecto. Lo más probable era que hubiese tomado aquellas cartas por una muestra de la preocupación natural de una mujer cuyo marido está en el frente; debió de pensar que las cartas que le escribía Tietjens no eran lo bastante comunicativas u ocultaban lo que ella tomaba por una herida o una situación muy peligrosa. En cualquier caso, no habría sido apropiado: las mujeres no deben incomodar a los oficiales superiores con las vicisitudes de sus maridos. Nadie lo hacía. Sin embargo, Sylvia era amiga íntima de Campion y su familia —de hecho, más que él, pese a que Campion era su padrino—. No obstante, estaba claro que las cartas habían ido empeorando cada vez más.
A Tietjens le costaba reconstruir con exactitud lo que había escrito en ellas. Su canal de información había sido Levin, que era demasiado caballeroso para aludir a nada directamente. Demasiado caballeroso, demasiado confiado en el honor de Tietjens…, y demasiado desconcertado por los encantos de Sylvia, que, obviamente, se había esmerado en desconcertar al jefazo del Estado Mayor… Pero, desde que estaba en la ciudad, a la que había llegado —¡cómo no!— sin pasaporte ni papeles de ninguna clase, simplemente pasando por delante de hombres en garitas de madera en los muelles y otros sitios por el estilo, debía de haber ido muy lejos, ya fuese por carta o en sus conversaciones ¡nada menos que con Perowne!, quien acababa de volver de permiso con despachos del rey, o algo parecido. En un tren especial probablemente. Sylvia en estado puro.
Levin le contó que Campion le había echado a Perowne el mayor rapapolvo que había presenciado jamás. Y, desde luego, debía de ser condenadamente molesto para el pobre general que, después de lo que le había ocurrido a uno de sus predecesores, siempre había insistido en que no quería faldas rondando por su cuartel general. De hecho, una de las cruces de la angustiada vida de Levin era que el general se había negado en redondo a darle permiso para casarse con la señorita de Bailly a menos que se comprometiese a enviar a la joven lejos de Francia en el primer barco, justo después de la ceremonia. Levin, por supuesto, iría con ella, pero la chica no podría volver a Francia hasta el fin de las hostilidades. Eso había desatado las iras de sus aristocráticos parientes y le había costado a Levin otros ciento cincuenta mil francos en el acuerdo matrimonial. Las mujeres casadas de los oficiales no estaban autorizadas a quedarse en Francia, aunque, en el caso de las que no estaban casadas, no hubiera forma de impedirlo…
Campion, en cualquier caso, le había enviado su furiosa nota a Tietjens tras recibir, a primera hora de la mañana, una carta de Sylvia en la que le decía que su ducal primo segundo, el lúgubre Rugeley, desaprobaba el hecho de que Tietjens estuviera en Francia, y después de recibir, hacia las cuatro de la tarde, un telegrama, enviado por Sylvia desde El Havre, para advertirle de que llegaría con el tren de mediodía. Al general casi le había irritado tanto pensar que su coche no estaría allí para recogerla como el que ella fuese a presentarse allí. Pero una huelga de ferroviarios franceses había retrasado la llegada de Sylvia. En cinco minutos, Campion envió su gruñido a Tietjens, convencido de que estaba al tanto de todo, y a Levin con el coche a la estación de Ruán.
Al general, de hecho, lo dominaba la confusión. Estaba convencido de que Tietjens, como buen intelectual, había tratado mal a Sylvia, llegando incluso al extremo de robarle dos pares de sus mejores sábanas, y también estaba convencido de que Tietjens estaba confabulado con ella. Campion estaba convencido de que, como buen intelectual, a Tietjens le desagradaba su puesto de oficial encargado de enviar los destacamentos al frente, y ambicionaba un puesto más rutilante en el entorno del general… Y Levin le había contado que lo peor era que, en el fondo de su corazón, Campion pensaba que Tietjens merecía estar en un puesto mejor. Le había dicho a Levin lo siguiente:
«Maldita sea, ese tipo debería estar al mando de mi Servicio de Inteligencia, en lugar de usted. Pero está mal de la cabeza. Eso es lo que le pasa, que está mal de la cabeza. Es demasiado brillante… Siempre le está buscando tres pies al gato». Lo de buscarle tres pies al gato era el caballo de batalla favorito del general, a quien no le gustaba demasiado hablar. Siempre que hablaba con alguien de algo que no estuviera relacionado con su trabajo —y, desde luego, siempre que conversaba con Tietjens— acababan demostrándole que estaba equivocado, y eso minaba su confianza en sí mismo.
De modo que el general estaba que echaba humo. Y muy confundido. Parecía dispuesto a creer que Tietjens estaba detrás de todo lo malo que ocurría bajo su mando.
Pero, después de considerarlo todo, Tietjens seguía sin comprender qué hacía su mujer en Francia.
—Se queja —gimoteó penosamente Levin en algún momento por el resbaladizo sendero— de que se llevara usted sus sábanas. Y acerca de una tal señorita…, ¿le suena una tal señorita Wanostrocht…? El general no parece concederle demasiada importancia a lo de las sábanas.
Al parecer, se había celebrado una especie de reunión acerca del caso Tietjens en el inmenso salón cubierto de tapices en el que vivía Campion con los miembros más próximos de su cuartel general, presidida por Sylvia, que les había expuesto sus quejas al general y a Levin. El mayor Perowne se había excusado, alegando que no se consideraba cualificado para emitir una opinión al respecto. En realidad, le dijo Levin, estaba enfadado porque Campion le había acusado de correr el riesgo de que la gente «murmurase» sobre él y la señora Tietjens. Levin pensaba que el general había sido demasiado duro con él. ¿Acaso ahora los miembros de su Estado Mayor no iban a poder acompañar a una dama a ninguna parte? Ni que fuesen colegiales de sexto curso.
—Pero usted…, usted…, usted… —balbució tembloroso— ha sido un tanto descuidado al no escribir a la señora Tietjens. Perdone que se lo diga, pero, desde luego, la pobre parecía fuera de sí de preocupación… —Por eso Sylvia le había esperado en el coche del general al pie de la colina. Para ver a Tietjens con vida. Pues ellos habían sido incapaces de convencerla en el cuartel general de que Tietjens estaba vivo y en la ciudad.
De hecho no le había esperado tanto tiempo. Al parecer, después de conversar con los centinelas y quedar convencida de que, efectivamente, Tietjens seguía con vida, le había dicho al chófer que la llevara de vuelta al Hôtel de la Poste, y había dejado que el desconsolado Levin volviera a la ciudad en tranvía, o como mejor pudiera. Vieron las luces del coche girando, con su interior alegremente iluminado, y desapareciendo entre los árboles a lo largo de la carretera que había más abajo… El centinela, hosco y monosilábico —¡uno sabe cuándo a un Tommie le ronda algo por la cabeza!—, les informó de que el sargento había mandado formar a la guardia para que todos pudieran confirmarle a la dama que el capitán estaba vivo y gozaba de buena salud. El solícito sargento dijo que había optado por aquella maniobra, que normalmente está reservada a la visita de algún general y, una vez al día, al CO, porque la dama le había parecido muy preocupada por no haber recibido ninguna carta del capitán. En el cuerpo de guardia, que no tenía celdas, había dos borrachos a los que les había dado por quitarse la ropa y estaban en un estado de total desnudez, así que el sargento esperaba no haber hecho nada malo. En realidad, la policía militar de la guarnición tenía la obligación de llevar a los borrachos detenidos fuera del campamento al cuerpo de guardia del APM, pero en vista del estado de desnudez y del comportamiento violento de aquellos dos, al sargento le había parecido bien hacerle un favor a la policía militar. Las voces de los borrachos cantando el himno marcial de los «Hombres de Harlech» [115] corroboraban la opinión del sargento respecto a su estado. Añadió que no habría mandado formar a la guardia de no haberse tratado de la mujer del capitán.
—Ese sargento es un tipo listo —había dicho el coronel Levin—. No se me ocurre un modo mejor de convencer a la señora Tietjens.
Tietjens había respondido: «¡Oh, sí, listísimo!», a pesar de que mientras pronunciaba esas palabras deseó no haberlo hecho, pues la amarga ironía de su tono le había dado una ocasión a Levin para reprocharle su actitud con Sylvia. No tanto por sus acciones —Levin seguía aferrándose a la tesis de que Tietjens era el honor en persona— como por la forma en que le había hablado a aquel sargento que había sido tan amable con Sylvia, y precisamente porque lo que había motivado aquel incidente era que Tietjens no hubiera escrito a su mujer. Tietjens había estado a punto de alegar que, teniendo en cuenta los términos en los que se despidieron, escribirle una sola carta le habría parecido ofensivo para la dama. Pero no dijo nada y, el siguiente cuarto de hora, el incidente se resolvió en un soliloquio de Levin acerca del matrimonio en la colina resbaladiza. Asunto que, como es lógico, ocupaba en ese momento gran parte de sus pensamientos. Pensaba que había que tener tanta confianza en la mujer que a uno no le importase que ella leyera todas sus cartas. Ésa era su idea de lo idílico. Y cuando Tietjens observó con ironía que nunca, en toda su vida, había escrito o recibido una carta que su mujer no pudiera haber leído, Levin exclamó con un entusiasmo que casi le hizo perder el equilibrio en la niebla:
—Estaba seguro, viejo amigo. Pero me alegra muchísimo oírselo decir. —Añadió que deseaba, en la medida de lo posible, tomar ejemplo de sus ideas sobre la vida y la forma de comportarse. Pues, como era lógico, ahora que estaba a punto de unir su suerte con la de la señorita de Bailly, podía decirse que iba a dar un giro decisivo a su carrera.