La señal de «TODO DESPEJADO» llegó inmediatamente después. Fue tan repentina que casi les cogió de sorpresa, sus notas largas, tristes y alegres al mismo tiempo, se desvanecieron con pesar en la noche que acababa de volverse silenciosa tras aquel estruendo totalmente asombroso. A la luna se le había metido en la cabeza salir y apareció, tan grotesca y jocosa como un flemón, por detrás de una de las colinas cubiertas de tiendas de campaña e iluminó el perfil de los barracones de Tietjens con rayos largos y sentimentales, que convirtieron el lugar en un poblado bucólico y soñoliento. Hasta los ruidos contribuían al silencio general, unas lucecitas tenues brillaban a través de las ventanas de celuloide. La luna plateaba las insignias del sargento mayor Cowley en el campamento de la compañía A, Tietjens, que estaba oxigenando un poco sus pulmones saturados de humo de carbón, preguntó con un susurro, que sonó como un tributo al claro de luna y la escarcha:
—¿Dónde diantres está el destacamento?
El sargento mayor miró poéticamente hacia una hilera de piedras enjalbegadas que descendían por la negra falda de la colina. Más allá de la loma, se veía el resplandor borroso de un incendio.
—Ahí abajo hay un avión alemán ardiendo. En el campo de desfile del Veintisiete. Todo el destacamento ha ido a verlo, señor —dijo.
Tietjens dijo con cáustica tolerancia:
—¡Dios mío! Pensaba que les habíamos inculcado un poco de disciplina a esos tipos en las siete semanas que han pasado con nosotros… ¿Se acuerda de la primera vez que los pusimos a desfilar y un cabo se salió de la formación para tirarle una piedra a una gaviota…? ¡Y le llamó a usted «Cero Uno Patán»…! ¿Aquel al que acusaron de «conducta perjudicial para el buen orden y la disciplina»? ¿Dónde está el sargento mayor canadiense? ¿Y el oficial al mando del destacamento?
El sargento mayor Cowley respondió:
—El sargento mayor Ledoux dice que fue como una estampida de ganado en el…, uno de esos ríos de su país. No hubo forma de contenerlos, señor. Es su primer avión alemán… Y esta noche parten para el frente, señor.
—¡Esta noche! —exclamó Tietjens—. ¡Diga mejor las próximas navidades!
El sargento mayor respondió:
—¡Pobres muchachos! —Y siguió mirando a lo lejos—. Me han contado otro chiste muy bueno, señor. ¿Por qué un soldado raso no contesta al rey cuando le saluda?: pues porque está muerto… Pero ¿qué es lo que haría si metiese usted a toda una compañía en un campo por una puerta y quisiera volver a sacarlos, pero no supiera ninguna orden del manual de instrucción para hacerles cambiar de dirección? Tiene que sacar a la compañía, pero no puede utilizar, «media vuelta a la derecha» o «a la izquierda» o «de frente marchen…». Y otra cosa sobre los saludos… El oficial al mando del destacamento es el teniente Hotchkiss… Un oficial del ASC que ya ha cumplido los sesenta. De civil era herrador, señor. Un mayor del ASC me preguntó, con mucha educación, si no podría usted enviar a algún otro. Dice que duda de que el teniente Hitchcock…, Hotchkiss pueda andar hasta la estación, y menos aún dirigir a los hombres, sólo conoce las órdenes de caballería, suponiendo que se las sepa. Y sólo lleva quince días en el ejército…
Tietjens se apartó de la idílica escena con las palabras:
—Espero que el sargento mayor canadiense y el teniente Hotchkiss estén haciendo lo posible para traer a sus hombres de vuelta.
Volvió a entrar en el barracón.
El capitán Mackenzie, a la luz de una lámpara fantásticamente brillante, daba la impresión de estar bañándose, sin muchos ánimos, en un mar de papeles combados y extendidos sobre la mesa que tenía delante.
—Todo este papeleo —dijo— acaba de llegar de todos los cuarteles generales del mundo.
Tietjens preguntó alegremente:
—¿De qué se trata?
Había, respondió el otro, órdenes del cuartel general de la guarnición, órdenes de la división, órdenes de las líneas de comunicación, media docena de AFBW, dos, cuatro, dos. Una terrible reprimenda del Primer Ejército remitida a través del cuartel general de la guarnición porque el destacamento no había llegado a Hazebrouck anteayer. Tietjens dijo:
—Contésteles educadamente que teníamos órdenes de no enviar al destacamento sin el complemento de cuatrocientos ferroviarios canadienses, los tipos de las capuchas de piel. No han llegado de Etaples hasta las cinco de la tarde de hoy, sin mantas ni papeles de ningún tipo.
Mackenzie estaba inspeccionando, con aire cada vez más lúgubre, una nota de color pardo.
—Esto debe de ser un mensaje privado para usted —dijo—. De lo contrario, no le veo ni pies ni cabeza. En ningún sitio consta que lo sea.
Echó el papel marrón sobre la mesa.
Tietjens se desplomó pesadamente sobre el cajón de latas de ternera. Lo primero que leyó en el papel fueron las iniciales de la firma: «Genl. E. C.», y luego: «Por el amor de Dios, quítame a tu mujer de encima. No quiero faldas en mi cuartel general Me causas más inconvenientes que todos mis subordinados juntos».
Tietjens gimió y se encogió aún más en su caja de latas de ternera. Era como si un animal salvaje le hubiera saltado al cuello inesperadamente desde una rama. A su lado, el sargento mayor dijo en su más admirable tono de mayordomo:
—El sargento primero Morgan y el cabo Trench han tenido la amabilidad de venir del puesto de mando de intendencia para ayudarnos con el papeleo del destacamento. ¿Por qué no se van usted y el otro oficial a cenar un poco, señor? El coronel y el cura acaban de entrar en el comedor, y les he dicho a los ordenanzas que les guarden la comida caliente… A Morgan y a Trench se les da bien el papeleo. Podemos enviarle las cartillas a la mesa para que las firme…
Su solicitud femenina enfureció y llenó a Tietjens de pesimismo. Le respondió al sargento mayor que se fuese al infierno, pues no pensaba moverse de aquel barracón hasta que partiese el destacamento. El capitán Mackenzie podía hacer lo que gustase. El sargento mayor le dijo al capitán Mackenzie que el capitán Tietjens se preocupaba tanto por ese destacamento de andrajosos como si fuera un furriel de los Coldstream [103] de Chelsea y estuviera encargado de garantizar la partida de uno de sus destacamentos. El capitán Mackenzie replicó que por eso mismo siempre resolvían el papeleo cuatro días antes que cualquier otro IBD del campamento. Era todo lo que tenía que decir, añadió de mala gana y volvió a hundir la cabeza entre los papeles. A Tietjens le pareció que el barracón se movía lentamente arriba y abajo. Era como si acabaran de golpearle en el estómago. Así le afectaban siempre las impresiones. Se dijo que tenía que serenarse como fuese. Cogió un trozo de papel de estraza con sus pesadas manos y escribió en él una columna de letras gruesas y húmedas:
a
b
b
a
a
b
b
a, y demás…
En tono oprobioso le dijo al capitán Mackenzie:
—¿Sabe lo que es un soneto? Deme las rimas de un soneto. Ahí tiene el esquema.
Mackenzie gruñó:
—Pues claro que sé lo que es un soneto. ¿A qué viene esto?
Tietjens dijo:
—Deme las catorce rimas finales de un soneto y yo le escribiré los versos. En menos de dos minutos y medio.
Mackenzie replicó ofendido:
—Si lo hace, yo lo traduciré en hexámetros latinos en tres. En menos de tres minutos.
Eran como hombres que estuviesen dirigiéndose insultos mortales el uno al otro. Para Tietjens era como si hubiese un inmenso gato desfilando, fascinado y fatídico, alrededor de aquel barracón. Se había imaginado lejos de su mujer. No había oído hablar de ella desde que se marchó de su piso a las cuatro de la mañana hacía meses y eternidades, con el alba apuntando sobre las caperuzas de las chimeneas de los tejados georgianos de enfrente. En el silencio absoluto del amanecer había oído su voz diciéndole claramente: «Paddington» [104] al chófer, y luego todos los gorriones se despertaron y empezaron a cantar a coro… De pronto se le ocurrió la espantosa idea de que podría no haber sido la voz de su mujer la que había dicho «Paddington», sino su doncella… Era un hombre que se regía por unas rígidas normas de conducta. Y una de ellas era: «No pienses en nada que te produzca un gran sobresalto en el momento de producirse el sobresalto». La imaginación en esos casos se vuelve demasiado sensible. Las causas de una gran impresión deben analizarse en su conjunto. Si la imaginación las considera cuando es demasiado sensible, sus conclusiones serán demasiado drásticas. Así que le dijo a Mackenzie:
—¿Todavía no tiene las rimas? ¡Maldita sea!
Mackenzie rezongó en tono ofensivo:
—No. Es mucho más difícil inventar rimas que escribir sonetos… Muerte, trabajo, destajo, inerte… —Se interrumpió.
—Fuerte, hatajo, abajo, deserte —dijo con desprecio Tietjens—. Sus rimas parecen elegidas por una jovencita oxoniense… Vamos… ¿Qué es lo que pasa ahora?
Junto a la mesa cubierta por la manta había un oficial muy avejentado y de aspecto muy poco marcial. Tietjens sintió haberle hablado con brusquedad. Tenía una barba blanca grotescamente rala y cana. ¡Y patillas blancas! Debía de haberlas llevado durante todo el tiempo que había pasado en el ejército, ¡pues ningún oficial superior —ni siquiera un mariscal de campo— habría tenido el valor de decirle que se las quitara! Eran como un símbolo de su patetismo. Aquel objeto fantasmal se estaba disculpando por no haber sido capaz de contener al destacamento, le estaba pidiendo a su superior que tuviese en cuenta que esas tropas coloniales carecían del menor instinto de disciplina. Ninguno en absoluto. Tietjens reparó en que llevaba una cruz azul en el brazo derecho donde suelen estar las cicatrices de las vacunas. Imaginó a los canadienses hablando con aquel héroe… El héroe empezó a hablar del mayor Cornwallis del RASC.
Tietjens preguntó con desinterés:
—¿Hay un mayor Cornwallis en el ASC? ¡Dios mío!
El héroe replicó con desmayo:
—En el RASC.
Tietjens respondió con amabilidad:
—Sí. Sí. El Royal Army Service Corps.
Era evidente que, hasta ahora, había considerado el «Paddington» de su mujer como la despedida definitiva entre los dos… La había imaginado como Eurídice, alta, pero pálida y borrosa, perdiéndose de nuevo entre las sombras… Che faro senz’ Eurydice…?,[105] tarareó. ¡Absurdo! Y, por supuesto, podía ser que quien hubiese hablado fuera la doncella… Ella también tenía una voz cristalina. Así que la palabra mística «Paddington» podía no ser ningún símbolo y Sylvia Tietjens, lejos de estar pálida y borrosa, podía estar liándose con la mitad de los oficiales del Estado Mayor desde Whitehall hasta Alaska.
Mackenzie —desde luego, parecía un maldito oficinista— estaba copiando las rimas, que sin duda había encontrado por fin, en otra hoja de papel. Lo más probable era que tuviese manos redondas de chupatintas. Seguro que iba pronunciando las palabras para sí mientras las escribía. Así eran hoy los oficiales de Su Majestad. Un tipo inteligente y moreno. De los que pasan hambre en su juventud y consiguen todas las becas que ofrece la escuela pública. Sus ojos eran demasiado grandes y negros. Como los de un malayo… O de cualquier otro integrante de una puñetera raza sometida.
El tipo del ASC sin duda había estado hablando de caballos. Había ofrecido sus servicios para estudiar el tipo de conjuntivitis aguda que estaba diezmando los caballos en el frente. Había sido profesor —ciertamente profesor— en una facultad de herradores o algo parecido. Tietjens dijo que, en ese caso, debería estar en el AVC, o tal vez fuera el Royal Army Veterinary Corps. El hombre respondió que no lo sabía. Pensaba que el RASC había requerido sus servicios para cuidar de sus propios caballos…
Tietjens dijo:
—Le diré lo que puede hacer, teniente Hitchcock… Qué demonios, está usted un poco grueso… —El pobre hombre, salido a sus años de los claustros de alguna universidad provinciana…, ciertamente no tenía aspecto de ser un jinete muy atlético…
El viejo teniente replicó:
—Hotchkiss…
Y Tietjens exclamó:
—Por supuesto, Hotchkiss… He visto su nombre al pie de un documento que recomendaba el linimento de caballos Pigg’s… En fin, si no quiere usted llevar este destacamento al frente… Aunque yo le recomendaría que… Es sólo un paseo hasta Hazebrouck… No, Bailleul… El sargento mayor dirigirá a los hombres por usted… Y habrá estado en las líneas del Primer Ejército y podrá contarles a sus amigos que estuvo en servicio activo en el frente… —Su imaginación le dijo, mientras seguía pronunciando palabras…: «Entonces, Dios mío, si Sylvia se está interesando por mi carrera, seré el hazmerreír de todo el ejército. ¡Llevo pensándolo diez minutos…! ¿Qué hago ahora? ¿Qué demonios hago ahora?». Una especie de velo de crepé negro pareció cubrirle la visión… El hígado…
El teniente Hotchkiss dijo con dignidad:
—Quiero ir al frente. Quiero ir al frente de verdad. Me han declarado A1 esta misma mañana.[106] Estudiaré las reacciones sanguíneas de los caballos bajo el fuego enemigo.
—Veo que es usted un tipo valiente —dijo Tietjens. No podía hacer nada. Las asombrosas actividades de las que sería capaz Sylvia harían que el ejército entero se desternillase de risa. Gracias a Dios, no podía ir a Francia, a aquel lugar, aunque sí suministrar escándalos a los periódicos que leían todos los Tommies. No había nada de lo que no fuera capaz. En su círculo de amigas lo llamaban «tirar del cordón de la ducha». Nada. No podía hacer nada… La condenada lámpara estaba humeando—. Le diré lo que tiene que hacer —le dijo al teniente Hotchkiss.
Mackenzie le había puesto delante la hoja de papel con las rimas. Tietjens leyó: Muerte, trabajo, destajo, inerte…, diserte, ¡maldito cockney!, cabizbajo, cascajo…
—Me habría dejado matar —exclamó Mackenzie con una sonrisa perversa—, antes que darle las rimas que me había sugerido usted…
El oficial dijo:
—Por supuesto, no quiero molestar si está usted ocupado.
—No me molesta —replicó Tietjens—. Para eso estamos. Pero le sugiero que, de vez en cuando, responda usted «señor» al oficial al mando de su unidad. Causa buen efecto entre los hombres… Ahora, vaya a la antesala de la habitación de oficiales del IBD n.º XVI…, donde está la mesa de billar rota…
La voz del sargento mayor Cowley dijo tranquilamente desde fuera:
—¡A formar! Los hombres que tengan sus papeles y las tres placas de identificación a la izquierda. Los que no, a la derecha. Quien no haya podido conseguir mantas, que informe al sargento primero Morgan. No lo olvidéis. Donde vais no conseguiréis ninguna. Quien quiera hacer testamento en su cartilla militar o en cualquier otra parte, que le pregunte al capitán Tietjens. Quien quiera sacar dinero, que hable con el capitán Mackenzie. Los RC que quieran confesarse, una vez tengan los papeles en regla, encontrarán al cura en el cuarto barracón a la izquierda al salir de aquí… Y bien amable que es el reverendo padre por atender a una pandilla de borregos como vosotros que echan a correr como niños en cuanto ven un pequeño incendio. Antes de una semana estaréis corriendo en dirección opuesta, Dios sabe por qué os quieren allí. Parecéis una pandilla de niñatos recién salidos de la escuela dominical. Eso es lo que parecéis, gracias a Dios que tenemos a la marina.
Aprovechando la distracción, Tietjens había estado escribiendo:
«Ahora que afrontamos los golpes de la Muerte», mientras le decía al teniente Hotchkiss:
—En la antesala de IBD encontrará a un montón de malditos Glamorganshire emborrachándose y hojeando La Vie Parisienne… Pídale a cualquiera de ellos… —Escribió:
cuando entre los cadáveres y el arduo trabajo,
en villas y mercados se labore a destajo…
—¡Y esto le parece difícil! —le dijo a Mackenzie—, pero si ha escrito la oda de un enterrador sólo con las rimas. —Y siguió diciéndole a Hotchkiss—: Pídale a quien usted quiera, siempre que sea un oficial PB… ¿Sabe lo que significa PB? No, no me refiero al pobre B####y, sino a un oficial asignado permanentemente a la base. No apto… Si querría llevar un destacamento a Bailleul.
El barracón se estaba llenando de hombres lentos y desgarbados vestidos de marrón amarillento. Arrastraban los pies con desánimo; soltaban petates de lona en el suelo y sostenían en sus manos iletradas unas cartillas abiertas que se les caían de vez en cuando. Desde fuera llegaba un rumor de voces que aumentaba y disminuía, a veces parecía una risa y a veces una amenaza, luego los motivos se entremezclaban como en una fuga, como el mar en una playa de cantos rodados. A Tietjens de pronto le pareció extraordinario lo encerrado en sí mismo que pasaba uno la vida… Se sentó y garrapateó a toda prisa: «Y un viejo espectro exhale su aliento inerte…, y, vanidad de vanidades, el cura diserte…: “No más desfiles, se acabó el marchar cabizbajo…”». Le estaba diciendo a Hotchkiss, a quien, obviamente, le daba reparo abordar a los Glamorganshire en su antesala… «“Nuestros miembros exangües sobre el frío cascajo…”», que no creía que ningún oficial PB se negase. Irían a celebrarlo al frente en un vagón de primera y conseguirían un permiso y además una paga del mando… «“Sin adornos funerarios, nuestra alma sin suerte…”» Si alguno se niega, envíeme su nombre y lo asignaré a tareas especiales…
La marea marrón de hombres había llegado ya a sus pies. Con las extraordinarias complicaciones de cualquier vida, incluso de la más sencilla… Había un tipo a su lado… El soldado Logan, antes nada menos que soldado de caballería de los Inniskilling,[107] y nada menos que propietario de una lechería en las afueras de Sidney, que está en Australia. Un hombre con los problemas sentimentales y la desenvoltura de un soldado de los Inniskillings, el acento cockney que adorna a los habitantes de Sidney y una absoluta desconfianza en los abogados. Y, por otro lado, una fe ciega en Tietjens. Por encima de su hombro —era rubio y alto, y las insignias le brillaban como si fueran de oro—, le miraba una cara café-aulait de nariz aguileña: un mestizo de una de las Seis Naciones,[108] que había sido chico de los recados de un médico en Quebec… Tenía problemas, pero era difícil entenderle. Detrás, moreno y atezado, con ojos truculentos y acento irlandés, había un licenciado por la Universidad McGill que había sido profesor de idiomas en Tokio y tenía una cuenta pendiente con el gobierno japonés… Y más caras en fila de a dos que daban la vuelta al barracón…, como polvo, como una nube de polvo que se abate sobre un paisaje, cada uno de ellos con problemas y ansiedades absurdas, aun cuando no te atosigaran personalmente con ellas… Polvo marrón…
Dejó esperando al Inniskilling mientras garrapateaba a toda prisa el sexteto del soneto que debería aclarar un poco su significado. Por supuesto, la idea general era que uno iba al frente, o cerca de él, y no había sitio para pretensiones, simbolizadas por funerales onerosos. Podría decirse: «Nada de flores por obligación… ¡No más desfiles…!». También tuvo que explicarle, mientras lo hacía, al heroico veterinario sexagenario que no debía avergonzarse de ir a la sala de oficiales de los Glamorganshire a reclutar hombres. Los Glamorganshire le prestarían a Tietjens a todos los oficiales PB que no tuvieran otra labor asignada. El teniente Hotchkiss podía hablar con el coronel Johnson, a quien encontraría en el comedor cenando tranquilamente. Era un hombre amable y comprensivo y sabría apreciar el deseo de Hotchkiss de no ir al frente inútilmente. Hotchkiss podía ofrecerse a echarle un vistazo al corcel del coronel, un caballo de guerra alemán, capturado en el Marne y llamado Schomburg, que había dejado de comer… Añadió: «Pero no le haga nada a Schomburg. ¡Yo monto ese caballo!».
Le pasó el soneto a Mackenzie, que estaba contando billetes franceses y monedas de aspecto dudoso con aire de preocupación ante un trasfondo de rostros, piernas y brazos de color caqui…
¿Para qué demonios querrían sacar dinero los hombres —a veces sumas muy considerables, pues a los canadienses les pagaban en dólares que cambiaban a la moneda local— cuando iban a partir en una hora o así? Pero siempre lo hacían y sus cuentas estaban siempre en un estado increíblemente embrollado. Mackenzie tenía motivos para estar preocupado. Lo más probable era que al acabar la tarde tuviera un descubierto de cinco libras por pagos no autorizados. Si sólo tenía su paga y una mujer extravagante a la que mantener, eso bastaría para asustar a cualquiera. Pero eso era problema suyo. Le dijo al teniente Hotchkiss que fuese a charlar con él a su tienda, que estaba junto a la sala de oficiales. Sobre caballos. También él sabía un poco de caballos. De manera sólo empírica, claro.
Mackenzie estaba mirando el reloj.
—Ha tardado dos minutos y once segundos —dijo—. Daré por sentado que se trata de un soneto… No lo he leído, porque aquí no puedo traducirlo al latín… No tengo su habilidad para hacer once cosas al mismo tiempo…
Un hombre con gesto preocupado, con un petate y una cartilla, estaba examinando los números por encima del hombro de Mackenzie. Le interrumpió con un marcado acento americano para decirle que nunca había sacado catorce dólares setenta y cinco centavos en los Cuarteles Thrasna de Aldershot.
Mackenzie le gritó a Tietjens:
—¿Lo comprende? No he leído su soneto. Lo traduciré al latín en la sala de oficiales en el tiempo acordado. No quiero que piense que lo he leído y que aprovecho el tiempo para pensarlo.
El hombre que tenía al lado le dijo:
—Cuando fui a ver al pagador canadiense, en el Strand, en Londres, la oficina estaba cerrada…
Mackenzie exclamó con furia:
—¿Cuánto tiempo lleva de servicio? ¿Todavía no ha aprendido que no se debe interrumpir a un oficial cuando está hablando? Arrégleselas con su condenado pagador colonial. A mí me consta que tiene usted dieciséis dólares y treinta centavos. ¿Quiere sacarlos o dejarlos?
Tietjens dijo:
—Conozco el caso de ese hombre. Envíemelo. No es complicado. Tiene el cheque del pagador, pero no sabe cómo cobrarlo y, por supuesto, no quieren darle otro…
El hombre, de rasgos toscos, tardos y atezados, inspeccionó a los dos oficiales con ojos escrutadores como si tuviera el viento de frente y la luz lo cegase. Empezó una larga historia acerca de los cincuenta dólares que había perdido jugando a las cartas y que le debía Bill el Orejas. Tal vez fuese medio chino, medio finlandés. Siguió hablando preocupadísimo por su dinero. Tietjens se ocupó del caso del ex soldado de los Inniskilling de Sidney y del licenciado en McGill que había sufrido un agrario por parte del ministro japonés de Educación. En conjunto resultaba muy complicado. «Cualquiera diría —se dijo Tietjens— que con esto bastaría para distraerme.»
El espigado soldado de caballería tenía una historia sentimental muy complicada. Era difícil darle consejos en presencia de sus camaradas. Él, no obstante, no era recatado. Le habló de una chica llamada Rosie a la que había seguido desde Sidney hasta la Columbia Británica, de otra llamada Gwen a la que había conocido en Aberystwyth y de una mujer llamada señora Hosier con quien había convivido maritalmente en Berwick St. James, cerca de la llanura de Salisbury, aprovechando un permiso. Le habló de todas ellas con detalle, sin prestar atención a la voz monótona del mestizo chino, y le explicó que quería que cada una de ellas se llevase alguna cosa como recuerdo, si una bala se cruzaba en su camino. Tietjens le dio el borrador del testamento que le había redactado, le pidió que lo leyera con atención y lo copiara de su puño y letra en su cartilla militar. Luego Tietjens firmaría como testigo. Él le preguntó: «¿Cree usted que este testamento haría que mi mujer de Sidney me abandonara? No creo. Es muy persistente. Como un arrancamoños. Dios la bendiga».
El licenciado por McGill estaba a punto de introducir una nueva complicación en la historia de sus problemas con el gobierno japonés. Por lo visto, aparte de su labor puramente escolar, había invertido un poco de dinero en un manantial de agua mineral cerca de Kobe, cuya agua embotellada se exportaba a San Francisco. Por lo visto, la compañía había incurrido en varias irregularidades según las leyes japonesas, pero Tietjens permitió que un canadiense francófono, que había tenido algunas dificultades para conseguir su certificado de bautismo en una misión del Klondike, interrumpiera la historia del licenciado; y varios hombres, que no tenían otra complicación que conseguir que les firmasen los papeles para poder escribir una última carta a sus casas antes de la partida del destacamento, avanzaron en masa hacia el escritorio de Tietjens.
El humo de las pipas de los NCO que había al otro extremo de la habitación flotaba opalescente por debajo de las lámparas que colgaban sobre cada mesa; botones y minerales brillaban en el aire que el omnipresente caqui parecía teñir de marrón, como en una nube de polvo. Voces nasales, guturales y gangosas se mezclaban en un guirigay en el que la cantinela chillona y profana de un NCO galés: «¿Por qué demonios no has traído tu 124? ¿Por qué ####demonios no has traído tu 124? ¿Es que no sabías que tenías que traer el maldito 124?», parecía gemir trágicamente en el silencio… Fue pasando la tarde. Tietjens se sorprendió al mirar la hora y ver que eran sólo las nueve y veinte. Tenía la sensación de llevar más de diez horas pensando soñoliento en sus asuntos… Pues, al fin y al cabo, éstos eran sus asuntos… Dinero, mujeres, problemas testamentarios. Cada una de esas complicaciones del otro lado del Atlántico y del mundo entero eran también problema suyo: un mundo quebrantado; un ejército que se ponía en marcha en mitad de la noche. A empujones. De cualquier modo. Y con exageración. Una sección lateral del mundo…
Al echarle un vistazo al historial médico de un hombre que tenía cerca reparó en que lo habían clasificado como C1…[109] Era obviamente un error por parte del tribunal médico o de uno de los celadores, que había escrito C en lugar de A. Se trataba del soldado raso 197394, un trozo de carne de ternera de rostro brillante, que había trabajado como peón en la Columbia Británica en las inmensas fincas de Rugeley, el portentoso y ducal primo segundo de Sylvia Tietjens. Era una molestia doble. Tietjens no quería que le recordaran al primo segundo de su mujer, porque no quería que le recordasen a su mujer. Había decidido dejar que sus pensamientos se explayaran sobre el particular cuando estuviese caliente en su tienda llena de pulgas que olía a parafina y en cuyas paredes de lona crujía la escarcha y brillaba la luna… Ya pensaría en Sylvia a la luz de la luna. ¡Estaba decidido a no hacerlo ahora! Pero el soldado raso 197394 Thomas Johnson era un incordio y Tietjens se maldijo por haber hojeado su historial médico. Si aquel patán absurdo era C3 [110] no podía estar destinado en un destacamento… ¡Ni siquiera si fuese C1! Daba igual. En ambos casos tendrían que buscar a otro hombre para reemplazarlo y eso sacaría al sargento mayor Cowley de sus casillas. Levantó la vista buscando los ojos ingenuos, saltones, brillantes, líquidos y azulados de Thomas Johnson… Aquel tipo no había estado enfermo en su vida. No podía haber estado enfermo…, salvo por un atracón de cerdo guisado…, y diez contra uno a que, aunque le dieran una pastilla de caballo, no le quitarían el dolor de estómago…
Sus ojos se cruzaron con la mirada huidiza de un tipo moreno, delgado y elegante, con una llamativa cinta escarlata en el sombrero, muchos dorados en el uniforme caqui y pequeñas tiras de cota de malla de acero en los hombros… Levin… Coronel Levin…, GSO II, o algo parecido, uno de los ayudantes del general lord Edward Campion… ¿Cómo demonios se entrometían esos tipos en momentos de tanta intimidad entre los jefes de las unidades y sus hombres? Se colaban nadando como peces en un tanque lleno de agua marrón y de pronto a su lado…, ¡espías! Los hombres se habían puesto en posición de firmes y lo miraban boquiabiertos. El solícito sargento mayor Cowley corrió al lado de Tietjens. Uno protege a sus oficiales de los hombres del Estado Mayor igual que protege a su bebé de las corrientes de aire. El moreno, brillante y alegre jerifalte dijo con un leve ceceo:
—Veo que están ocupados. —Podría haber estado allí un siglo y tener otro siglo que perder—. ¿Qué destacamento es éste?
El sargento mayor Cowley, siempre atento por si su oficial no sabía su propio nombre o el de su unidad, respondió:
—IBD n.º 16. Primera División Canadiense, Destacamento de Reemplazo Número Cuatro.
El coronel Levin dejó escapar el aire entre los dientes con un ceceo.
—Así que el destacamento del 16 no ha salido todavía… ¡Vaya, vaya, vaya…! El Primer Ejército nos va a zurrar de lo lindo… —Utilizó sus palabras como si las hubiera envuelto en algodón perfumado.
Tietjens se había puesto en pie. Conocía muy bien a aquel tipo, que había sido un horrendo pintor de acuarelas de sociedad, de buena familia por el lado de su madre, de ahí la quincalla de caballería que llevaba sobre los hombros. ¿Sería de buen…, digamos de buen gusto, explotar? Dejó que hablara el sargento mayor. Cowley era un NCO de mucho peso porque conocía diez veces mejor su trabajo que cualquier oficial del Estado Mayor. El sargento mayor explicó que había sido imposible despachar antes al destacamento. El coronel dijo:
—Pero sin duda, sargento mayor… —El sargento, convertido en un deferente empleado de un almacén de ropa para señoras, observó que habían recibido órdenes urgentes de no dejar partir al destacamento sin los cuatrocientos ferroviarios canadienses que debían llegar de Etaples. Los hombres no habían llegado a la estación de ferrocarril hasta las cinco y media. Traerlos a pie hasta aquí había costado otros tres cuartos de hora. El coronel insistió—: Pero sin duda, sargento mayor…
El bueno de Cowley lo mismo podría haberle contestado «señora» o «señor» al de la gorra con la banda roja… Los cuatrocientos habían llegado sólo con lo puesto. La unidad había tenido que sacarlo todo del depósito de suministros: botas, mantas, cepillos de dientes, tirantes, rifles, munición, placas identificativas. Y ahora eran las nueve y veinte… En ese momento, Cowley permitió que su oficial al mando dijera:
—Debe comprender usted que trabajamos en condiciones extremadamente difíciles, señor…
El distinguido coronel estaba sumido en la contemplación absorta de sus elegantes rodillas.
—Lo sé, por supuesto… —ceceó—. Muy difíciles… —La cara se le iluminó y añadió—: Pero debe usted admitir que es muy desafortunado que… Debe usted admitir que… —No obstante, el peso volvió a posarse sobre su imaginación.
Tietjens dijo:
—Supongo, señor, que no somos más desafortunados que cualquier otra unidad en la que se dé un control doble de los suministros…
El coronel respondió:
—¿Cómo? Doble… ¡Ah!, veo que está usted ahí, Mackenzie…, lo veo a usted muy bien…, en plena forma, ¿eh?
En el barracón reinó un silencio absoluto. La rabia por el tiempo que estaban perdiendo le hizo decir a Tietjens:
—Comprenderá usted, señor, que somos una unidad cuyo propósito principal es proporcionar suministros con los que equipar a los destacamentos… —Aquel tipo los estaba retrasando de un modo atroz. ¡Se estaba sacudiendo las rodillas con un pañuelo!—. Esta tarde ha muerto un hombre entre mis brazos porque, para conseguir cascos para mi puesto de mando, tenemos que solicitarlos a Dublín mediante un AFB canadiense vía Aldershot… Lo mataron ahí mismo… Acabamos de limpiar la sangre justo de debajo de donde está usted…
El coronel de caballería exclamó:
—¡Oh, Dios mío…! —Dio un saltito y examinó sus hermosas y relucientes botas de aviación que llegaban hasta la rodilla—. ¡Muerto…! ¡Aquí…! Pero habrá que formar una comisión de investigación… Ciertamente, es usted muy desafortunado, capitán Tietjens… Siempre esos misteriosos… ¿Por qué no estaba ese hombre en un refugio…? Muy desafortunado… No podemos tener víctimas entre las tropas coloniales… Entre las tropas de los Dominios,[111] quiero decir…
Tietjens dijo en tono lúgubre:
—Ese hombre era de Pontardulais…, no de uno de los Dominios… Estaba destacado en mi puesto de mando… Tenemos prohibido, bajo amenaza de consejo de guerra, permitir que nadie que no pertenezca a la Fuerza Expedicionaria de los Dominios entre en los refugios… Todos mis canadienses estaban allí… Se trata de una ACI local con fecha 11 de noviembre…
El oficial del Estado Mayor dijo:
—¡Eso es diferente, claro…! ¿Dice usted que sólo era un Glamorganshire? ¡Oh, bueno…! Pero esos misteriosos… —exclamó con la fuerza y el alivio de una explosión—: Oiga…, ¿es posible que me dedique diez…, veinte… minutos…? No se trata exactamente de algo relacionado con el servicio… así por…
Tietjens exclamó:
—Ya ve en qué situación nos encontramos, coronel… —Y extendió ambas manos sobre el papeleo y en dirección a sus hombres como si estuviera sembrando hierba… Estaba atragantado de rabia. El coronel Levin tenía, bajo la protección de una respetable carabina inglesa que regentaba una confitería en los muelles de Ruán, a una muchachita francesa con la que estaba seriamente comprometido. Aunque de un modo más bien ingenuo. Y la joven, que era enormemente celosa, se las arreglaba para inventar supuestas ofensas gracias al francés macarrónico de su apuesto coronel. Era todo un idilio, pero llevaba de cabeza al coronel. En esos casos, Levin siempre le pedía a Tietjens, que pasaba por ser un hombre inteligente y un erudito conocedor de la lengua francesa, que le sugiriese amables piropos en aquel complicado idioma… En cuanto a cómo explicar que a un GSO II, o lo que quiera que fuese el coronel, se le viera a menudo en compañía de hermosas VAD y de los organizadores femeninos de otras secciones… Era de una de esas estupideces sobre las que no se debe consultar a ningún caballero… Y ahí estaba Levin con el pliegue agónico y femenino en su ceño de alabastro broncíneo… Como un puñetero soldado de opereta. ¿Por qué no se pondría a cantar aquel asno como un tenor…?
Naturalmente, quien salvó la situación fue Cowley. Justo cuando Tietjens estaba a punto de decir: «Váyase al demonio», el sargento mayor, convertido ahora en el empleado de confianza de un influyente abogado, empezó a susurrarle al coronel…
—El capitán puede tomarse un descanso… Hemos acabado con todos los hombres, excepto con los ferroviarios canadienses, y no podremos proporcionarles mantas hasta dentro de media hora… o tres cuartos. ¡Y eso con suerte! Depende de si el correo consigue averiguar dónde está cenando el cabo de intendencia para que nos las entregue… —El sargento mayor había introducido aquella última frase con mucha habilidad. El oficial del Estado Mayor, con un vago recuerdo de sus días en el regimiento exclamó:
—¡Maldita sea…! Quisiera saber por qué no rompen la puerta del depósito de suministros y cogen lo que necesitan…
El sargento mayor, convertido en la pureza personificada, exclamó:
—¡Oh!, no, señor, no podríamos hacer eso, señor…
—Pero esos malditos hombres hacen mucha falta en el frente —dijo el coronel Levin—. ¡Maldita sea, la situación es muy incierta! Estamos atacando… —Consideró por un momento que pertenecía al Estado Mayor y que Tietjens y el sargento mayor lo habían enredado con mucha habilidad.
—Sólo nos queda rezar —respondió el sargento mayor— para que esos malditos alemanes tengan oficiales de intendencia, depósitos de suministro y departamentos de entrega, igual que nosotros. —Bajó la voz hasta convertirla en un áspero susurro—. Además, señor, circula un rumor… sobre una llamada telefónica al puesto de mando de la base… y una orden del WO recibida en el cuartel general… anulando la partida de este y otros destacamentos…
El coronel dijo:
—¡Oh, Dios mío!
Y la consternación los embargó a Tietjens y a él. Las trincheras congeladas en mitad de la noche; la agónica espera de los hombres; el peso sobre la imaginación que era como un peso sobre el entrecejo; la sensación inminente de que se aproximaba algo inimaginable por la derecha o por la izquierda, según si uno miraba a un lado u otro de la trinchera; la tierra sólida y protectora del parapeto que luego se convierte en una niebla deshilachada…, y sin que llegasen nunca refuerzos… Los hombres pensaban ingenuamente que estaban a punto de llegar, pero no llegaban. ¿Y por qué no? ¿Dios mío, por qué no? Mackenzie dijo:
—Pobre Bird… El miércoles pasado sus hombres cumplieron once semanas en el frente… Con lo único que contaban para aguantar era…
—Pues tendrán que aguantar mucho más —dijo el coronel Levin—. Me encantaría poder echarle mano a los inútiles que… —En esa época, la Fuerza Expedicionaria de Su Majestad estaba firmemente convencida de que el ejército en el campo de batalla era sólo la herramienta de un puñado de políticos y civiles. En los momentos de rutina esa nube se disipaba levemente, pero siempre que llegaban malas noticias volvía a cernerse como una nube de gas negro. La gente se limitaba a mover la cabeza con impotencia…
—El caso —dijo alegremente el sargento mayor— es que el capitán puede tomarse media hora para cenar. O cualquier otra cosa… —Aparte del deseo doméstico de que la digestión de Tietjens no se resintiese por comer a deshoras, tenía la convicción profesional de que era bueno para la unidad que su capitán tuviese una conversación privada con un miembro del Estado Mayor…—. Supongo, señor —le dijo a Tietjens a modo de despedida— que será mejor que acomode al destacamento y a los novecientos hombres que llegaron a reemplazarlos, veinte en cada tienda… Menos mal que no las habíamos desmontado…
Tietjens y el coronel empezaron a abrirse paso entre la gente para salir. El Inniskilling-canadiense estaba junto a la puerta del puesto de mando con una cartilla marrón abierta extendida con gesto de desaprobación. Abordó con nerviosismo a Tietjens, «¿Eh?», dijo:
—Ha escrito mal los nombres de las chicas, señor. Con quien tuve un hijo en Aberystwyth y a quien quería dejarle el arrendamiento de la casa y los diez chelines a la semana era a Gwen Lewis. La señora Hosier, con quien viví en Berwick St. James sólo tenía que cobrar cinco guineas de recuerdo… Me he tomado la libertad de corregir los nombres…
Tietjens le quitó la cartilla, se apoyó en la mesa del sargento mayor y estampó su firma en la página azulada. Le devolvió la cartilla al hombre y dijo:
—Tome…, y ahora ya puede romper filas.
Al tipo se le iluminó la cara. Exclamó:
—Gracias, señor. Gracias de todo corazón, capitán… Estaba deseando acabar con esto para ir a confesarme. He obrado mal…
El licenciado por McGill, con su arrogante bigote negro, abordó a Tietjens mientras se ponía el abrigo.
—No lo olvidará, ¿verdad, señor…? —empezó.
Tietjens dijo:
—Maldita sea. Ya le he dicho que no lo olvidaré. Nunca me olvido de nada. Le dio usted clases a ese japonés en Asaki, pero las autoridades educativas están en Tokio. Y su infame empresa de agua mineral tenía las oficinas en el manantial de Tan Sen, cerca de Kobe… ¿No es así? Bueno, haré todo lo que esté en mi mano.
Pasaron en silencio entre los grupos de hombres que rondaban la puerta del puesto de mando y relucían a la luz de la luna. Una vez en el camino regional que hacía las veces de vía principal del campamento, el coronel Levin empezó a musitar entre dientes:
—Se toma usted muchas molestias con esa chusma…, muchas molestias… Y no obstante…
—Y bien, ¿de qué se trata? —preguntó Tietjens—. Disponemos a nuestros destacamentos en treinta y seis horas menos que cualquier otra unidad.
—Lo sé —admitió el otro—. Son sólo esos reproches misteriosos. El caso es que…
Tietjens lo interrumpió enseguida:
—¿Le importa que le pregunte una cosa? ¿Me habla usted de forma oficial? ¿Es esto una reprimenda del general Campion por el modo en que dirijo mi unidad?
El otro respondió con la misma prisa y mucho más preocupado:
—Dios me libre. —Y añadió todavía con más celeridad—: ¡Viejo amigo! —Y se dispuso a meter el brazo debajo el codo de Tietjens, quien, no obstante, siguió mirándolo a la cara. Estaba muy enfadado.
—Entonces, dígame —prosiguió—, cómo diantres se las arregla para ir por ahí sin abrigo con este tiempo. —Si lograba distraer al tipo del asunto de los reproches misteriosos, acabarían discutiendo lo que lo había llevado allí en esa noche tan fría, cuando debería estar sentado junto a un buen fuego en compañía de mademoiselle Nanette de Bailly. Hundió la barbilla en el cuello de piel de cordero de su abrigo. Levin, delgado, con todas sus placas, cintas y cadenitas brillando en la noche fría, que hacía que a Tietjens le castañetearan los dientes como si fuesen de porcelana, se animó un poco:
—Debería hacer usted como yo… Un horario regular…, mucho ejercicio…, a caballo… Hago gimnasia todas las mañanas delante de la ventana de mi habitación…, así se va endureciendo uno…
—Debe de ser muy gratificante para las damas de la habitación de enfrente —dijo Tietjens con severidad—. ¿Es eso lo que pasa ahora con mademoiselle Nanette…? No tengo tiempo de hacer ejercicio como Dios manda…
—Dios mío, no —respondió el coronel. Le pasó a Tietjens la mano por debajo del brazo y empezó a tirar de él hacia la margen izquierda del camino, como si quisiera salir del campamento. Tietjens anduvo con paso firme hacia la derecha hasta que acabaron inclinados en direcciones opuestas—. Lo cierto, viejo amigo —dijo el coronel—, es que Campy, pese a lo indispensable que es aquí, se está esforzando tanto por que lo pongan al mando de un ejército en combate, que en cualquier momento podrían darnos la orden de hacer el petate… Eso ha hecho entrar en razón a Nanette…
—¿Y qué pinto yo en esto? —preguntó Tietjens.
Pero el coronel prosiguió tan tranquilo:
—De hecho, casi he logrado que me prometa que la semana que viene…, o como mucho la siguiente…, ella…, maldita sea…, elegirá el día.
Tietjens dijo:
—¡Bien hecho…! ¡Qué espléndidamente victoriano!
—¡Eso, maldita sea —exclamó con virilidad el coronel—, es lo que me digo yo… Muy victoriano…! Todos esos preparativos matrimoniales… ¿Y cómo se llaman…? ¿Los Droits du Seigneur? Y los notarios… Y el conde también…, y la marquesa…, y sus dos tías abuelas… Pero… ¡Hurra! —Ejecutó una rápida pirueta a la luz de la luna con el pulgar enguantado de su mano derecha…— La semana próxima…, o a lo sumo la siguiente… —De pronto bajó mucho la voz—. Al menos —vaciló—, así era a la hora de comer. Luego…, ha sucedido algo…
—¿No le habrá pillado en la cama con una VAD? —preguntó Tietjens.
El coronel balbució:
—No, en la cama no… Ni con una VAD… ¡Oh!, maldita sea, fue en la estación de tren… Con…, el general me envió a recoger a su…, y Nanny había ido a despedir a su abuela, la duquesa… Me trató con mucha frialdad…
Tietjens se puso furioso.
—Entonces me ha traído aquí por una de sus estúpidas discusiones con la señorita de Bailly. ¿Le importa acompañarme al cuartel general del IBD? Puede que las órdenes definitivas estén allí. Los zapadores no quieren darme un teléfono y tengo que ir en persona a averiguar las novedades…
Sintió añoranza por un barracón caldeado con una estufa de carbón y lámparas eléctricas, con cabos primeros inclinados sobre AFB delante de una pared cubierta de casilleros llenos de papeles marrones y azules. Allí había tranquilidad y trabajo absorbente. Era raro, el único lugar donde Christopher Tietjens de Groby podía estar a gusto era en un puesto de mando o algún sitio parecido…, el único sitio del mundo… Y ¿por qué? Era muy raro… Aunque, en realidad, no tanto. Si se paraba uno a pensarlo, era una cuestión de selección inevitable. A un cabo se le asignaba a un puesto de mando por su habilidad como escribano, su capacidad de hacer cuentas sencillas, su fiabilidad entre innumerables números y mensajes, y por ser digno de confianza. Ese ínfimo detalle lo ponía por encima del simple soldado raso. Y era un ínfimo detalle que, para él, suponía la diferencia entre la vida y la muerte. Pues, si resultaba no ser digno de confianza, volvía al servicio en el frente. Mientras lo fuese, dormía debajo de una mesa en una habitación caliente, con sus artículos de tocador en una bolsa de cuero junto a la cabeza, una tetera llena de té humeando siempre sobre una estufa siempre encendida…, ¡el paraíso…! ¡No! ¡El paraíso, no, el paraíso de los soldados rasos…! Puede que lo despertasen a la una de la madrugada. A kilómetros de distancia de allí el enemigo podía estar iniciando un bombardeo… Saldría de entre las mantas de debajo de la mesa, entre las piernas de apresurados NCO y oficiales, el teléfono no dejaría de sonar… Tendría que atender a un sinfín de órdenes en notas manuscritas, escritas a máquina… Es una molestia que a uno lo despierten a la una de la mañana, pero no deja de ser emocionante: el enemigo podría estar bombardeando de forma terrible el pueblo de Dranoutre, habría que enviar como refuerzos a la decimonovena división por la carretera de Bailleul-Nieppe. En caso…
Tietjens pensó en aquel ejército durmiente… Aquel poblado iluminado por el claro de luna, de paredes de lona y ventanas de celuloide, cuarenta hombres por barracón… Aquella Arcadia soñolienta era una de…, ¿cuántas? Digamos treinta y siete mil quinientas, para un millón y medio de hombres… Pero en esa base probablemente hubiera más de un millón y medio… En fin, alrededor de las Arcadias soñolientas se veían los tenues bordes de las tiendas virginales… Había catorce hombres por tienda… Así que para un millón… Setenta y una mil cuatrocientas veintiuna tiendas alrededor de, digamos, ciento cincuenta IBD, CBD, REBD… Depósitos de suministros de infantería, caballería, zapadores, artilleros, antiaéreos, comunicaciones, veterinarios, podólogos, el Royal Army Service Corps, el cuerpo de palomas mensajeras, sanitarios, el Women’s Army Auxiliary Corps, el VAD —¿qué demonios significarían esas siglas?—, cantinas, encargados de las tiendas de descanso, superintendentes de daños en los cuarteles, pastores, sacerdotes, rabinos, obispos mormones, brahmanes, lamas, imanes, fanti, sin duda, para las tropas africanas. Y la salvación temporal y espiritual de todos ellos dependía de los cabos primeros de los puestos de mando… Pues, si debido a una confusión, el cabo enviaba a un cura papista a un regimiento del Ulster, los hombres lo lincharían y se condenarían a ir al infierno. O si, por un pequeño desliz al teléfono, o un error de mecanografiado, enviaba a una división a Westoutre en lugar de a Dranoutre a la una de la mañana, esos seis o siete mil pobres diablos podrían ser masacrados y nada, salvo la marina de Su Majestad, podría salvarnos…
Y, sin embargo, al final todo aquel embrollo se resolvía satisfactoriamente: los destacamentos se ponían en marcha desenredándose como serpientes de una maraña inextricable de ramas, se deslizaban vertebralmente sobre el fango y se hundían en sus agujeros…, los rabinos encontraban judíos agonizantes a quienes absolver; los veterinarios, mulas con esparavanes; los del VAD hombres con el hombro o la mandíbula arrancada en los CCS; los cocineros, ternera congelada; los podólogos, uñeros; los dentistas, muelas cariadas; los dirigibles navales, puestos camuflados en pintorescos vallecillos boscosos… De uno u otro modo, todo llegaba a su sitio…, ¡incluso los tarros de mermelada de fresa!
Pues si el cabo, cuya vida pendía de un hilo, cometía un error acerca de una docena de tarros de mermelada, volvía al servicio en el frente…, volvía al rifle congelado, a las lonas embreadas sobre el fango líquido, a la succión desesperante en el tobillo al adelantar el pie, a los paisajes silueteados con campanarios de iglesias derruidos, al zumbido continuo de los aviones, a los laberintos de tablones sobre vastas llanuras de lodo, al inagotable humor cockney, a las grandes bombas etiquetadas «Con amor para el pequeño Willie»… De vuelta al Ángel de la Espada Flamígera. ¡Y del lado equivocado…! Así que, en conjunto, las cosas funcionaban satisfactoriamente…
Estaba llevando imperiosamente al coronel Levin entre los barracones hacia la sala de oficiales, sus pasos crujían sobre la grava helada, el coronel se hacía un poco el remolón, pero era un peso ligero y no llevaba clavos en las elegantes suelas de las botas, así que no tenía agarre en el suelo. Estaba muy silencioso. Fuese lo que fuese lo que quería decirle, le estaba costando mucho soltarlo. No obstante, por fin lo soltó:
—Me extraña que no solicite volver al frente…, a su batallón. Yo lo haría si fuese usted.
Tietjens dijo:
—¿Por qué? ¿Porque ha muerto un hombre en mis brazos…? Esta noche deben de haber muerto una docena.
—¡Oh!, probablemente más —respondió el otro—. El avión derribado era uno de los nuestros… Pero no me refería a eso… ¡Oh, maldita sea…! ¿Le importaría ir hacia el otro lado…? Siempre he sentido el mayor respeto…, ¡oh!, casi…, por usted personalmente. Es usted un intelectual…
Tietjens estaba considerando una interesante cuestión de etiqueta militar.
Aquel tipo inútil y ceceante, ¡debía de ser un oficial del Estado Mayor muy cuidadoso o Campion no lo querría a su lado!, se había ido moldeando a imagen y semejanza de su general: físicamente; en su manera de vestir, hasta donde le era posible; en la voz —pues aquel ceceo no era tanto propio como una adaptación del ligero tartamudeo del general— y sobre todo en sus frases incompletas y sus puntos de vista… De modo que si le dijera: «Mire, coronel…», o «Mire, coronel, Levin…», o «Mira, Stanley, amigo…». Pues lo único que un oficial no podía decirle a un superior por muy íntima que fuese su relación era: «Mira, Levin…». El caso es que si le dijera: «Mira, Stanley, eres un completo estúpido. Está muy bien que Campion diga que estoy mal de la cabeza porque tengo un poco de cerebro. Es mi padrino y lleva diciéndolo desde que yo tenía doce años, y más cerebro en el talón de mi pie izquierdo que él en todo su hermoso cráneo rasurado… Pero tú actúas como un loro. No lo dices porque se te haya ocurrido a ti. Ni siquiera lo piensas. Sabes que soy pesado, que me falta el resuello y que soy obstinado…, pero también sabes perfectamente que estoy tan cuerdo como tú. Y aún más. Jamás me has sorprendido en renuncio. Tu sargento puede que sí. Pero tú no…».
Si Tietjens le dijera eso a aquel petimetre, ¿sería ir más lejos de lo que debía ir un oficial a cargo de un destacamento con un oficial del Estado Mayor, pese a que no estuviesen hablando oficialmente y se tratase de una conversación privada? Extraoficialmente y tratándose de una conversación privada, los pobres… oficiales de Su Majestad son todos iguales…, caballeros al servicio de Su Majestad, ¡no hay rangos superiores ni ninguna de esas tonterías! ¿Cómo si no iba aquel descendiente de un ropavejero de Frankfurt a ser un igual de Tietjens de Groby? No lo era de ningún modo…, y menos socialmente. Si Tietjens le golpeara, aquel tipo caería fulminado; si le hiciese una observación desdeñosa a Levin, se fundiría de tal modo que se vería al viejo judío farfullando a través de sus falsos rasgos de gentil.[112] No sabía disparar tan bien como Tietjens, ni montar, ni pujar en una subasta. Pero, maldita sea, si Tietjens hasta estaba seguro de saber pintar mejores acuarelas que él… En cuanto a lo de sorprenderlo en renuncio…, se comprometía a destripar media docena de ACI contradictorias y escribirle doce ordenanzas basadas en ellas, antes de que Levin hubiera ceceado la fecha y el número de la primera… Lo había hecho varias veces en el cuarto, amueblado como un salón de literatas francesas, donde trabajaba Levin en el cuartel general de la guarnición. Le había redactado a Levin las dichosas ordenanzas mientras el otro echaba humo porque llegaba tarde a tomar el té con mademoiselle de Bailly…, y se atusaba el delicado bigote… Mademoiselle de Bailly, escoltada por la vieja lady Sachse, tomaba el té en valiosas tazas de porcelana sin asas junto a un brillante fuego de leña, en una habitación octogonal del siglo XVIII con las paredes tapizadas de azul y gris. ¡Un té pálido que sabía ligeramente a canela!
Mademoiselle de Bailly era una provenzal alta, morena y rubicunda. No exactamente fornida, sino alta, lenta y cruel; acurrucada en un sillón, mientras le decía a Levin las cosas más hirientes, parecía un gato persa que diera un zarpazo indeciso para extender las garras. Con los ojos achinados y una finísima nariz ganchuda…, casi parecía japonesa… Y brillaba en sociedad a la francesa con su temible cortège de parientes. Tenía un hermano que era el chófer de un mariscal… ¡Una aristocrática manera de escaquearse!
Con todo eso, era evidente que, incluso extraoficialmente, uno podía ser el igual de un coronel del Estado Mayor, pero tenía que disimular que era su superior. Sobre todo desde el punto de vista intelectual. Si uno le hacía notar a un oficial del Estado Mayor que era un auténtico estúpido —¡uno podía decirlo tanto como quisiera, siempre que no lo demostrara!— podía estar seguro de que le caería encima una buena. Y con razón. La habilidad intelectual no era una cualidad inglesa. No, nada inglesa. Y el deber de un oficial de campo era asegurarse de que la sala de oficiales fuese todo lo inglesa posible… El oficial del Estado Mayor la tomaría con el oficial inferior. De forma totalmente encomiable. Los estropicios que harían los oficiales del cuartel general con sus informes serían inimaginables. Hasta lograr que le importunasen y consumieran las preocupaciones, y o bien le transfiriesen, o rezara para que le transfiriesen, a… cualquier otro puesto en todo el ejército…
Y eso era muy desagradable. El proceso, no el efecto. En general, a Tietjens no le importaba adónde lo mandaran o lo que tuviera que hacer, siempre y cuando fuese lejos de Inglaterra, pensar en aquel país, de noche, dormitando al otro lado del Canal, le resultaba sentimentalmente insoportable… Aun así, le tenía aprecio al viejo Campion, y prefería estar a sus órdenes que bajo las de cualquier otro. Había adscrito a su Estado Mayor a un grupo de tipos bastante pasable, todo lo pasables que podían ser…, si uno tenía que contentarse con los de su clase… De modo que se limitó a decir:
—Mire, Stanley, es usted un perfecto idiota. —Y lo dejó ahí, sin demostrar lo cierto de su afirmación.
El coronel respondió:
—¿Por qué? ¿Qué es lo que he hecho ahora…? Preferiría ir hacia el otro lado…
Tietjens dijo:
—No, no puedo salir del campamento… Tengo que ir mañana por la tarde a ver su fantástico contrato de matrimonio, ¿no…? No puedo salir del campamento dos veces en una semana…
—Tiene usted que bajar al cuerpo de guardia —replicó Levin—. Detesto hacer esperar a una mujer con este frío…, aunque esté en el coche del general…
Tietjens exclamó:
—¿No se le habrá ocurrido la… peregrina idea de traer aquí a la señorita de Bailly? ¿Para hablar conmigo?
El coronel Levin balbució en voz tan baja que Tietjens casi pensó que no quería que lo oyera:
—¡No se trata de la señorita de Bailly! —Luego exclamó en voz alta—: Maldita sea, Tietjens, ¿es que no se lo he dado a entender con la suficiente claridad…?
En un instante de ofuscación a Tietjens se le pasó por la cabeza que quien estaba en el coche del general debía de ser la señorita Wannop, en la entrada, junto al cuerpo de guardia. Pero sabía reconocer cuándo se le ocurría una locura. No obstante, se había dado la vuelta y ambos estaban regresando muy despacio por el ancho camino entre los barracones. Desde luego, Levin no tenía ninguna prisa. Al llegar al final de los barracones, el camino desembocaba en una pendiente de unos ocho metros cuadrados en la oscuridad, unas piedras enjalbegadas señalaban una especie de sendero de seguridad que apenas se distinguía a la luz de la luna oscurecida por la escarcha. Y allí, en mitad del bosque, al final de aquel sendero, en un despampanante Rolls-Royce, esperaba algo que a Levin sin duda le inspiraba miedo…
Por un minuto la espina dorsal de Tietjens se puso rígida. No quería interferir entre mademoiselle de Bailly y quienquiera que fuese la mujer casada que Levin hubiera tenido como amante… Por alguna razón estaba convencido de que en aquel coche había una mujer casada… No se atrevía a pensar de otro modo. Si no era una mujer casada podía ser la señorita Wannop. Si lo era, no podía serlo… Una inmensa oleada de calma y felicidad sentimental se había abatido sobre él. ¡Y sólo porque había pensado en ella! Sin saber por qué, imaginó su carita pálida y un poco chata debajo de un gorro de pieles. Estaría inclinada hacia delante, en el asiento iluminado del coche del general, ¡detrás de la ventana como en un espectáculo de mundonuevo! Asomada sin ver muy bien debido a los reflejos del cristal…
Le estaba diciendo a Levin:
—Mire, Stanley…, si le he dicho que es usted un perfecto idiota es porque la principal afición de la señorita de Bailly es afectar celos. No sentirlos sino hacer exhibición de ellos.
—¿Cree que debería cuestionar a mi prometida en mi presencia? —preguntó Levin con ironía—. Como caballero inglés. Todo un Tietjens de Groby.
—Pues claro —dijo Tietjens. Seguía sintiéndose feliz—. Ya que me he convertido en una especie de padrino suyo, tengo el deber de instruirle. Las madres hablan con sus hijas antes de la boda. Los padrinos, con el inocente Benedicto…[113] Y siempre está usted preguntándome por la joven…
—Ahora no se trata de eso —gruñó Levin de un modo horrible.
—Entonces, ¿de qué se trata?, en el nombre de Dios. Tiene usted a una amante despechada en el coche del viejo Campion, ¿no es así…? —Estaban junto al camino que llevaba a su puesto de mando. Grupos de hombres grises y apáticos, seguían abarrotándolo un poco más abajo.
—No —exclamó Levin casi al borde de las lágrimas—. Nunca he tenido una amante…
—¿Y no está usted casado? —preguntó Tietjens. Empleó a propósito la exclamación colegial «¡Córcholis!» para suavizar la pulla—. Si me disculpa —dijo—. Tengo que ir a ver a mis hombres. Para ver si han llegado ya sus órdenes.
No encontró ninguna orden en el barracón, más saturado que nunca de los apagados vapores y olores del caqui, pero a cambio se topó con un elegante y rubio cabo de vieja raigambre colonial con una historia conmovedora, tal como le relató el sargento mayor Cowley:
—Este hombre, señor, es uno de los ferroviarios canadienses. Su madre acaba de llegar a la ciudad, ha venido desde Eetarpels. Directa desde Toronto, donde estaba postrada en cama.
Tietjens preguntó:
—Bueno, ¿y de qué se trata? No se ande por las ramas. —El hombre quería permiso para ir a ver a su madre, que estaba esperándolo en un café respetable que había al final de la línea ferroviaria, justo a la salida del campamento, donde empezaban las casas de la ciudad. Tietjens dijo—: Es imposible. Totalmente imposible. Lo sabe usted muy bien. —El hombre se le quedó mirando muy rígido con aire inexpresivo; a Tietjens, que estaba maldiciendo su suerte, sus ojos azules le parecieron condenadamente honrados. Le dijo al hombre—: Usted mismo se dará cuenta de que es imposible, ¿no?
El hombre respondió muy despacio:
—No conozco las ordenanzas para circunstancias semejantes y no sabría decirle, señor. Pero el de mi madre es un caso muy especial… Ya ha perdido a dos hijos.
Tietjens replicó:
—Lo mismo les ha ocurrido a muchos… Comprenda que si le autorizase, podrían…, es más que probable que me relevaran del mando. Soy el responsable de que todos ustedes vayan al frente.
El hombre miró al suelo. Tietjens se dijo que la culpable de que se sintiera así era Valentine Wannop. Estaba dominado por su presencia. Era una idiotez. Pero así era. Le preguntó al hombre:
—Antes de partir de Toronto se despediría usted de su madre, ¿no?
El hombre respondió:
—No, señor. —No había visto a su madre desde hacía siete años. Estaba en el Chilkoot cuando estalló la guerra y no se había enterado hasta diez meses después. Luego se había enrolado en la Columbia Británica y lo habían enviado de ferroviario a Aldershot, donde los canadienses tienen un campamento en construcción. No supo lo de que sus hermanos habían muerto hasta que llegó allí, y su madre, que había quedado postrada al conocer la noticia, no había podido ir a despedirse a Toronto cuando pasó por allí su unidad. Vivía a noventa kilómetros de Toronto. Ahora se había levantado de la cama como por milagro y había recorrido todo el trayecto. Una viuda de sesenta y dos años. Muy débil.
A Tietjens se le ocurrió, por décima vez aquel día, que pensar en Valentine Wannop era una idiotez por su parte. No tenía ni la menor idea de dónde estaba, en qué circunstancias o siquiera en qué casa. No creía que ella y su madre se hubieran quedado en aquella madriguera de Bedford Park. Ahora estarían mucho más cómodas. Su padre les había dejado dinero. «Es absurdo —se dijo— seguir pensando en alguien cuando no se sabe ni dónde está.» Le preguntó al hombre:
—¿No le bastaría con ver a su madre a las puertas del campamento, junto al cuerpo de guardia?
—No sería una gran despedida, señor —respondió el hombre—, a ella no se le permite entrar y a mí no me dejan salir. Lo más probable es que tuviéramos que hablar delante del centinela.
Tietjens se dijo:
«¡Qué absurdo tan enorme es eso de verse para hablar un minuto! Ves a alguien, hablas con él…». Y al día siguiente a la misma hora. Nada… Como si no lo hubieras visto ni hubieses hablado con él… Pero la alocada idea de ver a Valentine Wannop un solo minuto… A ella no le dejarían entrar en el campo y él no podría salir. Lo más probable era que tuviesen que hablar delante del centinela… Le había hecho oler a prímulas. A prímulas, como la señorita Wannop. Le preguntó al sargento mayor:
—¿Qué clase de hombre es éste? —Cowley, boquiabierto, jadeó como un pez. Tietjens dijo—: Imagino que su madre estará demasiado débil para esperar a la intemperie, ¿no?
—Muy buena persona, señor —soltó por fin el sargento mayor—, uno de los mejores. Una magnífica hoja de servicios. Muy buena formación. En la vida civil era ingeniero de ferrocarriles… Por supuesto, se presentó voluntario, señor.
—Eso es lo raro —le dijo Tietjens al hombre—, el porcentaje de desertores es tan alto entre los voluntarios como entre los naturales de Derby o entre los que se han alistado obligatoriamente… ¿Comprende lo que le ocurrirá si el destacamento parte sin usted?
El hombre respondió con sobriedad:
—Sí, señor. Lo comprendo perfectamente.
—¿Comprende que lo fusilarán? Tan seguro como que está usted ahí. Y que no tendrá la menor oportunidad de huir.
Se preguntó qué pensaría Valentine Wannop, la pacifista convencida, si le oyese hablar así. Sin embargo, hacerlo era su deber, y no sólo profesional, sino como ser humano. Igual que el deber de un médico era advertir a un hombre de que si bebía agua contaminada con el tifus contraería fiebres tifoideas. Pero la gente no era razonable. Le parecería brutal que le hablara a un hombre de la posibilidad de que lo fusilase un pelotón de ejecución. Al darse cuenta de que no tenía sentido preocuparse por lo que Valentine Wannop pensara o dejara de pensar de él, se le escapó un gemido. No tenía sentido. No tenía sentido. No tenía sentido…
El hombre, por suerte, le estaba respondiendo con sobriedad que sabía el castigo por ausentarse del destacamento. El sargento mayor al oír hablar a Tietjens, le dijo con admirable quisquillosidad:
—¡Vamos, vamos! ¿No has oído que el oficial te está hablando? Jamás interrumpas a un oficial.
—Le fusilarán —continuó Tietjens— al amanecer… Literalmente al amanecer. —¿Por qué los fusilarían al amanecer? Aunque los drogaban para que no reconocieran el sol aunque lo viesen, atados a una silla… Era peor para el pelotón de fusilamiento. Añadió—: No piense que le estoy insultando. Parece usted un hombre honrado. Pero tipos muy honrados han desertado… —Le dijo al sargento mayor—: Dele a este hombre un pase de dos horas al… comoquiera que se llame el café. El destacamento no partirá hasta dentro de dos horas, ¿no? —volvió a decirle al hombre—. Si ve pasar a su destacamento junto al café, salga corriendo y preséntese. Como un loco, ¿comprende? No tendrá otra oportunidad.
Se oyó un murmullo como un aplauso de envidia por la buena suerte de un compañero proveniente de un público que había asistido con mucha atención a aquel sencillo melodrama…, un público que parecía estar compuesto sólo de ojos muy abiertos, el caqui era tan anodino… Habrían aplaudido si se hubiesen atrevido, pero no tenía sentido preguntarse si Valentine Wannop habría aplaudido o no… Y tampoco había manera de saber si el tipo desertaría. Lo más probable era que no le estuviese esperando su madre. Una chica, casi seguro. Igual que era casi seguro que el hombre desertara… Miraba directamente a los ojos. Pero una pasión arrebatadora, como la inspirada por una huida —o por una chica— le proporciona a uno control sobre los músculos de los ojos. ¡Comparado con una pasión arrebatadora eso no es nada! En un caso así uno miraría a Dios a la cara el día del Juicio y le mentiría.
¿Qué demonios quería él de Valentine Wannop? ¿Por qué no podía dejar de pensar en ella? Había dejado de pensar en su mujer…, o en su no mujer. Pero la imagen de Valentine Wannop no dejaba de rondar por su cabeza. A todas horas del día y de la noche. Era una obsesión. ¡Una locura…, lo que esos estúpidos llamaban un «complejo»! Debido, sin duda, a algo que hizo tu niñera o que te dijeron tus padres. Al nacer… Una pasión arrebatadora…, evidentemente no lo bastante arrebatadora. De lo contrario, también él habría desertado, en cualquier caso, de Sylvia…, cosa que no había hecho. No. ¿O sí? Era imposible saberlo…
Desde luego hacía más frío en el camino entre los barracones. Un hombre estaba diciendo: «Juuuu… Juuuu… Juuuu…», o un sonido parecido mientras agitaba los brazos y daba saltos… «¡Un, dos, marcad el paso!» Alguien debería hacer formar a aquellos pobres diablos y hacerles desfilar para que les circulase un poco la sangre. Pero puede que no supieran cómo hacerlo… En realidad, era cosa de los guardias… ¿Qué demonios hacían allí aquellos tipos?, preguntó.
Una o dos voces dijeron que no lo sabían. La mayoría respondieron guturalmente:
—Esperamos a nuestros compañeros, señor…
—Yo pensaba que preferían ustedes esperar bajo techo —respondió en tono cáustico Tietjens—. Pero da igual, ustedes verán, si les gusta… —Eso de reunirse era otra pasión arrebatadora. Había un barracón recreativo para los destacamentos en espera, a menos de cincuenta metros de allí. Pero preferían estar dando diente con diente y murmurando «Juuuu… Juuuu…», antes que perderse treinta segundos de parloteo… Acerca de lo que dijo el sargento mayor y lo que respondió el oficial y a cuántos dólares te han dado… Y, por supuesto, a lo que tú contestaste… O tal vez eso no. Los soldados canadienses eran tipos serios y hoscos, y no se pavoneaban como esos chiflados cockney o de Lincolnshire. En apariencia querían aprender las normas de la guerra. Discutían preocupados la información que se les daba en los puestos de mando, y le miraban a uno como si estuviera exponiendo el Evangelio.
Pero, maldita sea, él estaría dispuesto a hacer en ese mismo momento un pacto con el Destino y a pasar treinta meses en el círculo helado del infierno a cambio de tener ocasión de ver treinta segundos a Valentine Wannop y contarle lo que le había respondido… ¡al Destino…! ¿Quién era aquel tipo en el Infierno que estaba enterrado hasta el cuello en el hielo [114] y le había suplicado a Dante que le quitara los carámbanos de los párpados para poder ver? Y Dante se había negado a hacerlo porque era un gibelino. Ese Dante siempre fue un poco cerdo… Casi como…, ¿como quién…? ¡Oh, como Sylvia Tietjens…! ¡Lleno de odio…! Imaginó oleadas de odio llegando hasta él desde el convento en el que se había recluido Sylvia… A un retiro… Imaginaba que lo había hecho. Es lo que ella había dicho. Hasta que acabase la guerra… Mientras durasen las hostilidades, o de por vida, según lo que durase más… Imaginó a Sylvia, acurrucada en la cama de un convento… Odiando… Con su espléndido cabello desparramado a su alrededor… Odiando… Lenta y fríamente… Como la cabeza de una serpiente cuando se la mira de cerca… Con los ojos inmóviles y la boca apretada… Mirando a lo lejos y odiando… Probablemente estuviera en Birkenhead… Una gran distancia para hacerle llegar su odio… ¡A través del mar y la tierra en una noche helada! Por encima de la tierra negra y el agua…, con las luces apagadas por los ataques aéreos y los submarinos… Bueno, en ese momento no tenía que pensar en Sylvia. Estaba muy lejos de allí…
Desde luego, la noche era cada vez más fría… Incluso aquel idiota de Levin iba y venía a la tenue luz de la luna junto a los últimos barracones que daban a la pendiente y el sendero de las piedras blancas… A pesar de su jactancia por no llevar abrigo y deslumbrar a las mujeres con toda la quincalla del Estado Mayor que llevaba encima como un leopardo a la hora de comer.
Tietjens dijo:
—Siento haberle hecho esperar, amigo…, o más bien a la dama… Pero he tenido que atender a algunos hombres. Ya sabe… «La comodidad, ¿cómo era?, de los hombres está por encima de cualquier, ¿es “consideración”?, salvo las exigencias de la presente guerra…» Últimamente mi memoria es un desastre… De modo que quiere usted que baje esta colina y vuelva a subir… ¡Para ver a una mujer!
Levin chilló:
—¡Maldito idiota, es su mujer quien le está esperando ahí abajo!