Dos cosas me entristecen
El soldado al que aflige la pobreza
y los hombres inteligentes
a quienes se menosprecia
Proverbios [95]
Al entrar, el sitio resultaba incoherente, rectangular, cálido tras el relente de la noche invernal y trasfundido de luz como un polvo marrón anaranjado. Era como las casas que dibujan los niños. Un cúmulo de extremidades marrones salpicadas de latón recibían la tenue luz que salía de los huecos de un cubo agujereado, lleno de carbón incandescente y cubierto por una lámina metálica con forma de chimenea. Dos hombres se acurrucaban en el suelo, en actitud de inferioridad jerárquica, detrás del brasero; cuatro, dos a cada extremo del barracón, se apoyaban sobre unas mesas y afectaban una total indiferencia. De los aleros por encima del paralelogramo negro de la entrada caía un intermitente goteo de humedad con un sonido musical y cristalino. Los dos hombres sentados sobre sus talones junto al brasero —ambos habían sido mineros— empezaron a hablar en un dialecto cantarín apenas audible que siguió y siguió con monotonía y sin animación. Era como si uno le contase al otro larguísimas historias a las que su compañero respondiera con comprensión o simpatía mediante gruñidos animales…
Una inmensa y majestuosa bandeja de té tronó y llenó con su voz el círculo negro del horizonte. Numerosos fragmentos de lámina metálica dijeron: «Pac, pac, pac». En un minuto, el suelo de tierra del barracón se estremeció, los tímpanos de los oídos sintieron la presión y un ruido estentóreo se abatió sobre el universo, ecos enormes empujaron a aquellos hombres, a la derecha, a la izquierda o debajo de las mesas, y un chisporroteo como el de las llamas en la maleza se convirtió en la condición permanente de la noche. Iluminados por la luz del brasero al inclinar la cabeza, los labios de uno de los dos hombres del suelo parecían increíblemente rojos y carnosos y seguían hablando y hablando…
Los dos hombres del suelo eran mineros galeses, uno era de Rhondda Valley y soltero, y el otro de Pontardulais, se había casado con una mujer que regentaba una lavandería y había dejado de bajar a la mina justo antes de estallar la guerra. Los dos hombres de la mesa a la derecha de la puerta eran sargentos mayores, uno de Suffolk con dieciséis años de servicio a sus espaldas como sargento en un regimiento regular. El otro, canadiense aunque de origen inglés. Los dos oficiales al otro extremo del barracón eran capitanes: un joven oficial nacido en Escocia y educado en Oxford y un hombre pesado, casi de mediana edad, originario de Yorkshire, que estaba en un batallón de la milicia. El correo del suelo estaba muy enfadado porque el oficial de mayor edad le había denegado un permiso para ir a casa y averiguar por qué su mujer, que había vendido la lavandería, no había cobrado todavía el dinero de la venta; el otro estaba pensando en una vaca. Su novia, que trabajaba en una granja de las montañas al norte de Caerphilly, le había escrito hablándole de una vaca muy rara: una Holstein blanca y negra, sin duda una vaca rarísima. El sargento mayor inglés estaba preocupadísimo por el obligado retraso del destacamento. Hasta la medianoche no podrían ponerse en marcha. No estaba bien dejar a los hombres haraganeando de ese modo. A los hombres no les gustaba que los dejaran esperando sin hacer nada. Les hacía estar descontentos. No les gustaba. No comprendía por qué el oficial de intendencia no podía garantizar el suministro de velas para las linternas sordas. Los hombres no tenían por qué estar esperando sin hacer nada. Pronto tendrían que ir a cenar algo. Al oficial no le haría gracia. Gruñiría de lo lindo. Tenía que pedir las cenas. Le descabalaría todos los cálculos. Dos mil novecientas treinta y cuatro cenas a un penique y medio. Pero no estaba bien dejar a los hombres esperando hasta medianoche sin cenar. Les hacía estar descontentos y los pobres diablos iban a partir por primera vez al frente.
El sargento mayor canadiense estaba preocupado por un cuaderno de notas de piel de cerdo. Lo había comprado en un almacén de intendencia en la ciudad. Se imaginó sacándolo en un desfile para proporcionarle al furriel un dato de un envío. Quedaría muy elegante con él en un desfile, muy alto y erguido. Pero no recordaba si lo había metido en el petate. No lo llevaba encima. Se palpó los bolsillos de la guerrera y los de la camisa, buscó en todos los bolsillos del capote que colgaba de un perchero junto a su silla. No estaba seguro de que su ordenanza le hubiese metido el cuaderno en el petate, aunque él afirmara haberlo hecho. Era un fastidio. Su cuaderno actual, comprado en Ontario, estaba combado y agrietado. No le gustaba tener que sacarlo cuando los oficiales imperiales le pedían algún dato de un envío. Daba una mala impresión de las tropas canadienses. Un auténtico fastidio. Él había sido subastador. Calculó que, a ese paso, sería la una y media antes de que llevasen al destacamento a la estación y lo metieran en los trenes. Pero era muy irritante no estar seguro de si había metido el cuaderno en el petate o no. Se había imaginado causando muy buena impresión en un desfile, de pie, alto y erguido, sacando ese cuaderno cuando el furriel le pidiera un dato de uno u otro envío. Sabía que, ahora que estaban en Francia, todos los furrieles serían oficiales imperiales. Un auténtico fastidio.
El estruendo de un enorme estallido les dijo cosas de una intimidad intolerable a cada uno de aquellos hombres como individuos, y a todos juntos como cuerpo. Después de su mortífero vómito todos los demás ruidos eran como un silencio apresurado y doloroso en unos oídos por los que la sangre corría de forma audible. El oficial más joven se puso en pie con un violento movimiento y cogió sus enredados correajes, que estaban colgados de un gancho. El de mayor edad, al otro lado de la mesa, se apartó a un lado y extendió una mano haciendo un gesto hacia abajo. Era consciente de que el más joven, que era el oficial al mando, estaba casi fuera de sí. El más joven, completamente agotado, le decía palabras ásperas, injuriosas e inaudibles a su compañero. El otro respondió con palabras ásperas, breves y también inaudibles y siguió haciendo el mismo gesto sobre la mesa. El viejo sargento mayor inglés le dijo a su subalterno que el capitán Mackenzie volvía a tener otro de sus ataques de locura, pero sabía que lo había hecho en tono inaudible. Sintió que en su corazón maternal, preocupado a la sazón por sus dos mil novecientos treinta y cuatro hijos adoptivos, surgía una necesidad fatigosa de extender sus cuidados maternales al oficial. Le dijo al canadiense que ese capitán Mackenzie que estaba perdiendo temporalmente la cabeza era el mejor oficial del ejército de Su Majestad. E iba a ponerse en ridículo. El mejor oficial del ejército de Su Majestad. No lo había mejor. Cuidadoso, inteligente, valiente como un héroe. Y se preocupaba por sus hombres en el frente. No creería… Sintió vagamente que era fatigoso tener que cuidar a un oficial. A un cabo, o a un sargento joven que iban a equivocarse se les podía murmurar sibilantes sugerencias a través del bigote. Pero a un oficial había que decirle las cosas de soslayo. Era muy difícil. Gracias a Dios que el otro capitán era frío y digno de confianza. Viejo y bueno, como dice el proverbio.
Se hizo un silencio absoluto.
—Se han perdido…, eso es. —La voz del correo del Rhondda se oyó con sorprendente claridad. Unas luces brillantes, visibles a través de la puerta, parpadearon en el techo del barracón.
—No hay razón —siseó su compañero de Pontardulais en su dialecto natal— para que esos condenados focos nos iluminen y nos vean los ####aviones alemanes. No sé ellos, pero yo quiero volver a ver mi maldita cabaña en el puñetero Mumbles…
—Ya está bien de decir palabrotas, Cero Nueve Morgan [96] —gritó el sargento mayor.
—En fin, Morgan, como te iba diciendo —prosiguió el compañero de Cero Nueve Morgan—. Debe de haber sido una vaca rarísima. Una Holstein blanca y negra…
Fue como si el capitán más joven dejara de escuchar la conversación. Apoyó ambas manos en la manta que cubría la mesa. Exclamó:
—¿Quién demonios es usted para darme órdenes? Soy su superior. Quién demonios… ¡Oh!, Dios mío, quién demonios… A mí nadie me da órdenes… —La voz se ahogó débilmente en su pecho. Notó cómo se le dilataban las aletas de la nariz y que el aire que entraba por ellas era frío. Tenía la sensación de que alguien había urdido una conspiración contra él. Exclamó—: ¡Usted y ese #### general alcahuete! —Deseó cortar algunas gargantas con su afilado cuchillo de trinchera. Eso le habría quitado un peso de encima. El «siéntese» de la pesada figura que tenía sentada enfrente paralizó sus brazos. Sintió un odio increíble. Si pudiera alargar el brazo para coger el cuchillo…
Cero Nueve Morgan dijo:
—El ####que ha comprado la maldita lavandería se llama Williams… Si pensara por un momento que es Evans Williams de Castell Goch, desertaría.
—Rechazó a su ternero —dijo el hombre del Rhondda—. Y antes de que pudieran… —Ninguno de los dos prestaba atención a la conversación de los oficiales. Los oficiales siempre hablaban de cosas carentes de interés. ¿Qué ventolera le habría dado a la vaca para rechazar a su ternero en las montañas más allá de Caerphilly? Las mañanas otoñales, toda la ladera amanecía cubierta de telas de araña que brillaban al sol como cristal entretejido. La vaca debía de estar hechizada.
El joven capitán se apoyó en la mesa y empezó una larga discusión respecto a la superioridad. Discutía consigo mismo en un parloteo extraordinariamente rápido. A él lo habían nombrado en la gaceta [97] después de Gheluvelt. [98] Al otro no, hasta un año más tarde. Era cierto que estaba al mando permanente de aquel almacén, y que él sólo estaba asignado a la unidad para gestionar las raciones y la disciplina. Pero eso no incluía darle órdenes de sentarse. Quería saber qué demonios pretendía al hacerlo. Empezó a hablar, más deprisa que nunca, sobre un círculo. Cuando se cerrase la circunferencia con la desintegración del átomo, el mundo llegaría a su fin. Con el milenio se acabó dar y recibir órdenes. Por supuesto, hasta entonces las obedecería.
Para el oficial de más edad, cargado con el mando de una unidad de un tamaño excesivo, con un cuartel improvisado y repleto de subalternos inútiles que cambiaban constantemente de destino, con NCO que trabajaban sólo de mala gana, con tropas llegadas en su mayor parte de las colonias, poco acostumbradas a arreglárselas por su cuenta, y un depósito de suministros que, por estar establecido desde antiguo, creía ser propiedad exclusiva de una unidad británica regular y ponía todo género de trabas para impedir que sacaran nada de él, las dificultades prácticas de su vida diaria ya eran suficientes, y sus asuntos personales también eran lo bastante penosos. Hacía poco que había salido del hospital; en la tienda de lona en la que vivía, prestada por el oficial médico del depósito de suministros que se había ido a Inglaterra de permiso, hacía un calor agobiante si encendía el calentador de parafina y un frío y una humedad insoportables si los apagaba; el ordenanza a quien el MO había dejado a cargo de la tienda parecía estúpido. Últimamente, los ataques aéreos de los alemanes eran continuos. La base estaba llena de hombres, apretujados como sardinas en lata. En la ciudad uno no podía andar por la calle. Se ordenó a las unidades de reclutamiento que se dejaran ver lo menos posible. Los destacamentos sólo salían de noche. Pero ¿cómo iba uno a enviar un destacamento de noche cuando había dos horas de apagón cada diez minutos por culpa de los ataques nocturnos? Cada hombre tenía nueve formularios y etiquetas distintas que tenían que ir firmadas por un oficial. Estaba muy bien que los pobres diablos fuesen documentados. Pero ¿cómo querían que lo hiciesen? Esa noche tenía que enviar a dos mil novecientos noventa y cuatro hombres, y dos mil novecientos noventa y cuatro por nueve son veintiséis mil novecientos cuarenta y seis. No querían o no le dejaban tener una máquina de perforar propia, pero ¿cómo iba el armero del almacén a perforar cinco mil novecientas ochenta y ocho placas de identidad y cumplir además con sus tareas habituales?
El otro capitán siguió hablando enfrente de él. A Tietjens no le gustaba su conversación sobre el círculo y el milenio. Si uno tiene sentido común se alarma al oír eso. Puede ser el principio de una locura peligrosa y definitiva… Pero no sabía nada de aquel tipo. Era demasiado moreno y apuesto, y probablemente demasiado apasionado, para ser un buen oficial desde su punto de vista. Pero tenía que serlo: tenía la DSO con un pasador, la MC y una condecoración extranjera. Y el general le había dicho que lo era, con la extraña información adicional de que había ganado el premio de latín del Vicerrectorado…[99] Se preguntó si el general Campion sabría lo que suponía ganar el premio de latín del Vicerrectorado. Probablemente no, y se hubiera limitado a añadir esa información en su informe igual que un jefe salvaje cuando usa un adorno bárbaro. Quería demostrar que él, el general lord Edward Campion, era un hombre culto. Es imposible saber cuándo va a hacer su aparición la vanidad.
Así que aquel tipo era demasiado moreno y apuesto para ser un buen oficial, y sin embargo lo era. Eso lo explicaba todo. A los apasionados, reprimirse les vuelve locos. Debía de llevar desde 1914 siendo sobrio, disciplinado, paciente y totalmente reprimido, contra un trasfondo de fuego infernal, ruido, sangre, barro, latas viejas… Y, de hecho, el oficial de más edad veía al más joven como en un esbozo de un retrato de cuerpo entero…, por algún motivo con las piernas abiertas delante de un tapiz escarlata con fuego y más escarlata con sangre… Suspiró un poco, así era la vida de muchos millones…
Le pareció ver a su destacamento: dos mil novecientos noventa y cuatro soldados que habían estado a sus órdenes durante un par de meses —mucho tiempo, para como se medía la vida entonces—, hombres a quienes él y el sargento mayor Cowley habían cuidado con mucha ternura, supervisando su moral, sus costumbres, sus pies, sus digestiones, sus impaciencias, sus deseos de mujeres… Le pareció verlos alejándose en columna por una gran extensión de terreno, mientras la vanguardia descendía lentamente, igual que una enorme serpiente que se desliza lentamente en su tanque de agua del zoo… Descendía muy lejos ante la barrera infranqueable que se extendía desde las profundidades de la tierra hasta lo alto del cielo…
Un intenso desánimo, una confusión interminable, una locura inagotable, vilezas sin cuento. Todos esos hombres entregados a manos de los intrigantes más cínicos y despreocupados que pululan por los largos pasillos donde se urden las tramas que surcan el corazón del mundo. Todos esos hombres eran meros juguetes y sus agonías meras ocasiones para poner una frase ocurrente en los discursos de unos políticos sin corazón ni inteligencia. Cientos de miles de hombres arrojados aquí y allá en ese sórdido, gigantesco y parduzco barrizal invernal…, por Dios, exactamente igual que si fuesen nueces recogidas y arrojadas por las urracas por encima del hombro… Pero eran hombres. No sólo poblaciones. Hombres por los que uno se preocupaba. Cada uno con una columna vertebral, rodillas, pantalones, tirantes, un rifle, un hogar, pasiones, fornicaciones, borracheras, amigos, alguna concepción del mundo, callos, enfermedades heredadas, una verdulería, una lechería, una papelería, mocosos, una furcia por mujer… Los hombres: ¡los soldados rasos! Y los pobres oficiales. ¡Dios los ayudara! Ganadores del premio de latín del Vicerrectorado…
A aquel pobre ganador del premio en particular, parecía molestarle mucho el ruido. Deberían guardar silencio para él.
Por Dios, tenía toda la razón. Aquel lugar estaba pensado para preparar silenciosa y ordenadamente la carne para el desastre. ¡Destacamentos! Una base es un lugar donde poder meditar, tal vez rezar, un lugar donde los Tommies puedan escribir la última carta a sus casas y describir el horrible tronar de los cañones.
Pero reunir a un millón y medio de hombres en los alrededores de ese pueblecito era como cebar una trampa para ratas con un trozo de carne podrida. Los aviones alemanes podían olerlos a ciento sesenta kilómetros de distancia. Podían causar más daño ahí que si bombardeasen un barrio de Londres hasta reducirlo a escombros. Y las defensas aéreas eran de broma, una broma sin gracia. Disparaban miles de salvas con toda suerte de piezas de artillería, como unos colegiales tirándole piedras a una rata nadando. Es lógico que los hombres mejor entrenados en la defensa aérea estén en la metrópolis. Pero a los que sufrían las consecuencias no les hacía ninguna gracia.
La depresión se asentó aún más pesadamente sobre él. La desconfianza en el gobierno, compartida por la mayor parte del ejército, se convirtió en un dolor casi físico. ¡Aquellos inmensos sacrificios, ese océano de sufrimiento intelectual, era sólo para promover la vanidad de unos hombres que comparados con unas fuerzas y unos paisajes tan inmensos casi parecían pigmeos! Lo que le intranquilizaba eran las preocupaciones de esos millones de hombres empapados en el barro parduzco. Podían morir, podían masacrarlos a miles en un desastre, pero que los masacraran sin desenvoltura, sin confianza, con el ceño fruncido, sin desfiles…
En realidad, no sabía nada del oficial que tenía delante. Al parecer, se había interrumpido para que le respondiera a una pregunta. ¿Qué pregunta? Tietjens no tenía ni idea. No le estaba escuchando. Se hizo un pesado silencio en el barracón. Esperaron. El tipo dijo en tono de odio:
—Bueno, ¿y qué es lo que pasa? ¡Me gustaría saberlo!
Tietjens siguió pensando… Había muchas clases de locura. ¿De qué clase sería ésta? El hombre no estaba borracho. Hablaba como un borracho, pero no lo estaba. Al ordenarle que se sentara, Tietjens se había limitado a probar suerte. Hay locos cuyo subconsciente responde a una orden militar como por arte de magia. Tietjens recordaba haberle gritado: «¡Presenten… armas!», a un pobre loco en un campamento, y el tipo, que había pasado blandiendo una bayoneta y corriendo como un poseso junto a su tienda, cincuenta metros por delante de sus perseguidores, se había parado en seco con un taconazo como si fuese un soldado de la Guardia Real. Había probado suerte con aquel otro loco a falta de una estrategia mejor. Por lo visto, había funcionado de forma intermitente. Se arriesgó a decir:
—¿Qué pasa con qué?
El hombre respondió con ironía:
—Por lo visto no soy digno de que me escuche su excelencia. Decía que qué pasa con mi sucio y asqueroso tío. Su repulsivo mejor amigo.
Tietjens dijo:
—¿El general es tío suyo? ¿El general Campion? ¿Qué es lo que le ha hecho a usted?
El general le había enviado a aquel tipo con una nota en la que le pedía que cuidara de ese oficial admirable y muy buena persona destinado a su unidad. La nota estaba escrita a mano por el general e incluía la información adicional de las habilidades escolásticas del capitán Mackenzie… A Tietjens le había parecido raro que el general se tomase tantas molestias por un simple oficial al mando de una compañía de infantería. ¿Cómo habría reparado en aquel hombre? Por supuesto, Campion tenía tan buen corazón como cualquiera. Si le hablaban de un tipo medio chiflado cuya hoja de servicios demostraba que era muy buena persona, Campion haría por él lo que estuviese en su mano. Y Tietjens sabía que el general lo tenía por un sujeto pesado y libresco capaz de cuidar de manera fiable de uno de sus protégés… Probablemente Campion pensara que en aquella unidad no tenían casi trabajo, así que podían convertirse en un hospital de lunáticos. Aunque si Mackenzie era el sobrino de Campion, la cosa estaba clara.
El loco exclamó:
—¿Campion mi tío? Pero ¡si de quien es tío es de usted!
Tietjens respondió:
—¡Oh, no! —El general ni siquiera era pariente lejano suyo, aunque diera la casualidad de que fuese el padrino de Tietjens y el amigo más antiguo de su padre.
El otro replicó:
—Entonces es muy raro. Puñeteramente sospechoso… ¿Por qué iba a interesarse por usted si no es su sucio tío? Usted no es un soldado… No tiene pinta de soldado… Un saco de trigo, eso es lo que parece… —Se interrumpió y luego siguió atropelladamente—: En el cuartel general se dice que su mujer se ha camelado a ese general repugnante. No creí que fuese cierto. No creí que fuese de esa clase de tipos. ¡He oído hablar mucho de usted!
Tietjens se rió de su locura. Luego en la parduzca oscuridad, una punzada insoportable recorrió todo su pesado cuerpo…, la punzada insoportable que le producían las noticias de casa a esos hombres desesperadamente ocupados, el dolor causado por los desastres ocurridos a distancia y en la oscuridad. ¡No se podía hacer nada por mitigarlos…! ¡La extraordinaria belleza de la mujer de la que estaba separado —¡era extraordinariamente bella!— bien podría haber dado lugar a escándalos que hubiesen llegado a oídos del cuartel general, que era una especie de fiesta familiar! Hasta ahora, gracias a Dios, no se había producido ninguno. Sylvia Tietjens había sido extremadamente infiel, del modo más doloroso posible. No podía estar seguro de que el niño al que adoraba fuese suyo… Eso no es infrecuente con las mujeres extraordinariamente bellas ¡y crueles! Pero ella había sido altanera y cautelosa.
En cualquier caso, se habían separado hacía tres meses… O él pensaba que se habían separado. Un vacío casi completo se había posado sobre su vida doméstica. Le parecía verla con un brillo y una claridad extraordinarias en esa oscuridad parduzca que le daba escalofríos: muy alta y rubia, extraordinariamente esbelta e incluso limpia. ¡Como un pura sangre! Con un vestido de tejido dorado y su mata de pelo parecida también a un tejido dorado, enrollada en dos trenzas sobre las orejas. Los rasgos bien definidos y delgados; los dientes blancos y pequeños; los pechos pequeños; los brazos largos y delgados y en posición de firmes sobre los costados… Los ojos de Tietjens, cuando estaban cansados, tenían la cualidad de reproducir imágenes en la retina con una extremada claridad, a veces imágenes de cosas en las que estaba pensando, a veces de cosas en el fondo de su imaginación, ¡y esa noche estaban muy cansados! Ella miraba hacia delante, con un gesto hostil en la comisura de los labios. Acababa de ocurrírsele un modo de herirle terriblemente… La penumbra se volvió de un azul luminoso, como un pequeño arco gótico, y desapareció de su vista a la derecha.
No sabía dónde estaba Sylvia. Había dejado de hojear las revistas ilustradas. Ella le había dicho que iba a irse a un convento en Birkenhead…, pero dos veces se había topado con fotografías suyas. En la primera aparecía con lady Fiona Grant, la hija del barón y la condesa de Ulleswater, y un tal lord Swindon, de quien se rumoreaba que sería el próximo ministro de Finanzas Internacionales, otro hombre de negocios ennoblecido… Los tres miraban a la cámara en el patio del castillo de lord Swindon…, ¡y los tres estaban sonriendo! En el pie de foto se decía que la señora de Christopher Tietjens tenía un marido en el frente.
No obstante, lo que más le dolió fue la segunda fotografía…, ¡en concreto la descripción que daba de ella el periódico! Se veía a Sylvia delante de un banco del parque. En el banco, de perfil, riéndose a carcajadas había un joven con la chistera perfectamente encajada en la cabeza, que tenía echada hacia atrás, con la prognata mandíbula apuntando hacia arriba. El pie de foto explicaba que la fotografía mostraba a la señora de Christopher Tietjens, cuyo marido estaba en un hospital en el frente, ¡contándole un chiste al hijo y heredero de lord Brigham…! Otro de esos dichosos lores corruptos y propietarios de un periódico.
Por un penoso momento, al ver la fotografía en la antesala destartalada de un comedor después de salir del hospital, pensó que, por lo que decía el pie de foto, la revista le había dado una puñalada a Sylvia… Pero las revistas ilustradas no les dan puñaladas a las bellezas de sociedad. Son demasiado preciosas para los fotógrafos… Así que Sylvia debía de haberles proporcionado la información, quería suscitar comentarios por el contraste de sus regocijados compañeros y la afirmación de que su marido estaba en un hospital en el frente… Le había cruzado por la imaginación la idea de que ella pudiera estar en son de guerra, pero lo había descartado… Sin embargo, siendo como era una brillante combinación de rectitud, intrepidez, imprudencia, generosidad e incluso amabilidad y una crueldad atroz, nada parecía más propio de ella que demostrar su desprecio…, ¡no, no su desprecio!, su odio cínico por su marido, la guerra, la opinión pública…, ¡e incluso el interés de su hijo! Aun así, se le ocurrió que la imagen que acababa de ver era la imagen de Sylvia en posición de firmes, con la boca moviéndose levemente mientras leía los números junto al brillante filamento de mercurio en un termómetro… El niño había cogido el sarampión y había tenido un ataque de fiebre en el que no se atrevía a pensar ni siquiera entonces. Y —había sido en casa de su hermana en Yorkshire, y el médico local no había querido asumir la responsabilidad— todavía le parecía sentir el calor del cuerpecillo casi momificado; le había cubierto la cara y la cabeza con un paño, pues no quería verlo, y había hundido el cálido, terrible y frágil peso en una superficie brillante de agua cubierta de trozos de hielo… Ella se había puesto en posición de firmes, con las comisuras de los labios un poco temblorosas, mientras observaba cómo bajaba el termómetro… De modo que no era posible que en su afán por perjudicar al padre quisiera causarle un daño atroz al hijo. Pues no había nada peor para un niño que tener por madre a una ramera reconocida…
El sargento mayor Cowley estaba junto a la mesa. Dijo:
—Señor, ¿no sería buena idea enviar un correo al sargento cocinero del almacén y decirle que vamos a pedir la cena para el destacamento? Podríamos enviar a los demás con el 128 al cuartel. Aquí no hacen ninguna falta de momento.
El otro capitán seguía hablando sin cesar…, aunque acerca de su legendario tío y no de Sylvia. A Tietjens le costaba decir lo que quería realmente. Quería que el otro correo le llevase un mensaje al oficial del almacén informándole de que, si no le enviaba de inmediato las velas para las linternas sordas de su puesto de mando, el capitán Tietjens, a cargo del XVI Batallón de Reemplazo trasladaría esa misma noche el asunto de los suministros de su batallón ante el cuartel general de la base. Estaban hablando los tres al mismo tiempo, un pesado fatalismo embargó a Tietjens al pensar en la terquedad del oficial de intendencia. La gran unidad junto al campamento demostraba un obstinado y fatigoso obstruccionismo. Cualquiera habría dicho que tenían prisa por enviar a sus hombres a la línea del frente. No sólo hacían falta hombres con urgencia, sino que cuantos más pudieran enviar tantos más de ellos quedarían en la retaguardia. Aun así, trataban de limitarle la carne, las verduras, los tirantes, las placas de identificación, las cartillas de los soldados… ¡Cualquier obstáculo imaginable y no sólo cosas sensatas movidas por el interés…! También se las arregló para comunicarle al sargento mayor Cowley que, como todo parecía haberse calmado, sería mejor que el sargento mayor canadiense fuese a ver si estaba todo preparado para hacer formar al destacamento… Si todo seguía en calma otros diez minutos, era de esperar que diesen la señal de «todo despejado»… Sabía que el sargento mayor Cowley estaba deseando sacar a los soldados de un barracón donde había un capitán perdiendo los nervios de aquel modo, y no veía motivos para que el viejo NCO no pudiera hacer lo que pretendía.
Fue como si se marchara un mayordomo tierno y masculino. Los grises bigotes de morsa y las mejillas escarlata de Cowley aparecieron un momento junto al brasero, susurrándoles al oído a los correos, con una mano apoyada amablemente en sus respectivos hombros. Los correos se fueron. El sargento mayor Cowley se quedó contemplando las estrellas y bloqueó la puerta con su figura. Le resultaba difícil darse cuenta de que los mismos orificios luminosos en aquel negro papel de calco que estaba mirando iluminaran también su casa y a su anciana mujer en Isleworth junto al Támesis, al norte de Londres. Sabía que era así, pero le costaba darse cuenta. Imaginó los tranvías que recorrían High Street y a su mujer en uno de ellos con la cena en una bolsa de malla sobre las rodillas, con el tranvía iluminado y resplandeciente. Se la imaginó cenando arenques ahumados: diez contra uno a que serían arenques ahumados, era su cena favorita. Su hija ahora estaba en el WAAC. Antes había sido cajera en Park’s, la carnicería de Brentford, y estaba muy guapa en su vitrina de cristal. Igual que en el Museo Británico donde guardaban faraones y otras cosas en vitrinas de cristal… Toda la noche se oía el zumbido de las trilladoras. Él siempre decía que eran como trilladoras… Demonios, ¡ojalá lo fueran…! Aunque también era posible que fuesen nuestros aviones, claro. Muy buena la tostada con queso que se había tomado con el té.
En el barracón, la luz del brasero tenía menos extremidades que iluminar y pareció crearse un ambiente más íntimo, y Tietjens tuvo la sensación de estar aprendiendo a habérselas con su desquiciado amigo. El capitán Mackenzie —Tietjens no estaba seguro de que se llamara Mackenzie, eso le había parecido entender con la letra del general— seguía enumerando las injusticias que había sufrido a manos de un tío legendario. Al parecer, en algún momento crucial, el tío se había negado a reconocer su parentesco con el sobrino. De ahí habían derivado todas sus desdichas… De pronto Tietjens dijo:
—Oiga, tranquilícese. ¿Está usted loco?, ¿loco de remate…? ¿O sólo está fingiendo?
El hombre se desplomó sobre la caja de carne de ternera enlatada que utilizaban como asiento. Balbució una pregunta respecto a qué…, qué…, qué quería decir Tietjens.
—Si no se domina usted —respondió Tietjens—, puede que vaya más lejos de lo que pretende.
—Usted no es médico —replicó el otro—. No trate de hacerse el listillo. Lo sé todo de usted. Tengo un tío que me ha jugado una mala pasada…, me ha jugado la peor jugada imaginable. De no ser por él, yo ahora no estaría aquí.
—Habla como si le hubiera vendido como esclavo —dijo Tietjens.
—Él es su mejor amigo. —Mackenzie daba la impresión de esgrimir aquello como un motivo de venganza contra Tietjens—. Y también conoce al general. Y a su mujer. Se lleva bien con todo el mundo.
Se oyeron unos «pop, pop, pop» lejanos y desganados por la izquierda.
—Se piensan que han vuelto a dar con los alemanes —dijo Tietjens—. Todo va bien, siga hablándome de su tío. Pero no exagere su importancia en el mundo. Le aseguro que se equivoca si lo considera amigo mío. No tengo ni un solo amigo en el mundo. —Añadió—: ¿Le molesta el ruido? Si cree que va a sacarle de quicio, puede ir andando dignamente a un refugio subterráneo, ahora, antes de que la cosa se ponga peor… —Llamó a Cowley para que fuese a decirle al sargento mayor canadiense que volviese a meter a los hombres en el refugio si es que habían salido. Hasta que dieran la señal de «todo despejado».
El capitán Mackenzie se sentó lúgubremente a la mesa.
—Maldita sea —dijo—, no crea que me asusta un poco de metralla. He pasado dos períodos completos de catorce y de nueve meses en la línea del frente. Podría haber pedido el traslado al maldito Estado Mayor… Maldita sea, sólo es ese condenado ruido… ¿Por qué no seré una maldita chica y así tendría el privilegio de poder chillar? Por Dios que uno de estos días le ajustaré las cuentas a más de uno…
—¿Por qué no chilla? —le preguntó Tietjens—. Por mí puede usted hacerlo. Aquí nadie va a dudar de su valor.
Pesadas gotas de lluvia salpicaron el barracón, más o menos a un metro de distancia, se oyó un familiar golpe sordo en el suelo, arriba un sonido agudo y desgarrador y un golpe más seco en la mesa que había entre ambos. Mackenzie cogió el trozo de metralla que había caído y le dio vueltas y más vueltas entre el pulgar y el índice.
—Ahora pensará que me ha cogido desprevenido —dijo en tono ofensivo—. Es usted condenadamente inteligente.
Dos pisos por debajo, alguien soltó dos pesas de noventa kilos sobre la alfombra del comedor; todas las ventanas de la casa se cerraron a la vez; los «pop, pop, pop» de la metralla recorrían el aire a ráfagas. Otra vez se hizo un súbito silencio que resultaba doloroso, después de acostumbrarse al ruido. El correo del Rhondda entró a toda prisa con dos gruesas velas. Cogió las linternas sordas que le dio Tietjens y empezó a apretarlas contra el muelle interior, resoplando por la nariz…
—Casi me dan con uno de esos candelabros —dijo—. Me rozó el pie al caer. Menos mal que eché a correr. Vaya si eché a correr, capitán.
Dentro de los obuses de metralla había una barra de hierro con un pico ancho y aplastado. Cuando el obús estallaba en el aire aquel objeto metálico caía al suelo, y, como normalmente lo hacía desde mucha altura, su caída era peligrosa. Los hombres los llamaban candelabros, pues se parecían mucho a éstos.
Ahora había un pequeño círculo de luz en el color rojizo de la manta que cubría la mesa. Se veía a Tietjens, corpulento, lozano y con la cabeza plateada, y a Mackenzie, moreno, con ojos vengativos sobre la mandíbula prognata, muy delgado, debía de rondar los treinta años.
—Puede ir al refugio con las tropas coloniales, si quiere —le dijo Tietjens al correo. El hombre respondió tras una pausa, pues era un poco lento, que prefería esperar a su compañero, Cero Nueve Morgan.
—Deberíamos tener cascos en el puesto de mando —le dijo Tietjens a Mackenzie—. Que me ahorquen si no devolvieron al almacén los cascos que había aquí cuando me destinaron a este lugar y que me ahorquen también si no me dijeron que, si quería cascos para mi puesto de mando, tenía que escribir al cuartel general canadiense en Aldershot o en algún sitio parecido para que lo aprobasen.
—Nuestros cuarteles están llenos de alemanes que trabajan para los alemanes —dijo Mackenzie lleno de odio—. Me gustaría ajustarles las cuentas uno de estos días.
Tietjens observó con cierta atención al joven con las sombras a lo Rembrandt en el rostro moreno. Dijo:
—¿Cree usted en esa monserga?
El joven respondió:
—No… No creo. Ya no sé qué pensar… Este mundo está podrido…
—¡Oh! Ya lo creo que está podrido —replicó Tietjens. Y con la fatiga mental que le causaba tener que atender a tantos hechos concretos como garantizar el avituallamiento de un millar de personas cada pocos días, preparar desfiles con unas tropas extremadamente variopintas y con entrenamientos muy dispares y pelearse con el oficial al mando de la policía militar, que la tenía tomada con los canadienses, sintió que no le quedaba la más mínima curiosidad… Sin embargo, en el fondo de su cerebro, tuvo la vaga sensación de que valía la pena intentar curar a aquel joven miembro de la clase media baja. Repitió—: Sí, desde luego el mundo está bastante podrido. Pero no de ese modo, en lo que a nosotros se refiere…, esto es un desbarajuste, pero no porque tengamos a alemanes en nuestros centros de operaciones, sino porque tenemos a ingleses. Ése es el pájaro que nos ronda por la azotea… Es posible que vuelva ese avión alemán. Media docena… —El joven, con la imaginación aliviada por haberse quitado del pecho un maldito montón de delirios más o menos carentes de sentido, consideró el regreso de los aviones alemanes con lúgubre indiferencia. En realidad, su problema era: ¿sería capaz de soportar el ruido que probablemente acompañaría su regreso? Tenía que meterse en la cabeza que estaban en un espacio abierto en todos los sentidos. No habría esquirlas de piedra saltando por doquier. Estaba dispuesto a que lo hiriera el hierro, el acero, el plomo, el cobre, o el latón del borde de los obuses, pero no esas condenadas esquirlas de piedra arrancadas de las fachadas de las casas. Se le había ocurrido durante su terrible, terrible, infernal y condenado permiso en Londres, para arreglar aquel asunto tan desagradable… ¡Permiso por divorcio…! Se concede permiso al capitán McKechnie, segundo agregado al noveno de Glamorganshire, del 14/11 al 29/11 por motivos de concesión de divorcio… El recuerdo pareció estallar en su interior con el ruido de uno de esos malditos enormes botes de hojalata, y siempre ocurría lo mismo cuando los cañones hacían ese sonido particular: los dos llegaban juntos, el interno y el estallido de fuera. Sentía como si unas caperuzas de chimenea fueran a estrellarse contra su cabeza. Uno se protegía gritándoles a esos malditos idiotas, si lograbas gritar por encima de aquel estrépito estabas a salvo… ¡No era muy sensato, pero así te tranquilizabas!—. En cuestiones de información no nos llegan ni a la altura del zapato. —Tietjens probó con cautela ese discurso y concluyó—. Sabemos lo que dicen las órdenes del enemigo en los sobres sellados que hay junto al plato de su desayuno. —Estaba convencido de que era su deber de militar velar por el equilibrio mental de aquel miembro de las clases inferiores. Así que siguió hablando…, de cualquier cosa, ¡para tener ocupada la imaginación! El capitán Mackenzie era un oficial de Su Majestad el Rey: propiedad en cuerpo y alma de Su Majestad y del Ministerio de la Guerra de Su Majestad. El deber militar de Tietjens era proteger a aquel tipo igual que era su deber impedir el deterioro de cualquier otra cosa que fuese propiedad del rey. Eso estaba implícito en el juramento de lealtad. Siguió hablando—: La perdición del ejército, en lo que se refiere a la organización, fue nuestra estúpida creencia nacional de que el juego tiene más importancia que el jugador. Ésa fue, mentalmente, nuestra ruina como nación. Nos enseñaron que el críquet es algo más que una mente despejada, así que el maldito oficial de intendencia, el OC del almacén de artillería de ahí al lado, pensó que se apuntaría un tanto si se negaba a proporcionarles cascos a los hombres. ¡Así es el juego! Y si alguno de mis hombres moría, el sonreía y decía que el juego era más importante que los jugadores… Y, por supuesto, si conseguía un porcentaje de lanzamientos lo bastante bajo, lo ascendían. Había un oficial de intendencia en una ciudad catedralicia del oeste que había conseguido más DSO y medallas de combate que nadie en el servicio activo en Francia, desde el mar hasta Peronne o dondequiera que llegasen entonces nuestras líneas. Su gran logro consistía en haberles robado a casi todos los Tommies del frente occidental sus pensiones de separación durante varias semanas…, en beneficio del contribuyente, por supuesto. Claro que los pobres hijos del Tommie no tenían ni ropa ni comida, y los Tommies estaban exasperados y resentidos. Y que no había nada peor que eso para la disciplina y el ejército como máquina de combate. Pero ahí estaba ese oficial de intendencia sentado en su despacho, jugando una ilusoria partida con sus AFB hasta que las anchas hojas marrones brillaban a la luz del gas incandescente. Y —concluyó Tietjens— por cada cuarto de millón de libras que les gana bateando a los pobres combatientes consigue un nuevo pasador en la cinta de su cuarta DSO… El juego, en suma, tiene más importancia que los jugadores.
—¡Maldita sea! —dijo el capitán Mackenzie—. Por eso estamos así, ¿no?
—Sí —respondió Tietjens—. Nos ha metido en el agujero y no nos deja salir.
Mackenzie siguió mirándose los dedos con desánimo.
—Puede que tenga razón y puede que no —dijo—. Va en contra de todo lo que he oído decir. Pero comprendo a lo que se refiere.
—Al principio de la guerra —continuó Tietjens—, tuve que ir un día al ministerio, y en un despacho encontré a un tipo… ¿Y qué cree que estaba haciendo…, qué demonios cree que estaba haciendo? Estaba planeando la ceremonia de disolución de un batallón del ejército de Kitchener.[100] Al menos para eso no puede decirse que no estuviéramos preparados… Bueno, el final de la ceremonia iba a ser como sigue: el furriel daría al batallón la orden de «descansen», la banda tocaría «Tierra de gloria y esperanza» [101] y luego el furriel diría: «No habrá más desfiles…». ¿No ve lo simbólico que era…, la banda tocando Tierra de gloria y esperanza y luego el furriel diciendo «No habrá más desfiles…»? Porque no los habrá. No los habrá, maldito sea si vuelve a haberlos… Ni más esperanza, ni más gloria, ni más desfiles para usted o para mí. Ni para el país… ni para el mundo, probablemente… Ninguno… Desaparecidos… ¡Chimpum! ¡No… más… desfiles…!
—Supongo que tiene usted razón —respondió lentamente el otro—. Pero, en cualquier caso, ¿qué pinto yo en esto? Odio el ejército. Odio todo este maldito asunto…
—Entonces, ¿por qué no se fue al pomposo Estado Mayor? —preguntó Tietjens—. Por lo visto, estaban ansiosos de contar con usted. Apuesto a que Dios había pensado en usted para labores de Inteligencia y no para que se desgastase las suelas de las botas.
El otro respondió fatigado:
—No lo sé. Estaba con mi batallón. Opté por quedarme en él. Mi lugar estaba en el Ministerio de Exteriores. Pero mi despreciable tío hizo que me dieran la patada. Estaba con mi batallón. El CO no valía gran cosa. Alguien tenía que quedarse con el batallón. No iba a hacerles esa mala pasada y aceptar un trabajo cómodo…
—Imagino que hablará usted siete idiomas como mínimo —preguntó Tietjens.
—Cinco —respondió con paciencia el otro—, y leo otros dos. Además de latín y griego, claro.
Un hombre moreno, rígido y con andares altaneros, como si estuviera desfilando, irrumpió en el círculo de luz y dijo en tono chillón y acartonado:
—Aquí llega otra puñetera víctima. —En la penumbra daba la impresión de haberse envuelto media cara y el lado derecho del pecho con crepé. Soltó una risa aguda y entrecortada. Se inclinó como si hiciera una envarada reverencia con los muslos muy rígidos. Se apoyó en la plancha de hierro que cubría el brasero, giró sobre él y cayó de espaldas sobre las piernas del otro correo, que estaba acurrucado junto a la estufa. A plena luz era como si le hubiesen echado un cubo de pintura escarlata sobre la parte izquierda del rostro y el pecho. Brillaba a la luz del fuego…, ¡como si fuera pintura fresca en movimiento! El correo del Rhondda, aprisionado por sus piernas, siguió sentado con la boca abierta, como una chica que estuviese peinando el cabello de otra recostada delante de ella. La viscosidad roja goteó sobre el suelo, a veces el agua burbujea así sobre la arena. A Tietjens le sorprendió que un cuerpo pudiera estar tan cubierto de sangre. Estaba pensando que era raro que aquel hombre tuviera la manía de que su tío fuera amigo suyo. No tenía ningún amigo que fuese el tío de alguien que, en circunstancias normales, vendería botas a domicilio. Se sintió como cuando uno venda a un caballo malherido. Recordó un caballo al que le había manado la sangre de un corte en el pecho sobre la pata delantera, cubriéndola como si fuera un calcetín. Una chica le había prestado sus enaguas para vendarlo. No obstante, sus piernas se movieron lenta y pesadamente sobre el suelo.
El calor del brasero en su rostro era agobiante. Esperaba no mancharse las manos de sangre, pues la sangre es muy pegajosa. Hace que los dedos se peguen impotentes unos a otros. Pero no podía haber sangre debajo de la espalda del tipo, donde tenía la mano. Y sin embargo la había: estaba muy húmedo.
La voz del sargento mayor gritó desde fuera:
—Corneta, llame a dos sanitarios y a cuatro hombres. Dos sanitarios y cuatro hombres. —Un gemido prolongado permeaba la noche, quejoso, resignado y prolongado.
Tietjens pensó que, gracias a Dios, alguien iría a relevarlo de aquella tarea. Era sofocante tener que sujetar el cadáver justo delante del fuego. Le dijo al otro correo:
—Salga de ahí debajo, ¡maldita sea! ¿Está herido?
Mackenzie no llegaba al cuerpo desde el otro lado porque tenía el brasero en medio. El correo de debajo del cadáver se desplazó con breves sacudidas, como si estuviera sacando las piernas de debajo de un sofá. Estaba diciendo:
—Pobre… ¡Cero Nueve Morgan! Por mi alma que no reconocí al pobre… Por mi alma que no reconocí al pobre…
Tietjens dejó que el cuerpo cayera lentamente al suelo. Lo hizo con más delicadeza que si el hombre estuviera con vida. Se desató un infierno en la tierra en forma de estruendo. Los pensamientos de Tietjens parecían estar gritándole entre las conmociones de un terremoto. Estaba pensando que era absurdo que el tal Mackenzie pensara que podía conocer a un tío suyo. También vio muy vívidamente el rostro de su chica, que era pacifista. Le preocupaba no saber la expresión que tendría su rostro si se enterase de a qué se dedicaba ahora. ¿De repugnancia…? Tenía las manos, grasientas y pringosas, estiradas para no mancharse las mangas de la guerrera… ¡Tal vez de repugnancia…! Era imposible pensar en medio de aquella confusión… Sus gruesas suelas se movieron pegajosas y se despegaron tras una especie de succión. Recordó que no había enviado un correo al puesto de mando del IBD a averiguar cuántos de sus hombres tendrían que estar de servicio en la guarnición al día siguiente y eso le irritaba mucho. Le costaría mucho trabajo avisar a los oficiales. Ahora todos estarían en los burdeles de la ciudad… No lograba imaginar la expresión de la chica. No iba a volver a verla nunca, así que ¿qué más daba…? ¡Probablemente, sería de repugnancia…! Recordó que no se había fijado en qué tal le iba a Mackenzie con el ruido. No quería verlo. Aquel hombre era un pesado… ¿Cómo expresaría su rostro esa repugnancia? Nunca la había visto expresar repugnancia. Tenía un rostro muy corriente. Pálido… ¡Oh, Dios, cómo se le había revuelto de pronto el estómago…! Pensar en la chica… La cara que tenía a sus pies le estaba sonriendo al techo…, ¡la media cara! La nariz seguía en su sitio y media boca con los dientes iluminados por la luz del fuego… Era extraordinario lo definidos que estaban la nariz prominente y los dientes aserrados en mitad de aquella confusión… El ojo miraba con desenvoltura al techo de lona del barracón… Muerto con la sonrisa en la boca. ¡Era raro que el tipo hubiera hablado! Después de muerto. Debía de estar muerto cuando habló. Lo había hecho de manera automática, con el último aliento al salir de los pulmones. Probablemente era un acto reflejo de los muertos… ¡Si le hubiera concedido a aquel hombre el permiso que quería ahora estaría vivo…! En fin, había hecho bien en no concederle el permiso a aquel pobre diablo. En cualquier caso, estaba mejor donde estaba. Y él también. ¡No había recibido ni una sola carta de Inglaterra desde que se fue! Ni una sola carta. Ni siquiera un cotilleo. Ni una factura. Algunas circulares de viejos marchantes de muebles antiguos. ¡Nunca se olvidaban de él! En Inglaterra habían superado cualquier sentimentalismo. Era evidente… Se preguntaba si volvería a revolvérsele el estómago si pensaba en la chica. Le gustaba pensar que le había pasado. Eso probaba que sus sentimientos eran muy intensos… Pensó a propósito en ella. Con todas sus fuerzas. No pasó nada. Pensó en su cara pálida, corriente y fresca, que hacía que se le acelerase el pulso cada vez que pensaba en ella. Se le aceleró el pulso. ¡Tenía un corazón obediente! Como la primera prímula. No cualquiera. La primera. Junto a un ribazo, con los perros abriéndose paso entre la maleza… Era muy sentimentaloide decir Du bist wie eine Blume…[102] ¡Maldita fuese la lengua alemana! Pero aquel tipo era judío… Uno no debería decir que su joven mujer era como una flor cualquiera. Ni siquiera debería decírselo a sí mismo. Pero sí podía compararla con una flor concreta. Eso un hombre sí podía hacerlo. Era cosa de hombres. Cuando la besabas, olía como una prímula. Pero, maldita sea, si nunca la había besado. ¡Cómo iba a saber cómo olía! Ella era como un lugar dorado y ameno. Él debía de ser un… eunuco. Por temperamento. El muerto debía de serlo físicamente. Probablemente fuese indecente pensar que un muerto era impotente. Pero lo era, con toda probabilidad. Eso explicaría que su mujer se hubiera liado con el boxeador Red Evans Williams de Castell Coch. Si le hubiese concedido el permiso, el púgil lo habría hecho pedazos. La policía de Pontardulais había pedido que no le dejaran volver a casa…, por lo del boxeador. Así que estaba mejor muerto. O tal vez no. ¿Acaso no era mejor la muerte que descubrir que tu mujer es una furcia y te está engañando? Su propio regimiento tenía por lema Gwell angau na gwillth. «La muerte es mejor que el deshonor…» No, la muerte no, angau significa «dolor». ¡Agonía! La agonía es mejor que el deshonor. ¡Pues claro que lo es! Ese tipo habría tenido las dos cosas. La agonía y el deshonor. El deshonor por culpa de su mujer y la agonía cuando el boxeador le golpeara… Por eso, sin duda, su media cara sonreía mirando al techo. El lado ensangrentado se había vuelto marrón. ¡Tan pronto! Esa mitad parecía una momia de un faraón… Había nacido para ser una puñetera víctima. De la metralla o de los puños del púgil… ¡Pontardulais! En algún lugar de Gales. Una vez había pasado por allí en coche estando de servicio. Un pueblo largo y gris. ¿Por qué iba nadie a querer volver allí…?
Una agradable voz de mayordomo dijo a su lado:
—Eso no es tarea suya, señor. Siento que haya tenido que hacerlo… Suerte que no le ha dado a usted… Yo diría que ha debido de ser esto.
El sargento mayor Cowley estaba a su lado con un trozo de metal en la mano, que parecía tan pesado como un candelabro. Era consciente de que un momento antes había visto a aquel tipo, Mackenzie, inclinándose sobre el brasero y volviendo a poner la plancha de hierro en su sitio. Ese Mackenzie era un oficial cuidadoso. No había que dejar que los alemanes vieran la luz del brasero. El borde de la plancha se había enganchado en la guerrera del muerto y se había caído. Su rostro había desaparecido en la sombra. Había varios hombres asomados a la puerta.
Tietjens dijo:
—No, no creo que haya sido eso. Fue algo mayor… Como el puño de un boxeador…
El sargento Cowley dijo:
—No, el puñetazo de un boxeador no habría hecho algo así, señor… —Y luego añadió—: ¡Ah!, ahora lo entiendo, señor… La mujer de Cero Nueve Morgan, señor…
Tietjens se apartó, con los pies pegajosos, hacia la mesa del sargento mayor. El otro correo había colocado en ella un barreño con agua. Había también una linterna sorda encendida, el agua brillaba con inocencia, una media luna traslúcida temblaba sobre el fondo blanco del barreño. El correo del Rhondda exclamó:
—¡Antes lávese las manos, señor! —Y añadió—: Apártese de ahí, capitán. —Llevaba un trapo en las manos negras. Tietjens se apartó de la sangre que había corrido formando un fino regato por debajo de la mesa. El hombre estaba de rodillas y frotaba con fuerza las botas de Tietjens con el trapo. Tietjens metió las manos en el agua inocente y vio cómo una leve neblina purpúrea o escarlata se difundía sobre la media luna. El hombre que tenía a sus pies jadeaba y resollaba mucho. Tietjens dijo:
—Thomas, ¿Cero Nueve Morgan era su amigo?
El hombre volvió hacia él su cara arrugada, morena y simiesca.
—Era un buen tipo, el pobre… —dijo—. Seguro que no querrá usted ir a la sala de oficiales con las botas llenas de sangre.
—Si le hubiese concedido el permiso —observó Tietjens—, ahora no estaría muerto.
—No, desde luego —respondió Uno Siete Thomas—. Pero en realidad es lo mismo. Evans de Castell Goch lo habría matado sin duda.
—¡Así que usted también sabía lo de su mujer! —exclamó Tietjens.
—Pensamos que sería por eso —respondió Uno Siete Thomas—, por lo que no le quiso conceder el permiso, capitán. Es usted un buen capitán.
Una súbita sensación de lo pública que era la vida sobrecogió a Tietjens.
—Lo sabían —dijo. «¡Quisiera saber cómo demonios se enteran de todo!», pensó. «Si algo fuese mal, el alto mando se enteraría en menos de dos días. ¡Gracias a Dios, Sylvia no puede venir aquí!»
El hombre se había puesto en pie. Le alcanzó una toalla del sargento mayor, muy blanca y con un ribete rojo.
—Sabemos —respondió— que su excelencia es muy buen capitán. Y que el capitán McKechnie también es muy güeno. Y el capitán Prentiss y el teniente Jonce de Merthyr…
Tietjens dijo:
—Ya es suficiente. Dígale al sargento mayor que le dé un pase para ir con su compañero al hospital. Y que mande a alguien a fregar el suelo.
Dos hombres se estaban llevando los restos de Cero Nueve Morgan, habían envuelto el cuerpo en una lona. Lo sacaron del barracón a cuestas. Los brazos se agitaban por encima de los hombros a modo de jocosa despedida. Fuera le esperaría una camilla sobre ruedas de bicicleta.