Abrió la pesada puerta y, al cerrarla en la oscuridad, su peso envió susurros largos y subrepticios por las grandes escaleras de piedra. Esos sonidos le irritaron. Cuando uno cierra una puerta pesada en un espacio cerrado, empuja el aire y produce esos susurros, aquella atmósfera de misterio era absurda. No era más que un hombre que volvía de pasar la noche fuera… ¡Dos tercios, como mucho, de la noche! Debían de ser sólo las tres y media, aunque a cambio de esa brevedad había tenido otros fantásticos alicientes…
Dejó el bastón sobre el arcón invisible de roble y, a través de la oscuridad tangible y aterciopelada que siempre conservaba el frío de las paredes de piedra y las escaleras, tanteó en busca del picaporte de la habitación del desayuno.
Había tres paralelogramos alargados: ¡pálidos reflejos arriba, interrumpidos a dos tercios de la altura por los dientes aserrados de la caperuza de la chimenea y las sombras del tejado! Nueve pasos a través de la gruesa alfombra de pelo, y luego tendría que buscar su sillón de respaldo redondeado, junto a la ventana de la izquierda. Llegó al sillón de respaldo redondeado junto a la ventana de la izquierda. Se desplomó en él; el mueble se ajustó perfectamente a su espalda. ¡Pensó que nadie había estado nunca tan cansado ni tan solo! Al otro extremo de la habitación había un sonido de algo vivo y pequeño; enfrente había un paralelogramo y medio desdibujado. Era el reflejo de la ventana en el espejo, el ruido era sin duda Calton, el gato. ¡Un ser vivo en cualquier caso! Posiblemente Sylvia estuviera al otro extremo de la habitación, esperándolo, para ver qué aspecto tenía. ¡Era muy probable! ¡No tenía importancia!
¡Su cerebro dejó de funcionar! ¡Puro agotamiento!
Cuando volvió a ponerse en marcha estaba diciendo:
«Guijarros desnudos y olas deprimentes…», y, «¡En estos discutibles confines del mundo!». Dijo en tono cortante: «¡Tonterías!». El primero era o Calais beach o Dover sands [90] de aquel hombre de las patillas: Arnold… En menos de veinticuatro horas vería los dos sitios…, pero ¡no! Iba a salir de Waterloo. ¡Así que viajaría de Southampton a le Havre! El otro era de aquel tipo detestable: «¡El objeto de esta pequeña monografía!».[91] ¡Cuánto tiempo había pasado…! Vio una pila de relucientes maletines de documentos, la inscripción «Esta rejilla de equipaje está reservada para…»; una foto coloreada —¡rosa y azul!— de las playas de Boulogne y las galeradas de «Esta pequeña…». ¡Cuánto tiempo! Oyó su propia voz en el vagón nuevo del ferrocarril que decía con cierta dureza masculina orgullosa y clara: «Estoy a favor de la monogamia y la castidad. Y de no hablar tanto del asunto. Por supuesto, si un hombre es lo bastante hombre y quiere acostarse con otra mujer, que lo haga. Y no se hable más…». Su voz —su propia voz— le llegaba como una llamada telefónica a larga distancia. ¡Una condenada larga distancia! Diez años…
Así que si un hombre es lo bastante hombre y quiere acostarse con otra mujer… ¡Maldita sea, no lo hace! En diez años había aprendido que un Tommie decente… Su cerebro recitó a la vez dos versos que se superponían como los dos temas de una fuga: «De haber engañado a vírgenes faltando a sus juramentos» [92] y «Ya que, cuando estamos juntos, sólo nuestras manos pueden encontrarse».
Dijo:
—Pero ¡maldita sea! ¡Aquel tipejo estaba equivocado! Nuestras manos no llegaron a encontrarse… No creo que nos hayamos dado la mano… No creo haberla tocado nunca…, en toda mi vida… ¡Jamás! No es de las que estrechan la mano… ¡Una inclinación de cabeza…! ¡Un encuentro y una despedida…! A la inglesa… Pero, sí, me puso el brazo sobre los hombros… ¡En el bancal…! «¡Una relación ciertamente muy breve!», me dije entonces… Bueno, luego hemos recuperado el tiempo. ¡O no! ¡No lo hemos recuperado…! Expiado… Como dijo tan acertadamente Sylvia, en aquel momento mi madre se estaba muriendo… Pero probablemente fuera el hermano borracho… Uno no engaña a una virgen faltando a sus juramentos en Kensington High Street a las dos de la madrugada sujetando, cada uno por un lado, a un marinero borracho al que las piernas le funcionan intermitentemente…
¡Intermitentemente!, ésa era la palabra. ¡Le funcionaban intermitentemente!
En cierto momento el chico se les había escapado y había echado a correr con sorprendente velocidad sobre el sordo pavimento de madera de una calle inmensa y vacía. Cuando lo alcanzaron, estaba arengando con acento oxoniano a un policía inmóvil debajo de unos árboles: «¡Sois vosotros! —estaba exclamando—, ¡vosotros, quienes hacéis que la vieja Inglaterra sea tal como es! ¡Mantenéis la paz de nuestros hogares! ¡Nos protegéis de los viles excesos de…!».
A Tietjens siempre le había hablado con la voz y el acento de un vulgar marinero, ¡con su voz endurecida en la superficie!
Tenía dos personalidades. Dos o tres veces había dicho:
—¿Por qué no la besas? Es una chica muy guapa, ¿verdad? Y tú eres un puñetero Tommie, ¿no? ¡Pues los puñeteros Tommies pueden tener todas las chicas que quieran! Es lo justo, ¿no?
E incluso entonces no había sabido lo que iba a ocurrir… Hay ciertas crueldades… Por fin habían encontrado un coche. El chico había insistido en sentarse junto al cochero… El rostro pequeño, pálido y encogido de ella había mirado fijo hacia delante… Había sido imposible hablar; el coche, mientras traqueteaba por la carretera, había dado terribles tirones cada vez que el chico trataba de coger las riendas… Al viejo cochero no parecía haberle importado, pero tuvieron que reunir todo el dinero que llevaban para pagarle después de llevar al chico a la casa…
El cerebro de Tietjens le dijo: «En cuanto llegaron a la casa de su padre, ella entró a toda prisa y dijo: “Hay un idiota fuera y una doncella dentro…”». [93]
Respondió con desgana: «Tal vez a eso se reduzca todo…». Se había quedado en la puerta del vestíbulo, mientras ella lo miraba con expresión lastimera. Luego, desde el sofá que había dentro, el hermano se había puesto a roncar con sonidos estentóreos y grotescos, parecidos a las carcajadas de una raza tenebrosa y desconocida. Christopher se había dado la vuelta y había echado a andar calle abajo, Valentine lo había seguido. Él había exclamado:
—Tal vez no sea… lo más apropiado…
Valentine le había respondido:
—¡No! ¡No…! Resulta desagradable… ¡Es demasiado…, oh…, íntimo!
Christopher recordaba haber dicho:
—Pero… para siempre…
Valentine le contestó con precipitación:
—Pero cuando vuelvas… Permanentemente. Y…, ¡oh!, como si fuese en público… No sé, ¿tú crees que debemos…? Yo estaría dispuesta… —y añadió—: Estoy dispuesta a hacer todo lo que me pidas.
Él había dicho en algún momento:
—Pero, obviamente…, no bajo este techo… —Y había añadido—: ¡Nosotros somos de los que no…!
Valentine había vuelto a responderle con precipitación:
—Sí…, eso es. ¡Somos de los que no…! —y luego le había preguntado—: ¿Y la fiesta de Ethel? ¿Fue un gran éxito? —Sabía que no había sido intrascendente. Él le había contestado:
—¡Ah…! Eso sí es permanente… Eso sí que es público… Estaba Rugeley. El duque…, lo llevó Sylvia. ¡Será una buena amiga…! Y el presidente de la Junta de Gobierno Local, creo…, y un belga…, el equivalente a nuestro ministro de Justicia…, y, por supuesto, Claudine Sandbach… Doscientos setenta, ¡lo mejor de lo mejor, dijeron los modestos Guggumses cuando me fui! Y el señor Ruggles… ¡Sí…! Se han hecho un nombre… ¡No es lugar para mí!
—¡Ni para mí! —había respondido ella. Y había añadido—: ¡Aunque me alegro!
Se habían producido momentos de silencio entre ellos. Todavía no se habían quitado de encima la costumbre de pensar que estaban sujetando al hermano borracho. Parecía haber durado miles de meses dolorosos…, tiempo más que de sobra para que se convirtiese en una costumbre. El hermano pareció rugir: «Jau… Jau… Kuriash…». Y, al cabo de dos minutos: «Jau… Jau… Kuriash…». ¡Húngaro, sin duda!
Christopher había dicho:
—Fue estupendo ver a Vincent de pie junto al duque. ¡Enseñándole una primera edición! ¡Por supuesto, no era lo más apropiado, tratándose, en cierto sentido, de la celebración de una boda! Pero ¿cómo iba a saberlo Rugeley…? ¡Y Vincent no estuvo nada servil! ¡Incluso corrigió al primo Rugeley acerca del significado de la palabra «colofón»! ¡La primera vez en su vida que corrige a un superior! ¡Ya lo ves, se ha hecho un nombre…! Y Rugeley es casi primo de… El primo de nuestra querida Sylvia Tietjens, ¡así que es casi lo mismo! La mujer del amigo más antiguo de lady Macmaster… Sylvia va a ir a verlos a su modesta casita de Surrey… En cuanto a nosotros —había concluido—, también le sirven quienes se limitan a esperar… [94]
La chica dijo:
—Los salones debían de estar preciosos.
Él había respondido:
—Preciosos… Trasladaron de la rectoría todos los cuadros de ese horrible tipo y los colgaron en el comedor sobre los paneles de roble… Una hermosa exhibición de regazos, pezones, labios y granadas… Y los largos candelabros de plata, claro… Lo recordarás, candelabros de plata y paneles de roble…
Valentine exclamó:
—¡Oh, cariño…! No… ¡No…!
Christopher se había tocado el borde del casco con los guantes doblados.
—¡Así que nos limitamos a borrarlo de nuestra memoria! —había dicho.
Ella le dijo:
—¿Querrías llevarte este trozo de pergamino…? Le pedí a una niña judía que escribiera en él en hebreo, dice: «Que Dios te proteja y cuide de ti en tus andanzas y te…».
Él se lo guardó en el bolsillo del pecho.
—Un talismán —dijo—. Por supuesto que me lo llevaré…
Valentine exclamó:
—Si pudiéramos borrar lo ocurrido esta tarde… Sería más fácil soportar… Tu pobre madre se estaba muriendo la última vez que…
Christopher observó:
—Lo recuerdas… Incluso entonces, tú… Y si no me hubiera ido a Lobscheid…
Ella dijo:
—Desde la primera vez que te vi…
Él respondió:
—Y yo…, desde la primera vez… Si me asomaba a la puerta…, todo parecía arena…, pero a un lado había un poco de agua burbujeante. Y podía confiar en que siguiera manando siempre… Tal vez no comprendas lo que te digo.
Valentine gritó:
—¡Sí! ¡Claro que lo entiendo!
Estaban viendo paisajes…, dunas de arena; hierba recién cortada… Un barco destartalado, un bergantín de Arcángel sin mástil…
—Desde la primera vez… —repitió Christopher.
Valentine volvió a decir:
—Si pudiéramos borrarlo…
Él le respondió, y por primera vez se sintió generoso, tierno y protector:
—Claro que puedes. Corta el tiempo desde esta tarde justo antes de las cinco menos dos minutos, fue cuando te lo pedí y tú consentiste… Oí el reloj de la Guardia… Hasta ahora… Córtalo y únelo… Puede hacerse… Sabes que se hace quirúrgicamente, para curar algunas enfermedades, cortan un trozo del intestino y lo unen un poco más arriba… Creo que en los casos de colitis…
Ella objetó:
—Pero no quiero hacerlo… Fue la primera vez que me lo dijiste.
Christopher replicó:
—No es cierto… Desde el primer momento…, con cada palabra…
Valentine exclamó:
—¡Tú también te diste cuenta…! Algo nos ha empujado, como el torno de un carpintero… No podríamos haberlo evitado…
Él dijo:
—¡Dios mío! Eso es…
De pronto vio un sauce llorón en St. James Park; ¡las cinco menos un minuto! Acababa de decir: «¿Serás mi amante esta noche?». Ella se había apartado a un lado y se había tapado la cara con las manos… Una fuentecilla, a un lado, de la que podía estar seguro de que no dejaría de manar nunca…
Paseando a lo largo de la orilla del lago, balanceando su curvo bastón, con la chistera reluciente un poco ladeada, los largos faldones de su levita aleteando a su espalda, y sus quevedos de urraca resplandeciendo a la luz polvorienta del sol, había llegado, claro, el señor Ruggles. Había mirado a la chica, luego a Tietjens repantigado en el banco. Se había llevado la mano al ala del brillante sombrero y había dicho:
—¿Cenará hoy en el club?
Tietjens le había respondido:
—No, he presentado mi dimisión.
Con el aspecto de un pájaro de largo pico que hurgara en algo podrido, Ruggles objetó:
—¡Oh!, pero el comité se ha reunido con carácter de urgencia…, y le ha enviado a usted una carta pidiéndole que reconsidere…
Tietjens dijo:
—Lo sé… Retiraré mi dimisión esta noche. Y volveré a dimitir mañana por la mañana.
Los músculos de Ruggles se relajaron por un segundo, luego se pusieron rígidos.
—¡Vaya! —había dicho—. Pero… ¡no puede usted hacerle eso al club!… Nunca nadie ha hecho algo semejante… Es un insulto…
—Eso mismo es lo que pretende ser —respondió Tietjens—. Un caballero no puede pertenecer a un club que tiene a ciertos miembros en su comité.
La voz profunda de Ruggles se volvió chillona de pronto:
—¡Pero usted sabrá que…! —graznó.
Tietjens le había contestado:
—No soy vengativo… Pero ya estoy harto de todos esos cotilleos de viejas.
Ruggles había dicho:
—No… —Su rostro de pronto se había vuelto de color marrón oscuro, escarlata y luego púrpura. Se quedó mirando tristemente las botas de Tietjens—. ¡Oh! ¡Ah! ¡Bueno! —dijo por fin—. Le veré esta noche en casa de Macmaster… Una gran noticia lo de su título. Es un hombre de primera…
Ésa había sido la primera vez que Tietjens había oído lo del título de Macmaster. Se había olvidado de mirar esa mañana la lista de distinciones. Después, mientras cenaba sólo con sir Vincent y lady Macmaster, había visto una imagen del soberano con Macmaster: una foto para los periódicos matutinos. Por el modo embarazoso en que Macmaster trataba de interrumpir las explicaciones de Edith Ethel a propósito de que la distinción era por ciertos servicios especiales, Tietjens adivinó tanto la naturaleza de los servicios realizados por Macmaster como que el pobre hombre no le había contado a Edith Ethel de quién había sido en realidad la idea. Y —exactamente igual que había hecho su chica— lo había dejado correr. No veía motivo para que el pobre Vincent no disfrutara de un poco de prestigio doméstico. Sin embargo, Tietjens —a pesar de que Macmaster, con la solicitud y el afecto de un servil podenco italiano, se había apresurado a ir de celebridad en celebridad para poder estar más rato con él, y aunque Tietjens sabía que su amigo estaba disgustado y que le horrorizaba, como a cualquier mujer, que fuese a partir a Francia— no había podido volver a mirarlo a la cara… Se había sentido avergonzado. ¡Por primera vez en su vida, se había sentido avergonzado!
Incluso cuando Tietjens se escapó de la fiesta… ¡para ir al encuentro de su suerte…! Macmaster había bajado jadeando por las escaleras, abriéndose paso entre los invitados que subían. Le había dicho:
—Espera… No te vayas… Quiero… —Había echado un vistazo aterrado a su espalda, lady Macmaster podía haberle seguido. Con la perilla negra estremecida y los ojos desdichados vueltos hacia arriba le había dicho—: Quería explicarte… Este dichoso título…
Tietjens le dio unos golpecitos en el hombro, Macmaster estaba más alto que él en las escaleras.
—Tranquilo, viejo amigo —le había respondido, y había añadido con afecto sincero—: Nos conocemos desde hace demasiado tiempo para no… Me alegro mucho…
Macmaster le había susurrado:
—Y Valentine… No ha venido esta noche…
Él había exclamado:
—¡Por Dios…! Si hubiera pensado… —le había dicho Tietjens—: Ella está bien. Ha tenido que ir a otra fiesta… Voy a ir a verla…
Macmaster le había mirado con aire dubitativo y triste, inclinándose y agarrándose al frío y húmedo pasamanos.
—Dile que… —dijo—. ¡Por Dios! Podrían matarte… Te ruego que…, te ruego que creas que la…, como si fuese la niña de mis ojos…
Un fugaz vistazo le bastó a Tietjens para darse cuenta de que Macmaster tenía los ojos inundados de lágrimas.
Los dos se quedaron largo rato mirando los escalones de piedra.
Luego Macmaster había dicho:
—Bueno…
Tietjens le había respondido: «Bueno…», pero no había podido mirarle a los ojos, aunque había notado cómo los ojos de su amigo exploraban penosamente su rostro… «Es como salir por la puerta de atrás», había pensado, ¡qué extraño no poder mirar a la cara a un hombre al que no vas a volver a ver nunca!
«Pero, por Dios —se dijo con violencia cuando su imaginación volvió a la chica que tenía delante—, ésta no va a ser otra salida por la puerta de atrás… Tengo que decírselo… Maldito sea si no hago un esfuerzo…»
Ella se tapaba la cara con el pañuelo.
—Me paso el día llorando —dijo—, soy una fuente que no deja de manar…
Christopher miró a izquierda y a derecha, sólo faltaban Ruggles o el general no sé cuántos con su dentadura postiza mal ajustada. La calle con sus arbustos tiznados estaba vacía y silenciosa. Valentine lo estaba mirando. Él no sabía cuánto tiempo llevaba callado ni dónde había estado, unas olas irresistibles lo empujaban hacia ella.
Después de un buen rato, dijo:
—Bueno…
Valentine se echó hacia atrás. Replicó:
—No iré a verte marchar… Trae mala suerte… Pero nunca…, nunca borraré de mi memoria lo que me dijiste… —Luego se fue y la puerta se cerró. Él se había preguntado qué era lo que no quería borrar de su memoria. ¿Que esa tarde le había pedido que fuese su amante?
Después, casi enfrente de la puerta de su antigua oficina, subió a un camión de transporte que lo llevó a Holborn.