V

El anuncio de Mark Tietjens de que su padre había cumplido, después de todo, con su vieja promesa de dejar a la señora Wannop lo bastante bien situada para que, durante el resto de su vida, pudiera escribir sólo sus obras más duraderas, libró a Valentine Wannop de todas sus preocupaciones menos una, que siguió siendo, de manera natural e inmediata, muy grande.

Había pasado una semana extraña y atípica, ¡extrañamente dominada en su aturdimiento por la idea de que ahora no tendría nada que hacer los viernes! Esa idea le asaltaba cuando veía a un centenar de chicas con sus jerséis de tela y sus corbatas negras masculinas alineadas sobre el asfalto, cuando subía de un salto al tranvía, cuando compraba el pescado en lata o en salazón que formaba la dieta fundamental de su madre y ella, mientras fregaba los platos de la cena, le reprochaba al agente inmobiliario el estado en que estaba el baño o se inclinaba sobre el gran pero implacable manuscrito de la novela de su madre que estaba mecanografiando. Era un motivo, en parte de alegría y en parte de pesar, que se mezclaba con sus asuntos domésticos; se sentía como podría sentirse alguien que se deleitara por anticipado de un placer sabiendo que iba a obtenerlo al dejar por obligación un trabajo laborioso pero absorbente. ¡No tendría nada que hacer los viernes!

También era como si le hubiesen arrebatado una novela de la mano y no fuese a saber nunca el final. Del cuento de hadas sí lo conocía: el sastre afortunado y aventurero se había casado con el hermoso patito feo, y estaba de camino al entierro en Westminster Abbey —o mejor dicho al funeral, pues en realidad al señor lo habían enterrado entre sus fieles campesinos—. Aunque nunca sabría si al final encontrarían las baldosas holandesas con las que querían alicatar el cuarto de baño… Nunca lo sabría. Sin embargo, presenciar ambiciones parecidas había ocupado una gran parte de su vida.

Y se dijo que había acabado otro cuento. Superficialmente, la historia de su amor por Tietjens había sido bastante estática. Había empezado en nada y en nada había terminado. Pero en lo más profundo de su ser, ¡ah!, ahí sí había avanzado mucho. ¡Por mediación de dos mujeres! Antes de la escena con la señora Duchemin, ella pensaba que debía de haber muy pocas chicas menos preocupadas que ella por el sustrato sexual de la pasión o la vida. Sus meses como sirvienta doméstica habían hecho que viera el sexo, desde una trascocina, como algo repulsivo, y el conocimiento de sus manifestaciones que había adquirido de ese modo lo había desprovisto del misterio que hacía que la mayoría de las jóvenes a las que conocía le dieran tantas vueltas al asunto.

Sabía que sus convicciones respecto a la incidencia moral del sexo eran bastante oportunistas. Educada entre jóvenes «avanzados», si le hubieran pedido que expresara públicamente sus opiniones, es probable que, por lealtad a sus compañeros, hubiese declarado que la cuestión no tenía nada que ver con la moralidad ni con ningún otro aspecto ético. Como la mayoría de sus jóvenes amigos, influenciados por profesores avanzados y novelistas tendenciosos, se habría proclamado defensora de una promiscuidad ilustrada, por supuesto. ¡Eso antes de las revelaciones de la señora Duchemin! En realidad, lo había meditado muy poco.

No obstante, antes incluso de esa fecha, si le hubiesen preguntado por sus sentimientos más profundos habría respondido con la idea de que la incontinencia sexual era extremadamente desagradable y la castidad algo muy valioso en la carrera de sacos que es la vida. La había educado su padre —que, tal vez, fuese más listo de lo que aparentaba— para que admirase el atletismo, y era consciente de que la competencia física requiere castidad, sobriedad, limpieza y varias cualidades más que se agrupan bajo el sobrenombre de «abnegación». No podría haber vivido entre los sirvientes de Ealing —el hijo mayor de la casa en la que había estado empleada había sido acusado en un caso particularmente escabroso de ruptura del compromiso matrimonial, y los comentarios de la cocinera borracha sobre ese y otros asuntos similares habían recorrido toda la gama desde la reticencia sentimental hasta la grosería más extrema de acuerdo con el estado de su barómetro alcohólico— sin llegar a otra conclusión inconsciente. De modo que, al dividir el mundo entre seres brillantes por un lado y carne de cañón por el otro, válida sólo para llenar los cementerios y cuyas acciones en la vida carecían de importancia, había pensado que los seres brillantes debían de ser personas cuya defensa pública de la promiscuidad ilustrada iba acompañada de una incontinencia absoluta. Sabía que los seres ilustrados se apartaban en ocasiones de esos patrones para convertirse en portentosas Egerias, aunque a las Mary Wollstonecraft, las señoras Taylor y las George Eliot del siglo pasado siempre las había visto humorísticamente como molestas mojigatas. De hecho, al disfrutar de tan buena salud y haber trabajado tanto en su vida, se había acostumbrado a considerar el asunto, si no de forma humorística, al menos con buen humor y como una molestia.

Pero que la educasen contra las necesidades sexuales de una Egeria de primera clase había sido horrible para ella. Pues la señora Duchemin había revelado el hecho de que su personalidad circunspecta, serena, afectada y estética se desdoblaba en otra, al menos igual de vulgar, e infinitamente más incisiva en la expresión, que la de la cocinera borracha. El modo en que se había referido a su amante —llamándolo siempre «ese zoquete» o «ese animal»— le había dolido tanto a la chica como si la hubiera traicionado cada dos o tres palabras. Apenas había podido volver a pie a casa de noche desde la rectoría.

Y nunca supo qué había sido del bebé de la señora Duchemin. Al día siguiente, la señora Duchemin había vuelto a ser tan afectada, circunspecta y serena como siempre. No volvieron a cruzar ni una palabra al respecto. Eso dejó en la imaginación de Valentine una mancha negra —como la de un asesinato— que no debía mirar nunca. Y a través del mundo ensombrecido de su confusión sexual aleteaba continuamente la sospecha de que Tietjens pudiera haber sido el amante de su amiga. Era una cuestión de simple analogía. La señora Duchemin le había dado la impresión de ser una persona brillante, igual que Tietjens. Pero si la señora Duchemin era una sucia ramera… ¡Qué no sería Tietjens, que era un hombre, y tenía las necesidades sexuales de un hombre…! Su imaginación siempre se negaba a completar sus pensamientos.

Esa insinuación no podía combatirse con la imagen de Vincent Macmaster, le parecía intuir que era uno de esos hombres a los que, amantes o amigos, casi tenían la obligación de traicionar. Parecía estar deseándolo. Además, una vez se preguntó cómo podría una mujer, que tuviera la ocasión y la oportunidad —y Dios sabe que había oportunidades de sobra—, elegir a esa sombría hoja seca, si pudiera yacer entre los brazos de la espléndida masculinidad de Tietjens. Y esa vaga convicción se vio confirmada y refutada a la vez cuando, poco después, la propia señora Duchemin empezó a aplicarle a Tietjens los epítetos de «zoquete» y «animal», ¡los mismos que había empleado para referirse al supuesto padre de su hijo!

Pero, en tal caso, Tietjens debía de haber abandonado a la señora Duchemin; y si la había abandonado, ¡es que estaba disponible para ella, Valentine Wannop! Pensaba que ese sentimiento era innoble, pero procedía de unas profundidades de su ser que no podía controlar y pensarlo la aliviaba. Luego, al empezar la guerra, el problema desapareció, y, entre el inicio de las hostilidades y lo que sabía que sería la partida inevitable de su amado, se había rendido a lo que consideraba puro deseo físico por él. ¡Entre las angustias terribles y abrumadoras de la época no había tenido más remedio que rendirse! Ante la incesante —la interminable— idea del sufrimiento, y la no menos incesante idea de que, muy pronto, su amado también sufriría, no había ningún otro refugio en el mundo. ¡Ninguno!

Se rindió. Esperó a que él pronunciara la palabra o le echara la mirada que los uniera. Estaba acabada. La castidad: ¡Chimpum! ¡Como todo!

No tenía ninguna idea ni imagen de la faceta física de su amor. En los viejos tiempos, siempre que había estado con él, cada vez que entraba en la habitación, o simplemente cuando sabía que iba a ir al pueblo, había tarareado para sus adentros y había sentido cómo cálidas corrientes le recorrían la piel. Había leído en alguna parte que, al beber alcohol, la sangre iba a las venas superficiales del cuerpo y producía una sensación de calor. Ella nunca había bebido alcohol, o no el suficiente para producir un efecto reconocible, pero imaginaba que el amor obraba en el cuerpo del mismo modo… ¡y que luego cesaba para siempre!

Pero, en esos últimos días, la habían abrumado convulsiones mucho mayores. Bastaba con que Tietjens se le acercara para que todo su cuerpo se sintiese atraído por él, igual que cuando uno está cerca de una alta cima se siente atraído por ella. Grandes oleadas de sangre recorrían todo su ser como si unas fuerzas físicas todavía por inventar o descubrir atrajeran al fluido. La luna produce las mareas del mismo modo.

Sólo una vez antes, durante una fracción de segundo, durante la larga y cálida noche de su excursión, había sentido ese impulso. Ahora, años después, lo sentía constantemente, estuviera despierta o en vela, y le hacía levantarse de la cama. Se pasaba la noche delante de la ventana abierta hasta que las estrellas palidecían sobre un mundo que se había vuelto gris. Podía estremecerla de alegría o conmoverla hasta hacerla sollozar y le atravesaba el pecho como un cuchillo.

El día de su larga conversación con Tietjens, entre las bellezas acumuladas de los muebles de Macmaster, lo había marcado en el calendario de su imaginación como su gran escena amorosa. Eso había sido hacía dos años, él se había alistado en el ejército. Ahora iba a marcharse de nuevo. Por eso supo lo que era una escena amorosa. Ocurría sin que nadie pronunciara la palabra «amor», ocurría por impulsos, rubores, rigideces de la piel. No obstante, se habían confesado su amor con cada palabra que se habían dicho, igual que cuando uno oye el canto del ruiseñor oye los anhelos de su amado golpeando contra su corazón.

Cada una de las palabras que él le había dicho entre las bellezas acumuladas de Macmaster había sido un eslabón en un discurso amoroso. No era sólo que le hubiera confesado, como no lo había hecho con nadie —¡«Son cosas que no le he dicho nunca a nadie», habían sido sus palabras!—, sus dudas, sus recelos y sus temores; era que cada una de las palabras que había pronunciado, y que ella había oído hasta que terminó aquel momento mágico, habían cantado a su pasión. Si hubiese pronunciado la palabra «Ven», ella lo habría seguido hasta el último confín de la tierra; si le hubiera dicho: «No hay esperanza», habría conocido los límites de la desesperación. Como no había dicho ni una cosa ni la otra, ella interpretó: «¡Ésta es nuestra situación, tenemos que seguir así!». Y supo también que le estaba diciendo que él, al igual que ella, estaba… ¡oh!, digamos del lado de los ángeles. Ella sabía que entonces estaba tan serena que, si él le hubiera dicho: «¿Quieres convertirte en mi amante esta noche?», ella le habría respondido: «Sí», pues era como si en realidad hubiesen estado en el fin del mundo.

Pero que se hubiera abstenido de hacerlo no sólo reforzó en ella su predilección por la castidad, sino que restauró su imagen del mundo como un lugar de esfuerzos y virtudes. Al menos por un tiempo volvió a tararear para sus adentros cuando tenía ocasión, pues le daba la impresión de que su corazón cantaba en su pecho. Y en su interior se restauró la imagen de su amado como un espíritu hermoso. Durante los últimos meses, había sido capaz de mirarlo al otro lado de la mesa del té en su cuchitril de Bedford Park, casi como lo hubiera mirado al otro lado de la mesa de la casa de campo cerca de la rectoría. Los daños que ella sabía que la señora Duchemin había producido en su imaginación se habían aliviado. Incluso podía pensar que la locura de la señora Duchemin no había sido más que un temor que no tenía por qué haber ido seguido necesariamente de un crimen. Valentine Wannop había vuelto a convertirse en su confidente en un mundo de problemas sencillos.

Sin embargo, el arrebato de la señora Duchemin hacía una semana había despertado a los viejos fantasmas en su imaginación. Pues la señora Duchemin todavía le inspiraba un gran respeto. No podía ver a Edith Ethel simplemente como una hipócrita, de hecho, ni siquiera podía verla así. Había que considerar su gran logro de convertir a aquella criatura minúscula y miserable en algo parecido a un hombre…, además de su otro gran logro de haber tardado tanto tiempo en enviar a su desdichado marido al manicomio. No había sido algo baladí, ninguna de las dos cosas lo era. Y Valentine sabía que Edith Ethel amaba realmente la belleza, la circunspección y la urbanidad. No defendía la casta carrera de Atalanta por hipocresía. Pero, tal y como lo veía Valentine, en las personas de carácter fuerte se dan estos desdoblamientos, igual que la comedida y grave nación española se desahoga en la lujuria estridente de la plaza de toros o la mecanógrafa circunspecta, laboriosa y admirable de la ciudad debe encontrar su correlato en la cruda lubricidad de ciertos novelistas, Edith Ethel tenía que rebajarse a la sexualidad física…, y a la vulgaridad chillona de las pescaderas. ¿Cómo si no iban a existir los santos? ¡Sin duda, sólo por la victoria de una tendencia sobre la otra!

Pero ahora, después de su escena de despedida con Edith Ethel, un sencillo reordenamiento del modelo había resucitado muchas de las antiguas dudas, al menos por un tiempo. Valentine se decía que, precisamente por la fuerza de su personalidad, nada podría haber empujado a Edith Ethel a pronunciar su inverosímil denuncia contra Tietjens, la demencial imputación de libertinaje y excesos y por fin la lunática acusación contra ella, salvo el aguijonazo de una pasión como los celos. A Valentine no se le ocurría ninguna otra explicación. Y, al considerar la cuestión, tal como creía hacerlo ahora, con más ecuanimidad, pensaba con mucha seriedad que, siendo como son los hombres, su amado, ya fuese debido al respeto que sentía por ella o por desesperanza, había aliviado las necesidades más groseras de su ser con la señora Duchemin, que, sin duda, se había mostrado más que dispuesta.

En ciertos momentos de la semana anterior había aceptado aquella sospecha y en otros la había rechazado. Hacia el jueves ya no parecía tener importancia. Su amado iba a partir, el largo brazo de la guerra estaba en marcha, las dificultades de la vida se extendían ante ella, ¿qué importancia podía tener una infidelidad en el largo y difícil camino que es la vida? Y el jueves dos preocupaciones menores, o mayores, perturbaron su calma. Su hermano anunció que iría a casa a pasar unos días de permiso y por tanto a imponerle un compañerismo y unos puntos de vista que estaban tosca y estrepitosamente enfrentados a todo lo que defendía y por lo que estaba dispuesto a sacrificarse Tietjens. Además, tendría que acompañar a su hermano a varias fiestas bulliciosas mientras pensaba que Tietjens estaría acercándose, minuto a minuto, a las horribles circunstancias de las tropas cuando entran en contacto con las fuerzas enemigas. Por si fuera poco, uno de los periódicos dominicales más exaltados le había encargado a su madre escribir, a cambio de un sueldo envidiable, una serie de artículos sobre varios asuntos extravagantes relacionados con las hostilidades. Necesitaban tanto el dinero —y más aún ahora que Edward iba a volver a casa— que Valentine había vencido su natural aversión a desperdiciar el tiempo de su madre… Sería una pérdida de tiempo muy pequeña, y las sesenta libras que les proporcionaría habrían supuesto una enorme diferencia durante varios meses.

Pero Tietjens, en quien la señora Wannop había llegado a confiar como en su mano derecha en estos asuntos, se había mostrado, al parecer, inesperadamente recalcitrante. La señora Wannop había dicho que apenas parecía él y que se había mofado de los dos primeros asuntos propuestos —el de los niños ilegítimos nacidos durante la guerra y el hecho de que los alemanes se habían visto obligados a comerse sus propios cadáveres— por ser indignos de cualquier escritor decente. Le había explicado que la tasa de nacimientos ilegítimos había crecido muy poco y que la palabra alemana derivada del francés cadavre significaba cuerpos de caballos o ganado, mientras que en alemán cadáver se decía leichnam. Y se había negado a tener nada que ver con el asunto.

Valentine estuvo de acuerdo con él respecto a lo de cadavre, pero en cuanto a los niños ilegítimos tenía opiniones menos estrictas. Si no los había, desde su punto de vista no podía tener mucha importancia que se escribiera sobre ellos, mucha menos, desde luego, que hacerlo en caso de que los hubiera. Se daba cuenta de que aquello era inmoral, pero su madre necesitaba desesperadamente el dinero y su madre estaba antes que cualquier otra cosa.

Así que no le quedaba otra posibilidad que rogarle a Tietjens, pues Valentine sabía que, sin el apoyo moral que supondría su aprobación bienintencionada u obligada del artículo, la señora Wannop dejaría correr el asunto y perdería la relación con el periódico exaltado que pagaba tan bien. Sucedió que el viernes por la mañana la señora Wannop recibió la petición de una revista suiza de escribir un artículo propagandístico sobre cierta cuestión histórica relacionada con la paz después de Waterloo. La paga sería ínfima, pero el empleo al menos era relativamente digno, y la señora Wannop —¡que era una mujer de su tiempo!— le pidió a Valentine que telefoneara a Tietjens y le preguntase algunos detalles sobre el Congreso de Viena en el que, antes y después de Waterloo, se habían discutido los términos de la paz.

Valentine le telefoneó, como había hecho cientos de veces; para ella era una enorme satisfacción saber que iba a oír hablar a Tietjens al menos una vez más. Respondieron al teléfono, y Valentine dio los dos recados, el relativo al Congreso de Viena y el de los niños ilegítimos. Le contestaron aquellas horribles palabras:

—¡Jovencita! Más le vale dejar el campo libre. La señora Duchemin ya es la amante de mi marido. Aléjese de él. —La voz carecía de cualquier rasgo humano, fue como si desde una inmensa oscuridad le hubiese hablado una máquina no menos inmensa cuyas palabras herían como golpes.

Respondió, y fue como si un sustrato de su imaginación del que nada sabía hubiese estado preparado para contestar a esas palabras, por lo que, en cierto modo, no fue su propio ser quien contestó fría y calmadamente:

—Debe de confundirse usted de persona. Si no le importa, dígale al señor Tietjens que telefonee a la señora Wannop cuando tenga un momento.

La voz dijo:

—A las cuatro y cuarto mi marido tiene que ir al Ministerio de la Guerra. Allí podrá hablar con usted…, sobre sus niños ilegítimos. ¡Pero si yo fuese usted dejaría el campo libre! —Y colgaron el auricular al otro lado de la línea.

Siguió con sus obligaciones cotidianas. Había oído hablar de unos piñones que eran muy baratos y nutritivos, o que llenaban mucho. Habían llegado a un extremo en el que sopesaban la sensación de saciedad que producía cada penique, y recorrió varias tiendas en busca de aquel alimento. Cuando lo encontró regresó a la madriguera, su hermano Edward había llegado. Estaba bastante abatido. Llevaba consigo un trozo de carne que era parte de su ración por estar de permiso. Se entretuvo limpiando su uniforme de marinero para ir a bailar ragtime a una fiesta a la que iban a ir esa noche. Conocerían a muchos objetores de conciencia, le dijo. Valentine puso la carne —era un regalo de los dioses, aunque muy fibrosa— a cocer con varias verduras troceadas. Subió a su habitación a mecanografiar unas cosas para su madre.

La naturaleza de la mujer de Tietjens ocupó sus pensamientos. Antes apenas había pensado en ella, ¡siempre le había parecido tan irreal y misteriosa como un mito! ¡Radiante y de paso noble, como un ciervo! ¡Pero debía de ser cruel! ¡Debía de ser vengativamente cruel con Tietjens, o no habría revelado así sus asuntos privados! ¡Aireándolos sin más, pues, por mucho que fanfarroneara, no podía estar segura de quién llamaba! ¡Una cosa así no se hacía! Pero también le había ofrecido su mejilla a la señora Wannop, ¡una cosa que tampoco se hacía! ¡Y con tanta amabilidad! El teléfono sonó varias veces esa mañana. Ella dejó que respondiera su madre.

Luego tuvo que preparar la cena, lo que le llevó tres cuartos de hora. Fue un placer ver comer a su madre con tanto apetito, un buen estofado, sabroso y abundante con judías verdes. Ella no pudo comer, pero por fortuna nadie se dio cuenta. Su madre le dijo que Tietjens no había telefoneado todavía, lo que le parecía muy poco considerado por su parte. Edward dijo: «¡Qué! ¿Es que los alemanes todavía no han matado al viejo Almohadón de Plumas? Aunque, claro, le habrán buscado un destino seguro». El teléfono del aparador empezó a infundirle terror a Valentine, en cualquier momento su voz podría… Edward siguió contando anécdotas de cómo embaucaban a los contramaestres en los dragaminas. La señora Wannop le escuchó con el interés distante y cortés de los ilustres cuando escuchan a un viajante comercial. Edward pidió un poco de cerveza de barril y sacó una moneda de dos chelines. Parecía bastante endurecido, aunque, sin duda, sólo en la superficie. En esos días todo el mundo parecía endurecido en la superficie.

Valentine fue con una jarra de un cuartillo al pub más cercano, cosa que nunca había hecho antes. Incluso en Ealing su señora no había permitido que la enviaran al pub; la cocinera había tenido que ir a por su propia cerveza o pedir que se la enviaran. Tal vez la señora de Ealing hubiese ejercido más vigilancia de la que había creído Valentine, era una buena mujer, pero estaba enferma. Se pasaba casi todo el día en la cama. Una pasión ciega dominaba a Valentine al pensar en Edith Ethel entre los brazos de Tietjens. ¿Acaso no tenía ya su propio eunuco? La señora Tietjens había dicho: «¡La señora Duchemin es su amante!». ¡Es! ¡Así que era posible que estuviese allí ahora!

En la contemplación de esa imagen se perdió la excitación de comprar cerveza en un pub. En apariencia era como comprar cualquier otra cosa, salvo por el olor a cerveza del serrín del suelo. Decías: «¡Un cuartillo de la mejor cerveza negra!», y un hombre gordo y bastante educado, con el pelo aceitoso y un delantal blanco, cogía tu dinero y te llenaba la jarra… ¡Pero Edith Ethel había insultado a Tietjens de un modo tan repugnante! ¡Y cuanto más repugnante más creíble parecía…! La cerveza de barril en jarra tenía pequeñas vetas de espuma en la superficie. ¡No debía derramarla al cruzar la calle! ¡Aún parecía más creíble! Algunas mujeres insultaban a sus amantes después de acostarse con ellos, y cuanto más violentos los transportes, más frenéticos eran sus insultos. ¡Era el «post-puntos suspensivos-tristis» del reverendo Duchemin! ¡Pobre diablo! ¡Tristis, tristis!

Terra tribus scopulis vastum… ¡No longum!

¡Su hermano Edward empezó a discutir consigo mismo de manera prolongada e ininteligible a propósito de dónde se reuniría con su hermana a las siete y media de la tarde para darse una comilona! Varios nombres de restaurantes salieron de sus labios para terror de ella. Decidió con regocijo y sin mucha convicción —¡un cuartillo es mucha cerveza para un tripulante de un dragaminas donde no se bebe alcohol!— encontrarse con ella a las siete y veinte en High Street para ir a un pub que él conocía, luego irían a bailar. En un estudio. ¡Oh, Dios!, decía su corazón, si Tietjens quisiera que fuese suya, su última noche. ¡Tal vez lo quisiera! Todo el mundo estaba endurecido en la superficie. Su hermano salió de la casa y dio un portazo que hizo estremecerse hasta la última teja de la madriguera.

Ella subió a su habitación y empezó inspeccionar sus vestidos. No habría podido decir cuáles, estaban todos extendidos sobre la cama y el teléfono sonaba con insistencia. Oyó la voz de su madre súbitamente aliviada: «¡Oh, oh…, eres tú!». Cerró la puerta y empezó a abrir y a cerrar todos los cajones. En cuanto interrumpió aquel ejercicio la voz de su madre se volvió audible, muy audible cuando la elevaba para plantear una pregunta. La oyó decir: «No meterla en líos… ¡Por supuesto!», luego se convirtió en una serie de sonidos agudos.

Oyó que su madre la llamaba:

—¡Valentine, Valentine! Baja… ¿Es que no quieres hablar con Christopher…? ¡Valentine, Valentine! —Y luego otros gritos—: ¡Valentine…, Valentine…, Valentine…! —¡Como si fuera un perrito faldero! La señora Wannop, gracias a Dios, estaba al pie de la escalera desvencijada. Había colgado el teléfono. Le gritó—: Baja. ¡Tengo que contártelo! ¡Ese muchacho me ha salvado! ¡Siempre me saca de apuros! ¿Qué voy a hacer ahora que se marcha?

«¡A otros salvó y a sí mismo no puede salvarse!»,[83] citó Valentine para sus adentros con amargura. Cogió su sombrero. No iba a emperifollarse para él. Tendría que aceptarla como era… ¡No podía salvarse a sí mismo! ¡Pero se enorgullecía! ¡Con las mujeres…! ¡Endurecido! ¡Aunque tal vez sólo en la superficie! ¡Ella misma…! Corrió escaleras abajo.

Su madre se había retirado al saloncito, tres metros por tres, y un techo demasiado alto para su tamaño. Pero en él había un sofá con almohadones… Y tal vez con la cabeza apoyada en esos almohadones… ¡Si Christopher volviera a casa con ella! ¡Tarde…!

Su madre estaba diciendo:

—Es un tipo estupendo… Se le ha ocurrido una idea para un artículo sobre los niños ilegítimos… Los Tommies decentes se abstienen porque no quieren meter a sus novias en un lío… Los que no lo son se arriesgan porque piensan que puede ser su última oportunidad…

«¡Es un mensaje para mí! —se dijo Valentine—. Pero ¿qué frase…?» Se movió con aire ausente, todos los almohadones estaban en un extremo del sofá. Su madre exclamó:

—¡Te manda recuerdos! ¡Su madre tuvo suerte de tener un hijo como él! —Y volvió a su minúsculo estudio.

Valentine corrió sobre las losas rotas del sendero del jardín, sujetando firmemente su sombrero. Cuando miró su reloj de pulsera eran las dos y doce, ahora eran las tres menos cuarto. Si tenía que ir andando al Ministerio de la Guerra para llegar a las cuatro y cuarto —a las dieciséis quince, ¡todo un adelanto!— tenía que salir ya. Había ocho kilómetros hasta Whitehall. ¡Y luego, Dios sabe! ¡Ocho kilómetros de vuelta! ¡Cuatro en línea recta, para llegar a la estación de High Street a las siete y media! Veinte kilómetros en cinco horas o menos. Y, para rematarlo, tres horas bailando. ¡Y vestirse…! Había que estar en forma… Y, con violenta amargura, dijo:

—¡Muy bien! Lo estoy… —Le acudió a la memoria la imagen de cien chicas alineadas con jerséis azules y corbatas masculinas a las que había tenido que mantener en forma a costa de estarlo ella todavía más. Se preguntó cuántas se convertirían en amantes de algún hombre antes de que terminara el año. Estaban en agosto. ¡Aunque tal vez ninguna lo hiciese! Porque ella las había mantenido en forma…

—¡Ah! —dijo—, si yo hubiese sido una mujer disoluta, de pechos fláccidos y cuerpo fofo! ¡Bien perfumada! —Pero ni Sylvia Tietjens ni Ethel Duchemin eran fofas. ¡Puede que se perfumasen de vez en cuando! ¡Pero no se les ocurriría hacer una caminata de veinte kilómetros para ahorrarse unos peniques y rematarlo bailando toda la noche! ¡A ella sí! Y tal vez ése fuese el precio que tenía que pagar: estaba en tan buena forma que no le había incitado a… Quizá exhalase un aura de sobriedad, castidad y abstinencia que le hubiese sugerido que un Tommie decente no mete en un lío a su novia antes de que lo maten… ¡Aunque si él fuese un matón de pueblo…! Se preguntó de dónde habría sacado todas esas frases.

Las sórdidas casas alineadas parecían volar a su lado bajo la mezquina luz de agosto. Cuando se piensa demasiado, el tiempo se acelera y apenas se ha fijado uno en la papelería de una calle cuando llega a las cajas de cebollas de la tienda que hay en la esquina siguiente.

Estaba en Kensington Gardens, en la parte norte, había dejado atrás las tiendas pobres… Estaba en un campo falso, con falsos céspedes, falsas avenidas, falsos arroyos. Gente falsa que seguía su camino sobre la hierba falsa. ¡Oh, no! ¡No era falsa! ¡Vacía! ¡No! ¡La palabra era «pasteurizada»! Como la leche muerta a la que le han robado todas las vitaminas…

Si ahorraba unas monedas andando podría darle más propina al impúdico —o compasivo— taxista que le ayudara a meter a su hermano por la puerta de la madriguera. Edward estaría borracho como una cuba. Ella tenía quince chelines para el taxi. Si le pagaba un poco más, parecería generosa… ¡Menudo día tenía todavía por delante! ¡Hay días que casi parecen una vida!

¡Preferiría morir antes que permitir que Tietjens pagara el taxi!

¿Por qué? Una vez un taxista se había negado a cobrar por llevarles a su hermano y a ella hasta Chiswick y no se había ofendido. ¡Le había pagado, pero no se había sentido ofendida! ¡Sólo fue un tipo sentimental conmovido por la hermana guapa —o tal vez no creyera de verdad que era su hermana— y su incorregible hermano marino! Tietjens también era un tipo sentimental… ¿Qué diferencia había? ¡Y luego! Su madre dormía profundamente; su hermano estaría totalmente borracho. ¡La una de la mañana! ¡No podría rechazarla! ¡Oscuridad, almohadones! ¡Recordaba haberlos arreglado! ¡Lo había hecho inconscientemente! ¡Oscuridad! ¡Un sueño profundo, una borrachera descomunal…! ¡Era horrible! ¡Repugnante! Una aventura digna de Ealing…, la convertiría en carne de cañón con la que llenar los cementerios… Bueno, ¿y qué otra cosa era ella?, ¿Valentine Wannop, la hija de su padre y de su madre? ¡Sí! ¡Pero ella no era más que una don nadie insignificante!

Sin duda estarían transmitiendo mensajes por radio desde el almirantazgo… Pero su hermano estaba en Inglaterra, o emborrachándose un poco más y conspirando. En cualquier caso, las parpadeantes intermitencias sobre el mar no le afectaban de momento… Un autobús le rozó la falda mientras corría hasta la isleta… Tal vez hubiera sido mejor. ¡Pero no tenía valor!

Estaba mirando las muertes impresas debajo de un tejadillo verde, como los que se ponen sobre los comederos de los pájaros. ¡Se le paró el corazón! ¡Antes estaba sin aliento! Se estaba volviendo loca. Se estaba muriendo… ¡Todas esas muertes! Y no sólo las muertes… ¡La espera de la proximidad de la muerte, la contemplación del adiós a la vida! ¡Ahora estabas con vida, y un minuto después no! ¿Cómo era? ¡Oh, cielos, lo sabía… Estaba allí contemplando el adiós a… Ahora estabas con vida, y un minuto después… El aliento se agitaba en su pecho… Tal vez él no fuese…

De pronto lo vio rodeado por aquellas piedras sórdidas. Corrió a su encuentro y le dijo algo, con un odio desesperado. ¡Los responsables de todas esas muertes eran él y otros como él…! Por lo visto, tenía un hermano, ¡otro responsable! ¡De tez más oscura! ¡Pero él! ¡Él! ¡Él! ¡Él! Estaba muy tranquilo y la miraba directamente a los ojos… No era posible. Holde Lippen, klaare Augen, heller Sinn[84] ¡Oh, el intelecto despejado estaba un poco decaído! ¿Y los labios? Sin duda también. Pero no podría mirar así a menos que…

Lo cogió violentamente del brazo: ¡en ese momento le pertenecía más que a ningún hermano atezado y simple civil! ¡Iba a preguntárselo! Y si respondía: «¡Sí, lo soy!», ella pensaba decirle: «¡Entonces debes hacérmelo a mí también! ¿Por qué ellas y no yo? ¡Yo también quiero tener un hijo!». Deseaba tener un hijo. Inundaría aquellas piedras odiosas con un torrente de argumentos; imaginó —sintió— cómo sus labios pronunciaban las palabras… Imaginó su inteligencia desfalleciente, sus miembros consentidores…

Sus ojos vagaban alrededor de la cornisa de aquellos edificios de piedra. De pronto volvió a ser Valentine Wannop, no necesitaba que él le dijera nada. Intercambiaron varias palabras, pero las palabras no pueden probar una inocencia ya probada igual que no pueden aumentar un amor ya existente. Lo mismo podría haber recitado una lista de estaciones de tren. Sus ojos, su rostro despreocupado y sus hombros relajados lo absolvieron. El mayor discurso amoroso que le había dedicado nunca y que jamás podría dedicarle fue cuando, muy enfadado, le dijo con sequedad: «Pues claro que no. Pensaba que me conocías mejor», y la apartó a un lado como si fuera un mosquito. ¡Gracias a Dios casi ni le había prestado atención!

Volvía a ser Valentine Wannop, los pinzones cantaban: «¡Pinc!, ¡pinc!». Los largos tallos de la hierba rozaban contra su falda. Tenía los miembros limpios, la cabeza despejada… El único problema era saber si Sylvia era buena con él… Buena para él sería, tal vez, la mejor forma de decirlo. Se le aclaró la imaginación, como el agua cuando deja de bullir… «Aguas calmadas en el crepúsculo.»[85] Bobadas. ¡Brillaba el sol y Christopher tenía un hermano adorable que podía salvarlo…! «¡Transporte!» La palabra cobraba un nuevo significado. Sintió un cálido agradecimiento, aquel hombre también era su hermano, ¡el mejor imaginable! Era como si se hubiesen juntado dos trozos de un material tan parecido que fuese muy difícil ver la diferencia. ¡Sin embargo, no era como el original! Debía estarle agradecida a aquel pariente por todo lo que hacía por ella, pero no tanto como al otro…, ¡que no había hecho nada!

¡La providencia va por rachas! Mientras subía las escaleras oyó la bendita palabra «transporte». Ellos, eso decía Mark: ella y él —otra vez el sentimiento familiar— iban a meter a Christopher en transporte… Gracias a Dios la Primera Línea de Transporte era la única rama del ejército con la que Valentine estaba algo familiarizada. La mujer de la limpieza, que no sabía leer ni escribir, tenía un hijo que era sargento en un regimiento del frente. «¡Hurra!», le había escrito a su madre. «He perdido el apetito y además estoy recomendado para la DCM. ¡Así que me han nombrado NCO de la Primera Línea de Transporte por un tiempo, y es el trabajo más cómodo y seguro de toda la línea del frente!» Valentine había tenido que leer esa carta en la trascocina entre cucarachas. ¡Y en voz alta! Había odiado tener que leerla, igual que odiaba leer cualquier cosa que diese detalles del frente. Pero la caridad empieza, sin duda, por la señora de la limpieza.[86] Había tenido que hacerlo. Ahora podía dar gracias a Dios. El sargento, para tranquilizar a su madre, le había descrito su trabajo diario con un lenguaje claro y sincero: seleccionar y distribuir los caballos y armones del GS y supervisar las cuadras. «No te diré más —decía una de las frases— que nuestro OC de transporte es un fanático de la pesca. Allí donde vamos, manda segar y vallar una zona y ¡ay de quien ose atravesarla!» El OC se pasaba horas practicando el lanzamiento con cañas de pescar truchas y salmones. «¡Así te puedes hacer una idea de lo fácil que es el trabajo!», concluía jubiloso el sargento.

Así que allí estaba ella, Valentine Wannop, sentada en un duro banco contra una pared: clase media y honrada hasta la médula —o tal vez clase media alta—, ¡pues, aunque empobrecidos, los Wannop eran de linaje antiguo! La marea humana pasaba por delante del banco sobre sus zapatos mocasines. En la mesa que tenía a un lado había dos conserjes, uno benévolo y otro siempre quejumbroso; al otro lado tenía a una especie de cuñado de rostro moreno con los ojos saltones, que en sus tímidos esfuerzos por apaciguarla estaba tratando todo el rato de introducirse en la boca el mango del paraguas, como si fuese un pomo. En ese momento, ella no entendía por qué quería apaciguarla, pero sabía que lo averiguaría al cabo de un minuto.

Y es que en ese preciso instante Valentine estaba ocupada con una curiosa pauta, casi matemáticamente simétrica. Ahora era una chica de clase media inglesa —cuya madre tenía ingresos suficientes— con un traje de tela azul, un sombrero de ala ancha, una corbata de seda negra, sin un solo pensamiento inadecuado en la cabeza. Y con un hombre de una pureza cristalina que la amaba. Hace sólo diez, no cinco minutos, había sido… ¡Ni siquiera recordaba lo que había sido! Y él había sido, sin duda parecía un matón de… No, no podía repetir esas palabras… ¡Entonces un semental encabritado! Si ahora se le acercase, el mero movimiento de su mano a lo largo de la mesa la haría retroceder.

Era un regalo caído del cielo, aunque absurdo. Como el barómetro con el anciano y la anciana a ambos extremos… Cuando el viejo salía la vieja entraba y eso quería decir que iba a llover; cuando la vieja salía… ¡Era exactamente así…! Con tiempo lluvioso todo el mundo cambiaba. ¡Se oscurecía…! La cuerda de tripa que los accionaba se aflojaba…, se aflojaba… ¡Pero siempre estaban a ambos extremos!

Mark estaba diciendo, con el mango del paraguas estorbando sus palabras:

—Entonces le asignaremos a su madre una renta vitalicia de quinientas libras…

Era sorprendente lo poco que eso la sorprendía, aunque le infundiera tranquilidad. Era tan sólo algo con lo que siempre había contado que ahora llegaba con retraso. El señor Tietjens, un hombre honorable, lo había prometido muchos años antes. Su madre, una augusta mujer de genio, dedicaría sus energías a expresar las opiniones políticas del señor Tietjens, mientras éste estuviera con vida, en su periódico. Él la compensaría. La estaba compensando. No de forma espléndida, pero sí adecuadamente, como un caballero.

Mark Tietjens, inclinándose, sacó un trozo de papel. Un botones se le acercó y dijo: «¡Señor Riccardo!». Mark Tietjens dijo: «¡No, se ha ido!». Luego, prosiguió:

—De momento pospondremos lo de su hermano… ¡Pero será suficiente para abrir una consulta, una buena consulta! Cuando sea un auténtico matasanos. —Se interrumpió, y la miró con sus ojos atrabiliarios mientras mordisqueaba el mango del paraguas, estaba muy nervioso—. ¡Y ahora usted! Dos o trescientos. ¡Al año, por supuesto! El capital será sólo suyo… —Se interrumpió—: Pero ¡se lo advierto! A Christopher no le gustará. La tiene tomada conmigo. Yo no le escatimaría a usted…, ¡oh, ninguna suma! —Hizo un gesto para indicar una cantidad ilimitada—. Sé que usted lleva a Christopher por el buen camino —dijo—. ¡Es la única persona capaz de hacerlo! —Añadió—: ¡Pobre diablo!

Ella dijo:

—¿La tiene tomada con usted? ¿Por qué?

Mark respondió vagamente:

—¡Oh!, como han circulado todos esos rumores… Falsos, por supuesto.

Valentine preguntó:

—¿La gente murmura de usted? ¿De él? Tal vez sea por el retraso en establecer los términos de la herencia.

Él dijo:

—¡Oh, no! ¡De hecho, es más bien lo contrario!

—Entonces —exclamó— es que han estado hablando mal de mí. ¡Y de él!

Mark respondió angustiado:

—¡Oh!, pero le pido que me crea… ¡Le suplico que confíe en que la creo a usted! ¡Señorita Wannop! —Añadió de forma grotesca—: «Tan pura como el rocío que baña la Aurora iluminada por el sol…».[87] —Los ojos le sobresalían como a un pez fuera del agua. Dijo—: Le ruego que por ese motivo no se enfade con… —Se encogió en el cuello rígido de la camisa—. ¡Su mujer! —dijo—. No es buena para él… Está bobamente enamorada de él. Pero no es buena… —Estuvo a punto de sollozar—. Es usted la única… —dijo—, lo sé…

¡A ella se le ocurrió que estaba perdiendo demasiado tiempo en aquella Salle des Pas Perdus! ¡Tendría que coger el tren para volver a casa! ¡Cinco peniques! Pero qué más daba. Su madre tenía quinientas libras al año… Cinco peniques multiplicado por doscientas cuarenta…

Mark dijo alegremente:

—Si le asignamos a su madre una renta de quinientas libras… Dice usted que con eso bastará para que Christopher tenga su chuleta… Y le añadimos tres…, cuatro…, me gusta ser exacto…, cuatrocientas al año. A usted le quedarán… —Su rostro inquisitivo brilló.

Valentine comprendió la situación con total claridad. Comprendió a la señora Duchemin: «Dada nuestra posición oficial, no podemos… pasar por alto…». Edith tenía toda la razón. No podían… ¡Se había esforzado mucho por parecer correcta y circunspecta! ¡No se le puede pedir a la gente que renuncie a su vida por los amigos! ¡Al único al que podía pedírselo era a Tietjens! Le dijo a Mark:

—Es como si el mundo entero hubiese conspirado…, como un torno de carpintero…, para obligarnos a estar… —iba a decir «juntos»—. Pero él la interrumpió de un modo increíble:

—¡Debe tener su tostada con mantequilla…, y su chuleta de cordero…, y ron St. James! [88] Maldita sea… Está usted hecha para él… No puede culpar a la gente por emparejarles… No pueden evitarlo… Si no existiera usted habrían tenido que inventarla… Como a Dante para…, ¿quién era? ¿Beatriz? Hay parejas así.

Valentine dijo:

—Como el torno de un carpintero… Empujados el uno contra el otro. De manera irresistible. ¿Acaso no nos hemos resistido?

El rostro de Mark adoptó una expresión de pánico, sus ojos saltones miraron hacia el mostrador de los dos conserjes. Susurró:

—No irá usted… a abandonarlo… por mi metedura de pata…

Ella respondió, y oyó a Macmaster susurrándolo con voz áspera:

—Te ruego que creas que nunca…, abandonaré…

Era lo que había dicho Macmaster. ¡Debía de haberlo copiado de la señora Micawber! [89]

Christopher Tietjens —vestido de caqui raído, pues su mujer le había estropeado su mejor uniforme— habló de pronto a su espalda. Se había acercado a ella desde detrás del mostrador de los dos conserjes mientras Valentine estaba vuelta hacia Mark en el banco:

—¡Vamos! ¡Salgamos de aquí!

¡De modo que quería salir de allí!, se preguntó ella. ¿Para ir adónde?

Como los deudos en un funeral —o como si fuese una prisionera bajo vigilancia entre los dos hermanos—, bajaron los escalones, giraron a la derecha hacia la salida y volvieron a girar para salir enfrente de Whitehall. Los dos hermanos emitían sonidos inaudibles pero satisfechos sobre su cabeza. Cruzaron Whitehall por las isletas, donde el autobús había rozado su falda. Se refugiaron debajo de un arco…

Los dos hermanos se miraron a la cara en aquel lugar pétreo y majestuoso. Mark dijo:

—¡Supongo que no querrás estrecharme la mano!

—¡No! ¿Por qué iba a hacerlo?

Ella le había gritado a Christopher: «¡Oh, estréchasela!». (Las antenas de radio que tenían encima ya no le preocupaban. Su hermano, sin duda, estaba emborrachándose en algún bar de Piccadilly… ¡La tosquedad de la superficie!)

Mark dijo:

—¿No sería mejor que lo hicieras? ¡Podrían matarte! ¡Si a uno lo matan no debe de ser agradable pensar que se negó a estrecharle la mano a su hermano!

Christopher respondió:

—¡Oh…, de acuerdo!

Durante su arrebato de felicidad por aquel sentimentalismo hiperbóreo, él la había cogido del brazo. Se la había llevado junto a los cisnes —o posiblemente fueran barracones, no logró recordarlo— hasta un banco que tenía encima, o cerca, un sauce llorón. Y le había dicho, boqueando también como un pez:

—¿Serás mi amante esta noche? Parto mañana a las ocho y media desde Waterloo.

Ella había contestado:

—¡Sí! Ve a tal y tal estudio justo antes de las doce… Tengo que llevar a mi hermano a casa… Estará borracho… —Quería decirle: «Oh, cariño, lo he deseado tanto…», pero en lugar de eso dijo—: He arreglado los almohadones…

Luego se preguntó: «¿Qué es lo que me habrá empujado a decirle eso? Es como si le hubiera dicho: “Encontrarás el jamón en la despensa debajo de un plato…”. Sin la menor ternura…».

Valentine se fue por un sendero cubierto de conchas, entre unas verjas que le llegaban por el tobillo, llorando con amargura. Un viejo vagabundo, con ojos enrojecidos y llorosos y una barba blanca y rala la miró con curiosidad desde donde estaba en la hierba. Se creía el monarca de aquel paisaje.

—Así son las mujeres —observó con el aparente y estúpido misterio de los viejos encallecidos—. ¡Las hay que sí! —Escupió en la hierba, y dijo—: ¡Ah! —y luego añadió—: ¡Y las hay que no!