Mark Tietjens anduvo por el patio con la chica llorosa, balanceando tímidamente el paraguas y con el sombrero hongo firmemente calado hasta las orejas para que le proporcionara cierta sensación de estabilidad.
—Escuche —dijo—, no sea usted muy dura con el bueno de Christopher por sus opiniones militaristas… Recuerde que parte mañana para el frente y hay pocos como él. —Ella lo miró un momento, con las mejillas llenas de lágrimas, y luego apartó la mirada—. Muy pocos. No ha dicho una mentira ni hecho nada deshonroso en toda su vida. Trátelo usted bien, sea buena chica. Usted sabe qué es lo que debe hacer.
La chica, sin mirarlo, respondió:
—¡Daría la vida por él!
Mark observó:
—Lo sé. Reconozco a una mujer de valía en cuanto la veo. ¡Piénselo! Lo más probable es que él crea que está ofreciendo su vida por, ya sabe, por usted. ¡Y por mí, desde luego! Es otro modo de ver las cosas. —La cogió torpe, pero irresistiblemente, por el antebrazo. Lo notó muy delgado por debajo del fino abrigo de tela azul. Se dijo: «¡Dios mío! A Christopher le gustan flacas. Le atraen las de tipo atlético. Esta chica es tan ágil como…». No se le ocurrió nadie tan ágil como la señorita Wannop, pero sintió una gran satisfacción por haberla conocido a ella y a su hermano. Dijo—: ¿No irá usted a marcharse? No sin antes decirle una palabra amable. ¡Piénselo! Podría morir… Además, es probable que él no haya matado a ningún alemán. Era sólo oficial de enlace. Después lo destinaron a un vertedero donde se dedican a cribar la basura del ejército. Para ver cómo darles menos de comer a los hombres. Eso significa que los civiles reciben más. ¿No se opondrá usted a que les proporcione más comida a los civiles…? Ni siquiera ayuda a matar alemanes…
Sintió cómo ella le apretaba la mano contra su cálido costado.
—¿Qué va a hacer ahora? —preguntó la chica. La voz le temblaba.
—A eso precisamente he venido —respondió Mark—. Estoy aquí para ver al viejo Hogarth. ¿Conoce usted a Hogarth? ¿Al viejo general Hogarth? Creo que podré convencerlo de que asigne a Christopher a labores de transporte. Una misión segura. ¡Muy segura! No tiene nada de glorioso. Y tampoco tendrá que matar a esos condenados alemanes… Le ruego que me perdone, si es que simpatiza usted con ellos.
Ella se soltó el brazo para mirarlo a la cara.
—¡Oh! —dijo—, entonces, ¿no quiere usted que adquiera esa dichosa gloria militar? El color volvió a su rostro, lo miró con los ojos abiertos.
Él respondió:
—¡No! ¿Por qué demonios iba a quererlo? —Se dijo: «Tiene unos ojos enormes, un cuello bonito, buenos hombros, buenos pechos, caderas bien perfiladas, manos pequeñas. No es patizamba, bonitos tobillos. Bien plantada. ¡Los pies no son muy grandes! ¡Más o menos un metro sesenta! ¡Un animal magnífico!». Continuó en voz alta—: ¿Por qué demonios iba a querer ser un maldito soldado? Es el heredero de Groby. Cualquiera debería contentarse con eso.
Ella dejó pasar un rato para que él completase su inspección crítica, y luego le puso a su vez precipitadamente la mano debajo del brazo y lo arrastró hacia la entrada.
—Entonces démonos prisa —dijo—. Arreglemos cuanto antes lo del transporte. Antes de que se vaya mañana. Así sabremos que está a salvo.
A Mark le confundía su vestido. Era muy formal, azul marino y muy corto. Una blusa blanca con una corbata de seda negra de hombre. Un sombrero de ala ancha con un número delante de la cinta.
—Usted también va de uniforme —observó—. ¿Le permite su conciencia hacer tareas militares?
Ella respondió:
—No. Andamos mal de dinero. Doy clases de gimnasia en un colegio para ganar honradamente unos peniques… Pero ¡dese prisa!
Le halagó que ella le apretara en el codo. Se resistió un poco, para que la chica insistiera un poco más. Le gustaba que le suplicara una mujer guapa, y más siendo la chica de Christopher.
Dijo:
—¡Oh!, no hay prisa. Los tienen semanas en la base antes de enviarlos al frente… Lo arreglaremos, no me cabe duda. Esperaremos en el vestíbulo a que baje.
Advirtió al benévolo portero, uno de los dos que había tras el mostrador en el triste y abarrotado vestíbulo, de que, en uno o dos minutos, subiría a ver al general Hogarth. Pero le pidió que no enviara a un botones. Todavía tardaría un poco.
Se sentó torpemente junto a la señorita Wannop en un banco de madera, la gente pasaba sobre sus pies como las olas en una playa. Ella se apartó un poco para hacerle sitio y eso también le halagó. Observó:
—Antes dijo que estaban mal de dinero. ¿Se refería a usted y a Christopher?
Ella respondió:
—¿Yo y el señor Tietjens? ¡Oh, no! ¡Mi madre y yo! El periódico para el que escribía ha cerrado. Después de morir su padre, creo. Tengo entendido que les ayudaba a recaudar fondos. Y a mi madre no se le da bien trabajar como independiente. Ha trabajado demasiado toda su vida.
Él la miró con sus ojos saltones.
—No sé qué es eso de trabajar como independiente —dijo—. Pero tienen que vivir ustedes con más desahogo. ¿Cuánto necesitarían usted y su madre para vivir cómodamente? ¡Y añada un poco para que Christopher pueda pasarse a comer una chuleta de cordero de vez en cuando!
En realidad, ella no le estaba escuchando. Mark repitió con cierta insistencia:
—¡Escuche! Le estoy hablando de negocios. No como un viejo admirador que tratara de imponerle algo. Aunque, por Dios, que la admiro a usted… Pero mi padre quería que su madre viviera con desahogo…
El rostro de la chica, que estaba vuelto hacia él, se puso rígido.
—No querrá decir… —empezó.
Él dijo:
—Si me interrumpe no llegaremos a ninguna parte. Tengo que contar las cosas a mi modo. Mi padre quería que su madre viviese con desahogo. Decía que así podría escribir libros en lugar de artículos. No sé qué diferencia hay, pero eso es lo que él decía. También quería que usted viviera con comodidad… ¿Tiene usted alguna carga? No…, ¡oh!, ¡no sé, un negocio!, una sombrerería que no sea rentable. Algunas chicas tienen…
Ella respondió:
—No. Sólo doy clases…, ¡oh, dese prisa…!
Por primera vez en su vida, Mark alteró el curso de sus pensamientos para satisfacer el deseo de otra persona.
—Tómeselo como algo para ir tirando —dijo—, como si mi padre le hubiese dejado a su madre una pequeña herencia. —Trató de recomponer sus pensamientos interrumpidos.
—¡Lo hizo, lo hizo! ¡Después de todo! —exclamó la chica—. ¡Oh, gracias a Dios!
—Si usted quiere, habría un poco para usted —dijo Mark—, aunque tal vez Christopher no se lo permita. Conmigo es un poco irritable. Y algo para su hermano, lo suficiente para abrir una consulta. —Le preguntó—: No irá a desmayarse, ¿verdad?
Ella dijo:
—No. No me desmayo. Lloro.
—Está bien —respondió él, y prosiguió—: Ésa es su parte. Ahora mis condiciones. Quiero que Christopher tenga un sitio donde pueda encontrar siempre una chuleta de cordero y un sillón junto al fuego. Y alguien que sea bueno para él. Usted es buena para él. Es evidente. ¡Conozco a las mujeres!
La chica estaba llorando sin cesar en voz baja. Era la primera vez que se había relajado la tensión con la que había vivido desde un día antes de que los alemanes cruzaran la frontera belga, cerca de un lugar llamado Gemmenich.
Había empezado nada más volver la señora Duchemin de Escocia. Mandó llamar a la señorita Wannop a la rectoría en plena noche. A la luz de las velas que había en unos largos candelabros de plata delante de los paneles de roble, le había parecido un bloque de mármol enloquecido, con los ojos negros y fijos y el cabello alborotado. Había exclamado con una voz tan inhumana como la de una máquina:
—¿Cómo se deshace una de un bebé? Tú has sido sirvienta. ¡Tienes que saberlo!
Fue una gran conmoción y un punto de inflexión en la vida de Valentine Wannop. Los años anteriores habían sido muy tranquilos, teñidos, por supuesto, de melancolía porque amaba a Christopher Tietjens. Pero pronto había aprendido a pasarse sin eso, y el mundo, tal como ella lo veía, era un lugar de renuncias, de mucho esfuerzo y sacrificio. Tietjens tendría que ser sólo un hombre que iba a ver a su madre y hablaba maravillosamente. Había sido feliz mientras estaba en la casa y ella preparaba el té en la despensa de la criada. Además, había trabajado mucho para su madre; el tiempo había sido, en conjunto, bueno, y el rincón del país donde vivían había seguido pareciéndole fresco y agradable. Había disfrutado de una salud excelente, había montado de vez en cuando el qui-tamer con el que Tietjens había reemplazado el ciclán de Joel; y a su hermano le había ido tan bien en Eton y había conseguido tantos premios y becas que, una vez en Magdalen, casi se había independizado de su madre. Era un muchacho alegre y admirable y era probable que compitiera con éxito por su universidad, siempre que no acabaran expulsándolo por sus extravagancias políticas. ¡Era comunista!
Y en la rectoría habían estado los Duchemin, o más bien la señora Duchemin y, la mayoría de los fines de semana, Macmaster.
La pasión de Macmaster por Edith Ethel, y de Edith Ethel por Macmaster le había parecido una de las cosas hermosas de la vida. Daban la impresión de nadar en un mar de renuncias, de hermosas citas literarias, y de espera constante. Macmaster no le interesaba demasiado personalmente, pero confiaba en él por la pasión romántica que había despertado en Edith Ethel y porque era amigo de Christopher Tietjens. Nunca le había oído decir nada original, sus citas solían ser más adecuadas que sorprendentes. Pero daba por sentado que era el hombre indicado, igual que da uno por sentado que la máquina del tren expreso en el que viaja es de fiar. Los entendidos la han escogido por nosotros…
La señora Duchemin, al desquiciarse así en su presencia, le había proporcionado el primer indicio de que su idolatrada amiga, en quien había creído tanto como en la firmeza de la tierra, había sido la querida de su amante, casi desde el primer día en que lo vio… Y de que la señora Duchemin ocultaba en alguna parte una personalidad extremadamente desagradable y vulgar. Se encolerizó una y otra vez a la luz de las velas, delante de los oscuros paneles de roble, y chilló frases vulgares que expresaban un odio profundo por su amante. ¿Es que ese zoquete no sabía hacer las cosas mejor que el sucio e insignificante pescador de Port of Leith…?
¿Para qué servían entonces las largas velas en candelabros de plata? ¿Y los pulimentados paneles en los pasillos?
Valentine Wannop no podría haber sido una cenicienta con vestidos usados de algodón, que dormía debajo de las escaleras de una casa de Ealing donde vivían una cocinera borracha, una señora enferma, y tres hombres sobrealimentados, sin adquirir un considerable conocimiento de las necesidades sexuales y los excesos de la humanidad. Pero, igual que todos los ilotas pobres de las grandes ciudades fortalecen sus vidas soñando con bellezas materiales, elegancia y cómodas riquezas, ella había pensado siempre que, lejos del mundo de Ealing y sus consejeros del condado que comían más de la cuenta y relinchaban como caballos, había brillantes colonias de seres castos, de pensamientos hermosos, altruistas y circunspectos.
Y, hasta ese momento, se había imaginado a sí misma en las afueras de dicha colonia. Daba por supuesto que había una sociedad de brillantes intelectos centrada en Londres alrededor de sus amigos. Ealing lo dejaba fuera de su imaginación. Una vez había oído decir a Tietjens que la humanidad se componía de intelectos exactos y constructivos por un lado y por el otro de carne de cañón con la que llenar los cementerios… ¿Qué había sido entonces de los intelectos exactos y constructivos?
Peor aún, ¿qué había sido de su hermosa inclinación por Tietjens, ya que no podía considerarla de otro modo? ¿Es que su corazón ya no podría alegrarse cuando estuviera en la despensa y él en el estudio de su madre? Y aún más, ¿qué había sido de la hermosa inclinación que, según le constaba, sentía Tietjens por ella? Se planteó la eterna pregunta —y ella sabía que era una pregunta eterna— de si un hombre y una mujer no pueden limitarse a sentir inclinación el uno por el otro. Y al ver a la señora Duchemin yendo de aquí para allá a la luz de las velas, con el rostro lívido y el cabello desordenado, Valentine Wannop dijo: «¡No!, ¡no! ¡El tigre que acecha entre los juncos siempre acaba alzando la cabeza!».[77] Pero el tigre… parecía más bien un pavo.
Tietjens levantó la cabeza desde el otro lado de la mesa del té y la observó con su mirada demorada y meditativa desde detrás de su madre; ¿es que, en lugar de ojos azules y saltones, debería tener unas pupilas divididas longitudinalmente que se dividieran cerrándose o dilatándose, sobre un fondo amarillo con destellos verdosos de luz furtiva?
Ella era consciente de que Edith Ethel le había causado un daño irreparable, pues no se puede sufrir una gran impresión sexual y seguir siendo la misma. O al menos no durante muchos años. En cualquier caso, se quedó con la señora Duchemin hasta las tantas de la mañana, cuando dicha dama cayó en un sillón, convertida en un mero saco de huesos envuelta en telas de color azul como las plumas de un pavo real, y se negó a moverse o a hablar más; ni siquiera entonces dejó de velar fielmente a su amiga…
Al día siguiente llegó la guerra. Fue una pesadilla de sufrimiento puro, sin tregua ni de día ni de noche. Empezó la mañana del día 4 con la llegada de su hermano de una especie de escuela veraniega comunista de Oxford en los Broads.[78] Llevaba una gorra de estudiante de la hermandad estudiantil alemana y estaba totalmente borracho. Había ido a Harwich a visitar a unos amigos alemanes. Era la primera vez que veía a un hombre borracho, así que fue un buen regalito.
Al día siguiente, ya sobrio, estuvo aún peor. Era un muchacho guapo y moreno como su padre, tenía la nariz ganchuda de su madre y estaba siempre un poco desequilibrado, no desaforado, pero siempre vehemente acerca de las opiniones que sostuviera en cada momento. En la escuela veraniega había estado bajo la tutela de todo tipo de vitriólicos profesores. Hasta ese momento había carecido de importancia. Su madre escribía para un periódico tory; su hermano, cuando estaba en casa, revisaba una especie de órgano subversivo de Oxford. Pero su madre se había limitado a tomárselo a broma.
La guerra había cambiado eso. Ambos parecían llenos de un deseo de sangre y tortura y ninguno le prestaba la menor atención al otro. Era como si —y así lo recordó durante esos años— en un rincón de la habitación su madre, anciana y de rodillas, pues sólo se levantaba con esfuerzo, le gritara groseras advocaciones a Dios para que le dejase estrangular, torturar y despellejar con sus propias manos a un ser llamado káiser, y como si en el otro extremo de la habitación, su hermano, erguido, sombrío, desdeñoso y vitriólico, con el puño cerrado en alto, pidiera que se abatiese la maldición del cielo sobre el soldado británico, para que muriesen y agonizasen a miles con la sangre chorreándoles de los pulmones abrasados. Al parecer, el líder comunista en que pretendía convertirse Edward Wannop había fracasado en sus intentos de causar desafectos entre varias unidades del ejército británico y lo había hecho de forma humillante, tras despertar sólo la risa o el desprecio y sin que lo arrojaran al estanque, lo fusilasen o martirizasen de cualquier otro modo. Eso era una prueba de que el soldado raso era el responsable de la guerra. ¡Si aquellos innobles mercenarios se hubiesen negado a combatir, los otros millones, asediados y aterrorizados, habrían depuesto las armas!
Entre aquella horrible fantasmagoría se movía la figura de Tietjens. Dudaba. Ella le oyó varias veces plantearle sus dudas a su madre, que cada vez se volvía más abstraída. Un día la señora Wannop le había dicho:
—¿Qué piensa tu mujer?
Tietjens había respondido:
—¡Oh!, la señora Tietjens es pro alemana… O no, ¡eso no es exacto! Es amiga de unos prisioneros alemanes y cuida de ellos. Pero se pasa casi todo el tiempo en retiros conventuales leyendo novelas de antes de la guerra. No soporta la idea del sufrimiento físico. Y no la culpo por ello.
La señora Wannop ya no estaba escuchándole, su hija sí.
Para Valentine Wannop la guerra había convertido a Tietjens en un hombre de carne y hueso y no en una inclinación…, la guerra y la señora Duchemin se interponían entre ellos. Tietjens parecía haberse vuelto menos infalible. Un hombre que duda es más real, tiene ojos, manos, necesidad de comer y de que le cosan un botón. De hecho, ella le había cosido un botón de un guante que estaba suelto.
Un viernes por la tarde había tenido con él una larga conversación en casa de Macmaster, la primera desde su excursión y el accidente.
Desde que Macmaster había instituido sus veladas de los viernes —que habían empezado cierto tiempo antes de la guerra—, Valentine Wannop había acompañado a la señora Duchemin a la ciudad en el tren matutino y de vuelta por la noche a la rectoría. Valentine servía el té y la señora Duchemin flotaba por la enorme habitación forrada de libros entre genios y periodistas de primera fila.
En esa ocasión —un día de noviembre, muy húmedo y frío— casi no había asistido nadie, aunque el viernes precedente había ido mucha más gente de lo habitual. Macmaster y la señora Duchemin se habían llevado a un tal señor Spong, un arquitecto, al comedor para contemplar una tirada especialmente buena de las Vistas de Roma de Piranesi, que Tietjens había encontrado en alguna parte y le había regalado a Macmaster. Un tal señor Jegg y una tal señora Haviland estaban sentados junto a la ventana del fondo. Hablaban en voz baja. De vez en cuando, el señor Jegg empleaba la palabra «inhibición». Tietjens se levantó de su asiento junto a la chimenea y se le acercó. Le ordenó que cogiera su taza de té y fuese a hablar con él junto al fuego. Ella le obedeció. Se sentaron juntos en un sofá de cuero con patas de latón pulimentado, el fuego les calentaba la espalda. Él dijo:
—Bueno, señorita Wannop. ¿Y a qué se dedica últimamente? —Y se habían puesto a hablar de la guerra. Era imposible no hacerlo. Le sorprendió no encontrarlo tan repelente como había imaginado, pues en esa época, con los hechos que constantemente le recordaban los amigos pacifistas de su hermano y de tanto darle vueltas a la moral de la señora Duchemin, tenía la sensación automática de que todos los hombres viriles eran demonios llenos de lujuria que no deseaban otra cosa que pasearse por los campos de batalla apuñalando a los heridos con sus largas dagas en un frenesí de sadismo. Sabía que esa idea de Tietjens era equivocada, pero le gustaba.
Le pareció —aunque subconscientemente sabía que lo era— sorprendentemente apacible. Lo había observado demasiadas veces mientras escuchaba las soflamas de su madre contra el káiser para no haberse dado cuenta. No levantó la voz ni demostró ninguna emoción. Por fin dijo:
—Tú y yo somos como dos personas… —Se interrumpió y volvió a empezar un poco más deprisa—: ¿Has visto esos anuncios de jabón que se leen de forma diferente al verlos desde distintos ángulos? Cuando te acercas lees «Jabón el Mono» y, si luego vuelves la vista atrás, pone «no necesita aclarado». Tú y yo estamos en ángulos distintos y, aunque miramos la misma cosa, leemos mensajes diferentes. Tal vez si estuviésemos juntos veríamos un tercero… Pero espero que nos respetemos mutuamente. Los dos somos sinceros. Yo, al menos, te respeto profundamente y espero que tú también lo hagas.
Ella guardó silencio. El fuego crepitaba a su espalda. El señor Jegg, desde el otro extremo de la habitación, dijo: «El fracaso en coordinar…», y luego bajó la voz.
Tietjens la miró con atención.
—¿No me respetas? —preguntó. Ella siguió guardando silencio obstinadamente—. Habría preferido que lo dijeras tú.
—¡Oh! —gritó ella—, ¿cómo quieres que te respete con todo este sufrimiento? ¡Con tanto dolor! Semejante tortura… No puedo dormir…, nunca…, no he dormido una noche entera desde… Piensa en los inmensos espacios que se extienden bajo la noche… Creo que el miedo y el dolor deben de ser peores de noche… —Sabía que estaba gritando así porque sus temores se habían hecho realidad. Cuando él le había dicho: «Habría preferido que lo dijeras tú», empleando el pasado, en realidad se estaba despidiendo. El hombre al que amaba también iba a partir.
Y sabía también, siempre lo había sabido de forma inconsciente y ahora lo confesaba, que parte de su agonía se debía a que un día él le diría adiós, así, con la inflexión de un verbo. Igual que de forma casual, refiriéndose a «los dos», y tal vez de manera no intencionada, le había dado a entender que la amaba.
El señor Jegg se deslizó junto a la ventana, la señora Haviland estaba ya junto a la puerta.
—Les dejamos que hablen de la guerra —dijo el señor Jegg, y luego añadió—: Por mi parte, creo que nuestro único deber es preservar la belleza de las cosas que aún puede conservarse. Lo siento, pero ésa es mi opinión.
Se quedó sola con Tietjens aquel día tan tranquilo. Se dijo: «Ahora tiene que cogerme entre sus brazos. Debe hacerlo. ¡Debe hacerlo!». Sus instintos más profundos afloraron a la superficie a través de capas que ella apenas conocía. Le pareció notar cómo la rodeaban sus brazos; sintió en las ventanas de la nariz el peculiar aroma de su cabello…, igual que la fragancia de la piel de una manzana, sólo que muy débil. «¡Debes hacerlo! ¡Debes hacerlo!», se dijo. La abrumó el recuerdo de la excursión que hicieron juntos y del momento, el terrible momento, en que al subir de la niebla blanca al aire cegador, había notado el impulso de todo el cuerpo de él hacia ella y el de su propio cuerpo hacia él. Había sido un instante fugaz, como uno de esos sueños transitorios en los que uno tiene la sensación de caer… Vio el disco blanco del sol por encima de la niebla plateada, la noche larga y cálida se extendía a sus espaldas…
Tietjens estaba acurrucado como con desánimo, la luz del fuego jugueteaba con sus mechones plateados. Fuera casi había oscurecido. Ambos notaron que la enorme habitación, con sus dorados y sus maderas pulimentadas a mano, se había ido volviendo, semana tras semana, más parecida al gran comedor de los Duchemin. Bajó del sofá con un movimiento fatigado, como si fuese un mueble muy alto. Dijo, con un poco de amargura, y todavía más cansancio:
—Bueno, tengo que decirle a Macmaster que voy a dejar la oficina. ¡Eso tampoco será muy agradable! Aunque lo que piense el pobre Vinnie no tiene mucha importancia —y añadió—: Resulta extraño, cariño… —En el tumulto de sus emociones ella casi estuvo segura de que le había dicho «cariño»—. No hace ni tres horas mi mujer empleó prácticamente las mismas palabras que tú. Prácticamente las mismas. Me dijo que no podía dormir por las noches al pensar en los inmensos espacios repletos de dolor que aún era peor de noche… Y ella también dijo que no podía respetarme…
Valentine dio un respingo.
—¡Oh! —dijo—, tu mujer no quería decir eso. Ni yo tampoco. Casi cualquiera que se tenga por un hombre debe hacer lo mismo que tú. ¿No ves que es un intento desesperado de recurrir a argumentos morales para hacer que te quedes? ¿Cómo no vamos a revolver Roma con Santiago con tal de no perder a nuestros hombres? —Luego añadió, y fue otra cosa que no dejó sin revolver—: Además, ¿como puedes conciliarlo con tu sentido del deber, incluso desde tu punto de vista? Eres más útil…, sabes muy bien que eres más útil a tu país aquí que…
Tietjens se plantó delante de ella y se agachó un poco con mucha dulzura y preocupación.
—No puedo conciliarlo con mi conciencia —dijo—. En este conflicto no hay nada que pueda conciliarse con la conciencia. No pretendo decir que no debiéramos tomar parte en él y del lado en el que estamos haciéndolo. Debemos. Pero te diré cosas que no le he dicho nunca a nadie.
A Valentine le pareció que la sencillez de su afirmación dejaba en ridículo todos los lugares comunes que había oído hasta entonces. Le dio la impresión de que era un niño quien hablaba. Tietjens le describió la desilusión personal que había sentido cuando su país entró en la guerra. Incluso le describió los luminosos brezales del norte, donde ingenuamente había tomado la resolución de enrolarse en la legión extranjera francesa como soldado raso, convencido de que, como él decía, así volvería a tener los huesos limpios.
Eso —le contó— había sido sencillo. Ahora nada lo era, ni para él ni para nadie. Antes podía haber combatido por la civilización con la conciencia tranquila, e incluso, si se quiere, por el siglo XVIII y contra el XX, puesto que eso es lo que significaba combatir por Francia contra sus enemigos. Pero nuestra entrada en la guerra lo había cambiado todo. Era una parte del siglo XX que utilizaba al XVIII como garra para golpear a la otra mitad. Cierto que era inevitable. Y mientras lo hiciésemos de forma decente sería soportable. Así podría seguir en su trabajo, que consistía en falsificar estadísticas contra los otros…, hasta que estuviera harto de falsificar y la cabeza le diera vueltas. ¡E incluso más!
Tal vez fuese poco inteligente falsificar —exagerar— datos contra las naciones enemigas. Lo más probable es que se volviese contra nosotros de un modo u otro. O quizá no. Eso dependía de los superiores. ¡Obviamente! Los primeros habían sido tipos honrados y sencillos. Estúpidos, pero relativamente desinteresados. ¡Pero ahora! ¿Qué podía hacer…? Siguió casi musitando…
Ella lo vio de pronto como a un hombre de una clarividencia extraordinaria respecto a los asuntos de los demás, de los grandes asuntos, pero inocente como un bebé si se trataba de él. ¡Y amable! Y extraordinariamente generoso. No dejaba traslucir ni un sentimiento egoísta…, ¡ni uno solo!
Estaba diciendo:
—¡Pero ahora, con esta pandilla de prevaricadores! Supón que me pidieran manipular las cifras de millones de pares de botas para obligar a alguien a enviar a un desdichado general y a sus tropas a, digamos, Salónica…, cuando ellos y tú y el sentido común y todo lo demás indican que sería desastroso… Y de ahí a andarse con tejemanejes con nuestras tropas… Haciendo pasar hambre a unidades concretas por motivos políticos… —Estaba hablando para sí, no para ella. Y, de hecho, dijo—: La verdad es que no puedo hablar de esto contigo. Por lo que sé tus simpatías, tal vez tus actividades, están con las naciones enemigas.
Ella respondió apasionadamente:
—¡No es cierto! ¡No es cierto! ¿Cómo te atreves a decir algo así?
Tietjens contestó:
—No importa… ¡No! Estoy seguro de que tú no… Pero, en cualquier caso, se trata de asuntos oficiales. Si se es medianamente escrupuloso no se puede ni siquiera hablar de ello… Y además… Como ves, todas estas sutiles manipulaciones se traducen en un infinito número de muertos, en una prolongación indefinida de la guerra… Me parece ver a esos tipos con nubes de sangre sobre la cabeza… Y por otro lado…, tengo que cumplir sus órdenes porque son mis superiores… Pero obedecerles significa muertes incontables…
La miró con una sonrisa vaga y casi divertida.
—¡Ya ves! —dijo—. ¡Tal vez no estemos tan en desacuerdo! No pienses que eres la única que ve todas las muertes y el sufrimiento. Quiero decir todas. Yo también soy un objetor de conciencia. Mi conciencia me impide seguir más tiempo con esos tipos…
Ella replicó:
—Pero ¿no hay otro modo de…?
Tietjens la interrumpió:
—¡No! No hay otro camino. En estos casos sólo se puede ser cuerpo o cerebro. Supongo que yo soy más cerebro que cuerpo. Eso creo. Tal vez no lo sea. Pero mi conciencia no me permite emplear mi cerebro en ese servicio. ¡Y, al fin y al cabo, tengo un gran corpachón! Admito que probablemente no sirva de mucha ayuda. Pero no me queda nada por lo que vivir: lo que yo defiendo ha desaparecido del mundo. Lo que deseo, como sabes, no puedo conseguirlo. Así que…
Valentine exclamó con amargura:
—¡Oh, dilo! ¡Dilo! Di que con tu corpachón detendrás dos balas delante de dos tipos anémicos… ¿Cómo puedes decir que no tendrás nada por lo que vivir? Volverás. Volverás a hacer un buen trabajo. Sabes que hacías un buen trabajo…
Él respondió:
—¡Sí! Creo que lo hacía. Antes lo despreciaba, pero he llegado a pensar que era un buen trabajo… Pero ¡no! Nunca me permitirán volver. Me echarán con todo género de manchas en mi historial. Me perseguirán de forma sistemática… En este mundo, a los idealistas, aunque tal vez yo no sea más que un sentimental, los lapidan. Hacen que los demás se sientan incómodos. No les dejan jugar al golf en paz… No, de un modo u otro, me hundirán. Y algún tipo, Macmaster mismo, hará mi trabajo. No lo hará tan bien, pero lo hará con menos honradez. No, no debería decir con falta de honradez. Lo hará con entusiasmo y rectitud. Cumplirá las órdenes de sus superiores con una inmensa unción y docilidad. Falsificará cifras contra nuestros aliados con el negro entusiasmo de un Calvino, y, cuando llegue esa guerra, hará las falsificaciones necesarias con la ira virtuosa de Jehová al golpear al sacerdote de Baal. Y hará bien. Es lo único que podemos hacer. No tendríamos que haber entrado en esta guerra. Tendríamos que haberles arrebatado las colonias a otros como precio por nuestra neutralidad…
—¡Oh! —dijo Valentine Wannop—, ¿cómo puedes odiar así tu país?
Él respondió muy serio:
—¡No digas eso! ¡Ni lo creas! ¡Ni siquiera lo pienses un momento! Amo cada centímetro de sus campos y cada planta de sus setos, consueldas, gordolobos, prímulas, las luengas flores purpúreas que los sencillos pastores llaman por un nombre más grosero…, y todo lo demás, recordarás el campo entre la casa de los Duchemin y la de tu madre. Además, siempre hemos sido estafadores, salteadores, saqueadores, piratas y ladrones de ganado, así que hemos creado una tradición que adoramos… Pero, de momento, resulta penoso. La pandilla de ahora no es más corrupta que la de Walpole. Pero no quiero estar cerca de ellos. Uno lee que Walpole consolidó la nación aumentando la deuda nacional, no ve sus métodos… Mi hijo, o su hijo, sólo verá la gloria del botín que sacamos de esta función. O más bien de la próxima. Ignorará los métodos que se emplearon. En la escuela le enseñarán que a través de los condados llegaba la voz de las trompetas que su padre conocía… Aunque ése era otro asunto deshonroso…
—¡Pero tú! —exclamó Valentine Wannop—. ¡Tú! ¿Qué harás al terminar la guerra?
—¿Yo? —preguntó él, algo perplejo—. ¡Yo! ¡Oh!, me dedicaré al negocio de los muebles antiguos. Me han ofrecido un trabajo…
Ella no creyó que hablara en serio. Estaba segura de que no había pensado en su futuro. Pero de pronto le pareció ver su cabeza blanca y su pálido semblante en la penumbra de una trastienda llena de muebles polvorientos. Saldría, se subiría en una bicicleta igual de polvorienta y acudiría a una subasta en una casa de campo. Le gritó:
—¿Por qué no lo haces ahora? ¿Por qué no aceptas ahora mismo el trabajo? —En la oscura trastienda al menos estaría a salvo.
Él respondió:
—¡Oh, no! ¡Ahora no! Además, el negocio de los muebles antiguos no debe de estar pasando por su mejor momento… —Era evidente que estaba pensando en otra cosa—. Probablemente haya sido un canalla rastrero al angustiarte con mis dudas. Pero quería ver hasta dónde llegaban nuestras semejanzas. Siempre hemos pensado, o al menos eso me ha parecido, de manera muy similar. Supongo que quería que me respetases…
—¡Pero si te respeto! —dijo ella—. Eres tan inocente como un niño.
Él prosiguió:
—Además, quería pensar un poco. Últimamente no he tenido una habitación silenciosa donde pensar, con un fuego… ¡y contigo! Haces que se me organicen las ideas. Hasta hoy he estado muy confuso…, ¡hasta hace cinco minutos! ¿Recuerdas nuestra excursión? Analizaste mi carácter. Nunca habría permitido que nadie… Pero tú…, ¿no lo comprendes?
—¡No! ¿Qué quieres que comprenda? Recuerdo…
Él dijo:
—Que sin duda ahora no soy un caballero rural inglés atento a los cotilleos de las ferias de caballos y que diga que el país se puede ir al infierno.
Ella respondió:
—¿Eso dije…? ¡Sí, recuerdo haberlo dicho!
La sobrecogieron profundas olas de emoción y se puso a temblar. Estiró los brazos… o creyó haberlos estirado. Tietjens apenas era visible a la luz del fuego, pero ella no podía ver nada, las lágrimas la cegaban. Difícilmente habría podido estirar los brazos, pues tenía ambas manos en el pañuelo con el que se estaba enjugando los ojos. Él dijo algo, no era ninguna palabra cariñosa o ella la habría recordado, empezaba con: «Bueno, debo de ser…». Guardó silencio un buen rato, ella creyó notar cómo llegaban grandes oleadas desde él hacia ella. Pero Tietjens no estaba en la habitación…
El resto, hasta aquel momento en el Ministerio de la Guerra, había sido una implacable agonía. El periódico de su madre recortó su salario, dejaron de encargarle entregas; era evidente que su madre estaba en declive. Las eternas diatribas de su hermano eran como latigazos sobre su piel. Casi parecía que quisiera que matasen a Tietjens. No volvió a verlo ni a saber de él. Una vez, en casa de los Macmaster oyó que acababa de partir. Cuando leía un periódico le daban ganas de gritar. Les acosaba la pobreza. La policía registró la casa en busca de su hermano y sus amigos. Luego enviaron a su hermano a la cárcel, en algún lugar del centro del país. La antigua cordialidad de sus vecinos se convirtió en hosca sospecha. No podían comprar leche. Se volvió casi imposible encontrar comida sin ir a buscarla muy lejos. La señora Wannop pasó tres días fuera de sí. Luego mejoró y empezó a escribir un nuevo libro. Prometía ser muy bueno. Pero no encontraba editor. Edward salió de la prisión muy bullicioso y alborotado. Por lo visto se bebía mucho en las cárceles. Pero, al saber que su madre había perdido la razón al saber de su desgracia, y tras una terrible escena con Valentine en la que le había acusado de ser la amante de Tietjens, y por tanto militarista, consintió en permitir que su madre utilizara su influencia —todavía le quedaba alguna— para que lo destinaran como AB en un dragaminas. Los vientos fuertes se convirtieron en una agonía para Valentine Wannop además del insoportable ruido de los bombardeos que llegaba del mar. Su madre se puso mucho mejor, se enorgullecía de tener un hijo en el ejército. Entonces fue capaz de darse cuenta de que el periódico había dejado de pagarle. El 5 de noviembre [79] una pequeña muchedumbre quemó la efigie de la señora Wannop enfrente de su casa y les rompieron los cristales del piso de abajo. La señora Wannop salió y, a la luz de las hogueras, golpeó a dos jóvenes granjeros alborotadores. Fue terrible ver el cabello cano de la señora Wannop a la luz del fuego. A partir de entonces, el carnicero se negó a venderles carne, con o sin cartilla de racionamiento. Cada vez era más urgente que se mudaran a Londres.
El horizonte pantanoso se oscureció con postes gigantescos, el aire se llenó de aeroplanos, las carreteras se cubrieron de vehículos militares. Se hizo imposible escapar de los sonidos de la guerra.
Justo cuando decidieron mudarse, volvió Tietjens. Por un instante, fue una bendición tenerlo en el país. Pero cuando, un mes más tarde, Valentine Wannop lo vio por un minuto, le pareció lento, envejecido y obtuso. Entonces fue tan horrible como antes, pues a Valentine le dio la impresión de que había perdido la razón.
Al enterarse de que Tietjens iba a estar acantonado, o en cualquier caso ocupado, en las cercanías de Ealing, la señora Wannop alquiló una casita en Bedford Park, y para llegar a fin de mes —pues su madre apenas ganaba ya nada— Valentine Wannop aceptó un empleo como profesora de gimnasia en una escuela en un barrio de las afueras no muy cercano. Así, aunque Tietjens se pasaba a tomar el té casi cada tarde con la señora Wannop en la destartalada casita suburbana, Valentine Wannop apenas lo veía. La única tarde libre que tenía era la del viernes, y ese día seguía acompañando a la señora Duchemin, con quien se encontraba hacia mediodía en Charing Cross y luego volvía a la misma estación a tiempo de coger el último tren a Rye. Los sábados y los domingos los pasaba ocupada mecanografiando el manuscrito de su madre.
El caso es que apenas veía a Tietjens. Sabía que su pobre cerebro se había vaciado de hechos y nombres, pero su madre decía que le era de gran ayuda. Una vez proporcionados los datos, su inteligencia sacaba sólidas conclusiones tory —a partir de sorprendentes y atractivas teorías— con extrema rapidez. Eso le resultaba muy útil a la señora Wannop siempre que tenía que escribir un artículo para algún periódico exaltado —aunque ahora ya no ocurriese con mucha frecuencia—. No obstante, ella seguía escribiendo para el declinante órgano de opinión, aunque ya no le pagaran nada.
De modo que Valentine Wannop seguía acompañando a la señora Duchemin, aunque ya no hubiera ningún vínculo entre ellas. Valentine, por ejemplo, sabía perfectamente que la señora Duchemin, después de subirse al tren en Charing Cross, bajaba en Clapham Junction, cogía un taxi hasta Gray’s Inn después de anochecer y pasaba la noche con Macmaster, y la señora Duchemin sabía perfectamente que Valentine lo sabía. Era una especie de alarde de circunspección y rectitud, y continuaron con él incluso después de que hubiese tenido lugar la boda en una siniestra oficina municipal, con Valentine como uno de los testigos y un lúgubre sustituto del portero de la iglesia como el otro. Para entonces no parecía haber ningún motivo evidente para que Valentine siguiera encubriendo a la señora Macmaster en aquellas deprimentes ocasiones, pero la señora Macmaster insistió en que, ya puestos, podía seguir haciéndolo hasta que les pareciese conveniente hacer pública la boda. Había, señaló la señora Macmaster, muchas lenguas condenatorias, y, aunque se las refutara, a veces era difícil, si no imposible, acallar el escándalo. Además, la señora Macmaster era de la opinión de que las veladas de Macmaster con aquellos genios sería una educación libre para Valentine. Aunque, como se pasaba casi todo el rato en la mesa del té cerca de la puerta, estaba más familiarizada con las espaldas y los perfiles de aquella gente tan distinguida que con sus intelectos. De vez en cuando, no obstante, la señora Duchemin le mostraba a Valentine, como un enorme privilegio, una de las cartas que le enviaban esos hombres de genio…, normalmente del norte de Inglaterra, escritas, como norma, desde Europa, u otros climas más lejanos y pacíficos, pues la mayoría opinaba que su deber en esos tiempos tan terribles era conservar encendida la única chispa de belleza resplandeciente en el mundo. Redactadas en términos tan elogiosos que recordaban a los utilizados por hombres más profanos en cartas de amor apasionadas, aquellas epístolas relataban, o consultaban, a la señora Duchemin respecto a sus amoríos con princesas extranjeras, el progreso de sus achaques o los progresos de sus almas hacia esas elevadas regiones de moralidad en las que flotaba la hermosa alma de su corresponsal.
Las cartas entretenían a Valentine y, de hecho, todo aquel espejismo la entretenía. El modo en que los Macmaster trataban a su madre fue lo que acabó de convencerla de que esa amistad había muerto, pues las amistades de las mujeres son tenaces y sobreviven a sorprendentes desilusiones, y Valentine Wannop era una mujer de una lealtad mayor de lo normal. De hecho, aunque no pudiera respetar a la señora Duchemin por los mismos motivos que antes, la respetaba por la tenacidad de su propósito, por su determinación de promover a Macmaster y por el modo implacable en que perseguía dicho propósito.
En realidad, el afecto de Valentine había sobrevivido incluso a las continuas denigraciones de Tietjens por parte de Edith Ethel, que lo tenía por un lastre alrededor del cuello de su marido, aunque sólo fuese porque era un hombre muy impopular, que se había hecho muy antipático y siempre se comportaba con extremada rudeza con los genios de los viernes. Edith Ethel, además, aumentó la frecuencia de sus quejas a medida que los distinguidos acudieron a los viernes de Macmaster. Y las interrumpió de pronto de un modo que a Valentine le pareció raro.
Lo que la señora Duchemin le reprochaba a Tietjens era que, como Macmaster era débil, Tietjens había actuado como su banquero hasta que, sumando los intereses y todo lo demás, Macmaster llegó a deberle una cuantiosa suma de varios miles de libras. Y en realidad no había habido ningún motivo: Macmaster había gastado la mayor parte del dinero en muebles caros para sus habitaciones o en sus costosos viajes a Rye. Por un lado, la señora Duchemin podría haberle encontrado a Macmaster todos los chismes que quisiera entre las cosas de la rectoría, donde nadie los echaría de menos, y por el otro, ella misma le habría pagado los gastos de viaje. Tenía acceso ilimitado al dinero de su marido, que nunca pedía cuentas. Pero mientras Tietjens había gozado de influencia sobre Macmaster siempre la había ejercido para darle a entender —¡a la señora Duchemin la sacaba de quicio pensarlo!— que eso habría sido deshonroso. Así que Macmaster había seguido pidiéndole dinero prestado.
Y lo más irritante era que, en una época en la que ella disponía de un poder notarial sobre la fortuna del señor Duchemin y habría podido vender, con suma facilidad, cualquier cosa que nadie habría echado de menos por las dos mil libras que debía Macmaster, Tietjens se había negado con todas sus fuerzas a permitir que Macmaster aceptara hacer algo semejante. Una vez más había metido en su débil cabeza que habría sido deshonroso. Pero la señora Duchemin —y siempre apretaba los labios con determinación al decirlo— sabía perfectamente los motivos de Tietjens. Pensaba que, mientras Macmaster le debiera dinero, no se atreverían a cerrarle las puertas. Y su casa empezaba a ser un sitio donde uno conocía a gente de gran influencia que tal vez pudiera procurarle una sinecura a una persona tan perezosa como Tietjens. Tietjens sabía muy bien arrimar el ascua a su sardina.
Pues ¿qué podía tener de deshonroso —preguntaba la señora Duchemin— un arreglo como el que proponía? Iba a heredar casi todo el dinero de su marido: a esas alturas ya estaba loco y, en consecuencia, era moralmente suyo. Pero, justo después, habían declarado loco al señor Duchemin y sus bienes habían caído en manos de la Comisión de la Demencia y se habían evaporado todas las esperanzas de quedarse con el capital. Ahora, una vez muerto su marido, estaba en manos de fideicomisarios, pues el señor Duchemin le había dejado todas sus propiedades al Magdalen College y a su viuda sólo las rentas. Eran unas rentas muy cuantiosas, pero ¿de dónde iba a sacar la señora Duchemin el dinero con sus gastos, los gravámenes y el impuesto de sucesiones, que en esa época era despiadado? Se le asignó, por voluntad de su marido, suficiente capital para comprar una casita en Surrey con mucho terreno…, lo bastante para que Macmaster conociera algunos de los placeres de los terratenientes rurales. Tenían pensado criar ganado vacuno, y había tierra suficiente para disfrutar de un pequeño campo de golf y, en otoño, de un reducido —era sobre todo matorral— coto de caza donde Macmaster podía llevar a sus amigos. Bastaría para eso. ¡Oh, nada de ostentación! Tan sólo un sitio agradable donde estar. Como detalle divertido, los aldeanos ya llamaban «señor» a Macmaster y las mujeres le hacían reverencias. Pero Valentine Wannop podía comprender que, con todos esos gastos, no encontraran dinero para pagarle a Tietjens. Además, la señora Macmaster afirmaba que no pensaba hacerlo. Había tenido su oportunidad y la había desaprovechado. Tendría que pagarle Macmaster y nunca podría hacerlo con lo que contribuía a sus gastos. Además se avecinaban complicaciones. Macmaster dudaba sobre la casita de Surrey y decía que consultaría a Tietjens sobre este y aquel cambio. Pero Tietjens no pondría el pie en el umbral de esa casa. ¡Nunca! Sería muy desagradable, o más bien significaría un brusco «¡C-r-r-a-c!». Y luego: «¡Chimpum!». La señora Duchemin se rebajaba a veces, con gran dramatismo, a emplear pintorescas expresiones de la época.
Valentine Wannop apenas respondía a esas diatribas. No era asunto suyo; y aunque, por un momento, se sintiera responsable de Christopher, como le ocurría de vez en cuando, no sentía ningún deseo de que su intimidad con los Macmaster se prolongara, porque sabía que él no podía tener ningún deseo de prolongarla. Lo imaginaba repudiándolos con alguna pulla inexpresable y divertida. Y, de hecho, en conjunto estaba de acuerdo con Edith Ethel. Para un hombrecillo tan débil como Vincent debía de ser desalentador tener a su lado a un amigo con la cartera siempre disponible. Tietjens no tendría que haber sido tan generoso; era un defecto, una cualidad suya que a ella personalmente no le parecía admirable. En cuanto a si habría sido deshonroso o no que la señora Duchemin hubiera cogido el dinero de su marido y se lo hubiese dado a Macmaster, no tenía prejuicios. En la práctica, el dinero era de la señora Duchemin y habría sido muy sensato que le hubiese pagado a Christopher, aunque era consciente de que, a la larga, hacerlo habría resultado muy incómodo. No obstante, había que tener en cuenta los patrones masculinos. Y Macmaster al menos pasaba por ser un hombre. Tietjens, que siempre era acertado respecto a los asuntos ajenos, probablemente había obrado con prudencia, pues si la sustracción por parte de la señora Duchemin de un par de miles de libras de la herencia Duchemin hubiese salido a la luz se habría producido una situación muy desagradable con los fideicomisarios. Los Wannop nunca habían sido una familia terrateniente, pero Valentine había oído hablar lo bastante de las disputas legales motivadas por pequeñas traiciones familiares para saber lo desagradables que podían llegar a ser.
Así que había hecho pocos o ningún comentario, a veces incluso había asentido vagamente sobre el efecto desmoralizador que tenía sobre Macmaster y con eso había sido suficiente. Pues la señora Duchemin estaba convencida de tener razón y la opinión de Valentine Wannop no le importaba lo más mínimo, o más bien la daba por sabida.
Y cuando Tietjens partió a Francia por un tiempo, la señora Duchemin pareció olvidarse del asunto, y se había contentado con decir que lo más probable era que no regresara. Era de esos tipos torpes a los que siempre acababan matando. En ese caso, puesto que no habían firmado ningún pagaré ni otro tipo de papel, la señora Tietjens no podría reclamarles nada. Y todo estaría arreglado.
Pero, dos días después del regreso de Christopher —¡y así fue como Valentine se enteró de que había vuelto!—, la señora Duchemin exclamó con el ceño fruncido:
—Ese zoquete de Tietjens está en Inglaterra sano y salvo. Ahora el triste asunto de las deudas de Vincent… ¡Oh!
Se había interrumpido tan súbitamente y de un modo tan extraño que, a pesar de que a Valentine casi se le paró el corazón, no pudo ocultársele su extrañeza. De hecho, fue como si hubiese transcurrido un rato antes de que comprendiera del todo lo que significaba esa noticia y como si durante ese rato se hubiese dicho a sí misma: «Qué raro. Es exactamente como si Edith Ethel hubiese dejado de insultarle por mi causa… ¡Como si lo supiera!».
Pero ¿cómo iba Edith Ethel a saber que amaba a ese hombre que había vuelto? ¡Era imposible! Apenas lo sabía ella misma. Luego la arrolló una gran oleada de alivio: estaba en Inglaterra. Un día lo vería, ahí, en el gran salón. Pues sus conversaciones con Edith siempre tenían lugar en el gran salón donde había visto a Tietjens por última vez. De pronto le pareció muy hermoso y se resignó a esperar la llegada de los distinguidos.
Ciertamente era un salón hermoso, se había ido volviendo así con los años. Era alargado y de techos altos…, como el de los Tietjens. Una gran araña de cristal tallado procedente de la rectoría coruscaba lúgubremente en el centro, reflejada y re-reflejada por varios espejos convexos dorados y coronados por águilas. Habían quitado muchos libros para hacerles sitio a los espejos en las paredes de paneles blancos y a los cuadros anaranjados y marrones de Turner, también de la rectoría. De allí procedían asimismo la inmensa alfombra escarlata y lapislázuli, el enorme cesto de latón para la leña, las grandes cortinas que, en las tres ventanas alargadas, mostraban, sobre seda china de color azul pavo real, a unas grullas que ascendían en gracioso vuelo y todos los sillones Chippendale. Entre todo aquello, graciosa y despaciosamente, deteniéndose para arreglar con un gesto tierno e imperceptible las rosas carmesíes en los famosos jarrones de plata, todavía vestida de seda de color azul oscuro, con un collar de ámbar y su elaborado peinado, ondulado exactamente igual que el de Julia Domna en el Musée Lapidaire de Arles, se movía la señora Macmaster…, también procedente de la rectoría. Macmaster había visto cumplidos sus deseos, incluso con respecto a las galletas de mantequilla y el té peculiarmente aromatizado que llegaba cada viernes por la mañana de Princes Street. Y, si la señora Macmaster no tenía el humor astuto y guasón de las grandes damas escocesas de los viejos tiempos, tenía a cambio su profunda comprensión y ternura. Era una mujer increíblemente hermosa e impresionante: morena, de pelo negro, nariz y cejas rectas, ojos azules oscuros a la sombra de su cabello y labios curvos de granada sobre una barbilla ondulada como la proa de un barco griego…
La etiqueta de los viernes estaba regulada por una especie de protocolo regio. Al personaje más distinguido y, de ser posible, noble, lo llevaban a un gran sillón estriado de madera de nogal con el respaldo y el asiento de terciopelo azul, que tenía Dios sabe cuántos años y estaba junto a la chimenea. La señora Duchemin —o, si era muy distinguido, el señor y la señora Macmaster— revoloteaba a su alrededor. A los no tan distinguidos los llevaban por turnos a conocer a la celebridad y luego se iban sentando en semicírculo en hermosos sillones; los aún menos distinguidos se sentaban en grupos exteriores en sillas sin apoyabrazos; los casi nada distinguidos se quedaban de pie también en grupos o languidecían atemorizados en los asientos de cuero escarlata que había junto a las ventanas. Cuando todos estaban en su sitio, Macmaster se instalaba en la magnífica alfombrilla de la chimenea y le hacía agudas observaciones a la celebridad, aunque de vez en cuando le dedicaba unas palabras amables al más joven de los presentes…, para darle ocasión de distinguirse. El cabello de Macmaster, en esa época, seguía siendo negro, pero no estaba tan tieso, ni tan bien cepillado; su barba tenía vetas grises y sus dientes, que ya no eran tan blancos, no parecían tan fuertes como antes. Además, usaba monóculo y el esfuerzo por retenerlo en el ojo derecho le daba una expresión ligeramente angustiada. No obstante, le daba también el privilegio de acercar mucho la cara a la de cualquiera a quien quisiera impresionar. En los últimos tiempos se había interesado mucho por el teatro, de modo que normalmente había varias actrices enormes y, por supuesto, serias y famosas en el salón. En raras ocasiones la señora Duchemin decía desde el otro extremo de la habitación con voz profunda: «Valentine, una taza de té para su alteza» o «para sir Thomas», según el caso, y, cuando Valentine lograba abrirse paso entre las sillas con una taza de té, la señora Duchemin decía con una sonrisa amable y distante: «Alteza, éste es mi pequeño pajarillo». Aunque, por lo general, se pasaba el rato sola junto a la mesa del té, sirviéndoles a los invitados lo que querían.
Tietjens asistió dos veces a los viernes durante los cinco meses que pasó en Ealing. Y en ambas ocasiones acompañó a la señora Wannop.
Las primeras veces —los primeros viernes—, a la señora Wannop, siempre que había asistido, la habían instalado en el trono y, como una reina Victoria de mayor tamaño, había esperado allí a que llevasen a los suplicantes a presencia de la gran escritora. Ahora, en la primera ocasión, la señora Wannop se sentó en una de las sillas sin apoyabrazos del círculo exterior, mientras un general en jefe destinado en el frente del este, cuyas victorias militares no habían sido dignas de destacar, pero cuyos despachos se consideraban muy literarios, ocupaba, deslumbrantemente, el trono. No obstante, la señora Wannop había charlado muy contenta con Tietjens toda la tarde y a Valentine le había resultado reconfortante ver la silueta grande, tosca y plácida de Tietjens y observar el afecto que se tenían.
En la segunda ocasión, el trono lo ocupó una mujer muy joven que hablaba mucho y con gran seguridad. Valentine no sabía quién era. La señora Wannop, muy alegre y distraída, se pasó casi toda la tarde de pie junto a la ventana. E incluso así, para gran alegría de Valentine, varios jóvenes se arremolinaron alrededor de la dama y dejaron el círculo de la joven casi vacío.
Entonces entró una mujer rubia muy alta y hermosa que llevaba un vestido nada llamativo. Se quedó con enorme —y obvio— desinterés junto a la puerta. Posó la mirada sobre Valentine, pero miró hacia otro lado antes de que pudiera decir nada. Debía de tener una enorme cantidad de pelo rubio leonado, pues lo llevaba enrollado en varias vueltas por encima de las orejas. Tenía en la mano unas tarjetas de visita que miró con expresión perpleja y luego dejó sobre la mesa. Nunca había estado allí antes.
Edith Ethel —¡era la segunda vez que lo hacía!— acababa de romper el círculo que rodeaba a la señora Wannop para llevar a sus jóvenes admiradores ante la joven del sillón de nogal y había dejado a Tietjens y a la anciana solos junto a la ventana; de modo que Tietjens vio a la desconocida, y a Valentine no le quedó la menor duda. Recorrió en diagonal la habitación para ir al encuentro de su mujer y la llevó directamente con Edith Ethel. Su rostro era totalmente inexpresivo.
Macmaster, plantado en medio de la alfombrilla, se conmovió de un modo extraordinariamente cómico, pero que Valentine no supo interpretar. Saltó dos pasos adelante para recibir a la señora Tietjens, extendió la mano, la apartó un poco y retrocedió un paso. El monóculo se le cayó de su ojo perturbado y eso le dio una expresión menos angustiada, pero, en represalia, los cabellos de la nuca se le despeinaron de pronto. Sylvia, cimbreante junto a su marido, extendió su largo brazo y su mano indiferente. Macmaster casi hizo una mueca al notar su contacto, como si sus dedos estuvieran marcados por el vicio. Sylvia saludó sin ganas a Edith Ethel, que de pronto dio la impresión de ser pequeña, insignificante y relativamente vulgar. En cuanto a la joven celebridad del sillón parecía más o menos del tamaño de un conejo blanco.
Se había hecho un absoluto silencio en la habitación. Todas las mujeres presentes estaban contando los pliegues de la falda de Sylvia y calculando la cantidad de tela que había en ella. Valentine Wannop lo supo porque ella también estaba haciéndolo. Si tuviese toda esa tela y ese número de pliegues, su falda también le sentaría así… Era extraordinaria: se ajustaba a las caderas y daba un efecto de longitud y balanceo…, y, no obstante, no llegaba hasta los tobillos. Sin duda, era la cantidad de tela, como el kilt escocés que requiere doce metros de tejido para confeccionarse. Y por el silencio Valentine notó que todas las mujeres y la mayor parte de los hombres —aunque no supieran que aquélla era la señora de Christopher Tietjens— sabían que era un personaje de Illustrated Weekly, alguien de renombre y buena familia. La minúscula señora Swan, casada recientemente, se puso en pie, cruzó la habitación y se sentó junto a su marido. Fue una actitud que Valentine comprendió muy bien.
Y Sylvia, después de saludar vagamente a la señora Duchemin y de ignorar por completo a la celebridad del sillón, a pesar de que la señora Duchemin había tratado sin mucho entusiasmo de presentársela, se quedó mirando a su alrededor. Parecía una gran dama en un invernadero que estuviera pensándose qué flor le interesaba más, sin prestar atención a los jardineros que se inclinaban ante ella. Acababa de bajar los párpados dos veces en señal de reconocimiento a dos oficiales del Estado Mayor, con franjas escarlatas, que habían hecho ademán de levantarse del asiento. Los oficiales del Estado Mayor que iban a casa de los Macmaster no eran de la mejor cosecha, pero tenían las mismas etiquetas y pasaban por serlo.
Valentine estaba ya junto a su madre, que se había quedado plantada al lado de la ventana. Había desposeído, muy indignada, a un orondo crítico musical de su silla y la había sentado en ella. Y justo cuando la voz profunda de la señora Duchemin sonó todavía un poco vacilante: «Valentine…, una taza de té para…». Valentine le estaba llevando una taza de té a la señora Wannop.
Su indignación había dominado sus celos desesperados, si es que podían llamarse celos. Pues ¿de qué servía vivir o amar cuando Tietjens tenía a su lado, para siempre, la perfección más radiante y graciosa? Por otro lado, de sus dos profundas pasiones, la segunda era su madre.
Con razón o sin ella, Valentine consideraba a la señora Wannop una figura grande y augusta: un cerebro privilegiado y una inteligencia noble y generosa. Había escrito, al menos, una gran novela, y si el resto de su tiempo lo había desperdiciado en una lucha desesperada por sobrevivir que había consumido sus vidas, eso no podía restarle mérito a aquel logro que haría que el nombre de su madre perdurase en el tiempo. Hasta entonces a Valentine no le había ni sorprendido ni irritado que los Macmaster no le dieran importancia a esa grandeza. Los Macmaster iban a lo suyo y tenían sus predilecciones. Se contaban entre los oficialmente influyentes, los semioficial y los oficialmente acreditados. Se movían entre los CB, caballeros, presidentes y demás que hacían sus pinitos en la literatura o en las artes: ascendían con los reseñistas, críticos de arte, comentaristas musicales y arqueólogos que tenían cargos en, de ser posible, oficinas de primera categoría, o empleos fijos en los periódicos más distinguidos. Si un autor imaginativo parecía disfrutar de buena posición y una popularidad duradera Macmaster le lanzaba sus tentáculos, lo volvía humildemente útil, y, antes o después, la señora Duchemin iniciaba o no con él, o con ella, una de sus elevadas relaciones epistolares…
Al principio, habían aceptado a la señora Wannop como permanente redactora de editoriales y crítico principal de un gran periódico, pero, cuando el gran periódico declinó y acabó por desaparecer, los Macmaster dejaron de quererla en sus fiestas. Así eran las reglas del juego…, y Valentine las aceptaba. Pero que lo hicieran con tanta insolencia y de un modo tan evidente, pues, al romper en dos ocasiones el pequeño círculo de la señora Wannop, la señora Duchemin ni siquiera le había dicho «¿Cómo está usted?» a la anciana, era más de lo que Valentine podía soportar de momento, y, de no haber sido por las contrapartidas, se habría llevado a su madre en el acto y no habría vuelto a pisar aquella casa.
Últimamente su madre había escrito un libro e incluso encontrado un editor…, y era evidente que no había perdido facultades. Al contrario, al haberse visto obligada a interrumpir el continuo esfuerzo periodístico que tanto disipaba sus energías, la señora Wannop había escrito un libro que Valentine sabía que era cabal, sensato y bien hecho. En un escritor, las distracciones producidas por la falta de atención respecto al mundo exterior no son necesariamente indicios de su declive como escritor. Pueden significar tan sólo que está prestando tanta atención a su trabajo que los otros contactos se resienten. Y si ése es el caso su trabajo saldrá beneficiado. La esperanza secreta de Valentine era que eso fuese lo que le ocurría a su madre. La señora Wannop apenas tenía sesenta años, muchos autores han escrito grandes obras entre los sesenta y los setenta…
Y la expectación despertada por la anciana señora entre los jóvenes le había dado a Valentine una pequeña confirmación de esa esperanza. El libro, como era de esperar en el torbellino del flujo y reflujo de la época, había llamado poco la atención y la pobre señora Wannop no había logrado arrancarle ni un penique a su impasible editor; de hecho, no había ganado ni un penique en los últimos meses, y subsistían, como en una madriguera, en su pequeña casita casi al borde de la inanición, del sueldo de Valentine como profesora de gimnasia… Pero esa leve expectación, en un lugar semipúblico, al menos le había parecido una confirmación a Valentine de que probablemente había algo cabal, sensato y bien hecho en el libro de su madre. Eso era casi lo único que le pedía a la vida.
Y, de hecho, mientras estaba junto a la silla de su madre, pensando, con un poco de amargura, que si Edith Ethel hubiese dejado a aquellos tres o cuatro jóvenes con su madre, a ella le habría venido muy bien y habría servido para alentarla un poco —¡y Dios sabe cuánto lo necesitaban!—, un joven muy delgado y desaliñado volvió con la señora Wannop y le preguntó, precisamente, si podía tomar un par de notas para publicar a lo que estaba dedicada la señora Wannop. Su libro, dijo, había llamado mucho la atención. No sabían que todavía hubiese tan buenos escritores…
En los sillones que había junto a la chimenea se había producido un extraño movimiento triangular. ¡O eso le pareció a Valentine! La señora Tietjens las había mirado, le había preguntado algo a Christopher e, inmediatamente, como si anduviera con el agua hasta la cintura, se había alejado de Macmaster y la señora Duchemin que la flanqueaban obsequiosamente, mientras Tietjens y los dos tímidos oficiales de Estado Mayor iban apartando los sillones y a sus ocupantes y ensanchaban así la cuña.
Sylvia, con el brazo extendido a casi un metro de distancia, le estaba dando la mano a la madre de Valentine. Con su voz clara, alta y nada avergonzada exclamó, también desde un metro de distancia, para que la oyeran todos los presentes en el salón:
—Es usted la señora Wannop. ¡La gran escritora! Soy la mujer de Christopher Tietjens.
La anciana señora miró con sus ojos apagados a la joven que se le había acercado.
—¡La mujer de Christopher! —dijo—. Deje que la bese en agradecimiento a la amabilidad que él me ha demostrado siempre.
Valentine notó que los ojos se le llenaban de lágrimas. Vio cómo su madre se incorporaba y le ponía las manos en los hombros a la otra mujer. Oyó decir a su madre:
—Es usted una criatura bellísima. ¡Estoy segura de que es usted muy buena!
Sylvia esbozó una vaga sonrisa y se inclinó levemente para aceptar el abrazo. Detrás de los Macmaster, de Tietjens y de los oficiales de Estado Mayor, se había reunido una pequeña multitud con los ojos desorbitados.
Valentine estaba llorando. Volvió a deslizarse detrás de las teteras, aunque apenas vio lo que hacía. ¡Bellísima! ¡Era la mujer más bella que había visto nunca! ¡Y buena! ¡Amable! Se notaba en la forma en que le había ofrecido la mejilla a los labios de aquella pobre anciana… Y para vivir todos los días, para siempre, a su lado…, ella, Valentine, tendría que estar dispuesta a entregar la vida por Sylvia Tietjens…
La voz de Tietjens dijo justo detrás de ella:
—Tu madre parece estar disfrutando de un momento de triunfo —y, con su sano cinismo, añadió—: ¡Y parece haber echado por tierra algunos planes! —Asistieron al espectáculo de ver a Macmaster conducir a la joven celebridad desde su sillón vacío a través de la habitación para perderse en la multitud que rodeaba a la señora Wannop.
Valentine dijo:
—Hoy estás muy alegre. Tu voz suena diferente. Supongo que estarás mejor.
No le miró. Su voz respondió:
—¡Sí! ¡Estoy bastante contento! —prosiguió—: Pensé que te gustaría saberlo. Una parte de mi inteligencia matemática parece haber vuelto a la vida. He resuelto uno o dos problemas sencillos…
Ella respondió:
—La señora Tietjens se habrá alegrado mucho.
—¡Oh! —fue su respuesta—. Las matemáticas le interesan tanto como las peleas de gallos.
¡Con inmensa rapidez, Valentine leyó entre líneas una esperanza! Aquella espléndida criatura no se interesaba por las actividades de su marido. Pero él la aplastó diciendo:
—¿Por qué iban a hacerlo? ¡Hay tantas aficiones en las que no tiene rival!
Empezó a contarle, con bastante detalle, un cálculo que había hecho ese mismo día a la hora de comer. Había entrado en el Departamento de Estadística y había tenido una discusión con lord Ingleby de Lincoln. ¡Bonito título tenía el tipo! Le habían sugerido que pidiera reingresar en su antiguo departamento para hacer cierto trabajo. Pero él les había dicho que maldita la intención que tenía de hacerlo y que odiaba y despreciaba la labor que estaban haciendo.
Valentine, por primera vez en su vida, apenas prestó atención a lo que le estaba contando. ¿Significaba el hecho de que Sylvia Tietjens tuviera tantas aficiones que Tietjens la encontraba antipática? Lo ignoraba todo de su relación. Hasta entonces Sylvia había sido un misterio tan grande que ni siquiera había existido como problema. Valentine sabía que Macmaster la odiaba. Lo sabía por la señora Duchemin, se lo había oído decir hacía siglos, aunque no sabía por qué. Sylvia nunca había asistido a las veladas de los Macmaster, pero eso era lógico. Macmaster pasaba por soltero, y era disculpable que una joven tan elegante no asistiera a los tés de solteros de gente artística y literaria. Por otro lado, Macmaster cenaba con los Tietjens lo bastante a menudo para que fuese público que era amigo de la familia. Sylvia tampoco había ido nunca a ver a la señora Wannop. Pero, en los viejos tiempos, eso habría sido mucho pedir para una joven elegante sin ningún interés literario en particular. Y no era de esperar que nadie fuese a visitarlas en su madriguera de las afueras. Habían tenido que vender casi todas sus cosas hermosas.
Tietjens le estaba contando que, después de su tempestuosa conversación con lord Ingleby de Lincoln —¡ella deseó que no fuese tan grosero con la gente poderosa!— había pasado a ver a Macmaster en sus habitaciones privadas, y, al encontrarlo confundido delante de un montón de números, por pura bravata lo había invitado a comer con todos sus papeles. Y al hojearlos, sin ninguna esperanza, se le había ocurrido de pronto una idea ingeniosa. ¡Y había funcionado!
Su voz sonaba tan alegre y triunfal que no se había resistido a mirarlo. Sus mejillas estaban lozanas y sonrosadas, el pelo le brillaba, sus ojos azules habían recobrado parte de su antigua arrogancia…, ¡y también su ternura! ¡A Valentine el corazón parecía cantarle de alegría! Sintió que le pertenecía. Se imaginó los brazos de su inteligencia extendiéndose para abrazarla.
Él siguió explicándole. Al recobrar la confianza en sí mismo se había mofado un poco de Macmaster. Entre ellos, ¿acaso no era fácil hacer lo que el departamento quería? Habían pretendido pasarles por las narices a nuestros aliados que sus pérdidas por devastación apenas habían merecido atención en Inglaterra…, ¡para evitar tener que enviar refuerzos a sus líneas! Bueno, si se cogían sólo los ladrillos y el cemento de las regiones devastadas, se podía demostrar que las pérdidas en ladrillos, tejas, madera y lo demás eran los mismos que se gastaban en el país en un año de paz —y las cifras, con una ligera manipulación, lo demostrarían—. Las reparaciones domésticas en un año normal habían costado varios millones de libras. El enemigo había destruido, más o menos, esos mismos millones de libras en ladrillos y cemento. Y ¡qué era un año de gastos en reparaciones domésticas! Bastaba con hacerlas al año siguiente.
Así que, si se pasaban por alto las cosechas perdidas de los tres años, la producción industrial perdida de la región industrial más rica del país, la maquinaria destruida, los frutales arrancados, la pérdida de cuatro partes y media de la producción de carbón de tres años… ¡y la pérdida de vidas! Podíamos ir a nuestros aliados y decirles: «Todos esos lloriqueos sobre vuestras pérdidas son cuentos. Podéis permitiros perfectamente reforzar los puntos débiles de vuestras líneas. ¡Nosotros queremos enviar más tropas a Oriente Próximo, donde están nuestros verdaderos intereses!». Y, aunque, antes o después, acabarían por descubrir la falacia, todo ese tiempo habríamos retrasado la aborrecible solución de un mando único.
Valentine, aunque eso la apartó de sus pensamientos, no pudo sino decir:
—Pero ¿no estabas yendo contra tus convicciones?
Él respondió:
—Sí, por supuesto que sí. ¡Con gran alivio de mi corazón! Siempre va bien formular las objeciones del contrario.
Se había vuelto hacia él. Se estaban mirando a los ojos, él desde arriba y ella desde abajo. A ella no le cupo duda del amor que él sentía por ella; y sabía que él tampoco dudaba del suyo. Dijo:
—Pero ¿no es peligroso mostrarle a esa gente cómo hacerlo?
Él dijo:
—¡Oh, no, no! ¡No! No imaginas lo ingenuo que es Vinnie. ¡No creo que nunca hayas sido justa con Vincent Macmaster! Para él robarme las ideas sería como robarme la cartera. ¡Es la honradez personificada!
Valentine había tenido una sensación extraña. Luego no estuvo segura de si la había tenido antes de darse cuenta de que Sylvia Tietjens los estaba mirando. Estaba allí muy erguida, con una extraña sonrisa en el rostro. Valentine no supo si era amable, cruel, o sólo irónica y distante, pero sí estuvo totalmente segura de que, en cualquier caso, demostraba que su dueña sabía todo lo que había que saber sobre lo que Valentine sentía por Tietjens y lo que Tietjens sentía por ella… Era como estar cometiendo adulterio en plena Trafalgar Square.
A la espalda de Sylvia, con la boca abierta, estaban los dos oficiales de Estado Mayor. Tenían el cabello demasiado revuelto para ser gran cosa, pero tal como estaban, eran los dos hombres más presentables del grupo…, y Sylvia los había refrenado.
La señora Tietjens dijo:
—¡Oh, Christopher! Me voy a casa de los Basil.
Tietjens replicó:
—Muy bien. ¡Dejaré a la señora Wannop en el metro cuando se canse, y pasaré a recogerte!
Sylvia acababa de bajar las largas pestañas, a modo de saludo, a Valentine Wannop, y había flotado hacia la puerta, seguida por su nada marcial escolta militar de caqui y escarlata.
Desde ese momento, a Valentine Wannop no le cupo la menor duda. Supo que Sylvia Tietjens sabía que su marido la amaba y que ella amaba a su marido con una pasión absoluta e inefable. ¡Lo único que Valentine no supo, el único misterio que siguió siendo impenetrable, fue si Sylvia Tietjens era buena con su marido!
Mucho tiempo después, Edith Ethel se había acercado a la mesita del té y se había disculpado por no haber reparado, hasta la demostración de Sylvia, en que la señora Wannop seguía en la habitación. Le expresó su esperanza de que pudieran contar con la presencia de la señora Wannop más a menudo. Añadió, pasado un momento, que esperaba que, en el futuro, a la señora Wannop no le pareciera imprescindible ir acompañada del señor Tietjens. Eran amigos desde hacía demasiado tiempo para eso.
Valentine dijo:
—Mira, Ethel, si crees que puedes seguir siendo amiga de mi madre y ponerte en contra de Tietjens después de todo lo que ha hecho por ti, te equivocas. De verdad. Y mi madre tiene mucha influencia. No quiero que cometas ninguna equivocación en este momento. Es un error organizar disputas desagradables. Y organizarías una muy desagradable si le dijeras algo a mi madre en contra de Tietjens. Sabe muchas cosas. Recuerda que vivió muchos años pared por medio de la rectoría. Y tiene una lengua terriblemente incisiva…
Edith Ethel se encogió como si le hubieran atravesado el cuerpo con una aguja de acero. Se quedó boquiabierta, pero se mordió el labio inferior y luego se limpió con un pañuelo muy blanco. Dijo:
—¡Odio a ese hombre! ¡Lo detesto! Me dan escalofríos cuando se me acerca.
—¡Lo sé! —respondió Valentine Wannop—. Pero yo en tu lugar no dejaría que nadie se enterase. No te hará ningún bien. Es un buen hombre.
Edith Ethel le echó una mirada larga y calculadora. Luego se fue al lado de la chimenea.
Eso había sido cinco —o a lo sumo seis— viernes antes de que Valentine se sentara con Mark Tietjens en el vestíbulo del Ministerio de la Guerra, y, el viernes inmediatamente anterior, cuando se fueron todos los invitados, Edith Ethel se había acercado a la mesita del té, y, con una amabilidad aterciopelada, había cogido la mano izquierda de Valentine con su mano derecha. Admirando el gesto con profundo fervor, Valentine supo que ése era el fin.
Tres días antes, el lunes, Valentine, vestida con el uniforme del colegio, había ido a comprar parafernalia deportiva a unos grandes almacenes y se había encontrado con la señora Duchemin, que estaba comprando flores. La señora Duchemin se había horrorizado al ver su vestido. Le había dicho:
—Pero ¿vas por ahí vestida así? Es realmente horrible.
Valentine le había respondido:
—¡Oh!, sí. Cuando salgo a hacer encargos para el colegio en horas de trabajo tengo que llevarlo. Y también lo llevo si voy a alguna parte después del colegio y tengo prisa. Así cuido mis vestidos. No tengo muchos.
—Pero podrías encontrarte con alguien —había observado Edith Ethel con un deje de angustia en la voz—. Resulta muy poco considerado. ¿A ti no te lo parece? Podrías encontrarte con cualquiera de los que asisten a nuestros viernes.
—Me ocurre a menudo —dijo Valentine—. Pero no parece importarles. Tal vez crean que soy un oficial del WAAC. Eso sería muy respetable…
La señora Duchemin se alejó con los brazos llenos de flores y un gesto verdaderamente angustiado en su semblante.
Ahora, junto a la mesita del té, dijo en voz baja:
—Querida, hemos decidido no celebrar nuestra habitual velada de los viernes la semana que viene. —Valentine se preguntó si sería sólo una mentira para deshacerse de ella. Pero Edith Ethel continuó—: Hemos decidido celebrar una pequeña fiesta. Después de mucho pensarlo, hemos llegado a la conclusión de que deberíamos hacer pública nuestra unión. —Hizo una pausa en espera de algún comentario, pero, como Valentine no hizo ninguno, prosiguió—: Coincide felizmente…, no puedo evitar pensar que coincide muy felizmente, con otro acontecimiento. No es que le concedamos mucha importancia a estas cosas… Pero a Vincent le ha llegado el rumor de que el próximo viernes… Tal vez, mi querida Valentine, tú también lo hayas oído…
Valentine respondió:
—No. Supongo que le han concedido la OBE. Me alegro mucho.
—Nuestro soberano —dijo la señora Duchemin— ha creído conveniente concederle el título de caballero.
—¡Vaya! —exclamó Valentine—. Eso se llama hacer carrera deprisa. No me cabe duda de que lo merece. Ha trabajado mucho. Te felicito sinceramente. Os será de gran ayuda.
—No es —continuó la señora Duchemin— por un largo y laborioso trabajo. Por eso es tan gratificante. Es por una labor especialmente brillante en la que ha destacado. Por supuesto, se trata de algo secreto. Pero…
—¡Oh, lo sé! —replicó Valentine—. Ha hecho unos cálculos para demostrar que las pérdidas en las regiones devastadas, si se exceptúa la maquinaria, la producción de carbón, los frutales, las cosechas, la producción industrial y demás, ascienden sólo a los gastos domésticos de un año de…
La señora Duchemin exclamó con auténtico horror:
—Pero ¿cómo lo has sabido? ¿Cómo demonios lo has sabido? —Se interrumpió—. Es alto secreto… Debe de habértelo dicho ese hombre… Pero ¿cómo demonios lo ha sabido él?
—No he visto al señor Tietjens ni he hablado con él desde la última vez que estuvo aquí —dijo Valentine. Comprendió, por la perplejidad de Edith Ethel, toda la situación. El infeliz de Macmaster ni siquiera le había contado a su mujer que había robado unos cálculos que no eran suyos. Ansiaba disfrutar de un poco de prestigio en el círculo familiar, ¡por una vez, algo de prestigio! ¡Muy bien! ¿Por qué no? Ella sabía que Tietjens querría que disfrutara de todo el que fuese posible. Así que dijo—: ¡Oh! Probablemente es algo que está en el aire… Es sabido que el gobierno quería imponer sus exigencias al alto mando, y que cualquiera que les ayudara a hacerlo conseguiría el título de caballero…
La señora Duchemin se calmó un poco.
—Desde luego —dijo—, han tratado de silenciarlo, como suele decirse. —Reflexionó un instante—. Probablemente sea eso —prosiguió—: Está en el aire. Cualquier cosa capaz de influenciar a la opinión pública contra esa gente tan horrible es bienvenida. Es sabido por todos… ¡No! Es imposible que se le hubiese ocurrido a Christopher Tietjens y te lo hubiese contado. Ni siquiera se le habría pasado por la cabeza. ¡Él simpatiza con ellos! Sería…
—Ciertamente —dijo Valentine— no simpatiza con los enemigos de su país. Ni yo tampoco.
La señora Duchemin exclamó con voz chillona y las pupilas dilatadas:
—¿Qué quieres decir? ¿Qué estás tratando de decir? ¡Pensaba que eras pro alemana!
Valentine respondió:
—¡No lo soy! ¡No…! Odio que maten a la gente… Odio que maten a cualquiera… A cualquiera. —Se calmó haciendo un gran esfuerzo—. El señor Tietjens dice que cuanto más entorpezcamos a nuestros aliados, más durará la guerra y más vidas se perderán… Más vidas, ¿lo comprendes?
La señora Duchemin adoptó su aire más distante, tierno y altanero:
—Mi pobre niña —dijo—, ¿qué puede importarle a nadie lo que piense ese tipo? Puedes decirle de mi parte que hace muy mal en mantener esas opiniones. Es un hombre marcado. ¡Está acabado! Es inútil que Guggums, mi marido, intente protegerlo.
—¿Así que está tratando de protegerlo? —preguntó Valentine—. No veo la razón. No me cabe duda de que el señor Tietjens sabe cuidar de sí mismo.
—Mi querida niña —respondió Edith Ethel—, más vale que lo sepas. No hay nadie en todo Londres más desacreditado que Christopher Tietjens, y mi marido se está perjudicando infinitamente al tratar de defenderlo. Es nuestro único motivo de disputa. —Prosiguió—: Todo iba bien antes de que perdiera la cabeza. La gente incluso dice que tenía cierta capacidad intelectual, aunque yo nunca pude apreciarlo. Pero ahora que, ¡no veo otro modo de explicarlo!, las borracheras y el libertinaje lo han reducido a este estado, no me importa decirte que van a borrarlo de la nómina de la oficina…
En ese momento, por primera vez, a Valentine Wannop se le pasó por la cabeza una idea, como una loca inspiración: aquella mujer debía de haber estado enamorada una vez de Tietjens. Incluso era posible, tal como eran los hombres, que hubiese sido su amante. De otro modo, era imposible explicar aquella inquina, que a Valentine le parecía casi sin el menor sentido. Por otro lado, no sintió ningún impulso de defender a Tietjens de unas acusaciones que carecían por completo de fundamento.
La señora Duchemin proseguía con su amable altivez:
—Por supuesto que un hombre así…, ¡y en esas condiciones…!, no podría entender asuntos de alta política. Es imprescindible que esa gente no llegue a asumir el mando supremo. Cederían a sus demenciales instintos militaristas. Hay que pararles los pies. Hablo por supuesto, entre nosotras, pero mi marido dice que es lo que se afirma en los círculos más elevados. Si se les dejase actuar, aunque lograsen alguna victoria, establecería un precedente… ¡eso dice mi marido…! Comparado con la pérdida de unas cuantas vidas…
Valentine se puso en pie de un salto con el rostro distorsionado.
—¡Por el amor de Dios! —gritó—, igual que crees que Jesucristo murió por ti, trata de entender que está en juego la vida de millones de hombres…
La señora Duchemin sonrió.
—Mi pobre niña —dijo—, si te movieses en los círculos más elevados verías estas cosas con más distancia…
Valentine buscó apoyo en el respaldo de una silla.
—Tú no te mueves en los círculos más elevados —exclamó—. Por el amor de Dios, por tu bien, recuerda que eres una mujer y no sólo una esnob. Antes eras una buena persona. Aguantaste mucho tiempo con tu marido…
La señora Duchemin se había recostado en su silla.
—Mi querida niña —dijo—, ¿es que te has vuelto loca?
Valentine respondió:
—Sí, casi. Tengo un hermano en la marina; he tenido al hombre al que quería en el frente durante un tiempo infinito. Supongo que podrías entender eso, aunque no seas capaz de comprender por qué alguien puede enloquecer sólo con pensar en el sufrimiento de los demás… Y sé, Edith Ethel, que temes la opinión que yo pueda tener de ti, o no te habrías andado con tantos engaños y subterfugios todos estos años…
La señora Duchemin dijo atropelladamente:
—¡Oh, mi querida niña…! Si mezclas los intereses particulares es lógico que seas incapaz de ver con objetividad los asuntos más elevados. Será mejor que cambiemos de tema.
Valentine replicó:
—Sí. Sigue con tus excusas para no invitarnos a mi madre y a mí a tu fiesta.
Al oír eso, la señora Duchemin se puso también en pie. Toqueteó las cuentas de ámbar con sus largos dedos y las hizo girar ligeramente. Tenía detrás todos sus espejos, los reflejos de la lámpara, los dorados y el brillo de la madera pulimentada. Valentine pensó que nunca había visto a nadie que personificara mejor la amabilidad, la ternura y la dignidad. Dijo:
—Querida, iba a sugerir que será un tipo de fiesta al que tal vez prefieras no venir… Los invitados serán muy formales y envarados y probablemente no tengas vestido.
Valentine replicó:
—Oh, claro que tengo vestido. Pero tengo una carrera enorme en las medias de fiesta, y eso sí que no hay quien lo arregle. —No pudo evitar decirle eso.
La señora Duchemin se quedó inmóvil y, poco a poco, el rubor acudió a su rostro. Era muy curioso ver el contraste de ese fondo escarlata contra el vívido blanco de los ojos y las cejas oscuras y prácticamente rectas que casi se tocaban. Y, poco a poco, su rostro volvió a quedarse totalmente blanco, y sus ojos azul oscuro destacaron en él. Hizo como si se frotara las manos largas y blancas cubriendo la izquierda con la derecha y volviéndola a retirar después.
—Lo siento —dijo con voz apagada—. Teníamos la esperanza de que si ese hombre volvía a Francia (o si ocurría alguna otra cosa) pudiéramos seguir siendo amigas. Pero tú misma comprenderás que, dada nuestra posición oficial, no se nos puede pedir que pasemos por alto…
Valentine objetó:
—¡No te comprendo!
—¡Tal vez sea mejor que me calle! —replicó la señora Duchemin—. Preferiría no seguir.
—Es mejor que lo hagas —respondió Valentine.
—Teníamos pensado —dijo la mujer de más edad— celebrar una cena íntima, nosotros dos y tú, antes de la fiesta, por auld lang syne.[80] Pero ese hombre nos ha obligado a invitarlo, y comprenderás que no podemos invitarte a ti también.
Valentine dijo:
—No veo por qué no. ¡Para mí siempre es un placer ver al señor Tietjens!
La señora Duchemin la miró con dureza.
—No le veo sentido —dijo— a que sigas disimulando. Ya está bastante mal que tu madre se pasee con ese hombre y que organicen escenas tan terribles como la del otro viernes. La señora Tietjens tuvo un comportamiento heroico, sencillamente heroico. Pero tú no tienes derecho a someter a tus amigos a semejantes pruebas.
Valentine respondió:
—Quieres decir que… la señora Tietjens…
La señora Duchemin prosiguió:
—Mi marido insiste en que te lo pregunte. Pero no lo haré. No lo haré. Inventé para ti la excusa del vestido. Por supuesto que podríamos haberte proporcionado un vestido si ese hombre es tan mezquino o está tan arruinado que no puede mantenerte con dignidad. Pero te repito que, dada nuestra posición oficial, no podemos…, no podemos, ¡sería una locura, pasar por alto esta intriga. Y tanto más por cuanto es probable que su mujer desee nuestra amistad. Ya ha venido una vez y puede que vuelva a hacerlo. —Se interrumpió y luego prosiguió con mucha solemnidad—: Y te lo advierto, si se produce la ruptura, ¡y se producirá, pues ninguna mujer resistiría algo así!, apoyaremos a la señora Tietjens. Aquí siempre encontrará un hogar.
A Valentine se le pasó por la cabeza la extraordinaria imagen de Sylvia Tietjens de pie junto a Edith Ethel, empequeñeciéndola como una jirafa empequeñece a un emú. Dijo:
—¡Ethel! ¿Es que me he vuelto loca? ¿O eres tú? Palabra que no entiendo…
La señora Duchemin exclamó:
—¡Por el amor de Dios contén la lengua, desvergonzada! Has tenido un hijo con ese hombre, ¿no es cierto?
Valentine vio de pronto los largos candelabros de plata, los oscuros paneles de la rectoría, y el rostro desencajado de Edith Ethel y su cabello despeinado delante de ellos.
Dijo:
—¡No! Claro que no. ¿Es que no puedes metértelo en la cabeza? Claro que no. —Hizo un esfuerzo más por sobreponerse a la inmensa fatiga—. Te ruego que creas, si es que eso te va a hacer sentir mejor, que el señor Tietjens nunca me ha dedicado una palabra de amor en su vida. Ni yo a él. Apenas hemos hablado desde que nos conocemos.
La señora Duchemin respondió con voz áspera:
—En las últimas cinco semanas siete personas me han dicho que has tenido un hijo con ese grosero, se ha arruinado porque tiene que manteneros a ti, a tu madre y al niño. No negarás que tiene un hijo escondido en alguna parte…
Valentine exclamó de pronto:
—¡Oh, Ethel, no debes…, no debes tener celos de mí! Si tú supieras…, no tendrías celos de mí… Supongo que el niño que ibas a tener era de Christopher. Los hombres son así. ¡Pero no tengas celos de mí! No debes, nunca, nunca. He sido la mejor amiga que has tenido…
La señora Duchemin exclamó con voz ronca, como si la estuvieran estrangulando:
—¡Un chantaje! ¡Sabía que esto acabaría así! ¡Siempre ocurre igual con las de tu clase! Haz lo que quieras, furcia. ¡Pero no vuelvas a poner el pie en esta casa! Ojalá te pudras en… —Su rostro expresó de pronto un enorme temor y salió con gran rapidez de la habitación. Justo después se estaba inclinando delicadamente sobre un gran jarrón lleno de rosas debajo de la araña. La voz de Vincent Macmaster había dicho desde la puerta:
—Pasa, viejo amigo. Por supuesto que tengo diez minutos. El libro está por aquí en algún sitio…
Macmaster estaba a su lado, frotándose las manos, inclinado de un modo extraño y un poco vil y mirándola angustiado con su monóculo que ampliaba mucho sus pestañas, el enrojecido párpado superior y las venas de la córnea.
—¡Valentine! —dijo—, mi querida Valentine… ¿Te has enterado? Hemos decidido hacerlo público… Guggums te habrá invitado a nuestro pequeño banquete. Y creo que, además, habrá una sorpresa…
Edith Ethel miró, penosa y penetrantemente, por encima del hombro a Valentine.
—Sí —respondió valientemente, dirigiéndose a Edith Ethel—, Ethel me ha invitado. Haré lo que pueda por venir…
—¡Oh, pero tienes que hacerlo! —dijo Macmaster—, sólo tú y Christopher, que habéis sido tan buenos con nosotros. Por los viejos tiempos. No puedes…
Christopher Tietjens estaba flotando lentamente desde la puerta, extendió cautelosamente la mano hacia ella. Como prácticamente nunca se daban la mano en casa, fue fácil evitarla. Valentine se dijo: «¡Oh! ¡Cómo es posible! Cómo podría haber…». Y aquella terrible situación volvió a su cabeza: el triste y lamentable marido, el amante terriblemente indiferente…, ¡y Edith Ethel loca de celos! Era una casa maldita. Deseó que Edith Ethel hubiese reparado en que no le había dado la mano a Christopher.
Pero Edith Ethel, inclinada sobre el jarrón de rosas, estaba enterrando su hermoso rostro en una flor tras otra. Estaba acostumbrada a hacerlo, pensaba que así parecía un cuadro del pintor que había sido objeto de la primera monografía de su marido. Y ciertamente, pensó Valentine, lo parecía. Estaba tratando de decirle a Macmaster que los viernes por la tarde le resultaba muy difícil escaparse. Pero le dolía demasiado la garganta. Sabía que ésa sería la última vez que vería a Edith Ethel, a quien tanto había querido. Y esperaba que también fuese ésa la última vez que viera a Christopher Tietjens…, a quien también había querido mucho.
Christopher, grande y torpe, estaba recorriendo uno de los estantes.
Macmaster la siguió hasta el vestíbulo repitiendo de forma clamorosa su invitación. Ella no podía hablar. Al llegar a la puerta remachada de hierro, la tomó de la mano durante una eternidad, mirándola penosamente, con el rostro muy cerca del suyo. Exclamó con un tono de gran temor:
—¿Es que Guggums…? No te habrá… —Su rostro, que, visto tan de cerca, estaba un poco congestionado, se deformó por la ansiedad; aterrorizado, desvió la mirada hacia la puerta del salón.
Valentine se las arregló para hablar casi atragantada.
—Ethel —dijo— me ha dicho que se va a convertir en lady Macmaster. Me alegro mucho. Me alegro mucho por ti. Ya tienes lo que querías, ¿no?
Su alivio le permitió apartarse distraído, como si estuviese demasiado cansado para ponerse más nervioso:
—¡Sí!, ¡sí…! Claro que es un secreto… No quiero decírselo a él hasta el próximo viernes…, será una especie de bonne bouche…[81] Lo más seguro es que parta para el frente el sábado… Van a enviar un contingente muy numeroso…, para la gran ofensiva…
Al oírlo ella trató de apartar la mano y no oyó lo que le estaba diciendo. Algo así como que daría cualquier cosa por que la fiesta fuera un éxito. Entendió las sorprendentes palabras: Wie der alten schoenen Zeit. [82] No supo si eran sus ojos o los de él los que estaban llenos de lágrimas. Dijo:
—¡Creo…, creo que eres una buena persona!
En el enorme vestíbulo, colgaban largas pinturas japonesas sobre seda, la luz eléctrica osciló: era un lugar triste y pardusco.
Él exclamó:
—Yo también te ruego que creas que nunca os abandonaré… —Volvió a desviar la mirada hacia la puerta del salón y añadió—: A ninguno de los dos…, ¡nunca os abandonaré! —repitió.
Macmaster le soltó la mano, ella estaba en las húmedas escaleras de piedra.
La enorme puerta se cerró irresistiblemente tras ella, enviando un susurro de aire hacia abajo.