III

Los dos hermanos anduvieron veinte pasos desde la puerta a lo largo de las aceras vacías de Gray’s Inn sin decir nada. Los dos parecían totalmente inexpresivos. A Christopher aquello le recordaba a Yorkshire. Le pareció ver a Mark sobre el césped de Groby, con su sombrero hongo y su paraguas, mientras los cazadores cruzaban el césped y subían colina arriba hasta el campo de tiro. Mark probablemente nunca hubiese hecho eso, pero así lo imaginó su hermano. Mark había visto que uno de los pliegues de su paraguas estaba mal colocado. Estaba planteándose seriamente si desplegarlo y volverlo a plegar él mismo —¡lo que suponía una auténtica molestia!— o si dejarlo hasta llegar al club, donde le diría al portero que lo hiciera por él en el acto. Pero eso significaba que tendría que andar dos kilómetros a través de Londres con un paraguas mal plegado, lo que le resultaba muy desagradable.

Dijo:

—Si estuviera en tu lugar no dejaría que ese banquero fuese por ahí dándome cartas de recomendación.

Christopher respondió:

—¡Ah!

Pensó que, incluso con sólo una tercera parte de su cerebro activa, Mark seguía sin ser rival para él, pero estaba cansado de discusiones. Supuso que Ruggles, el amigo de su hermano, le habría hecho alguna observación desagradable sobre la amistad que le profesaba Port Scatho. Pero no sintió curiosidad. Mark tuvo una vaga sensación de incomodidad. Dijo:

—¿Rechazaron un cheque tuyo en el club esta mañana?

Christopher respondió:

—Sí.

Mark esperó a que le diese una explicación. Christopher se alegró de la velocidad con la que había viajado la noticia: eso confirmaba lo que le había dicho a Port Scatho. Veía su caso desde fuera. Era como contemplar el funcionamiento de un modelo mecánico bien engrasado.

Mark parecía más preocupado. Acostumbrado como estaba desde hacía treinta años al vociferante sur, había olvidado que existiera gente taciturna. Cuando en el ministerio acusaba lacónicamente de negligencia a un empleado de transporte, o cuando reprochaba —con no menos laconismo— a su amante francesa que le hubiera echado demasiadas especias a la chuleta de cordero de la cena, o demasiada sal al agua en la que hervía las patatas, estaba acostumbrado a oír largas y enérgicas excusas o negaciones. Así que había llegado a considerarse casi la única persona lacónica del mundo. De pronto, recordó con fastidio —aunque también con satisfacción— que su hermano era su hermano.

No sabía nada de Christopher. Siempre le había parecido ver a su hermano pequeño desde la distancia, un niño malcriado. No era un verdadero Tietjens: había nacido muy tarde y había estado más ligado a su madre que a su padre. La madre era una mujer admirable, pero natural del condado de South Riding y por tanto blanda y generosa. Los otros hijos Tietjens, siempre que habían fracasado en algo, habían culpado a su padre por no casarse con una mujer de su condado. De modo que no sabía nada de aquel muchacho. Decían que era brillante: una cualidad muy poco típica de los Tietjens. ¡Dado a la conversación…! En fin, él no era hablador. Mark dijo:

—¿Qué has hecho con el dinero que te dejó nuestra madre? Veinte mil, ¿no?

Estaban recorriendo un pasadizo entre casas georgianas. En el siguiente patio Tietjens se paró a mirar a su hermano. Mark se detuvo para que lo mirase. Christopher se dijo: «¡Este hombre tiene derecho a hacerme estas preguntas!».

Fue como si hubiese ocurrido un extraño fallo en una película. Aquel tipo se había convertido en el jefe de la familia: él, Christopher, en el heredero. En ese momento, su padre, que llevaba ya cuatro meses en la tumba, murió por primera vez.

Christopher recordó un extraño incidente. Una vez concluido el funeral, después de volver del cementerio y comer alguna cosa, Mark —a Tietjens le parecía estar viendo su gesto inexpresivo— había sacado la caja de cigarros y, después de elegir uno para él, había pasado el resto por la mesa. Fue como si a todos se les hubiera parado el corazón. Hasta ese día, nadie había fumado en Groby: a su padre siempre le habían llenado las doce pipas y se las habían dejado entre los rosales en el camino de entrada…

Lo consideraron sólo un incidente desagradable, un ejemplo de mal gusto… Christopher, recién regresado de Francia, tenía la memoria tan en blanco que ni siquiera se lo había parecido, tan sólo el pastor le había susurrado: «Hasta hoy nadie había fumado en Groby».

¡En cambio ahora le parecía un símbolo totalmente legítimo! Les gustase o no, ahí estaban el cabeza de casa y el heredero. El cabeza de casa tenía que hacer sus disposiciones, el heredero podía estar de acuerdo o no con ellas, pero el hermano mayor tenía derecho a que respondiera a sus preguntas.

Christopher dijo:

—La mitad se lo cedí directamente a mi hijo. Perdí siete mil en valores rusos. El resto me lo gasté…

Mark replicó:

—¡Ah!

Acababan de pasar por debajo del arco que lleva a Holborn. Mark se detuvo a su vez y miró a su hermano y Christopher se paró para que le inspeccionara y miró a su hermano a los ojos. Mark se dijo: «¡Al menos no le da miedo mirar a los ojos!». Estaba convencido de que le asustaría hacerlo. Dijo:

—¿Lo gastaste en mujeres? O ¿de dónde sacas el dinero que gastas en mujeres?

Christopher respondió:

—Jamás he gastado un penique en mujeres en toda mi vida.

Mark exclamó:

—¡Ah!

Atravesaron Holborn y se dirigieron por callejones en dirección a Fleet Street.

Christopher añadió:

—Cuando digo «mujeres» utilizo la palabra en el sentido ordinario. Por supuesto, he invitado a mujeres de nuestra propia clase a tomar el té o a almorzar y he pagado sus coches. Tal vez habría sido mejor decir que nunca (ni antes ni después del matrimonio) había tenido relación con otra mujer que mi esposa.

Mark exclamó:

—¡Ah!

Se dijo: «En ese caso Ruggles debe ser un mentiroso». Eso no le angustió ni asombró. Desde hacía veinte años él y Ruggles habían compartido un piso de un edificio grande y lúgubre de Mayfair. Estaban acostumbrados a conversar mientras se afeitaban en el baño compartido, por lo demás solían verse sólo en el club. Ruggles tenía un cargo en el Tribunal Superior de Justicia, probablemente como sustituto del jefe de la Guardia Real. O tal vez hubiese ascendido en los últimos veinte años. Mark Tietjens no se había molestado en preguntarlo. Enormemente orgulloso y retraído carecía de curiosidad de ningún tipo. Vivía en Londres porque era una ciudad inmensa, solitaria, administrativa y, en apariencia, carecía de curiosidad sobre sus propios habitantes. Si hubiese encontrado en el norte otra ciudad igual de grande y que tuviese esas mismas características la habría preferido.

En Ruggles pensaba poco o nada. Una vez había oído la expresión «chicharra agradable» y veía a Ruggles como una chicharra agradable, aunque no supiera lo que significaba esa frase. Mientras se afeitaban, Ruggles le contaba el escándalo del momento. Nunca, es preciso reconocerlo, nombraba a ninguna mujer cuya virtud no estuviese en venta, o a ningún hombre que no estuviera dispuesto a vender a su mujer como adelanto. Eso casaba bien con las ideas que Mark tenía sobre el sur. Cuando Ruggles difamaba a un hombre de familia del norte, Mark le interrumpía con un: «¡Oh, no! No es cierto. Es un Craister de Wantley Fells», o cualquier otro nombre según el caso. Medio escocés, medio judío, Ruggles era muy alto y parecía una urraca, pues siempre tenía la cabeza ladeada. Si hubiese sido inglés, Mark no habría compartido con él sus habitaciones; de hecho conocía muy pocos ingleses que por nacimiento o posición pudieran tener ese privilegio, y, por otro lado, muy pocos ingleses de buena posición y nacimiento habrían aceptado compartir unas habitaciones tan oscuras e incómodas, con muebles de caoba y asientos de pelo de caballo e iluminadas con claraboyas de cristal traslúcido. Recién llegado a la ciudad con veinticinco años, Mark había alquilado aquellas habitaciones con un hombre llamado Peebles, que ya hacía mucho que había muerto, y no se había molestado en hacer ningún cambio, aunque Ruggles había ocupado el lugar de Peebles. El remoto parecido entre sus nombres hizo que a Mark Tietjens le resultara menos molesto que si los nombres hubiesen sido distintos. Mark pensaba a menudo que habría sido muy desagradable compartir habitaciones con un hombre llamado, digamos, Granger. El caso es que todavía llamaba Peebles a Ruggles de vez en cuando y no pasaba nada. Mark no sabía nada de los orígenes de Ruggles, de manera que, en cierto modo, su relación recordaba a la de Christopher con Macmaster. Aunque Christopher le habría dado hasta la camisa a su satélite y Mark, en cambio, no le habría prestado más de cinco libras a Ruggles y habría hecho que lo echaran de las habitaciones si no se los hubiera devuelto antes del final del trimestre. Pero, puesto que Ruggles jamás le había pedido nada prestado, Mark lo consideraba un hombre totalmente honorable. De vez en cuando, Ruggles le hablaba de su plan de casarse con alguna viuda rica, o de su influencia sobre gente que ocupaba puestos elevados, pero, cuando le hablaba así, Mark no le escuchaba y pronto volvía a sus historias de mujeres en venta y hombres venales.

Unos cinco meses antes, Mark le había dicho una mañana a Ruggles:

—Entérate de lo que puedas sobre mi hermano menor Christopher y házmelo saber.

La noche anterior, el padre de Mark lo había llamado desde el otro lado del salón y le había dicho:

—Podrías averiguar qué tal le van las cosas a Christopher. Es posible que esté mal de dinero. ¿Se te ha ocurrido pensar que es el heredero de las fincas? Después de ti, por supuesto. —El señor Tietjens había envejecido mucho desde la muerte de sus hijos. Le dijo—: Supongo que no tendrás pensado casarte…

Y Mark había respondido:

—No, no me casaré. Aunque creo llevar mejor vida que Christopher. Al parecer está muy baqueteado.

Así que, provisto de aquel encargo, el señor Ruggles parece haber demostrado una extraordinaria actividad para preparar un dossier sobre Christopher Tietjens. No es frecuente que un cotilla inveterado tenga la oportunidad de murmurar sobre un hombre y a la vez esté prácticamente a cubierto de una acusación de libelo. Ruggles aborrecía a Christopher Tietjens con el inveterado aborrecimiento que siente el cotilla por quien nunca cotillea. Y Christopher Tietjens había manifestado con Ruggles más insolencia de la que era habitual en él. De modo que a la semana siguiente los faldones de la levita de Ruggles se presentaron ante muchas puertas y su chistera brilló ante muchos vestíbulos.

Entre otros había visitado a la dama conocida como Glorvina.

Se dice que hay un libro, guardado en un santuario de santuarios, en el que se registran las manchas en el historial de los hombres de buena familia y posición en Inglaterra. Mark Tietjens y su padre —igual que otros muchos prácticos terratenientes ingleses— creían implícitamente en la existencia de dicho libro. Christopher Tietjens no: él pensaba que las actividades de caballeros como Ruggles eran suficientes para frustrar la carrera de las personas que les disgustaban. En cambio Mark y su padre contemplaban la sociedad inglesa y veían a personas, en apariencia perfectamente cualificadas para tener carreras de éxito en uno u otro servicio, que nunca conseguían ascensos, ni condecoraciones, ni títulos, ni ventajas de ningún tipo. De modo que misteriosamente no llegaban a hacerse un nombre. Y lo atribuían al influjo del libro.

Ruggles, por su parte, no sólo creía en la existencia de esa recopilación de sospechosos y condenados al fracaso, sino que estaba convencido de que su mano tenía una influencia considerable sobre lo que estaba escrito en sus páginas. Creía que si se dedicaba a denigrar, con más moderación y motivos de lo habitual, a ciertas personas en presencia de ciertos personajes les infligiría al menos un gran daño. Y con gran constancia, y convencido, sin duda, de la sinceridad de casi todas sus palabras, Ruggles había denigrado a Tietjens en presencia de esos personajes. Ruggles no comprendía por qué Christopher había aceptado a Sylvia después de su fuga con Perowne; tampoco comprendía por qué Christopher se había casado con Sylvia cuando estaba embarazada de otro hombre llamado Drake, igual que no iba a creer que Christopher hubiese conseguido una carta de recomendación de lord Port Scatho, a no ser que le hubiese entregado a Sylvia al banquero. Era incapaz de ver nada que no fuesen influencias o dinero en el fondo de todas esas cosas. No era capaz de entender cómo si no habría conseguido dinero Tietjens para mantener a la señora Wannop, a la señorita Wannop y a su hijo, y el lujoso estilo de vida de Macmaster y de la señora Duchemin, que era la amante de Christopher. Sencillamente no se le ocurría otra posibilidad. De hecho, ser más altruista que la sociedad que lo rodea a uno sólo sirve para meterse en líos.

Ruggles, no obstante, carecía de indicios respecto a si había dañado realmente o no, o hasta qué punto, al hermano de su compañero de habitación. Había hablado en lo que él consideraba los lugares adecuados, pero no tenía pruebas de que se hubiera corrido la voz. Para asegurarse, fue a visitar a la gran dama; de haberse enterado alguien ésa sería ella.

No había podido confirmar nada, pues la gran dama era —y lo sabía— mucho más lista que él. Pudo averiguar que sentía verdadero afecto por Sylvia, la amiga íntima de su hija, y que le preocupaba oír que a Christopher Tietjens no le iban bien las cosas. Ruggles había ido a visitarla para preguntarle abiertamente si no se podría hacer nada por el hermano de su compañero de habitación. Todo el mundo sabía que Christopher tenía muchas habilidades, pero, tanto en su oficina —donde sin duda se habría quedado si hubiese estado satisfecho con sus perspectivas— como en el ejército, ocupaba sólo una posición subordinada. ¿No podría Glorvina —preguntó— hacer algo por él? Y añadió: «Es casi como si hubiese una mancha en su historial…».

La gran dama le había respondido, con mucha energía, que no podía hacer nada. La energía era para darle a entender hasta qué punto su partido había sido hundido, separado y marginado por el partido en el poder y carecía ahora de cualquier tipo de influencia. Eso era una exageración, pero no favoreció en nada a Tietjens, pues Ruggles entendió que Glorvina decía que no podía hacer nada porque, efectivamente, había una mancha en el historial de Tietjens recogida en el libro de ese círculo de privilegiados al que la gran dama tenía, sin duda, acceso.

Por otro lado, eso sirvió para despertar la preocupación que Glorvina sentía por Tietjens. Ella no creía en la existencia de un libro: nunca lo había visto. Pero sí estaba dispuesta a creer que se le reprochase una mancha metafórica en su historial, así que, los siguientes cinco meses, hizo averiguaciones sobre Tietjens siempre que tuvo ocasión. Conoció a un tal mayor Drake, un oficial de inteligencia, que tenía acceso al archivo central de informes confidenciales sobre oficiales, y el mayor Drake le mostró, como ejemplo y con gran diligencia, el informe sobre Tietjens. Era muy desalentador y estaba salpimentado de jeroglíficos, el punto principal era la insolvencia de Tietjens y la predilección que sentía por los franceses, y en apariencia por los monárquicos franceses. En esa época, el gobierno había tenido muchas fricciones con nuestros aliados y esa peculiaridad le había proporcionado varias misiones de poca importancia que luego le habían perjudicado mucho. Glorvina obtuvo la información clara de que a Tietjens lo habían trasladado a la artillería francesa como oficial de enlace y que había estado con ellos por algún tiempo, pero que después de sufrir fatiga de combate lo habían enviado de vuelta a casa. Después de eso habían escrito una nota en su contra: «No volver a emplearlo como oficial de enlace».

Por otro lado, las visitas de Sylvia a los oficiales austriacos prisioneros también habían sido registradas en el informe sobre Tietjens, por lo que habían añadido una última nota: «No confiarle ninguna misión confidencial».

La gran dama ignoraba y no quiso saber hasta qué punto el mayor Drake había recopilado él mismo esos informes. Estaba al tanto de las relaciones entre las partes y sabía que en ciertos hombres oscuros y vigorosos la pasión de la venganza sexual es muy duradera, así que lo dejó correr. Descubrió, no obstante, que el señor Waterhouse —ahora retirado— tenía muy buena opinión del carácter y las habilidades de Tietjens, y que, justo antes de jubilarse, Waterhouse había recomendado a Tietjens para un importante ascenso. Glorvina sabía que, en el presente estado de amistades y enemistades ministeriales, eso bastaba para arruinar la carrera de cualquiera que estuviese dentro del rango de influencia gubernamental.

Así que había llamado a Sylvia y le había expuesto todas aquellas cosas, pues era demasiado prudente para creer que, incluso suponiendo que pudiese haber diferencias entre los dos jóvenes, de las que, por otra parte, no tenía la menor evidencia, Sylvia pudiera desear otra cosa que favorecer los intereses materiales de su marido. Además, por muy sincera y benévola que fuese la gran dama con la pareja, también intuyó la posibilidad de hacer daño al menos a algún miembro del partido en el poder. Una persona en un puesto oficial de poca importancia puede hacer mucho ruido si se abusa de él, tiene determinación y cuenta con apoyos poderosos. Y Sylvia, al menos, tenía todo eso.

Sylvia recibió las noticias de la gran dama con tanta emoción que nadie habría dudado de la absoluta devoción que sentía por su marido y de que se lo contaría todo. Aunque todavía no había encontrado el momento para hacerlo.

Ruggles, entretanto, había reunido un dossier completo de noticias e inferencias para presentarle a Mark Tietjens mientras se afeitaban. Mark no se había sorprendido ni indignado. Estaba acostumbrado a llamar a los hijos de su padre, excepto al hermano que le seguía en edad, «los granujas» y sus preocupaciones nunca le habían interesado. Se casarían, concebirían hijos sin importancia que iniciarían líneas colaterales de la estirpe de los Tietjens y desaparecerían como es el sino de los hijos de los hijos más pequeños. Y las muertes de los hermanos intermedios estaban tan recientes que Mark todavía no se había acostumbrado a pensar en Christopher como algo distinto a un granuja, una persona cuyas acciones podían ser desagradables pero carecían de importancia. Le dijo a Ruggles:

—Será mejor que le cuentes todo esto a mi padre. No estoy seguro de poder recordar todos los detalles con exactitud.

A Ruggles le había encantado la idea y —con la garantía de su intimidad con el hijo mayor, que certificaba su fiabilidad en cuestiones de dinero y su habilidad para recopilar datos sobre personalidades, actos y ascensos— ese día, a la hora del té, en el club, en un rincón tranquilo, Ruggles le había contado al señor Tietjens que la mujer de Christopher estaba embarazada cuando se casó con ella, que él se había deshonrado al silenciar la fuga de su mujer con Perowne y al pasar por alto sus otros amoríos, y que en las altas esferas se sospechaba que era un agente francés, por lo que habían apuntado su nombre en el famoso libro… Y todo lo había hecho para conseguir dinero con el que mantener a la señorita Wannop, con quien había tenido un hijo, y para mantener el estilo de vida, muy por encima de sus posibilidades, de Macmaster y la señora Duchemin, pues esta última era su amante. La historia de que Tietjens había tenido un hijo con la señorita Wannop primero la sugirió y luego la apoyó en el hecho de que, ciertamente, tenía un hijo en Yorkshire que nunca aparecía por Gray’s Inn.

El señor Tietjens era un hombre razonable, pero no lo bastante razonable para dudar de la historia circunstancial de Ruggles. Creía implícitamente en la existencia del gran libro…, en el que han creído varias generaciones de propietarios rurales; se daba cuenta de que su brillante hijo no había ascendido de manera proporcional a su brillantez e influencia; sospechaba que dicha brillantez era sinónimo de unas tendencias reprobables. Además, su viejo amigo, el general ffolliott, le había advertido claramente unos días antes que debería interesarse por cómo le iban las cosas a Christopher. Al presionarlo, ffolliott le había dicho con la misma claridad que se sospechaba que Christopher estaba metido en asuntos deshonrosos tanto de dinero como de mujeres. De modo que las acusaciones de Ruggles fueron como una confirmación definitiva de unas sospechas que parecían muy bien fundamentadas.

Sabiendo lo brillante que era el chico, lamentaba amargamente haberlo abandonado —como suele ser el destino de los hijos menores— a su suerte, para que se las arreglase como mejor pudiera. Se decía que habría debido vigilar con sus propios ojos a aquel chico que siempre le había inspirado una ternura especial. Su mujer, con quien le había unido una apasionada devoción, se había entregado a Christopher de un modo especial, porque era su hijo menor, nacido muy tarde. Y, desde la muerte de su mujer, él mismo había querido mucho a Christopher, como si compartiera parte del resplandor y la iluminación de su madre. De hecho, tras la muerte de su mujer, el señor Tietjens había estado a punto de pedirles a Christopher y a Sylvia que se instalasen en Groby y administrasen la finca en su nombre, haciendo, por supuesto, una provisión testamentaria para compensar a Christopher por abandonar su carrera en el Departamento de Estadística. Su sentido de la justicia para con sus otros hijos le había impedido hacerlo.

Lo que le destrozó el corazón fue que Christopher no sólo hubiera seducido sino tenido un hijo con Valentine Wannop. Gran señor en sus costumbres, el señor Tietjens siempre había creído que era su deber patrocinar las artes y, aunque en realidad había hecho poco en ese sentido, aparte de adquirir algunos cuadros de color chocolate de la escuela histórica francesa, se sentía orgulloso de lo que había hecho por la viuda y los hijos de su viejo amigo el profesor Wannop. Pensaba, y con razón, que había convertido a la señora Wannop en novelista, y la tenía por una gran novelista. Y su convicción respecto a la culpabilidad de Christopher la reforzaba una leve sensación de celos que nunca habría admitido tener. Pues, desde que Christopher —ignoraba cómo, pues nunca los había presentado— se había convertido en íntimo amigo de la familia Wannop, la señora Wannop había dejado de pedirle consejo constantemente. A cambio se había dedicado a alabar a Christopher en términos casi extravagantes. De hecho, le había contado que, si no hubiese tenido a Christopher casi a diario en la casa o, en todo caso, al otro extremo del teléfono, no habría podido seguir trabajando a pleno rendimiento. Eso no le había gustado al señor Tietjens. El señor Tietjens sentía por Valentine Wannop un afecto muy profundo, pues el padre se sentía atraído por las mismas cualidades que el hijo. Incluso, y a pesar de sus sesenta y tantos años, había considerado seriamente la idea de casarse con la chica. Era una dama, habría administrado Groby muy bien; y, aunque el vínculo sobre la propiedad era muy estricto, al menos habría podido ponerla al amparo de la pobreza tras su muerte. Así que no abrigó la menor duda sobre la culpabilidad de su hijo y tuvo que soportar la humillación adicional de pensar que su hijo no sólo había traicionado esa radiante personalidad, sino que lo había hecho de un modo tan torpe como hacerle un hijo y dejar que se supiera. Era un fallo imperdonable en el hijo de un caballero. Y ahora se había convertido en su heredero seguido de un mocoso ilegítimo. ¡Irrevocablemente!

Sus cuatro hijos ya no contaban: el mayor estaba unido para siempre a una ramera —¡aunque admirable!—; los dos siguientes, muertos; el menor, peor que muerto; y su mujer fallecida con el corazón destrozado.

Sobria, pero profundamente religioso, la propia religión del señor Tietjens le empujó a creer en la culpabilidad de Christopher. Sabía que es tan difícil para un hombre rico ir al cielo como para un camello pasar por una puerta de Jerusalén llamada el Ojo de la Aguja. Esperaba humildemente que su Creador lo aceptara entre el cupo de los perdonados. Por tanto, dado que era un hombre rico —enormemente rico—, sus sufrimientos en la tierra debían ser muy grandes…

Ese día había estado ocupado con su hijo Mark en la biblioteca del club desde la hora del té hasta que llegó el momento de coger el tren de medianoche a Bishop’s Auckland. Habían tomado muchas notas. Había visto a su hijo Christopher de uniforme, con aspecto destrozado y abotargado, consecuencia, sin duda, de su vida licenciosa. Christopher había pasado por el otro extremo de la habitación y el señor Tietjens no le había mirado a los ojos. Había cogido el tren y había llegado a Groby solo. Al amanecer había cogido un arma. Lo habían encontrado a la mañana siguiente con dos conejos junto a su cuerpo, justo detrás del seto del cementerio. Daba la impresión de haberse arrastrado a través del seto tirando de la escopeta tras de sí con el cañón por delante. Cientos de hombres, sobre todo granjeros, mueren al año por esa causa en Inglaterra…

Con todo eso en la cabeza —o con todo lo que podía recordar— Mark estaba investigando los asuntos de su hermano. Él habría dejado que las cosas siguieran así más tiempo, pues la hacienda de su padre no estaba ni mucho menos liquidada, pero esa mañana Ruggles le había dicho que a su hermano le habían devuelto un cheque en el club y que partía para Francia al día siguiente. Habían pasado cinco meses exactos desde la muerte de su padre. Había sucedido en marzo, ahora era agosto: un día brillante y variable en los patios altos y estrechos.

Mark organizó sus ideas.

—¿Qué cantidad —preguntó— necesitas para vivir cómodamente? Si mil no te parecen suficientes, ¿cuánto quieres?, ¿dos mil?

Christopher le respondió que no necesitaba dinero y que no tenía intención de vivir cómodamente. Mark dijo:

—Te daré tres mil, si vas a vivir al extranjero. Me limito a cumplir las instrucciones de nuestro padre. En Francia podrías vivir a lo grande con tres mil.

Christopher no contestó.

Mark volvió a empezar:

—Entonces, las tres mil libras que te sobraron del dinero de nuestra madre, ¿se las diste a la chica o simplemente las gastaste en ella?

Christopher repitió con paciencia que no tenía ninguna querida.

Mark replicó:

—La chica con la que tuviste un hijo. Nuestro padre me dio instrucciones de que, si tú no te habías ocupado ya, aunque él daba por sentado que lo habrías hecho, me asegurase de que pudiera vivir con comodidad. ¿Cuánto crees que necesitará para vivir con comodidad? A Charlotte le paso cuatrocientas. ¿Bastaría con cuatrocientas? Supongo que querrás seguir con ella. Tres mil no es mucho para vivir si se tienen hijos.

Christopher dijo:

—¿No sería mejor que la llamaras por su nombre?

Mark respondió:

—¡No! Nunca doy nombres. Me refiero a la escritora y a su hija. Supongo que la chica debe de ser hija de nuestro padre, ¿no?

Christopher dijo:

—No. Es imposible. Ya lo pensé. Tiene veintisiete años. Estuvimos en Dijon los dos años antes de que naciera. Nuestro padre no volvió a la finca hasta el año siguiente. Además, los Wannop en esa época estaban en Canadá. El profesor Wannop era el rector de una universidad. He olvidado el nombre.

Mark observó:

—¡Es cierto que estábamos en Dijon! ¡Para que yo aprendiera francés! —añadió—: Entonces es imposible que sea hija de nuestro padre. Eso está bien. Como insistió en dejarles dinero, pensé que era probable que fuesen hijos suyos. También hay un hijo. Él se llevará mil. ¿A qué se dedica?

—El hijo —respondió Tietjens— es objetor de conciencia. Está en un dragaminas. Un marino. Piensa que desactivar minas es un modo de salvar vidas y no de quitarlas.

—Entonces no querrá el dinero todavía —replicó Mark—, es para ayudarle a fundar algún negocio. ¿Cuál es el nombre completo y la dirección de la chica? ¿Dónde la tienes instalada?

Estaban en un lugar despejado, polvoriento, rodeado de edificios de madera cuya demolición se había interrumpido. Christopher se detuvo cerca de un lugar donde una vez había habido un cañón, tuvo la sensación de que su hermano podría apoyarse allí para asimilar mejor las ideas. Dijo despacio y con mucha paciencia:

—Ya que me estás consultando el modo de poner en práctica los deseos de nuestro padre, y puesto que hay dinero de por medio, tendrías que haberte informado mejor. De hecho, no te contrariaría si no fuese cuestión de dinero. En primer lugar, quiero que sepas que no lo necesito. Puedo vivir de mi paga. Mi mujer es relativamente rica. Su madre es muy rica…

—Es la amante de Rugeley, ¿no? —preguntó Mark.

Christopher dijo:

—No. No lo creo. ¿Por qué iba a serlo? Es su primo.

—Entonces es tu mujer quien era amante de Rugeley —observó Mark—. De lo contrario, ¿por qué iba a prestarle su palco?

—Sylvia también es prima de Rugeley, por supuesto, aunque no tan cercana —respondió Tietjens—. No tiene ningún amante. De eso puedes estar seguro.

—Dicen que lo es —objetó Mark—. Dicen que es una furcia de cuidado… Supongo que pensarás que te he insultado.

Christopher dijo:

—No, no lo has hecho… Es mejor que aclaremos las cosas. Prácticamente somos desconocidos, pero tienes derecho a preguntar.

Mark observó:

—Entonces no tienes una querida ni necesitas dinero para mantenerla… Puedes hacer lo que te venga en gana. No hay motivo para que un hombre no tenga una querida, y si la tiene debe mantenerla dignamente…

Christopher no respondió. Mark se apoyó contra el cañón semienterrado y balanceó el paraguas sosteniéndolo por el mango.

—Pero —dijo—, si no mantienes a una querida, cómo haces para… —Iba a decir «disfrutar de las comodidades domésticas», pero le acudió otra idea a la cabeza—. Por supuesto —continuó—, cualquiera puede darse cuenta de que tu mujer está sensibleramente enamorada de ti: se nota enseguida…

Christopher se quedó boquiabierto. Justo un segundo antes —¡un segundo exacto!— había decidido pedirle a Valentine Wannop que se hicieran amantes esa misma noche. Era inútil, se había dicho. Sabía que ella lo quería con una pasión profunda e inconmovible, y su pasión por ella era un elemento devorador que cubría toda su imaginación igual que la atmósfera envuelve la tierra. ¿Debían morir separados por los años, sin cruzar una palabra? ¿Con qué objeto? ¿En beneficio de quién? ¡El mundo entero conspiraba para unirlos! ¡Resistirse era muy cansado!

Su hermano Mark seguía hablando. «Lo sé todo sobre las mujeres», le había dicho. Tal vez fuese cierto. Había vivido muchos años con fidelidad ejemplar con una mujer bastante impresentable. ¡Tal vez el estudio completo de una mujer te proporcionase un mapa de las demás!

Christopher dijo:

—Mira, Mark, será mejor que revises todos mis movimientos bancarios de los últimos diez años. O desde que abrí mi primera cuenta corriente. Esta discusión no sirve de nada si no crees lo que te digo.

Mark respondió:

—No quiero revisar tus cuentas. Te creo.

Un segundo más tarde, añadió:

—¿Por qué demonios no iba a hacerlo? O bien tú eres un caballero o Ruggles es un mentiroso. Y, en tal caso, es de sentido común pensar que Ruggles es un mentiroso. No lo hice antes porque no tenía motivos.

Christopher replicó:

—Dudo que mentiroso sea la palabra correcta. Recopiló una serie de cosas que se dicen contra mí. Sin duda, las reprodujo con fidelidad. No sé por qué, pero la gente murmura contra mí.

—Porque —respondió enfáticamente Mark— tratas a esa gentuza del sur con el desprecio que se merecen. Son incapaces de comprender los motivos de un caballero. Si vives entre perros creen que te mueven los mismos motivos que a los perros. ¿Cómo iban a atribuirte otros? —Añadió—: ¡Pensé que llevabas tanto tiempo enterrado debajo de su porquería que estabas tan sucio como ellos!

Tietjens miró a su hermano con el respeto debido a un hombre ignorante pero avispado. Para él era un descubrimiento que su hermano fuese avispado.

Pero, por supuesto, tenía que serlo. Era el jefe indispensable de un gran departamento. Debía tener alguna cualidad… No era culto, ni siquiera instruido. ¡Un salvaje! ¡Pero perspicaz!

—Debemos seguir andando —dijo—, o tendré que coger un coche. —Mark se apartó del cañón semienterrado.

—¿Qué hiciste con las otras tres mil libras? —preguntó—. Tres mil es una suma muy cuantiosa para derrocharla. Tratándose de un hijo menor.

—Salvo por algunos muebles que compré para las habitaciones de mi mujer —dijo Tietjens—, se fueron casi todas en préstamos.

—¡En préstamos! —exclamó Mark—. ¿A ese tal Macmaster?

—Sobre todo a él —respondió Christopher—. Pero le presté setecientos a Dicky Swipes, de Cullercoats.

—¡Dios mío! ¿Por qué a él? —gritó Mark.

—¡Oh!, porque era Swipes de Cullercoats —dijo Christopher—, y me lo pidió. Habría podido pedir más, pero eso le bastó para emborracharse hasta morir.

Mark dijo:

—Supongo que no le prestarás dinero a cualquiera que te lo pida.

Christopher replicó:

—Desde luego. Es una cuestión de principios.

—Es una suerte —respondió Mark— que no lo sepa cierta gente. De lo contrario, no te habría durado mucho el dinero.

—No me duró mucho —dijo Christopher.

—Sabes —observó Mark— que no podías actuar como un generoso mecenas con la parte de un hijo menor. Es una cuestión de gusto. Yo nunca le he dado ni medio penique a un mendigo. Pero muchos Tietjens fueron generosos. Una generación para malgastar dinero, otra para ahorrarlo, otra para gastarlo. Está bien… Supongo que tu amante será la mujer de Macmaster. Eso explicaría que no lo sea la chica. Tienen un sillón reservado para ti.

Christopher dijo:

—No. Simplemente apoyé a Macmaster por apoyarlo. Nuestro padre le prestó dinero para empezar.

—¿Ah, sí? —exclamó Mark.

—Su mujer —dijo Christopher— era la viuda de Desayuno Duchemin. ¿Conociste a Desayuno Duchemin?

—¡Oh!, por supuesto que conocí a Desayuno Duchemin —respondió Mark—. Supongo que Macmaster ahora tendrá el riñón bien forrado. Se habrá situado bien con el dinero de Duchemin.

—¡Bastante bien! —dijo Christopher—. Dentro de poco no me conocerá.

—Pero ¡maldita sea! —exclamó Mark—. Tienes Groby a tu entera disposición. No pienso casarme ni tener hijos que te estorben.

Christopher replicó:

—Gracias. No lo quiero.

—¿Estás enfadado conmigo? —preguntó Mark.

—Sí. Estoy enfadado contigo —respondió Tietjens—. ¡Con toda vuestra puñetera pandilla, y con Ruggles, y ffolliott y con nuestro padre!

Mark exclamó:

—¡Ah!

—¿Pensabas que no lo estaría? —preguntó Christopher.

—¡Oh!, pensaba que no lo estarías —respondió Mark—. Te tenía por un tipo más bien blando. Ahora veo que no lo eres.

—¡Soy tan de North Riding como tú! —replicó Christopher.

Estaban en la marea de Fleet Street, empujados por los viandantes y separados por el tráfico. Con el aire imperioso de un oficial en esos tiempos, Christopher se abrió paso entre autobuses y camiones. Con el aire imperioso de un jefe de departamento, Mark dijo:

—Oiga, agente, detenga esos malditos coches y déjeme pasar.

Pero Christopher cruzó mucho antes y esperó a su hermano junto a la puerta del Middle Temple.[73] Su imaginación estaba totalmente inmersa en la tarea de imaginar los abrazos de Valentine Wannop. Se dijo que había quemado las naves.

Mark lo alcanzó y le dijo:

—Sería mejor que supieses lo que quería nuestro padre.

Christopher respondió:

—Entonces date prisa. Tengo que irme. —Tenía que pasar cuanto antes la entrevista en el Ministerio de la Guerra para correr junto a Valentine Wannop. Dispondrían sólo de unas pocas horas para rememorar los amores de dos vidas. Vio su cabeza dorada y su rostro embelesado. Había visto en él humor, consternación, ternura, en los ojos… ¡y rabia y desprecio por sus opiniones políticas! ¡Y por su militarismo!

No obstante, se detuvieron junto a la fuente del Temple. Le debían esa muestra de respeto a su padre fallecido. Mark se lo explicó todo. Christopher oyó algunas palabras y adivinó sus implicaciones. El señor Tietjens no había dejado testamento, confiando en que su hijo mayor llevaría a cabo meticulosamente sus deseos respecto a su inmensa fortuna. Habría dejado testamento, pero era necesario considerar el dudoso caso de Christopher. Mientras fue el hijo menor, bastaba con asegurarse con que se llevara un buen pellizco y que se fuera al demonio si no le parecía bien. Por la voluntad de Dios ya no era el hijo menor.

—La idea de nuestro padre —le dijo Mark junto a la fuente— era que ninguna suma bastaría para enderezarte. Pensaba que eras un maldito rufián que vivía de las mujeres… Espero que no te importe que…

—No me importa que hables con claridad —replicó Christopher. Contempló la base de la fuente que estaba cubierta de hojas. Esta civilización había conseguido un estado de cosas en el que las hojas se pudrían en agosto. ¡En cualquier caso, estaba condenada!

—Si fueses un rufián que viviera de las mujeres —repitió Mark—, de nada habría servido hacer testamento. Habrías necesitado miles para enderezarte. Él quería que los tuvieras. Que fueses tan libertino como quisieras, pero con dinero limpio. Yo debía ver cuánto necesitarías y arreglar el resto del legado de acuerdo con eso… Nuestro padre tenía muchos sirvientes…

—¿A cuánto ascendía la fortuna de nuestro padre? —preguntó Christopher.

Mark respondió:

—Dios sabe… Ya sabes que tasaron las fincas en un millón y cuarto por lo menos. Pero podría ser el doble. ¡O cinco veces más…! Tal y como ha subido el precio del acero los tres últimos años, es imposible decir lo que podrían producir las propiedades del distrito de Middlesbrough… El impuesto de sucesiones no está ni siquiera al día. Y hay miles de maneras de no pagarlo.

Christopher inspeccionó a su hermano con curiosidad. Aquel tipo moreno de ojos saltones, aspecto en conjunto desharrapado, con un viejo traje jaspeado, un paraguas mal enrollado, unos prismáticos viejos de las carreras y un sombrero hongo que era la única prenda elegante que llevaba encima era, sin duda, un príncipe. ¡Con un perfil muy rígido! Los príncipes de verdad debían de tener ese aspecto. Dijo:

—¡Bueno! Pues no serás ni un penique más pobre por mi causa.

Mark estaba empezando a creerle. Preguntó:

—¿No vas a perdonar a nuestro padre?

Christopher respondió:

—No le perdonaré que no hiciera testamento, ni que mandase llamar a Ruggles. Os vi en la biblioteca la noche antes de que muriera. No me dirigió la palabra. Podría haberlo hecho. Fue una torpeza estúpida. Es imperdonable.

—El hombre se pegó un tiro —objetó Mark—. Lo normal es que uno perdone a alguien que termina por pegarse un tiro.

—Yo no —replicó Christopher—. Además, es probable que esté en el cielo y no necesite mi perdón. Hay diez probabilidades contra una de que esté en el cielo. Era un buen hombre.

—Uno de los mejores —dijo Mark—. Pero fui yo quien mandó llamar a Ruggles.

—Tampoco te perdono a ti —respondió Christopher.

—Pero —añadió Mark, y fue una tremenda concesión al sentimentalismo— debes quedarte con lo suficiente para vivir con comodidad.

—¡Dios mío! —exclamó Christopher—. Aborrezco vuestra maldita comodidad de tostadas con mantequilla, chuletas de cordero, zapatillas sobre la alfombra y ron caliente con especias tanto como vuestros palacios de la Riviera, chóferes, ascensores hidráulicos y vuestra repugnante fornicación en casas mal aireadas… —Se había dejado llevar, lo que rara vez le ocurría, por la idea de sus amores con Valentine Wannop, que tendrían lugar sobre los tablones desnudos de una casita de campo, sin colgaduras, comidas grasientas ni afrodisíacos pegajosos—. No serás —repitió— ni un penique más pobre por mi causa.

Mark dijo:

—Bueno, no hay por qué ponerse así. Si no quieres no hay más que hablar. Será mejor que nos apresuremos. Vas con el tiempo justo. Asunto zanjado… ¿Estás en descubierto o no en el banco? Me ocuparé de eso, por mucho que trates de impedirlo.

—No estoy en descubierto —respondió Christopher—. Tengo un superávit de treinta libras, y Sylvia me garantiza un descubierto enorme. Fue un error del banco.

Mark dudó por un momento. Le resultaba casi increíble que un banco pudiera cometer un error. Uno de los grandes bancos. Los puntales de Inglaterra.

Estaban andando hacia el río. Mark propinó un violento golpe con su precioso paraguas contra la verja de las pistas de tenis, donde unas figuras blanquecinas, manchadas por la atmósfera sombría se movían como marionetas que practicasen crucifixiones.

—¡Por Dios! —dijo—, esto es el fin de Inglaterra… [74] El único sitio donde no se cometen errores es mi departamento. ¡Te aseguro que si se cometiera alguno rodarían muchas cabezas! —Añadió—: Pero no creas que voy a prescindir de la comodidad. Mi Charlotte prepara unas tostadas con mantequilla mejores que las del club. Y tiene un barril de ron francés que me ha salvado la vida una y otra vez después de un día lluvioso en las carreras. Y lo hace sólo con los quinientos que le paso, y, por si eso fuera poco, está siempre limpia y arreglada. No hay como las mujeres francesas para la administración de la casa… Por Dios, me habría casado con mi amante si no hubiese sido papista. A ella le gustaría y a mí no me perjudicaría. Pero no tuve estómago para casarme con una papista. No son de fiar.

—Pues tendrás que hacerte a la idea de que haya un papista en Groby —observó Christopher—. Mi hijo va a recibir una educación papista.

—¡Eh!, eso sí que es un golpe bajo —dijo—. ¿Cómo se te ha ocurrido una idea semejante? Supongo que la madre te obligó. Te embaucó antes de que te casaras con ella. —Añadió—: No me gustaría dormir con tu mujer. Es demasiado atlética. Sería como dormir con un haz de leña. Aunque supongo que seréis un par de tórtolos… ¡Eh!, pero no habría pensado que fueses tan débil.

—No lo he decidido hasta esta mañana —dijo Christopher—, cuando me devolvieron el cheque del banco. ¿No habrás leído lo que dice Spelden [75] sobre Groby en Sobre el sacrilegio?

—Me temo que no —respondió Mark.

—Entonces es inútil que trate de explicártelo —replicó Christopher—, no tenemos tiempo. Pero te equivocas al pensar que Sylvia lo puso como condición para casarse conmigo. En esa época jamás lo habría aceptado. Se ha alegrado mucho de que lo haya hecho ahora. La pobre pensaba que pesaba una maldición sobre nuestra familia por no tener un heredero papista.

—¿Qué te ha hecho aceptarlo ahora? —le preguntó Mark.

—Ya te lo he dicho —respondió Christopher—, me habían rechazado el cheque en el club, y eso fue la gota que colmó el vaso. Cuando uno llega a esos extremos, lo mejor es dejar que la madre se ocupe de la educación de su hijo… Además, a un niño papista no le perjudicará tanto como a un protestante que a su padre le rechazasen los cheques.

—Eso es cierto —admitió Mark. Se detuvo junto a la verja del jardín público cerca de la estación del Temple—. ¿Quieres decir que si hubiese dejado que los abogados te escribieran, tal como me aconsejaron, para advertirte de que la garantía por descubierto se había cancelado, el niño no sería papista? En ese caso no te habrías quedado en descubierto.

—No me quedé en descubierto —respondió Christopher—. Pero si me hubieses advertido, habría hecho averiguaciones en el banco y el error no se habría producido. ¿Por qué no lo hiciste?

—Pensaba hacerlo —dijo Mark—. Pensaba hacerlo yo mismo. Pero odio escribir cartas. Lo fui aplazando. No me apetecía mucho tener tratos con el tipo que pensaba que eras. Imagino que eso tampoco me lo perdonarás.

—No. No te perdonaré que no me escribieras —dijo Christopher—. Tu obligación es escribir cartas comerciales.

—Odio escribirlas —replicó Mark. Christopher hizo ademán de seguir andando—. Una cosa más. Supongo que el crío es hijo tuyo, ¿no?

—Sí —respondió Christopher.

—Entonces eso es todo —dijo Mark—. ¿No te importará que me ocupe del muchacho en caso de que mueras?

—Me alegrará —respondió Christopher.

Pasearon despacio junto al río, uno al lado del otro, con la espalda recta y los hombros enderezados, satisfechos de estar juntos y tratando de alargar el paseo andando despacio. Una o dos veces se detuvieron a contemplar el sucio color plateado del río, pues a los dos les gustaban los efectos lúgubres del paisaje. Se sentían muy fuertes. ¡Como si fuesen los dueños de aquello!

Una vez, Mark soltó una risita y observó:

—Resulta gracioso. Pensar que los dos seamos… ¿cómo se dice…? ¿… monógamos? Bueno, está bien serle fiel a una mujer…, nadie puede decir lo contrario. Así uno se ahorra uno contratiempos. Y sabe el terreno que pisa.

Christopher se detuvo al llegar al lúgubre arco que lleva al patio del Ministerio de la Guerra.

—No. Te acompaño —dijo Mark—. Quiero hablar con Hogarth. Hace tiempo que no hablo con él. Es sobre la ubicación de los vagones de transporte en Regent’s Park. Me ocupo de eso y de mil malditas cosas más.

—Dicen que lo haces muy bien —respondió Christopher—. Aseguran que eres indispensable. —Era consciente de que su hermano quería quedarse con él todo el tiempo posible. Él también lo deseaba.

—¡Y vaya si lo soy! —exclamó Mark, y añadió—: Supongo que no podrás encargarte de esas cosas en Francia, ¿verdad? Del transporte y los caballos.

—Podría —dijo Christopher—, pero supongo que volveré a tener funciones de agente de enlace.

—No lo creo —replicó Mark—. Yo podría recomendarte a los de transporte.

—Ojalá lo hicieses —respondió Christopher—. No estoy en condiciones de volver al frente. Además, ¡no soy ningún puñetero héroe! Soy un maldito oficial de infantería. Nunca hubo un Tietjens que fuese un soldado digno de mención.

Pasaron por debajo del arco. Como algo que encajase a la perfección, exacto y esperado, Valentine Wannop estaba mirando las listas de víctimas que había colgadas debajo de un tejadillo mal pintado de verde que había junto al muro, un tributo simultáneo a los débiles movimientos artísticos de la época y al deseo de ahorrar el dinero del contribuyente.

Como si pensara que Christopher Tietjens encajaba exactamente en ese paisaje determinado se volvió hacia él. Su rostro estaba lívido y contraído. Se abalanzó sobre él y exclamó:

—¡Mira este horror! ¡Y tú con ese horrible uniforme apoyas todo esto!

Las hojas de papel de debajo del tejadillo verde estaban cruzadas lateralmente por pequeñas líneas quebradas. Cada línea representaba la muerte de un hombre, aquel día.

Tietjens había retrocedido un paso y se había bajado del bordillo de la acera que rodeaba el patio. Dijo:

—Lo apoyo porque es mi obligación. Igual que la tuya es condenarlo. Lo vemos desde ángulos diferentes. —Añadió—: Éste es mi hermano Mark.

Ella se volvió rígidamente hacia Mark, su rostro estaba pálido como la cera. Fue como si se hubiese dado la vuelta el maniquí de un tendero. Le dijo a Mark:

—No sabía que el señor Tietjens tuviera un hermano. O apenas. Nunca le he oído hablar de usted.

Mark sonrió débilmente, mostrándole a la dama el forro brillante de su sombrero.

—No creo que nadie me haya oído a mí hablar de él —replicó—, pero es cierto que soy su hermano.

Valentine bajó al asfalto y cogió entre los dedos y el pulgar un pliegue de la manga caqui de Christopher.

—Tengo que hablar contigo —dijo—, luego me iré.

Arrastró a Christopher hasta el centro de aquel espacio cerrado, severo y triste, sujetándolo todavía por la guerrera. Lo empujó para obligarlo a mirarla. Tragó saliva, fue como si el movimiento de su garganta durase mucho tiempo. Christopher miró la silueta de los edificios de piedra sórdida y sucia. Muchas veces se había preguntado qué ocurriría si cayese una bomba de buen tamaño en aquel pétreo, mezquino y frío corazón de un mundo en guerra.

La chica devoraba su rostro con los ojos, para ver si se acobardaba. Su voz sonó implacable entre sus dientes diminutos. Le preguntó:

—¿Eras tú el padre del hijo que iba a tener Ethel? Tu mujer dice que sí.

Christopher consideró las dimensiones del patio. Luego respondió con vaguedad:

—¿Ethel? ¿Quién es? —De acuerdo con las costumbres del poetapintor, el señor y la señora Macmaster se llamaban siempre el uno al otro «Guggums». Con toda probabilidad, Christopher no había vuelto a oír los nombres de pila de la señora Duchemin desde que su desgracia borró todos los nombres de su memoria.

Llegó a la conclusión de que el patio no era un espacio lo bastante reducido para ofrecer mucha resistencia a la explosión de una bomba.

La chica insistió:

—¡Edith Ethel Duchemin! ¡La señora Macmaster! —Era evidente que esperaba su respuesta con ansiedad. Christopher respondió vagamente:

—¡No! ¡Claro que no…! ¿Qué dicen…?

Mark Tietjens estaba inclinándose sobre el bordillo enfrente del tejadillo pintado de verde, igual que un niño sobre un arroyo. Obviamente estaba esperando con mucha paciencia, mientras balanceaba el paraguas por el mango. Daba la sensación de no tener otra manera de expresarse. La chica le estaba diciendo que, cuando le telefoneó esa mañana, una voz le había dicho sin previo aviso —sin previo aviso, repitió la chica—: «Será mejor que deje el campo libre, si es usted la señorita Wannop. La señora Duchemin ya es la amante de mi marido. ¡Aléjese de él!».

—¿Eso te dijo? —En realidad estaba preguntándose cómo se las arreglaba Mark para guardar el equilibrio. La chica no añadió nada más. Estaba esperando su respuesta con una insistencia que parecía arrastrarlo, como si estuviera absorbiendo su personalidad. Era insoportable. Hizo el último esfuerzo de la tarde.

Exclamó:

—Maldita sea. ¿Cómo se te ocurre preguntarme esa tontería? ¡A ti! Te tenía por una persona inteligente. La única persona inteligente que conozco. ¿Acaso no me conoces?

Valentine se esforzó por no parecer envarada.

—¿No es de fiar la señora Tietjens? —preguntó—. Me pareció sincera cuando la vi en casa de Ethel y Vincent.

Él dijo:

—Ella cree lo que dice, pero sólo cree lo que quiere creer en cada momento. Si llamas a eso ser sincera, entonces lo es. No tengo nada contra ella. —Se dijo: «No voy a atraerla criticando a mi mujer».

Valentine pareció desmoronarse, igual que desaparece de pronto el rígido perfil de un terrón de azúcar al echarle agua encima.

—¡Oh! —exclamó—, entonces no es cierto. Sabía que no era cierto. —Empezó a llorar.

Christopher dijo:

—¡Ven con nosotros! Llevo todo el día respondiendo a tonterías. Sólo me falta ver a otro idiota más y habré terminado por hoy.

Ella dijo:

—No puedo ir contigo, llorando así.

Él respondió:

—Pues claro que puedes. Aquí es precisamente donde lloran las mujeres. —Añadió—: Además, está Mark, es un borrico muy tranquilizador.

La llevó a donde estaba Mark.

—Ocúpate de la señorita Wannop —le pidió—. Querías hablar con ella, ¿no? —Y corrió como un tendero diligente hacia el lúgubre vestíbulo. Tenía la sensación de que si no veía pronto a algún idiota imperturbable con insignias rojas, verdes, azules o rosas, que tuviera ojos de pez y preguntase las cosas que preguntan los peces en las peceras, él también se vendría abajo y se echaría a llorar. ¡Con alivio! ¡No obstante, en aquel lugar también lloraban los hombres!

La pura fuerza de su personalidad le sirvió para recorrer kilómetros de pasillos hasta estar en presencia de un hombre bastante inteligente, delgado y moreno con insignias escarlatas. Eso equivalía a un asunto de importancia, nada de basura.

El hombre moreno le espetó sin más:

—¡Oiga! ¿Qué ocurre en los hospitales militares? Ha dado usted muchas conferencias al respecto. Sobre economía. ¿A qué vienen esos puñeteros motines? ¿Es cosa de esos malditos coroneles que hay al mando?

Tietjens respondió con amabilidad:

—¡Oiga! No soy ningún condenado espía, ¿sabe? He disfrutado de la hospitalidad de esos malditos coroneles.

El hombre moreno dijo:

—Estoy seguro. Pero para eso le enviaron allí. El general Campion dijo que era usted el tipo más inteligente que tenía bajo su mando. Ahora ya no está, por desgracia… ¿Qué pasa en esos hospitales? ¿Son los hombres? ¿O los oficiales? No es preciso que dé usted nombres.

Tietjens respondió:

—Muy amable por parte de Campion. No son ni los oficiales ni los hombres. Es el maldito sistema. Llevan ustedes allí a hombres convencidos de haberse sacrificado por su país… ¡y vaya si lo han hecho!, y les afeitan la cabeza…

—Eso es cosa de los MO —dijo el hombre moreno—. No quieren que haya piojos.

—Si prefieren los motines… —observó Tietjens—. A ellos les gusta pasear con sus novias con el tupé bien repeinado. No les gusta que los miren como si fuesen convictos. Y así es como los miran.

El hombre moreno dijo:

—Muy bien. Siga. ¿No quiere sentarse?

—Tengo un poco de prisa —respondió Tietjens—. Parto mañana para el frente y tengo a mi hermano y a otras personas esperando abajo.

El hombre moreno exclamó:

—¡Oh!, lo siento… Pero, maldita sea. Usted hace falta aquí. ¿Quiere usted ir? Sin ninguna duda podemos retenerlo si no quiere.

Tietjens dudó por un instante.

—¡Sí! —dijo por fin—. Sí, quiero ir.

Por un momento, había tenido la tentación de quedarse. Pero se le pasó por la fatigada cabeza que Mark había dicho que Sylvia estaba enamorada de él. Lo había pensado siempre de manera instintiva, ahora le había golpeado como la coz de una mula en el subconsciente. Era la complicación imposible. Pudiera no ser cierto, pero, lo fuese o no, lo mejor que podía hacer era irse y desaparecer lo antes posible. No obstante, ansiaba pasar la noche con la chica que estaba llorando abajo.

Le pareció oír, clara y distintamente, los versos:

La voz que hasta ahora…

nunca ha respondido a mis palabras…

Se dijo: «¡A eso era a lo que se refería Sylvia! ¡Ahora lo comprendo!».

El hombre moreno había dicho algo. Tietjens repitió:

—Me tomaría como una ofensa que me impidieran partir…, quiero ir.

El hombre moreno respondió:

—Hay quien quiere y hay quien no. Tomaré nota de su nombre por si vuelve… No le importará seguir hurgando en la basura, ¿verdad? Ahora termine cuanto antes con su historia. Y diviértase todo lo que pueda antes de partir. Dicen que las cosas están mal por allí. ¡Muy mal! Los bombardeos son terribles. Por eso les hace falta tanta gente.

Por un instante, Tietjens vio el crepúsculo gris al final de la vía férrea con el lejano sonido de una caldera que hervía sin cesar ¡a muchos kilómetros de distancia! El espíritu militar volvió a descender sobre él. Empezó a hablar de los hospitales militares pormenorizadamente y con gran entusiasmo. Atacó con rabia el modo en que trataban a los hombres en aquellos tristes lugares. ¡Con ingeniosa estupidez!

De vez en cuando, el hombre moreno le interrumpía con:

—No olvide que un hospital militar es un lugar donde se lleva a los enfermos y a los heridos para que se recuperen. Debemos devolverlos al frente lo antes posible.

—¿Y lo hacen? —respondía Tietjens.

—No —contestaba el otro—. De ahí que estemos llevando a cabo esta investigación.

—Tienen ustedes —proseguía Tietjens— a tres mil hombres de las tierras altas escocesas, del norte de Gales, de Cumberland… y Dios sabe de dónde más, en la ladera norte de una horrible colina arcillosa a quince kilómetros de Southampton para que estén a quinientos kilómetros de su casa y enloquezcan de nostalgia… Les dejan salir una hora al día cuando están cerrados los pubs. Les afeitan la cabeza para que no le resulten atractivas a unas jóvenes de la comarca que no existen, ¡y no les permiten llevar el bastón de mando! ¡Dios sabe por qué! Supongo que para que no se saquen un ojo, si tropiezan. A quince kilómetros de cualquier parte, con caminos de tierra para pasear y ni un arbusto donde refugiarse o ponerse a la sombra… Y, maldita sea, si encuentran a dos amigos de los Seaforths o los Argylls no les dejan dormir en el mismo barracón, sino que los alojan con un montón de grasientos Buffs [76] o de galeses que apestan a apio y ni siquiera saben hablar inglés…

—Son esas malditas órdenes de los médicos para que no se pasen la noche hablando.

—Y que se pasen la noche conspirando para no presentarse al desfile —replicó Tietjens—. Y ya tiene organizado un condenado motín… Maldita sea, son buenos soldados. Unos tipos de primera. ¿Por qué no les dejan, ya que éste es un país cristiano, que pasen la convalecencia en casa con sus novias, sus pubs y sus amigos y que se las den un poco de héroes? ¿Por qué, en el nombre de Dios, no les dejan ustedes hacerlo? ¿Es que no han sufrido bastante?

—Le agradecería que dejase de decir «ustedes» —dijo el hombre moreno—, le aseguro que no es cosa mía. La única ACI que he redactado fue para dotar a cada hospital militar de un cine y un teatro. Pero esos malditos médicos lo impidieron… por miedo a las infecciones. Y, por supuesto, los pastores y los magistrados no ritualistas…

—Pues habrá que cambiar eso —respondió Tietjens—, o tendrán que limitarse a decir: «Gracias a Dios tenemos a la marina». Se quedarán sin ejército. El otro día, en el turno de preguntas, después de una conferencia, tres tipos de Warwick me preguntaron por qué tenían que estar encerrados en Wiltshire mientras los refugiados belgas dejaban embarazadas con hijos bastardos a sus mujeres en Birmingham. Y cuando les pregunté cuántos tenían la misma queja se levantaron más de cincuenta. Todos de Birmingham…

El hombre moreno dijo:

—Lo añadiré a mi informe… Prosiga.

Tietjens prosiguió, pues allí se sentía un hombre, haciendo un trabajo digno de un hombre y lleno del amargo desprecio por los estúpidos que debía tener y expresar un hombre. Fue como una tregua, un último permiso.