Se ha dicho que la peculiar costumbre de reprimir las emociones coloca a los ingleses en desventaja en los momentos de gran presión inesperada. En las cuestiones menos importantes del curso general de la vida se comportarán de modo impecable sin inmutarse por nada, pero ante la súbita confrontación con cualquier cosa que no sea un peligro físico es fácil —de hecho, es casi seguro— que se vengan abajo. Ésa, al menos, era la opinión de Christopher Tietjens, y si le daba tanto miedo entrevistarse con lord Port Scatho es porque temía estar a punto de derrumbarse.
Al elegir ser particularmente inglés en sus costumbres y, hasta donde le era posible, en su temperamento —pues, aunque uno no puede elegir el país donde nacen él o sus ancestros, sí puede procurar estar atento a fin de modificar sus costumbres automáticas—, Tietjens, deliberada e intencionadamente, había optado por un modo de comportarse que consideraba el mejor del mundo en condiciones normales. Si uno hablase todos los días con voz aguda y la lógica y la lucidez de los franceses; si gritara para reafirmarse, con el sombrero sobre el estómago, inclinándose con la espalda muy recta y, por implicación, amenazara todo el día con pegarle un tiro a su interlocutor, como hacen los prusianos; si fuese tan lacrimosamente emocional como los italianos, o tan seca y epigramáticamente imbécil sobre cuestiones triviales como los americanos, tendríamos una sociedad ruidosa, molesta e inconsciente que carecería de la calma superficial que debería presidir la atmósfera de los hombres cuando se reúnen. No habría cómodos sillones de orejeras donde pasarse horas y horas en los clubes sin hacer nada o pensando en las estrategias del críquet. Como contrapartida, ante la muerte —salvo si se produce en el mar, por incendio, accidente ferroviario o ahogamiento accidental en un río—; ante la locura, la pasión, la deshonra, o, muy particularmente, ante una tensión intelectual prolongada, tendría todas las desventajas del principiante en cualquier juego y podría salir muy malparado. Por suerte, la muerte, el amor, la deshonra pública y demás cosas parecidas acontecen muy raras veces en la vida de un hombre normal, de modo que la sociedad inglesa parecería tener la ventaja de su parte, al menos antes de los últimos meses de 1914. La muerte sucede sólo una vez, y el peligro de muerte era tan escaso que casi resultaba insignificante; el amor arrebatador era una enfermedad exclusiva de los débiles; y el poder encubridor de la clase dominante, y el poder de absorción de las colonias más remotas eran tan enormes que la deshonra pública de personas bien situadas prácticamente no se conocía.
Tietjens se enfrentaba ahora a todas esas cosas, que se le habían venido encima de forma acumulativa y bastante inesperada, y tenía ante él una entrevista que podía referirse a todas ellas y además con un hombre a quien respetaba mucho y al que deseaba no hacer daño. Por si fuera poco tenía que enfrentarse a ellas con un cerebro cuyas dos terceras partes estaban entumecidas. Ni más ni menos.
No es que no pudiera emplear la parte que le quedaba del cerebro tan mordazmente como siempre, sino que había montones de datos a los que ya no podía recurrir para apoyar sus argumentos. Su conocimiento de la historia seguía siendo casi insignificante: no sabía nada de humanidades y, lo que era mucho peor, nada en absoluto de las fases más elevadas y sensuales de las matemáticas. Y el recuerdo de esas cosas era mucho más lento de lo que le había confesado a Sylvia. Con esas desventajas tenía que enfrentarse a lord Port Scatho.
Lord Port Scatho era el primer hombre en quien había pensado Sylvia Tietjens al reflexionar acerca de los hombres que eran totalmente honorables, benévolos… y carentes de inteligencia constructiva. Había heredado la dirección de uno de los bancos londinenses más grandes y respetados, de modo que su influencia comercial y social era muy grande: estaba muy interesado en promover los intereses de la Iglesia no ritualista, la reforma de las leyes de divorcio y el deporte para el pueblo, y sentía un gran afecto por Sylvia Tietjens. Tenía cuarenta y cinco años y estaba empezando a ganar peso, aunque no era ni mucho menos obeso, tenía la cabeza grande y redonda, unas mejillas muy coloradas que brillaban como si realizase frecuentes abluciones, un bigote negro sin recortar, cabello negro, liso y muy corto y los ojos castaños; vestía un traje nuevo de tweed gris, un sombrero nuevo Trilby gris, una corbata negra con un pasador de oro y unas botas nuevas de charol con el borde de ante. Su mujer era casi clavada a él en cuanto a su fisonomía, figura, probidad, amabilidad e intereses, excepto que ella había sustituido el interés por los deportes para el pueblo por los hospitales de maternidad. Su heredero era su sobrino, el señor Brownlie, más conocido por Brownie, que también era la imagen exacta de su tío, salvo que, como no había engordado, parecía más alto y además su pelo y su bigote eran un poco más rubios y los llevaba un poco más largos. Dicho caballero sentía por Sylvia Tietjens una pasión lúgubre y profunda que él consideraba totalmente honorable porque pretendía casarse con ella una vez se divorciase de su marido. Deseaba arruinar a Tietjens porque quería casarse con la señora Tietjens y en parte porque lo consideraba una persona indeseable sin medios económicos. Lord Port Scatho ignoraba aquella pasión.
Ahora entró en el comedor de los Tietjens, detrás de la criada, con una carta abierta en la mano, iba muy erguido porque estaba muy preocupado. Notó que Sylvia había estado llorando y todavía estaba secándose los ojos. Recorrió la habitación con la mirada en busca de algún motivo que pudiera explicar su llanto. Tietjens seguía sentado a la cabecera de la mesa del almuerzo. Sylvia se estaba levantando de una silla junto a la chimenea.
Lord Port Scatho dijo:
—Tietjens, quiero verle un minuto por un asunto de negocios.
Tietjens replicó:
—Puedo concederle diez minutos…
Lord Port Scatho añadió:
—Tal vez la señora Tietjens…
Señaló a la señora Tietjens con la carta abierta. Tietjens respondió:
—¡No! La señora Tietjens se queda. —Quiso añadir algo más amistoso. Dijo—: Siéntese.
Lord Port Scatho insistió:
—No me llevará más de un minuto. Pero, en realidad… —Y volvió a señalar a Sylvia con la carta, aunque con un gesto menos elocuente.
—No tengo secretos para la señora Tietjens —dijo Tietjens—. Absolutamente ninguno…
Lord Port Scatho respondió:
—No… No, claro que no… Pero…
Tietjens dijo:
—Del mismo modo, la señora Tietjens no tiene ningún secreto conmigo. Una vez más, absolutamente ninguno.
Sylvia observó:
—Por supuesto, no hablo con Tietjens de los amoríos de mi doncella ni del precio diario del pescado.
Tietjens insistió:
—Será mejor que se siente. —Y movido por la amabilidad añadió—: De hecho, estaba aclarándole unas cuantas cosas a Sylvia para que pueda hacerse cargo… del puesto de mando. —Uno de los aspectos más desagradables de su actual desventaja intelectual era que, en ciertas ocasiones, sólo podía pensar en términos militares. Sintió un gran fastidio. Lord Port Scatho le inspiraba la leve náusea que, en aquellos días, sentía al estar en contacto con civiles que no sabían nada de sus pensamientos, frases o preocupaciones. No obstante, añadió ecuánime—: Es mejor aclarar las cosas. Me voy.
Lord Port Scatho dijo atropelladamente:
—Sí, sí. No le entretendré. Tiene uno tantos compromisos a pesar de la guerra… —Sus ojos vagaron perplejos. Tietjens notó cómo se fijaban por fin en las manchas de aceite que el aliño de la ensalada de Sylvia le había dejado en el cuello y las hombreras. Se dijo que debía acordarse de cambiarse la guerrera antes de ir al ministerio. No debía olvidarlo. La perplejidad de lord Port Scatho era tan grande que se había extraviado tratando de explicar aquellas manchas… Se veía cómo los lentos pensamientos se sucedían tras su frente cuadrada, morena y refinada. Tietjens deseaba ayudarle. Quería decirle: «Es a propósito de la carta de Sylvia que ha traído consigo, ¿verdad?». Pero lord Port Scatho había entrado en la sala con la rigidez y los andares estirados que utilizan los ingleses cuando se encuentran en situaciones formales y desagradables, un poco envarados, como perros desconocidos que se encuentran por la calle. En vista de eso, Tietjens no podía decir «Sylvia»…, pero si volviera a decir «la señora Tietjens» no haría sino añadir formalidad e incomodidad a la situación y eso no ayudaría a lord Port Scatho…
Sylvia dijo de pronto:
—Al parecer, no lo ha entendido usted. Mi marido se va al frente. Mañana por la mañana. Es la segunda vez.
Lord Port Scatho se sentó súbitamente en una silla que había junto a la mesa. Con el rostro y los ojos castaños muy angustiados exclamó:
—Pero ¡querido amigo! ¡Usted! ¡Dios mío! —y luego dijo dirigiéndose a Sylvia—: ¡Le ruego que me perdone! —Para acabar de entenderlo, volvió a decirle a Tietjens—: ¡Usted! ¡Parte mañana! —Y, cuando por fin se hizo a la idea, su rostro se despejó. Le echó una mirada rápida y disimulada a la expresión de Sylvia y luego a la guerrera manchada de aceite de Tietjens. Tietjens vio cómo se explicaba a sí mismo con inmensa claridad que eso explicaba tanto las lágrimas de Sylvia como el aceite de la guerrera, pues Port Scatho podía pensar que los oficiales llevaban al conflicto su ropa más vieja…
Pero si su perplejo cerebro se despejó, su imaginación angustiada pareció más preocupada que nunca. Tenía que añadir la angustia que había sentido al entrar en la sala y encontrarse en mitad de lo que tomó por una emotiva despedida. Y Tietjens supo que en toda la guerra Port Scatho nunca había asistido a una despedida familiar. Evitaba como la peste todas las que no fueran inevitables, y su sobrino y los sobrinos de su mujer estaban en el banco. Era lo más correcto, pues la familia ennoblecida de Brownlie no pertenecía a la clase gobernante —¡que tenía que partir!—, sino a la clase administrativa, que tenía el privilegio de quedarse.
Enseguida dio pruebas del odio vergonzante que sentía por ellos, pues primero empezó varias frases que no supo cómo terminar alabando el heroísmo de Tietjens y luego, levantándose rápidamente de la silla, exclamó:
—Claro que, en estas circunstancias…, el pequeño asunto que me traía por aquí…, por supuesto, no podía imaginar…
Tietjens dijo:
—No, no se vaya. El asunto por el que ha venido…, estoy al tanto de todo, por supuesto…, es mejor aclararlo cuanto antes.
Port Scatho volvió a sentarse, abrió despacio la boca, su tez broncínea se volvió un poco más pálida. Luego dijo por fin:
—¿Sabe por qué he venido? Pero entonces…
Se notaba que su imaginación ingenua y amable funcionaba con desgana, su figura atlética se encorvó. Empujó la carta que seguía sujetando en la mano por el mantel hacia Tietjens. Añadió en el tono de quien espera un momento de respiro:
—Pero no puede estar al tanto… de esta carta…
Tietjens dejó la carta sobre el mantel, donde podía leer las grandes letras escritas sobre el papel gris azulado:
«La señora de Christopher Tietjens presenta sus respetos a lord Port Scatho y al honorable comité de miembros de Gray’s Inn…». Se preguntó de dónde habría sacado Sylvia aquella fraseología, pensó que era totalmente errónea. Dijo:
—Ya le he dicho que sé lo de la carta, como ya le he dicho que conozco, y añadiré además que apruebo, todas las acciones de la señora Tietjens…-Miró implacablemente con sus duros ojos azules las pupilas castañas de Port Scatho, sabiendo que estaba enviando el mensaje: «¡Piense lo que quiera y váyase al diablo!».
Una expresión de profundo dolor embargó los amables ojos marrones. Port Scatho gritó:
—¡Pero, Dios mío! De ser así…
Volvió a mirar a Tietjens. Su imaginación, que se refugiaba de la vida en los asuntos de la iglesia no ritualista, la reforma de la ley del divorcio y el deporte para el pueblo, se convertía en un mar de dolor al contemplar situaciones fuertes. Su mirada decía: «Por el amor de Dios, no me diga que esa señora Duchemin, la amante de su mejor amigo, es también su amante y que ha empleado este recurso sólo para fastidiarles».
Tietjens se inclinó pesadamente hacia delante, lo miró tan enigmáticamente como pudo, y dijo muy despacio y con gran claridad:
—La señora Tietjens, por supuesto, no está al corriente de todas las circunstancias.
Port Scatho se desplomó en la silla.
—¡No lo comprendo! —exclamó—. No lo comprendo. ¿Qué quiere que haga? ¿No querrá que pase por alto la carta?
Tietjens volvió en sí y dijo:
—Será mejor que lo hable con la señora Tietjens. Yo diré más tarde lo que tenga que decir. Entretanto, permítame añadir que a la señora Tietjens parece asistirle toda la razón. Una dama con un espeso velo viene aquí todos los viernes y se queda hasta las cuatro de la mañana del sábado… Si piensa usted pasar algo por alto, será mejor que se lo explique a la señora Tietjens…
Port Scatho se volvió agitadamente hacia Sylvia.
—Por supuesto, no puedo pasarlo por alto —dijo—. Quiera Dios que… Pero mi querida Sylvia…, mi querida señora Tietjens… ¡Tratándose de dos personas tan apreciadas! Claro que hablamos de una cuestión de principio. Es parte de un asunto que me interesa mucho: la concesión del divorcio… o al menos del divorcio civil… en casos en los que una de las partes del matrimonio sea internada en un manicomio. Les he enviado los panfletos que publicamos de E. S. P. Haynes.[64] Comprendo que, como católica romana, tiene usted grandes reticencias… Le aseguro que no defiendo el libertinaje… —Luego se volvió de lo más elocuente: era cierto que el asunto le interesaba mucho, pues una de sus hermanas había estado casada mucho tiempo con un demente. Se extendió acerca de las angustias de esa situación con tanta más elocuencia cuanto que era la única forma de sufrimiento que había visto personalmente.
Sylvia miró largo tiempo a Tietjens, él pensó que en busca de consejo. La miró fijamente un momento, luego a Port Scatho, que se había vuelto hacia ella, y luego otra vez a Sylvia. Estaba tratando de decirle: «Escucha un minuto a Port Scatho. ¡Necesito tiempo para decidir lo que debo hacer!».
Por primera vez en su vida, necesitaba tiempo para saber cómo actuar.
Había estado pensando inconscientemente desde que Sylvia le había dicho que había escrito al comité denunciando a Macmaster y a su mujer, y desde que le había recordado que había tenido en sus brazos a la señora Duchemin en el tren expreso de Edimburgo a Londres el día antes de la declaración de guerra; y había visto, con extraordinaria claridad, muchas imágenes del norte del país aunque no podía ponerle nombre a todos aquellos lugares. El olvido de los nombres era algo insólito: debería saberse los nombres de todos los sitios desde Berwick hasta el valle de York, pero que hubiera olvidado lo sucedido era normal. Prácticamente carecía de importancia: prefería no recordar las fases del enamoramiento de su amigo, además los sucesos acontecidos justo después eran de tal naturaleza que cualquiera olvidaría fácilmente lo que los había precedido. No le había concedido ninguna importancia a que la señora Duchemin le hubiera llorado en el hombro en un compartimento cerrado del tren: había tenido una semana muy difícil que había concluido en una disputa violenta y nerviosa con su desazonado amante. Por supuesto, había llorado para desahogarse de los efectos de la disputa que había sido tanto más conmovedora por cuanto la señora Duchemin, como él mismo, había sido siempre muy contenida. De hecho, a él no le gustaba la señora Duchemin, y estaba seguro de que a ella tampoco le gustaba él lo más mínimo, de modo que sólo les unía el afecto que ambos sentían por Macmaster. No obstante, el general Campion no tenía forma de saberlo… Se había asomado al compartimento desde el pasillo justo al partir de… No recordaba el nombre… Doncaster… ¡No…! Darlington, no era eso. En Darlington había una copia de la «Rocket»… o tal vez no fuese la «Rocket».[65] Una locomotora torpe y enorme como un leviatán por… por… Las grandes y lúgubres estaciones de los trenes que se dirigían hacia el norte… Durham… ¡No! Alnwick… ¡No…! Wooler… ¡Por Dios! ¡Wooler! El enlace para ir a Bamborough…
Sylvia y él se habían alojado con los Sandbach en uno de los castillos de Bamborough. Luego… ¡un nombre había acudido a su memoria de forma espontánea…! ¡Dos nombres…! ¡Tal vez ahora cambiasen las cosas! Por primera vez… Era un momento decisivo… ¡a partir de ahora, puede que recordara muchos nombres que tenía en la punta de la lengua! No obstante, tenía que seguir…
De modo que Sandbach, Sylvia y él… y más gente… habían estado en Bamborough desde mediados de julio: Eton se había enfrentado a Harrow en Lord’s,[66] todos esperaban las verdaderas fiestas de sociedad que llegarían a partir del día 12.
… Repitió para sí los nombres y las fechas por la satisfacción personal de saber que entre los daños sufridos por su cerebro quedaban esas dos cosas: Eton y Harrow, el final de la temporada londinense, el 12 de agosto se levanta la veda del urogallo… Era penoso…
Cuando el general Campion fue a reunirse con su hermana, Tietjens se quedó sólo dos días más. Todavía perduraba la frialdad entre ellos: era la primera vez que se veían fuera de los tribunales desde el accidente… Pues la señora Wannop, con lúgubre determinación, había demandado al general por la pérdida de su caballo. El animal había sobrevivido, pero ya sólo servía para tirar de una segadora en un campo de críquet.
… El caso es que la señora Wannop se había enfrentado sin dudarlo con el general, en parte porque necesitaba el dinero y en parte porque necesitaba un motivo para romper con los Sandbach. El general había sido igual de obstinado y, sin duda, había cometido perjurio ante el tribunal: el mejor hombre del mundo, el más honorable y benévolo se convertiría en opresor de una viuda y una huérfana al ver cuestionada su habilidad como chófer o cómo se sacaba a la luz el hecho de que no había hecho sonar la bocina al llegar a una curva muy peligrosa. Tietjens había jurado que no lo había hecho y el general que sí. No había la menor duda, pues la bocina era un artilugio muy desagradable que hacía un ruido prolongado como el grito de un pavo aterrorizado… De modo que Tietjens no había vuelto a ver al general hasta finales de julio. Había sido una cuestión perfectamente respetable para que litigaran dos caballeros y muy oportuna, aunque al general le había costado cincuenta libras por el caballo y algo más por las costas. Lady Claudine se había negado a implicarse en el asunto: en privado era de la opinión de que el general no había tocado la bocina, pero el general era un hermano tan devoto como iracundo. Había seguido siendo íntima amiga de Sylvia, relativamente cordial con Tietjens, y había invitado a las Wannop a todas las fiestas a las que no asistía el general. También era muy amiga de la señora Duchemin.
Tietjens y el general se habían comportado con la cordialidad contenida de dos caballeros ingleses que unos años antes se habían acusado mutuamente de perjurio en un accidente de tráfico. El segundo día se produjo una violenta discusión entre ambos a propósito de si el general había hecho sonar o no la bocina. El general había acabado gritando… gritando a voz en grito:
—¡Por Dios! Si alguna vez llego a tenerte bajo mi mando…
Tietjens recordaba que le había citado y dado el número de un sucinto párrafo de las ordenanzas reales relativo a los generales u oficiales de alto rango que redactasen informes confidenciales negativos de sus subordinados por motivos privados. El general había estallado en una serie de sonidos que se convirtieron en una carcajada.
—¡Menudo batiburrillo tienes en la memoria, Chrissie! ¿Qué te importarán a ti las ordenanzas reales? ¿Y cómo sabes que es el párrafo 66 o cualquier otro? Yo no lo sé. —Y añadió en tono más serio—: ¡Cómo te gusta meterte en líos! ¿Por qué demonios lo haces?
Esa tarde Tietjens se había ido a pasar una temporada en los páramos con su hijo, la enfermera, su hermana Effie y los niños. Fueron los últimos días de felicidad que conocería, y no había tenido tantos. Lo pasó muy bien. Jugó con su hijo, que, gracias a Dios, por fin empezaba a crecer sano y fuerte. Paseó por los páramos con su hermana Effie, una mujer grande y sencilla, casada con un pastor anglicano, que carecía totalmente de conversación, aunque a veces hablaron de su madre. Los páramos se parecían lo bastante a los de Groby para hacer que se sintieran felices. Vivían en una granja austera y triste, bebían enormes cantidades de suero de leche y comían grandes cantidades de Wensleydale. Era la vida dura y frugal que deseaba y su imaginación estaba en paz.
Lo estaba porque iba a haber una guerra. Lo había sabido, con total calma y certeza, desde el momento en que leyó el párrafo sobre el asesinato del archiduque Francisco Fernando. De haber sospechado que su país entraría en la guerra no habría estado tan tranquilo. Amaba a este país por la curva de las colinas, la silueta de los olmos y el modo en el que el brezo trepa por las laderas hasta el horizonte y se encuentra con el azul del cielo. Para este país, la guerra sólo podía ser sinónimo de una humillación que se extendería bajo el sol, como un paño mortuorio casi invisible sobre los olmos, las colinas y el brezo como el vapor que se extendía desde… ¡oh, Middlesbrough! No estábamos preparados ni para la derrota ni para la victoria; no podíamos ser leales ni con amigos ni con enemigos. ¡Ni siquiera con nosotros mismos!
Pero no temía que la guerra nos afectara. Imaginaba a nuestro ministerio esperando el momento oportuno para apoderarse de un puerto francés en el canal o de unas cuantas colonias alemanas como precio por la neutralidad. Y se alegraba de que no estuviésemos implicados en el conflicto, pues su vía de escape —su segunda vía de escape— era la legión extranjera francesa. ¡Primero Sylvia y luego eso! Dos tremendos castigos para el alma y el cuerpo.
Admiraba a los franceses por su tremenda eficiencia, la frugalidad de sus vidas, la lógica de su inteligencia, sus admirables logros artísticos, su desprecio por el sistema industrial y su devoción, ante todo, por el siglo XVIII. Sería un descanso trabajar, aunque fuese como esclavo, para gente que veía las cosas con claridad, fría y directamente, no de forma atravesada e hipócrita para velar taimadamente por la comodidad de los puercos y hacer la vista gorda con la lascivia… Prefería sentarse horas y horas en un barracón de cuartel sacándole brillo a su placa en preparación para una cruel marcha de muchas leguas bajo el sol de Argelia.
No se hacía ilusiones respecto a la legión extranjera. Nadie te trataba como a un héroe, sino como a un perro sarnoso; era consciente de todas las asticoteries,[67] las crueldades, el peso del rifle, las celdas. Te daban seis meses de instrucción en el desierto y luego te mandaban al frente para ser masacrado sin remordimiento como basura extranjera. Sin embargo, la perspectiva le inspiraba una paz muy profunda: nunca había deseado tener una vida fácil y ya estaba harto… El chico estaba sano; Sylvia, gracias a las economías que habían hecho, era muy rica… y a esas alturas estaba convencido de que si él desapareciese sería una buena madre…
Obviamente, también podía ser que sobreviviese, pero tras ese tremendo esfuerzo físico quien sobreviviría no sería él, sino un hombre de huesos limpios y secos por la arena: una inteligencia despejada. Siempre había aspirado a la santidad: debía poder tocar la pez sin mancharse.[68] Sabía que eso le señalaba como miembro de la rama sentimental de la humanidad. Era inevitable: estoico o epicúreo; califa en el harén o derviche secándose en la arena, tenía que ser una cosa o la otra. Y su ambición era ser un santo anglicano… como lo había sido su madre, ¡sin convento, ritual, votos o reliquias milagrosas! Ciertamente, la legión extranjera podía conferirte esa santidad… La ambición de cualquier caballero inglés desde el coronel Hutchinson [69] en adelante. Un misticismo…
Al recordar la clara luz de aquellas ingenuidades, aunque su triste pesimismo no había modificado un ápice su ambición, Tietjens soltó un profundo suspiro y volvió a mirar el comedor por un instante para calcular cuánto tiempo le quedaba para pensar qué decirle a Port Scatho… Port Scatho había acercado su silla a donde estaba Sylvia y se había inclinado hasta casi rozarla para contarle las penas de su hermana que se había casado con un loco. Tietjens cedió un momento más al lujo de la autocompasión. Pensó que era obtuso, torpe, que estaba arruinado y era el objeto de tantas calumnias que casi creía en su propia infamia, pues es imposible enfrentarse siempre al rechazo de los tuyos y salir indemne. Si uno pasa demasiado tiempo encogiéndose de hombros ante una tormenta acaba quedándose encorvado…
Su imaginación se interrumpió por un momento y sus ojos miraron vidriosos la carta de Sylvia, que estaba abierta sobre el mantel. Sus pensamientos se centraron sobre las palabras: «Los últimos nueve meses una mujer…».
Se preguntó rápidamente qué le había dicho ya a Port Scatho: sólo que sabía lo de la carta de su mujer, ¡no cuándo lo había sabido! ¡Y que lo aprobaba! ¡Bueno, en principio! Se sentó. ¡Pensar que uno podía llegar a pensar tan despacio!
Recorrió rápidamente lo que había sucedido en el tren de Escocia y antes…
Macmaster se había presentado una mañana en la granja a la hora del desayuno, muy agitado, con aspecto diminuto, un gorro de tela y un traje nuevo de tweed gris. Le había pedido cincuenta libras para pagar la cuenta en algún lugar junto a la línea de ferrocarril al norte de… de… Berwick acudió de pronto a la memoria de Tietjens…
Aquélla era la localización geográfica. Sylvia estaba en Bamborough en la costa (enlace con Wooler); él, al noroeste, en los páramos. Macmaster al noreste, más allá de la frontera, en algún discreto y hermoso lugar donde uno no se encontraba con nadie. Tanto Macmaster como la señora Duchemin conocerían la región y charlarían sobre sus malditas asociaciones literarias… ¡El «Shirra»! [70] ¡Maida! [71] Pet Marjorie… [72] ¡Puaj! Macmaster, sin duda, se ganaría unos peniques escribiendo artículos sobre eso y la señora Duchemin le cogería de la mano…
Se había convertido en la amante de Macmaster, según sabía Tietjens, después de una terrible escena de la rectoría, en la que Duchemin había golpeado a su mujer como un perro salvaje mientras Macmaster estaba en la casa… Era lógico: una especie de reacción sádica. Pero Tietjens habría preferido que no hubiese sucedido. Luego, por lo visto, habían pasado juntos una semana… o más. Para entonces Duchemin estaba en el manicomio…
Por lo que pudo entender Tietjens, se habían levantado de la cama una mañana temprano para coger un bote y contemplar el amanecer desde no sé qué lago y habían pasado un día muy agradable citando «Ya que cuando estamos juntos solo nuestras manos pueden encontrarse» y otros poemas de Gabriel Charles Dante Rossetti, sin duda para justificar su pecado. Al volver a casa su bote había chocado con la mesita del té de los Port Scatho y con el señor Brownlie, su sobrino, que en ese momento bajaba de un coche para reunirse con ellos. El grupo de Port Scatho iba a pasar la noche en el hotel de Macmaster que estaba detrás del lago. Fue una de esas cosas casi inevitables en unas islas que sólo distan unos metros unas de otras.
Al parecer los Macmaster perdieron terriblemente la cabeza, y eso que lady Port Scatho fue todo lo maternal que pudo con la señora Duchemin; tan maternal, de hecho, que, de no haber estado tan alterados, habrían visto que los Port Scatho eran más encubridores que espías. No obstante, quien les disgustó fue Brownlie: no fue muy educado con Macmaster, de quien sabía que era amigo de Tietjens. Había ido a toda prisa al norte en su coche desde Londres para consultarle a su tío, que volvía a toda prisa al sur desde el oeste de Escocia, sobre la política que debía seguir el banco en ese momento de crisis…
Macmaster, en cualquier caso, no pasó la noche en el hotel, sino que se fue a Jedburgh o a Melrose o algún lugar parecido, y volvió casi antes del alba para tener una entrevista hacia las cinco de la mañana con la señora Duchemin, quien alrededor de las tres había llegado a la conclusión más desastrosa sobre su situación. Habían perdido los nervios por primera vez desde que empezó su relación y lo habían hecho del peor modo posible, de hecho, las cosas que la señora Duchemin le dijo a Macmaster parecían superar todo lo creíble…
De modo que Macmaster estaba casi fuera de sí cuando se presentó ante la mesa del desayuno de Tietjens. Le pidió a Tietjens que cogiese su coche, fuese allí, pagase el hotel y llevara de vuelta a la ciudad a la señora Duchemin que, ciertamente, no estaba en condiciones de viajar sola. También le pidió que lo reconciliara con la señora Duchemin y que le prestara cincuenta libras en metálico, pues era imposible cambiar un cheque en ninguna parte. Tietjens consiguió el dinero de su vieja niñera, quien desconfiaba de los bancos y llevaba siempre grandes sumas en billetes de cinco libras en un bolsillo debajo de las enaguas.
Macmaster se había metido el dinero en el bolsillo y había dicho:
—Con esto te debo exactamente dos mil guineas, estoy arreglándolo todo para poder pagarte la semana que viene…
Tietjens recordaba que le había respondido con mucha rigidez:
—Por el amor de Dios, no lo hagas. Te lo ruego. Ponle un administrador a Duchemin alegando demencia y deja en paz su dinero. Te lo ruego de verdad. No sabes dónde os estaréis metiendo si no lo haces. No me debes nada y siempre podrás pedirme dinero.
Tietjens no llegó a saber lo que la señora Duchemin había hecho con la hacienda de su marido sobre la que tenía poderes notariales, pero había tenido la impresión de que, desde entonces, Macmaster había sentido cierta frialdad por él y de que la señora Duchemin lo odiaba. Desde hacía varios años, Macmaster le había estado pidiendo cientos de libras prestadas a Tietjens. La aventura con la señora Duchemin le había costado mucho dinero a su amante: había pasado muchos fines de semana en Rye en aquel hotel tan caro. Además, las famosas fiestas de los viernes para genios llevaban celebrándose ya varios años y para eso habían hecho falta nuevos muebles, encuadernaciones, alfombras y préstamos a los genios…, al menos antes de que a Macmaster le concedieran la gestión del Real Fondo. Así que la suma había aumentado hasta dos mil libras y luego a dos mil guineas. Y, desde ese momento, los Macmaster no habían vuelto a hablar de devolvérselo.
Macmaster le había dicho que no se atrevía a viajar con la señora Duchemin porque todo Londres viajaría hacia el sur en ese tren. Y así había sido. La gente subía en todas las estaciones concebibles e inconcebibles en aquel trayecto —era la gran estampida del 3 de agosto de 1914—. Tietjens subió en Berwick, donde estaban añadiendo vagones adicionales, y dándole un billete de cinco libras al revisor, que no había podido garantizarle ninguna intimidad, consiguió un compartimento cerrado. No había estado cerrado el tiempo suficiente para que la señora Duchemin se desahogase, pero al parecer había ocasionado un malentendido. El grupo de los Sandbach subió, sin duda en Wooler, y el de Port Scatho en alguna otra parte. Se habían quedado sin gasolina y nadie vendía nada, ni siquiera a los banqueros. Macmaster, que, después de todo, viajó en el mismo tren, escondido debajo de dos chaquetones marineros, había recogido a la señora Duchemin en King’s Cross y eso fue todo.
Tietjens, de vuelta en su comedor, sintió alivio y también rabia. Dijo:
—Port Scatho. El tiempo se acaba. Me gustaría arreglar lo de la carta, si no le importa.
Port Scatho se sobresaltó como si saliera de un sueño. Como le sucedía siempre, había encontrado muy placentero el proceso de convertir a la señora Tietjens a la ley de reforma del divorcio. Respondió:
—¡Sí! ¡Ah, sí!
Tietjens dijo muy despacio:
—Si tiene la bondad de prestar atención… Macmaster lleva exactamente nueve meses casado con la señora Duchemin… ¿Lo comprende? La señora Tietjens no lo ha sabido hasta esta tarde. El período del que se queja la señora Tietjens en su carta es de nueve meses. Hizo muy bien al escribir la carta. Por eso lo apruebo. De haber sabido que los Macmaster estaban casados no lo hubiese hecho. Yo no sabía que iba a escribirla. De haberlo sabido le habría pedido que no lo hiciera. Y en tal caso, sin duda, no la habría escrito. Supe de la existencia de la carta justo antes de entrar usted. Me enteré hace sólo diez minutos, durante el almuerzo. Desde luego tendría que haberlo sabido antes, pero es la primera vez que como en mi casa desde hace cuatro meses. Hoy me han concedido un día de permiso porque mañana parto al frente. He estado destinado en Ealing. Hasta ahora no había tenido oportunidad de hablar seriamente con la señora Tietjens… ¿Lo comprende? —Port Scatho corrió hacia Tietjens con la mano extendida y el aire arrobado de un novio. Tietjens desplazó un poco su mano a la derecha y evitó así la mano rosada y carnosa de Port Scatho. Luego prosiguió fríamente—: Por otro lado, será mejor que sepa usted lo siguiente: el difunto señor Duchemin era un demente escatológico y homicida. Sufría ataques recurrentes, por lo general los sábados por la mañana, debido a que practicaba el ayuno (no una simple abstinencia) los viernes. Además bebía. Había adquirido la costumbre de beber durante el ayuno a base de apurar el vino sacramental tras la comunión. Es un hecho conocido. En los últimos tiempos, hizo gala de una gran violencia física contra la señora Duchemin, quien, por otro lado, lo trató siempre con la mayor consideración y cuidado: podría haber hecho que lo incapacitaran mucho antes, pero al pensar en el dolor que le produciría el confinamiento durante los períodos de lucidez se abstuvo de hacerlo. He sido testigo de las más atroces muestras de heroísmo por su parte. En cuanto al comportamiento de Macmaster y la señora Duchemin, estoy dispuesto a declarar (y creo que la sociedad así lo acepta) que ha sido de lo más… ¡discreto y adecuado! No han tratado de ocultar su afecto mutuo. Estoy convencido de que su determinación de comportarse con decencia durante el período de espera es irreprochable…
Lord Port Scatho dijo:
—¡No!, ¡no! Nunca… ¡De lo más… como usted dice… discreto y, sí… adecuado!
—La señora Duchemin —continuó Tietjens— ha presidido los viernes literarios de Macmaster desde hace mucho tiempo; por supuesto, desde mucho antes de que contrajeran matrimonio. Pero, como sabe, los viernes de Macmaster han sido totalmente abiertos…, casi podría decirse que alabados…
Lord Port Scatho respondió:
—¡Sí, sí!, desde luego… Ojalá pudiese conseguir una invitación para lady Port Scatho…
—No tiene más que pasarse por allí —dijo Tietjens—. Se lo diré y ellos estarán encantados… ¡Tal vez quiera usted ir esta noche! Dan una fiesta especial… A la señora Macmaster la ha acompañado siempre una joven que la llevaba a coger el último tren a Rye. Yo mismo la he acompañado muchas veces, pues Macmaster estaba ocupado con el artículo semanal que escribe para un periódico los viernes por la noche… Se casaron al día siguiente del funeral del señor Duchemin…
—¡No les culpo por ello! —proclamó lord Port Scatho.
—Tampoco yo pretendo hacerlo —dijo Tietjens—. Las terribles torturas que había sufrido la señora Duchemin justificaban, y de hecho requerían, que encontrase amparo y protección lo antes posible. Han retrasado el anuncio de su unión, tanto por respeto al luto, como porque la señora Duchemin considera que, con todo el sufrimiento que se está viviendo ahora en el extranjero, todo festejo de boda y signo de alegría por parte de los no combatientes estaría fuera de lugar. No obstante, la pequeña fiesta de esta noche en cierto modo es para anunciar su matrimonio… —Se detuvo para reflexionar un momento.
—¡Lo comprendo perfectamente! —exclamó lord Port Scatho—. Lo apruebo totalmente. Créame, lady Port Scatho y yo haremos todo lo posible…, ¡todo…!, son unas personas admirables… Tietjens, querido amigo, su comportamiento… es de lo más generoso…
Tietjens dijo:
—Espere un minuto… Hubo una ocasión en agosto de 1914. En algún lugar de la frontera. No recuerdo el nombre…
Lord Port Scatho estalló:
—Mi querido amigo… le ruego… le suplico que no…
Tietjens prosiguió:
—Justo antes de eso el señor Duchemin había atacado a su mujer con una violencia inaudita. Fue eso lo que motivó su internamiento. No sólo quedó temporalmente desfigurada, sino que sufrió graves heridas internas y, por supuesto, un gran trastorno anímico. Era completamente necesario que cambiase de aires… Pero supongo que admitirá usted que, también en ese caso, su comportamiento fue… discreto y adecuado…
Port Scatho dijo:
—Lo sé, lo sé… Lady Port Scatho y yo estuvimos de acuerdo, incluso sin saber lo que acaba usted de contarme, en que los dos habían exagerado un poco… ¿Sabrá, por supuesto, que él durmió en Jedburgh?
Tietjens respondió:
—¡Sí! Exageraron un poco…, me pidieron que llevase a la señora Duchemin a su casa… Por lo visto, eso provocó malentendidos…
Port Scatho —lleno de entusiasmo al pensar que al menos dos desdichadas víctimas de las odiosas leyes de divorcio habían logrado, mediante la decencia y la discreción, encontrar un remanso de paz para sus deseos— estalló:
—Por Dios, Tietjens, si alguna vez oigo a alguien decir una sola palabra contra usted… Su espléndida defensa de su amigo… Su… su inquebrantable devoción…
Tietjens dijo:
—Espere un instante, Port Scatho, ¿quiere? —Estaba desabotonándose la tapa del bolsillo del pecho.
—Un hombre capaz de actuar con tanta generosidad en un momento… —estaba diciendo Port Scatho—. Y ahora que va a partir usted a Francia… Si alguien…, quienquiera que sea, osa…
Al ver la libreta de borde verde y esquinas de vitela que Tietjens tenía en la mano Sylvia se levantó de pronto, y, cuando Tietjens sacó de un bolsillo interior un cheque manoseado, cruzó la alfombra en tres zancadas para aproximarse a donde él estaba.
—¡Oh, Chrissie…! —gritó—. No habrá… Ese animal no habrá…
Tietjens respondió:
—Lo ha hecho… —Le entregó el cheque manchado al banquero. Port Scatho lo miró con obtusa perplejidad.
—«Sin fondos» —leyó—. Es la letra de Brownie…, mi sobrino… Al club… Es…
—¿No vas a aceptarlo sin rechistar? —pregunto Sylvia—. ¡Oh, gracias a Dios, esta vez no vas a aceptarlo sin quejarte!
—¡No! No voy a aceptarlo sin rechistar —dijo Tietjens—. ¿Por qué iba a hacerlo? —El rostro del banquero adoptó una expresión de franca suspicacia.
—Al parecer —dijo— se ha quedado usted en descubierto. No debería dejar las cuentas en descubierto. ¿De qué suma estamos hablando?
Tietjens le entregó su libreta bancaria a Port Scatho.
—No comprendo tu forma de actuar —le dijo Sylvia a Tietjens—. Normalmente aceptas estas cosas sin protestar, y esta vez no lo haces.
Tietjens dijo:
—En realidad carecería de importancia, si no fuese por el niño.
Sylvia añadió:
—Te garanticé un descubierto por valor de hasta mil libras el jueves pasado. Es imposible que no haya fondos.
—No estoy en descubierto —respondió Tietjens—. Lo estuve ayer por unas quince libras. No lo sabía.
Port Scatho estaba pasando las páginas de la libreta con el rostro totalmente inexpresivo.
—Sencillamente no lo comprendo —dijo—. Parece usted tener crédito… Parece haberlo tenido siempre salvo por una pequeña cantidad de vez en cuando. Por uno o dos días…
—Estuve en descubierto —dijo Tietjens— por quince libras ayer. Diría que durante tres o cuatro horas, lo que tardasen los de pagaduría en llegar a su oficina central. En esas dos o tres horas su banco eligió dos de seis de mis cheques para deshonrarme…, ambos por valor de menos de dos libras. El otro lo enviaron a la sala de oficiales en Ealing, donde, por supuesto, se niegan a devolvérmelo. También está marcado «sin fondos» y con la misma letra.
—Pero, Dios mío —dijo el banquero—. Esto supone su ruina.
—Desde luego —respondió Tietjens—. Con esa intención se hizo.
—Pero —dijo el banquero, una expresión de alivio acudió a su rostro que había empezado a parecer el de un hombre hundido…—. Debe de tener usted otras cuentas en el banco…, tal vez alguna de alto riesgo en la que esté en descubierto… No me ocupo personalmente de las cuentas de los clientes, salvo de los muy importantes que afectan a la política del banco.
—Debería hacerlo —replicó Tietjens—. Debería usted ocuparse de las cuentas más pequeñas, teniendo en cuenta que es usted un caballero y que gana una fortuna con ellas. No tengo ninguna otra cuenta con ustedes. No he especulado en toda mi vida. He perdido mucho en valores rusos…, al menos fue mucho para mí. Pero, sin duda, a usted le habrá ocurrido lo mismo.
—¡Tal vez… las apuestas! —dijo Port Scatho.
—Jamás, en toda mi vida, he apostado un penique en las carreras —dijo Tietjens—. Entiendo demasiado de caballos.
Port Scatho miró a la cara primero a Sylvia y luego a Tietjens. Sylvia, al menos, era una antigua amiga. Ella le explicó:
—Christopher nunca apuesta ni especula. Sus gastos personales son más reducidos que los de ningún otro hombre de la ciudad. Podría decirse que no los tiene.
De nuevo una sombra de sospecha cruzó el franco rostro de Port Scatho.
—¡Oh! —dijo Sylvia—, no creerá que Christopher y yo nos hemos confabulado para chantajearle.
—No, no lo creo —dijo el banquero—. Pero la otra explicación es igual de extraordinaria… Sospechar que el banco…, el banco… ¿Cómo lo explica usted…? —Se dirigía a Tietjens; su cabeza redonda, parecía haberse vuelto cuadrada, baja, la emoción le hacía apretar las mandíbulas.
—Sólo le diré una cosa —dijo Tietjens—. Luego puede solucionar el asunto como le parezca más conveniente. Hace diez días recibí orden de partir al frente. En cuanto le cedí mi puesto al oficial que tenía que relevarme, extendí cheques para pagar todo lo que debía (a mi sastre militar y a la sala de oficiales) por valor de una libra y doce chelines. También tenía que comprar una brújula y un revólver, pues los ordenanzas de la Cruz Roja se quedaron con el mío cuando estuve en el hospital…
Port Scatho dijo:
—¡Dios mío!
—¿No sabía que se quedaban con efectos personales? —preguntó Tietjens. Prosiguió—: El total, de hecho, suponía un descubierto de quince libras, pero no caí en la cuenta porque los de pagaduría deberían haberles ingresado a ustedes mi paga del ejército el día 1. Como comprobará, no me han pagado hasta hoy, día 13, por la mañana. Pero, como verá por la libreta, siempre me han pagado alrededor del día 13, no del 1. Hace dos días, almorcé en el club y extendí un cheque por una libra, catorce chelines y seis peniques: una libra diez para gastos personales y las cuatro libras y seis chelines restantes para pagar la comida…
—En cualquier caso estaba usted en descubierto —dijo secamente el banquero.
Tietjens respondió:
—Ayer, durante dos horas.
—Pero entonces —preguntó Port Scatho—, ¿qué quiere usted que hagamos? Haremos cuanto esté en nuestra mano.
Tietjens dijo:
—No lo sé. Haga lo que le parezca. Lo mejor será que les dé alguna explicación a las autoridades militares. Si me forman un consejo de guerra usted saldrá más perjudicado que yo. Se lo aseguro. Hay una explicación.
Port Scatho se puso a temblar de pronto.
—¿Qué… qué… qué explicación? —dijo—. Usted… maldita sea… usted sacó el dinero… ¿Se atreve a decir que mi banco… —Se interrumpió, se pasó una mano por la cara y dijo—: Pero, no obstante…, es usted un hombre juicioso y sensato… He oído contar cosas sobre usted, pero nunca les he dado crédito… Su padre siempre hablaba maravillas. Recuerdo haberle oído decir que si alguna vez necesitaba usted dinero podíamos sacar dinero de su cuenta hasta tres o cuatrocientas… Por eso mismo me resulta tan incomprensible. Es… es… —Cada vez estaba más agitado—. Parece golpear el corazón de…
Tietjens dijo:
—Escuche, Port Scatho… Siempre le he respetado. Arréglelo como mejor le parezca. Deshaga el entuerto por ambas partes de un modo que no sea humillante para el banco. Ya he presentado mi dimisión en el club…
Sylvia exclamó:
—¡Oh, no, Christopher…, en el club!
Port Scatho respondió desde el otro lado de la mesa:
—¡Pero si le asiste toda la razón! —dijo—. No puede… dimitir del club… Estoy en el comité… Se lo explicaré con todo detalle del modo más generoso…
—No podría explicarlo —dijo Tietjens—. Jamás podrá adelantarse a los rumores… En este momento ya es la comidilla de medio Londres. Ya sabe cómo son esos tipos desdentados del comité… ¡Anderson!, ffolliot… Y Ruggles, el amigo de mi hermano…
Port Scatho replicó:
—Ruggles, el amigo de su hermano… Pero mire… Tiene un cargo en el Tribunal Superior de Justicia, ¿no? Pero mire… —Su imaginación se bloqueó. Dijo—: No está bien quedarse en descubierto… Pero, si su padre dijo que podíamos sacar dinero de su cuenta, la cosa me preocupa mucho… Es usted un hombre de primera. Basta con ver su libreta bancaria… Sólo hay cheques por cantidades razonables extendidos siempre a comerciantes de primera categoría. Es de las libretas que me gustaba ver cuando empecé a trabajar en el banco… —Ante aquella temprana reminiscencia, le atenazaron los sentimientos y su imaginación volvió a bloquearse.
Sylvia volvió a la habitación, no habían reparado en que se hubiese ido. Llevaba a su vez una carta en la mano.
Tietjens dijo:
—Mire, Port Scatho, no se ponga así. Deme su palabra de que hará lo que esté en su mano cuando confirme que los hechos son tal como se los he contado. No le habría molestado, no es mi estilo hacerlo, de no haber sido por la señora Tietjens. Un hombre puede acallar una cosa así o morir en el intento. Pero no hay razón por la que la señora Tietjens tenga que vivir atada a un lastre semejante, mientras yo trato de acallarlo o muero en el intento.
—Pero eso no es justo —dijo Port Scatho—, no debe plantear las cosas de ese modo. No puede tragarse… Estoy sencillamente perplejo…
—No tiene usted derecho a estarlo —dijo Sylvia—. Lo único que le preocupa es encontrar un modo de salvar la reputación del banco. Sabemos que el banco para usted es como un hijo. Debería cuidarlo mejor.
Port Scatho, que se había apartado ya dos pasos de la mesa, retrocedió otros dos pasos más. Sylvia tenía las ventanas de la nariz dilatadas.
Le dijo:
—Tietjens no dimitirá de su maldito club. ¡Ni lo sueñe! Su comité le pedirá formalmente que retire su dimisión. ¿Comprende? Y él la retirará. Luego dimitirá definitivamente. Es demasiado bueno para mezclarse con gente como ustedes… —Hizo una pausa con el pecho muy agitado—. ¿Ha entendido lo que tiene que hacer? —preguntó.
La horrible sombra de una idea cruzó la imaginación de Tietjens: no permitió que llegara a formularse en palabras.
—No sé… —dijo el banquero—. No sé si podré hacer que el comité…
—Tiene usted que hacerlo —respondió Sylvia—. Y le diré por qué… Christopher nunca estuvo en descubierto. El jueves pasado les di instrucciones a sus empleados de que ingresaran mil libras en la cuenta de mi marido. Repetí mis instrucciones por carta y conservo una copia confirmada por mi doncella. Además, envié la carta por correo certificado y tengo el resguardo… Puede usted verlos.
Port Scatho musitó mientras leía la carta:
—Está dirigida a Brownie… Sí, es un resguardo de una carta para Brownie… —Examinó el papelito verde por ambos lados y dijo—: Jueves… Hoy es lunes… son instrucciones de vender unas acciones de la North-Western por valor de mil libras y de ingresarlas en la cuenta de… Entonces…
Sylvia dijo:
—Ya basta… Ya no puede usted ganar más tiempo. Le aseguro que no es la primera vez que su sobrino se ve implicado en un asunto así… El jueves pasado, durante el almuerzo, su sobrino me contó que los abogados del hermano de Christopher habían retirado todas las garantías de descubierto sobre las fincas de Groby. Estaban presentes varios miembros de la familia. Su sobrino me dijo que tenía intención de coger a Christopher desprevenido, ésas fueron sus palabras, y rechazar el siguiente cheque que recibiera. Me dijo que llevaba esperando la ocasión desde que empezó la guerra y que la retirada de las garantías por parte del hermano se la había proporcionado. Le rogué que no…
—Pero, Dios mío —dijo el banquero—, esto es inaudito…
—No lo es —dijo Sylvia—. Christopher ha tenido que defender a cinco miserables subalternos suyos en consejos de guerra por casos similares. Uno era una reproducción exacta de este…
—Pero, Dios mío —volvió a exclamar el banquero—, hombres que sacrifican su vida por su país… ¿Quiere decir que Brownlie hizo esto para vengarse de Tietjens por haber ejercido la defensa en los consejos de guerra…? Y… ¿que sus mil libras no figuran en la libreta bancaria de su marido…?
—Por supuesto que no figuran —respondió Sylvia—. Nunca llegaron a ingresarlas. El viernes recibí una carta formal de sus empleados avisándome de que era probable que las acciones de la North-Western subiesen y en la que me pedían que reconsiderase mi decisión. El mismo día envié un telegrama indicándoles explícitamente que hicieran lo que les había dicho… Desde entonces su sobrino no ha dejado de telefonearme rogándome que no salvara a mi marido. Es lo que estaba haciendo ahora mismo, cuando salí de la habitación. También lleva tiempo suplicándome que me fugue con él.
Tietjens dijo:
—¿No te parece suficiente, Sylvia? Esto es una tortura.
—Déjalos que sufran —dijo Sylvia—. Ya estoy harta.
Port Scatho se había tapado la cara con las manos sonrosadas. Exclamó:
—¡Oh, Dios mío! Brownie otra vez…
Mark, el hermano de Tietjens estaba en la habitación. Era más pequeño, duro y atezado que Tietjens y sus ojos azules eran un poco más saltones. Llevaba un sombrero hongo en una mano y un paraguas en la otra, vestía un traje jaspeado y tenía unos prismáticos alrededor del cuello. Le disgustaba Port Scatho, que a su vez lo odiaba. Hacía poco que lo habían nombrado caballero. Dijo:
—Hola, Port Scatho. —Se abstuvo de saludar a su cuñada. Se quedó inmóvil y paseó la mirada por la habitación hasta fijarse en un escritorio en miniatura que había sobre una mesa, en un hueco rodeado de estantes de libros—. Veo que todavía tienes ese mueble —le dijo a Tietjens.
Tietjens dijo:
—No. Se lo he vendido a sir John Robertson. Está esperando para llevárselo cuando tenga sitio en su colección.
Port Scatho anduvo, con paso más bien vacilante, alrededor de la mesa del almuerzo y se detuvo ante una de las grandes ventanas. Sylvia se sentó en su silla junto a la chimenea. Los dos hermanos se miraron, Christopher parecía un saco de trigo y Mark una figura de madera tallada. A excepción del espejo, que reflejaba una luz azulada, sólo les rodeaba el dorado de los lomos de los libros. Centralita estaba quitando la mesa.
—He oído que mañana vuelves a marcharte —dijo Mark—. Quiero arreglar unas cosas contigo.
—Parto a las nueve de Waterloo —respondió Christopher—. No tengo mucho tiempo. Puedes acompañarme al Ministerio de la Guerra, si quieres.
Los ojos de Mark siguieron el blanco y el negro de la criada alrededor de la mesa. Salió con la bandeja. Christopher se acordó de pronto de Valentine Wannop quitando la mesa en casa de su madre. Centralita no era más rápida que ella. Mark dijo:
—¡Port Scatho! Ya que está aquí, más vale aclarar ese punto. He cancelado la garantía de mi padre contra los descubiertos de mi hermano.
Port Scatho dijo, mirando a la ventana, aunque en voz alta:
—Para nuestra desgracia, ya lo sabemos.
—No obstante —prosiguió Mark Tietjens—, quiero que le ingrese mil libras al año a mi hermano de mi cuenta si lo necesita. No más de mil libras en un solo año.
Port Scatho dijo:
—Pues escriba una carta al banco. No me ocupo de las cuentas de los clientes durante las ocasiones sociales.
—No veo por qué —respondió Mark Tietjens—. Así se gana usted el pan, ¿no?
Tietjens dijo:
—Puedes ahorrarte todo esto, Mark. En cualquier caso, voy a cancelar mi cuenta.
Port Scatho giró sobre sus talones.
—Le ruego que no lo haga —exclamó—. Le ruego que nos permita… seguir teniendo el honor de ofrecerle nuestros servicios. —Tenía el vicio de apretar convulsivamente las mandíbulas; su cabeza recortada contra la luz era como el extremo redondeado de un poste. Le dijo a Mark Tietjens—: Puede decirle a su amigo, el señor Ruggles, que su hermano cuenta con mi autorización para sacar dinero de mi cuenta personal…, de mi cuenta personal y privada, la cantidad que necesite. Lo digo para demostrarle el aprecio que siento por su hermano; porque sé que no incurrirá en ninguna deuda que no pueda pagar.
Mark Tietjens se quedó inmóvil, ligeramente apoyado contra el mango del paraguas por un lado y mostrando por el otro el forro de seda blanca del sombrero hongo, que era el objeto más claro de la sala.
—Eso es asunto suyo —le dijo a Port Scatho—. Lo único que a mí me interesa es que ingrese usted mil libras anuales en la cuenta de mi hermano hasta nuevo aviso.
Christopher Tietjens le habló a Port Scatho, con lo que sabía que era un tono sentimental. Estaba muy conmovido: le daba la impresión de que, con la aparición espontánea de varios nombres en su memoria, y con aquellas muestras de aprecio por parte del banquero, su suerte estaba cambiando y de que aquél podría ser, ciertamente, un día decisivo:
—Por supuesto, Port Scatho, no cerraré la dichosa cuenta, si usted no quiere. Me halaga que quiera conservarla. —Se interrumpió y añadió—: Sólo quería evitar estas… complicaciones familiares. No obstante, supongo que podrá impedir usted que ingresen el dinero de mi hermano en mi cuenta. No quiero su dinero.
Le dijo a Sylvia:
—Será mejor que arregles el otro asunto con Port Scatho.
Luego volvió a dirigirse a él:
—Le estoy muy agradecido, Port Scatho… Lleve usted a lady Port Scatho a casa de Macmaster esta noche aunque sólo sea un minuto; antes de las once…
Y por fin a su hermano:
—Vamos, Mark. Tengo que ir al Ministerio de la Guerra. Podemos hablar por el camino.
Sylvia dijo casi con timidez, y de nuevo una idea siniestra cruzó la imaginación de Tietjens:
—¿Volveremos a vernos…? Sé que estás muy ocupado…
Tietjens respondió:
—Sí pasaré a recogerte desde casa de lady Job, si no me entretienen mucho en el ministerio. Como sabes, voy a cenar en casa de Macmaster; no creo que me quede hasta muy tarde.
—Iría —dijo Sylvia— a casa de Macmaster si a ti te pareciese apropiado. Llevaría a Claudine Sandbach y al general Wade. Iremos a ver a esos bailarines rusos. Terminaremos pronto.
Tietjens pudo decidir la respuesta muy rápido.
—Sí, hazlo —dijo apresuradamente—. Te lo agradeceré.
Al llegar a la puerta se volvió, su hermano ya casi había salido. Le dijo a Sylvia, y para él la ocasión fue muy alegre:
—He recordado algunos versos de esa poesía. Dicen así:
En algún u otro lugar debe de estar sin duda
el rostro no visto, la voz nunca oída…
—Probablemente sea “la voz nunca jamás oída” para respetar la métrica… No sé el nombre del escritor. Pero espero recordarlo a lo largo del día.
Sylvia se había quedado totalmente pálida.
—¡No! —dijo—. ¡Oh… no! —y añadió fríamente—: No te molestes. —Y se secó los labios con el pañuelito mientras se iba Tietjens.
Había oído el poema en un concierto benéfico y había llorado al oírlo. Después lo había leído en el programa y había estado a punto de echarse a llorar otra vez. Pero luego había extraviado el programa y no había vuelto a tropezarse con los versos. No obstante, su eco la rondaba como algo terrible y tentador, como un cuchillo con el que se apuñalaría algún día.