Sylvia Tietjens se levantó de un extremo de la mesa del almuerzo y anduvo a lo largo de ella con un plato en la mano. Todavía llevaba el pelo peinado con raya al medio y la falda tan larga como podía; con su altura, decía, no pretendía que la tomaran por una girl-scout. A la vista de su tez, de su figura o de la languidez de sus gestos no había envejecido ni un minuto. Era imposible encontrar ninguna imperfección en su cutis o una sombra de fatiga en sus ojos mayor de la que ella quería expresar, aunque había aumentado a propósito su aire de insolencia desdeñosa. Sentía que su ascendencia sobre los hombres aumentaba con su frialdad. Una conocida suya había dicho de una mujer peligrosa que, cuando entraba en una habitación, las mujeres sujetaban a sus maridos. A Sylvia le gustaba pensar que, antes de que ella saliera de la habitación, esas mismas mujeres habían reparado con humillación en que no tenían necesidad de hacerlo. De hecho, si al entrar hubiera afirmado fría y rotundamente: «¡Olvidadlo!», como les dicen las camareras a los más atrevidos, no habría podido dejarles más claro a las demás mujeres que no tenía ningún interés por aquellos preciados montones de basura suyos.
Una vez, al borde de un acantilado de Yorkshire, donde los páramos se asoman al mar, uno de esos aburridos días de caza que están allí tan de moda, un hombre le había pedido que observara el comportamiento de las gaviotas que había abajo. Iban de una roca a otra en la pared del acantilado, chillando sin la característica dignidad de las gaviotas. Algunas incluso soltaban los arenques que habían pescado y veían cómo los trozos de plata caían hacia la corriente azulada. El hombre le dijo que alzara la vista: en lo alto, describiendo amplios círculos e iluminado desde abajo por el sol como una llama pálida recortada contra el cielo, había un pájaro. El hombre le explicó que era una especie de águila pescadora o halcón. Su costumbre habitual era perseguir a las gaviotas, que, aterradas, soltaban su botín de arenques, y robarles los peces antes de que cayeran al agua. En ese momento el águila no estaba cazando, pero las gaviotas estaban tan aterrorizadas como si lo estuviera.
Sylvia se quedó un buen rato observando las circunvoluciones del águila. Le gustaba ver que, aunque nada amenazaba a las gaviotas, ellas seguían chillando y soltando los arenques… Le recordaba a sí misma y su relación con las demás mujeres del gallinero… No es que circulase el menor escándalo sobre ella, eso lo sabía muy bien y era su mayor preocupación, igual que rechazar a hombres apuestos —los más apuestos del mundo del comercio— se había convertido en su mayor afición.
Practicaba todo género de rechazo con esas criaturas: con los verdaderamente apuestos, de bigote a la Kitchener,[51] ojos castaños, voces sinceras, palabras entrecortadas, espalda recta y un historial admirable, siempre y cuando no se examinase muy de cerca. Una vez, en los primeros días de la Gran Guerra, un joven al que había sonreído al confundirlo con alguien más fiable, la había seguido en un taxi y, embriagado por el vino, la gloria y la firme convicción de que, en aquel horripilante carnaval, las mujeres se habían convertido en propiedad de todos, había subido por las escaleras y había irrumpido en su apartamento. Sylvia le sacaba la cabeza y, a los pocos minutos, a él le pareció que había crecido otros tres metros gracias a un don de palabra que le había abrasado la espina dorsal y a la voz de una estatua de mármol congelada: un efecto chaud-froid. Había entrado como un semental, con los ojos enrojecidos y haciendo aspavientos, y bajó las escaleras como una rata asfixiada, con los ojos apagados y, por alguna razón, la sensación de haberse llevado un buen remojón.
Sin embargo, tan sólo le había hablado del modo en que uno debía comportarse con la mujer de un oficial que estaba en el frente, una opinión que, cuando estaba con sus íntimos, despreciaba a diario por absurda. Pero a él debió de parecerle la voz de su madre —cuando era mucho más joven, claro— hablándole desde el paraíso, y su conciencia había contribuido a lograr que se sintiera como un pollo mojado. No obstante, aquello no había sido más que puro melodrama y palabrería bélica y por tanto a ella no le había interesado. Prefería infligir daños más profundos y silenciosos.
Le gustaba pensar que era capaz de calcular al primer vistazo la intensidad de la pasión que despertaba en los hombres, la intensidad y también la calidad. Y desde negarle siquiera una mirada, o concederle una de las más insustanciales y anodinas, a un pobre diablo incapaz de ocultar sus deseos incluso al hacer las presentaciones, a dejar, después de la cena, que una ojeada calculada viajara en diagonal desde el pie derecho de uno de los invitados por el planchado pliegue de la pierna derecha hasta el reloj de bolsillo, y siguiera, todavía en diagonal, a través de la pechera hasta detenerse en el gemelo del cuello de la camisa y desde allí se moviera rápidamente hasta el hombro izquierdo, mientras el pobre tipo se horrorizaba y se le atragantaba la cena, desde el tono más suave hasta el más acentuado, dominaba toda la gama de «rechazos». Al día siguiente, aquellos desdichados cambiaban de zapatería, de tienda de calcetines, de sastre, de camisero y de fabricante de gemelos, e incluso trataban de alterar la expresión de su cara, ensayando seriamente delante del espejo después del desayuno. Aunque, en el fondo, sabían que el desastre se debía a que no se hubiese dignado a mirarles a los ojos… ¡Tal vez lo correcto sería decir que no había osado hacerlo!
La propia Sylvia lo habría admitido cordialmente. Sabía que, al igual que todas sus amigas íntimas —todas las Elizabeths, Alixs y lady Moiras de los semanarios fotográficos de papel satinado—, estaba loca por los hombres. Condición necesaria, de hecho, para gozar de dicha intimidad y de la elegibilidad a la hora de ser reproducidas en papel satinado. Se paseaban en grupo con una especie de campo sembrado de boas de plumas flotando sobre sus cabezas, aunque, desde luego, ninguna usaba boa; acortaban sus cabellos y sus faldas y ocultaban, en la medida de lo posible, el desarrollo de su pecho, lo que proporciona, ya saben…, cierto… Adoptaban actitudes lo más parecidas posibles —y, sin embargo, qué diferentes— a las de las camareras de algunos salones de té frecuentados por los hombres de la City. ¡Y, por los informes policiales de las redadas, cualquiera puede saber de qué clase de gente se trata! Posiblemente fuesen tan respetables como cualquier otra mujer, incluso más respetables que la gran clase media de antes de la guerra, y, sin duda, virginales comparadas con sus propias criadas, cuya moralidad, tal como registraban las estadísticas del tribunal de divorcios —que le había proporcionado Tietjens—, dejaría a la altura del betún incluso a la de los pueblos galeses o de las tierras bajas escocesas. Su madre acostumbraba a decir que estaba convencida de que su mayordomo iría al cielo, simplemente porque su ángel de la guarda, al ser un ángel —y por tanto, de naturaleza delicada—, no tendría valor para señalar, y menos aún para leer en voz alta, ni siquiera el más venial de los pecados de Morgan.
Y, escéptica como era por naturaleza, Sylvia Tietjens no creía realmente en la capacidad de sus amigas para cometer inmoralidades. No creía que ninguna de ellas fuese lo que los franceses llamarían la maîtresse en titre [52] de ningún hombre en particular. Al menos la pasión no era su fuerte: eso lo dejaban para círculos más, o menos, augustos. Todos los que llevaban el nombre del duque de A… podían ser hijos del huraño y apasionado duque de B…, y no del aún más huraño pero menos apasionado difunto duque de A… El señor C, el estadista tory y ex ministro de Asuntos Exteriores, igualmente podría ser el padre de todos los hijos del señor E., el tory que presidía la Cámara de los Lores. Mientras los líderes whig, los tristes y desagradables Russells y Cavendishes, pasaban por alto aquellos —otra vez en francés— collages sérieux para ocultar las propias divagaciones matrimoniales de lord F., y el señor G. Pero las que tenían relaciones amorosas con los portadores de títulos nobiliarios altisonantes y con políticos de alcurnia actuaban con discreción. Los semanarios de papel satinado nunca se fijaban en ellos: en primer lugar, porque no eran nada fotogénicos, pues eran viejos, feos y vestían muy mal. Más bien eran objeto de indiscretos libros de memorias ya escritos, pero que no verían la luz hasta pasados cincuenta años…
Los asuntos de su círculo, el equivalente femenino a los políticos de alcurnia de uno y otro lado, tenían menos importancia. Si alguna vez llegaban a los titulares, sus asuntos eran de naturaleza más bien promiscua y ocurrían en casas de campo donde el timbre suena a las cinco de la madrugada. Sylvia había oído hablar de esas casas de campo, pero no conocía ninguna. Imaginaba que podrían ser las mansiones de esos barones de la corona cuyos patronímicos acababan en -schen, -stein y -baum. Últimamente había muchos así, pero Sylvia no iba nunca a visitarlos. Pesaba demasiado la papista que llevaba dentro.
Es cierto que algunas de sus amigas más inteligentes habían tenido que casarse con mucha precipitación, pero la media no era más alta que en el caso de las hijas de los médicos, abogados, pastores, alcaldes y concejales. Por lo general no era más que la consecuencia de los bailes más informales, la inexperiencia y el champán —un champán más fuerte de lo normal o consumido en circunstancias particulares, casi siempre en ayunas—. Aquellos matrimonios apresurados raras veces eran fruto de la pasión o de un temperamento lascivo.
En su caso —ahora hacía varios años—, se había aprovechado de ella, después del champán, un hombre llamado Drake. Un tipo que ahora le parecía un poco bruto. Pero después había nacido la pasión: intensa por su parte y lo bastante intensa por parte de él. Cuando, presa de un temor compartido con su madre, había engatusado a Tietjens y se había casado con él en París para poner tierra de por medio, aunque fuera una suerte que la iglesia católica inglesa de la avenida Hoche hubiera sido también el lugar donde se casó su madre, estableciendo así un precedente y un motivo convincente, pues se habían producido escenas terribles hasta la noche misma de la boda. Le bastaba con cerrar los ojos para ver el dormitorio del hotel parisino, el rostro distorsionado de Drake, loco de dolor y de celos, contra un trasfondo de objetos blancos, flores y cosas así, enviadas con motivo de la boda. Sabía que había estado a punto de morir. Que había querido morir.
Incluso ahora le bastaba con ver el nombre de Drake en el periódico —la influencia de su madre sobre un pomposo miembro de la cámara alta que era primo suyo había puesto a Drake en el camino de los ascensos coloniales que se publican en las gacetas—, es más, le bastaba con pensar en esa noche para dejar de andar y de hablar, clavarse las uñas en las palmas de las manos y soltar un leve gemido… Tuvo que inventarse una punzada crónica en el corazón para explicar aquel gemido que acababa en un murmullo y que a ella le parecía tan degradante…
Aquel triste recuerdo llegaba de improviso en cualquier momento y lugar. Veía el rostro de Drake recortado contra todas aquellas cosas blancas; sentía cómo le arrancaba el fino camisón de los hombros; pero sobre todo le daba la impresión de que la inundara, en una oscuridad que excluía la luz de cualquier habitación en la que pudiera encontrarse, la misma agonía mental que había sentido allí: el deseo por aquel bruto que la había mancillado, el terrible dolor espiritual. Lo raro era que encontrarse con Drake, a quien había visto varias veces desde que estalló la guerra, no le producía la menor emoción. No sentía por él ninguna aversión… y, aunque seguía sintiendo deseo, sabía que era sólo el deseo de volver a experimentar aquella terrible sensación. Y no precisamente con Drake…
De modo que su afición a rechazar a hombres verdaderamente apuestos, aunque fuera un deporte, no estaba exenta de riesgos. Imaginaba que, después de un éxito, tendría que sentir la euforia que decían sentir los hombres después de asestar limpiamente un golpe de izquierda y otro de derecha, y sin duda experimentaba algunas de las emociones que esos mismos jóvenes sentían cuando iban a cazar con principiantes. Ahora valoraba su castidad tanto como valoraba su higiene personal y perseveraba en sus ejercicios de gimnasia sueca después del baño ante una ventana abierta, en sus paseos a caballo y en las largas noches que pasaba bailando, siempre que la habitación estuviera bien ventilada. Sin duda, ambas facetas de la vida estaban íntimamente ligadas en su imaginación: se conservaba atractiva gracias a sus bien elegidos ejercicios y a su higiene, y esas mismas fatigas, saludables como eran, la impulsaban a llevar una vida casta. Había actuado de ese modo desde que volvió con su marido, y no tanto por afecto hacia él o por virtud como porque así lo había pactado caprichosamente consigo misma y estaba dispuesta a cumplirlo. Debía tener hombres a sus pies, ése era, por así decirlo, el precio —puramente social— de su pan de cada día, igual que lo era para sus amigas íntimas. Era, y lo había sido durante muchos años, completamente casta. Igual que muy probablemente lo eran y lo habían sido todas sus Moiras, y Megs y lady Marjories, pero era perfectamente consciente de que sus reuniones debían tener los efluvios del ambiente y las costumbres del burdel. El público exigía eso… unos efluvios como el vaho que había visto adherirse pegajoso a la superficie del agua en la charca de los cocodrilos del zoo.
Sin duda, era el precio que había que pagar, y era consciente de que había tenido suerte: no muchas de las jóvenes de su grupo que habían tenido que casarse a toda prisa seguían con la cabeza por encima del agua, por un tiempo, uno leía que lady Marjorie y el capitán Hunt, tras su presentación en la corte con motivo de su matrimonio, iban a ir a Roehampton, Goodwood y sitios parecidos, durante un mes o así aparecían fotografías de la joven pareja paseando por Hyde Park. Luego, las noticias de sus elegantes actividades se transferían a las listas de los funcionarios y agregados a lejanos virreinatos tropicales pésimos para el cutis. «Y luego, se acabó la feliz pareja», como decía Sylvia.
En su caso, no le había ido tan mal, aunque había estado cerca. Había contado con la ventaja de ser la única hija de una mujer muy rica, su marido no era un vulgar capitán Hunt que pudieran destinar a un virreinato. Era un funcionario de primera clase y cuando Angélique escribía notas sobre la joven pareja —las ideas de Angélique sobre el particular eran un tanto vagas— podía referirse al marido como al futuro presidente de la Cámara de los Lores o embajador en Viena. Y su estilo de vida terriblemente caro —al que su madre, que se había ido a vivir con ellos, había contribuido generosamente— les había sacado a flote durante los dos peligrosos primeros años. Habían recibido a todo el mundo y dos escándalos muy sonados habían empezado en el saloncito de Sylvia, quien ya era toda una institución cuando se fugó con Perowne.
Volver no había sido tan difícil. Pensó que lo sería, pero no. Tietjens había puesto como condición que tomaran habitaciones en Gray’s Inn. A ella no le había parecido razonable, pero imaginó que quería estar cerca de su amigo y, aunque no sentía por Tietjens ninguna gratitud por haberla acogido y la idea de vivir en su casa no le producía más que repulsión, tuvo que admitir que, puesto que estaban haciendo un trato, lo que pedía era justo. Nunca había estafado a la compañía de ferrocarril, ni pasado perfumes de contrabando por la aduana, ni fingido ante un vendedor de ropa de segunda mano que sus vestidos estaba menos usados de lo que estaban, aunque con su prestigio habría podido hacerlo. Era justo que Tietjens viviera donde quisiera, de modo que ahora vivían allí y sus altas ventanas daban a las de Macmaster al otro lado del claustro georgiano.
Ocupaban dos pisos de un edificio muy grande, y eso les daba mucho espacio: el salón del desayuno, que, durante la guerra, utilizaban también para comer, era una habitación inmensa, completamente forrada de libros encuadernados en piel, con un inmenso espejo sobre una igualmente inmensa chimenea de mármol tallado blanco y amarillo, y tres ventanas que con su gran altura, sus intrincadas divisiones y sus viejos cristales abultados —algunos eran tan antiguos que tenían un leve tono violeta— le otorgaban a la habitación una distinción dieciochesca. Sylvia reconocía que aquello casaba muy bien con Tietjens, que era una figura dieciochesca al estilo del doctor Johnson —la única figura dieciochesca que ella conocía, a excepción de aquel dandi que vestía ropa de satén con volantes, se pasaba la vida en Bath y debía de ser indescriptiblemente aburrido. [53]
En el piso de arriba tenía un gran salón, con muebles que ella sabía que eran dieciochescos y dignos de admiración. Pues también debía reconocer que Tietjens tenía un gusto exquisito para los muebles, que despreciaba pero conocía a la perfección. Una vez que su amiga lady Moira se quejó del gasto que iba a suponerle amueblar de arriba a abajo su casa nueva según los consejos de sir John Robertson, el especialista (los Moira habían vendido su casa de Arlington Street, con todo su contenido, a un americano), Tietjens, que había entrado a tomar el té y había estado escuchando sin decir nada, le dijo en el tono dulce, amable y algo sentimental que utilizaba muy de vez en cuando con sus amigas más guapas:
—Tendrías que haber dejado que yo te aconsejase.
Después de echarle un vistazo al enorme salón de Sylvia, con sus paneles blancos, los biombos lacados chinos, los armarios de oropel y laca roja y la gigantesca alfombra azul y rosa (además Sylvia sabía que, aunque sólo fuera por los tres paneles pintados por un tipo llamado Fragonard, comprados justo antes de que el último rey lo pusiera de moda, su salón ya era digno de ver), lady Moira le había dicho a Tietjens con aire palpitante y casi con la misma voz con que empezaba uno de sus amoríos:
—¡Oh!, ojalá lo hicieses.
Y lo había hecho, y además por la cuarta parte de lo que había calculado sir John Robertson. Lo había hecho sin esfuerzo, casi como quien se encoge de hombros, pues parecía saber lo que contenía el catálogo de cada marchante y subastador sólo con mirar el sello verde de medio penique del envoltorio. Y, lo que es aún más sorprendente, había cortejado a lady Moira —se habían alojado dos veces en casa de los Moira en Gloucestershire, y los Moira habían pasado tres fines de semana con la señora Satterthwaite como invités de los Tietjens—, la había cortejado con la insistencia y la gracia suficientes para mantenerla a flote hasta que estuvo lista para iniciar su romance con sir William Heathly.
A raíz de aquello, sir John Robertson, el especialista en muebles antiguos, le pidió a lady Moira que le dejara ir a inspeccionar su preciosa casa, había ido y, tras husmear en los armarios con sus enormes anteojos, olisquear el barniz de las mesas y rascar el respaldo de las sillas con actitud miope y anticuada, le había dicho a lady Moira que Tietjens no había comprado nada que valiera ni un penique más de lo que habría pagado él. Eso aumentó el respeto que les inspiraba el anciano: así se explicaban sus muchos millones, pues si el viejo se proponía sacar un beneficio del trescientos por ciento de una amiga como Moira —y se contenía sólo por el afecto que le inspiraba una mujer hermosa—, ¡qué no haría tratándose de un enemigo natural —y nacional— como un senador de los Estados Unidos!
Y además el viejo se encaprichó con Tietjens, cosa que, para gran sorpresa de Sylvia, a Tietjens no pareció molestarle. El anciano se pasaba a tomar el té y, si Tietjens estaba presente, se quedaba horas y horas hablando de muebles antiguos. Tietjens le escuchaba sin decir nada. Sir John se lo explicaba, una y otra vez, a la señora Tietjens. Era extraordinario. Tietjens se movía puramente por instinto: le echaba un vistazo a algo y adivinaba su precio. Según sir John, uno de los hechos más notables del negocio de los muebles antiguos había sido la adquisición que había hecho Tietjens del escritorio Hemingway para lady Moira. Tietjens, con su desinterés característico, lo había comprado en una subasta por tres libras y diez chelines, y le había asegurado a lady Moira que era el mejor mueble que tendría nunca: lady Moira había ido con él a la subasta. Otros anticuarios apenas lo habían mirado, Tietjens desde luego no lo había abierto. Pero, mientras inspeccionaba el mueble con sus anteojos en casa de lady Moira, sir John acercó la nariz a un trocito de madera amarilla que había junto a una bisagra y que llevaba una firma, un nombre y una fecha: «Jno. Hemingway, Bath, 1784». Sylvia lo recordaba porque sir John se lo había contado muchas veces. Era un «ejemplar» perdido que el mundo del mueble llevaba buscando varios años.
El viejo parecía amar a Tietjens por aquella hazaña. Sylvia era consciente de que también la amaba a ella. Revoloteaba trémulo a su alrededor, daba fantásticas fiestas en su honor y era el único hombre al que no había rechazado nunca. Se decía que tenía un harén en una casa enorme en Brighton o en alguna otra parte. Pero el amor que sentía por Tietjens era de naturaleza diferente: era el amor más bien patético que los ancianos reservan a sus posibles sucesores en el oficio.
Una vez, sir John pasó a tomar el té y les anunció con mucha formalidad y un tono un tanto tremebundo que era su septuagésimo primer cumpleaños y estaba enfermo. Le propuso a Tietjens asociarse con él y convertirse en el heredero de sus negocios, no, por supuesto, de su fortuna privada. Tietjens le había escuchado muy amable y le había preguntado uno o dos detalles sobre su proposición. Luego le había dicho con la voz acariciadora que de vez en cuando dedicaba a alguna mujer hermosa, que no creía que fuese una buena idea. Se trataba de un dinero demasiado vulgar. Como carrera le gustaba mucho más que su oficina…, pero se trataba de un dinero demasiado vulgar.
Una vez más, con leve sorpresa de Sylvia, ¡pero es que los hombres son muy raros!, sir John pareció opinar que su objeción era muy razonable, aunque la escuchó con pesar y trató de rebatirla débilmente. Se marchó con un alivio despreocupado, pues qué se le iba a hacer si no podía convencer a Tietjens; e invitó a Sylvia a cenar con él en alguna parte donde les servirían algo fabuloso y muy desagradable por dos guineas los veinticinco gramos. ¡Algo así! Y, en la cena, sir John la había entretenido cantándole las virtudes de su marido. Le dijo que Tietjens era todo un caballero y no debía desperdiciar su vida en el negocio de los muebles antiguos, por eso no había insistido. Aunque después le envió a Sylvia un recado para decirle que, en caso de que alguna vez Tietjens necesitase dinero…
De vez en cuando, Sylvia se preguntaba por qué la gente le decía a veces que su marido tenía grandes dotes. Para ella era algo inexplicable. Todas sus acciones y opiniones le parecían consecuencia del capricho, como las suyas; y, como sabía que la mayor parte de sus opiniones eran contradictorias, abandonó la costumbre de pensar demasiado en él.
Pero, vaga y gradualmente, empezó a ver que Tietjens tenía al menos una coherencia de carácter y un conocimiento de la vida muy poco habituales. Cayó en la cuenta cuando tuvo que reconocer que mudarse a las habitaciones del Gray’s Inn había sido un éxito social que a ella también le había beneficiado. Cuando discutieron el cambio en Lobscheid, o más bien cuando Sylvia aceptó todas las condiciones de Tietjens sin discutir, él predijo casi con total exactitud lo que ocurriría, aunque lo que más le había impresionado había sido lo del palco del primo de su madre en la ópera. En Lobscheid, él le había dicho que lo había pensado muy bien y no tenía intención de interferir en sus relaciones sociales, además estaba convencido de que tampoco querría hacerlo en el futuro.
Ella no le había escuchado con demasiada atención. En primer lugar, porque pensaba que estaba loco y en segundo porque creía que quería hacerle daño. Y reconocía que, en cierto modo, estaba en su derecho. Si, después de haberse fugado con otro hombre, le pedía que siguiera prestándole el honor de su nombre y la protección de su techo, no tenía derecho a ponerle objeciones. El único modo posible de vengarse de él era vivir con total ecuanimidad para hacerle notar la mortificación del fracaso.
Pero en Lobscheid también había dicho muchas tonterías, o eso le había parecido a ella: una mezcla de política y profecía. El ministro de Economía de entonces se había dedicado a presionar a los grandes terratenientes y éstos habían respondido cerrando sus casas de la ciudad y reduciendo el número de empleados domésticos —no mucho, pero lo bastante para que el gesto fuese efectivo y produjese un clamor considerable de lacayos y sombrereros—. Los Tietjens —ambos— pertenecían a la clase terrateniente: podían hacer el gesto de cerrar su casa de Mayfair e irse a vivir al campo. ¡Y más aún si conseguían estar cómodos en el campo!
Le había aconsejado que le diera esa explicación al primo de su madre, el huraño y pomposo Rugeley. Rugeley era un gran terrateniente, casi el mayor de todos; y era un terrateniente obsesionado por su sentido del deber respecto a sus empleados y parientes más lejanos. Lo único que tenía que hacer Sylvia, le dijo Tietjens, era ir a ver al duque y decirle que las exacciones del ministro les habían obligado a dar ese paso, pero que lo habían hecho en parte como protesta, y el duque lo aceptaría casi como un tributo a su persona. No podía pedírsele, ni siquiera como protesta, que cerrase Mexborough o redujera sus gastos. Pero si sus parientes más humildes lo hacían, era casi seguro que trataría de compensarles. Y los favores de Rugeley eran tan portentosos como todo lo que hacía. «No me extrañaría —le había dicho Tietjens—, que te dejara su palco de la ópera para invitar a tus amigos.»
Y eso fue exactamente lo que pasó.
El duque, que debía de llevar un registro hasta de sus primos más remotos, había oído decir, poco antes de que regresaran a Londres, que la joven pareja se había separado y que era más que probable que se produjese un grave y desagradable escándalo. Había sondeado a la señora Satterthwaite, por quien sentía un lúgubre afecto, y le había alegrado oír que el rumor era una gigantesca calumnia. Así que, cuando la joven pareja llegó ¡de Rusia!, Rugeley, que notó que estaban juntos y además muy unidos, decidió no sólo compensarlos, sino demostrar su favor para avergonzar a los calumniadores con una señal tan clara como le fuera posible sin que le causara molestias a él. Así que, siendo como era viudo, invitó en dos ocasiones a la señora Satterthwaite a que diera una fiesta en su nombre, le pidió a Sylvia que elaborase la lista de invitados y luego mandó que incluyeran el nombre de la señora Tietjens entre el de los que podían utilizar el palco Rugeley en la ópera, previa petición en las oficinas de su administrador, cuando no estuviera ocupado. Aquél era un enorme privilegio y Sylvia había sabido cómo aprovecharlo al máximo.
Por otro lado, durante aquella conversación en Lobscheid, Tietjens había profetizado lo que en ese momento le pareció un montón de bobadas. Faltaban dos o tres años, pero Tietjens había dicho que cuando se levantara la veda del urogallo, en 1914, estallaría una conflagración europea que obligaría a cerrar la mitad de las casas de Mayfair y dejaría en la ruina a sus habitantes. Había apoyado pacientemente su profecía con estadísticas económicas acerca de la inminente bancarrota de varias potencias europeas y la creciente rapacidad y habilidad adquisitiva de los habitantes de Gran Bretaña. Ella le había escuchado con mucha atención: no le había parecido muy distinto de las tonterías que se decían en las casas de campo, donde, insufriblemente, él nunca hablaba. Pero le gustaba disponer de uno o dos datos curiosos en los que apoyarse cuando quisiera decir algo emocionante sobre las revoluciones, huelgas y anarquías que se avecinaban. Además, había reparado en que, si reproducía las conversaciones de Tietjens, los hombres serios y que ocupaban puestos de responsabilidad se avenían a discutir con ella y le prestaban mayor atención.
Y ahora, mientras andaba a lo largo de la mesa con el plato en la mano, no tenía más remedio que reconocer que, triunfante y cómodamente para ella, Tietjens había acertado. Después de tres años de guerra resultaba muy práctico tener una residencia barata y cómoda, casi augusta y tan fácil de manejar que, en caso de necesidad, habrían podido arreglarse con una sola doncella, aunque la fiel Centralita no había permitido que llegaran a ese extremo…
Cuando estuvo cerca de Tietjens, levantó su plato, que contenía dos chuletas en áspic y varias hojas de lechuga; se apartó a un lado y, con un movimiento rotatorio de la mano, lanzó el contenido del plato contra la cabeza de Tietjens. Dejó el plato en la mesa y se alejó lentamente en dirección al enorme espejo de la chimenea.
—Me aburro —dijo—. ¡Me aburro, me aburro!
Tietjens se había apartado ligeramente. Las chuletas y la mayoría de las hojas de lechuga le habían pasado por encima del hombro. Pero una hoja muy verde y brillante se había enganchado en una de sus hombreras, y el aceite y el vinagre del plato —Sylvia era consciente de que abusaba de ambos condimentos— le habían salpicado las solapas de la guerrera y las insignias. Ella se alegró de haberle acertado: significaba que no tenía tan mala puntería. También se alegró de haber fallado. Y, por encima de todo, sintió indiferencia. Se le había ocurrido hacerlo y lo había hecho. ¡De eso sí que se alegraba!
Se contempló un rato en las profundidades azuladas del espejo. Se apretó con las manos la enorme cinta del pelo contra las orejas. Sí: rasgos bien definidos, tez de alabastro —aunque eso era sobre todo por el espejo—, manos largas y hermosas, ¿qué hombre no perdería la cabeza por ellas? ¡Y ese pelo! ¿Qué hombre no lo imaginaría suelto sobre los blancos hombros? ¡Bueno, Tietjens no! O tal vez sí…, esperaba que lo hiciera, el maldito, pues no lo vería nunca. ¡Sin duda a veces, por la noche, después de beber un poco de whisky, tenía que apetecerle!
Llamó al timbre y le pidió a Centralita que recogiera el contenido del plato de la alfombra, mientras Centralita, alta y morena, miraba al vacío con los ojos inmóviles y muy abiertos.
Sylvia recorrió los estantes y se detuvo en el lomo de un libro que tenía impresas las palabras Vitae Hominum Notiss… en letras mayúsculas doradas e irregulares sobre la piel antigua. Al llegar a la primera ventana alargada se agarró del cordón de la persiana. Miró fuera y luego se volvió hacia la habitación.
—¡Ahí está esa mujer del velo! —dijo—, va al número once… Claro, son las dos… —Observó con atención la espalda de su marido, la desgarbada espalda caqui que empezaba a tener los hombros redondeados. ¡Con suma atención! No quería perderse ni un movimiento ni una rigidez—. ¡He averiguado quién es! —afirmó—, y a quién va a ver. Se lo he sacado al portero. —Esperó y luego añadió—: Es la mujer con la que viajaste desde Bishop’s Auckland el día que se declaró la guerra.
Tietjens se volvió. Ella sabía que lo haría por pura educación, así que no significaba nada.
Su rostro estaba lívido bajo aquella luz pálida, pero siempre lo estaba desde que había vuelto de Francia y se pasaba el día en un barracón de hojalata entre montones de polvo. Dijo:
—¡Así que me viste! —Pero eso también era pura educación.
Ella replicó:
—¡Pues claro, te vimos todos los que estábamos en casa de Claudine! El viejo Campion dijo que era una tal señora… He olvidado su nombre.
Tietjens respondió:
—Pensé que la conocería. ¡Lo vi mirando desde el pasillo!
Ella dijo:
—¿Es tu amante, o sólo la de Macmaster, o es que es la amante de los dos? Sería muy típico de vosotros tener una amante en común… Su marido está loco, ¿no? Un clérigo.
Tietjens replicó:
—¡No!
Sylvia se contuvo de pronto al hacer las siguientes preguntas, y Tietjens, que en estas discusiones nunca cambiaba de posición, dijo:
—Hace más de seis meses que es la señora Macmaster.
Sylvia dijo:
—Se casó con él al día siguiente de morir su marido. —Tomó aliento y añadió—: No me importa… Lleva viniendo todos los viernes desde hace tres años… Te advierto que le diré a todos quién es si ese bruto no te paga mañana mismo el dinero que te debe… ¡Dios sabe que lo necesitas! —Luego dijo a toda prisa, pues no sabía cómo se tomaría Tietjens esa propuesta—: La señora Wannop telefoneó esta mañana para saber quién era… ¡oh!, el genio maléfico del Congreso de Viena. Y, a propósito, ¿quién es la secretaria de la señora Wannop? Quiere verte esta tarde. ¡Para hablar de los niños ilegítimos nacidos durante la guerra!
Tietjens respondió:
—La señora Wannop no tiene secretaria. Su hija le hace las llamadas.
—La chica —dijo Sylvia— por la que estabas tan interesado en aquella horrible velada que dio Macmaster. ¿Has tenido un niño ilegítimo con ella? Todo el mundo dice que es tu amante.
Tietjens dijo:
—No, la señorita Wannop no es mi amante. A su madre le han encargado escribir un artículo sobre los niños ilegítimos. Ayer le dije que no había más niños ilegítimos por culpa de la guerra y se ha enfadado porque no podrá escribir un artículo sensacionalista. Quiere hacerme cambiar de opinión.
Sylvia preguntó:
—¿Es la misma señorita Wannop que asistió a la horrible fiesta de tu amigo? Y supongo que la mujer que la organizó era esa señora como se llame: tu otra amante. ¡Qué exhibición tan desagradable! No puedo alabarte el gusto. ¿La fiesta a la que asistieron todos los genios de Londres? Había un tipo con pinta de conejo que me explicó cómo escribir poesía.
—Ésa no es una descripción muy acertada de la fiesta —observó Tietjens—. Macmaster da una fiesta todos los viernes, no los sábados. Lleva años haciéndolo. La señora Macmaster acude todos los viernes. Y actúa como anfitriona. También desde hace años. La señorita Wannop va todos los viernes, cuando termina de trabajar con su madre. Para ayudar a la señora Macmaster…
—¡Desde hace años! —se burló Sylvia—. ¡Y tú vas todos los viernes, para acurrucarte junto a la señorita Wannop! ¡Oh, Christopher! —adoptó un burlón tono sensiblero—. Nunca pensé que tuvieras mucho gusto…, ¡pero eso no! No te rebajes así. Déjala. Es demasiado joven para ti…
—Todos los genios de Londres —prosiguió Tietjens con ecuanimidad— acuden los viernes a casa de Macmaster. Le han confiado la labor de gestionar el dinero del Real Fondo de Ayuda a los Literatos, por eso acuden. Y que acudan le ha valido su CB.
—No pensé que tuvieran tanta influencia —dijo Sylvia.
—Por supuesto que sí —replicó Tietjens—. Escriben en los periódicos. ¡Pueden conseguir lo que quieran para cualquiera…, excepto para ellos mismos!
—¡Como tú! —dijo Sylvia—, ¡exactamente igual que tú! Son un hatajo de gusanos vendidos.
—¡Oh, no! —objetó Tietjens—. No se hace de forma evidente o deshonrosa. No creas que Macmaster distribuye anualmente ayudas económicas a cambio de ascensos. Él mismo no tiene ni idea de cómo funciona la cosa, sólo conoce la atmósfera.
—Jamás he respirado una atmósfera más desagradable —le interrumpió Sylvia—. Apestaba a comida de conejos.
—Te equivocas —dijo Tietjens—, es el cuero ruso de los lomos de los ejemplares no venales especialmente encuadernados que hay en la librería grande.
—No sé de qué estás hablando —respondió Sylvia—. ¿Qué son ejemplares no venales? Pensaba que ya habías tenido bastantes olores rusos con el hedor de Kiev.
Tietjens se quedó pensando un momento.
—¡No! No lo recuerdo —dijo—. ¿Kiev? ¡Oh!, es donde estuvimos…
—Invertiste la mitad del dinero de tu madre —prosiguió Sylvia—, en el gobierno de Kiev a 12m por céntimo. Tranvías urbanos… —Al oírla Tietjens hizo una mueca que Sylvia no deseaba ver—. No estás en condiciones de irte mañana —dijo ella—. Telegrafiaré al viejo Campion.
—La señora Duchemin —observó impertérrito Tietjens—. Es decir, la señora Macmaster acostumbraba a quemar un poco de incienso en la habitación antes de las fiestas… Esas cosas chinas… ¿cómo se llaman? Bueno, da igual —añadió con resignación—. Pero no te equivoques. La señora Macmaster es una mujer superior. ¡Muy eficiente! Enormemente respetada. Te recomiendo que no te enfrentes a ella, ahora que está en el candelero.
La señora Tietjens dijo:
—¡Esa mujer!
—No digo que vayas a tener que hacerlo. Vuestros círculos son muy diferentes. Pero si lo haces, no… Lo digo porque pareces tenerle ganas.
—No me gusta que eso ocurra ante mi ventana —replicó Sylvia.
Tietjens preguntó:
—¿Qué es lo que no te gusta? Sólo trataba de ponerte al corriente acerca de la señora Macmaster…, es como la mujer que era amante de aquel que quemó el horrible libro de otro… He olvidado los nombres.
Sylvia dijo rápidamente:
—¡Ni se te ocurra contármelo! —y añadió más despacio—: No tengo el menor interés por saberlo…
—¡Bueno, era una Egeria! [54] —siguió Tietjens—. Una inspiración para los distinguidos. La señora Macmaster es todo eso. Los genios pululan a su alrededor, y ella se relaciona con los verdaderos elegidos. Escribe unas cartas excelsas y muy delicadas, normalmente sobre la moralidad más elevada. Es escocesa, claro. Cuando viajan al extranjero ella les envía retazos de la vida literaria londinense; ¡muy bien escritos, no vayas a pensar! Y luego, de vez en cuando, insinúa algo que querría conseguir para Macmaster. Pero lo hace con suma delicadeza… Pongamos esta CB…, ella les mete en la cabeza a los genios uno, dos y tres la idea de que Macmaster se merece una CB… El genio número uno almuerza con el subsecretario del patronazgo que es quien se ocupa de los honores literarios y almuerza con genios para enterarse de los cotilleos…
—¿Por qué —preguntó Sylvia— le prestaste a Macmaster todo ese dinero?
—Ten en cuenta —Tietjens prosiguió con su discurso— que todo es totalmente correcto. Así se distribuyen los honores en este país, y así es como debe ser. Es el único modo limpio. La señora Duchemin apoya a Macmaster porque es un fuera de serie haciendo su trabajo. Y ella ejerce tanta influencia sobre los genios porque también lo es en el suyo. Representa la moralidad más amable y elevada para los escoceses verdaderamente amables. Dentro de poco, empezará a impedir que envíen invitaciones a según quien para las veladas de la Academia. Ya lo hace con las cenas del Real Fondo de Ayuda a los Literatos. Más tarde, cuando a Macmaster lo nombren caballero por sacudirles en el ojo a los franceses, ella tendrá un minúsculo lugar en otras reuniones más distinguidas… Esa gente tiene que pedirle consejo a alguien. En fin, un día querrás presentar a algún débutante. Y no conseguirás invitación…
—En ese caso, me alegro —exclamó Sylvia— de haberle escrito al tío de Brownie acerca de esa mujer. Esta mañana estaba un poco arrepentida, porque, por lo que me dijo Glorvina, estás en un verdadero aprieto…
—¿Quién es el tío de Brownie? —preguntó Tietjens—. Lord…, lord… ¡El banquero! Sé que Brownie trabaja en el banco de su tío.
—¡Port Scatho! —dijo Sylvia—. Preferiría que no fingieses olvidar los nombres de la gente. Se te nota demasiado.
El rostro de Tietjens se volvió un poco más lívido.
—Port Scatho —dijo— es el portavoz del Comité de Alojamiento de Gray’s Inn, claro. ¿Así que le has escrito?
—Lo siento —respondió Sylvia—. Quiero decir que siento haber dicho eso de tus olvidos… Le he escrito y le he dicho que, como residente de Gray’s Inn, me opongo a que tu amante (¡por supuesto, él está al tanto de vuestra relación!) se cuele a hurtadillas con un velo todos los viernes y se vaya los sábados a las cuatro de la mañana.
—Lord Port Scatho está al tanto de mi relación… —empezó Tietjens.
—La vio en tus brazos en el tren —replicó Sylvia—. A Brownie le molestó tanto que se ofreció a cerrar tu cuenta en descubierto y devolverte todos los cheques con el sello de «sin fondos».
—¿Sólo para contentarte? —preguntó Tietjens—. ¿Los banqueros ahora hacen esas cosas? Arroja una nueva luz sobre la sociedad británica.
—Imagino que los banqueros tratan de contentar a sus amigas, igual que hacen todos los hombres —dijo Sylvia—. Le insistí mucho en que no lo hiciera… Pero —dudó un instante— yo no le daría ocasión de vengarse. No quiero interferir en tus asuntos, pero a Brownie no le caes bien.
—¿Es que quiere que te divorcies de mí para casarte con él? —preguntó Tietjens.
—¿Cómo lo has sabido? —preguntó con indiferencia Sylvia—. Dejo que me invite a comer de vez en cuando porque me resulta práctico que lleve mis asuntos cuando tú estás fuera… Pero, claro, él te odia por estar en el ejército. Todos los que no lo están odian a los que lo están. Y, por supuesto, si hay una mujer de por medio, los que no se han alistado hacen todo lo posible para librarse de los otros. Y si son banqueros tienen bastante poder para hacerlo…
—Supongo que sí —respondió vagamente Tietjens—, por supuesto, tendrían que…
Sylvia soltó el cordón de la persiana que había estado sujetando con una mano para que la luz le cayera sobre la cara y le imprimiese más fuerza a sus palabras, pues, en un minuto o dos, cuando hiciese acopio de valor, pensaba contarle las malas noticias…, se acercó a la chimenea. Él la siguió con la mirada y giró su asiento para no darle la espalda.
Ella dijo:
—La culpa de todo la tiene esta maldita guerra, ¿no crees? ¿Acaso puedes negarlo? ¡Me refiero a que tipos honrados y caballerosos como Brownie se hayan convertido en sabandijas miserables!
—Supongo que sí —dijo con desgana Tietjens—. Sí, ciertamente es así. Tienes razón. Es la degeneración incidental del impulso heroico: si se ejerce demasiada presión sobre el impulso heroico, se ve dominado por la degeneración incidental. Eso explica que los Brownies, todos los Brownies, se conviertan en sabandijas…
—Entonces, ¿por qué sigues combatiendo? —preguntó Sylvia—. Dios sabe que podría hacer que te licenciaran si me apoyaras mínimamente.
Tietjens respondió:
—¡Gracias! Prefiero seguir… ¿Cómo voy a ganarme la vida si no…?
—Entonces lo sabes —exclamó Sylvia casi con un chillido—. Sabes que no te admitirán de vuelta en la oficina si encuentran un medio de echarte…
—¡Seguro que lo encuentran! —dijo Tietjens y prosiguió con su otro discurso—: Cuando estalle la guerra con Francia —dijo con desgana… Y Sylvia supo que estaba sólo formulando una opinión establecida para no tener que emplear la parte activa de su cerebro en la discusión. ¡Debía de estar pensando en la joven Wannop! Tan pequeñita, con sus falditas de tweed…, como una miniatura provinciana de Sylvia Tietjens. Si ella hubiera sido una miniatura provinciana…, pero las palabras de Tietjens la laceraron como si le hubiesen golpeado con una fusta— nos portaremos de un modo más honroso —había dicho—, porque el impulso heroico será menor. Muchos nos avergonzaremos de nosotros mismos. Así que se producirá menos degeneración incidental…
Sylvia, que ahora sí estaba escuchándolo, dejó de pensar en la señorita Wannop y en la falsa imagen que tanto la obsesionaba de Tietjens hablando con la chica contra un trasfondo de libros en la fiesta de Macmaster, y exclamó:
—¡Dios mío! ¿De qué estás hablando?
Tietjens prosiguió:
—De nuestra próxima guerra con Francia… Somos los enemigos naturales de los franceses. Para ganarnos el pan tenemos que robarles o que estafarles…
Sylvia dijo:
—¡No podemos! No podríamos…
—Tenemos que hacerlo —dijo Tietjens—. Es la condición de nuestra existencia. Somos un país septentrional superpoblado y prácticamente en bancarrota; ellos son meridionales ricos, con una población decreciente. Alrededor de 1930 tendremos que hacer lo que Prusia hizo en 1914. Nuestra situación será exactamente la misma. Es… ¿cómo se llama?
—Pero… —gritó Sylvia—. Si tú eres francófilo… Todo el mundo cree que eres un espía francés… ¡Eso es lo que está arruinando tu carrera!
—¿Un espía? —preguntó Tietjens sin mucho interés. Luego añadió—: Sí, eso probablemente arruinaría mi carrera… —Y prosiguió, un poco más animado e interesado—: ¡Ah!, ésa sí que será una guerra digna de ver… Nada de combatir como ratas por un hatajo de idiotas corruptos…
—¡Mi madre se volvería loca! —dijo Sylvia.
—¡Oh!, no lo hará —dijo Tietjens—. Le servirá de estímulo si es que sigue con vida… Nuestros héroes no se emborracharán de vino y lujuria, nuestras sabandijas no se quedarán en casa y apuñalarán a los héroes por la espalda. Nuestro ministro de letrinas no retendrá a dos millones y medio de hombres en una base para ganarse los votos de sus mujeres en las elecciones generales… ¡ése ha sido el primer efecto negativo de concederles el voto a las mujeres! Con los franceses ocupando Irlanda y formando un frente desde Bristol hasta Whitehall ahorcaríamos al ministro antes de que pudiera firmar los papeles. Y seríamos leales a nuestros aliados y hermanos prusianos. Nuestro gobierno no les odiaría como odia a los franceses por ser frugales, lógicos, educados e implacablemente prácticos. Los prusianos son de esos tipos con los que se puede ser un poco guarro cuando se quiere…
Sylvia le interrumpió violentamente:
—Por el amor de Dios, ya está bien. Casi me convences de que lo que dices es cierto. Te digo que mi madre se volvería loca. Su mejor amiga es la Duchesse Tonnerre Chateaulherault…
—¡Exacto! —dijo Tietjens—. Tus mejores amigos son los Med… Med…, esos oficiales austriacos a los que les llevas flores y bombones. ¡A pesar de todo lo sucedido…, ahora estamos en guerra con ellos y no te has vuelto loca!
—No lo sé —replicó ella—. ¡A veces creo que sí me estoy volviendo loca! —Inclinó la cabeza. Tietjens estaba mirando el mantel con expresión preocupada. Murmuró: «Med… Met… Kos…». Sylvia dijo—: ¿Conoces un poema titulado «En algún lugar».[55] Empieza: «En alguna parte debe de haber…».
Tietjens respondió:
—¡No, lo siento! No he tenido tiempo de ponerme al día en poesía.
Sylvia replicó:
—¡No lo hagas! —y añadió—: Tienes que estar en el Ministerio de la Guerra a las cuatro y cuarto, ¿no? ¿Qué hora es ahora? —Ansiaba darle las malas noticias antes de que se fuese, ansiaba retrasar el momento todo lo que pudiera. Antes quería pensarlo bien, también quería seguir con aquella conversación errática, o él podría marcharse de la habitación. No quería tener que decirle: «¡Espera un minuto, tengo que decirte una cosa!», pues puede que en ese momento no estuviese de humor para hacerlo. Él le respondió que todavía no eran las dos. Aún podía concederle otra hora y media. Para seguir con la conversación, ella dijo—: Imagino que la señorita Wannop estará poniendo vendas o pertenecerá al cuerpo de enfermeras del ejército, o cualquier cosa impresionante por el estilo.
Tietjens dijo:
—No, es pacifista. Lo mismo que tú. No tan impulsiva, aunque, en cierto modo, tiene más argumentos. En mi opinión terminarán metiéndola en la cárcel antes de que acabe la guerra.
—Los dos debéis de pasarlo de maravilla juntos —observó Sylvia. El recuerdo de su entrevista con la gran dama apodada Glorvina (aunque no era, ni mucho menos, un mote afortunado) se le hizo cada vez más presente. Dijo—: Supongo que lo habréis hablado muchas veces, ya que la ves a diario.
Pensó que así lo entretendría uno o dos minutos. Él respondió con indiferencia —Sylvia sólo captó el sentido de sus palabras— que tomaba el té a diario con la señora Wannop. Se había mudado a un lugar llamado Bedford Park a menos de tres minutos de su despacho. El Ministerio de la Guerra había construido varias barracas en un jardín público que había en el barrio. Tan sólo veía a la hija una vez a la semana a lo sumo. Nunca hablaban de la guerra, a la joven le resultaba desagradable. O, más bien, demasiado penoso… Su charla derivó hacia frases inconclusas.
Representaban aquella comedia de vez en cuando, pues es imposible que dos personas vivan en la misma casa sin un terreno común donde encontrarse. Así que ambos hablaban, a veces con mucha prolijidad y educación, y cada cual pensaba en sus cosas hasta que acababan callándose.
Además, desde que había adquirido la costumbre de acudir a un retiro —con una hermandad anglicana para irritar a Tietjens, que odiaba a los conversos y consideraba que las religiones no deben mezclarse—, Sylvia se había acostumbrado también a perderse en ensoñaciones. De modo que ahora era vagamente consciente de que un bulto grisáceo —Tietjens— estaba sentado a la cabecera de una extensión blancuzca —la mesa del almuerzo—. También había algunos libros…, en realidad, estaba viendo una figura muy distinta y otros libros…, los libros del marido de Glorvina, pues la gran dama había recibido a Sylvia en la biblioteca de aquel estadista.
Glorvina, que era la madre de dos de las mejores amigas de Sylvia, la había mandado llamar. Quería reprenderla, amable e incluso ingeniosamente, por abstenerse por completo de cualquier tipo de actividad patriótica. Le dio la dirección de un sitio de la City, donde podía comprar pañales para bebés al por mayor y luego donarlos a alguna organización benéfica como si los hubiese hecho ella. Sylvia respondió que no pensaba hacer nada semejante, y Glorvina dijo que le propondría la idea a la pobre señora Pilsenhauser. Glorvina le explicó que todos los días ideaba actos de patriotismo para los ricos afligidos con apellidos, acento o antepasados extranjeros…
Glorvina era una señora de unos cincuenta años de rostro grisáceo y afilado y aspecto duro, pero cuando se sentía ingeniosa o quería pedir algo era bastante amable. La habitación en la que estaban daba a un jardín trasero de Belgravia. Estaba iluminada por el sol y las sombras acentuaban sus rasgos y el tono gris de su cabello, además de su dureza y amabilidad. Eso impresionó mucho a Sylvia, que estaba acostumbrada a ver a la dama con luz artificial…
No obstante, dijo:
—¡Glorvina, no estarás sugiriendo que soy uno de esos ricos afligidos con apellidos extranjeros!
La gran dama le había dicho:
—Mi querida Sylvia, no se trata tanto de ti como de tu marido. Tu última hazaña con los Esterhazy y los Metternich ha acabado con él. Olvidas que los poderes actuales no se rigen por las leyes de la lógica…
Sylvia recordaba que se había levantado de un salto de la silla y había exclamado:
—¿Quieres decir que esos cerdos incalificables creen que soy…?
Glorvina dijo con paciencia:
—Mi querida Sylvia, ya te he dicho que no eres tú. Es tu marido quien sale perjudicado. Por lo visto, es demasiado buena persona para perjudicarle. Eso dice el señor Waterhouse. Yo no lo conozco, en fin…
Sylvia recordaba haber dicho: «¿Y quién demonios es el señor Waterhouse?» y, al oír que el señor Waterhouse era un ex ministro liberal, había perdido el interés. De hecho, era incapaz de recordar el resto de las palabras de su anfitriona. Su sentido la había abrumado demasiado…
Siguió mirando a Tietjens sin verlo, ocupada en el esfuerzo de reconstruir las palabras exactas de Glorvina para ser lo más exacta posible. Normalmente recordaba las conversaciones bastante bien, pero en esta ocasión la rabia, la sensación de náuseas, el dolor de sus uñas al clavarse en las palmas de la mano y una secuencia irreproducible de emociones la habían abrumado.
Miró a Tietjens con una especie de regocijada curiosidad. ¿Cómo era posible que al hombre más honorable que conocía lo acosaran unos rumores tan sucios y rastreros? Casi le daban ganas de pensar que el honor era una especie de mal de ojo…
Tietjens, cada vez más pálido, toqueteaba un trozo de tostada. Murmuró:
—Met… Met… Es Met… —Se secó la frente con una servilleta, la miró sorprendido, la tiró al suelo y sacó un pañuelo… Murmuró—: Mett… Metter… Se le iluminó el rostro como la cara de un niño al oír un obús.
Sylvia chilló con la pasión que infunde el odio:
—¡Por el amor de Dios, di «Metternich»…, me estás volviendo loca!
Cuando volvió a mirarle, su rostro se había relajado y se dirigía al teléfono que había en un rincón de la habitación. Le pidió que lo disculpara y pidió que le pusieran con un número de Ealing. Pasados unos instantes, dijo:
—¿Señora Wannop? Sí, mi mujer acaba de recordarme quién fue el genio maléfico del Congreso de Viena… —dijo: «¡Sí, sí!», y escuchó. Al cabo de un rato prosiguió—: Oh, podría decirse con palabras más duras. Podría decirse que la determinación tory por arruinar a Napoleón a toda costa fue uno de esos ejemplos de estupidez partidista que… Sí, Castlereagh. Y, por supuesto, Wellington… Lo siento mucho, tengo que colgar… Sí, mañana a las ocho y media desde la estación de Waterloo… No, no volveré a verla… No, ha cometido un error… Sí, dele recuerdos de mi parte…, adiós. —Estaba a punto de colgar el auricular, cuando una serie de sonidos agudos le obligaron a volver a ponérselo en la oreja—: ¡Oh! ¡Los niños ilegítimos! —exclamó—. ¡Ya le he mandado las estadísticas! ¡No!, no hay ningún aumento apreciable de la tasa de nacimientos ilegítimos, salvo en algunos sitios. La tasa es muy alta en las tierras bajas escocesas, pero siempre lo ha sido… —Se echó a reír y dijo de muy buen humor—: ¡Oh!, es usted muy buena periodista, no perderá cincuenta libras por eso… —Iba a interrumpirse, pero exclamó de pronto—: Aunque aquí tiene otra idea. La tasa es más o menos la misma probablemente por esto: la mitad de los hombres que van a Francia son más temerarios porque piensan que es la última oportunidad. En cambio, la otra mitad es mucho más cuidadosa. Los Tommies [56] decentes se lo piensan dos veces antes de meter en un lío a sus novias justo antes de morir. Por supuesto, las estadísticas de divorcio aumentan porque la gente se arriesga a una segunda oportunidad dentro de la ley. Gracias…, gracias… —Colgó el auricular.
Escuchar aquella conversación había despejado la imaginación de Sylvia. Dijo casi con lástima:
—Supongo que por eso no has seducido a la chica. —Y supo, lo había sabido enseguida por la súbita inflexión en la voz de Tietjens al decir: «Los Tommies decentes se lo piensan dos veces antes de meter en un lío a sus novias», que el propio Tietjens se lo había pensado dos veces.
Lo miró casi con incredulidad, pero con mucha frialdad. ¿Por qué —se preguntó— no pasaba un buen rato con la chica antes de ir a una muerte casi segura… Sintió un agudo pinchazo en el corazón. Un pobre hombre en un verdadero aprieto…
Se había cambiado de sitio y ahora estaba mirándolo, desde una silla que había junto a la chimenea, inclinándose interesada hacia delante, como si estuviese en una fiesta en un jardín que le pareciese —par impossible!— una obra pastoral bastante bien interpretada. En ella Tietjens era un monstruo fabuloso…
Era un monstruo fabuloso no porque fuese honorable y virtuoso. Sylvia había conocido a muchos hombres muy honorables y muy virtuosos. Si no había conocido nunca a ninguna mujer honorable o virtuosa entre sus amigas francesas o austriacas era, sin duda, porque las mujeres honorables y virtuosas no la divertían o porque, a excepción de las francesas y las austriacas, no eran católicas romanas… En cambio, los hombres honorables y virtuosos a los que había conocido normalmente eran personas prósperas y respetadas. No tenían grandes fortunas, pero tenían dinero, se hablaba bien de ellos y eran típicos terratenientes rurales…, como Tietjens.
Ella organizó sus pensamientos. Para aclararse en su imaginación, preguntó:
—¿Qué es lo que te pasó en Francia? ¿Qué es lo que le ocurre a tu memoria? O a tu cerebro, ¿es eso?
Él respondió midiendo las palabras:
—La mitad, una porción irregular, está muerta. O más bien desdibujada. No tiene suficiente riego sanguíneo…, así que una gran parte de la memoria ha desaparecido.
Ella dijo:
—¡Pero tú…, sin cerebro! —Como aquello no era una pregunta, él no respondió.
Que se hubiera levantado para telefonear en cuanto había recordado el nombre de Metternich la había convencido por fin de que no llevaba cuatro meses comportándose como un hipocondríaco o simplemente mintiendo para despertar la compasión ajena u obtener un permiso por herida de guerra. Las amigas de Sylvia se burlaban con cinismo y aprobaban una artimaña conocida como «fatiga de combate». Muchos de sus maridos, hombres honrados y, por lo que ella sabía, bastante valientes, se jactaban públicamente de que, cuando estaban hartos de aquello, se las arreglaban para conseguir un permiso, o para extenderlo, simulando aquella enfermedad puramente nominal, y, en el carnaval generalizado de mentiras, lujuria, alcohol, y gritos en que se había convertido aquel asunto, simular un poco de fatiga de combate había llegado a parecerle casi virtuoso. En cualquier caso, si un hombre asistía a fiestas o, como había hecho Tietjens los últimos meses, se pasaba el día en barracones de hojalata entre montones polvorientos e iba a tomar el té todas las tardes para ayudar a la señora Wannop con sus artículos periodísticos, al menos no estaba tratando de matar a nadie.
Sylvia le dijo entonces:
—¿Te importaría decirme qué fue lo que ocurrió?
Él respondió:
—No sé si podré hacerlo con mucha exactitud… Algo reventó, tal vez «explotó» sea más correcto, cerca de mí, en la oscuridad. Supongo que no querrás oír más…
—¡Claro que quiero! —exclamó Sylvia.
Él dijo:
—Lo cierto es que no sé lo que sucedió y no recuerdo lo que hice. Hay tres semanas de mi vida en blanco… Sólo sé que desperté en un CCS y que era incapaz de recordar mi propio nombre.
—¿Lo dices en serio? —preguntó Sylvia—. ¿No es sólo una manera de hablar?
—No, no es una forma de hablar —respondió Tietjens—. Estaba en cama en el CCS… Tus amigos lo estaban bombardeando.
—No puedes llamarlos mis amigos —dijo Sylvia.
Tietjens replicó:
—Lo lamento. A veces tiendo a hablar sin propiedad. Digamos que los malditos alemanes estaban lanzando bombas desde aeroplanos sobre los barracones del hospital… No es que esté insinuando que supieran que se trataba de un CCS, sin duda debió de tratarse de un descuido…
—¡No tienes por qué disculpar a los alemanes por mí! —dijo Sylvia—. Ni a nadie que haya matado a un hombre.
—Yo estaba preocupadísimo —prosiguió Tietjens—. Estaba escribiendo un prólogo para un libro sobre el arminianismo…
—¡No me digas que has escrito un libro! —exclamó Sylvia con impaciencia, porque pensó que, si a Tietjens le daba por escribir un libro, tal vez podría ganarse así la vida. Mucha gente le había dicho que debería escribir un libro.
—No, no he escrito ningún libro —respondió Tietjens— y ni siquiera sabía lo que era el arminianismo…
—Sabes perfectamente lo que es la herejía arminiana [57] —replicó Sylvia con sequedad—, me lo explicaste hace años.
—Sí —exclamó Tietjens—. Puede que lo hiciera hace años, pero en el hospital no habría podido hacerlo. Ahora sí, pero entonces me tenía muy preocupado. Es muy desagradable escribir un prólogo sobre un asunto del que no sabes nada, aunque no me parecía deshonroso en el sentido militar… Pese a todo, me inquietaba mucho no recordar mi nombre. No hacía más que darle vueltas y pensar en lo embarazoso que sería que viniese una enfermera y me preguntase y yo no supiera qué responderle. Por supuesto, tenía el nombre escrito en una etiqueta de viaje atada al cuello de mi camisa, pero había olvidado que hacían eso con los heridos… Luego un grupo de gente llevó al barracón a una enfermera hecha pedazos, habían sido las bombas alemanas, claro. Seguían cayendo por doquier.
—¡Dios mío! —gritó Sylvia—, ¿quieres decir que llevaron a una enfermera muerta a tu lado?
—La pobre no estaba muerta —respondió Tietjens—. Ojalá lo hubiera estado. Se llamaba Beatrice Carmichael…, supe su nombre después de desmayarme. Murió, claro… Eso pareció despertar a un tipo que había al otro lado del barracón y al que le salía mucha sangre a través de las vendas de la cabeza… Se tiró de la cama y, sin decir una palabra, cruzó el barracón y empezó a estrangularme…
—Pero eso no hay quien se lo crea —dijo Sylvia—. Perdona, pero no puedo creerte… Eres un oficial: no es posible que te pusieran al lado a una enfermera herida. Debían de saber que tu hermana Caroline era enfermera y había muerto…
—¡Carrie! —dijo Tietjens—, se ahogó en un barco hospital, gracias a Dios no se me ocurrió relacionarla con ella… Pero no creerás que, además del nombre, el rango, la unidad y la fecha de admisión, iban a poner que había perdido una hermana y dos hermanos en combate y a un padre devastado por el dolor…
—Pero tú sólo has perdido un hermano —objetó Sylvia—. Fui al funeral en tu nombre y en el de tu hermana.
—No, dos —replicó Tietjens—, pero de quien quería hablarte es del tipo que trataba de estrangularme. Soltó unos cuantos chillidos muy agudos hasta que vinieron un montón de enfermeros y me lo quitaron de encima. Luego empezó a gritar: «¡Fe… Fe… Fe…!» a intervalos de dos segundos, por lo que pude calcular con mi pulso, hasta las cuatro de la madrugada, cuando murió… No sé si se trataba de una exhortación religiosa o de un nombre de mujer, pero me desagradó mucho porque dio comienzo a mi tortura… Conocí a una chica que se llamaba Fe. No fue ninguna aventura amorosa, sino la hija del principal jardinero de mi padre, un escocés. El caso es que, cada vez que decía Fe, yo me preguntaba: «Fe… Fe… ¿qué más?». No recordaba el apellido del jardinero de mi padre.
Sylvia, que estaba pensando en otra cosa, preguntó:
—¿Cómo se llamaba?
Tietjens respondió:
—No lo sé, sigo sin acordarme… El caso es que cuando caí en que no sabía su nombre, era tan ignorante y tan iletrado como un bebé recién nacido y mucho más consciente de serlo… ¡El Corán dice (sólo he llegado hasta la ce en mis lecturas vespertinas de la Enciclopedia Británica en casa de la señora Wannop) que el fuerte siempre es golpeado en su orgullo! Por descontado, enseguida volví a aprenderme las ordenanzas reales, el MML, el adiestramiento en infantería y todas las ACIS de memoria. Es lo único que se exige que sepa hoy un oficial británico…
—¡Oh, Christopher! —exclamó Sylvia—. Lees esa enciclopedia, es muy triste. Con lo que la despreciabas.
—A eso me refiero con lo de golpear en el orgullo —dijo Tietjens—. Por supuesto, ahora recuerdo todo lo que leo u oigo… Pero si no he llegado a la eme, menos aún a la uve. Por eso estaba obsesionado con Metternich y el Congreso de Viena. Trato de recordar las cosas por mi cuenta, pero todavía no lo he conseguido. Es como si me hubieran borrado un área del cerebro. De vez en cuando, un nombre me lleva a otro. Te habrás dado cuenta de que, al recordar a Metternich, recordé también a Castlereagh y a Wellington e incluso otros nombres… Pero en eso se escudará el Departamento de Estadística. Cuando me despidan. La verdadera razón será que he servido en el ejército. Pero ellos fingirán que lo hacen porque mis conocimientos se limitan a los que uno puede encontrar en la enciclopedia, o a dos tercios más o menos, según lo que dure la guerra… Aunque, claro, la auténtica razón será que no falsificaré estadísticas para engañar a los franceses. El otro día me lo pidieron, como ejercicio vacacional. Tendrías que haber visto sus caras cuando me negué.
—¿De verdad —preguntó Sylvia— has perdido dos hermanos en acto de servicio?
—Sí —respondió Tietjens—. Curly y Longshanks. No llegaste a conocerlos porque estaban siempre en la India. Y no se hacían notar mucho…
—¡Dos! —exclamó Sylvia—. Sólo le escribí a tu padre sobre uno llamado Edward. Y tu hermana Caroline. En la misma carta…
—Carrie tampoco se hacía notar —replicó Tietjens—. Colaboraba con organizaciones benéficas… Pero recuerdo que no te caía bien. Era una vieja solterona…
—Christopher —preguntó Sylvia—, ¿sigues pensando que tu madre murió del disgusto que le di al dejarte?
Tietjens dijo:
—Dios mío, no. Nunca lo pensé y no lo pienso ahora. Sé que no es cierto.
—Entonces —exclamó Sylvia— que murió del disgusto que le di al volver contigo… No vale la pena que lo niegues. Recuerdo tu cara al abrir el telegrama en Lobscheid. La señorita Wannop te lo reenvió desde Rye. Recuerdo el sello. Su especialidad era hacerme daño. En cuanto lo recibiste noté que te esforzabas por ocultarme que pensabas que había muerto por mi culpa. Vi que estabas preguntándote si sería factible ocultarme que había muerto. Por supuesto, no podías hacerlo porque recordarás que teníamos que ir a Wiesbaden y no podíamos hacerlo porque estaríamos de luto. Así que me llevaste a Rusia para no tener que asistir conmigo al funeral.
—Te llevé a Rusia —dijo Tietjens—, ahora lo recuerdo…, porque tenía órdenes de sir Robert Ingleby de ayudar al cónsul general británico a preparar un almanaque estadístico del gobierno de Kiev… Entonces era la región más prometedora del mundo desde el punto de vista industrial. Ahora, claro, ya no lo es. Nunca recobraré ni un penique del dinero que invertí. En esa época yo me creía muy listo… Y, por supuesto, sí, el dinero era de mi madre. Ahora lo recuerdo…, sí, por supuesto…
—¿Pensabas —preguntó Sylvia— que mi presencia en el funeral deshonraría el cadáver de tu madre? ¿O es que temías que, con tu madre de cuerpo presente, no podrías ocultarme que pensabas que yo la había matado…? No lo niegues. Y no te escabullas diciendo que no recuerdas lo que pasó esos días. Lo estás recordando ahora: que maté a tu madre, que la señorita Wannop te envió el telegrama… ¿por qué no la culpas a ella por haberte dado la mala noticia? O, por el amor de Dios, ¿por qué no te reprochas, con la cólera del Todopoderoso, que mientras tu madre estaba muriéndose tú y esa chica estuvierais como dos tortolitos…? ¡En Rye! Mientras yo estaba en Lobscheid…
Tietjens se secó la frente con el pañuelo.
—Bueno, dejemos eso —dijo Sylvia—. Dios sabe que no soy quién para meteros palos en las ruedas ni a ti ni a la chica. Si os queréis, tienes todo el derecho del mundo a ser feliz y yo diría que ella conseguirá que lo seas. Como católica, no puedo divorciarme, pero no os pondré dificultades. Y seguro que dos personas tan discretas como vosotros sabrán arreglárselas. Has aprendido la manera de Macmaster y su amante… Pero, Christopher, ¿alguna vez te has parado a pensar en cómo me has utilizado? —Tietjens la miró atentamente, con una especie de lóbrega angustia—. Si alguna vez en la vida me hubieses dicho: «¡Puta! ¡Zorra! ¡Mataste a mi madre! Ojalá te pudras en el infierno…». Si alguna vez me hubieses dicho algo parecido, ¡sobre el niño! ¡Sobre Perowne!, puede que eso nos hubiera unido…
Tietjens dijo:
—Por supuesto, tienes razón.
—Lo sé —dijo Sylvia—, no puedes evitarlo… Pero cuando, con el famoso orgullo de la familia, ¡a pesar de ser el hijo más joven!, te digas…, y lo dirás incluso, ¡Dios mío!, si te hieren en las trincheras…, en el último momento, que nunca hiciste nada deshonroso… Y ten en cuenta que creo que sólo hay un hombre que haya tenido más derecho a decirlo que tú…
Tietjens exclamó:
—¡Eso crees!
—Tanto como creo que un día veré a mi redentor —respondió Sylvia—, lo creo… Pero, en nombre del Todopoderoso, ¿cómo iba a vivir a tu lado cualquier mujer… y ser perdonada? O no, no perdonada, ¡ignorada! En fin, cuando mueras enorgullécete si quieres de tu honor. ¡Pero, por Dios, sé más humilde respecto a… tus errores de juicio! Tú sabes lo que es montar varios kilómetros un caballo con el bocado demasiado corto y la lengua casi partida en dos… Recordarás que el caballerizo de tu padre se lo ponía así a los caballos en las partidas de caza… Y que tú lo azotaste, y me contaste que muchas veces habías estado a punto de echarte a llorar al pensar en la boca de aquella yegua… ¡Pues bien! ¡Piensa en la boca de esta yegua de vez en cuando! ¡Me has tenido así siete años…! —Se interrumpió y luego prosiguió—: ¿Acaso no sabes, Christopher, que sólo hay un hombre a quien una mujer podría oírle decir: «Tampoco yo te condeno» [58] sin odiarlo más que a su peor enemigo…?
Tietjens la miró de un modo que logró retener su atención.
—Me gustaría preguntarte —dijo— cómo iba yo a arrojarte piedras. Jamás he desaprobado tus actos.
Sylvia bajó las manos con desánimo.
—¡Oh, Christopher! —dijo—, no sigas con esa comedia. Lo más probable es que no volvamos a tener ocasión de hablar. Esta noche dormirás con esa señorita Wannop, mañana irás a que te maten. Seamos francos los próximos diez minutos. Y préstame atención. La señorita Wannop puede concederme eso si va a quedarse con todo lo demás…
Ella notó que Tietjens la estaba escuchando atentamente.
—Como tú dices —proclamó muy despacio—, estoy tan seguro de que un día veré a mi redentor, como de que eres una mujer buena. Una que nunca hizo nada deshonroso.
Sylvia se acurrucó un poco en su silla.
—¡Entonces —respondió— es que eres el malvado que siempre he fingido creer que eras, a pesar de que no lo creía!
Tietjens dijo:
—¡No…! Deja que te explique cómo lo veo yo.
Ella exclamó:
—¡No! He sido mala. Te he arruinado. No pienso escucharte.
Él dijo:
—Puede que me hayas arruinado. Me da igual. Me es totalmente indiferente.
Sylvia gritó: «¡Oh, oh… oh!», en tono agónico.
Tietjens añadió obstinadamente:
—No me importa. No puedo evitarlo. Ésas son, o deberían ser, las condiciones entre la gente decente. Cuando llegue la próxima guerra, espero que se libre bajo esas condiciones. Por el amor de Dios, hablemos del valor del enemigo. Siempre. Tendremos que saquear a los franceses o millones de los nuestros pasarán hambre y ellos tendrán que resistir o les barreremos… Lo mismo ocurre contigo y conmigo…
Ella exclamó:
—¿Quieres decir que no crees que me portara mal cuando…, te la jugué, como dice mi madre?
Él respondió en voz alta:
—¡No! Te dejaste enredar por un aprovechado. Siempre he dicho que cualquier mujer que ha sido engañada por un hombre tiene el derecho (y el deber, si es que tiene un hijo) de engañar a otro hombre. Esa mujer está contra los hombres: contra un hombre. Resulta que yo fui ese hombre, fue la voluntad de Dios. Estabas en tu derecho. ¡No volveré a hablar de eso bajo ningún concepto!
Sylvia exclamó:
—¡Y los otros! Y Perowne… Sé que dirás que uno puede hacer lo que quiera siempre que actúe abiertamente…, pero eso mató a tu madre. ¿Acaso no desapruebas que matara a tu madre? ¿No crees que he corrompido al niño…?
Tietjens dijo:
—No… Pero quiero hablar contigo de eso.
Ella respondió:
—¿De verdad no crees que…?
Él dijo con calma:
—Sabes que no…, mientras estuve seguro de que iba a poder estar aquí para llevarlo por el buen camino y asegurarme de que fuese anglicano combatí tu influencia sobre él. Agradezco que te hayas planteado la posibilidad de que me maten y de que esté arruinado. Lo estoy. Entre hoy y mañana no podría reunir ni doscientas libras. De modo que es evidente que no soy el hombre indicado para estar a cargo del heredero de Groby.
Sylvia estaba diciendo: «Hasta el último penique que tengo está a tu disposición…», cuando la doncella, Centralita, se acercó a su señor y le entregó una tarjeta. Él dijo:
—Dígale que espere cinco minutos en el salón.
Sylvia preguntó:
—¿Quién es?
Tietjens respondió:
—Un hombre… Dejemos esto claro: nunca he pensado que hayas corrompido al niño. Trataste de enseñarle a contar mentiras piadosas. Al más puro estilo papista. No tengo nada contra los papistas ni contra las mentiras piadosas de los papistas. Una vez le dijiste que le metiera una rana en el baño a Marchant. No me importa que un niño le meta una rana en el baño a su niñera. Pero Marchant es una anciana, y el heredero de Groby debería respetar siempre a los ancianos, y en particular a los antiguos empleados de la familia… Tal vez no se te haya ocurrido pensar en que el chico es el heredero de Groby…
Sylvia dijo:
—Sí…, si tu otro hermano ha muerto… Pero tu hermano mayor…
—Él —respondió Tietjens— tiene una mujer francesa cerca de la estación de Euston. Ha vivido con ella casi quince años, por las tardes, y siempre que no hubiera carreras de caballos. Nunca le permitirá casarse y ya se le ha pasado la edad de tener hijos. Así que no hay nadie más…
Sylvia insistió:
—Quieres decir que puedo educar al niño como católico.
Tietjens respondió:
—Como católico «romano»… Enséñale a utilizar ese término antes de que lo haga yo, si es que vuelvo a verlo…
Sylvia dijo:
—Doy gracias a Dios por haberte ablandado el corazón. Esto alejará la maldición de esta casa…
Tietjens negó con la cabeza:
—No creo —dijo—, tal vez la aleje de ti. Y muy probablemente de Groby. Quizá ya fuera siendo hora de que volviera a haber un propietario papista de Groby. ¿Has leído lo que cuenta Speldon [59] sobre Groby cuando habla del sacrilegio?
—¡Sí! Los primeros Tietjens que vinieron con ese canalla de Guillermo el holandés,[60] que fue tan nefasto para los propietarios papistas…
—Era un holandés inflexible —dijo Tietjens—, pero ¡sigamos! Tenemos tiempo, pero no demasiado… Tengo que recibir a ese hombre.
—¿Quién es? —preguntó Sylvia.
Tietjens estaba organizando sus ideas.
—¡Querida! —dijo—. ¿No te importa que te llame así? Somos viejos enemigos y estábamos hablando del futuro de nuestro hijo.
Sylvia exclamó:
—Has dicho «nuestro hijo» y no «el niño»…
Tietjens respondió muy preocupado:
—Disculpa que saque esto a colación. Tal vez prefirieses pensar que era hijo de Drake. Es imposible. Iría en contra del curso de la naturaleza… Si soy tan pobre es porque…, perdona que lo hiciera…, he gastado mucho dinero en reconstruir tus movimientos y los de Drake antes de nuestra boda. Y si te sirve de alivio saber…
—Sí —dijo Sylvia—. Siempre me ha dado vergüenza preguntarle a un especialista, o incluso a mi madre… Las mujeres somos tan ignorantes…
Tietjens replicó:
—Lo sé… Sé que te daba vergüenza incluso pensarlo. —Se entretuvo hablando de días y meses y luego prosiguió—: Pero eso no habría cambiado nada: un niño nacido en el seno de un matrimonio es, por ley, hijo del marido, y si alguien que se considera un caballero permite que otro engendre a su hijo debe aceptar las consecuencias; la mujer y el niño están por delante de él, sea quien sea. Niños peor concebidos que el nuestro han heredado títulos más nobles. Y he querido a ese pilluelo con todo mi corazón y toda mi alma desde el primer minuto en que lo vi. Puede que ahí radique la clave de todo, o puede que sea puro sentimentalismo… El caso es que combatí tu influencia por papista mientras fui un hombre entero. Pero ya no lo soy, y podría contagiarle mi mala suerte. —Se interrumpió y añadió—: Tengo que marchar al bosque. ¡Solo, convertido en un proscrito! [61]
—¡Oh, Christopher! —dijo ella—, es cierto que no he sido mala con el niño. Y nunca lo seré. Y dejaré a Marchant a su lado hasta que muera. Tú dile que no se entrometa en su instrucción religiosa y no…
Tietjens la interrumpió en tono amistoso y cansado:
—Eso es…, y tú tendrás al padre…, al padre…, el cura que se alojó con nosotros quince días antes de que naciera el niño para instruirlo. Es el mejor hombre que he conocido y uno de los más inteligentes. Ha sido un gran consuelo para mí imaginar al niño en sus manos…
Sylvia se puso en pie con los ojos encendidos en el rostro lívido, que había adquirido una expresión pétrea:
—Al padre Consett —dijo— lo ahorcaron el día que fusilaron a Casement. [62] No se atrevieron a publicarlo en el periódico porque era un cura y todos los testigos eran del Ulster… Y todavía quieres que no me queje de esta maldita guerra.
Tietjens movió la cabeza con la lenta pesadez de un anciano.
—Tú podrías… —dijo— ayudarme a recordar, ¿quieres? No te vayas… —El lúgubre pesimismo de aquella habitación cerrada se cernía sobre Tietjens, que seguía tirado como un bulto en su silla—. Después de todo, tal vez Speldon tenga razón en lo que dice del sacrilegio —observó—. Tú decías eso de los Tietjens. No ha habido un Tietjens, desde que el primer presidente del Tribunal de Apelación les arrebató Groby a los Loundes por papistas, que no haya muerto con el cuello o el corazón roto, a pesar de las seis mil hectáreas de tierra de cultivo y las minas de hierro y de todo el brezo que las recubre… ¿Cómo era la cita? «Serás como no sé qué y no escaparás…» ¿A qué era…?
—¡A la calumnia! —respondió Sylvia. Hablaba con intensa amargura—. Casta como el hielo y fría como… tú… [63]
Tietjens dijo:
—¡Sí! Sí… Y eso que ningún Tietjens fue nunca blando. ¡Ninguno! Tenían motivos para tener el corazón destrozado… Fíjate en mi pobre padre…
Sylvia exclamó:
—¡No!
—Mis dos hermanos murieron en sus regimientos de la India el mismo día y a menos de dos kilómetros el uno del otro. Y mi hermana siete días después, en el mar, no muy lejos de donde estaban ellos… No se hacían notar mucho, pero uno puede encariñarse con personas así…
Centralita estaba en la puerta. Tietjens le pidió que le dijera a lord Port Scatho que entrase…
—Como es lógico, tienes que conocer todos los detalles —siguió Tietjens— como madre del heredero de mi padre… Mi padre recibió las tres notificaciones el mismo día. Eso bastó para destrozarle el corazón. Sólo vivió un mes. Lo vi…
Sylvia chilló con voz penetrante:
—¡Alto, alto, alto! —Se apoyó en la repisa de la chimenea—. Lo que le destrozó el corazón —dijo— fue que Ruggles, el mejor amigo de tu hermano, le dijera que eras un granuja que vivía del dinero de las mujeres y que habías dejado encinta a la mujer de su antiguo amigo…
Tietjens respondió:
—¡Ah, sí…! Lo sospechaba. En realidad lo sabía. Supongo que el pobre ahora sabe la verdad. O tal vez no… No tiene importancia.