VII

Tras saltar del alto estribo del dog-cart la chica desapareció por completo en la nube plateada: llevaba un casquete oscuro de piel de nutria que debería haber sido visible. Pero desapareció de un modo más completo que si hubiera caído en aguas profundas, en la nieve…, o a través de papel de seda. ¡De manera más súbita, en todo caso! En la oscuridad, o en aguas profundas, habría dejado una fugaz lividez; en la nieve o en una hoja de papel un agujero. Aquí no había quedado nada.

Aquella constatación le interesó. La había estado observando fijamente, preocupado porque pudiera tropezar con el escalón oculto de abajo, en cuyo caso se pelaría sin duda las espinillas. Pero ella había saltado del coche con una audacia irracional, a pesar de su: «¡Tenga cuidado al bajar!». Él mismo no lo habría hecho: no se habría atrevido a saltar hacia aquella solidez blanca…

Le habría preguntado: «¿Está usted bien?», pero demostrar más interés que el «tenga cuidado» que había expresado ya, le habría apartado de su impasibilidad. Era de Yorkshire e impasible; ella del sur y blanda, emocional y dada a emplear expresiones como: «Espero que no se haya hecho usted daño», allí donde uno de Yorkshire se limitaría a gruñir. Era así porque era del sur. Era tan buena como cualquier hombre…, cualquier hombre del sur. Estaba dispuesta a admitir la pétrea superioridad de los del norte… Era un convencionalismo, así que no le gritó: «Espero que esté bien», aunque habría querido hacerlo.

Su voz llegó amortiguada, como desde detrás de su cabeza. El efecto de ventriloquia resultaba muy extraño:

—Haga algún ruido de cuando en cuando. Aquí todo es muy fantasmal y el farol no sirve de nada. Casi se ha apagado.

Volvió a sus reflexiones sobre el efecto encubridor del vapor de agua. Disfrutó al pensar en el aspecto grotesco que debía de tener en aquel estúpido paisaje. A su derecha un inmenso e improbablemente brillante cuerno de la luna, dejaba una estela que iba directa a su cuello como si estuviese en el mar; junto a la luna, una estrella de grotesco tamaño; sobre ellos, en una extravagante posición, estaba el Carro, la única constelación que conocía, pues, a pesar de ser matemático, despreciaba la astronomía. No era lo bastante teórica para un matemático puro, ni lo bastante práctica para la vida diaria. Por supuesto, había calculado los movimientos de los abstrusos cuerpos celestes, pero sólo a partir de números dados; nunca había mirado las estrellas para hacer sus cálculos… Por encima de su cabeza y por todo el cielo había otras estrellas, grandes y derramando luz, o palideciendo a medida que amanecía, de modo que a veces se veían y luego desaparecían. Luego volvía uno a encontrarlas.

Enfrente de la luna había una mancha o dos de nubes; rosadas por abajo y púrpura oscura por arriba, sobre el azul más pálido del cielo despejado.

¡Pero lo más absurdo era aquella niebla…! Parecía emanar desde su cuello, completamente uniforme y plateada, hasta el infinito por todas partes. A gran distancia, a su derecha, se veían las negras formas de un grupo de árboles —había cuatro— que eran exactamente igual que arrecifes de coral en un mar plateado. No pudo evitar aquella comparación tan estúpida: no había otra.

Sin embargo, no emanaba de su cuello; si alzaba las manos a la altura del pecho, como si fuesen peces pálidos, se veía que sostenían las negras riendas que se extendían hacia abajo en dirección a la nada. Si tiraba de las riendas, el caballo alzaba la cabeza. Dos orejas muy tiesas asomaban entre aquella nube gris: como el caballo medía un poco más de uno setenta y cinco, la niebla debía de tener unos tres metros de altura. Más o menos… Deseó que la chica volviera a subir y a saltar del coche. Así podría observar su desaparición de un modo más científico. Por supuesto, no podía pedirle que lo hiciera, y eso le irritaba. El fenómeno habría probado —o tal vez habría refutado— su idea de las pantallas de humo. Se decía que los chinos de la dinastía Ming se acercaban y sorprendían a sus enemigos entre nubes —por supuesto, no irritantes— de vapor. Había leído que los patagónicos, ocultos por el humo, lograban acercarse tanto a los pájaros y otros animales que podían cogerlos con la mano. Los griegos bajo Paleólogo el…

La voz de la señorita Wannop dijo desde abajo:

—Le agradecería que hiciese un poco de ruido. Esto es muy solitario, además de que posiblemente sea peligroso. Tal vez haya acequias a ambos lados del camino.

Si estuvieran en las marismas ciertamente habría acequias —¿por qué llamarían «acequias» a aquellas zanjas, y por qué ella lo pronunciaba con aquel acento tan peculiar?— a ambos lados de la carretera. No se le ocurrió nada que decir que no expresara preocupación y según las reglas del juego no podía hacer eso. Trató de silbar «John Peel», [38] pero no se le daba bien silbar. Cantó: «¿Sabíais que John Peel, al rayar el alba…?» y se sintió como un idiota. Pero siguió cantando la única canción que conocía. Era el himno de la Infantería Ligera de Yorkshire: el regimiento de sus hermanos en la India. Había tratado de alistarse en el ejército, pero su padre no había querido tener más de dos hijos en el ejército. Se preguntó si volvería a cazar con los sabuesos de John Peel, lo había hecho una o dos veces. O con alguna de las jaurías del distrito de Cleveland de las que todavía quedaban unas cuantas cuando era muchacho. Entonces le gustaba pensar que era como John Peel con su manto gris. Por el brezal, hasta Wharton, con la jauría suelta, con el brezo mojado, mientras cae la niebla…, una niebla muy diferente que aquella lámina plateada del sur. ¡Qué tontería! ¡Mágica! Ésa era la palabra. Una palabra estúpida… El sur… ¡En el norte, las nieblas grises se levantaban y dejaban ver las negras faldas de las colinas!

Pensó que ahora le faltaría el aliento: ¡esa maldita vida burocrática…! Si hubiese estado en el ejército como Ernest y James, sus dos hermanos mayores… Pero, sin duda, no le habría gustado el ejército. ¡La disciplina! Suponía que habría tenido que aceptar la disciplina: es lo que debía hacer un caballero. Porque noblesse oblige, no por miedo a las consecuencias… Aunque los oficiales del ejército le parecían patéticos. Chillaban y farfullaban para hacer que los hombres saltaran con rapidez, y después de esfuerzos furiosos lo conseguían. Pero ahí acababa todo…

En realidad aquella niebla no era plateada, o tal vez, ya no lo fuese, si se la miraba con ojos de artista… ¡Justo con esos ojos! Estaba manchada con franjas de púrpura, de rojo, de naranja, delicados reflejos, sombras azules en lo alto del cielo, donde se amontonaba como si fuera nieve… La mirada exacta, la observación precisa; era un trabajo de hombre. El único trabajo digno de un hombre. ¿Por qué, entonces, los artistas eran blandos y afeminados, y no lo bastante hombres; y en cambio el oficial del ejército, que tenía la mentalidad inexacta del maestro de escuela, era un hombre viril? ¡Un hombre viril, hasta que se convertía en una vieja!

¿Y los burócratas? Engordaban y se volvían fofos como él, o flacos y nervudos como Macmaster o el viejo Ingleby. Hacían un trabajo de hombres, observaciones exactas: «n.º de devolución 17642», con cifras exactas. Y aun así se ponían histéricos: corrían por los pasillos y oprimían frenéticamente los timbres de sus mesas, mientras preguntaban con voces agudas de eunucos quejosos por qué el formulario nueve mil dos no estaba listo. Sin embargo, a los hombres les gustaba la vida burocrática: su hermano, Mark, el primogénito, el heredero de Groby… Quince años mayor que él, un tipo aburrido, rígido, atezado, siempre con sombrero hongo, con frecuencia con los anteojos de las carreras al cuello. Iba a su despacho de funcionario de primera clase cuando le apetecía: era un hombre demasiado bueno para que ninguna administración lo despreciara… Heredero de Groby, ¿qué sería del lugar en manos de aquel aburrido…? Sin duda lo alquilaría y seguiría yendo del Albany [39] a las carreras —donde nunca apostaba— y a Whitehall, donde se decía de él que era indispensable… ¿Por qué indispensable? ¿Por qué, en nombre de Dios? ¡Ese aburrido que nunca había ido de caza, nunca había disparado, no distinguía la reja de la esteva del arado y vivía dentro de su sombrero hongo! Un hombre «sensato», el arquetipo del hombre sensato. Nadie había mirado nunca a Mark moviendo la cabeza para decir: «¡Es usted brillante!». ¡Brillante! ¡Ese muermo! No, ¡el indispensable era él!

«¡Por mi alma! —se dijo Tietjens—, esa chica de ahí abajo es la única persona inteligente con la que me he topado en muchos años.» Un poco afectada a veces, equivocada en sus razonamientos como es lógico, pero muy inteligente y con un acento peculiar de vez en cuando. Y si hacía falta en algún sitio, ¡ahí estaría! De buena raza, por supuesto, ¡por ambas partes! En todo caso, ella y Sylvia eran las dos únicas personas con las que se había topado en muchos años a las que pudiera respetar: a la una por su absoluta eficacia a la hora de matar; a la otra por su deseo constructivo y por saber cómo ponerlo en práctica. ¡Matar o curar! Las dos funciones del hombre. Si querías matar algo, podías acudir a Sylvia Tietjens con la seguridad de que lo mataría: una emoción, una esperanza, un ideal; lo mataría rápidamente y sin dudarlo. Si querías conservar algo con vida podías acudir a Valentine y seguro que se le ocurría cómo hacerlo… Los dos tipos de personalidad: ¡enemigo implacable, compañero fiable…, daga, escudo!

¿Sería posible que el futuro les perteneciera a las mujeres? ¿Por qué no? Hacía años que no había conocido a ningún hombre al que no hubiera tenido que hablarle como si fuese un niño pequeño, igual que le había hablado al general Campion o al señor Waterhouse…, igual que le hablaba siempre a Macmaster. Y a todos los tipos que se cruzaban en su camino…

Pero ¿por qué habría nacido para ser una especie de búfalo apartado de la manada? Ni artista, ni soldado, ni burócrata, ni desde luego indispensable en ninguna parte; en apariencia, ni siquiera sensato a los ojos de aquellos torpes especialistas. Un observador preciso…

Y en las últimas seis horas y media ni siquiera eso. Recitó en voz alta:

Die Sommer Nacht hat mirs angethan

Das war en schwiegsams Reiten…

¿Cómo traducir eso? Era imposible, a Heine no se le puede traducir: [40]

La noche de verano me ha cautivado

Ha sido una cabalgada silenciosa…

Una voz interrumpió sus tibios y adormilados pensamientos:

—De modo que sigue ahí. Pues ha hablado demasiado tarde. He chocado con el caballo.

Debía de haber hablado en voz alta. Había notado que el caballo se estremecía al otro extremo de las riendas. A estas alturas, el caballo también se había acostumbrado a ella. Apenas se había movido… Se preguntó cuándo había dejado de cantar «John Peel…». Dijo:

—Vamos; ¿ha encontrado algo?

La respuesta fue:

—Algo… Pero no se puede hablar en medio de esta niebla… Sólo…

La voz se apagó como si hubieran cerrado una puerta. Esperó, ¡esperar como toda ocupación! Golpeó contrito el mango del látigo contra el cubo para hacer un poco de ruido. El caballo echó a andar y tuvo que frenarlo enseguida, menudo idiota estaba hecho. Pues claro que un caballo echaba a andar al oír golpear un látigo. Gritó:

—¿Está usted bien? —El coche podía haberla golpeado. No obstante, había quebrantado la convención. Su voz se oyó desde muy lejos:

—Estoy bien. Estoy probando por el otro lado…

Volvió a pensar lo mismo. Había roto su convención, había demostrado preocupación, como cualquier otro hombre… Se dijo: «¡Por Dios! ¿Por qué no nos tomamos unas vacaciones? ¿Por qué no rompemos todas las convenciones?».

Se erigían entre ellos intangible e incontrovertiblemente. No hacía ni veinticuatro horas que conocía a aquella joven —y aún había pasado menos tiempo desde que había hablado con ella— y ya existía entre ellos la convención de que él debía mostrarse frío y estirado y ella tenaz y cordial… Y, sin embargo, era evidente que ella era tan fría como él, más sin duda, pues en el fondo él era un sentimental.

Era una convención de lo más idiota… Así que ¡al demonio con todas las convenciones!, respecto a la joven y por encima de todo respecto a él mismo. Durante cuarenta y ocho horas…, casi cuarenta y ocho horas exactas hasta que tuviera que partir para Dover…

Tengo que marchar al bosque

Solo, ¡convertido en un proscrito! [41]

La luna se estaba poniendo; era la noche de San Juan y empezaba a despuntar el alba…, ¡cuánto sentimentalismo! Debían de ser las cuatro y media del domingo. Había calculado que, para coger en Dover el barco de Ostende, debía salir en automóvil de casa de los Wannop a las cinco y cuarto de la mañana del martes para ir a la estación… ¡Qué conexiones de tren tan malas había en aquella región! Cinco horas para recorrer menos de sesenta y cinco kilómetros.

¡Así que tenía cuarenta y ocho horas y tres cuartos! ¡Que fuesen unas vacaciones! Sobre todo, unas vacaciones de sí mismo; unas vacaciones de sus valores, de sus convenciones consigo mismo. De hacer observaciones exactas, de concebir pensamientos precisos, de derribar como si fueran bolos las exactitudes de los demás, de reprimir sus emociones… De todas las fatigas que hacían que no se soportara… Sintió que sus piernas se alargaban, como si también ellas se hubieran relajado.

En fin, hacía ya seis horas y media que disfrutaba de aquellas vacaciones. Habían empezado a las diez y, como habría hecho cualquier hombre, había disfrutado con el viaje, aunque le había resultado difícil mantener equilibrado aquel dichoso coche, la chica había tenido que sentarse detrás para rodear con su brazo a la otra joven, que gritaba cada vez que pasaban junto a un roble.

Pero, pensándolo bien, había estado fantaseando bajo aquella luna absurda que los había acompañado mientras descendía en el cielo, junto al olor de la paja, la voz de los ruiseñores —un poco ronca, claro, en junio cambia de tono—, de los guiones de codornices, los murciélagos, y de una garza en dos ocasiones. Habían pasado las sombras negras y azuladas de los montones de paja, de los pesados robles, de los secaderos de lúpulo, que son una mezcla de campanario de iglesia y de poste indicador. Y la carretera gris plateada, y la tibieza de la noche…, era la noche de San Juan la que le había hecho eso…

… Hat mir’s angethan.

Das war ein schwiegsames Reiten…

¡No del todo silenciosa, desde luego, pero callada! De vuelta de la casa del párroco, donde habían dejado a la rata de alcantarilla londinense, habían hablado muy poco… La familia del párroco no era desagradable: un tío de la chica y tres primas muy simpáticas, como la chica, pero sin su individualidad… Un filete de ternera muy bueno, un Stilton ciertamente meritorio y un trago de whisky que demostró que el párroco era todo un hombre. Todo a la luz de las velas. Una madre maternal se había llevado la rata escaleras arriba…, las risas de las chicas…, luego habían vuelto a ponerse en camino una hora más tarde de lo previsto…

Bueno, no tenía importancia; tenían la eternidad por delante; el caballo…, ciertamente, era un caballo magnífico, se había puesto manos a la obra…

Al principio hablaron un poco: de que ahora la chica londinense estaba a salvo de la policía; de la bondad del párroco al acogerla. De que nunca habría llegado a Charing Cross en tren…

Había habido largos períodos de silencio. Un murciélago había revoloteado muy cerca de su farol.

—¡Qué murciélago tan grande! —había dicho ella—. Noctilux major

Él dijo:

—¿De dónde saca esa nomenclatura latina tan absurda? ¿No es phaloena?

Ella le había respondido:

—De White… La Historia natural de Selborne [42] es el único libro de historia natural que he leído…

—Fue el último escritor inglés capaz de escribir correctamente —afirmó Tietjens.

—Llama a los Downs «esas majestuosas y entretenidas montañas» —replicó ella—. ¿De dónde ha sacado usted esa terrible pronunciación latina? ¡Phal… i… i… na! ¡Parece que rime con Dinah!

—Es «sublimes y entretenidas montañas», no «majestuosas y entretenidas» —observó Tietjens—. Como todos los niños educados en colegios privados de hoy en día, aprendí mi pronunciación latina del alemán.

Ella respondió:

—¡Claro! Mi padre siempre decía que le repugnaba.

—«Caesar» es lo mismo que «Kaiser» —dijo Tietjens.

—Dichosos alemanes —respondió ella—, ¡no son etnólogos; y son pésimos para la filología! —Y para no dar la impresión de ser pedante, añadió—: Mi padre siempre lo decía.

¡Qué silencio se hizo entonces! Ella llevaba sobre la cabeza una manta que le había prestado su tía; era una silueta a su lado, con una nariz respingona que sobresalía de aquella masa negra. De no ser por el casquete negro habría tenido la silueta de una hilandera de Manchester, sin embargo con el casquete tenía una silueta diferente, como el cinto de Diana. Resultaba agradable y estimulante cabalgar junto a una dama silenciosa en la oscuridad del Weald [43] que apenas dejaba pasar la luz de la luna. Los cascos del caballo sonaban «cloc», «cloc»: era un buen caballo. El farol iluminó la figura rojiza de un hombre con un saco a la espalda que se apretaba contra el seto con un perro de caza a su lado.

«¡Al guarda se le han pegado las sábanas! —se dijo Tietjens—. Estos guardas del sur se pasan la noche durmiendo… Y luego se llevan una propina de cinco libras por la caza del fin de semana…» Decidió que, por su parte, iba a poner fin a aquello. Se acabaron los fines de semana con Sylvia en las mansiones de los elegidos…

De pronto, después de pasar por un claro en el bosque, la chica dijo:

—No estoy enfadada por lo del latín, aunque fue usted grosero sin necesidad. Y no tengo sueño. Me lo estoy pasando de maravilla.

Tietjens dudó un minuto. Aquello era una chiquillada. Él no acostumbraba a decir chiquilladas. Debería desairarla por su propio bien.

Le había dicho:

—¡Yo también lo estoy pasando muy bien! —Ella lo estaba mirando; su nariz había desaparecido de la silueta. Tietjens no había podido evitarlo: la luna iluminaba su cabeza, la rodeaban una multitud de estrellas sin nombre; la noche era cálida. ¡Además, un hombre verdaderamente viril puede condescender de vez en cuando! En cierto modo, se lo debe a sí mismo…

Ella dijo:

—¡Muy amable por su parte! Pensé que iba a darme a entender que esta excursión le apartaba de su importantísimo trabajo…

—Bueno, siempre puedo pensar mientras conduzco —replicó él.

Ella respondió:

—¡Oh! —y luego añadió—: El motivo por el que no me molesta su grosería respecto a mi latín es que sé que soy mucho mejor latinista que usted. Usted no sabe citar unos versos de Ovidio sin colar alguna pifia… Es vastum y no longum… «Terra tribus scopulis vastum procurrit…» [44] Igual que es alto y no caelo… «Uvidus ex alto desilientis…» [45] ¿Cómo iba Ovidio a escribir ex caelo? La ce de después de la equis da dentera.

Tietjens replicó:

—Excogitabo!

—¡Suena como un ladrido! —dijo ella con desprecio.

—Además —afirmó Tietjens—, longum es mucho mejor que vastum. Odio los adjetivos afectados como «vasto»…

—Muy típico de usted eso de enmendarle la plana a Ovidio —exclamó ella—. Sin embargo, afirma usted que Ovidio y Catulo fueron los dos únicos poetas romanos que merecieron ese nombre. Y eso es porque eran sentimentaloides y utilizaban adjetivos como vastum… ¿Qué es «tristes lágrimas mezcladas con besos», sino puro sentimentalismo?

—Debería decir —respondió Tietjens con suave peligrosidad— «Besos confundidos con lágrimas tristes…», «Tristibus et lacrimis oscula mixta dabis…». [46]

—¡Que me cuelguen si lo traduciría así! —exclamó ella de forma explosiva—. Un hombre como usted podría morirse en una zanja y ni me acercaría. Está usted amojamado incluso para tratarse de alguien que ha aprendido latín con los alemanes.

—Bueno, en realidad soy matemático —dijo Tietjens—. ¡Los clásicos no son mi especialidad!

—Desde luego —respondió ella cortante.

Mucho tiempo después llegaron estas palabras de su negra silueta:

—Utilizó usted «confundidos» en lugar de «mezclados» para traducir mixta. ¡Yo diría que tampoco estudió usted inglés en Cambridge! Aunque mi padre siempre decía que tan malos eran para lo uno como para lo otro.

—Su padre estudió en Balliol, claro —dijo Tietjens con el aire estirado de un erudito del Trinity College de Cambridge. Pero ella había pasado toda su vida entre gente de Balliol, y se lo tomó como un cumplido y una rama de olivo.

Un rato después Tietjens, al ver que su silueta estaba inmóvil entre él y la luna, observó:

—No sé si se habrá dado cuenta de que, desde hace un rato, hemos estado viajando casi hacia el oeste. Deberíamos estar yendo hacia el sureste o hacia el sur. Supongo que conocerá usted la carretera…

—Como la palma de mi mano —respondió ella—, la he recorrido cientos de veces con mi motocicleta y mi madre en el sidecar. El siguiente cruce se llama la Encrucijada del Abuelo. Todavía nos quedan dieciocho kilómetros. La carretera da esta vuelta debido a los pozos de las viejas minas de hierro de Sussex; da vueltas y revueltas entre ellos, hay cientos. Sabrá que las exportaciones de la ciudad de Rye en el siglo dieciocho eran lúpulo, cañones, hervidores de agua y estructuras para chimeneas. Las barandillas de la cúpula de Saint Paul están hechas de hierro de Sussex.

—Por supuesto que lo sabía —dijo Tietjens—. Yo también procedo de una región minera. ¿Por qué no me ha dejado llevar a la chica en el sidecar? Habría sido mucho más rápido.

—Porque —respondió ella— hace tres semanas estrellé el sidecar contra un mojón en Hog’s Corner, iba a sesenta por hora.

—¡Debió de ser un buen golpe! —exclamó Tietjens— ¿Llevaba a su madre en él?

—No —respondió la chica—, literatura sufragista. El sidecar estaba lleno. Y sí que fue un buen golpe. ¿No se ha fijado en que todavía cojeo un poco…?

Unos minutos más tarde, ella dijo:

—No tengo ni la menor idea de dónde estamos. Me he olvidado por completo de fijarme en la carretera. Y no me importa… Aunque ahí hay un poste indicador; acérquese.

El farol, no obstante, no iluminaba los carteles del poste; ardía muy mal y daba muy poca luz. En el aire había mucha niebla. Tietjens le dio las riendas a la chica y bajó. Cogió la luz, se acercó uno o dos metros al poste indicador y examinó el fantasmal y desconcertante cartel…

La chica soltó un gritito que le heló la médula espinal; los cascos retumbaron de un modo extraño, el coche siguió su marcha. Tietjens corrió tras él; era asombroso…, había desaparecido por completo. Luego se subió a él, fantasmal, rojizo y desdibujado por la niebla. Debía de haberse vuelto más espesa de pronto. La niebla se arremolinó alrededor del farol cuando volvió a ponerlo en su sitio.

—¿Lo ha hecho adrede? —le preguntó a la chica—. ¿O es que no sabe sujetar a un caballo?

—No sé conducir un caballo —dijo la chica—, me dan miedo. Tampoco sé conducir una moto. Me lo inventé porque sabía que diría usted que habría preferido llevar a Gertie en el sidecar a venir conmigo.

—En ese caso —replicó Tietjens—, ¿le importaría decirme si es cierto que se conoce la carretera?

—Ni lo más mínimo —respondió ella alegremente—. Nunca he conducido por ella antes. La busqué en el mapa antes de partir porque estoy harta de ir por el mismo camino por el que vinimos. Hay un coche de caballos que lleva de Rye a Tenterden, y he ido cientos de veces a pie de Tenterden a casa de mi tío…

—Entonces estaremos fuera toda la noche —observó Tietjens—. ¿Le importa? El caballo tal vez esté cansado…

Ella dijo:

—¡Oh, pobre caballo…! Yo quería que nosotros estuviésemos toda la noche fuera… Pero el pobre caballo… Qué desconsiderada por no haberlo pensado.

—Estamos a veinte kilómetros de un lugar llamado Brede; a dieciocho de otro sitio cuyo nombre no pude leer y a diez de un sitio llamado Uddlemere o algo parecido… —Tietjens añadió—: Ésta es la carretera de Uddlemere.

—¡Oh!, entonces aquello sí que era la Encrucijada del Abuelo —declaró ella—. La conozco bien. Se llama así porque un señor al que llamaban «abuelo Finn» se sentaba siempre allí. Los días de mercado de Tenterden llevaba una cesta de pasteles de manteca y se los vendía a los carros que pasaban. El mercado de Tenterden se cerró en 1845…, debido a la derogación de las leyes sobre el trigo, ya sabe. Como tory debería estar interesado en esas cosas.

Tietjens siguió sentado pacientemente. Comprendía su estado de ánimo, se había quitado un gran peso de encima; y la larga relación con su mujer le había acostumbrado a los cambios de humor femeninos.

—¿Le importaría —dijo entonces— decirme…?

—Siempre —le interrumpió ella— que eso fuese realmente la Encrucijada del Abuelo, la palabra viene del francés carrefour… O tal vez no sea ésa la palabra adecuada. Pero así es como funciona el cerebro…

—Por supuesto, usted ha ido a menudo a pie de casa de su tío a la Encrucijada del Abuelo —dijo Tietjens—, con sus primas, para llevarle brandy al inválido de la antigua casa de peaje. Por eso se sabe la historia del Abuelo. Afirma que nunca ha conducido por ella, pero la ha recorrido a pie. Así es como funciona su cerebro, ¿verdad?

Ella dijo:

—¡Oh!

—En ese caso —continuó Tietjens—, ¿le importaría decirme, aunque sólo sea por el pobre caballo, si Uddlemere está o no de camino a casa? Admito que no conozca este tramo de la carretera, pero sí sabe si se trata o no de la carretera correcta.

—Ese toque de sentimentalismo —dijo la chica— no suena convincente. Es usted quien no sabe adónde lleva la carretera. El caballo no está…

Tietjens dejó que el coche siguiera otros cincuenta metros y luego afirmó:

—Es la carretera correcta. El desvío de Uddlemere era el bueno. De lo contrario no dejaría usted que el caballo diera otros cinco pasos. Es usted tan sensiblera con los caballos como yo…

—Al menos nos une ese vínculo —dijo ella con aspereza—. La Encrucijada del Abuelo está a diez kilómetros y ochocientos metros de Udimore; Udimore está a ocho kilómetros exactos de casa; en total dieciocho kilómetros y ochocientos metros. El pueblo se llama Udimore y no Uddlemere. Los aficionados a los nombres locales derivan ese nombre de «O’er the mere». ¡Es absurdo! La leyenda dice que fueron a construir una iglesia con las reliquias de san Rumwold en el lugar equivocado, y una voz gimió «sobre la marisma». ¡Obviamente no puede ser más absurdo…! ¡Ridículo! «O’er the», según la ley de Grimm [47] es imposible que se convirtiera en «Udi»; y «mere» no es ni mucho menos una palabra germánica…

—¿Por qué —preguntó Tietjens— me da toda esta información?

—Porque —respondió la chica— así es como funciona su cerebro… ¡Recoge datos inútiles igual que la plata recién pulida absorbe los vapores sulfurosos y se deslustra! Ordena hechos inútiles según modelos obsoletos y hace que el toryismo sea uno de ellos… Nunca me había encontrado antes con un tory de Cambridge. Pensé que estaban en los museos y que los habían reconstruido a partir de los fósiles. Eso es lo que decía siempre mi padre; era un conservador imperialista disraeliano de Oxford…

—Lo sé, por supuesto —respondió Tietjens.

—Claro que lo sabe —dijo la chica—. Usted lo sabe todo… Y lo ha reelaborado todo según unos principios absurdos. Usted cree que mi padre era un insensato porque trataba de adaptar las tendencias modernas a la vida. Quiere ser un caballero rural inglés y sacar sus principios de los periódicos y los cotilleos de las ferias de caballos. Y que el país se vaya al infierno, usted no movería ni un dedo salvo para decir: «Os lo advertí».

Ella le tocó de pronto en el brazo:

—¡No me haga caso! Es sólo una reacción. Soy tan feliz. Soy tan feliz.

Él dijo:

—¡Está bien! ¡Está bien! —Pero durante un minuto o dos no había sido así. «Las garras femeninas», se dijo, «están enfundadas en terciopelo, pero pueden herir mucho si se aplican en la llaga de los defectos de tus cualidades…, aunque sea sólo con el terciopelo.» Añadió—: Su madre la hace trabajar mucho.

Ella exclamó:

—¡Qué comprensivo! ¡Para tratarse de alguien que aspira a ser una anémona es usted sorprendente! —luego añadió—: Sí, éste es el primer día libre que he tenido en cuatro meses: me paso seis horas diarias escribiendo a máquina; cuatro horas trabajando por la causa; tres cuidando del jardín y de la casa; tres revisando los originales de mi madre. Y, por si fuera poco, la incursión y todas esas preocupaciones… Una preocupación terrible. Imagine que hubieran enviado a mi madre a la cárcel… ¡Oh!, me habría vuelto loca… Los días laborables y los domingos… —Se interrumpió—: En realidad me estoy disculpando —prosiguió—, desde luego, no debería haberle hablado así. A usted, todo un prohombre, que se dedica a salvar el país con sus estadísticas… Le tomé por un tipo muy desagradable…, fue un alivio descubrir que es usted un…, ¡oh!, un hombre con debilidades como los demás. Me daba miedo esta excursión. Y aún me habría dado más miedo si no hubiese estado tan aterrorizada por lo de Gertie y la policía. Si no me hubiese desahogado con usted habría tenido que saltar en marcha y correr detrás del coche… Todavía podría hacerlo.

—No —dijo Tietjens—. No vería usted el coche.

Acababan de internarse en un espeso banco de niebla que pareció recibirlos con un golpe blando y ubicuo. Resultaba cegadora y amortiguaba los sonidos y, en cierto sentido, era triste, aunque también fuese feliz con su romántica singularidad. No se veía ni el brillo del farol y apenas si se oía el trote del caballo, que había empezado a andar al paso. Ambos estuvieron de acuerdo en que a ninguno de los dos podía reprochársele que se hubieran perdido, en aquellas circunstancias era imposible. Por fortuna, el caballo los llevaría a alguna parte; había pertenecido a un vendedor ambulante, un hombre que recorría aquellos caminos para comprar pollos y revenderlos… Coincidieron en que ninguno de los dos era responsable, y luego siguieron varias horas en silencio, mientras la niebla se iba haciendo más y más luminosa… Una o dos veces, en una elevación de la carretera, volvieron a ver las estrellas y la luna, aunque difuminadas por la niebla. La cuarta ocasión habían aparecido en el mar de plata, como tritones que emergieran a la superficie de un mar tropical…

Tietjens había dicho:

—Sería mejor que bajase con el farol. Mire a ver si encuentra algún mojón; lo haría yo, pero usted no sabe cómo frenar el caballo… —Ella había saltado…

Y él se había quedado sentado, sintiéndose, sin saber muy bien por qué, una especie de Guy Fawkes, ocupado con pensamientos no precisamente desagradables…, ¡concentrado, como la propia señorita Wannop, en unas vacaciones completas de cuarenta y ocho horas; hasta el martes por la mañana! Tenía por delante un largo y entretenido día de números; un descanso después de cenar, media noche más dedicada a los números; un lunes consagrado a la venta de un caballo en el mercado del pueblo, donde casualmente conocía a un marchante. ¡De hecho lo conocían todos los cazadores de Inglaterra! Una larga y entretenida discusión en la atmósfera de carbonato amónico del establo y una lenta disputa aderezada con epigramas de caballerizo. No podía imaginar un día mejor; la cerveza en el pub probablemente también sería buena. Y, si no, el vino joven de Burdeos… Ese vino a menudo era bueno en las tabernas del sur, no se vendía mucho así que lo guardaban bien…

El martes todo volvería a echársele encima, empezando por el encuentro con la doncella de su mujer en Dover…

Iba a tomarse, sobre todo, unas vacaciones de sí mismo y a tomárselas como hacen los demás: librándose de las convenciones y de los encorsetamientos…

La chica dijo:

—¡Ahora vuelvo! He encontrado algo…

Él miró fijamente hacia el lugar por donde ella debía aparecer, eso le daría una indicación de lo impenetrable para la vista que era aquella niebla.

Su casquete de piel de nutria tenía gotas de rocío, también llevaba gotas de rocío en el pelo. Subió al coche de forma un poco rara; los ojos le brillaban de contento, jadeaba un poco y le brillaban las mejillas. Se le había oscurecido el pelo por la humedad de la niebla, pero daba la impresión de tener un matiz dorado bajo el inesperado claro de la luna.

Tietjens estuvo a punto de besarla mientras subía. Casi. ¡Un impulso casi irresistible! Exclamó: «¡Prietas las filas!», muy sorprendido.

Ella dijo:

—Podría haberme echado una mano. He encontrado —continuó— una piedra en la que ponía IRDC,[48] y luego se me apagó el farol. No nos hemos extraviado en las marismas, porque estamos entre dos setos vivos. Eso es todo lo que he encontrado… Pero he descubierto lo que me hace estar tan antipática con usted…

Tietjens no podía creer que ella siguiera tan tranquila: la resaca de su impulso había sido tan fuerte que se sentía como si hubiera tratado de besarla y ella le hubiera rechazado. Tendría que haberse mostrado indignada, divertida, incluso contenta… Tendría que demostrar algún tipo de emoción…

Ella dijo:

—Es por haberme hecho callar con aquel absurdo non-sequitur sobre la fábrica de ropa de Pimlico. Fue un insulto a mi inteligencia.

—¡Así que se dio cuenta de que era una falacia! —dijo Tietjens. La estaba mirando fijamente. No sabía lo que le había ocurrido. Ella también lo miró a él, con frialdad y unos ojos inmensos. Era como si por un momento el destino, que normalmente pasaba de largo, le hubiera mirado. «¿Acaso —discutió con su destino— no puede un hombre querer besar a una colegiala al ayudarla a subir a un coche…?» Creyó oír su propia voz, o una caricatura de su propia voz, diciendo: «Los caballeros no…».

Exclamó:

—¿Es que los caballeros no…? —Y se interrumpió porque reparó en que había hablado en voz alta.

Ella dijo:

—¡Oh, sí!, los caballeros emplean falacias para pasar de puntillas sobre un asunto delicado durante una discusión. E impresionan a las colegialas con ellas. Eso es, en el fondo, lo que me exasperaba de usted. En ese momento (hace tres cuartas partes de un día) me trató usted como a una colegiala.

Tietjens respondió:

—¡No lo sé! —y añadió—: ¡Dios sabe que no lo sé!

Ella replicó:

—¡No, no lo sabe usted!

Él dijo:

—No era necesario hacer gala de tanta erudición marisabidilla para convencerme…

—¡Marisabidilla! —exclamó ella con desdén—. No tengo nada de marisabidilla. Sé latín porque mi padre lo hablaba con nosotros. Me metía con usted por ser un pomposo sabelotodo.

De pronto ella se echó a reír. Tietjens se sentía mal, físicamente mal. Ella siguió riéndose. Él balbució:

—¿Qué pasa?

—¡El sol! —dijo ella señalando hacia arriba. Encima de la uniforme nube plateada estaba el sol, no un sol rojo, sino brillante y bruñido.

—No comprendo… —dijo Tietjens.

—¿Dónde está la gracia? —preguntó ella—. ¡Es de día…! Ha empezado el día más largo del año…, y mañana será igual de largo… Ya sabe, es el solsticio de verano. A partir de pasado mañana los días se acortarán hasta llegar el invierno. Pero mañana será igual de largo… Estoy tan contenta…

—¿De que haya pasado la noche? —preguntó Tietjens.

Ella lo miró un buen rato.

—En realidad no es usted tan terriblemente feo —dijo.

Tietjens preguntó:

—¿Qué iglesia es ésa?

Alzándose entre la niebla, sobre un cerro muy verde que había a medio kilómetro de allí, se encontraba un inapreciable lugar de devoción con una techumbre de tejas de roble que brillaba tan gris como el plomo, una veleta con un gallo demasiado brillante —brillaba incluso más que el sol— y oscuros olmos a su alrededor que conservaban la humedad de la niebla.

—¡Icklesham! —gritó ella suavemente—. Estamos muy cerca de casa. Un poco más allá de Mountby… Ése es el camino de Mountby…

Había unos árboles, negros y canosos por culpa de los jirones de niebla. Árboles en el seto y la avenida que conducía a Mountby; hacía un ángulo recto justo antes de desembocar en la carretera y la carretera se alejaba en ángulo recto de la puerta.

—Tiene que girar a la izquierda antes de llegar a la avenida —dijo la chica—. O es muy probable que el caballo siga hasta la casa. Su antiguo dueño le compraba huevos a lady Claudine.

Tietjens exclamó de un modo bárbaro:

—Maldito sea Mountby. Ojalá no nos hubiésemos acercado a él. —Y fustigó al caballo para ponerlo al trote. De pronto los cascos sonaron más fuerte. Ella puso la mano sobre su mano enguantada. Si hubiese sido la carne no lo habría hecho.

Ella dijo:

—Cariño, no podía durar eternamente… Pero eres una buena persona. Y muy inteligente… Lo superarás…

A menos de diez metros de allí Tietjens vio una bandeja de té, la parte inferior de una bandeja negra de té lacada se deslizaba hacia ellos, matemáticamente en línea recta, surgiendo de entre la niebla. Gritó como un loco y notó que la sangre le subía a la cabeza. Su voz la ahogó el relincho del caballo que se había desviado hacia la izquierda. El coche se levantó, los hombros y la cabeza del caballo emergieron piafando de la niebla. ¡Un caballo marino de piedra de una fuente de Versalles! ¡Justo eso! Suspendido del aire durante una eternidad, mientras la chica lo miraba inclinada hacia delante.

El caballo no frenó, él había aflojado las riendas. Ya no estaba allí. ¡Lo peor que podía pasar! Sabía que ocurriría. Dijo:

—¡Ahora estamos a salvo! Luego se oyó un choque y una raspadura como de veinte bandejas de té, un ruido muy prolongado. Debían de estar rozando contra el guardabarros del coche invisible. Sentía la presión de la boca del caballo, el caballo estaba desbocado, corría a galope tendido. Aumentó la presión.

La chica dijo:

—Sé que contigo estoy a salvo.

De pronto se encontraron a plena luz del sol: el coche, el caballo, setos normales. Iban cuesta arriba: una pendiente prolongada. Él no estaba seguro de si ella había dicho «¡Cariño!» o «¡Cariño mío!». ¿Sería posible, después de tan poco…? Aunque había sido una noche muy larga. Y no había duda de que acababa de salvarle la vida. Aumentó suavemente la presión sobre la boca del caballo, con sus setenta y cinco kilos de peso, toda su fuerza. La pendiente también contribuyó. ¡Una carretera blanca y empinada entre bancales cubiertos de hierba!

¡Detente, maldita sea! Pobre animal… La chica se cayó del coche. ¡No! ¡Había bajado de un salto! Corrió hacia el caballo. El animal levantó la cabeza. Casi la tira al suelo, ella lo cogió por el bocado… ¡No podía! La herida estaba tierna…, tenía miedo a los caballos…, él exclamó:

—¡El caballo se ha hecho un corte!

¡El rostro de ella parecía de blanc-mange!

—¡Ven rápido! —gritó ella.

—Tengo que aguantarlo un momento —dijo él—, podría salir disparado si lo suelto para desmontar. ¿Es muy grande el corte?

—¡La sangre no deja de manar! Como un manto de sangre.

Por fin estuvo a su lado. Tenía razón. Aunque no llegaba a ser un manto de sangre. Sino más bien como una media roja. Él dijo:

—Lleva usted enaguas blancas. Vaya detrás del seto, sáltelo y quíteselas…

—¿Las hago jirones? —preguntó ella—. ¡Sí!

Él la llamó mientras trepaba por el bancal:

—Rompa primero la mitad. El resto hágalo jirones.

Ella dijo: «¡De acuerdo!». No pasó al otro lado del seto tan limpiamente como él había esperado. No saltó. Pero estaba al otro lado…

El caballo, tembloroso y con las aletas de la nariz distendidas, estaba mirando al suelo, a la sangre que se acumulaba junto a su pezuña. El corte estaba justo en el hombro. Él le puso el brazo izquierdo sobre los ojos. El caballo lo soportó, casi con un relincho de alivio… Tenía un maravilloso magnetismo con los caballos. ¿Tal vez también con las mujeres? Dios sabía. Estaba casi seguro de que ella había dicho: «¡Cariño!».

Ella gritó: «¡Toma!». Él atrapó una bola de tela blanca. La deshizo. Gracias a Dios: ¡qué sentido común! Una venda blanca, larga y fuerte. ¿Qué demonios era aquel siseo? Un coche pequeño y cerrado con los guardabarros abollados, casi sin hacer ruido, de color negro brillante… Maldita sea, los adelantó y se detuvo diez metros más adelante…, el caballo se encabritó: ¡estaba furioso! Totalmente furioso… Una especie de cacatúa blanca y escarlata salió aleteando por la portezuela del coche…, un general. En traje de gala. ¡Plumas blancas! ¡Noventa medallas! ¡Guerrera escarlata! Pantalones negros con una banda roja. ¡Hasta espuelas, por Dios!

Tietjens exclamó:

—¡El diablo se lo lleve, lárguese de aquí, maldito idiota!

La aparición pasó detrás de las orejeras del caballo y dijo:

—Al menos puedo sujetarte el caballo. He aparcado lejos para que no os vea lady Claudine.

—¡Cuánta consideración por su parte! —respondió Tietjens, tan groseramente como pudo—. Tendrá que pagar el caballo.

El general exclamó:

—¡Maldita sea! ¿Y eso por qué? Conducías tu dichoso jamelgo por mi carril.

—Usted no tocó la bocina —dijo Tietjens.

—Éste es un camino privado —chilló el general—. Además, sí la toqué.

Sostenía la brida del caballo como un espantapájaros escarlata muy delgado. Tietjens estaba extendiendo las enaguas con cuidado alrededor del pecho del animal. El general dijo:

—¡Escucha! Tengo que comandar la escolta de la fiesta real en Saint Peter-in-Manor, en Dover. Van a llevar los estandartes de los Buffs [49] al altar o algo parecido.

—No tocó la bocina —dijo Tietjens—. ¿Por qué no se trajo a su chófer? Es un hombre muy competente… Se le llena a usted la boca cuando habla de la viuda y su hija, pero cuando se trata de robarles cincuenta libras matando a su caballo…

El general respondió:

—¿Qué demonios hacías entrando en nuestro camino a las cinco de la mañana?

Tietjens, que había aplicado la media enagua al pecho del caballo, exclamó:

—Coja eso de ahí y démelo. —A sus pies tenía un delgado rollo de tela que había rodado hasta allí desde el seto.

—¿Puedo soltar al caballo? —preguntó el general.

—Pues claro que puede —respondió Tietjens—. Sé cómo calmar a un caballo mucho mejor de lo que conduce usted un coche…

Ató los jirones de tela sobre las enaguas; el caballo bajó la cabeza y husmeó su mano. El general, detrás de Tietjens, se quedó muy desconcertado, empuñando el mango engastado en oro de su espada. Tietjens siguió dándole vueltas y vueltas al vendaje.

—Escucha —el general se inclinó de pronto para susurrarle al oído a Tietjens—, ¿qué voy a decirle a Claudine? Creo que ha visto a la chica.

—¡Oh!, dígale que vinimos a preguntarle a qué hora sueltan sus puñeteros sabuesos —dijo Tietjens—, es un trabajo matutino…

La voz del general adoptó una entonación realmente patética:

—¡En domingo! —exclamó. Luego con tono aliviado añadió—: Le diré que ibais a comulgar a primera hora a la iglesia de Duchemin en Pett.

—Si quiere añadir la blasfemia al asesinato de caballos como profesión, hágalo —dijo Tietjens—, pero tendrá que pagar el caballo.

—Maldita sea si lo hago —gritó el general—. Te digo que ibais por mi carril.

—Entonces lo haré yo —dijo Tietjens—, y ya sabe lo que interpretará la gente.

Se puso muy erguido para mirar al caballo.

—Váyase —dijo—, diga lo que quiera. ¡Haga lo que quiera! Pero cuando pase por Rye envíe aquí la ambulancia de caballos del veterinario. No lo olvide. Voy a salvar a este caballo…

—¿Sabes, Chris? —contestó el general—, tienes mucha mano para los caballos… No hay nadie en Inglaterra…

—Lo sé —dijo Tietjens—. Váyase. Y envíe la ambulancia… Su hermana está saliendo del coche…

El general empezó:

—Hay un montón de cosas que explicar… —Pero al oír un agudo grito de «¡General! ¡General!», sujetó el mango de la espada para que no se le metiese entre las piernas largas, negras y con una banda roja, corrió al coche y volvió a meter en él a empujones a un bulto negro y emplumado. Saludó con la mano a Tietjens:

—Enviaré la ambulancia —gritó.

El caballo, con la pata envuelta en blancas vendas entrecruzadas a través de las cuales iba apareciendo lentamente una mancha purpúrea, estaba quieto con la cabeza inclinada, como hacen las mulas, bajo el sol cegador. Para tranquilizarlo, Tietjens empezó a aflojar el tirante. La chica saltó por encima del seto y, agachándose, se puso a ayudarle.

—Bueno. Se acabó mi reputación —dijo alegremente—. Sé cómo es lady Claudine… ¿Por qué trataste de discutir con el general?

—¡Oh! —respondió desventuradamente Tietjens—, es mejor que tengas pleitos con él. Así podrás explicar que… hayas dejado de ir a Mountby…

—Piensas en todo —dijo ella.

Empujaron el coche para apartarlo del caballo inmóvil. Tietjens llevó al animal dos metros más adelante, para que no viera su propia sangre. Luego se sentaron uno junto al otro en la pendiente del bancal.

—Háblame de Groby —dijo por fin la chica.

Tietjens empezó a hablarle de su casa… Tenía enfrente una avenida que desembocaba en ángulo recto en la carretera. Justo igual que la de Mountby.

—La construyó mi tatarabuelo —dijo Tietjens—. Le gustaba tener intimidad y no le apetecía que la gente común pudiera ver la casa desde la carretera…, igual que el tipo que construyó Mountby, no hay duda… Pero es muy peligroso con los coches. Tendremos que reformarla… Justo al final de una pendiente. No quiero que ningún caballo salga herido… Ya lo verás… —De pronto se le ocurrió que tal vez no fuera el padre del niño que iba a ser heredero de aquel amado lugar donde se había criado una generación tras otra desde Guillermo de Orange. [50]¡Un puñetero hereje!

En aquel terraplén las rodillas casi le quedaban a la altura de la barbilla. Sintió cómo se resbalaba hacia abajo.

—Si alguna vez te llevo allí… —empezó.

—¡Oh, pero nunca lo harás…! —respondió ella.

El niño no era suyo. ¡El heredero de Groby! Ninguno de sus hermanos tenía hijos… En el establo había un pozo muy profundo. Había pensado en enseñarle al chico cómo, si echabas un guijarro y contabas hasta veintitrés, ascendía un sonido susurrante… ¡Pero no era su hijo! Tal vez ni siquiera pudiera tener hijos. Sus hermanos casados no los tenían… Lo estremecieron unos sollozos contenidos. Se sintió como si la responsabilidad fuese suya. El pobre animal había confiado en él y él había chocado. La señorita Wannop le pasó una mano por el hombro.

—¡Cariño! —dijo—, tú nunca me llevarás a Groby… Tal vez sea…, oh, una breve relación; pero creo que eres el mejor…

Él pensó: «Una relación ciertamente muy breve».

Sintió un gran dolor, que presidía la alta figura rubia de su mujer…

La chica dijo:

—¡Ahí viene un tílburi! —Y apartó el brazo.

Un tílburi se les acercó con un conductor de ojos enrojecidos. Les explicó que el general Campion lo había sacado de la cama, del lado de su anciana esposa. A pesar de estar tan dormido, quería una libra por llevarlos a casa de la señora Wannop. Luego llegaría el carro del matarife.

—Llévese a la señorita Wannop a casa inmediatamente —dijo Tietjens—, tiene que prepararle el desayuno a su madre… No pienso apartarme del caballo hasta que llegue el carro.

El conductor del tílburi se tocó el raído sombrero verde con el látigo.

—De acuerdo —replicó con voz pastosa, metiéndose un soberano en el bolsillo del chaleco—. Un caballero siempre es un caballero…, un hombre piadoso lo es también con sus animales. Aunque yo no dejaría mi casita de madera, ni me perdería el desayuno, por ningún animal… Hay quien lo haría… y hay quien no.

Se alejó con la chica en el interior de su anticuado vehículo.

Tiejtens se quedó junto al caballo en la pendiente del bancal, bajo la fuerte luz del sol. Había recorrido casi sesenta kilómetros y había perdido mucha sangre.

Tietjens dijo:

—Supongo que podría conseguir que el viejo pagara cincuenta libras por él. Ellas necesitan el dinero.

Luego observó:

—¡Pero no sería jugar limpio! —Mucho tiempo después añadió—: ¡Al demonio con los principios! —Y luego—: Pero hay que seguir adelante… Los principios son como el croquis de este país…, es la única forma de saber si uno va al este o al norte.

El carro del matarife apareció lentamente por la curva.