VI

Tietjens encendió una pipa junto al torniquete de una cerca, después de limpiar meticulosamente la cazoleta y la boquilla de la pipa con una aguja quirúrgica, según su experiencia, el mejor limpiador de pipas, pues al estar hecha de plata alemana, es flexible, no se oxida y es indestructible. Limpió metódicamente con una gran hoja de acedera los productos marrones y pegajosos del tabaco quemado, consciente de que la joven lo observaba por detrás de su espalda. En cuanto volvió a colocar la aguja quirúrgica en el cuaderno donde la llevaba siempre, y lo hubo guardado en el abultado bolsillo, la señorita Wannop siguió avanzando por el camino. Sólo se podía recorrer en fila india, y a la izquierda tenía un seto sin podar de tres metros de altura, las flores de espino empezaban a oscurecerse por los bordes y se distinguían ya las pequeñas bayas verdes. A la derecha, la hierba llegaba por encima de la rodilla y se inclinaba hacia quien pasaba por allí. El sol estaba exactamente en el cenit; los pinzones cantaban: «¡Pinc!, ¡pinc!». La joven tenía una espalda atractiva.

«¡Así —pensó Tietjens— es Inglaterra! Un hombre y una muchacha pasean por los herbazales de Kent; la hierba está madura para la siega. El hombre es honorable, limpio, recto; la muchacha virtuosa, limpia, vigorosa; él es de buena cuna; ella no lo es menos; ambos están saciados con un estupendo desayuno que ambos son igualmente capaces de digerir. Los dos vienen de un lugar perfectamente señalado: una mesa a la que se sentaban personas de la mejor calidad, su paseo ha sido sancionado, por así decirlo, por la Iglesia —dos clérigos—, el Estado —dos funcionarios gubernamentales—, madres, amigos, solteronas.»

Ambos conocían los nombres de los pájaros que trinaban y de las hierbas que se inclinaban a su paso: pinzón, verderón, escribano cerillo (no, querido, «escribano», del latín scriba que significa escribiente), curruca mosquitera, curruca de Dartford, lavandera blanca, también conocida como «pajarita de las nieves». (Esos encantadores nombres locales.) Las margaritas sobre la hierba se extendían en un infinito resplandor blanco, pastos purpúreos en la neblina hasta el seto lejano y distante: uña de caballo, clavo blanco silvestre, esparceta, avena loca (todos nombres que cualquier persona cultivada debe conocer: la mejor mezcla de hierbas para un herbazal permanente en las margas Wealden). En el seto: hierba sanjuanera, ortiga blanca, aciano (aunque en Sussex lo llaman «azulejo», querido), ¡qué interesante!, prímula (ya sabes del latín prima, que significa primera); arrancamoños, bardana (¡granjero, que tu mujer siembre, pero no arrancamoños y bardanas!), hojas violetas cubiertas, por supuesto, de flores; nuez blanca, clemátides silvestres: más tarde llamadas barbas de anciano, salicaria (que las modestas doncellas llaman luengas flores purpúreas, y los sencillos pastores por un nombre más grosero.[28] ¡Típico de un suelo tan pícaro!). ¡Andad entonces, joven galante y hermosa doncella, con la imaginación saturada de todos esos inútiles analgésicos para el pensamiento, las citas y los epítetos idiotas! En silencio, incapaces de hablar por culpa de un desayuno demasiado bueno y camino de un almuerzo muy malo. El joven ya está advertido de que será la joven quien lo prepare: ternera fría y rosada a medio cocer dura como el caucho, sin duda; patatas tibias con agua en el fondo del plato de porcelana Willow. (¡No! No porcelana Willow auténtica, por supuesto, señor Tietjens.) Una ensalada pasada y aliñada con vinagre de madera que le escocerá en la boca; encurtidos, conservados también en vinagre de madera; dos botellas de cerveza de taberna de las que, al abrirlas, salpican en la pared. Un vaso de oporto insípido… ¡para el caballero…! Y las mandíbulas incapaces de abrirse tras el enorme desayuno de las diez y cuarto. ¡Y ahora son las doce!

«¡La Inglaterra de Dios! —exclamó para sí de muy buen humor— Tierra de la gloria y la esperanza…, [29] fa natural descendiendo a tónica, do mayor, acorde de 6 - 4, suspendido sobre la dominante con séptima, hasta un acorde común de do mayor… ¡Todo absolutamente correcto! Los contrabajos, los chelos, todos los violines, todos los vientos madera, todos los metales. El órgano a toda potencia, con todos los registros, efectos de trompetería y vox humana… A través de los condados llegaba la voz de las trompetas que su padre conocía… La pipa era perfecta. Debía serlo: era la pipa de un inglés bien nacido, y lo mismo el tabaco. La espalda de una joven atractiva. Un mediodía estival inglés. ¡El mejor clima! Ni un solo día que no se pueda salir a la calle.» Tietjens se detuvo y le propinó un fuerte golpe con su bastón de avellano a un alto tallo de gordolobo amarillo con sus tímidas hojas glaucas y velludas y sus tímidos capullos de color verde limón. La estructura se deshizo con gracia, ¡como una mujer asesinada entre miriñaques!

«¡Vaya, soy un asesino ensangrentado! —se dijo— ¡No, ensangrentado no! Manchado con los fluidos vitales de una planta inocente… ¡Y, por Dios, no hay una mujer en todo el país que no se deje violar a la hora de conocerla!» ¡Asesinó a dos gordolobos más y a un cardo borriquero! ¡Una sombra, aunque no procedente del sol, una penumbra, se extendía a través de las veinticinco hectáreas de hierba purpúrea en flor y sobre blancas margaritas que parecían enaguas de encaje sobre la hierba!

«Por Dios —se dijo—, ¡la Iglesia!, ¡el Estado!, ¡el ejército!, el ministro de Su Majestad; la leal oposición; los súbditos de Su Majestad… ¡Toda la clase gobernante! ¡Todos corruptos! ¡Gracias a Dios nos queda la marina…! ¡Aunque puede que también esté corrompida! ¡Quién sabe! Gran Bretaña no necesita murallas… Así que gracias a Dios por el joven recto y la doncella virtuosa en los campos de verano: él un tory entre los tories, como debe ser; ella una sufragista militante, militante aquí en la tierra…, ¡como debe ser! ¡Como está mandado! ¡Como está mandado! En los primeros decenios del siglo veinte, ¡cómo, si no, iba una mujer a seguir siendo pura e íntegra! Vociferar desde las tribunas es muy bueno para los pulmones, aporrear a los policías en el casco… ¡No! ¡De eso me encargo yo, es cosa mía, señorita…! Cargar con pesados carteles en manifestaciones de treinta kilómetros por las calles de Sodoma. ¡Excelente! Apuesto a que es virtuosa. Pero no hace falta apostar. No se trata de probabilidades. Se le ve en los ojos. ¡Qué ojos tan bonitos! Una espalda atractiva. Una impertinencia virginal… Sí, es una ocupación mejor para las madres del imperio que atender a maridos lascivos un año tras otro hasta ponerse tan histéricas como una gata en celo… ¡Se notaba en esa mujer y en casi todas las demás! Gracias entonces a Dios por el joven tory recto y casado y por la muchacha sufragista… ¡La espina dorsal de Inglaterra!»

Asesinó a otra flor.

«¡Pero, Dios mío! ¡Ambos estamos bajo sospecha! ¡Los dos! ¡Esa chica y yo! Y el general lord Edward Campion, lady Claudine Sandbach y el honorable Paul, miembro del Parlamento (suspendido), están dedicados a propagar el bulo… Y hay otros cuarenta vejestorios desdentados en el club no menos decididos a extenderlo; e incontables listas de visita ansiosas por ver cómo borran de ellas nuestros nombres, ¡amigo…! Querido muchacho, lo lamento mucho, soy el amigo más antiguo de tu padre… Caramba, ¡los pistachos de la galantina! ¡Me repiten! ¡Me va a sentar mal el desayuno con estas ideas tan lúgubres! Pensaba que era capaz de digerir cualquier cosa, que tenía la digestión de un avestruz… ¡Pero no! ¡Ideas lúgubres! ¡Estoy tan histérico como esa prostituta de ojos grandes! ¡Y por la misma razón! Mala dieta y mala vida: una dieta pensada para los cazadores de perdices, además de los nabos que comen los sedentarios. Inglaterra es el país de las pastillas… Das PillenLand, nos llaman los alemanes. Y con mucha razón… ¡Y, maldita sea, dieta de aire libre: cordero hervido, nabos, vida sedentaria…, e impuesta contra la inmundicia del mundo, oliéndola todo el día! ¡Maldita sea, qué demonios, estoy tan mal de dinero como ella! ¡Y Sylvia es tan mala como Duchemin! Nunca lo habría pensado… No me extraña, la carne se convierte en ácido úrico…, la primera causa de neurastenia… ¡Menudo embrollo! ¡Pobre Macmaster! Está acabado. Pobre diablo; más le valdría haber coqueteado con esta chica. Podría haber cantado “Highland Mary”, que es una canción mucho mejor que “Así acaba el deseo de cualquiera”.[30] Podría ser su epitafio, se podría escribir en su tarjeta de visita que un joven se topó con una prostituta paulo-post-prerrafaelita…»

De pronto se detuvo. ¡Se le había ocurrido que no tendría que estar paseando con aquella chica!

«Pero, qué demonios —se dijo—, es una buena tapadera para Sylvia… ¡A quién le importa! Tendrá que correr el riesgo. ¡Probablemente ya la hayan tachado de sus malditas listas de visitas por sufragista!»

La señorita Wannop, que iba a un tiro de piedra por delante, saltó a una escalera que pasaba sobre una cerca, puso el pie en el escalón, justo en la barra de arriba, rozó con el pie izquierdo los otros escalones y cayó sobre el polvo blanco de un camino que sin duda tenían que atravesar. Se quedó esperándolo, dándole todavía la espalda… Sus pasos ágiles, su espalda tan atractiva, ahora le parecieron infinitamente patéticos. Dejar que el escándalo se abatiera sobre ella era como cortarle las alas a un jilguero: ese animal vivaz, amarillo, blanco, dorado y delicado que produce una neblina cuando mueve las alas junto a los cardos. No, ¡maldita sea!, era peor; era peor que sacarle los ojos, como hacen los aficionados a los pájaros, a un pinzón… ¡Infinitamente patético!

Por encima de la escalera, en un olmo, un pinzón decía: «¡Pinc!, ¡pinc!».

Aquel sonido idiota le llenó de rabia; le dijo al pájaro: «¡Malditos sean tus ojos! ¡Así te saquen los ojos!». El estúpido pájaro que producía ese sonido odioso al menos chillaba como cualquier alondra o herrerillo cuando le sacaban los ojos. ¡Malditos sean los pájaros, los naturalistas de campo y los botánicos! Del mismo modo, se dirigió a la espalda de la señorita Wannop: «¡Malditos sean tus ojos! ¿Quieres que tu castidad los ponga en tela de juicio? ¡Para qué hablas con desconocidos en público! Sabes que en este país eso no se puede hacer. Si éste fuese un país recto y decente como Irlanda, donde la gente se corta el cuello entre sí por disputas claras: papistas contra protestantes…, ¡entonces sí podrías! Podrías recorrer Irlanda de este a oeste y hablar con quienquiera que te encontrases… “Ricas y raras eran las gemas que llevaba…” [31] Con quienquiera que te encontrases, siempre que no fuese un inglés bien nacido ¡que te desfloraría!». Estaba trepando torpemente por la escalera. «¡Muy bien!, pues que te desfloren: pierde si quieres tu reputación infantil. Has hablado con un tono extraño; te has definido…, con el permiso del clero, el ejército, el gobierno, la administración, la oposición y las madres y las solteronas de Inglaterra… Todos te dirían que no puedes hablar con desconocidos, a pleno sol, en el campo de golf, sin convertirte en la tapadera de una Sylvia o algo parecido… Así que ¡sé la tapadera de Sylvia, que te tachen de las listas de visitas! ¡Cuanto más implicada estés, más malvado seré yo! Ojalá todos nos viesen aquí; eso lo solucionaría todo…»

Sin embargo, cuando alcanzó a la señorita Wannop, que no lo miró, y vio el blanco camino que iba a izquierda y a derecha sin ninguna otra escalera enfrente, le dijo con hosquedad:

—¿Dónde está la siguiente escalera? ¡Odio andar por los caminos! —Ella apuntó con la barbilla hacia el seto que había enfrente.

—¡A cincuenta metros! —respondió.

—¡Vamos! —exclamó él, y casi se puso a correr. Se le había metido en la cabeza que sería horrible que pasara un dog-cart con el general Campion y lady Claudine Sandbach y Paul Sandbach a bordo por aquel camino, o uno de ellos, tal vez el general en aquel dog-cart que tanto le gustaba. Se dijo: «¡Por Dios! ¡Como le hagan daño a esta chica les parto el espinazo con la rodilla!», y avivó el paso. Sería horrible que ocurriera algo así. ¡Aquella carretera probablemente condujera directamente a las puertas de Mountby!

La señorita Wannop andaba un poco por detrás de él. Le parecía un hombre de lo más extraordinario: tan loco como odioso. La gente sensata, si quiere echarse a correr —pero ¿por qué correr?—, lo hace a la sombra de los setos, no en mitad de un camino comarcal. Bueno, que se adelantase, si quería. En el próximo prado pensaba aclarar las cosas con él y no quería estar acalorada de tanto correr; él la miraría con esos ojos odiosos, aunque ciertamente notables, saltones como los de una langosta y ella estaría fresca y acusadora con su preciosa blusa…

¡Un dog-cart venía tras ellos!

De pronto se le pasó una idea por la cabeza: aquel idiota le había mentido al decir que la policía iba a dejarlas en paz, había mentido en el desayuno… En aquel dog-cart venía la policía, ¡para detenerlos! No perdió tiempo en mirar a su alrededor, no era tan idiota como Atalanta en la carrera de sacos. Echó a correr. Le sacó un metro y medio antes de llegar, jadeante y presa del pánico, al torniquete blanco que había en mitad del seto. Él la siguió sin resuello, pero al muy estúpido no se le ocurrió dejarla pasar primero. Se enredaron en el torniquete, ¡cara a cara y jadeantes! Una ocasión que, en Kent, los enamorados aprovechan para besarse. La puerta tenía tres partes, y la parte interior de la uve se movía sobre unas bisagras. El ganado no puede atravesarla, pero aquel enorme patán de Yorkshire no lo sabía y trató de empujarla como un toro enloquecido. Ahora estaban perdidos. Tres semanas en la cárcel de Wandsworth… ¡Oh, maldita sea…!

La voz de la señora Wannop, ¡claro, era sólo su madre!, que, a tres metros o así de altura por encima de la yegua, y con el rostro alegre y redondo como una peonía, dijo:

—¡Ah, podrás atrapar a mi Val acorralándola contra una cerca…, pero que conste que te dio siete metros de ventaja en una carrera de veinte y llegó antes que tú a la puerta! ¡Ésa era la ambición de su padre! —Pensaba en ellos como en niños que echaban carreras. Miró a Tietjens con su cara sencilla y redonda junto al cochero, que tenía un sombrero negro y abollado y una barba gris como la de san Pedro—. ¡Mi querido muchacho! —dijo—, mi querido muchacho, ¡qué satisfacción tenerte bajo mi techo!

El caballo negro se encabritó cuando el patriarca le tiró de la rienda y la señora Wannop observó despreocupadamente:

—Stephen Joel, no he terminado de hablar.

Tietjens estaba mirando el estómago cubierto de sudor del caballo.

—Pronto lo hará —dijo—, con la cincha en ese estado no tardará en partirse el cuello.

—¡Oh, no creo! —respondió la señora Wannop—. Joel compró el caballo y el atelaje ayer mismo.

Tietjens se dirigió al cochero con cierta brutalidad:

—Vamos, baje de ahí —le espetó. Y sujetó él mismo la cabeza del caballo, que tenía las aletas de la nariz dilatadas por la emoción; el animal frotó la cabeza contra su pecho. Tietjens dijo: «¡Sí!, ¡sí! ¡Ya pasó!». Los miembros del caballo perdieron su rigidez. El anciano cochero descendió a trompicones del pescante, inclinándose primero hacia delante y luego hacia atrás. Tietjens le gritó órdenes indignado—: Lleve el caballo a la sombra de aquel árbol. Y no le toque el bocado; tiene una herida en la boca. ¿De dónde ha sacado este animal? En el mercado de Ashford, treinta libras; vale más… Pero, maldita sea, ¿es que no ve que ha comprado un arnés de un poni de un metro cuarenta para un caballo de uno setenta y cinco? Aflójele el bocado tres agujeros: le está cortando la lengua en dos… Este animal en un ciclán. ¿Sabe lo que es eso? Si le da trigo durante una semana, llegará un día en que echará abajo el establo y les machacará a coces a usted y al carro en menos de cinco minutos. —Condujo el coche, con la señora Wannop triunfal y complaciente a bordo, hasta un lugar sombreado junto a unos olmos—. ¡Que le afloje el bocado, maldita sea! —le dijo al cochero—. ¡Ah!, le da miedo.

Le aflojó el bocado él mismo, y se manchó los dedos con la grasa del arnés que tanto odiaba. Luego dijo:

—¿Puede sujetarle la cabeza o también le da miedo? Se merecería que le hubiera arrancado las manos a mordiscos. —Se dirigió a la señorita Wannop—: ¿Puede hacerlo usted?

Ella respondió:

—¡No! Me dan miedo los caballos. Puedo conducir cualquier vehículo, pero me dan miedo los caballos.

Él replicó:

—¡Muy propio! —Se echó hacia atrás y miró hacia el caballo: había bajado la cabeza y levantaba una pata mientras apoyaba la otra en el suelo: una actitud de relajación.

—¡Ahora se estará quieto! —dijo. Le aflojó la cincha agachándose con incomodidad, sudoroso y grasiento; la cincha se le escapó de entre las manos.

—Es cierto —dijo la señora Wannop—. Me habría matado en menos de tres minutos si no te hubieras dado cuenta. El carro se habría ido hacia atrás…

Tietjens sacó una gran navaja multiuso de cachas de cuerno como la de un colegial. Eligió un punzón y lo abrió. Le dijo al cochero:

—¿Tiene usted hilo de palomar? ¿Alguna cuerda? ¿Un alambre? ¿Un lazo de conejos? Vamos, si no tiene un lazo de conejos es que no sirve como factótum.

El cochero movió circularmente el sombrero para indicar una negativa. Aquel hombre parecía ser una autoridad de las que te llevan a los tribunales por furtivismo si admites poseer un lazo de conejos.

Tietjens apoyó la cincha en la lanza del carro y la pinchó con el punzón.

—¡Trabajo de mujeres! —le dijo a la señora Wannop—, pero le llevará a usted a casa y le durará otros seis meses… Aunque mañana mismo venderé por usted el caballo y los arreos.

La señora Wannop suspiró:

—Supongo que sacarás por ellos un billete de diez libras… —añadió—: Tendría que haber ido al mercado yo misma.

—¡No! —respondió Tietjens—: Le conseguiré cincuenta o no he nacido en Yorkshire. Ese tipo no le ha estafado. Lo ha comprado por muy buen precio, pero no sabe lo que les conviene a las damas; lo que usted necesita es un poni blanco y un cabriolé.

—¡Oh!, yo preferiría algo con un poco más de nervio —dijo la señora Wannop.

—Pues claro que sí —respondió Tietjens—, pero esto es demasiado para usted.

Suspiró un poco y sacó su aguja quirúrgica.

—Voy a coser las riendas con esto —dijo—. Son tan flexibles que con dos puntadas durarán eternamente…

Pero el factótum estaba a su lado, vaciando los contenidos de sus bolsillos: una petaca grasienta de cuero, una bola de cera de abejas, un cuchillo, una pipa, un poco de queso y un lazo de conejo. Había decidido que aquella autoridad era benévola y estaba ofreciéndole todas sus posesiones.

Tietjens exclamó:

—¡Ah! —y luego añadió, mientras desenrollaba el alambre—: ¡Bueno! Escuche…, usted le compró el caballo y los arreos a un vendedor ambulante en la puerta trasera de la taberna de La Pata de Cordero.

—¡Fue en La Cabeza del Sarraceno! —murmuró el cochero.

—Se los compró por treinta libras porque el vendedor necesitaba el dinero con urgencia. Lo sé. Es muy barato… Pero un ciclán no puede conducirlo cualquiera. Está muy bien para un veterinario o un marchante de caballerías. ¡Y este carro es demasiado alto…! Pero hizo usted muy bien. Lo que pasa es que usted ya no tiene treinta años. Y el caballo parecía un demonio y el carro es tan alto que casi no podía bajar después de subir. Y lo dejó usted dos horas al sol mientras esperaba a la señora.

—Había un poco de sombra junto al muro del establo —murmuró el cochero.

—¡De acuerdo! Pero la espera no le sentó bien —dijo Tietjens, muy comprensivo—. Agradezca que no le haya roto el cuello. Cosa usted esto, con un agujero menos para el freno que le he preparado.

Se dispuso a subir al pescante del cochero, pero la señora Wannop se le adelantó y trepó a una altura considerable hasta el pescante que tenía almohadones sujetos con correas.

—¡Oh, no! —dijo—, nadie conduce mi caballo salvo yo o mi cochero. Ni siquiera tú, mi querido muchacho.

—Entonces iré con usted —dijo Tietjens.

—¡No, no hace falta! —respondió—. En este coche nadie se romperá el cuello salvo Joel o yo —y añadió—: Tal vez esta noche puedas conducir el caballo.

La señorita Wannop exclamó de pronto:

—¡Oh, no, mamá! —Pero el factótum ya había subido, y la señora Wannop hizo chasquear el látigo y arrancó el caballo. Enseguida tiró de las riendas y se inclinó hacia Tietjens:

—¡Menuda vida la de esa pobre mujer! —dijo—. Debemos hacer todo lo que esté en nuestra mano por ayudarla. Mañana mismo podría hacer que ingresaran a su marido en un manicomio. Si no lo hace es por puro sacrificio.

El caballo se alejó a un trote suave y regular.

Tietjens se dirigió a la señorita Wannop:

—Vaya mano que tiene su madre —dijo—, no es frecuente ver a una mujer con tanta habilidad con la boca del caballo. ¿Se ha fijado en cómo le tiró de la rienda?

Era consciente de que, todo ese rato, desde el margen del camino, la chica lo había estado observando con los ojos brillantes, con atención, incluso con fascinación.

—Supongo que le habrá parecido una gran actuación —dijo.

—No he hecho un gran trabajo con esa cincha —respondió él—. Salgamos de este camino.

—Poner a una pobre y débil mujer en su sitio —continuó la señorita Wannop—. Calmar al caballo como con un hechizo. Supongo que debe de calmar a las mujeres del mismo modo. Compadezco a la suya… ¡El típico hombre de campo inglés! Y además convirtió al factótum en su vasallo con sólo una mirada. El sistema feudal al completo…

Tietjens respondió:

—Pues sepa que será mejor sirviente si piensa que tienen ustedes amigos que saben lo que se hacen. Las clases inferiores son así. Salgamos de este camino.

Ella replicó:

—Tiene usted mucha prisa por ocultarse tras el seto. ¿Nos está persiguiendo la policía o no? Tal vez mintiera usted en el desayuno para calmar los nervios histéricos de una débil mujer.

—No mentía —respondió él—, pero habiendo senderos odio los caminos…

—Eso es una fobia, como la de cualquier mujer —exclamó ella.

Pasó a toda prisa por el torniquete y se quedó esperándolo.

—Supongo —dijo— que si empleó sus elevados y poderosos recursos masculinos para quitarnos de encima a la policía pensará que ha destrozado mi sueño romántico de juventud. No lo ha hecho. No quiero que me persiga la policía. Creo que me moriría si me metieran en Wandsworth. Soy una cobarde.

—¡No, no lo es! —dijo él, aunque estaba siguiendo su propia cadena de pensamientos, exactamente igual que ella no le estaba escuchando a él—. Es probable que sea usted toda una heroína. No porque persevere en acciones cuyas consecuencias teme, sino porque tengo la impresión de que puede tocar la pez sin mancharse. [32]

Ella estaba demasiado bien educada para interrumpirle y esperó hasta que dijo todo lo que tenía que decir, luego exclamó:

—Dejemos las cosas claras desde el principio. Es evidente que mi madre pretende que venga usted a vernos con frecuencia. Será otra mascota, como su padre. Imagino que debe de pensar que lo es: ayer me salvó de la policía y al parecer hoy le ha salvado el cuello a mi madre. Por lo visto, además, va a sacar un beneficio de veinte libras con lo del caballo. Ha dicho que lo haría y no parece de los que fanfarronean… Veinte libras no es moco de pavo para una familia como la nuestra… Así que da la impresión de que se va a convertir en el bel ami [33] habitual de la familia Wannop…

Tietjens replicó:

—Espero que no.

—¡Oh!, no me refería —dijo— a que vaya a conseguir la fama seduciendo a todas las mujeres de la familia Wannop. Además, sólo soy yo. Pero mi madre le encargará toda suerte de trabajos extraños; y siempre habrá un plato para usted en nuestra mesa. ¡No se estremezca! Soy una cocinera bastante buena…, cuisine bourgeoise por supuesto. Aprendí con una cocinera auténtica, aunque era una borracha. Eso significa que yo hacía la mitad de la comida y la familia era exigente. Eran de Ealing: consejeros regionales la mitad de ellos, y otras cosas parecidas. Así que sé cómo son los hombres… —Se interrumpió y dijo con amabilidad—: Pero, por favor, discúlpeme. Siento haber sido grosera con usted. Es que resulta muy irritante tener que quedarse plantada como un conejo disecado mientras un hombre se comporta como un admirable Crichton, [34] frío y sereno con aire de caballero rural inglés.

Tietjens hizo una mueca. La joven se había aproximado algo más de la cuenta a las frecuentes críticas que le hacía su mujer. Y ella exclamó:

—¡No! ¡No es justo! ¡Soy una burra desagradecida! No ha fanfarroneado más que cualquier trabajador eficaz que estuviera haciendo su trabajo en mitad de una multitud de zoquetes inútiles. Pero, dígalo de una vez, ¿quiere? Diga de una vez por todas que… (usted conoce el modo pomposamente adecuado), que no carece de simpatías por nuestros fines, pero desaprueba, inmensa y decididamente, nuestros métodos.

A Tietjens se le ocurrió que la joven estaba mucho más interesada en la causa —de los votos para las mujeres— de lo que había creído al principio. No estaba de humor para discutir con jovencitas y le contestó sin pensarlo demasiado:

—No. Apruebo por completo sus métodos, pero sus fines son estúpidos.

Ella dijo:

—¿Supongo que no sabrá que a Gertie Wilson, que está en cama en nuestra casa, la busca la policía, no sólo por lo de ayer, sino por colocar explosivos en toda una serie de buzones de correos?

Él respondió:

—No lo sabía…, pero me parece lo correcto. Si hubiese quemado alguna de mis cartas puede que me hubiese enfadado, pero no por eso lo habría desaprobado.

—¿Cree usted —le preguntó ella muy seria— que a mi madre y a mí podrían caernos sentencias muy graves por encubrirla? Sería un revés para mi madre. Porque ella es anti…

—No sé nada de la posible sentencia —repuso Tietjens—, pero sería mejor que sacáramos a la chica de la casa cuanto antes…

Ella dijo:

—Entonces, ¿nos ayudaría?

Él respondió:

—Por supuesto, a su madre no se la puede molestar. Ha escrito la única novela que vale la pena leer en inglés desde el siglo dieciocho.

Ella se detuvo y le dijo muy seria:

—Oiga, no se comporte como uno de esos frívolos innobles que aseguran que el voto no les serviría de nada a las mujeres. Las mujeres lo pasan muy mal. Es cierto. Ojalá hubiese visto lo mismo que yo, le aseguro que no le hablo de oídas. —Su voz se volvió más grave, tenía lágrimas en los ojos—: ¡Pobres mujeres! —dijo—, criaturas pequeñas e insignificantes. Tenemos que cambiar las leyes de divorcio. Tenemos que conseguir mejores condiciones. Si supiera lo que yo sé no lo soportaría.

Su emoción le irritaba, pues parecía establecer una especie de intimidad fraternal que de momento no deseaba. Las mujeres no deben expresar sus sentimientos si no es ante sus familiares. Dijo con aspereza:

—Es probable que tenga razón. ¡Pero como no lo sé, sí puedo hacerlo!

Ella le respondió muy decepcionada:

—¡Oh, es usted un animal! Y no pienso disculparme por decirlo. No creo que hable en serio, pero sólo decirlo ya resulta despiadado.

Ése era otro de los frecuentes reproches de Sylvia y Tietjens volvió a hacer una mueca. Ella le explicó:

—No conoce el caso de las obreras de la fábrica de ropa militar de Pimlico o no diría que el voto no les será de utilidad a las mujeres.

—Conozco el caso a la perfección —dijo Tietjens—. Recibí una comunicación oficial, y recuerdo que pensé que jamás había visto un ejemplo más señalado de la inutilidad del voto para cualquiera.

—No es posible que estemos hablando de lo mismo —replicó ella.

—Sí —respondió él—. La fábrica de ropa militar de Pimlico está en el distrito de Westminster y el viceministro de la Guerra es parlamentario por Westminster; en las últimas elecciones necesitaba seiscientos votos para ganar por mayoría. En la fábrica de ropa trabajaban setecientos hombres que cobraban un chelín y seis peniques la hora y todos votaban en Westminster. Los setecientos hombres le escribieron una carta al viceministro diciéndole que si no les subía el salario a dos chelines votarían en masa contra él en las siguientes elecciones…

La señorita Wannop dijo:

—¿Y entonces…?

—Pues —replicó Tietjens— el viceministro mandó despedir a los setecientos hombres que cobraban dieciocho peniques y contrató a setecientas mujeres a diez peniques. ¿De qué les sirvió el voto a los setecientos hombres? ¿De qué le ha servido jamás el voto a nadie?

La señorita Wannop se contuvo y Tietjens impidió que desvelase su falacia diciéndole rápidamente:

—En fin, si las setecientas mujeres, con el apoyo de todas las mujeres explotadas del país, hubieran amenazado al viceministro, hubiesen quemado los buzones de correos y segado todos los campos de golf de alrededor de su casa de campo, habrían conseguido que les subieran el sueldo a media corona en una semana. Ése es el único método. El sistema feudal en funcionamiento.

—Pero no podíamos segar los campos de golf —dijo la señorita Wannop—, al menos la WSPU lo debatió el otro día y decidió que algo tan poco deportivo nos haría demasiado impopulares. Personalmente, yo voté a favor.

Tietjens gruñó:

—¡Es desesperante —dijo— comprobar que las mujeres, en cuanto se reúnen para formar un comité, son tan obtusas y tienen tanto miedo a afrontar las cosas como los hombres!

—A propósito —le interrumpió la chica—, mañana no podrá vender el caballo. Ha olvidado usted que es domingo.

—Entonces tendrá que ser el lunes —respondió Tietjens—. La clave del sistema feudal…

Justo después de comer —y fue una comida excelente a base de cordero frío, patatas nuevas y salsa de menta, hecha con vinagre de vino blanco muy suave; un burdeos joven muy bueno y un oporto todavía mejor, pues la señora Wannop seguía siendo cliente de los bodegueros del difunto profesor— la señorita Wannop fue a responder al teléfono.

La casa, sin duda, había sido barata, pues aunque cómoda y espaciosa era muy vieja, pero también era indudable que no habían regateado esfuerzos en embellecer el piso de abajo. El comedor tenía ventanas a ambos lados y una viga que lo cruzaba por encima; la cubertería de plata había sido adquirida en subastas; los vasos eran de cristal tallado antiguo; a cada lado de la chimenea había una butaca. El jardín tenía senderos de ladrillo rojo, girasoles, alceas y gladiolos escarlatas. No tenía nada de especial, pero la puerta de la valla estaba bien engrasada.

Para Tietjens todo aquello eran esfuerzos. Ahí había una mujer que, pocos años antes, estaba sin un penique y en las circunstancias más míseras, y que había tenido que vivir con los medios más exiguos. ¡Cuántos esfuerzos habrían tenido que hacer! ¡Y cuántos estarían haciendo todavía! Había un muchacho en Eton…, un esfuerzo absurdo, pero valiente.

La señora Wannop estaba sentada frente a él en la otra butaca, era una anfitriona y una mujer admirable. Llena de empuje y energía, aunque también fatigada. Igual que un caballo al que hacen falta tres hombres para ponerle los arreos en el establo y que arranca como un semental, pero pronto se pone a trotar. Su rostro ciertamente parecía cansado, tenía las mejillas sonrosadas de estar al aire libre, pero también muchas arrugas. Estaba muy cómoda allí, con las manos regordetas cubiertas con un chal de encaje negro que le caía por los costados, tan cómoda como cualquier otra gran dama victoriana. No obstante, durante la comida, había dejado caer que, los últimos cuatro años, había escrito ocho horas diarias —hasta ese día—, sin saltarse ni una sola. Como era sábado, no tenía que escribir ningún editorial.

—Y, mi querido muchacho —le había dicho—, te lo doy a ti. No se lo daría nadie más que al hijo de tu padre. Ni siquiera a… —Y había pronunciado el nombre que más respetaba—. Es la verdad —había añadido—. Sin embargo, mientras comía, había caído en profundas y pesadas ausencias, y había hecho juicios fantásticos y equivocados, sobre todo acerca de los asuntos públicos. En conjunto, era un logro enorme.

Y ahí estaba, sentado con el café y el oporto en una mesita a su lado, como si estuviera en su propia casa.

Ella dijo:

—Mi apreciado muchacho…, tienes tantas cosas que hacer. ¿De verdad crees que debes llevar a las chicas a Plimsoll esta noche? Son jóvenes y desconsideradas; el trabajo es lo primero.

Tietjens replicó:

—No es tanta distancia…

—Ya verás como sí —respondió ella de buen humor—. Son treinta kilómetros a partir de Tenterden. Si no sales hasta las diez, cuando se ponga la luna, no estarás de vuelta hasta las cinco, aunque no surja ningún imprevisto… El caballo está bien, pero…

Tietjens dijo:

—Señora Wannop, tengo que decirle que circulan rumores sobre su hija y yo. ¡Y muy desagradables!

Ella volvió la cabeza con cierta rigidez. Pero era sólo que se había quedado un poco ausente.

—¿Eh? —respondió, y luego añadió—: ¡Ah!, por lo del campo de golf… Debe de haber resultado un tanto sospechoso. Supongo que también debió de llamar la atención que intervinieras para quitarles de encima a la policía. —Se quedó meditando un momento, como un Papa viejo—: Bueno, ya se pasará.

—Tengo que decirle —insistió— que es más serio de lo que piensa. Creo que no debería estar aquí.

—¡Que no deberías estar aquí! —exclamó ella—. ¿Y dónde demonios ibas a estar? Sé que no te llevas bien con tu mujer. Es una irresponsable. ¿Quién iba a cuidar de ti tan bien como Valentine y yo?

Acicateado por aquel puyazo, pues, después de todo, a Tietjens le importaba más la reputación de su mujer que cualquier otra cosa en ese complicado mundo, Tietjens le preguntó a la señora Wannop por qué había dicho que Sylvia era una irresponsable. Ella respondió de un modo quejoso y algo soñoliento:

—¡No lo he dicho por nada, querido muchacho! He adivinado que hay diferencias entre vosotros, admite que tengo cierta intuición. Así que, como es evidente que tú eres responsable, ella debe de ser una irresponsable. Eso es todo, te lo aseguro.

El alivio hizo que renaciera la obstinación de Tietjens. Le gustaba aquella casa, su ambiente y frugalidad; la elección del mobiliario; la manera en la que la luz pasaba de una ventana a otra; el cansancio después del arduo trabajo; el afecto que se tenían madre e hija; desde luego, el afecto que ambas sentían por él; y estaba decidido, si es que podía evitarlo, a no dañar la reputación de la hija de la casa.

Los hombres decentes, desde su punto de vista, no hacían esas cosas, y recordó con cierta preocupación las líneas principales de la conversación que había tenido con el general Campion en el vestuario. Le pareció ver los lavabos rajados sobre los soportes de madera de roble cepillada. El rostro de la señora Wannop parecía más gris, más aguileño; ¡un poco enfadado! Asentía de vez en cuando, ya fuese para demostrar interés o por pura somnolencia.

—Mi querido muchacho —dijo por fin—, comprendo que es horrible que digan esas cosas sobre ti. Pero me parece haber vivido rodeada por el escándalo toda mi vida. Cualquier mujer que haya llegado a mi edad tiene esa sensación… Ahora no parece tener importancia. —Cabeceó, casi dormida; luego dijo con un respingo—: No veo…, la verdad es que no veo cómo ayudarte a recuperar tu reputación. Lo haría si pudiera, créeme. Pero tengo otras preocupaciones… Tengo que llevar la casa y mantener a los chicos y pagar la escuela. No puedo prestar toda la atención que quisiera a los problemas de los demás…

Se despertó con un sobresalto y se levantó de la silla.

—Pero ¡qué idiota soy! —dijo, con una entonación brusca que era exactamente igual a la de su hija; y acercándose con la majestuosidad victoriana de su chal y su falda larga al sillón de Tietjens se inclinó hacia él y le acarició el pelo de la sien derecha—. Querido muchacho —dijo—. La vida es amarga. Soy una vieja novelista y sé lo que me digo. Tú te matas a trabajar para salvar el país y mientras tanto una caterva de gatos y monos chillan y aúllan para acabar con tu reputación… El mismísimo Dizzy [35] me dijo esas palabras en una de nuestras recepciones. «Ya ve, señora Wannop…», me dijo…, y… —divagó un momento. Pero hizo otro esfuerzo—: Querido muchacho —susurró, inclinando la cabeza para acercársele al oído—: Querido muchacho, no tiene importancia; en realidad no tiene importancia. Sobrevivirás. Lo único que importa es hacer un buen trabajo. Hazle caso a una vieja que ha tenido una vida muy dura. «Dinero bien ganado», [36] como dicen en la marina. Parece hipocresía, pero es la única verdad… Eso te consolará. Y sobrevivirás. O tal vez no; eso lo decidirá la misericordia divina. Pero no tiene importancia, créeme, sea tu fuerza tan larga como tus días. [37] —Divagó hacia otros pensamientos, le preocupaba mucho la trama de una nueva novela y deseaba volver a considerarla. Se quedó mirando una fotografía, muy descolorida, de su marido, con patillas y una enorme pechera, pero siguió acariciando la sien de Tietjens con sutil ternura.

Eso hizo que Tietjens siguiera sentado allí. Era consciente de tener lágrimas en los ojos; era demasiada ternura para poder soportarla, y en el fondo tenía un alma sencilla, directa y sentimental. Siempre se le llenaban los ojos de lágrimas en el teatro, tras las escenas amorosas, y por eso no iba nunca al teatro. Se preguntó dos veces si debería o no hacer otro esfuerzo, aunque casi superaba sus fuerzas. Quería seguir allí sentado.

La caricia cesó y él se puso torpemente en pie.

—Señora Wannop —le dijo mirándola a la cara—, tiene toda la razón. No debería preocuparme lo que digan esos cerdos sobre mí, pero me importa. Pensaré en lo que me ha dicho, hasta que logre convencerme…

Ella respondió:

—¡Sí, sí, querido! —Y continuó mirando la fotografía.

—Pero —dijo Tietjens; la cogió de la mano enguantada y la llevó de vuelta a su asiento— lo que me preocupa ahora no es mi reputación, sino la de su hija Valentine.

Ella se posó como un globo en la butaca y descansó.

—¡La reputación de Val! —dijo—. ¡Oh, te refieres a que la tacharán de su lista de visitas! No se me había ocurrido. ¡Pues que lo hagan! —Se quedó sumida largo tiempo en sus reflexiones.

Valentine estaba en la habitación, riéndose un poco. Había ido a llevarle la cena al factótum y estaba divertida por los consejos que su madre le estaba dando a Tietjens.

—Le ha salido a usted un admirador —le dijo a Tietjens—. «Perforó esa condenada cincha», repite todo el rato, «¡como un pito real cuando agujerea un tronco hueco!» Se ha tomado una pinta de cerveza y lo ha dicho a cada trago que daba —continuó contándole a Tietjens las expresiones pintorescas de Joel que más le habían llamado la atención; le informó de que, en Kent, llamaban «pito real» a una especie de pico picapinos, y luego dijo—: No tendrá amigos en Alemania, ¿verdad? —Estaba empezando a quitar la mesa.

Tietjens dijo:

—Sí, mi mujer está en Alemania; en un lugar llamado Lobscheid.

Ella dejó una pila de platos sobre una bandeja negra esmaltada.

—Cuánto lo siento —dijo ella, sin que su rostro expresara un pesar muy profundo—. La culpa la tienen las ingeniosas e inteligentes estupideces del teléfono. Me parece que tengo un mensaje telegráfico para usted. Pensé que era un asunto para uno de los editoriales de mi madre. Siempre los envían con las iniciales del periódico, que son las mismas que Tietjens, y la chica que los envía se llama Hopside. Me pareció un tanto hermético, pero creí que tendría que ver con la política alemana y pensé que mi madre sabría a lo que se refería… No os habríais quedado dormidos, ¿verdad, mamá?

Tietjens abrió los ojos; la chica estaba a su lado, pues se había acercado desde la mesa. Sostenía un trozo de papel en el que había transcrito el recado. Parecía haberlo escrito muy deprisa y las letras estaban todas unidas. El mensaje decía: «De acuerdo. Pero asegúrate de que Centralita viaje contigo. Sylvia Hopside. Alemania».

Tietjens se arrellanó en el asiento y se quedó mirando un buen rato aquellas palabras que parecían carecer de sentido. La chica le dejó el papel sobre la rodilla y volvió a la mesa. Se imaginó a la chica luchando con aquellas incoherencias telefónicas.

—Claro que, si lo hubiera pensado bien —dijo la chica—, me habría dado cuenta; no podía tratarse de un editorial para mi madre, porque nunca le envían ninguno los sábados.

Tietjens se oyó decir en voz alta y clara y con una pausa después de cada palabra:

—Significa que tengo que ir con mi mujer el martes y llevar conmigo a su doncella.

—¡Es usted afortunado! —dijo la chica—, ojalá estuviera en su lugar. Nunca he estado en la patria de Goethe y Rosa Luxemburg. —Se marchó con la enorme bandeja cargada de platos y el mantel sobre el brazo. Él reparó vagamente en que antes había limpiado las migas con un cepillo. Se movía con una diligencia extraordinaria y sin dejar de hablar. Eso era lo que había aprendido en el servicio doméstico; una joven corriente habría tardado el doble de tiempo y sin duda se habría comido varias palabras al tratar de hablar. ¡Eficiencia! Acababa de reparar en que iba a volver con Sylvia y ¡por tanto al infierno! Desde luego, era el infierno. Si un demonio astuto y maligno…, aunque, por supuesto, el demonio es estúpido y recurre a insignificancias como los fuegos de artificio y el azufre; es probable que sólo Dios pueda idear las eternas aflicciones de la opresión mental…, si Dios quisiera (y nadie podía oponerse sino sólo esperar que no lo hiciese) idear para él, Christopher Tietjens, una cavernosa eternidad de fatigosa desesperación… Pero Él lo había hecho, sin duda como retribución. ¿Por qué? ¿Quién sabe, ya que Dios es justo, qué pecados merecen un severo castigo a los ojos de Dios? Después de todo, tal vez Dios castigase así los pecados sexuales.

A su imaginación volvió, grabada a fuego, la imagen de la habitación del desayuno, con todos los aparatos eléctricos de latón, escalfadoras, tostadoras, parrillas y hervidores, que odiaba por su estúpida ineficacia, con las enormes pilas de flores de invernadero, ¡que odiaba por su exótica artificialidad!, los paneles blancos esmaltados que tanto le disgustaban y las malas pinturas enmarcadas —auténticas, por supuesto, querida, garantizadas por Sotheby—, de mujeres sonrosadas con falsos sombreros de Gainsborough que vendían arenques o escobas. Un regalo de boda que despreciaba. Y la señora Satterthwaite, en negligé, aunque con un inmenso sombrero, leyendo el Times entre un eterno crujir de hojas de periódico porque era incapaz de concentrarse en una página; y Sylvia yendo y viniendo porque era incapaz de estarse quieta, con un trozo de tostada en los dedos o con las manos a la espalda. Muy alta y rubia, tan elegante, tan llena de vida y tan cruel como el degenerado ganador habitual del Derby. Criada mediante cruces endogámicos a lo largo de generaciones con el único propósito de enloquecer a cierto tipo de hombres… Yendo de aquí para allá y exclamando: «¡Me aburro!, ¡me aburro!». A veces, incluso rompiendo los platos del desayuno… ¡Y hablando! Hablando sin parar: con inteligencia, con idiotez, con desesperante inexactitud, con perversa agudeza, y deseando que la contradijeran; un caballero debe responder a las preguntas de su mujer… Y esa continua presión sobre su frente; la determinación de quedarse sentado; el décor de la habitación parecía quemarle en la imaginación. Ahí estaba, en la penumbra, ante sus ojos. Y la presión sobre su frente…

La señora Wannop le estaba hablando; no llegó a saber lo que le decía y luego tampoco supo lo que le había respondido.

«¡Dios! —se dijo—, si lo que castiga Dios son los pecados sexuales, desde luego es justo e inescrutable!» Antes de casarse con ella, había tenido contacto carnal con esa mujer en un vagón de ferrocarril, de regreso de los ducados de Nottinghamshire. ¡Una chica extravagantemente hermosa!

¿Dónde había ido a parar la atracción física que había sentido por ella? Le había parecido irresistible mientras veía pasar los condados por la ventana… Su imaginación le decía que lo había engatusado. Su intelecto le quitó la idea de la cabeza. Ningún caballero piensa algo así de su mujer.

Ningún caballero piensa así… Dios mío; debía de estar embarazada de otro hombre… Se había pasado los últimos cuatro meses luchando con aquella convicción. Ahora supo que llevaba cuatro meses luchando con aquella convicción mientras se sumergía, anestesiado, en cifras y teorías de ondas. Sus últimas, sus ultimísimas, palabras, las había pronunciado muy tarde, iba toda de blanco se había metido en el vestidor y no había vuelto a verla, sus últimas palabras habían sido acerca del niño.

—Supongamos… —había empezado. No recordaba lo demás, pero sí la expresión de sus ojos. Y el gesto que hizo mientras se quitaba los largos guantes blancos.

Tietjens estaba mirando la chimenea de la señora Wannop; lo cierto es que le parecía de mal gusto tener troncos en la chimenea en verano. Pero qué vas a hacer con una chimenea en verano. En las casas de Yorkshire, las cierran con una portezuela. Pero eso también resulta un poco pretencioso.

Se dijo: «¡Dios mío! He sufrido un ataque», y se puso en pie para comprobar si lo sostenían las piernas, pero no había sufrido ningún ataque. Entonces, pensó, debía de ser que el dolor de aquella última consideración era demasiado grande para que su imaginación lo interpretara, igual que pasan desapercibidos ciertos dolores físicos terribles. Los nervios, como las balanzas, no pueden registrar más que ciertas cantidades, y luego resultan inútiles. Un vagabundo al que le había cortado la pierna un tren le había contado que había tratado de incorporarse tras el accidente sin sentir nada en absoluto… No obstante, el dolor llega luego…

Le dijo a la señora Wannop, que seguía hablando:

—Le ruego que me perdone, pero no he oído lo último que ha dicho.

—Te estaba diciendo que eso es todo lo que puedo hacer por ti.

Él se disculpó:

—Lo siento muchísimo, pero es eso lo que no había oído. Estoy un poco distraído.

Ella respondió:

—Lo sé, lo sé. La imaginación divaga constantemente, pero preferiría que me escuchases. Tengo que irme a trabajar, y tú también. Te estaba diciendo que, después del té, Valentine y tú iréis a Rye a buscar tu equipaje.

Forzando su inteligencia, pues en su imaginación había experimentado una súbita sensación placentera: la luz del sol sobre un tejado rojo piramidal en la distancia; ellos descendiendo en diagonal por una colina verde. Dios, sí, necesitaba aire fresco. Tietjens dijo:

—Comprendo. Nos toma a ambos bajo su protección. Usted los engañará a todos.

La señora Wannop respondió con cierta frialdad:

—No me refiero a vosotros dos. Es a ti a quien tomo bajo mi protección (¡son tus propias palabras!). En cuanto a Valentine: ella se lo ha buscado, que cada palo aguante su vela. Ya te lo he dicho; no puedo volver a pasar por eso.

Se interrumpió e hizo otro esfuerzo:

—Resulta molesto —dijo— que te tachen de la lista de visitas de Mountby. Dan fiestas muy divertidas. Pero soy demasiado vieja para preocuparme y ellos echarán de menos mi conversación más de lo que echo yo la suya. Por supuesto, protegeré a mi hija de los gatos y los monos. Por supuesto, la respaldaré en todo. La apoyaría aunque se fuese a vivir con un hombre casado o tuviera hijos ilegítimos. Pero no apruebo, no apruebo a las sufragistas: desprecio sus fines, detesto sus métodos. No creo que las jóvenes deban hablar con desconocidos. Valentine habló contigo y mira los contratiempos que te ha causado. Lo desapruebo. Soy mujer y aun así me he abierto camino: otras mujeres podrían hacerlo si quisieran o tuvieran la energía necesaria. ¡Lo desapruebo! Pero no pienses que voy a criticar a ninguna sufragista, individualmente o en grupo; ni a Valentine ni a ninguna otra. No creas que diré jamás una palabra contra ellas, lo que te he dicho quedará entre nosotros. Ni que escribiré una palabra en su contra… ¡No, soy una mujer y apoyaré a las de mi sexo!

Se puso en pie con gran energía:

—Tengo que irme a escribir mi novela —dijo—. Tengo que enviar la entrega del lunes por tren esta noche. Ve a mi estudio, Valentine te dará papel, tinta y doce clases de plumas diferentes. Encontrarás los libros del profesor Wannop por toda la habitación. Tendrás que soportar el ruido de la máquina de escribir de Valentine en la alcoba. Tengo dos novelas por entregas en marcha, una manuscrita y la otra mecanografiada.

Tietjens exclamó:

—Pero ¡y usted!

—Yo —replicó ella— escribiré en mi dormitorio sobre mis rodillas. Soy una mujer y puedo hacerlo. Tú eres un hombre y necesitas una silla bien acolchada y un refugio… ¿Te ves con ánimos de trabajar? Entonces tienes hasta las cinco; a esa hora Valentine te llevará el té. A las cinco y media podéis marcharos a Rye. Estarás de vuelta con tu equipaje, tu amigo y su equipaje a las siete.

Luego le hizo callar de modo imperioso añadiendo:

—No seas absurdo. Tu amigo sin duda preferirá esta casa y la cocina de Valentine al pub y la cocina del pub. Y le saldrá más barato… No es ninguna molestia. Supongo que tu amigo no denunciará a esa pobre sufragista que hay arriba. —Se interrumpió y dijo—: Asegúrate de terminar tu trabajo a tiempo y llévalas a Valentine y a ella a ese lugar… Es imprescindible que no viajen en tren y allí tenemos amigos que nunca han tenido relación con las sufragistas. La chica puede esconderse con ellos un tiempo. Pero si ves que no vas a tener tiempo, prefiero llevarlas yo misma…

Volvió a silenciar a Tietjens, esta vez de manera cortante:

—Te digo que no es ninguna molestia. Valentine y yo siempre hacemos las camas nosotras mismas. No nos gusta tener sirvientes enredando con nuestras cosas. Podemos conseguir más ayuda en el vecindario de la que necesitamos. La gente aquí nos aprecia. Tendremos quien nos ayude con el trabajo extra que nos deis. Podríamos tener sirvientes si quisiéramos. Pero a Valentine y a mí nos gusta estar solas en casa por la noche. Nos queremos mucho.

Anduvo hacia la puerta y luego se volvió para decir:

—¿Sabes que no puedo quitarme de la cabeza a esa desdichada y a su marido? Debemos hacer por ellos todo lo que podamos. —Luego se sobresaltó y exclamó—: Pero, ¡Dios mío!, te estoy entreteniendo. Al estudio se va por allí, por esa puerta.

Se fue a toda prisa por otra puerta y sin duda por un pasillo gritando:

—¡Valentine! ¡Valentine! Lleva a Christopher al estudio. Enseguida… a… —Su voz sonó cada vez más apagada.