—No me parece justo, Valentine —dijo la señora Duchemin. Estaba arreglando unas flores diminutas que flotaban sobre el agua en un jarrón de cristal. Allí, sobre la mesa del desayuno, eran como un fragmento de mosaico entre fuentes de plata sobre infiernillos, centros de mesa de plata con melocotones apilados formando pirámides, y grandes cuencos de plata llenos de rosas que pendían sobre el mantel de damasco. Una profusión de objetos de plata formaba una especie de fortificación en la cabecera de la mesa: dos enormes teteras de plata, un gran hervidor de plata sobre un trípode y un par de jarrones de plata de finos y altos tallos azules de espuelas de caballero que, al abrirse, le daban aspecto de abanico. La habitación dieciochesca era alargada y de techos muy altos y estaba forrada con paneles de madera oscura. En el centro de cada uno de los cuatro paneles que daban a la ventana colgaban cuadros de añeja tonalidad anaranjada que representaban nieblas y los aparejos de unos barcos entre la neblina del amanecer. Debajo de cada gran marco dorado había un letrero que llevaba la inscripción: «J. M. W. Turner». Las sillas, colocadas a lo largo de la mesa dispuesta para ocho personas, tenían esbeltos y delicados respaldos Chippendale; sobre un dorado aparador de caoba que tenía detrás unas cortinas verdes de seda colgadas de un raíl de latón, había un enorme jamón cocido; más melocotones sobre un centro de mesa; un pastel de carne grande y crujiente; otro centro de mesa que sostenía los globos pálidos de unos pomelos; una galantina y un cubo de carne incrustado en espesa gelatina.
—¡Oh!, en estos tiempos las mujeres debemos ayudarnos unas a otras —dijo Valentine Wannop—. No podía dejar que te las arreglases tú sola después de haber venido a desayunar con vosotros todos los sábados desde que tengo memoria.
—Te estoy —respondió la señora Duchemin— inmensamente agradecida por tu apoyo moral. Tal vez no tendría que haberme arriesgado esta mañana. Aunque le he dicho a Parry que lo deje fuera hasta las diez y cuarto.
—En cualquier caso, demuestra mucha deportividad por tu parte —replicó la chica—. Creo que valía la pena intentarlo.
La señora Duchemin, rodeó indecisa la mesa y cambió ligeramente la posición de las espuelas de caballero.
—Creo que servirán como pantalla —dijo la señora Duchemin.
—¡Oh!, nadie podrá verlo —respondió animándola la joven. Luego añadió con súbita resolución—: Mira, Edie. Deja de preocuparte por mí. Si crees que cualquier cosa que oiga en tu mesa, después de nueve meses trabajando como una esclava en Ealing, con tres hombres en la casa, una mujer enferma y una cocinera borracha, puede corromper mi espíritu, te equivocas. Ten la conciencia tranquila y no hablemos más del asunto.
La señora Duchemin exclamó:
—¡Oh, Valentine! ¿Cómo pudo permitir tu madre que…?
—No lo sabía —respondió la chica—. Estaba enloquecida por el dolor. Se pasó la mayor parte de los nueve meses sentada de brazos cruzados en una pensión de veinticinco chelines a la semana, y aceptaba los cinco chelines a la semana que ganaba yo para completar el dinero —luego añadió—: Por supuesto, también tenía que pagar la escuela de Gilbert. Y en vacaciones también.
—¡No lo entiendo! —dijo la señora Duchemin—. Sencillamente no lo entiendo.
—Pues claro que no —respondió la chica—. Tú eres como todas esas buenas personas que organizaron una colecta para volver a comprar la biblioteca de mi padre y luego regalársela a mi madre. Eso nos costó otros cinco chelines a la semana para pagar el almacén de los libros, y en Ealing siempre me estaban regañando por el estado de mi ropa…
Se interrumpió y dijo:
—No hablemos más de eso, si no te importa. Estoy en tu casa, así que supongo que tienes derecho a pedir referencias, como dicen las amas de casa. Pero tú siempre has sido muy buena conmigo y nunca me las has pedido. Aun así ha llegado el momento; ¿sabes que ayer le dije a un hombre en el campo de golf que había trabajado nueve meses como sirvienta doméstica? Estaba tratando de explicarle por qué era sufragista; y, como le estaba pidiendo un favor, pensé que debía darle mis referencias también a él.
La señora Duchemin hizo un impulsivo ademán de acercarse a la chica y exclamó:
—¡Tú, querida!
La señorita Wannop respondió:
—Espera un minuto. No he terminado. Lo que quiero decir es que nunca hablo de esa época de mi vida porque me avergüenza. Y me avergüenza por la sencilla razón de que creo que me equivoqué. Actué por impulso y no rectifiqué por pura obstinación. Quiero decir que probablemente habría sido más sensato pasar el sombrero entre algunas personas generosas para mantener a mi madre y completar mi educación. Pero cuando se hereda la mala suerte de los Wannop también se hereda su orgullo. Y no pude hacerlo. Además, sólo tenía diecisiete años, y declaré que después de la venta nos íbamos a mudar al campo. Como sabes, no he tenido una educación, o la he tenido sólo a medias, porque mi padre era tan inteligente que tenía ideas. Y una de ellas era que yo iba a ser profesora de atletismo en Cambridge y no una profesora convencional, o que habría podido serlo, creo. No sé de dónde le vino esa ocurrencia… Pero me gustaría que entendieras dos cosas. Una la he dicho ya: lo que oiga en esta casa ni me sorprenderá ni me corromperá, me es indiferente que se diga en latín. Comprendo el latín tan bien como el inglés porque mi padre nos habló a mí y a Gilbert en latín en cuanto empezamos a balbucir.
»…Y, ¡oh, sí!: soy sufragista porque he sido sirvienta doméstica. Pero quiero que comprendas que, aunque haya sido sirvienta doméstica y sea sufragista…, eres una mujer anticuada y de ambas cosas se piensan cosas muy raras…, así que quiero que comprendas que a pesar de todo soy pura, casta, ya sabes…, perfectamente virtuosa.
La señora Duchemin preguntó:
—¡Oh, Valentine! ¿Tuviste que llevar cofia y delantal? ¡Tú! ¡Con cofia y delantal!
La señorita Wannop replicó:
—¡Sí! Llevé cofia y delantal y le gimoteaba «Señora» a mi ama, y dormía debajo de las escaleras porque no quería dormir con la zafia de la cocinera.
La señora Duchemin se adelantó corriendo y cogió a la señorita Wannop de las manos y la besó primero en la mejilla izquierda y luego en la derecha.
—¡Oh!, Valentine —dijo—, eres una heroína. ¡Y sólo tienes veintidós años! ¿No es eso el ruido del coche?
Pero no lo era y la señorita Wannop afirmó:
—¡Oh, no! No soy ninguna heroína. Cuando traté de hablarle a ese ministro de ayer, no pude. Fue Gertie quien le habló, yo me puse a dar saltitos y balbucí: «¡Vo… Vo… Votos para las Mu… Mu… Mu… ujeres! Si hubiese sido valiente de verdad no me habría avergonzado tanto hablar con un extraño.
—Pero sin duda —respondió la señora Duchemin, que seguía sujetándole las manos— eso te convierte en más fuerte… El verdadero héroe es quien hace algo que le asusta, ¿no?
—¡Oh, a los diez años siempre teníamos esa vieja discusión con mi padre! Nunca se sabe. Habría que definir lo que es el valor. Fui cobarde…, me atreví a increparles cuando estaban todos. Pero fui incapaz de hablar con un solo hombre a sangre fría… Por supuesto, sí hablé con ese idiota gordo de ojos saltones que jugaba al golf, para que salvase a Gertie. ¡Pero eso fue diferente!
La señora Duchemin movió las manos de la chica arriba y abajo.
—Como sabes muy bien, Valentine —dijo—, soy una mujer anticuada. Creo que el verdadero lugar de una mujer está al lado de su marido. Aunque al mismo tiempo…
La señorita Wannop se apartó.
—¡No, Edie, no! —exclamó—. Si crees eso, es que te opones. No puedes correr con la liebre y cazar con los perros. Ése es tu mayor defecto… Te digo que no soy una heroína. Me da miedo ir a la cárcel. Detesto las discusiones. Doy gracias a Dios de que mi deber sea ayudar a mi madre con la casa y pasar a máquina sus manuscritos, porque así puedo hacer cosas útiles… Mira a esa triste y mórbida Gertie, oculta en nuestra buhardilla. ¡Se ha pasado la noche llorando…!, pero es sólo por los nervios. Ha estado en la cárcel cinco veces e incluso le han lavado el estómago. ¡Y no le teme a nada…! En cambio yo, una chica dura como una roca a la que la cárcel no le afectaría en lo más mínimo, estoy hecha un manojo de nervios. Por eso digo tonterías como una colegiala impertinente. A cada momento tengo la sensación de que la policía va a venir a detenerme.
La señora Duchemin le acarició el cabello rubio a la chica y le colocó un mechón rebelde detrás de la oreja.
—Ojalá dejaras que te enseñase a peinarte —afirmó—. El hombre adecuado podría aparecer en cualquier momento.
—¡Oh, el hombre adecuado! —respondió la señorita Wannop—. Gracias por cambiar con tanto tacto de asunto. El hombre adecuado, cuando llegue, será un hombre casado. ¡En eso consiste la mala suerte de los Wannop!
La señora Duchemin replicó con profunda preocupación:
—No hables así… ¿Por qué ibas a pensar que tienes peor suerte que otras personas? A tu madre le ha ido bien. Tiene una posición, gana dinero…
—Ah, pero mi madre no es una Wannop —respondió la chica—, sólo lo es por matrimonio. Los verdaderos Wannop… han sido ejecutados y deshonrados, y falsamente acusados y han muerto en accidentes de carruaje, y se han casado con aventureras o han muerto sin un penique como mi padre. Desde los albores de la historia. Y, además, mi madre tiene su mascota…
—¡Oh!, ¿de qué se trata? —preguntó la señora Duchemin, con cierto interés—, ¿de una reliquia…?
—¿No sabes lo de la mascota de mi madre? —preguntó la chica—. Se lo cuenta a todo el mundo… ¿No has oído la historia del hombre del champán? Lo de que mi madre estaba sentada en su vestidor pensando en suicidarse cuando entró un hombre llamado Tea-tray [18] o algo parecido; siempre lo llama la mascota y nos pide que le llamemos así en nuestras oraciones… Había asistido a una universidad alemana con mi padre unos años antes y le tenía mucho aprecio, pero había perdido el contacto con él. Llevaba nueve meses fuera de Inglaterra cuando se enteró de que mi padre acababa de morir. Y le dijo: «Vaya, señora Wannop, ¿qué le ocurre?». Y ella se lo explicó. Y él respondió: «¡Lo que usted necesita es un poco de champán!». Y le dio un soberano a la criada para que fuese a comprar una botella de Veuve Clicquot. Y rompió el cuello de la botella contra la repisa de la chimenea porque tardaban en llevarle un abridor. Y se quedó allí mientras ella se bebía media botella en el vaso del cepillo de dientes. Y luego la invitó a almorzar… ¡oh!, ¡oh!, ¡oh!, ¡hace frío! Y la aconsejó… Y le consiguió un trabajo para revisar editoriales en un periódico del que él era accionista…
La señora Duchemin dijo:
—¡Estás temblando!
—Lo sé —dijo la chica y luego continuó a toda prisa—: Y, por supuesto, mi madre siempre le había escrito los artículos a mi padre. A él se le ocurrían ideas, pero no sabía escribir, y ella tiene un estilo espléndido… Y desde entonces él, la mascota, Tea-tray, siempre ha aparecido en los peores momentos. ¡Como cuando se enfadaron con ella en el periódico y amenazaron con despedirla por sus errores! Comete unos errores terribles. Y le escribió una tabla de cosas que cualquier redactor de editoriales debe saber, como que «A. Ebor» es el arzobispo de York, y que el gobierno es de signo liberal. Y un día se presentó y le dijo: «¿Por qué no escribe una novela sobre esa historia de la que me habló?». Y le prestó el dinero para comprar la casa de campo en la que vivimos para que pudiera estar tranquila y escribir… ¡Oh, no puedo seguir!
La señorita Wannop prorrumpió en lágrimas.
—Es por pensar en esos días horribles —dijo—. ¡Y en ese horrible, horrible día de ayer! —Se pasó los nudillos violentamente por los ojos y eludió el pañuelo y los abrazos de la señora Duchemin. Luego dijo casi con desdén—: Qué persona tan amable y considerada soy. ¡Y tú con este suplicio sobre tus hombros! ¿Acaso crees que no aprecio tu silencioso heroísmo hogareño mientras nosotras desfilamos por ahí con banderas y gritamos consignas? Pero es precisamente para que las mujeres como tú dejéis de ser torturadas, en cuerpo y alma, día tras día, por lo que…
La señora Duchemin se había sentado en una silla cerca de la ventana y se tapaba la cara con el pañuelo.
—¿Por qué las mujeres en tu situación no se buscan un amante? —preguntó acalorada la chica—. O es que se los buscan…
La señora Duchemin alzó la mirada, a pesar de las lágrimas su pálido semblante tenía un aire digno y serio.
—¡Oh, no, Valentine! —dijo en tono grave—. Hay algo hermoso y emocionante en la castidad. No soy estrecha de miras. ¡Censorius! [19] ¡No condeno a nadie! Pero observar de palabra, acción y pensamiento una fidelidad de por vida… No es un logro pequeño.
—Quieres decir como ganar una carrera de sacos —replicó la señorita Wannop.
—No tendría que haberlo planteado así —respondió con amabilidad la señora Duchemin—. ¿No crees que el verdadero símbolo es Atalanta, corriendo a toda prisa y sin desviarse a recoger la manzana dorada? [20] Ésa me ha parecido siempre la verdad oculta en esa hermosa leyenda…
—No lo sé —respondió la señorita Wannop—, cuando leo lo que dice Ruskin al respecto en La corona de olivo silvestre. ¡Oh, no! Es en La reina del aire. Así se llama su libro sobre Grecia, ¿no? Siempre pienso que parece una carrera de sacos en la que la joven no tiene la vista fija en la meta. Pero supongo que todo se reduce a lo mismo.
La señora Duchemin dijo:
—¡Querida! No permitiré que nadie diga una sola palabra en contra de John Ruskin en esta casa.
La señorita Wannop chilló.
Una voz estentórea había gritado:
—¡Por aquí! ¡Por aquí…! ¡Las damas están aquí!
De los coadjutores del señor Duchemin —tenía tres, porque regentaba tres parroquias en las marismas casi sin estipendio, algo que sólo podría permitirse un clérigo muy rico— lo más notable era que los tres tenían un físico más parecido al de un púgil que al de un clérigo. De modo que cuando, por casualidad, el señor Duchemin, que era también de una estatura considerable, y sus tres ayudantes andaban al atardecer por una carretera, a cualquier maleante con el que se encontraran en la niebla se le encogía el corazón.
El señor Horsley —el número dos— tenía además una voz muy potente. Gritaba cuatro o cinco palabras, intercalaba «ji, ji, ji», gritaba cuatro o cinco palabras más y volvía a intercalar «ji, ji, ji». Tenía unas muñecas enormes que asomaban de sus puños clericales, una enorme nuez, una cara lívida, grande y delgada, el cabello tan corto que se le veía el cráneo y los ojos muy hundidos. Y cuando empezaba a hablar no había manera de pararlo, porque el sonido de su propia voz le impedía oír cualquier forma posible de interrupción.
Esa mañana, en su calidad de visitante habitual de la casa encargado de conducir hasta la habitación del desayuno a los señores Tietjens y Macmaster, a quienes se había encontrado en las escaleras, tenía muchas cosas que contar. De modo que su labor como guía no fue, en sí misma, un éxito…
—¡EN ESTADO DE SITIO, SEÑORAS! ¡Ji, ji, ji! —reía y rugía alternativamente—. Vivimos en auténtico estado de sitio… ¿Qué hay de…? —Por lo visto la noche anterior, después de la cena, el señor Sandbach y algo más de media docena de los jovenzuelos que habían cenado en Mountby, se habían dedicado a recorrer los caminos rurales, montados en motocicletas y armados con garrotes, en busca de… ¡sufragistas! Habían parado, intimidado, amenazado con sus garrotes e interrogado a todas las mujeres a las que se habían encontrado en la oscuridad. El campo estaba en armas.
Contar una historia así requería, con todas las reflexiones y repeticiones necesarias, mucho tiempo, y eso les proporcionó a Tietjens y la señorita Wannop la ocasión de mirarse el uno al otro. La señorita Wannop temió sinceramente que aquel hombretón torpe y de aspecto extraño pudiera, ahora que había vuelto a encontrarla, entregarla a la policía, que suponía que debía estar buscándolas a ella y a su amiga Gertie, la señorita Wilson, que en ese momento estaba en cama, al cuidado, suponía también, de la señora Wannop. Le había parecido lógico y natural verlo en el campo de golf; en cambio allí con esa ropa tan ancha y aquellas manos tan enormes, con el mechón blanco a un lado del cabello más bien corto y sus rasgos enigmáticos e informes, le produjo la impresión de que estaba al mismo tiempo en su ambiente y fuera de lugar. Armonizaba bien con el jamón, con el pastel de carne, con la galantina e incluso un poco con las rosas; pero los cuadros de Turner, las hermosas cortinas y las etéreas túnicas de la señora Duchemin, que llevaba ámbar y rosas en el pelo, no casaban con él lo más mínimo. Ni siquiera lo hacían las sillas Chippendale. Y se descubrió pensando extrañamente, por debajo de sus temores de criminal y de la voz del reverendo Horsley, que el tweed de él combinaba bien con su propia falda, y se alegró de haberse puesto una blusa limpia de seda de color crema y no una camisa rosa de rayas.
En eso tenía razón.
En todos los hombres hay dos inteligencias que funcionan paralelamente, de modo que la una controla a la otra; así la emoción se enfrenta a la razón, el intelecto corrige a la pasión y las primeras impresiones actúan un poco, aunque sea muy poco, antes de la reflexión. No obstante, las primeras impresiones siempre tienen un sesgo a su favor, e incluso a una reflexión sosegada le cuesta trabajo borrarlas.
La noche anterior, Tietjens había dedicado un rato a pensar en aquella joven. El general Campion se la había asignado como maîtresse en titre. Se suponía que se había arruinado, que había destrozado su hogar y que había malgastado en ella el dinero de su mujer. Aquello era una sarta de mentiras. Sin embargo, tampoco eran imposibilidades intrínsecas. En determinadas circunstancias y con la mujer adecuada, hay hombres muy sensatos que han hecho cosas parecidas. Dios sabía que a él también podría sucederle. Pero que se hubiera arruinado por una joven tan insignificante, que se había presentado diciendo que había sido sirvienta doméstica, y que vestía una blusa rosa de algodón… ¡eso parecía sobrepasar los límites incluso del cotilleo de club más irracional!
¡Ésa fue la primera impresión y la más duradera! Estaba muy bien tratar de convencerse de que la chica no era una criada de nacimiento, sino que era la hija del profesor Wannop ¡y sabía saltar! —pues Tietjens era de la firme opinión de que lo que separaba a las clases superiores de las inferiores era que las primeras sabían levantar los pies del suelo y la gente vulgar no—. Pero la impresión perduraba. La señorita Wannop era una criada de nacimiento. Digamos una sirvienta por naturaleza. Era de buena familia, pues a los Wannop se les mencionaba por primera vez en Birdlip, en Gloucestershire, en el año 1417…, sin duda enriquecidos después de Agincourt. Pero incluso los hombres inteligentes de buena familia tienen, de cuando en cuando, hijas que son sirvientas por naturaleza. Ésa era una de las peculiaridades de la herencia… Y, aunque Tietjens había llegado tan lejos como para reparar en que la señorita Wannop debía de ser una especie de heroína que había sacrificado sus años de juventud por el talento de su madre y sin duda por un hermano que estaba estudiando —pues había llegado a adivinar tanto como eso—, seguía siendo incapaz de verla de otro modo que como una sirvienta. Las heroínas son admirables, pueden ser incluso santas, pero si dejan que las preocupaciones se reflejen en su rostro y se vuelven desharrapadas… En fin, deben esperar al oro que sin duda les espera en abundancia en el cielo. En esta tierra difícilmente puede aceptárselas como mujeres de hombres de tu propia clase. Desde luego, uno nunca gastaría el dinero de su mujer con ellas. A eso se reducía todo en realidad.
Pero favorecida como la veía ahora, con seda en lugar de algodón rosa, con el cabello limpio y rizado en lugar de con un sombrero blanco de tela, con un cuello joven y encantador, con unos buenos zapatos debajo de los elegantes tobillos, con un rubor saludable en lugar de la palidez que le producía el día anterior el temor a lo que pudiera ocurrirle a su compañera, como igual entre otras personas de calidad; baja de estatura, pero bien formada y saludable, y con unos inmensos ojos azules fijos en los suyos sin el menor recato…
«Demonios… —se dijo—, ¡es cierto! ¡Vaya amante tan guapa que me he echado!»
Culpó a Campion, a Sandbach y a los cotillas del club por la forma que había adoptado aquella idea, pues la cruel, amarga y estúpida presión del mundo tiene no obstante algo de selectivo, si empareja a hombres y mujeres en sus inexorables chismorreos es porque hay algo de armonioso en la unión. ¡Y entonces aparece la presión de la sugerencia!
Le echó un vistazo a la señora Duchemin y le pareció infinitamente vulgar y probablemente una aburrida. Le disgustó el estilo de su amplísimo vestido azul de hombros anchos y pensó que ninguna mujer debería utilizar ámbar, cuyo uso más apropiado era la fabricación de boquillas de cigarrillo para los sinvergüenzas. Volvió a mirar a la señorita Wannop y pensó que sería una buena mujer para Macmaster. A Macmaster le gustaban las chicas robustas, y ésta era lo bastante señora para él.
Oyó que la señorita Wannop le gritaba a la señora Duchemin por encima del vozarrón:
—¿Quieres que me siente junto a la cabecera de la mesa y vaya sirviendo las tazas?
La señora Duchemin respondió:
—¡No! Le he pedido a la señorita Fox que las sirva ella. Está sorda como una tapia. —La señorita Fox era la hermana sin dinero de un coadjutor fallecido—. Tú ocúpate de entretener al señor Tietjens.
Tietjens reparó en que la señora Duchemin tenía una voz profunda muy hermosa, atravesaba los ruidos del señor Horsley igual que el canto de un tordo atraviesa una tempestad. Era bastante agradable. Se dio cuenta de que la señorita Wannop esbozaba una pequeña mueca.
El señor Horsley se volvía de un lado a otro, como un megáfono que le hablase a una multitud, y se dirigía a sus oyentes por rotación. En ese momento estaba berreándole a Macmaster, pronto volvería a ser el turno de Tietjens de oír una descripción de los ataques al corazón de la vieja señora Haglen en Nobeys. Pero el turno de Tietjens no llegó…
Una dama de unos cuarenta y cinco años, de mejillas redondas y tez morena, con una mirada agradable y bastante bien vestida con el negro de una viuda no muy reciente entró en la sala con precipitación. Le dio unos golpecitos en el declamatorio brazo derecho al señor Horsley, y como él siguió hablando, lo cogió de la mano y le dio unos tirones. Exclamó en voz alta y autoritaria:
—¿Quién es Macmaster, el crítico? —y luego con calma le dijo a Tietjens—: ¿Es usted Macmaster, el crítico? ¡No! Entonces debe de ser usted.
El modo en que se volvió hacia Macmaster y dejó de interesarse por él había sido una de las mayores muestras de grosería que había visto Tietjens, pero fue algo tan estrictamente profesional que no se ofendió. Estaba diciéndole a Macmaster:
—¡Oh!, señor Macmaster, mi nuevo libro saldrá el jueves de la semana que viene. —Había empezado a llevárselo hacia la ventana al otro extremo de la habitación.
La señorita Wannop preguntó:
—¿Qué has hecho con Gertie?
—¡Gertie! —exclamó la señora Wannop con la sorpresa de quien despierta de un sueño—. ¡Ah, sí! Está dormida. Dormirá hasta las cuatro. Le dije a Hannah que le echara un vistazo de vez en cuando.
La señorita Wannop hizo un gesto con las manos abiertas.
—¡Pero, mamá! —se obligó a decir.
—¡Oh, sí! —dijo la señora Wannop—, habíamos acordado decirle a la buena de Hannah que no viniera hoy. ¡Y lo hicimos! —Le dijo a Macmaster—: La buena de Hannah es nuestra criada. —Titubeó un instante y luego siguió muy animada—: Por supuesto, le vendrá bien oír hablar de mi nuevo libro. A ustedes, los periodistas, un poco de información previa… —Y se llevó a Macmaster del brazo…
Eso había ocurrido porque, justo antes de subir al tílburi que iba a llevarla a la rectoría —pues ella no sabía guiar un caballo—, la señorita Wannop le había dicho a su madre que habría dos hombres en el desayuno, uno cuyo nombre desconocía, y el otro un tal señor Macmaster, un crítico famoso. La señora Wannop le había gritado:
—¿Un crítico? ¿De qué? —Despertándose electrizada de su sueño.
—No lo sé —le había respondido su hija—. De libros, diría yo.
Un segundo o dos después, cuando el caballo, un enorme animal negro incapaz de procrear, había recorrido veinte metros con varias zancadas, el hombre que lo guiaba había dicho:
—Creo que su madre le está gritando alguna cosa… —Pero la señorita Wannop le había respondido que no tenía importancia. Estaba convencida de tenerlo todo previsto. Pensaba volver a la hora de comer; su madre le echaría de cuando en cuando un vistazo a Gertie Wilson en la buhardilla; le diría a Hannah, la criada, que se tomase el día libre. Era de suma importancia que Hannah no supiera que una joven desconocida estaba durmiendo en la buhardilla a las once de la mañana. De lo contrario, se correría la voz por el vecindario y la policía se les echaría encima de inmediato.
Pero la señora Wannop era una mujer de negocios. Si se enteraba de que había un crítico cerca de allí se apresuraba a visitarlo y a llevarle unos huevos como obsequio. En cuanto llegó la criada, se puso en camino hacia la rectoría. Ninguna consideración acerca del peligro de que acudiese la policía la habría detenido; además, se había olvidado por completo de la policía.
Su llegada importunó mucho a la señora Duchemin, porque quería que sus invitados estuvieran sentados y hubiesen empezado a desayunar cuando llegase su marido. Y eso no era fácil. La señora Wannop, que no había sido invitada, rehusó a apartarse del señor Macmaster. El señor Macmaster le había explicado que nunca escribía reseñas en los periódicos, sino sólo artículos para sesudas revistas cuatrimestrales, y a la señora Wannop se le había ocurrido que un artículo sobre su nuevo libro en una revista cuatrimestral era justo lo que necesitaba. De modo que estaba dedicada a ilustrar al señor Macmaster sobre cómo escribir sobre ella, y en las dos ocasiones en las que la señora Duchemin casi logró conducir al señor Macmaster a su asiento, la señora Wannop había vuelto a llevarlo al hueco de la ventana. Sólo sentándose con firmeza en su silla junto a Macmaster pudo retener la señora Duchemin aquel lugar estratégico y esencial. Y sólo exclamando: «Señor Horsley, tenga la bondad de sentar junto a usted a la señora Wannop y de servirle la comida», consiguió la señora Duchemin alejar a la señora Wannop del sitio del señor Duchemin en la cabecera de la mesa, pues la señora Wannop, al reparar en que aquel sitio estaba vacío y era contiguo al del señor Macmaster, había arrastrado hasta allí uno de los sillones Chippendale y estaba dispuesta a sentarse en él. Eso habría equivalido al desastre, pues habría supuesto dejar al señor Duchemin suelto entre los demás comensales.
El señor Horsley, en cualquier caso, cumplió con el encargo de llevarse de allí a aquella dama, y lo hizo con tanta firmeza que a la señora Wannop le pareció un hombre muy desagradable y extraño. El sitio del señor Horsley estaba junto al de la señorita Fox, una solterona canosa, que estaba sentada, por así decirlo, entre la fortificación de teteras de plata y se ocupaba hábilmente con las tapas de marfil de aquellos artilugios. La señora Wannop trató también de ocupar aquel sitio, pensando que, desplazando los jarrones de plata que contenían las altas espuelas de caballero, podría conseguir una vista diagonal de Macmaster y gritarle desde allí. Comprobó, no obstante, que era imposible y se resignó a ocupar la silla que estaba reservada para la señorita Gertie Wilson, que iba a ser la octava invitada. Una vez allí se sentó con lúgubre pesimismo y se dedicó a decirle de vez en cuando a su hija:
—Me parece que todo está muy mal dispuesto. Esta reunión está muy mal organizada. —Apenas le dio las gracias al señor Horsley por el lenguado que le puso en el plato; a Tietjens ni siquiera lo miró.
Sentada junto a Macmaster, y con la mirada fija en una portezuela que había en el rincón de una de las paredes forradas de madera, la señora Duchemin se dejó dominar por un súbito y sobrecogedor ataque de aprensión, que, aunque había resuelto arriesgarse a no decir nada, le impulsó a decirle a su invitado:
—Tal vez haya sido injusto invitarlo a venir de este modo. Puede que no consiga usted nada de mi marido. Es proclive a…, sobre todo los sábados…
Se perdió en su propia indecisión. Tal vez no ocurriera nada. Dos de cada siete sábados no pasaba nada. En ese caso, su confesión habría sido en vano: ese ser comprensivo saldría de su vida con algo que no tendría por qué haber sabido, para convertirse en una mancha en el recuerdo que guardara de ella… Pero después, irresistible, la acometió la sensación de que si él supiera de sus sufrimientos, podría sentirse impelido a quedarse y consolarla. Buscó algunas palabras con las que terminar su frase. Pero Macmaster dijo:
—¡Oh, mi querida señora! —¡Y a ella le pareció encantador que le hablasen así!—. Cualquiera comprendería que…, cualquiera está obligado a comprender que… esos grandes eruditos, esos sabios distraídos…
La señora Duchemin suspiró un gran «¡Ah!» de alivio. Macmaster había empleado justo las palabras adecuadas.
—Y —estaba diciendo Macmaster— sólo pasar una hora; un leve vuelo… «Como cuando la golondrina se desliza de uno a otro airoso portal», ya conoce usted los versos, en perfecta compañía…
Era como si fluyeran oleadas de felicidad de él hacia ella. Todos los hombres tendrían que hablar así, igual que todos los hombres deberían tener aquel aspecto —¡con la corbata de color azul acerado, un pasador de oro auténtico y unos ojos azules como el acero debajo de las cejas negras!—. Sintió una vaga sensación de calor que le recordó la bendición de quedarse dormida, ciertamente, en perfecta compañía. Las rosas sobre la mesa eran encantadoras, le llegó su aroma.
Luego le llegó una voz:
—Hay que admitir que hace usted las cosas a lo grande.
El ser grande, torpe, y por lo demás imperceptible, que aquel hombre tan fascinante había llevado consigo en el tren estaba tratando de llamar su atención. Acababa de poner ante ella un pequeño plato de porcelana azul que contenía un poco de caviar negro y una rodaja de limón; y un delicado plato rosado de Sèvres con el melocotón más rosado de la habitación. Ella le había dicho: «¡Oh! ¡Un poco de caviar! ¡Un melocotón!», mucho tiempo antes, con la vaga sensación de que los nombres de dichos alimentos le conferirían a su persona un gran encanto ante Calibán.
Se ajustó la armadura de sus encanto; Tietjens estaba mirando fijamente con grandes ojos de pescado el caviar que ella tenía delante.
—¿Cómo consigue usted eso, por ejemplo? —preguntó.
—¡Oh! —respondió ella—. Si no fuese por mi marido parecería mera ostentación. Yo misma lo encontraría ostentoso. —Esbozó una sonrisa, radiante, aunque muda—. Ha aleccionado a Simpkins de New Bond Street. Basta una llamada telefónica la noche anterior para que envíen a unos recaderos especiales a Billingsgate al amanecer a comprar salmón y salmonetes en grandes bloques de hielo. Son todos productos tan delicados…, y luego, a las siete, el coche va a Ashford Junction… De todos modos, es difícil ofrecer un desayuno antes de las diez.
Ella no quería desperdiciar sus cuidadas frases con aquel tipo tan gris; no obstante, tampoco podía volverse, como deseaba hacer, hacia las frases que hilvanaba —¡como si espigase de los libros que ella había leído!— el hombre más pequeño.
—¡Ah!, pero no es ostentación —dijo Tietjens—. Entra dentro de la gran tradición. No debe usted olvidar jamás que su marido es Desayuno Duchemin de Magdalen. [21]
Tuvo la impresión de que estaba mirándola fija e inescrutablemente a los ojos. Aunque, sin duda, pretendía ser agradable.
—A veces me gustaría poder hacerlo —respondió ella—. Él nunca come nada. Es ascético hasta extremos irracionales. Los viernes no come nada en absoluto. Hace que me preocupe mucho…, por los sábados.
Tietjens dijo:
—Lo sé.
Ella exclamó, casi con brusquedad:
—¡Lo sabe usted!
Él siguió mirándola fijamente a los ojos:
—¡Oh, por supuesto, lo sé todo sobre Desayuno Duchemin! —respondió—. Duchemin fue uno de los que le allanaron el camino a Ruskin. ¡Se decía que era el más ruskiniano de todos!
La señora Duchemin exclamó: «¡Oh!». Por su imaginación pasaron fragmentos de las peores anécdotas sobre su viejo preceptor que le había contado su marido en sus peores momentos. Imaginó que aquel monstruo nebuloso debía de estar familiarizado con las partes más vergonzosas de su vida íntima. Pues Tietjens, que se había vuelto hacia ella y la miraba de frente, parecía haber crecido de un modo monstruoso con un perfil indefinido. ¡Era el típico hombre, amenazador, torpemente odioso y distante! Se imaginó diciéndose a sí misma: «Te haré daño, como oses…». Pues ya se había imaginado influyendo en las preferencias, en los pensamientos y en el futuro del hombre que tenía al otro lado, que era, en cambio, el hombre tierno y adecuado, el complemento armonioso, la carne comestible, como la dulce pulpa de los higos… Era inevitable, y esencial para la naturaleza de su relación con su marido, que la señora Duchemin tuviera aquellos sentimientos…
Tan alterada estaba, que casi oyó sin emoción a sus espaldas la voz temida y áspera:
—Post coitum tristis! [22] ¡Ja, ja, ja…! ¿Es eso? —La voz repitió aquellas palabras y añadió en tono sardónico—: ¿Sabe lo que significa? —Pero el problema de su marido se había vuelto secundario; el auténtico problema era: ¿qué le contaría de ella ese hombre odioso y monstruoso a su amigo cuando llevasen muchas horas lejos de allí?
Él seguía mirándola a los ojos y dijo con indiferencia y en voz baja:
—Si fuese usted, yo no me daría la vuelta. Vincent Macmaster es muy capaz de hacerse cargo de la situación.
Su voz tenía la familiaridad de un hermano mayor. Y la señora Duchemin comprendió enseguida que él sabía que habían empezado a formarse lazos de intimidad entre ella y Macmaster. Le hablaba como le habla un hombre a la amante de su mejor amigo ante una situación delicada. Se trataba pues de uno de esos hombres temibles y formidables que poseen el don de tener intuiciones acertadas…
Tietjens dijo:
—¿Lo oye?
Macmaster había respondido con claridad a la voz que había preguntado: «¿Sabe lo que significa?», aunque también con un brusco y profesoral tono de reproche:
—Por supuesto que sé lo que significa. ¡Menudo descubrimiento!
El tono no pudo ser más adecuado. Tietjens —y también la señora Duchemin— oyeron al señor Duchemin, invisible detrás de su muralla de tallos azules y plata, dar un resoplido como un colegial al que han reprendido. Un hombrecillo de rasgos duros, vestido de tweed gris abotonado hasta el cuello, se plantó detrás de la silla invisible y se quedó fijamente hacia el infinito.
Tietjens se dijo: «¡Dios mío! ¡Parry!, el peso medio de Bermondsey. ¡Está aquí para llevarse a Duchemin, si le da por ponerse violento!».
Aprovechando el rápido vistazo que echó Tietjens en torno a la mesa, la señora Duchemin se reclinó un poco en la silla y soltó un breve suspiro de alivio. Lo que quiera que Macmaster fuese a pensar de ella, ya lo pensaba. ¡Sabía lo peor! La cuestión estaba zanjada, para bien o para mal. En un minuto, ella se volvería hacia él.
Tietjens afirmó:
—Todo irá bien, Macmaster sabrá hacerse cargo. Teníamos un amigo en Cambridge con las mismas tendencias que su marido, y Macmaster sabía cómo controlarlo en cualquier evento social… Además, ¡aquí todos somos gente bien nacida!
Había visto que el reverendo señor Horsley y la señora Wannop estaban muy ocupados con sus respectivos platos. De la señorita Wannop no estaba tan seguro. Había captado una mirada de súplica de sus grandes ojos azules que iba obviamente dirigida a él. Se dijo: «Debe de estar en el secreto. ¡Me está pidiendo que haga como si no me inmutase para no estropear el pastel! Es una pena que tenga que estar aquí. ¡Es casi una niña!», e incluyó en su mirada de respuesta el siguiente mensaje: «A este lado de la mesa todo va bien».
En cambio, la señora Duchemin notó que sus ánimos habían decaído un poco. Ahora Macmaster sabía lo peor; Duchemin le estaba citando con voz gangosa la tórrida licenciosidad del Trimalción de Petronio;[23] le gangueaba al oído a Macmaster. Oyó la frase: Festinans, puer calide… Duchemin, sujetándole la muñeca con la dolorosa fuerza de un loco, se la había traducido a ella una y otra vez… ¡Sin duda eso también lo habría adivinado aquel hombre tan odioso que tenía a su lado!
Ella observó:
—Por supuesto que todos somos gente bien nacida. Como es natural me he preocupado de asegurarme…
Tietjens empezó a decir:
—¡Ah! Pero no es tan fácil estar seguro. ¡Hoy se cuela todo género de gentuza en los lugares más sagrados!
La señora Duchemin le dio la espalda justo a mitad de la frase. Devoró con los ojos el rostro de Macmaster, presa de una infinita sensación de paz.
Cuatro minutos antes, Macmaster había sido el único en reparar en la entrada, por una portezuela de madera que tenía detrás otra forrada de fieltro, del reverendo señor Duchemin, seguido por un hombre a quien Macmaster también reconoció como Parry, el antiguo púgil. Enseguida pensó que aquélla era una conjunción de lo más extraordinario. También le pareció extraordinario que alguien de una belleza tan extática como el marido de la señora Duchemin no hubiese disfrutado de altos nombramientos en una iglesia siempre necesitada de belleza masculina. El señor Duchemin era extremadamente alto, con un ligero encorvamiento de un adecuado tipo clerical. Su rostro parecía de alabastro; su cabello gris peinado con raya al medio le caía brillantemente sobre la ancha frente; su mirada era viva, penetrante, austera; la nariz ganchuda y bien cincelada. Era el hombre indicado para adornar un templo airoso y magnífico, igual que la señora Duchemin era la mujer precisa para consagrar un salón episcopal. Con su gran riqueza, erudición y tradición… «¿Por qué entonces —se le pasó a Macmaster por la cabeza con un rápido aguijonazo de sospecha— no es al menos deán?»
El señor Duchemin avanzó con prontitud hacia la silla que le apartó Parry, quien le había seguido con no menos agilidad. Su patrón se acomodó en ella con un gracioso movimiento lateral. Saludó con la cabeza a la canosa señora Fox, que había alargado la mano hacia la tapa de marfil de una de las teteras. Había un vaso de cristal junto a su plato, y sus dedos largos y muy blancos se cerraron alrededor de él. Le echó un rápido vistazo a Macmaster y luego le miró fijamente con los ojos encendidos. Dijo: «Buenos días, doctor», y luego, ahogando la tranquila protesta de Macmaster: «¡Sí! ¡Sí! El estetoscopio está muy bien guardado en la chistera reluciente que ha dejado colgada en el recibidor».
El boxeador, vestido con mallas ceñidas de estambre, unos pantalones bombachos de pana muy ajustados y una chaquetilla abotonada hasta la barbilla —era el vivo retrato del mozo de cuadra de un potentado—, le lanzó una rápida mirada de reconocimiento a Macmaster y luego otra a la espalda del señor Duchemin mientras arqueaba las cejas. A Macmaster, que lo conocía muy bien, pues le había dado clases de boxeo a Tietjens en Cambridge, casi le pareció oírle decir: «¡Qué vueltas da el mundo, señor! ¡Vigílelo un segundo!», y con su paso rápido y ligero de boxeador se retiró junto al aparador. Macmaster, por su parte, le echó otro rápido vistazo a la señora Duchemin. Estaba de espaldas y sumida en la conversación con Tietjens. Al volverse de nuevo, se sobresaltó un poco al ver que el señor Duchemin se había incorporado y escudriñaba por encima de las fortificaciones de plata. Pero volvió a hundirse en su asiento, y tras examinar a Macmaster con una expresión astuta muy peculiar en sus rasgos ascéticos, exclamó:
—¿Y su amigo? ¡Otro médico! Con su estetoscopio y todo. Claro que hacen falta dos médicos para certificar…
Se interrumpió y, con una expresión de rabia súbita y distorsionada, apartó el brazo de Parry, que estaba deslizando un plato de filetes de lenguado sobre la mesa justo debajo de su nariz.
—Llévate —empezó a exclamar con voz tonante— estas propensiones a la sucia lujuria de… —Pero tras otra mirada astuta y aprensiva a Macmaster, dijo—: ¡Sí!, ¡sí! ¡Parry! Eso es. ¡Sí! ¡Lenguado! Y un poco de riñón de segundo. ¡Otro! ¡Sí! ¡Pomelo! ¡Con jerez! —Había adoptado un anticuado acento de Oxford, extendió la servilleta sobre sus rodillas y se metió a toda prisa un trozo de pescado en la boca.
Macmaster, en tono claro y paciente, le pidió que le permitiera presentarse. Era Macmaster, el mismo que había mantenido correspondencia con el señor Duchemin a propósito de su breve monografía. El señor Duchemin lo miró con ojos implacables y con una atención que, poco a poco, fue volviéndose menos suspicaz y se tornó alegre y regocijada.
—¡Ah!, sí, Macmaster —respondió—. Un crítico en ciernes. ¿Tal vez un poco hedonista? Sí…, telegrafió avisando de su llegada. ¡Dos amigos! ¡No médicos! ¡Amigos! —Acercó su rostro al de Macmaster y añadió—: ¡Parece usted muy cansado! ¡Cansado! ¡Cansado!
Macmaster estaba a punto de replicar que estaba bastante fatigado, cuando oyó, como un áspero y agudo graznido junto a su cara, las palabras latinas que habían oído la señora Duchemin… ¡y Tietjens! Macmaster supo entonces a lo que se enfrentaba. Le echó otra mirada al boxeador; apartó la cabeza a un lado para ver un instante al gigantesco señor Horsley, cuyo tamaño cobró un nuevo significado. Luego se arrellanó en el asiento y se comió un riñón. La fuerza física presente sin duda era suficiente para reducir al señor Duchemin si se ponía violento. ¡Y entrenada! Por una de esas coincidencias triviales y curiosas de la vida, en Cambridge había estado a punto de contratar a ese mismo Parry para que acompañara a su querido amigo Sim. Sim, el más brillante de los ironistas sardónicos, cuerdo, honrado y por lo común un poco mojigato en la superficie, había sido proclive a sufrir los mismos ataques que el señor Duchemin. En las ocasiones sociales se ponía en pie y chillaba o se sentaba y susurraba las indecencias más impensables. Macmaster, que lo había querido mucho, había frecuentado a Sim todo lo que había podido, y de ese modo, había adquirido habilidad para resolver esos incidentes…
¡De pronto lo embargó una especie de placer! Pensó que podría ganar prestigio ante la señora Duchemin si manejaba con tacto y eficacia aquella situación. Incluso podría favorecer que se produjese mayor intimidad entre ellos. ¡No podía pedir más!
Sabía que la señora Duchemin se había vuelto hacia él, pues notó que lo estaba escuchando y observando, era como si su mirada entibiara su mejilla. Pero no la miró, no podía apartar la mirada del rostro regocijado de su marido. El señor Duchemin estaba citando a Petronio, inclinándose hacia su invitado. Macmaster siguió comiendo riñones muy envarado.
Dijo:
—Ésa no es la versión corregida de los yambos. Willamovitz Möllendorf,[24] que utilizábamos…
Para interrumpirle, el señor Duchemin posó cortésmente su mano delgada sobre el brazo de Macmaster. Tenía un gran sello de cornalina montado engarzado en oro amarillo sobre el tercer dedo. Siguió recitando extasiado, con la cabeza un poco ladeada, como si estuviese escuchando a unos coristas invisibles. A Macmaster le disgustaba mucho la entonación latina oxoniana. Miró por un instante a la señora Duchemin: sus ojos estaban clavados en él, grandes, sombríos y preñados de gratitud. Vio también que estaban casi desbordados por las lágrimas.
Se volvió enseguida hacia Duchemin. Y de pronto se le ocurrió que ella estaba sufriendo. Y probablemente mucho. No había pensado que pudiese sufrir, en parte porque estaba muy tranquilo, y en parte porque había imaginado que la señora Duchemin sentiría sobre todo admiración por él. Ahora le pareció abominable que tuviera que sufrir.
La señora Duchemin sufría un auténtico tormento. Macmaster la había mirado fijamente ¡y había apartado la mirada! En sus ojos había leído su desprecio por su situación, y la rabia porque le hubieran puesto en semejante compromiso. El dolor le hizo alargar la mano y tocarle en el brazo.
Macmaster notó su roce; su imaginación parecía inundada de dulzura. Pero siguió apartando obstinadamente la mirada. Por su causa no osó quitarle la vista de encima a aquel rostro demente. Se acercaba un momento delicado. El señor Duchemin había llegado a la traducción inglesa. Apoyó las manos sobre el mantel para levantarse; iba a ponerse en pie y a gritarles obscenidades a los demás invitados. Era el momento justo.
Macmaster habló con voz seca y penetrante:
—¡«Jóvenes de tibios amores» es una traducción lamentable de puer calide! Está terriblemente anticuada.
Duchemin se atragantó y dijo:
—¿Qué? ¿Qué? ¿Cómo dice?
—Eso de recurrir a un plagio dieciochesco es muy típico de Oxford. Supongo que es lo de Whiston y Ditton, [25] ¿no? Algo parecido… —Reparó en que Duchemin, privado de su impulso, vacilaba…, ¡como si acabara de despertarse en algún lugar desconocido! Añadió—: En cualquier caso no son más que cochinadas de colegial. Sírvase un poco de galantina. Yo también voy a comer un poco. Se le ha enfriado el lenguado.
El señor Duchemin le echó una mirada a su plato.
—¡Sí! ¡Sí! —murmuró—. ¡Sí! ¡Con azúcar y salsa vinagreta! —El boxeador volvió a su rincón junto al aparador, era un tipo admirable, tan discreto como un escarabajo enterrador.
Macmaster dijo:
—Iba usted a decirme algo acerca de mi pequeña monografía. Qué fue de Maggie… Maggie Simpson. La chica escocesa que sirvió de modelo para el cuadro de Rossetti Alla finestra del cielo.
El señor Duchemin miró a Macmaster con ojos cuerdos, confusos y fatigados.
—¡Alla finestra! —exclamó— ¡Ah, sí! Tengo la acuarela. La vi posando para él y la compré allí mismo… —Volvió a mirar el plato, se sobresaltó al ver la galantina y empezó a comer con voracidad—. ¡Una chica preciosa! —dijo—. Con un cuello muy largo… Claro que no era…, eh…, ¡respetable! Creo que todavía vive. Es ya muy mayor. La vi hace dos años. Tenía muchos cuadros. Reliquias, claro… Vivía en Whitechapel Road. Era, por naturaleza, de esas que… —siguió murmurando, con la cabeza sobre el plato. Macmaster decidió que el ataque había pasado. Sintió el impulso irresistible de volverse hacia la señora Duchemin cuyo rostro estaba rígido y contraído. Le dijo rápidamente—: Si come un poco, se le llenará el estómago…, se le bajará la sangre de la cabeza…
Ella respondió:
—¡Oh, discúlpelo! ¡Es horrible para usted! ¡Nunca me lo perdonaré!
Él dijo:
—¡No! ¡No…! ¡Para eso estoy aquí!
Una profunda emoción devolvió su rostro exangüe a la vida.
—¡Oh, es usted un hombre bueno! —dijo con voz profunda, y ambos se miraron a los ojos.
De pronto, desde detrás de Macmaster, el señor Duchemin gritó:
—Yo creo que llegó a un acuerdo con ella, dum casta et sola, por supuesto. ¡Mientras se mantuvo casta y sola!
El señor Duchemin, al notar de pronto la ausencia de la poderosa voluntad que parecía haber aplastado la suya como una gran fuerza en la oscuridad, se había puesto de pie jadeante y complacido:
—¡Casta! —gritó—. ¡Casta, dense cuenta! ¡Cuantas sugerencias evoca esa palabra…! —Inspeccionó la opulenta anchura del mantel, que se extendía ante él como si fuese un enorme prado en el que pudiera galopar y estirar las piernas tras un largo cautiverio. Gritó tres palabras obscenas y siguió con su voz del Movimiento de Oxford—:[26] Pero la castidad…
La señora Wannop exclamó de pronto:
—¡Oh! —Y miró a su hija, cuyo rostro se iba volviendo carmesí a medida que pelaba un melocotón. Luego se volvió hacia el señor Horsley, que estaba a su lado, y le dijo—: Tengo entendido que usted también escribe, señor Horsley. Sin duda cosas más eruditas de las que interesan a mis pobres lectores…
El señor Horsley se había preparado, de acuerdo con las instrucciones de la señora Duchemin, para describir a gritos un artículo que estaba escribiendo sobre el Mosela de Ausonio, [27] pero como tardó un poco en empezar la dama se le adelantó. Disertó con mucha serenidad sobre los gustos del gran público. Tietjens se inclinó hacia la señorita Wannop y con un higo a medio pelar en la mano derecha le dijo en voz tan alta como pudo:
—Tengo un mensaje para usted del señor Waterhouse. Dice que si quiere usted…
La señorita Fox, que estaba completamente sorda y cuya educación había sido toda por escrito, le dijo de pasada a la señora Duchemin:
—Creo que hoy tendremos tormenta. ¿Se ha fijado en la cantidad de insectos minúsculos…?
—Cuando mi venerado mentor —tronó el señor Duchemin— se alejó en el coche de caballos el día de su boda le dijo a la novia: «¡Viviremos como los ángeles benditos!». ¡Qué sublime! Yo también, después de mis nupcias…
La señora Duchemin chilló de pronto:
—¡Oh…, no!
Igual que si les hubieran cortado el paso, los demás se interrumpieron…, para cobrar aliento. Luego siguieron hablando con educada animación y escuchando con mucho interés. ¡A Tietjens le pareció el logro supremo y la justificación de los modales ingleses!
Parry, el boxeador, había sujetado en dos ocasiones a su patrón por el brazo y le había gritado que se le enfriaba el desayuno. Ahora le dijo a Macmaster que él y el reverendo Horsley podían llevarse al señor Duchemin, aunque no sin antes organizar un gran alboroto. Macmaster susurró:
—¡Espere! —Y, volviéndose hacia la señora Duchemin, dijo—: Sé cómo impedirlo. ¿Quiere que lo haga?
Ella respondió:
—¡Sí! ¡Sí! ¡Lo que sea! —Él observó las lágrimas que corrían aisladas por sus mejillas, algo que nunca había visto antes. Con precaución y rabia le susurró en la oreja peluda al boxeador que se había agachado para oírle.
—Golpéele en el riñón. Con el pulgar. Todo lo fuerte que pueda sin romperse el dedo.
El señor Duchemin acababa de declamar:
—Yo también, tras mis nupcias… —Se puso a agitar los brazos, hizo una pausa y dejó vagar la mirada de un rostro indiferente a otro. La señora Duchemin acababa de gritar.
El señor Duchemin pensó que lo había atravesado la flecha de Dios. Se consideró un indigno mensajero. Cayó en la silla presa de un dolor que jamás había concebido y se quedó allí acurrucado, con los ojos velados por la oscuridad.
—No volverá a levantarse —le susurró Macmaster al sorprendido púgil—. Querrá hacerlo. Pero no se atreverá.
Le dijo a la señora Duchemin:
—¡Querida señora! Todo ha terminado. Se lo aseguro. Es un sedante científico.
La señora Duchemin respondió:
—¡Perdóneme! —dijo con un profundo sollozo—. Nunca podrá usted respetar… —Notó que sus ojos exploraban el rostro de Macmaster igual que el condenado explora en su celda el rostro del verdugo en busca de un gesto de perdón. Se le detuvo el corazón, se quedó sin aliento…
Luego el cielo se abrió. Sobre la palma de su mano izquierda sintió unos dedos fríos por debajo del mantel. Ese hombre sabía siempre cuál era la acción precisa. Cerró sus dedos sobre los de él, fríos como nardos y ambrosía.
Con una dicha completa, en una habitación silenciosa, la voz de él siguió hablando. Al principio con frases muy pulcras, pero ¡qué refinamiento! Le explicó que ciertos excesos que no eran sino meros impulsos nerviosos pueden ser combatidos, ya que no curados, mediante el temor y la determinación de no sufrir un agudo dolor físico…, que, por supuesto, ¡también es nervioso…!
Parry, en un momento dado, le dijo a su patrón al oído: «Señor, debería ir a preparar su sermón de mañana», y el señor Duchemin se fue tan silenciosamente como había llegado, deslizándose sobre la gruesa alfombra hasta la portezuela.
Luego Macmaster le dijo a la señora Duchemin:
—¿Es usted de Edimburgo? Entonces conocerá usted la costa de Fifeshire.
—¡Cómo no! —respondió ella. Sus manos siguieron entrelazadas. Él empezó a hablar de las aulagas que había en los campos de golf y de los chorlitejos de las playas con un acento tan escocés y unas frases tan sentidas que ella revivió su infancia y unas lágrimas más felices que las de antes bañaron sus ojos. Ella soltó la mano fría después de una larga y dulce presión. Y cuando él la retiró fue como si parte de su vida se fuese con ella. Le preguntó—: Debe usted de conocer Kingussie House, justo a las afueras de su pueblo. Allí pasé las vacaciones de niña.
Él respondió:
—Es posible que cuando yo no era más que un muchacho descalzo jugase por allí y usted estuviese dentro con toda su grandeza.
Ella dijo:
—¡Oh, no! ¡No lo veo probable! ¡No olvide que nos llevamos unos años! Y…, y desde luego hay otras cosas que ya le contaré.
Se dirigió a Tietjens, con la heroica armadura de sus encantos ajustada de nuevo.
—Imagínese. Conozco al señor Macmaster y resulta que casi jugamos juntos de pequeños.
Él la miró con una conmiseración que a ella le resultaba odiosa.
—Entonces es usted una amiga más antigua que yo —respondió—, aunque lo conozco desde que tenía catorce años, y no creo que sea usted mejor. Es muy buen muchacho…
Ella lo odió por su condescendencia al hablar de un hombre mejor que él y por advertirla —sabía que era una advertencia— de que dejara en paz a su amigo.
La señora Wannop soltó un grito claro, pero no alarmante. El señor Horsley le había estado hablando de un pez poco común que habitaba el río Mosela en época de los romanos. El Mosela de Ausonio; el artículo que estaba escribiendo versaba sobre todo sobre peces…
—No —exclamó él—, se ha dicho que era el gobio. Pero no hay gobios en ese río. Vannulis viridis, oculisque. No. Es justo al revés: aletas rojas…
El grito de la señora Wannop y lo exagerado de su gesto —se llevó la mano a la boca y la manga pasó por encima del plato— bastaron para interrumpirle.
—¡Tietjens! —volvió a gritar—. ¿Será posible…?
Apartó a su hija de su asiento y, dando un rodeo para acercarse al joven, lo abrumó con vociferantes expresiones de afecto. Cuando Tietjens se había dado la vuelta para hablar con la señora Duchemin, ella había reconocido su perfil aquilino, que era igual que el de su padre el día de su propio banquete de boda. Les recitó a los comensales, que la conocían todos de memoria —todos, salvo Tietjens—, la historia de cómo su padre le había salvado la vida y era su mascota. Y le ofreció al hijo —pues al padre no había podido agradecérselo nunca— su casa, su dinero, su corazón, su tiempo, su todo… Fue tan completamente sincera que, cuando el grupo se despidió, saludó a Macmaster con la cabeza y, cogiendo a Tietjens del brazo con fuerza, le dijo al crítico de pasada: «Siento no poder ayudarle con el artículo. Pero tengo que darle a mi querido Chrissie todos los libros que quiere. ¡Ahora mismo! ¡Cuanto antes!».
Se fue, con Tietjens cogido del brazo, y su hija los siguió como un joven cisne que corre detrás de sus padres. Con sus amables modales, la señora Duchemin había recibido el agradecimiento de sus invitados por aquel maravilloso desayuno, y les había expresado su deseo de que ahora que conocían el camino…
Los ecos del concluido banquete parecían seguir susurrando en la habitación. Macmaster y la señora Duchemin se miraron el uno al otro, con ojos anhelantes y fatigados.
Él dijo:
—Es terrible tener que marcharme ahora. Pero tengo un compromiso ineludible.
Ella respondió:
—¡Sí! ¡Lo sé! Con sus importantes amigos.
Él contestó:
—¡Oh!, sólo son el señor Waterhouse y el general Campion…, y el señor Sandbach, por supuesto…
Ella sintió un enorme placer momentáneo al pensar que Tietjens no estaría entre aquellas personas: su hombre se elevaría sobre la vulgaridad de su juventud, de aquel pasado que ella desconocía… Casi con brusquedad, exclamó:
—No quisiera que me malinterpretara usted respecto a Kingussie House. Era sólo una escuela de vacaciones. No un lugar grandioso.
—Era muy cara —dijo él, y a ella le temblaron las piernas.
—¡Sí!, ¡sí! —respondió casi con un susurro—. Pero ahora es usted tan importante. Yo no era más que la hija de una familia muy pobre. Johnston de Midlothian. Pero muy pobres… Yo… Se podría decir que él me compró. Sabe… Me envió a colegios muy caros, cuando tenía catorce años…, mi familia se alegró… Pero creo que si mi madre lo hubiera sabido cuando me casé… —Todo su cuerpo se encogió—. ¡Oh, es terrible!, ¡terrible! —exclamó—. Quiero que usted lo sepa…
A él le temblaban las manos como por el traqueteo de un carro.
Sus labios se encontraron con la pasión de la compasión y las lágrimas. Él apartó la boca para decir:
—Tengo que verla esta tarde… O me moriré de preocupación por usted.
Ella susurró:
—¡Sí!, ¡sí…! En el camino del tejo. —Tenía los ojos cerrados y apretó su cuerpo contra el de él—. Es usted el… primer… hombre… —Suspiró.
—Seré el único para siempre —dijo él.
Empezó a verse a sí mismo: en la gran habitación, con aquellos largos cortinajes, una panoplia reflejaba su imagen, como un cuadro de profunda perspectiva, dos figuras entrelazadas.
Se separaron para mirarse, cogidos de la mano… La voz de Tietjens dijo:
—¡Macmaster! Esta noche cenas en casa de la señora Wannop. No hace falta que te vistas de etiqueta; yo no lo haré. —Les estaba mirando sin ninguna expresión, como si hubiera interrumpido una partida de cartas; grande, gris, con el rostro relajado y el mechón blanco brillando a un lado de su cabello entrecano.
Macmaster respondió:
—De acuerdo. Vive cerca de aquí, ¿verdad…? Tengo un compromiso justo después… —Tietjens replicó que no habría ningún problema, él tenía que trabajar, probablemente toda la noche, para Waterhouse…
La señora Duchemin le dijo con un repentino ataque de celos:
—Permites que te dé ordenes sobre… —Tietjens se había ido.
Macmaster respondió con aire ausente:
—¿Quién? ¿Chrissie? ¡Sí! Unas veces se las doy yo a él, y otras veces me las da él a mí… Tenemos un acuerdo. Es mi mejor amigo. El hombre más brillante de Inglaterra, y además de muy buena familia. Un Tietjens de Groby… —Al notar que ella no apreciaba a su amigo, empezó a enumerar sus méritos—: Ahora está haciendo unos cálculos para el gobierno que ningún otro hombre en Inglaterra podría hacer. Pero va a…
Le había embargado una extremada languidez, cuando ella lo soltó se sintió débil aunque todavía triunfante. Se le ocurrió vagamente que ahora vería menos a Tietjens. Una pena. Se oyó citar:
—«¡Ya que cuando estamos juntos…!» —Tembló su voz.
—¡Ah, sí! —respondió ella con voz profunda—. Qué versos tan hermosos… Es verdad. Debemos separarnos. En este mundo… —Le parecieron unas palabras tristes y encantadoras; era delicioso pronunciarlas de manera vibrante y evocar toda suerte de imágenes.
Macmaster dijo tristemente también:
—Debemos esperar —y añadió con energía—: Pero esta noche, ¡al caer el sol! —Pensó en el crepúsculo junto al tejo. Un automóvil reluciente bajo el sol se detuvo junto la ventana.
—¡Sí!, ¡sí! —dijo ella—. Hay una portezuela blanca junto al camino. —Imaginó su encuentro apasionado y triste entre objetos apenas entrevistos. Era todo el glamour que podía permitirse.
Luego él iría a la casa a preguntar por su salud y pasearían juntos por el césped, a la vista de todos, bajo la cálida luz, y hablarían de poesías hermosas pero indiferentes, algo cansados, pero qué electrizantes corrientes pasarían entre sus cuerpos… Y después, largos años de circunspección…
Macmaster bajó por los altos escalones hasta el coche que brillaba bajo el sol veraniego. Las rosas resplandecían sobre un césped segado a la perfección. Sus talones chocaron contra la piedra con el paso firme de un conquistador. ¡Tenía ganas de gritar!