Salieron al aire libre, donde todo se veía con marcados perfiles en la distancia bajo el cielo despejado. Formaban un grupito de siete personas —pues Tietjens no quería cadi— que esperaba a la salida del primer hoyo. Macmaster se acercó a Tietjens y le preguntó en voz baja:
—¿De verdad has enviado ese telegrama?
Tietjens respondió:
—¡Ya debe de estar en Alemania!
El señor Sandbach renqueaba de aquí para allá para explicarles a los demás los términos de su apuesta con el señor Waterhouse. El señor Waterhouse había apostado con uno de los jóvenes que jugaban con él a que apuntaría y acertaría dos veces, a lo largo de los dieciocho hoyos, a los dos tipos de la ciudad que jugarían delante de ellos. Como el ministro había apostado por algo muy poco probable, el señor Sandbach lo consideraba todo un deportista.
Al final del primer hoyo, el señor Waterhouse y sus dos compañeros estaban cerca del green. Tenían unas dunas muy altas a su derecha y, a su izquierda, un camino bordeado de juncos y una acequia. Por delante del ministro, los dos tipos de la ciudad y sus dos cadis esperaban al borde de la acequia y fisgoneaban entre los juncos. Dos chicas aparecían y desaparecían sobre las dunas. El policía patrullaba por el camino a la altura del señor Waterhouse. El general dijo:
—Creo que podemos empezar.
Sandbach afirmó:
—Waterslops les acertará desde el próximo tee. Están junto a la acequia.
El general salió con una pelota recta bastante aceptable. Justo cuando Macmaster estaba en pleno swing, Sandbach gritó:
—¡Dios! Casi lo consigue. ¡Miren cómo salta ese tipo!
Macmaster se volvió por encima del hombro y siseó entre dientes con irritación:
—¿Es que no sabe que no se debe gritar cuando alguien está golpeando la pelota? ¿O es que nunca ha jugado al golf? —Se apresuró a ir muy enfadado detrás de la pelota.
Sandbach le dijo a Tietjens:
—¡Vaya! ¡Qué mal genio tiene ese tipo!
Tietjens respondió:
—Sólo cuando juega. Se lo tiene usted merecido.
Sandbach admitió:
—Sí… Pero no le he estropeado el golpe. Ha sobrepasado en veinte metros al general.
Tietjens replicó:
—Habrían sido sesenta de no ser por usted.
Se quedaron en el tee para darles tiempo a los otros de adelantarse. Sandbach dijo:
—Dios mío, tu amigo ya va por el segundo golpe… ¡Nadie lo diría de un tipo tan insignificante! —y añadió—: No tiene mucha clase, ¿verdad?
Tietjens lo miró con desdén.
—¡Oh, más o menos como nosotros! —afirmó—. Él nunca apostaría a que le acertaría a esos dos de ahí delante.
Sandbach odiaba a Tietjens por ser un Tietjens de Groby y a Tietjens le irritaba la existencia de Sandbach, que era el hijo de un alcalde ennoblecido de Middlebrough, a unos doce kilómetros o así de Groby. Las querellas entre los terratenientes y los plutócratas de Cleveland [16] son muy amargas. Sandbach dijo:
—¡Ah!, supongo que debe de cubrirte las espaldas con las mujeres y en el Tesoro, y a cambio tú lo paseas por ahí. Es un acuerdo muy práctico.
—Como el de Pottle Mills y Stanton —respondió Tietjens. Las operaciones financieras relacionadas con la fusión de esas dos acererías le habían asegurado al padre de Sandbach muchos odios en el distrito de Cleveland…
Sandbach empezó:
—Mira, Tietjens… —Pero cambió de opinión y dijo—: Será mejor que empecemos. Salió con un golpe extraño no carente de habilidad. Desde luego superó a Tietjens.
Iban muy lentos, pues ambos jugaban sin ganas y Sandbach cojeaba mucho, y perdieron de vista a los otros detrás de las dunas y de las casas de los guardacostas antes de la salida del tercer hoyo. Debido a su pierna coja, Sandbach tenía tendencia a golpear la pelota con mucho efecto. En esa ocasión, le dio tanto que cayó en el huerto de las cabañas y tuvo que ir con su cadi a buscarla en un terreno plantado de patatas que había detrás de un muro de poca altura. Tietjens golpeó perezosamente la pelota hacia la calle y, cogiendo la bolsa por el asa, siguió andando.
Aunque Tietjens odiaba el golf como odiaba cualquier otra ocupación de naturaleza competitiva, podía distraerse con el cálculo matemático de las trayectorias cuando acompañaba a Macmaster en una de sus excursiones de entrenamiento. Acompañaba a Macmaster porque le gustaba que hubiese una actividad en la que su amigo le superase de manera indiscutible, pues le aburría derrotarle siempre. Pero había estipulado que visitaran tres campos diferentes y, a ser posible, desconocidos cada fin de semana que iban a jugar al golf. Le interesaba el modo en el que estaban trazados los campos y se había convertido en un auténtico experto en arquitectura golfística, hacía cálculos abstrusos sobre el vuelo de la pelota al ser golpeada por la cara inclinada del palo, sobre los kilográmetros de fuerza ejercidos por uno u otro músculo y sobre las teorías de rotación. Con frecuencia, hacía pasar a Macmaster por un jugador mediano ante algún desdichado desconocido, que era a su vez un jugador mediano, y él se pasaba la tarde en el club estudiando los pedigríes y las formas de los caballos de carreras, pues en todos los clubes había un ejemplar de la guía Ruff. En primavera salía a buscar nidos de pajarillos y los examinaba, pues estaba interesado en los asuntos domésticos del cuco, aunque odiaba la historia natural y la botánica de campo.
En esta ocasión, acababa de consultar sus notas sobre otros golpes con el palo número cinco, había vuelto a guardarse el cuaderno en el bolsillo y había golpeado la pelota con un hierro nueve que tenía una cara particularmente áspera y una cabeza como la hoja de un hacha. Lo había empuñado con mucha meticulosidad y luego había apartado los dedos meñique y corazón del cuero de la varilla. Estaba dando gracias al cielo de que Sandbach diera la impresión de ir a retrasarse al menos diez minutos, pues se resistía a dar una pelota por perdida y estaba levantando muy despacio el palo número cinco para tratar de sacarla con un golpe seco.
Notó que alguien lo observaba y respiraba con cierta dificultad a su lado, como si tuviera los pulmones pequeños, de hecho podía distinguir, por debajo de la visera de su gorra, la punta de los zapatos blancos de playa de un muchacho. No le incomodó lo más mínimo que le observaran, pues no aspiraba a ninguna gloria personal al preparar sus golpes. Una voz dijo:
—Oiga… —Él siguió mirando la pelota—. Lamento estropearle el golpe. Pero… —Tietjens soltó el palo y se incorporó. Una muchacha rubia con el ceño fruncido le estaba mirando fijamente. Llevaba una falda corta y jadeaba un poco—. Oiga, será mejor que vaya a asegurarse de que no le hacen daño a Gertie. La he perdido… —Señaló hacia las dunas—. Esos dos tenían pinta de ser unos auténticos animales.
Parecía una chica perfectamente insignificante salvo por su ceño fruncido, tenía los ojos azules, y su cabello era sin duda rubio debajo del sombrero de lona blanca. Vestía una blusa de rayas de algodón, pero la falda de tweed de color castaño le sentaba bien.
Tietjens dijo:
—Estaban ustedes manifestándose.
Ella respondió:
—Pues claro, y por supuesto usted lo desaprueba por una cuestión de principios. Pero no permitirá que maltraten a una chica. No pierda el tiempo en decirme lo que ya sé…
Desde luego se oían ruidos. Sandbach, desde detrás del muro del jardín a unos cincuenta metros de allí, gañía igual que un perro: «¡Ji, ji, ji, ji!», y no dejaba de gesticular. Su cadi se había enredado con la bolsa de golf y trataba de saltar el muro. En la cumbre de una duna muy alta estaba el policía agitando los brazos como un molino de viento y gritando. A su lado y algo por detrás, ascendiendo lentamente, estaban las cabezas del general, Macmaster y los dos cadis. Más lejos, para terminar, aparecían las figuras del señor Waterhouse, sus dos compañeros y sus tres cadis. El ministro le hacía gestos a su chófer y gritaba. Todos lo hacían.
—Una cacería en toda regla —dijo la chica; estaba contando—. ¡Once y dos cadis más! —Parecía muy satisfecha—. Les corté el paso a todos, excepto a esos dos animales. No corrían mucho. Pero Gertie tampoco… —y añadió apremiándolo—: ¡Vamos! No irá a dejar a Gertie a merced de ese par de bestias. Creo que están borrachos.
Tietjens dijo:
—Está bien, usted váyase. Yo cuidaré de Gertie. —Cogió su bolsa.
—No, iré con usted —replicó la chica.
Tietjens respondió:
—¿Es que quiere ir a la cárcel? ¡Lárguese!
Ella replicó:
—Tonterías. He soportado cosas peores. Nueve meses de sirvienta doméstica… ¡Vamos de una vez!
Tietjens echó a correr, como un rinoceronte fuera de sí. Acababa de ser violentamente acicateado, pues le había atravesado un grito agudo y desfalleciente. La chica corría a su lado.
—¡Corre… usted… muy deprisa…! —jadeó—, cuando le aprietan.
En esa época los gritos de queja ante la violencia física eran un fenómeno raro en Inglaterra. Tietjens nunca había oído nada parecido. Le disgustaron de un modo terrible, aunque no veía nada más que una expansión de terreno despejado. El policía, cuyos botones llamaban mucho la atención, descendía por la duna cónica en diagonal, con muchas precauciones. Aquel policía de ciudad, con su casco plateado y todo, resultaba un tanto grotesco en medio del campo. El aire estaba tan limpio y quieto que Tietjens tuvo la sensación de estar en un museo bien iluminado observando especímenes.
Una joven bajita, tan absorta en escapar como una rata perseguida, apareció a la vuelta de un montículo verde. «¡Es una mujer a la que están atacando!», le dijo a Tietjens su imaginación. La chica vestía una falda negra cubierta de arena, pues se había caído rodando por la duna; llevaba una blusa de seda blanca y gris, con un hombro desgarrado, de modo que por debajo le asomaba una camisola blanca. Del otro lado de la duna llegaron los dos tipos de la ciudad, acalorados y jadeantes por el triunfo; sus chalecos bordados de color rojo se movían como fuelles. El del pelo negro, con la mirada rijosa y obscena, blandía en alto un fragmento de tela negra y gris. Gritaba entre risas:
—¡Arranquémosle la ropa a esa zorra!… ¡Uf…! ¡Arranquémosle toda la ropa a esa zorra! —Y saltó colina abajo. Chocó con Tietjens, que rugió con todas sus fuerzas:
—¡Cerdo despreciable, como te muevas te parto la cabeza!
Detrás de él la otra chica dijo:
—Sube, Gertie… Sólo un poco más…
Una voz jadeó una respuesta:
—No… puedo…, es el corazón…
Tietjens no le quitó la vista de encima al tipo de la ciudad. ¡Se había quedado con la boca abierta y la mirada perdida! Era como si la base de su mundo confiado, donde todos los hombres desean en el fondo de su corazón pegarles a las mujeres, se hubiera hundido. Jadeó:
—¿Qué? ¿Cómo?
Otro grito, un poco más lejano que las últimas voces que oía a su espalda, le produjo a Tietjens una sensación de intenso cansancio. ¿Por qué gritaban aquellas dichosas mujeres? Se dio la vuelta con la bolsa a cuestas. El policía, con el rostro escarlata como una langosta recién cocida, avanzaba sin entusiasmo hacia las dos chicas que corrían hacia la acequia. Tenía extendida una de las manos, también de color escarlata. Estaba a menos de un metro de Tietjens.
Tietjens estaba exhausto, y era incapaz de pensar o gritar. Se quitó los palos del hombro y, como si estuviera lanzando la bolsa de viaje a un furgón de equipaje, los arrojó entre las piernas del policía. El hombre, que no corría con demasiado ímpetu, cayó hacia delante sobre las manos y las rodillas. El casco le tapó los ojos y pareció quedarse un momento pensando; luego se quitó el casco y, con mucha prudencia, rodó a un lado y se quedó sentado en la hierba. Su rostro alargado no revelaba ninguna emoción, tenía los bigotes llenos de tierra y un aspecto un tanto astuto. Se secó la frente con un pañuelo de color carmín que tenía topos blancos.
Tietjens se acercó a él.
—¡Qué torpe soy! —le dijo—. Espero que no se haya hecho daño. —Sacó del bolsillo de la chaqueta una petaca curva de plata. El policía no dijo nada. Su mundo también contenía incertidumbres y estaba encantado de poder estar allí sentado sin ningún desdoro. Murmuró:
—¡Sólo estoy un poco zarandeado! ¡Cualquiera lo estaría!
Con eso le pareció suficiente, y se puso a observar con atención el cierre de bayoneta del tapón de la petaca. Tietjens la abrió para él. Las dos chicas, corriendo a paso cansino, habían llegado casi a la acequia. La chica rubia, mientras corrían, trataba de colocarle el sombrero a su amiga, que estaba sujeto al pelo con horquillas por la parte de atrás de la cabeza y le colgaba sobre el hombro.
El resto de la partida avanzaba a paso muy lento en semicírculo. Dos de los cadis habían echado a correr, pero Tietjens vio que dudaban y se detenían. Y luego llegaron a los oídos de Tietjens las palabras:
—Deteneos, demonios, os vais a partir la crisma.
El muy honorable señor Waterhouse debía de tener un admirable profesor de dicción. La chica de gris hacía trémulos equilibrios sobre una tabla que había sobre la acequia; la otra en cambio la salvó de un salto: voló por el aire y cayó de pie de un modo muy profesional. Y en cuanto la muchacha bajó de la tabla, se arrodilló y tiró de ella hacia sí mientras su compañera se alejaba corriendo por la marisma fangosa.
La chica soltó la tabla sobre la hierba. Luego alzó la mirada y se enfrentó a los hombres y muchachos que estaban en fila en la carretera. Les gritó con una voz alta y aguda, como la de un gallo joven:
—¡Diecisiete contra dos! ¡La típica proporción masculina! Tendrán que cruzar por el puente del ferrocarril de Camber, y a esas alturas ya estaremos en Folkestone. ¡Tenemos bicicletas! —Estaba a punto de marcharse cuando se detuvo y, buscando a Tietjens con la mirada, exclamó—: Siento haber dicho eso. Porque alguno de ustedes no quería atraparnos. Pero otros sí. Y eran diecisiete contra dos. —Luego se dirigió al señor Waterhouse—: ¿Por qué no le concede el voto a las mujeres? De lo contrario, comprobará que le será muy difícil seguir practicando sin interrupciones un deporte tan indispensable para usted como el golf. ¿Y qué será entonces de la salud de la nación?
El señor Waterhouse dijo:
—Si quiere usted venir a discutirlo tranquilamente…
Ella respondió:
—Váyale a otro con ese cuento. —Y se marchó. Los hombres contemplaron cómo desaparecía su figura en la distancia. Ninguno de ellos quiso arriesgarse a dar ese salto: había dos metros y medio de fango en el fondo de la acequia. Era cierto que, al haber quitado la tabla, para perseguir a las mujeres habrían tenido que dar un rodeo de varios kilómetros. Había sido una incursión muy bien planeada. El señor Waterhouse afirmó que esa chica era estupenda, los demás la juzgaron sólo corriente. El señor Sandbach, que sólo hacía poco que había dejado de gritar «¡Ji!», insistía en preguntar qué iban a hacer para capturar a las dos mujeres, pero el señor Waterhouse le espetó: «¡Oh!, olvídalo, Sandy», y se marchó.
El señor Sandbach se negó a continuar la partida con Tietjens. Aseguró que Tietjens era de esos tipos que llevarían Inglaterra a la ruina. Afirmó que tenía intención de dictar una orden de arresto contra Tietjens por obstruir la acción de la justicia. Tietjens señaló que Sandbach no era un magistrado del distrito y no podía hacerlo. Y Sandbach se marchó cojeando e inició una furiosa discusión con los dos tipos de la ciudad que se habían retirado a una prudente distancia. Les dijo que los hombres como ellos eran la ruina de Inglaterra. Ellos balaron como corderos…
Tietjens recorrió despacio la calle, encontró su pelota, la golpeó con cuidado y comprobó que la pelota se desviaba varios centímetros menos a la derecha de lo que había imaginado. Repitió el golpe, obtuvo el mismo resultado y apuntó sus observaciones en su cuaderno de notas. Luego volvió dando un paseo a la casa del club. Estaba satisfecho.
Se sentía satisfecho por primera vez en cuatro meses. El pulso le latía con calma; el calor del sol parecía cubrirlo por entero con una marea benéfica. En la base de las dunas mayores y más antiguas observó unas hierbas diminutas mezcladas con pequeñas plantas purpúreas aromáticas a las que el constante mordisqueo de las ovejas había proporcionado una protectora pequeñez. Rodeó satisfecho las dunas hasta llegar a la pequeña y cenagosa bocana del puerto. Tras meditar un rato sobre las ondas que dejaba el agua en el lodo de las orillas, tuvo una larga conversación, sobre todo por señas, con un finlandés que colgaba del costado de un barco muy destartalado, cubierto de alquitrán y sin mástil, que tenía un agujero lleno de astillas en el lugar de donde debería haber colgado el ancla. Tenía matrícula de Arcángel, desplazaba varios cientos de toneladas, lo habían construido con madera blanda por unas noventa libras, y lo habían botado, sin saber si flotaría o se hundiría, para dedicarlo al transporte de madera. Junto a él, en perfecto estado, y con los adornos de latón relucientes, había un bote de pesca nuevo, construido allí mismo para la flota de Lowestoft. Tras preguntarle su precio a un hombre que estaba dándole la última mano de pintura, Tietjens calculó que se podrían haber construido tres barcos madereros como el de Arcángel por el coste de aquel bote, y que el barco de Arcángel producía el doble de beneficio por hora y por tonelada.
Así trabajaba su cerebro cuando estaba en forma: reunía pequeños fragmentos de información concreta y competente; una vez tenía suficientes, los clasificaba, no con ningún propósito, sino porque saber cosas era agradable y le daba sensación de fuerza, de tener algo en la reserva con lo que los demás no contaban… Pasó una tarde larga, tranquila y abstraída.
En el vestuario se encontró al general, entre taquillas, abrigos viejos y lavabos de loza montados sobre soportes de madera cepillada. El general se apoyó en una hilera de aquellas cosas.
—¡Siempre tienes que pasarte de la raya! —exclamó.
Tietjens preguntó:
—¿Dónde está Macmaster?
El general respondió que había enviado a Macmaster con Sandbach en el coche. Macmaster tenía que vestirse antes de subir a Mountby. Repitió: «¡Siempre tienes que pasarte de la raya!», una vez más.
—¿Por derribar al policía? —preguntó Tietjens—. A él le gustó.
El general dijo:
—¿Derribaste al policía…? De eso no me di cuenta.
—No quería detener a las chicas —respondió Tietjens—, se notaba que estaba deseando… dejarlas escapar.
—No quiero saber nada de eso —le interrumpió el general—. Ya sabré más de la cuenta por Paul Sandbach. Dale al policía un billete de cinco libras, y no se hable más del asunto. Soy un magistrado.
—Entonces, ¿qué es lo que he hecho? —inquirió Tietjens—. Ayudé a escapar a las chicas. Usted no quería detenerlas; Waterhouse tampoco y el policía menos aún. El único que quería era aquel puerco. ¿Qué importancia tiene?
—¡Maldita sea! —le espetó el general—, ¿es que no recuerdas que eres un joven casado?
Tietjens contuvo la risa por respeto a los logros y la edad del general.
—Si de verdad habla usted en serio, señor —dijo—, siempre lo tengo muy presente. Espero que no esté sugiriendo que alguna vez le he faltado el respeto a Sylvia.
El general negó con la cabeza.
—No lo sé —respondió—. Estoy preocupado, maldita sea. Soy…, qué demonios, el amigo más antiguo de tu padre. —En realidad el general parecía triste y cansado a la luz de las ventanas bajas azotadas por la arena. Dijo—: Esa chica…, ¿era amiga tuya? ¿Lo habías concertado con ella?
Tietjens respondió:
—Señor, ¿no sería mejor que me dijera de una vez lo que le ronda por la cabeza…?
El anciano general se sonrojó un poco.
—No quiero —dijo con franqueza—. Vosotros los tipos inteligentes… Sólo pretendo, muchacho, sugerir que…
Tietjens le animó un poco envarado:
—Prefiero que me lo diga usted, señor… Reconozco su derecho como amigo más antiguo de mi padre.
—En tal caso —estalló el general—, ¿quién era esa chica con la que paseabas por Pall Mall el día del desfile? Yo no llegué a verla. ¿Era la misma de hoy? Paul afirmó que parecía una cocinera.
Tietjens se puso un poco más rígido.
—En realidad se trataba de la secretaria de un corredor de apuestas —dijo—. Creo que tengo derecho a pasear por donde quiera y con quien quiera. Y nadie tiene derecho a pedirme cuentas…, no me refiero a usted, señor. Pero nadie más lo tiene.
El general señaló un tanto perplejo:
—Vosotros los tipos inteligentes… Sois tan listos que…
—No debería usted permitir que su arraigada desconfianza por la inteligencia… Lo comprendo, por supuesto; pero no tendría que permitir que le impidiera a usted ser justo conmigo. Le aseguro que no hay nada de deshonroso.
El general le interrumpió:
—Si fueses un subalterno medio estúpido y me dijeras que le estabas mostrando a la nueva cocinera de tu madre el camino a la estación de metro de Piccadilly te creería… ¡Pero, claro, ningún subalterno haría algo tan rematadamente estúpido! ¡Paul me dijo que andabas a su lado como un príncipe en toda su gloria! ¡Ni más ni menos que entre el gentío en pleno Haymarket!
—Le agradezco a Sandbach sus halagos… —dijo Tietjens. Se quedó pensando un momento y añadió—: Estaba tratando de apartar a esa mujer… La estaba invitando a comer fuera de su oficina al final de Haymarket… Para quitársela de encima a un amigo. Eso, por supuesto, debe quedar entre nosotros.
Dijo aquello con grandes reticencias, porque no quería arrojar ninguna sombra sobre el gusto de Macmaster, ya que la joven en cuestión no era ni mucho menos de las que deberían ser vistas con un circunspecto funcionario público. Pero no había dicho nada que implicara a Macmaster, y al fin y al cabo él tenía otros amigos.
El general se atragantó.
—Por mi alma —exclamó—, ¿por quién me has tomado? —y repitió sus palabras como si estuviese asombrado—: Si mi segundo oficial de Estado Mayor, que es el tipo más burro y estúpido que conozco, me diera una excusa tan tonta como ésa, lo despediría mañana mismo. Maldita sea, el primer deber de un soldado…, el primer deber de cualquier inglés…, es poder contar una buena mentira en respuesta a una acusación. Pero una mentira como ésa… —Se interrumpió casi sin aliento y luego volvió a empezar—: ¡Qué demonios! Yo le conté esa misma excusa a mi abuela, y mi abuelo se la había contado antes a su abuelo. ¡Y dicen que eres brillante…! —Hizo una pausa y después preguntó con reconvención—: ¿O es que me tomas por un viejo senil y decadente?
Tietjens respondió:
—Sé muy bien, señor, que es usted el general de división más inteligente del ejército británico. Dejaré que saque usted sus propias conclusiones respecto a lo que he dicho y lo que hice… —Había contado la pura verdad, pero no lamentaba que no le creyera.
El general dijo:
—En tal caso interpretaré que me estás contando una excusa con la intención de que yo note que lo es. Es lo más correcto. Interpretaré que tienes intención de dejar a esa mujer al margen de todo. Pero escúchame bien, Chrissie —su tono adoptó una seriedad más profunda—, si la mujer que se ha interpuesto entre tú y Sylvia…, y ha roto tu hogar, ¡maldita sea!, porque eso es lo que ha hecho…, resulta ser la señorita Wannop…
—Se llama Julia Mandelstein —le interrumpió Tietjens.
El general respondió:
—¡Sí! ¡Sí! ¡Por supuesto…! Pero si es esa joven Wannop y el asunto no ha llegado demasiado lejos todavía…, aléjala de ti…, aléjala de ti y sé un buen chico. Para su madre sería un golpe demasiado…
Tietjens dijo:
—¡General! Le doy mi palabra de que…
El general replicó:
—No te estoy preguntando nada, muchacho, ahora me toca hablar a mí. ¡Tú me has contado tu versión y eso es lo que contaré por ti! Pero esa muchacha es…, ¡o era…!, más recta que una vela. Aunque supongo que debes de saberlo mejor que yo. Por supuesto, cuando se juntan con esas locas es imposible saber lo que les ocurrirá. Dicen que son todas un hatajo de prostitutas… Espero que me perdones, si te gusta la chica…
—¿Es la señorita Wannop —preguntó Tietjens— la chica de la manifestación?
—Sandbach me contó —prosiguió el general— que, desde donde estaba, no pudo ver si la chica era la misma de Haymarket. Pero le pareció que sí… Estaba casi seguro.
—Si tenemos en cuenta que Sandbach se casó con su hermana —replicó Tietjens—, su gusto con las mujeres está fuera de toda duda.
—Te repito que no te estoy preguntando nada —dijo el general—. Pero te lo vuelvo a repetir: aléjala de ti. Su padre era un gran amigo del tuyo; o el tuyo un gran admirador del suyo. Dicen que era el hombre más brillante del partido.
—Por supuesto, sé quién era el profesor Wannop —dijo Tietjens—. No puede contarme sobre él nada que no sepa.
—Supongo que no —concedió secamente el general—. Entonces sabrás que no dejó un penique al morir y que ese corrompido gobierno liberal no quiso poner a su mujer y sus hijos en la lista de pensionistas del Estado porque él había escrito, de vez en cuando, en un periódico tory. Y sabrás que la madre lo ha pasado muy mal y sólo ahora empieza a levantar cabeza. Si es que lo ha hecho. Sé que Claudine les lleva todos los melocotones que puede arrancarle al jardinero de Paul. —Tietjens estuvo a punto de decir que la señora Wannop, la madre, había escrito la única novela que valía la pena leer desde el siglo XVIII…, pero el general prosiguió—: Escucha, muchacho… Si no puedes pasarte sin mujeres… Yo diría que Sylvia tendría que bastarte. Pero sé cómo somos los hombres… No pretendo insinuar que yo sea un santo. Una vez oí decir a una mujer en el desfile del día del Imperio que eran ellas quienes salvaban las vidas y la cara de las mujeres virtuosas del país. Y me atrevería a decir que es cierto. Pero escoge a una chica a la que puedas poner en un estanco y cortejar con discreción. Y no en Haymarket… Dios sabrá si puedes permitírtelo. Eso es asunto tuyo. Tengo entendido que estás sin blanca. Y por lo que Sylvia le ha dado a entender a Claudine…
—Me niego a creer —aseguró Tietjens— que Sylvia le haya dicho nada a lady Claudine…, es demasiado recta.
—Yo no he dicho tal cosa —exclamó el general—, en concreto he insinuado que se lo ha dado a entender. Y tal vez no debería haber dicho tanto, pero ya sabes cómo son las mujeres para averiguar las cosas. Y Claudine es peor que ninguna otra mujer que yo haya conocido.
—Y, por supuesto, ha contado con la ayuda de Sandbach —respondió Tietjens.
—¡Oh!, ese tipo es peor que cualquier mujer —exclamó el general.
—Entonces, ¿a qué se reduce la acusación? —preguntó Tietjens.
—¡Demonios! —le espetó el general—, no soy un condenado detective, sólo quiero una historia creíble que contarle a Claudine. O ni siquiera creíble. Una mentira flagrante con tal de que pruebe que no te burlas de la sociedad…, tal como daría a entender el hecho de que te pasearas con la señorita Wannop por Haymarket sabiendo que tu mujer te ha dejado por su culpa.
—¿A qué se refiere? —preguntó con paciencia Tietjens— ¿Qué es lo que ha dado a entender Sylvia?
—Sólo —respondió el general— que eres…, que tus opiniones son… inmorales. Claro que a mí también me dejan perplejo. Y, por supuesto, si tus opiniones no coinciden con las de la gente y no te las guardas para ti, lo lógico es que los demás acaben pensando que eres un inmoral. ¡Eso fue lo que despertó las suspicacias de Sandbach!, eso y tus extravagancias… ¡Oh, qué demonios! Coches de punto a todas horas, taxis y telegramas… Muchacho, los tiempos ya no son como cuando tu padre y yo nos casamos. Entonces decíamos que para contraer matrimonio había que ganar quinientas libras al año si no se era el primogénito… Y además esa chica… —su voz adoptó un tono más avergonzado y dolorido—. Tal vez no se te haya ocurrido pensarlo… Pero, por supuesto, Sylvia tiene sus ingresos… Y ten en cuenta que… si vives por encima de tus posibilidades y…, en pocas palabras, que estás gastando el dinero de Sylvia con la otra chica, y eso está muy mal visto. —Enseguida añadió—: Tengo que decir que la señora Satterthwaite te respalda contra viento y marea. ¡Contra viento y marea! Claudine le escribió una carta. Pero ya sabes cómo son las mujeres con un yerno bien parecido que las trata con respeto. Deja que te diga que, de no haber sido por tu suegra, Claudine te habría borrado de su lista de visitas hace meses. Y lo mismo habría hecho mucha más gente…
Tietjens respondió:
—Gracias. Creo que con eso es suficiente. Deme un par de minutos para pensar en lo que me ha dicho…
—Iré a lavarme las manos y a cambiarme de chaqueta —respondió el general con un inmenso alivio.
Al cabo de dos minutos, Tietjens dijo:
—No; creo que no quiero añadir nada.
El general exclamó con entusiasmo:
—¡Así me gusta, muchacho! Una confesión sincera es casi igual que el propósito de enmienda… Y… trata de ser más respetuoso con tus superiores… Maldita sea; dicen que eres muy brillante. Pero doy gracias al cielo de no tenerte bajo mis órdenes… Estoy convencido de que eres un buen muchacho, pero eres de esos tipos capaces de poner patas arriba a toda una división… Un auténtico…, ¿cómo se llama? ¡Un auténtico Dreyfus!
—¿Cree usted que Dreyfus era culpable? —preguntó Tietjens.
—Maldita sea —respondió el general—, era mucho peor que eso…, uno de esos tipos de los que no puede uno fiarse, pero contra quienes nunca se puede probar nada. Un auténtica catástrofe para la humanidad…
Tietjens exclamó:
—¡Ah!
—Sí —dijo el general—, los tipos así perturban la sociedad. No sabe uno dónde pisa. Resulta imposible saber a qué atenerse. Es muy desagradable… ¡Y él también es un tipo brillante! Tengo entendido que lo han ascendido a general de brigada… —Le puso el brazo por encima del hombro a Tietjens.
—Vamos, vamos, muchacho —le animó—, ven a beber un poco de aguardiente. Ésa es la verdadera respuesta a todos estos malditos inconvenientes.
Aún pasó algo de tiempo antes de que Tietjens pudiera pensar en sus dificultades. El tílburi que los llevó de vuelta recorrió la sinuosa carretera de las marismas con la lenta pompa de una procesión que desfilara ante la absurda y pintoresca pirámide roja de la antigua ciudad. Tietjens tuvo que escuchar cómo el general le recomendaba que no volviera por el club de golf hasta el lunes. Él jugaría con Macmaster. Un tipo serio y sensato ese Macmaster. Era una lástima que Tietjens no fuese la mitad de sensato que él.
Los dos tipos de la ciudad habían ido a ver al general en el campo de golf y habían lanzado violentas invectivas contra Tietjens, por lo visto no les había sentado bien que les llamaran cerdos despreciables a la cara. El general les respondió que él también les había dicho, claro y despacio, que eran un par de cerdos despreciables y que, a partir del lunes, tendrían la entrada prohibida en el club. Pero, al parecer, tenían derecho de estar allí hasta el lunes y el club no quería organizar ninguna escena. Sandbach también estaba furioso con Tietjens.
Tietjens replicó que la culpa la tenían unos tiempos que toleraban que advenedizos como Sandbach pudieran frecuentar la compañía de caballeros. Uno se comportaba de un modo exquisitamente correcto y luego un granuja insignificante como ése empezaba a echar leña al fuego y a cotillear por ahí. Añadió que sabía que Sandbach era el cuñado del general, pero no podía evitarlo. Era la pura verdad… El general dijo: «Lo sé, muchacho, lo sé…». Pero uno tenía que aceptar la sociedad tal como era. Había que casar a Claudine con alguien, y Sandbach era un buen marido, cuidadoso, sobrio y con las convicciones políticas adecuadas. Tal vez fuese un poco obtuso, pero ¡no se podía tener todo! Claudine estaba empleando toda su influencia en el otro bando —que no era poca, ¡las mujeres son maravillosas!— a fin de conseguirle un puesto de diplomático en Turquía, y alejarlo así de la señora Crundall. La señora Crundall era la antisufragista más prominente del pueblo. Por eso Sandbach estaba tan irritado con Tietjens. Se lo contó a Tietjens para que pudiera comprender.
Hasta entonces, Tietjens se había convencido de que era capaz de examinar cualquier asunto con rapidez y luego guardarlo en la memoria. Apenas escuchó al general. Las acusaciones en su contra eran groseras, pero por lo general sabía cómo hacer caso omiso de esas acusaciones y pensaba que si no volvía a aludir a un asunto, tampoco volvería a oír hablar de él. Si en los clubes y en los demás sitios donde los hombres hablan, circulaban rumores desagradables, prefería que todos pensaran que él era un disoluto y no que su mujer era una adúltera. Era lógico, pura vanidad masculina, ¡la preferencia de un caballero inglés! Si el comportamiento de Sylvia hubiera sido intachable y el suyo también…, ¡en ese aspecto sabía que lo era!, sin duda se habría defendido, al menos ante el general. Pero, al no defenderse con más energía, había actuado de forma práctica. Pues pensaba que, de haberlo intentado, podría haber acabado convenciendo al general. ¡Pero había obrado bien! No era mera vanidad. Había que pensar en el chico que estaba en casa de su hermana Effie. ¡Para un niño es mejor tener un padre disoluto que una ramera por madre!
El general disertaba sobre la solidez de un castillo bajo, como una pila de fichas de damas, que quedaba a la izquierda, en la llanura iluminada por el sol. Estaba diciendo que hoy ya no se construía como antes.
Tietjens respondió:
—Se equivoca usted por completo, general. Todos los castillos que construyó Enrique VIII en 1543 a lo largo de esta costa son auténticos monumentos de construcción chapucera… «In 1543 jactat castra Delis, Sandgatto, Reia, Hastingas Henricus Rex…» O, lo que es lo mismo, que los echó por tierra… [17]
El general se echó a reír:
—Eres incorregible… Si hay algún dato conocido…
—Vaya usted y vea esos horrores —respondió Tietjens—. Comprobará que sólo tienen un revestimiento de piedra de Caen que trajeron hasta aquí en barco, y que todo lo demás son escombros y cascotes. ¡Fíjese! Es un hecho probado y bien sabido que nuestros cañones de calibre dieciocho son mejores que los franceses del setenta y cinco. No dejan de repetírnoslo en la Cámara, en los mítines, en los periódicos; el público lo cree… Pero ¿acaso pondría usted uno de esos trastos de hojalata a disparar, ¿cuánto era?, ¿cuatro proyectiles por minuto?, con esas clavijas torcidas en la parte de atrás para absorber el retroceso, contra sus cañones del setenta y cinco, que tienen cilindros de aire comprimido…?
El general se sentó muy erguido en sus cojines.
—Eso es diferente —dijo—. ¿Cómo demonios te enteras de esas cosas?
—No lo es —replicó Tietjens—, la misma mentalidad obtusa que cree que Enrique VIII construía bien es la que nos mete en guerras con cañones anticuados y munición cien veces inferior. Usted despediría a cualquiera de su Estado Mayor que afirmara que podemos resistir un solo minuto contra los franceses.
—Bueno, en cualquier caso —insistió el general—, doy gracias al cielo de que no formes parte de mi Estado Mayor, porque tu cháchara me agotaría en menos de una semana. Es cierto que el público…
Pero Tietjens no le estaba escuchando. Estaba pensando que era muy natural que un advenedizo como Sandbach traicionara la solidaridad que debía existir entre los hombres. ¡Y que era aún más natural que una mujer sin hijos como lady Claudine Sandbach, cuyo marido le era notoria y flagrantemente infiel, creyera en la infidelidad de los maridos de las demás mujeres!
El general le estaba diciendo:
—¿Quién te ha contado todo eso sobre la artillería francesa?
Tietjens respondió:
—Usted. ¡No hace ni tres semanas!
Y todas las otras damas de sociedad con sus maridos infieles… Harían todo lo posible por arruinar a un hombre. ¡Lo borrarían de su lista de visitas! Muy bien, que lo hicieran. ¡Un hatajo de prostitutas estériles casadas con eunucos infieles…! De pronto, recordó que no sabía con seguridad si era o no el padre de su hijo y gimió.
—Vaya, ¿qué es lo que he dicho ahora? —preguntó el general—. Espero que no vayas a decirme que los faisanes se alimentan de mangostas…
Tietjens le demostró que no había perdido la cordura diciéndole:
—¡No!, ¡estaba pensando en el ministro! Le parecerá sensato, ¿no? —Pero se quedó con mal sabor de boca. No había sido capaz de clasificar y poner bajo llave sus desagradables pensamientos. Era como si hubiese estado hablando consigo mismo.
En la ventana del mirador de una hostería distinta de la suya vislumbró al señor Waterhouse, que estaba contemplando la vista de las marismas. El gran hombre lo saludó y volvió a entrar. El señor Waterhouse contaba con que Tietjens —a quien tenía por un hombre con sentido común— hiciera lo posible por evitar la detención de las dos chicas. Él no podía hacer nada al respecto, pero estaba dispuesto a donar un billete de cinco libras y tal vez a conceder un pequeño ascenso al policía con tal de que no se diera publicidad a la incursión vespertina de aquellas dos locas.
No resultó muy difícil, pues allí donde fuese a estar el gran hombre, estarían también el alcalde, el escribano del ayuntamiento, el jefe de policía del pueblo, los médicos y los abogados. Y, una vez arreglado todo, el gran hombre bajó al bar, se tomó una copa y los alegró a todos inmensamente con su afabilidad.
Tietjens mismo, después de cenar a solas con el ministro, con quien estaba deseando hablar de su Ley de Financiación del Trabajo, no lo encontró del todo desagradable: en realidad no era tan imprudente y taimado, salvo en su sentido del humor; era evidente que estaba cansado, pero se animó después de un par de whiskies; y desde luego no era un plutócrata, y le gustaba tanto el pastel de manzanas con natillas como a un niño de catorce años. E, incluso en lo referido a su famosa ley, que por entonces conmovía al país hasta los cimientos políticos, una vez aceptada su absoluta falta de adecuación al temperamento y necesidades de la clase trabajadora inglesa, se notaba que el señor Waterhouse no tenía intención de ser deshonesto. Aceptó con gratitud varias rectificaciones de Tietjens sobre los datos actuariales… Y, después del oporto, coincidieron en dos ideales legislativos básicos: que cada trabajador debería cobrar un mínimo de cuatrocientas libras al año y que cada empresario brutal que quisiera pagar menos debería ser ahorcado. Por lo visto, ése era el elevado toryismo de Tietjens así como el extremo radicalismo de la extrema izquierda de la izquierda.
Y Tietjens, que era incapaz de odiar a nadie, al ver a aquel tipo simpático y sencillo con aspecto de colegial, se preguntó por qué la humanidad, que resultaba casi agradable descompuesta en unidades, era, como masa, un fenómeno tan odioso. Si se cogían doce hombres, ninguno de ellos detestable ni carente de interés, porque cada uno de ellos tenía detalles técnicos que aportar sobre su especialidad, y se formaba con ellos un club o un gobierno, en el acto, las opresiones, las inexactitudes, el cotilleo, las venganzas, las mentiras, las corrupciones y las vilezas, los convertían en esa combinación de un lobo, un tigre, una comadreja y un mono cubierto de piojos que era la sociedad humana. Y recordó las palabras que dijo una vez un ruso: «Gatos y monos. Monos y gatos. Ahí está toda la humanidad».
Tietjens y el señor Waterhouse pasaron juntos el resto de la tarde.
Mientras Tietjens se entrevistaba con el policía, el ministro se quedó sentado en los escalones de la hostería fumando cigarrillos baratos; y cuando Tietjens se fue a la cama, el señor Waterhouse insistió en enviarle educados mensajes a la señorita Wannop a través de él, invitándola a pasar cualquier tarde por su despacho privado de la Cámara de los Comunes a discutir el sufragio femenino. El señor Waterhouse se negó en redondo a creer que Tietjens no hubiera convenido la incursión con la señorita Wannop. Aseguró que estaba todo demasiado bien calculado para que lo hubiera planeado una mujer, y le dijo a Tietjens que era un hombre afortunado, pues era una muchacha estupenda.
De vuelta en su habitación bajo las vigas, Tietjens, no obstante, cayó presa de una gran agitación. Estuvo un buen rato yendo de un lado a otro de la habitación, y como no lograba quitarse de encima aquellas ideas, acabó por sacar su baraja, y se puso a pensar muy seriamente en las condiciones de su vida con Sylvia. Quería evitar el escándalo, si es que era posible; quería que vivieran dentro de sus posibilidades, quería apartar al niño de la influencia de su madre. Todas eran cosas claras pero complicadas… Luego, parte de su cerebro se perdió en la redistribución de datos, y sus manos empezaron a colocar reyes y reinas sobre la mesita de juegos y se puso a calcular su recurrencia.
De ese modo, la súbita entrada de Macmaster le produjo una impresión física terrible. Estuvo a punto de vomitar; la cabeza le daba vueltas y la habitación se movía. Bebió una gran cantidad de whisky ante la mirada atónita de Macmaster, pero ni siquiera así fue capaz de hablar, y se tumbó en la cama vagamente consciente de los esfuerzos de su amigo por aflojarle la ropa. Supo que había logrado suprimir los pensamientos de la parte consciente de su inteligencia hasta tal punto que la parte inconsciente había ocupado su lugar y había paralizado tanto su cuerpo como su espíritu.