III

Al oír el leve crujido que hizo Macmaster al abrir la puerta, Tietjens dio un brusco respingo. Llevaba puesto un batín y estaba jugando al solitario muy concentrado en una especie de dormitorio-buhardilla. El tejado inclinado lo perfilaban varias vigas oscuras de roble, que dividían en cuadrados la pintura al temple color crema de las paredes. La habitación contenía también una cama con dosel, una rinconera de roble, y varias esterillas de juncos sobre los irregulares tablones de roble pulido del suelo. Tietjens, que odiaba aquellas reliquias del pasado desenterradas y enceradas, estaba sentado en el centro de la habitación junto a una endeble mesa de juego debajo de una luz eléctrica con una pantalla blanca cuya luminosidad parecía excesiva en aquel ambiente. Era una de esas casas de campo restauradas que se había puesto de moda convertir en hosterías. Macmaster, que iba en busca de la inspiración del pasado, había preferido alojarse allí. Tietjens, que no había querido interferir en las inquietudes culturales de su amigo, había aceptado, aunque habría preferido ir a un hotel moderno y confortable, más barato y menos pretencioso. Acostumbrado a lo que él llamaba la antigüedad consumada de una huraña y laberíntica casa de campo en Yorkshire, le disgustaba estar entre fragmentos reunidos más bien patéticos que, según decía, le hacían sentirse ridículo, como si estuviese tratando de comportarse con seriedad en un baile de disfraces. Macmaster, por su parte, pasaba muy serio y satisfecho la yema de los dedos a lo largo de los cantos de un mueble y declaraba que era auténtico «Chippendale» o «roble jacobita», según el caso. Y parecía volverse más serio y ceremonioso con cada mueble antiguo que había acariciado de ese modo a lo largo de los años. En cambio Tietjens aseguraba que se notaba que aquella cosa tan horrible era falsa al primer vistazo, y cuando recurrían al juicio profesional de un anticuario, Tietjens casi siempre estaba en lo cierto, y Macmaster, suspirando levemente, se preparaba para avanzar un poco más por el difícil camino hacia la sabiduría. Con el tiempo, tras concienzudos estudios, llegaron a llamarlo en varias ocasiones de Somerset House [11] para valorar grandes propiedades de testamentos legalizados, una ocupación a la vez distinguida y muy bien remunerada.

Tietjens soltó un juramento con la vehemencia de un hombre a quien han sobresaltado pero a quien le disgusta demostrarlo.

Macmaster, que vestido de etiqueta parecía minúsculo, dijo:

—Lo siento, muchacho, sé lo mucho que te molesta que te interrumpan. Pero el general está de muy mal humor.

Tietjens se puso en pie muy envarado, se inclinó hacia un lavabo plegable de palo rosa del siglo XVIII, cogió un vaso de whisky con soda que había encima y bebió un buen trago. Miró indeciso a su alrededor, reparó en un cuaderno de notas que había sobre un escritorio «Chippendale», hizo un breve cálculo a lápiz y miró un momento a su amigo.

Macmaster insistió:

—Lo siento, muchacho. Debo de haberte interrumpido uno de tus complicados cálculos.

Tietjens respondió:

—No lo has hecho. Sólo estaba pensando. Me alegro de que hayas venido. ¿Qué es lo que decías?

Macmaster repitió:

—Digo que el general está de muy mal humor. Menos mal que no has venido a cenar.

Tietjens replicó:

—No lo está… No está de mal humor. Está encantado de no tener a esas mujeres delante.

Macmaster dijo:

—Asegura que ha hecho que la policía rastree toda la comarca en su busca, y que lo mejor es que te vayas mañana en el primer tren.

Tietjens respondió:

—No lo haré. Es imposible. Tengo que esperar aquí el telegrama de Sylvia.

Macmaster se quejó:

—¡Dios mío! ¡Dios mío! —Luego añadió esperanzado—: Podemos hacer que nos lo envíen a Hythe.

Tietjens repitió con cierta vehemencia:

—Te digo que no me iré de aquí. Lo he arreglado con la policía y con ese gusano del ministro. Le he curado la pata al canario de la mujer del comisario de policía. Siéntate y sé razonable. La policía no se meterá con gente como nosotros.

Macmaster observó:

—Creo que no te das cuenta del estado de opinión que se ha creado…

—Pues claro que sí, entre gente como Sandbach —dijo Tietjens—. Siéntate… Bebe un poco de whisky… —Se sirvió otro vaso y, sosteniéndolo en la mano, se sentó en un sillón rojizo de mimbre, de asiento demasiado bajo con adornos de cretona. El sillón se combó bajo su peso y la pechera de la camisa se hinchó debajo de su barbilla.

Macmaster preguntó:

—¿Qué te pasa? —Tietjens tenía los ojos enrojecidos.

—Ya te lo he dicho —dijo Tietjens—, estoy esperando un telegrama de Sylvia.

Macmaster dijo:

—¡Ah! —Y luego añadió—: Es imposible que llegue esta noche, ya es casi la una.

—No —respondió Tietjens—, he hablado con el cartero… ¡lo traerá desde el pueblo! Es probable que no llegue, porque Sylvia no lo enviará hasta el último momento, para fastidiarme. Pero, en cualquier caso, estoy esperando un telegrama de Sylvia, y eso es lo que me pasa.

Macmaster exclamó:

—Esa mujer es la arpía más cruel que…

—Deberías recordar —le interrumpió Tietjens—, que estás hablando de mi mujer.

—No veo —objetó Macmaster— cómo nadie va a hablar de Sylvia sin…

—La línea es muy fácil de trazar —replicó Tietjens—. Puedes relatar lo que ha hecho una dama si lo sabes y te lo preguntan. Pero no debes hacer comentarios. En este caso, ni siquiera sabes lo que ha hecho la dama, así que es mejor que contengas la lengua. —Se sentó mirando fijamente hacia delante.

Macmaster suspiró desde lo más profundo de su pecho. Se preguntó qué efecto producirían en su amigo unas horas más de espera, si dieciséis horas habían hecho eso.

Tietjens afirmó:

—Podré hablar de Sylvia después de otros dos whiskies. Solucionemos antes nuestras otras preocupaciones… La chica rubia se llama Wannop: Valentine Wannop.

—Así se llama también el profesor —dijo Macmaster.

—Es la hija del difunto profesor Wannop —dijo Tietjens—. Y también la hija de la novelista.

Macmaster soltó:

—Pero…

—Tras la muerte del profesor, trabajó un año como sirvienta doméstica —continuó Tietjens—. Ahora es la criada de su madre, la novelista, en una casa humilde. Comprendo que ambas vivencias la hayan empujado a desear un destino mejor para las de su sexo.

Macmaster volvió a soltar un «Pero…».

—Obtuve esa información del policía mientras le entablillaba la pata al canario de su mujer.

Macmaster exclamó:

—¿Del policía al que golpeaste? —Sus ojos expresaban una sorpresa inconcebible. Añadió—: ¡Así que conocía a la señorita…, eh…, Wannop!

—Nadie esperaría demasiada inteligencia en un policía de Sussex —respondió Tietjens—. Pero es un error. El agente Finn es lo bastante despierto para reconocer a la joven que desde hace varios años organiza el té anual de las mujeres e hijos de la policía. Asegura que la señorita Wannop ostenta el récord de los cien metros lisos, los doscientos metros lisos, el salto de altura y de longitud y el levantamiento de peso en East Sussex. Eso explica que saltara la acequia con tanta elegancia… No sabes lo mucho que se alegró el buen hombre cuando le dije que dejase en paz a la chica. Afirmó que no habría tenido arrestos para detener a la señorita Wannop. La otra mujer, la que chillaba tanto, es una desconocida, probablemente londinense.

Macmaster preguntó:

—¿Le dijiste al policía…?

—Le di —explicó Tietjens— recuerdos de parte del muy honorable Stephen Fenick Waterhouse, y le dije que le quedaría muy agradecido si el agente le entregara al inspector un informe favorable sobre el asunto de esas dos damas. También le di un billete nuevecito de cinco libras, de parte del ministro, y un par de libras y el dinero para comprarse unos pantalones nuevos de mi parte. Así que es el agente de policía más feliz de todo Sussex. Es un tipo muy simpático; me enseñó a distinguir el rastro de una nutria macho del de una hembra encinta…, pero no creo que eso te interese.

Volvió a empezar:

—No pongas esa cara de bobo. Ya te dije que había cenado con ese gusano… No, no debería llamarle gusano después de comerme su comida. Además, es un tipo muy amable…

—No me contaste que habías cenado con el señor Waterhouse —replicó Macmaster—. Espero que recordaras que, en su calidad de, entre otras cosas, presidente de la Comisión de Deuda Pública, tiene un poder omnímodo sobre el departamento y sobre todos nosotros.

—¡No pensarás —respondió Tietjens— que eres el único que cena con los grandes de la tierra! Quería hablar con ese tipo… sobre las cifras que sus empleados me obligaron a falsear. Quería darle mi opinión al respecto.

—¡No te atreverías! —exclamó Macmaster con expresión de pánico—. Además, no te obligaron a falsear los cálculos. Sólo te pidieron que los reelaboraras basándote en unas cifras determinadas.

—En cualquier caso —continuó Tietjens— le hice saber mi opinión. Le dije que, a tres peniques, llevaría al país, y desde luego a sí mismo como político, a la ruina más absoluta.

Macmaster soltó un profundo: «¡Dios mío!» y luego dijo:

—Pero ¿es que no vas a recordar nunca que eres un funcionario del gobierno? Podría…

—El señor Waterhouse —prosiguió Tietjens— me preguntó si aceptaría que me trasladaran al departamento de su secretario. Y cuando le dije: «¡Váyase al diablo!», estuvo dos horas paseando conmigo por la calle y discutiendo… Estaba calculando la probabilidad basándome en cuatro peniques y medio cuando me interrumpiste. Le he prometido que le daría el resultado antes de que se vaya el lunes a la una y media.

Macmaster dijo:

—No habrás…, aunque, por Dios, que eres el único hombre de Inglaterra capaz de hacerlo.

—Eso es lo que dijo el señor Waterhouse —comentó Tietjens—. Aseguró que el viejo Ingleby se lo había dicho.

—¡Espero —suspiró Macmaster— que le contestaras con educación!

—Le dije —respondió Tietjens— que había una docena de hombres que sabrían hacerlo tan bien como yo, y mencioné tu nombre en particular.

—Pero yo no sabría… —replicó Macmaster—. Por supuesto, podría convertir una tasa de tres peniques en una de cuatro y medio. Pero se trata de variaciones estadísticas, son infinitas. Yo no podría hacerlo.

Tietjens observó con displicencia:

—No quiero que mi nombre se mezcle con un asunto tan incalificable. Cuando le entregue los papeles el lunes, le diré que tú hiciste la mayor parte del trabajo.

Macmaster gimió otra vez.

Ese desasosiego no era mero altruismo. Inmensamente ambicioso comparado con su brillante amigo, la ambición de Macmaster era un ingrediente más de su apasionado deseo de seguridad. En Cambridge, se había contentado con ocupar un lugar discreto y respetable en la lista de estudiantes de matemáticas. Sabía que así estaría a salvo, y todavía le producía más satisfacción pensar que eso le garantizaba no ser brillante en el futuro. Pero cuando, dos años más tarde, Tietjens fue sólo el segundo de su promoción, decepcionó amarga y ruidosamente a Macmaster. Él sabía muy bien que Tietjens no se había esforzado, y que había diez probabilidades contra una de que no se hubiera esforzado a propósito. De hecho, para Tietjens no habría supuesto ningún esfuerzo.

Y, en efecto, Tietjens replicó a las numerosas críticas de Macmaster, diciéndole que no podía imaginar pasarse el resto de su vida con una horrible placa de «Primero de su Promoción» colgada alrededor del cuello.

En cambio Macmaster había decidido muy pronto que para él la vida sería más segura si pudiera pasar sin ser exactamente el centro de atención, pero de modo que lo considerasen una autoridad, entre un cuerpo de hombres muy bien etiquetados. Lo que él quería era recorrer Pall Mall del brazo, precisamente, de un «Primero de su Promoción» con mayúsculas; regresar del brazo del presidente de la Cámara de los Lores más joven que Inglaterra hubiese conocido jamás; pasear por Whitehall en íntima conversación con un novelista famoso en todo el mundo y saludar de camino a la mayoría de los excelentísimos delegados del Tesoro. Y que, después del té, en el club, todos ellos, en un pequeño grupo, le trataran con la cortesía de quienes lo respetaban por su sensatez. Entonces estaría a salvo.

Y no tenía ninguna duda de que Tietjens era el hombre más brillante de la Inglaterra del momento, así que nada le causaba más angustia que la idea de que Tietjens pudiera no hacer una brillante y rápida carrera hacia algún ilustre puesto en el servicio público. ¡Habría dejado de buena gana —de hecho, no deseaba otra cosa— que Tietjens le pasara por delante! Y no creía que los servicios públicos tuviesen la culpa de que eso no pareciera probable.

Sin embargo, Macmaster no había perdido la esperanza. Era muy consciente de que había otras técnicas o carreras distintas a las que se había prescrito para sí. Él no podía imaginarse corrigiendo a un superior, ni siquiera con la mayor deferencia; y sin embargo veía que, aunque Tietjens trataba a casi todos los jerarcas como si fuesen auténticos bobos, ninguno parecía ofenderse demasiado. Por supuesto, Tietjens era un Tietjens de Groby; pero ¿bastaría con eso para seguir así toda la vida? Los tiempos estaban cambiando, y Macmaster consideraba que ésta era una época democrática.

No obstante, Tietjens seguía, por así decirlo, cometiendo atrocidades y despilfarrando oportunidades a manos llenas…

Macmaster sólo podía considerar ese día como desastroso. Se levantó de la silla y se sirvió otra copa; se sentía tan desanimado que la necesitaba. Repantigado entre sus cretonas, Tietjens le observaba. Dijo: «¡Ponme a mí también!», sin mirar a Macmaster y le alcanzó el vaso. Macmaster vertió whisky en él con pulso vacilante. Tietjens le animó: «¡Echa más!».

Macmaster observó:

—Es tarde; hemos quedado para desayunar en casa de los Duchemin a las diez.

Tietjens respondió:

—¡No temas, muchacho! Allí estaremos para ver a tu hermosa dama. —Y añadió—: Espera otro cuarto de hora. Quiero hablar contigo.

Macmaster volvió a sentarse y empezó a repasar el día. Había empezado con un desastre, y había seguido con más desastres.

Y, con una especie de amarga ironía, Macmaster evocó, para tratar de digerirlas, las palabras con las que el general Campion se había despedido de él. El general le había acompañado cojeando hasta el vestíbulo de Mountby y, tras darle una palmadita en el hombro, alto, un poco encorvado y muy amistoso, le había dicho:

—Mire, usted, Christopher es un tipo estupendo. Pero necesita una buena mujer que lo cuide. Llévelo de vuelta con Sylvia lo antes que pueda. Han tenido alguna que otra desavenencia, ¿no? Espero que no haya sido nada serio. ¿No habrá estado Chrissie corriendo detrás de las faldas? ¿No? Me atrevería a decir que sí. ¿No? Bueno, entonces…

Macmaster, horrorizado, se había puesto tan tieso como un poste. Había balbucido:

—¡No! No.

—Hace mucho que los conocemos —prosiguió el general—. Sobre todo lady Claudine. Y, créame, Sylvia es muy buena chica. Y muy de fiar, la lealtad personificada. Y muy valiente. Sería capaz de enfrentarse al mismo diablo. ¡Tendría que haberla visto con los Belvoir! Claro que usted la conoce… ¡En fin…!

Macmaster se las había arreglado sólo para decir que, por supuesto, conocía a Sylvia.

—En fin… —había continuado el general—, estará usted de acuerdo conmigo en que, si de verdad se tuercen las cosas, el único culpable será él. Y lo sentiríamos mucho. Sería una lástima. Me temo que no volvería a poner el pie en esta casa. Aunque me ha asegurado que va a reunirse con ella y con la señora Satterthwaite…

—Creo… —había empezado a decir Macmaster—, creo que sí…

—¡Entonces no hay ningún problema! —había exclamado el general—. Christopher Tietjens necesita el respaldo de una mujer. Hay muy pocos jóvenes por los que yo sienta más…, casi podría decir respeto… Pero le hace falta una mujer. Como contrapeso.

En el coche, mientras bajaban de la colina de Mountby, a Macmaster le había agotado el esfuerzo de contener sus execraciones del general. Quería gritar que era un viejo loco testarudo y un burro entrometido. Pero iba en compañía de los dos secretarios del ministro, el muy honorable Edward Fenwick Waterhouse, un liberal avanzado que se había tomado el fin de semana para jugar al golf y había preferido no cenar en casa de un miembro del partido conservador. En esa época se atravesaba, en política, una época de amargas rencillas entre los partidos: una situación que hasta hacía poco no había sido característica de la vida política inglesa. La prohibición no se había extendido a los dos hombres más jóvenes.

Macmaster reparó, no sin satisfacción, en que aquellos dos tipos le trataban con cierta deferencia. Habían visto que el general lord Edward Campion le hablaba a Macmaster con familiaridad. De hecho, ambos habían tenido que esperar en el coche mientras el general le daba palmaditas en el hombro, le sujetaba por el brazo y le hablaba en voz baja al oído.

Pero ésa fue la única satisfacción que tuvo Macmaster aquel día.

Sí, la jornada había empezado de manera desastrosa con la carta de Sylvia, y acababa —¡si es que acababa!— de forma aún más desastrosa con el elogio que había hecho el general de esa mujer. Todo el día había estado reuniendo ánimos para tener una escena muy desagradable con Tietjens. Tietjens debía divorciarse de ella: ¡era necesario para su propia paz de espíritu, para la de sus amigos, para el bien de su carrera, y en nombre de la decencia misma!

Entretanto, Tietjens había llevado las cosas demasiado lejos. Todo había sido muy desagradable. Habían llegado a Rye a tiempo de comer…, y Tietjens se había bebido la mayor parte de una botella de borgoña. Durante la comida Tietjens le había entregado a Macmaster la carta de Sylvia para que la leyera, diciéndole que, ya que pensaba consultarle después, sería mejor que conociera la existencia de aquel documento.

La carta había resultado ser de una desvergüenza extraordinaria, pues no decía nada. Aparte de la escueta declaración: «Estoy dispuesta a volver contigo», sólo hacía referencia al hecho de que la señora Tietjens quería —y no podía pasar más tiempo— sin la atención de su doncella, a quien llamaba Centralita. Si Tietjens quería que volviera con él, debía asegurarse de que Centralita estuviera esperándola en la puerta y no sé qué cosas más. Añadía el detalle de que no soportaba tener a nadie, subrayado, más que a ella cerca cuando se retiraba a su dormitorio. Al meditarlo, Macmaster se dio cuenta de que ésa era la mejor carta que podía haber escrito si quería que le permitiera volver con él; pues, de haberse extendido en excusas o explicaciones, había diez probabilidades contra una de que Tietjens hubiera decidido que no podía seguir viviendo con una mujer capaz de semejante falta de tacto. Pero Macmaster nunca había pensado que a Sylvia le faltase savoir faire.

No obstante, había reafirmado su determinación de animar a su amigo a divorciarse. Había pensado empezar su campaña en el tílburi, de camino a visitar al reverendo señor Duchemin, que, en su juventud, había sido discípulo personal del señor Ruskin, así como mecenas y amigo del poeta-pintor objeto de la monografía de Macmaster. Tietjens prefirió no ir a aquella visita. Dijo que holgazanearía un poco por el pueblo y se reuniría con Macmaster en el club de golf hacia las cuatro y media. No estaba de humor para hacer nuevas amistades. Macmaster, que era consciente de la presión a la que debía de estar sometido su amigo, lo consideró muy razonable, y partió solo hacia Iden Hill.

Pocas mujeres habían causado tanta impresión en Macmaster como la señora Duchemin. Sabía que estaba en situación de dejarse impresionar casi por cualquier mujer, pero pensaba que eso no bastaba para explicar la enorme influencia que ejerció enseguida sobre él. Cuando le hicieron pasar había dos chicas jóvenes en el salón, pero ambas habían desaparecido casi a la vez, y aunque justo después las había visto pasar en bicicleta desde la ventana, se dio cuenta de que no habría sido capaz de reconocerlas. Desde sus primeras palabras, cuando se levantó para saludarle: «¡El señor Macmaster en persona!», no había tenido ojos para nadie más.

Era evidente que el reverendo señor Duchemin debía de ser uno de esos clérigos de riqueza considerable y gustos cultivados que adornan con frecuencia a la Iglesia de Inglaterra. La rectoría, una gran casa de campo de ladrillo rojo muy antiguo y aspecto acogedor, estaba junto a uno de los graneros de diezmo más grandes que Macmaster había visto nunca; la iglesia, con su tejado primitivo de tejas de roble, estaba ubicada en el rincón formado por los extremos de la rectoría y el granero, y era con mucho el edificio más pequeño de los tres y tan austera que, de no ser por su minúsculo campanario, podría habérselo tomado por un buen establo. Los tres edificios estaban justo al borde de la pequeña cadena de colinas que da a Romney Marsh; un gran abanico simétrico de olmos los protegía del viento del norte y unos arbustos y setos de tejo muy altos los resguardaba por el suroeste. Era, en pocas palabras, un curato de almas ideal para un clérigo rico de gustos cultivados, pues no se veía ni una sola casa de campesinos en dos kilómetros a la redonda.

Para Macmaster, en suma, era el hogar inglés ideal. En contra de lo que acostumbraba, pues era una persona sensible que siempre se fijaba en esas cosas, no pudo recordar mucho del salón de la señora Duchemin, salvo que era muy acogedor. Tres largas ventanas daban a un césped perfecto en el que había varios rosales aislados y agrupados, como bolas de follaje verde tachonadas de flores que parecían fragmentos de mármol rosado. Al fondo del jardín había un muro de piedra; más allá de la tranquila extensión, el campo relucía iluminado por la luz del sol.

Los muebles de la habitación eran, en lo que a la carpintería se refiere, marrones, antiguos, con los ricos matices de haber sido pulimentados muchas veces con cera de abejas. Macmaster reparó enseguida en que los pocos cuadros que había eran de Simeon Solomon, uno de los estetas más frágiles y delicados —pálidos bustos de damas aureoladas que portaban lirios que no parecían lirios y que estaban dentro de la tradición, pero no de la mejor tradición—. Macmaster comprendió —y más tarde se lo confirmó la señora Duchemin— que el señor Duchemin guardaba sus obras más preciadas en su santuario y dejaba, con cierto desdén y sentido del humor, aquellas muestras más endebles en esa habitación relativamente pública en comparación. Eso pareció señalar en el acto al señor Duchemin como uno de los elegidos.

El señor Duchemin, no obstante, no estaba presente; y parecía haber cierta dificultad en concertar una cita entre los dos hombres. El señor Duchemin, dijo su mujer, estaba muy ocupado los fines de semana. Y añadió con una sonrisa vaga y algo ausente la palabra «Naturalmente». Macmaster comprendió enseguida que era natural que un clérigo estuviese muy ocupado los fines de semana. Con un tono ligeramente dubitativo, la señora Duchemin sugirió que el señor Macmaster y su amigo podían ir a comer al día siguiente, el sábado. Pero Macmaster había quedado para jugar la partida por parejas con el general Campion —media ronda de las doce a la una y media, y la otra media de las tres a las cuatro y media—. Y tal como habían planificado las cosas, Macmaster y Tietjens debían tomar el tren de las 18.30 a Hythe, con lo que estaba descartado ir a tomar el té o a cenar al día siguiente.

Con suficiente, pero no excesivo, pesar, la señora Duchemin elevó la voz para decir:

—¡Lástima! Pero tendría usted que conocer a mi marido y ver los cuadros ya que ha venido desde tan lejos.

Llegaba mucho ruido desde el otro lado de la pared al extremo de la habitación —ladridos de perros, rumor de muebles, o tal vez cajas de embalaje, que se trasladaban de sitio apresuradamente, interjecciones guturales—. La señora Duchemin afirmó con su aire distante y su voz profunda:

—Están haciendo mucho ruido. Vayamos al jardín a ver las rosas de mi marido, si es que puede usted dedicarnos un momento más.

Macmaster citó para sí:

«Miré y vi tus ojos a la sombra de tu cabello…». [12]

No había duda de que los ojos de la señora Duchemin, que eran de color azul oscuro y parecían dos guijarros, estaban a la sombra de su pelo negro y ondulado. El cabello le cubría la frente cuadrada. Era un fenómeno que, en realidad, Macmaster nunca había visto antes, y se felicitó a sí mismo, aquélla era una confirmación más —¡si es que hacía falta confirmación!— del poder de observación del objeto de su monografía.

¡A la señora Duchemin le sentaba bien el sol! Su tez oscura se aclaraba; sobre los pómulos había una delicada sufusión de leve carmín. Su mandíbula estaba singularmente bien perfilada hasta la barbilla apuntada, como una santa medieval de alabastro.

Ella dijo:

—Por supuesto es usted escocés. Yo soy de Edimburgo.

Macmaster habría podido adivinarlo. Le explicó que él era de Port of Leith. No se imaginaba ocultándole nada a la señora Duchemin. La señora Duchemin dijo con renovada insistencia:

—¡Oh!, pero, desde luego, debe usted conocer a mi marido y ver los cuadros. Veamos… Debemos encontrar el modo… ¿No podrían venir a desayunar?

Macmaster respondió que él y su amigo eran funcionarios del gobierno y estaban acostumbrados a levantarse temprano. Le apetecía mucho desayunar en aquella casa. Ella dijo:

—A las diez menos cuarto, entonces, nuestro coche estará en el extremo de su calle. ¡Sólo son diez minutos, así que no pasarán mucha hambre!

Añadió, cada vez más animada, que, por supuesto, Macmaster debía llevar también a su amigo. Podía decirle a Tietjens que conocería a una chica encantadora. Se interrumpió y añadió de pronto: «Es muy probable». Mencionó un nombre que a Macmaster le sonó como «Wanstead». Y es posible que hubiera otra chica. Y también iría el señor Horsted o algo parecido, el coadjutor de su marido. Luego dijo con aire reflexivo:

—Sí, podemos ser un grupo muy agradable… —y añadió—, muy ruidoso y alegre. ¡Espero que su amigo sea hablador!

Macmaster dijo algo sobre causarle molestias.

—¡Oh!, no será ninguna molestia —respondió ella—. Además, a mi marido le sentará bien —y continuó—: El señor Duchemin es dado a la melancolía. Tal vez esto sea demasiado solitario —y añadió dos asombrosas palabras—: Después de todo.

De regreso en el tílburi, Macmaster se dijo que lo último que podía decirse de la señora Duchemin es que fuese ordinaria. Verla era como entrar en una habitación que a uno siempre le hubiese gustado y en la que no hubiera entrado desde hacía mucho tiempo. Era agradable. Tal vez fuese en parte por su edimburguidad. Macmaster se atrevió a acuñar aquella palabra. En Edimburgo hay una sociedad —él mismo nunca había tenido el privilegio de pertenecer a ella, pero ¡sus anales son parte de la literatura de Escocia!— en la que las damas son todas grandes señoras con enormes salones, circunspectas pero astutas y con cierto sentido de la comicidad; frugales pero también cálidas y hospitalarias. Tal vez fuese la edimburguidad lo que echaba de menos en los salones de sus amigos londinenses. La señora Cressy, la honorable señora Limoux y la señora Delawnay eran casi perfectas en lo que se refiere a sus modales, su forma de hablar y su compostura, pero ¡no eran jóvenes, no eran de Edimburgo y no eran sorprendentemente elegantes!

¡La señora Duchemin era esas tres cosas! Físicamente, no tendría más de treinta años, pero conservaría su actitud tranquila y confiada a cualquier edad: era una prueba del alma enigmática de su sexo. No obstante, eso carecía de importancia, pues ella nunca querría hacer nada que requiriese juventud física. Nunca, por ejemplo, tendría ocasión de correr, siempre se limitaría a moverse…, ¡flotando! Trató de recordar los detalles de su vestido.

Desde luego había sido azul oscuro…, y ciertamente de seda, ese material exquisito algo toscamente tejido que encierra entre sus pliegues una especie de brillo plateado en cada uno de sus minúsculos nudos. Pero un azul muy oscuro. Y al mismo tiempo artístico… ¡totalmente de acuerdo con la tradición! ¡Y sin embargo muy bien cortado! Mangas amplias, por supuesto, pero aun así algo ajustadas. Llevaba un enorme collar de ámbar pulido amarillo: ¡sobre el azul oscuro! Y la señora Duchemin había dicho, junto a los rosales de su marido, que los capullos siempre le recordaban pequeños moldes de nubes rosadas descendidas para refrescar la tierra… ¡Un pensamiento encantador!

De pronto se dijo: «¡Qué mujer para Tietjens!». Y su imaginación añadió: «¡Podría influir mucho sobre él!».

¡Ante él se extendió una perspectiva en el tiempo! Se imaginó a Tietjens, en cierto modo responsable, por derecho de propiedad, de la señora Duchemin: pour le bon motif, tranquilamente apasionado y aceptado, e «inmensamente mejorado» por la asociación. Y a sí mismo llevando, en uno o dos años, a la por fin hallada Dama de su Contento, a sentarse a los pies de la señora Duchemin —¡la Dama de su Contento, además de circunspecta, sería joven e impresionable!—, para aprender la misteriosa seguridad de sus modales, el don del vestido, el truco del ámbar y de inclinarse sobre los rosales… ¡y la edimburguidad!

El caso es que Macmaster estaba bastante excitado cuando encontró a Tietjens tomando el té entre los accesorios manchados de verde y los periódicos ilustrados del gran pabellón metálico de golf, y no pudo evitar exclamar: «He aceptado una invitación a desayunar mañana con los Duchemin en nombre de los dos. Espero que no te importe», a pesar de que Tietjens estaba sentado a una mesita con el general Campion y su cuñado, el honorable Paul Sandbach, representante del Partido Conservador de la provincia y marido de lady Claudine. El general le dijo encantado a Tietjens:

—¡Desayuno! ¡Con los Duchemin! ¡No dejes de ir, muchacho! ¡Será el mejor desayuno que hayas tomado en tu vida! —Y añadió mirando a su cuñado—: Y no la eterna imitación de arroz con pescado que nos da Claudine cada mañana.

Sandbach gruñó:

—No es por falta de ganas de robarles la cocinera. Claudine hace un tímido intento cada vez que vamos a visitarlos.

El general le dijo amablemente a Macmaster —siempre era muy amable al hablar—, con una media sonrisa y un ligero siseo:

—Comprenderá usted que mi cuñado no habla en serio. A mi hermana jamás se le ocurriría robarle a nadie una cocinera. Y menos a Duchemin. Nunca osaría hacer tal cosa.

Sandbach gruñó:

—¿Y quién lo haría?

Ambos caballeros eran cojos: el señor Sandbach de nacimiento y el general como resultado de un leve, pero mal curado, accidente de coche. Tal vez su única vanidad fuera la convicción de que estaba cualificado para ser su propio chófer y, puesto que era tan inexperto como descuidado, sufría accidentes con frecuencia. El señor Sandbach tenía el rostro moreno y redondo como un bulldog y unos modales un tanto ariscos. Había sido suspendido de sus deberes parlamentarios en dos ocasiones por aplicarle al ministro de Finanzas el epíteto «leguleyo embustero», y en ese momento seguía suspendido.

Macmaster se sintió incómodo. Su sensibilidad le hizo reparar en cierta desagradable frialdad en el ambiente. Había también cierta rigidez en la mirada de Tietjens. Estaba mirando fijamente en silencio hacia delante. Detrás de Tietjens había dos hombres con llamativas chaquetas de color verde, chalecos rojos bordados y rostros rubicundos. Uno era calvo y rubio, el otro tenía el pelo negro, muy brillante y repeinado; ambos rondaban los cuarenta y cinco. Estaban mirando a los ocupantes de la mesa de Tietjens con la boca un poco abierta y escuchando sin el menor disimulo. Enfrente de cada uno de ellos había tres vasos vacíos de ginebra con ciruelas y un vaso medio vacío de brandy con soda. Macmaster comprendió por qué el general había explicado que su hermana no había tratado de robarle la cocinera a la señora Duchemin.

Tietjens le espetó:

—Bébete el té y empecemos de una vez. —Acababa de sacar del bolsillo varios telegramas y se había puesto a ordenarlos. El general dijo:

—No vaya a quemarse la boca. No podemos salir por delante de…, de esos caballeros. Somos demasiado lentos.

—No; es una situación de lo más desagradable —exclamó Sandbach.

Tietjens le alcanzó los telegramas a Macmaster.

—Será mejor que les eches un vistazo —observó—. Puede que no te vea después del partido. Cenas en Mountby. El general te llevará. Lady Claude tendrá que perdonarme. Tengo trabajo que hacer.

Eso ya preocupó bastante a Macmaster. Sabía que a Tietjens no le apetecería cenar en Mountby con los Sandbach, que tendrían un montón de invitados, muy elegantes, pero mucho menos inteligentes de lo normal. Tietjens llamaba a aquel grupo el foco infeccioso del partido…, refiriéndose al toryismo. Pero Macmaster pensaba que una cena desagradable sería mejor para su amigo que quedarse solo cavilando entre las negras sombras del pueblo. Entonces Tietjens dijo:

—¡Voy a tener unas palabras con ese gusano! —Señaló rígidamente hacia delante con la barbilla cuadrada, y, al mirar en dirección hacia donde estaban los dos bebedores de brandy, Macmaster vio uno de esos rostros que las frecuentes caricaturas vuelven familiares y desconocidos al mismo tiempo. Macmaster no logró ponerle nombre en aquel momento. Debía de ser un político, probablemente un ministro. Pero ¿cuál? Su imaginación estaba ya en un estado terrible. Con el vistazo que le había echado al telegrama que tenía en la mano había reparado en que estaba dirigido a Sylvia Tietjens y empezaba con las palabras «De acuerdo». Dijo con prontitud:

—¿Lo has enviado ya o es sólo un borrador?

Tietjens prosiguió:

—Ese tipo es el muy honorable Stephen Fenwick Waterhouse. El presidente de la Comisión de Deuda Pública. El gusano que nos hizo falsificar aquel informe en la oficina.

Ese momento fue el peor que había vivido nunca Macmaster. Y aún llegó uno peor. Tietjens afirmó:

—Voy a tener unas palabras con él. Por eso no voy a cenar a Mountby. Es un deber con el país.

El cerebro de Macmaster sencillamente dejó de funcionar. Estaba en el espacio, rodeado de ventanas. La luz del sol brillaba fuera. Y las nubes. Rosas y blancas. ¡Parecían de lana! Algunos barcos. Y dos hombres: uno moreno y repeinado, el otro con la rubia calva cubierta de manchas. Estaban hablando, pero Macmaster no oía lo que decían. El moreno y repeinado decía que no iba a llevar a Gertie a Budapest. ¡Ni mucho menos! Parpadeó como en una pesadilla. Detrás había dos jóvenes y un rostro absurdo…

Aquello se parecía tanto a una pesadilla que Macmaster distorsionó los rasgos del ministro. Le recordó a una enorme máscara de pantomima: brillante, con una nariz inmensa y ojos alargados de chino.

¡Y, sin embargo, no era desagradable! ¡Macmaster era un whig por convicción, por nacionalidad y por temperamento! Pensaba que los funcionarios públicos debían abstenerse de cualquier actividad política. No obstante, no podía pedírsele que pensara que un ministro liberal era feo. Al contrario, el señor Waterhouse tenía una expresión franca, amable y humorística. Escuchaba con deferencia a uno de sus secretarios, mientras apoyaba la mano en el hombro del joven y esbozaba una leve sonrisa algo soñolienta. Sin duda, trabajaba demasiado. Luego soltó una carcajada. ¡Para animar al otro!

¡Qué lástima! ¡Qué lástima! Macmaster estaba leyendo una retahíla de palabras incomprensibles en la apretada letra de Tietjens. «Piso en lugar de casa… vida social reducida al mínimo… niño se queda con hermana…» Sus ojos recorrían las frases una y otra vez. No lograba distinguirlas sin los símbolos de puntuación. El hombre del cabello repeinado dijo con voz rijosa que Gertie estaba como un tren, pero no iba a llevarla a Budapest con todas esas gitanas de las que le hablaba el otro. Llevaba cinco años manteniendo a Gertie. ¡Casi como si estuviesen casados! La voz de su amigo sonaba como el resultado de una indigestión. Tietjens, Sandbach y el general estaban tan rígidos como palos.

¡Qué lástima!, pensó Macmaster.

Tendría que estar sentado con… Le habría gustado sentarse en compañía de aquel ministro tan agradable. Y, en condiciones normales, lo habría hecho. Era normal que invitaran al mejor golfista del lugar a jugar con los visitantes distinguidos, y no había casi nadie en el sur de Inglaterra capaz de ganarle. Había empezado a jugar a los cuatro años en el campo de golf municipal con una pelota de un chelín que se había encontrado y con un palo del uno en miniatura. Al ir a la escuela por las mañanas y al volver a comer; a la escuela y de vuelta a la cama. Sobre el campo frío, cubierto de juncos y arena junto al mar grisáceo. Con los zapatos llenos de arena. La pelota de un chelín le había durado tres años…

Macmaster exclamó: «¡Dios mío!». Acababa de comprender por lo que decía el telegrama que Tietjens tenía intención de viajar a Alemania el martes. Como en respuesta a la exclamación de Macmaster, Tietjens afirmó:

—Sí. Es intolerable. Si no le para usted los pies a ese par de cerdos, general, lo haré yo.

El general siseó entre dientes:

—Espera un momento…, espera un momento… Tal vez lo haga ese otro tipo.

El hombre del pelo negro engominado exclamó:

—Si en Budapest hay tantas chicas como dices, y baños turcos y todo eso, vamos a pasarlo en grande el mes que viene. —Pestañeó en dirección a Tietjens. Su amigo daba la impresión de estar emitiendo borborigmos con la cabeza gacha y miraba al general con aprensión por debajo de las cejas.

—No es —siguió argumentando el otro— que no quiera a mi mujer. No está mal. Y además tengo a Gertie que está como un tren. Pero un nombre necesita… ¡Oh!

El general, muy alto y delgado, con las mejillas sonrosadas y el pelo cano peinado con flequillo hacia delante, se acercó andando a su mesa con las manos en los bolsillos. Estaba a menos de dos metros, pero dio la impresión de que fuese una larga caminata. Se detuvo justo a su lado y ellos lo miraron con los ojos muy abiertos, como escolares contemplando un globo. Observó:

—Me alegro de que les guste nuestro campo de golf, caballeros.

El hombre calvo respondió:

—¡Desde luego! ¡Desde luego! ¡Es excelente! ¡Excelente!

—Pero —interrumpió el general— no es muy sensato discutir las…, ¡ejem!…, circunstancias domésticas particulares… en… un comedor, ¿saben?, ni en un club de golf. La gente podría oírles.

El caballero del pelo engominado hizo ademán de incorporarse y exclamó:

—¡Oh!, el…

El otro hombre balbució:

—Cállate, Briggs.

El general prosiguió:

—Soy el presidente del club, ¿saben? Mi obligación es asegurarme de que la mayoría de los miembros del club y sus visitantes estén satisfechos. Espero que no les importe.

El general regresó a su asiento. Estaba temblando de irritación.

—Le obligan a uno a ponerse a su mismo nivel —afirmó—. Pero ¿qué demonios iba a hacer si no?

Los dos tipos de la ciudad se habían ido a toda prisa a los vestuarios, se produjo un horrible silencio. Macmaster cayó en la cuenta de que, al menos para aquellos tories, eso era el fin del mundo. ¡El fin de Inglaterra! [13] Volvió al telegrama de Tietjens con el corazón atenazado por el pánico… Tietjens iba a partir para Alemania el martes. Se ofrecía a dejar el departamento. Era algo inconcebible. ¡Inimaginable!

Empezó a releer el telegrama. Una sombra se cernió sobre las finas hojas. El muy honorable señor Waterhouse se había interpuesto entre la cabecera de la mesa y las ventanas. Dijo:

—Le estamos muy agradecidos, general. Era imposible hablar con la cháchara de esos tipos obscenos. ¡La gente así es la que nos hace simpatizar con las sufragistas! Eso las justifica… —añadió—: ¡Hola, Sandbach! ¿Disfrutando de sus vacaciones?

El general respondió:

—Tenía la esperanza de que se tomase usted la molestia de echar a esos tipos.

El señor Sandbach, alargando la mandíbula de bulldog y con el corto cabello de la nuca erizado, ladró:

—Hola, Waterslop. [14]¿Disfrutando de su botín?

El señor Waterhouse, alto, encorvado y con el pelo desarreglado, se levantó los faldones de la chaqueta. Estaba tan raída que daba la impresión de que le asomara paja por los codos.

—De todo lo que me han dejado las sufragistas —dijo entre risas—. ¿No será uno de ustedes un genio llamado Tietjens? —Estaba mirando a Macmaster.

El general dijo:

—Tietjens… Macmaster…

El ministro prosiguió en tono amistoso:

—¡Oh!, ¿es usted? Sólo quería aprovechar la oportunidad para darle las gracias.

Tietjens respondió:

—¡Dios mío! ¿Y por qué?

—¡Ya sabe! —continuó el ministro—. No habríamos podido llevar la ley a la Cámara hasta la siguiente sesión sin sus cálculos… —añadió astutamente—: ¿Verdad que no, Sandbach? —y le aclaró a Tietjens—: Me lo dijo Ingleby…

Tietjens estaba muy rígido y pálido como la cera. Tartamudeó:

—No puedo aceptar el mérito… Considero…

Macmaster exclamó:

—Tietjens…, tú… —no sabía lo que iba a decir.

—¡Oh!, es usted demasiado modesto —el señor Waterhouse abrumó a Tietjens—. Sabemos a quién estarle agradecido… —Sus ojos vagaron hacia Sandbach de una forma un tanto ausente. Luego se le iluminó el rostro.

—¡Ah! Mire, Sandbach —dijo—. Venga un momento, ¿quiere? —Se alejó uno o dos pasos para llamar a uno de los dos jóvenes—: ¡Oh!, Sanderson, páguele usted un trago al policía. Un buen trago. —Sandbach se levantó de un respingo de la silla y fue cojeando hacia donde estaba el ministro.

Tietjens estalló:

—¡Demasiado modesto! ¡Yo!… ¡Será gusano…! ¡Un gusano despreciable!

El general preguntó:

—¿Qué te ocurre, Chrissie? Tal vez tenga razón y seas demasiado modesto.

Tietjens respondió:

—Maldita sea. Es algo muy serio. Hará que me echen de esa despreciable oficina en la que trabajo.

Macmaster dijo:

—¡No! ¡No! Te equivocas. Lo miras por el lado equivocado. —Y con mucho apasionamiento empezó a explicárselo todo al general. Aquel asunto ya le había causado muchos dolores de cabeza. El gobierno le había pedido al Departamento de Estadística unas cifras que respaldaran ciertos datos que querían utilizar al presentar su nueva ley ante la Cámara. El señor Waterhouse era el encargado de presentarla.

En ese momento el señor Waterhouse estaba dándole palmaditas en la espalda a Sandbach, mientras se quitaba el pelo de los ojos y se reía como una colegiala histérica. De pronto parecía cansado. Un oficial de policía, con los botones del uniforme resplandecientes, estaba bebiendo de una jarra de peltre al otro lado de la puerta acristalada. Los dos hombres de la ciudad pasaron apresuradamente en línea recta desde el vestuario hacia esa misma puerta abotonándose la ropa. El ministro gritó:

—¡Que sean guineas!

A Macmaster le pareció muy mal que Tietjens llamara gusano despreciable a alguien tan jovial y campechano. Era injusto.

Siguió con su explicación al general:

—El gobierno quería una serie de cifras basadas en un cálculo llamado B7. Tietjens, que había estado trabajando por su cuenta en otro llamado H19, había llegado al convencimiento de que H19 era el número menor que tenía sentido desde el punto de vista actuarial.

El general observó con amabilidad:

—Es como si me hablase usted en chino.

—¡Oh, no!, no tiene por qué serlo —se oyó decir Macmaster—. Todo se reduce a esto: el gobierno, sir Reginald Ingleby, le pidió a Chrissie que averiguase cuánto son tres por tres, en principio era algo así. Y él respondió que el único número que no arruinaría al país era nueve por nueve…

—De hecho, lo que quería el gobierno era meter dinero a puñados en el bolsillo de los trabajadores —apuntó el general—. Dinero a cambio de nada…, o de votos, supongo.

—Pero ésa no es la cuestión, señor —se atrevió a observar Macmaster—. Lo único que le habían pedido a Chrissie es que les dijera cuánto eran tres por tres.

—Pues parece que lo hizo y que se ganó todo género de felicitaciones —respondió el general—. Eso está bien. Todos hemos confiado siempre en la capacidad de Chrissie. Aunque tiene demasiado temperamento.

—Fue extraordinariamente grosero con sir Reginald —continuó Macmaster.

El general dijo:

—¡Vaya!, ¡vaya! —Negó con la cabeza en dirección a Tietjens y adoptó con cuidado el aire inexpresivo y ligeramente decepcionado del oficial al mando—. No me gusta oír hablar de groserías con un superior. En ningún servicio.

—No creo —observó Tietjens con extrema dulzura— que Macmaster esté siendo justo conmigo. Por supuesto, tiene derecho a tener su opinión sobre lo que exigen las necesidades del servicio. Desde luego le dije a Ingleby que prefería dimitir antes que hacer ese trabajo rastrero…

—No tendrías que haberlo hecho —le reprochó el general—. ¿Qué sería del servicio si todo el mundo hiciera lo mismo que tú?

Sandbach volvió riéndose y se sentó penosamente en su sillón bajo.

—Ese tipo… —empezó.

El general levantó un poco la mano.

—¡Un momento! —exclamó—. Estaba a punto de decirle a Chrissie que si me ofrecen el trabajo, por supuesto en realidad se trataría de una orden, de suprimir los voluntarios del Ulster… Antes me cortaría la garganta que hacerlo…

Sandbach replicó:

—Por supuesto que sí, viejo amigo. Son nuestros hermanos. Antes enviaría a ese gobierno brutal y mentiroso al diablo.

—Iba a decir que lo aceptaría —prosiguió el general—, que no rechazaría la orden.

Sandbach dijo:

—¡Dios mío!

Tietjens afirmó:

—Bueno, yo no lo hice.

Sandbach exclamó:

—¡General! ¡Usted! Después de todo lo que hemos dicho Claudine y yo…

Tietjens le interrumpió:

—Disculpe, Sandbach. Pero esta reprimenda estaba dirigida a mí. En tal caso no fui grosero con Ingleby. Si hubiese expresado desprecio por lo que decía o por él, habría sido grosero. Pero no lo hice. Él no se ofendió lo más mínimo. Se puso hecho un energúmeno, pero no se ofendió. Y dejé que me convenciera. En realidad tenía razón. Me aseguró que si no hacía yo el trabajo, esos gusanos se lo encargarían a uno de los funcionarios de la competencia y falsificarían los datos, ¡y partirían de premisas falsas!

—Ésa es también mi opinión —observó el general—, si no acepto el trabajo del Ulster, el gobierno se lo encargará a un tipo que quemará todas las granjas y violará a todas las mujeres de los tres condados. Es el as que esconden en la manga. Pretende trasladar al norte a los Connaught Rangers.[15] Y ya saben lo que eso significaría. De todos modos… —miró a Tietjens—: Uno no debería ser grosero con sus superiores.

—Ya le digo que no fui grosero —exclamó Tietjens—. ¡Déjese de miradas paternales y métaselo de una vez en la cabeza!

El general negó con la cabeza:

—¡Vosotros los tipos inteligentes! —dijo—. No podríais dirigir el país, ni el ejército ni ninguna otra cosa. Hacen falta estúpidos como yo y como Sandbach, además de personas sensatas y moderadas como nuestro amigo aquí presente. —Señaló a Macmaster, se levantó y añadió—: Vamos. Jugará usted conmigo, Macmaster. Dicen que es usted muy bueno. Chrissie no sabe jugar. Puede ir de pareja con Sandbach.

Se encaminó hacia los vestuarios en compañía de Macmaster.

Sandbach, retorciéndose de un modo extraño para levantarse de la silla gritó:

—Salvar el país… Maldita sea… —Se puso en pie—. Campion y yo…, ya ves en qué se ha convertido el país. ¡Con cerdos como esos dos paseándose por nuestros clubes! Y la policía patrullando los campos de golf junto a los ministros para protegerlos de unas mujeres enloquecidas… ¡Por Dios! Ojalá pudiera azotarlas hasta arrancarles la piel de la espalda. Lo haría. Vive Dios que lo haría. —Añadió—: Ese tal Waterslops es aficionado al juego. Hacíais tanto ruido que no he podido hablaros de nuestra apuesta… ¿Es cierto que tu amigo tiene una tarjeta de más uno en North Berwick? ¿Qué tal juegas tú?

—Macmaster es capaz de tener una tarjeta de más dos en cualquier sitio si entrena un poco.

Sandbach exclamó:

—Dios mío… Es duro de pelar…

—En cuanto a mí —añadió Tietjens—, odio este juego estúpido.

—Yo también —respondió Sandbach—. Tendremos que arrastrarnos detrás de ellos.