II

La señora Satterthwaite con su doncella francesa, su sacerdote, y su joven amigo de mala reputación, estaban en Lobscheid, un balneario desconocido y poco frecuentado ubicado entre los pinares de Taunus. La señora Satterthwaite iba vestida a la ultimísima moda y exhibía una indiferencia consumada… En realidad, sólo perdía la paciencia si alguien comía en su mesa, y delante de sus narices, las famosas uvas negras de Homburgo sin quitarles el hollejo. El padre Consett estaba dispuesto a pasárselo de maravilla las tres semanas de vacaciones que estaría alejado de los barrios bajos de Liverpool; el señor Bayliss, delgado como un esqueleto vestido de sarga azul muy ajustada, rubio y sonrosado, estaba tan enfermo de tuberculosis, tan arruinado, y tenía unos gustos tan costosos que estaba dispuesto a estarse quieto, beber tres litros de leche al día y portarse bien. En teoría, estaba allí para escribir las cartas de la señora Satterthwaite, pero la dama nunca le dejaba entrar en sus habitaciones privadas por miedo al contagio. Así que tenía que contentarse con alimentar una creciente adoración por el padre Consett. Dicho sacerdote, con su enorme bocaza, sus pómulos marcados, su pelo negro desordenado, su carota ancha, que nunca parecía demasiado limpia, y sus manos danzarinas que siempre parecían demasiado sucias, no se quedaba quieto ni un momento y tenía ese acento irlandés que raras veces se encuentra, salvo en las novelas anticuadas sobre Irlanda. Tenía una risa perpetua como el ruido de un carrusel de vapor. Era, en pocas palabras, un santo, y el señor Bayliss lo sabía, aunque no supiera en qué sentido. En los últimos tiempos, y con la ayuda económica de la señora Satterthwaite, el señor Bayliss se había convertido en asistente del padre Consett, había adoptado la regla de san Vicente de Paúl y había escrito unos admirables, aunque decorativos, versos devotos.

Resultaban un grupo muy feliz e inocente. La señora Satterthwaite se interesaba —era el único interés que tenía— por los jóvenes guapos, delgados y de horrible reputación. Los esperaba, o enviaba su coche a esperarlos, a la puerta de la cárcel. Ponía al día su peculiar guardarropa y les proporcionaba suficiente dinero para que pasaran un buen rato. Y cuando, en contra de todas las previsiones —aunque ocurría con más frecuencia de lo esperado—, se reformaban, ella se alegraba con indolencia. A veces los enviaba a algún lugar alegre con un cura que necesitase unas vacaciones y a veces los alojaba en su casa del oeste de Inglaterra.

El caso es que eran un grupo agradable y muy feliz. En Lobscheid había un hotel vacío con grandes verandas y varias granjas blancas y cuadradas, con vigas grises y las tejas pintadas con ramos de flores azules y amarillas, o con cazadores vestidos de escarlata que perseguían ciervos purpúreos. Eran como alegres cajas de cartón colocadas en mitad de los campos cubiertos de hierba; luego empezaban los pinares y se extendían solemnes, marrones y geométricos a lo largo de muchos kilómetros ladera arriba y abajo. Las campesinas llevaban chalecos de terciopelo negro, corpiños blancos, innúmeras enaguas y absurdos tocados multicolores de la forma y el tamaño de unos bollos de medio penique. Andaban por ahí a paso lento, en columnas de a cuatro o de a seis, con los pies enfundados en zapatillas y medias blancas, mientras sus tocados se balanceaban con solemnidad; jóvenes con blusas azules, pantalones bombachos, y sombreros de tres picos los domingos, las seguían entonando baladas.

La doncella francesa, que la señora Satterthwaite le había pedido prestada a la duquesa de Carbon Châteaulherault a cambio de su propia doncella, se sintió inclinada al principio a encontrar el lugar maussade. Pero, tras iniciar una sonada aventura amorosa con un joven guapo, alto y rubio, que llevaba una pistola, un cuchillo de caza con incrustaciones de oro tan largo como su brazo y un uniforme verde grisáceo, con galones y botones dorados, se reconcilió con su destino. Cuando el joven Förster trató de dispararle —et pour cause, como ella misma dijo— se quedó extasiada y eso divirtió ligeramente a la señora Satterthwaite.

Estaban sentados jugando al bridge en el amplio y umbroso salón del hotel: la señora Satterthwaite, el padre Consett y el señor Bayliss. Un joven subteniente rubio muy servicial, que había ido allí como último recurso para salvar su pulmón derecho y su carrera, y el médico barbudo les interrumpieron. El padre Consett respiraba con dificultad, miraba a menudo su reloj y jugaba muy deprisa exclamando: «Dense prisa, son casi las doce. Dense prisa, ¿quieren?». El señor Bayliss era el muerto y el padre Consett exclamó: «Tres, ningún triunfo; hay que darse prisa. Sírvame un whisky con soda, y no me lo traiga aguado como el de antes». Jugó su mano con mucha rapidez, dejó en la mesa sus tres últimas cartas y exclamó: «¡Ah! A pesar de todo, voy perdiendo por dos y encima me cogen en un renuncio». Se tragó el whisky con soda, miró su reloj y exclamó: «¡Precisión absoluta! Tome, doctor, juegue usted mi mano y acabe la partida». Al día siguiente tenía que celebrar la misa en sustitución del cura local, y para celebrar misa hay que estar en ayunas desde la medianoche y no está permitido jugar a las cartas. El bridge era su única pasión; y sólo lo disfrutaba quince días al año en su fatigosa vida. Durante las vacaciones se levantaba a las diez. A las once le decían: «Una partidita para el padre». De dos a cuatro paseaban por el bosque. A las cinco le decían: «Una partidita para el padre». A las nueve le decían: «¿Qué, padre, no le apetece una partidita?». Y el padre Consett esbozaba una sonrisa de oreja a oreja y les respondía: «Qué buenos son con este pobre viejo irlandés. En el cielo tendrán su recompensa».

Los otros cuatro siguieron jugando muy serios. El padre se sentó detrás de la señora Satterthwaite, con la barbilla junto a su nuca. En el momento culminante, la cogió de los hombros y exclamó: «¡Juegue la reina, mujer!» y respiró pesadamente a su espalda. La señora Satterthwaite jugó el dos de diamantes, y el padre gruñó y se echó hacia atrás. Ella le dijo por encima del hombro: «Quiero hablar con usted esta noche, padre». Ganó la última mano y se llevó diecisiete puntos del médico y ocho puntos del subteniente. El médico exclamó: «¡No puede coger esa suma tan inmensa y marcharse sin más. Ahora Herr Bayliss nos desplumará!».

Ella se fue de allí en compañía del cura, flotando entre sedas negras y oscuras a través de las sombras del comedor, mientras metía las ganancias en su bolso de satén negro. Al cruzar la puerta, debajo de la cornamenta de un ciervo, en una atmósfera de lámparas de parafina y madera de pino barnizada, le indicó:

—Suba a mi habitación. El hijo pródigo ha vuelto. Sylvia está aquí.

El padre respondió:

—Me pareció verla con el rabillo del ojo bajando del autobús después de cenar. Querrá volver con su marido. ¡Qué mundo éste!

—¡Es una auténtica bruja! —exclamó la señora Satterthwaite.

—La conozco desde que tenía nueve años —respondió el padre Consett—, y he visto poco en ella que pueda servir de ejemplo para mi rebaño —y añadió—: Aunque tal vez la perplejidad me haga ser injusto con ella.

Subieron despacio las escaleras.

La señora Satterthwaite se sentó en el borde de un sillón de mimbre y suspiró:

—¡En fin!

Llevaba un sombrero de color negro como una rueda de carro y sus vestidos siempre parecían constar de grandes cuadrados de seda que le hubieran caído encima. Como consideraba que su cutis, que era blanco mate, se había vuelto ligeramente violeta después de veinte años de maquillarse, cuando no se maquillaba —como era el caso en Lobscheid— llevaba trocitos de cinta de satén rojizo prendidos aquí y allá, en parte para contrarrestar el color violáceo de su tez y en parte para mostrar que no estaba de luto. Era muy alta y extremadamente delgada; sus ojos negros, que tenían debajo unas oscuras ojeras, estaban alternativamente o muy cansados o muy indiferentes.

El padre Consett iba y venía con las manos a la espalda y la cabeza inclinada sobre el suelo no demasiado bien encerado. Sobre unos candelabros de peltre de imitación de nouvel art un poco sucios, había dos velas encendidas pero tenues; un sofá de caoba barata con respaldo y cojines de felpa, una mesa cubierta con un tapete vulgar y un buró americano que había contenido muchos papeles enrollados y planos. La señora Satterthwaite era extremadamente indiferente a lo que la rodeaba, pero insistía en tener un mueble para sus papeles. También le gustaba tener una gran profusión de flores de invernadero, no de jardín, pero como no había ninguno en Lobscheid se pasaba sin ellas. Como norma, también insistía en tener una cómoda chaise longue que raras veces, o nunca, utilizaba; pero el Imperio germano en aquellos días no contenía ningún sillón cómodo y tuvo que renunciar a ella y que tumbarse en la cama cuando estaba muy cansada. Las paredes de la gran habitación estaban completamente cubiertas de imágenes de animales en agonía mortal: urogallos exhalando el último aliento con gotas de sangre escarlata sobre la nieve; ciervos muriendo con la cabeza echada hacia atrás y los ojos vidriosos con gotas de sangre roja en el cuello; zorros muriendo con sangre escarlata sobre la hierba verde. Todas aquellas imágenes representaban, cuadro a cuadro, diversas escenas de caza, pues el hotel había sido antes el pabellón de un duque, y estaba acondicionado para satisfacer el gusto de la época con madera de pino barnizada, cuartos de baño, porches y unos aseos demasiado modernos, aunque ruidosos, para delicia de los posibles huéspedes ingleses.

La señora Satterthwaite se sentó en el borde de la silla; siempre tenía aspecto de estar a punto de partir hacia alguna parte, o de acabar de llegar de algún sitio e ir a quitarse el abrigo. Afirmó:

—Hay un telegrama esperándola desde mediodía. Sabía que vendría.

El padre Consett respondió:

—Yo también lo vi en el casillero. Me extrañó —y añadió—: ¡Oh!, Dios mío, Dios mío. Después de todo lo que hemos hablado, y ahora ha venido.

La señora Satterthwaite dijo:

—Yo misma he sido malvada desde ese punto de vista, pero…

El padre Consett dijo:

—¡Cierto! Sin duda lo ha heredado de usted, pues su marido era un buen hombre. Pero con una mujer malvada tengo suficiente. No soy ningún san Antonio… ¿El joven se ha ofrecido a aceptarla?

—Bajo ciertas condiciones —respondió la señora Satterthwaite—. Va a venir a entrevistarse con ella.

El cura afirmó:

—El cielo sabe, señora Satterthwaite, que hay ocasiones en las que a este pobre sacerdote las reglas de la Iglesia respecto al matrimonio le parecen duras y amargas y casi llega a dudar de su inescrutable sabiduría. A usted no le importa. Pero a veces deseo que ese joven se aprovechara de la ventaja (¡no hay otra!) de ser protestante y se divorciara de Sylvia. Le aseguro que pueden verse muchas cosas amargas entre mi rebaño… —Hizo un vago gesto hacia el infinito—. Y que he visto muchas, pues el corazón del hombre es un lugar malvado, pero jamás una tan amarga como el destino de ese joven.

—Como usted dice —replicó la señora Satterthwaite—, mi marido era un buen hombre. Yo lo odiaba, pero eso era tanto culpa mía como suya. ¡Más! Y la única razón por la que no quiero que Christopher se divorcie de Sylvia es porque eso conllevaría la deshonra del nombre de mi marido. Y al mismo tiempo, padre…

El cura la interrumpió:

—Ya he oído suficiente.

—En defensa de Sylvia hay que decir —continuó la señora Satterthwaite— que, a veces, cuando una mujer odia a su marido tanto como Sylvia odia al suyo…, le diré que me he acercado por detrás a algunos hombres y he estado a punto de chillar debido a las ganas de clavarles las uñas en la yugular. Era como una fascinación. Y en el caso de Sylvia es aún peor. Es una antipatía natural.

—¡Mujer! —tronó el padre Consett—, ¡no abuse de mi paciencia! Si las mujeres, siguiendo los dictados de la Iglesia, tuvieran hijos con sus maridos y llevasen una vida decente, no abrigarían esos sentimientos. Sólo una vida y unas prácticas antinaturales causan esos complejos. No crea que porque sea sacerdote soy un ignorante.

—Pero Sylvia ha tenido un hijo.

El padre Consett se revolvió como alguien a quien acaban de pegarle un tiro.

—¿De quién? —preguntó y señaló con el dedo sucio a su interlocutora—. De ese canalla de Drake, ¿verdad? Hace mucho que lo sospechaba.

—Es probable que sea de Drake —afirmó la señora Satterthwaite.

—Entonces —respondió el cura—, en nombre de todos los pesares del más allá, ¿cómo pudo usted permitir que ese buen muchacho ante la evidencia de su pecado…?

—Cierto —replicó la señora Satterthwaite—, a veces me estremezco al pensarlo. No crea que yo tuve nada que ver. Pero no fui capaz de impedirlo. Sylvia es mi hija, y perro no come perro.

—Hay ocasiones en las que debería hacerlo —observó desdeñoso el padre Consett.

—¿No me estará diciendo en serio —preguntó la señora Satterthwaite— que yo, una madre, por muy indiferente que fuese, al ver a mi hija enredada, como dicen las camareras, con un hombre casado, tendría que haberme interpuesto e impedido una boda que fue un regalo caído del cielo?

—No mezcle el sagrado nombre del cielo —exclamó el cura— con un asunto de mujerzuelas de Piccadilly… —Se interrumpió—. En el nombre del cielo —repitió—, no me pida que responda a la pregunta de qué tendría que haber hecho o no. Sabe muy bien que yo apreciaba a su marido como a un hermano y que las he querido a usted y a Sylvia desde que era pequeña. Y doy gracias a Dios de no ser su consejero espiritual, sino sólo su amigo en el Señor. Pues si tuviese que responder a esa pregunta, sólo podría darle una respuesta. —Se interrumpió para preguntarle—: ¿Dónde está esa mujer?

La señora Satterthwaite gritó:

—¡Sylvia! ¡Sylvia! ¡Ven aquí!

Se abrió una puerta en la oscuridad y la luz brilló desde otra habitación detrás de una figura alta que tenía apoyada una mano en el picaporte. Una voz muy profunda dijo:

—No comprendo, madre, por qué vives en unas habitaciones como la cantina de un cuartel. —Y Sylvia Tietjens hizo un gesto en dirección al dormitorio. Añadió—: Aunque, qué más da. Me aburro.

El padre Consett gimió:

—El cielo nos guarde, parece una imagen de Nuestra Señora pintada por fra Angelico.

Muy alta, esbelta y de movimientos lentos, Sylvia Tietjens llevaba el pelo rojizo y muy rubio peinado en grandes mechones que le cubrían las orejas. Su rostro muy ovalado y regular tenía una expresión de virginal falta de interés como la que afectaban diez años antes las cortesanas parisinas. Sylvia Tietjens consideraba que, puesto que podía ir a donde quisiera y tener a todos los hombres a sus pies, no tenía necesidad de cambiar de expresión o de infundirle esa animación característica de las bellezas más vulgares de principios del siglo XX. Se apartó despacio de la puerta y se sentó lánguidamente en el sofá que había junto a la pared.

—Vaya, padre, está usted ahí —exclamó—. No le pediré que me estreche la mano. Probablemente no lo haría.

—Cómo sacerdote que soy —respondió el padre Consett—, no podría negarme, pero prefiero no hacerlo.

—Éste —repitió Sylvia— parece un sitio aburrido.

—No dirás lo mismo mañana —replicó el cura—. Hay por aquí dos jóvenes… Y una especie de policía que puedes robarle a la doncella de tu madre.

—Eso —respondió Sylvia— lo dice con ánimo de ofender. Pero no me duele. No quiero saber nada de hombres —y añadió de pronto—: ¿Madre, nunca dijiste, cuando eras todavía joven, que no querías volver a saber nada de hombres? Quiero decir en serio.

La señora Satterthwaite respondió:

—Sí.

—¿Y lo cumpliste? —preguntó Sylvia.

La señora Satterthwaite dijo:

—Sí.

—¿Y crees que yo también lo haré?

La señora Satterthwaite replicó:

—Creo que sí.

Sylvia exclamó:

—¡Oh, Dios mío!

El cura dijo:

—Me gustaría ver el telegrama de tu marido. Es muy distinto ver las palabras sobre el papel.

Sylvia se levantó sin esfuerzo.

—No veo por qué no —respondió ella—. No le resultará agradable. —Flotó hacia la puerta.

—Si lo fuese —afirmó el cura—, no me lo enseñarías.

—No —dijo ella.

Se detuvo lánguidamente en el umbral, convertida en una silueta, y miró por encima del hombro.

—Mi madre y usted —observó— están ahí sentados planeando cómo hacerle la vida soportable al Buey. Llamo a mi marido el Buey. Es repulsivo: como un animal hinchado. En fin…, no lo conseguirán. —El umbral iluminado se quedó vacío. El padre Consett suspiró.

—Le advertí que éste era un lugar malvado —dijo—. En lo profundo del bosque. En otro sitio no tendría esas ideas tan malvadas.

La señora Satterthwaite dijo:

—Preferiría que no dijera eso, padre. Sylvia tendría ideas malvadas en cualquier parte.

—A veces —afirmó el cura—, por la noche, me parece oír las garras de seres perversos que arañan las persianas. Éste fue el último lugar de Europa en ser cristianizado. Tal vez ni siquiera lo fuera y sigan aún por aquí.

La señora Satterthwaite replicó:

—Está muy bien hablar así a plena luz del día. Hace que el sitio parezca romántico. Pero debe ser cerca de la una de la madrugada. Y las cosas ya están bastante mal como están.

—Cierto —observó el padre Consett—. Es obra del diablo.

Sylvia volvió a entrar flotando en la habitación con un telegrama de varias páginas.

El padre Consett lo acercó a una de las velas para leerlo, pues era corto de vista.

—Todos los hombres son repulsivos —dijo Sylvia—; ¿no crees, madre?

La señora Satterthwaite respondió:

—No. Sólo una mujer despiadada diría algo así.

—La señora Vanderdecken —siguió Sylvia— asegura que todos los hombres son repulsivos y que las mujeres tenemos la repugnante obligación de vivir con ellos.

—¿Has estado viendo a esa horrible mujer? —preguntó la señora Satterthwaite—. Es una agente rusa. ¡O algo peor!

—Coincidió con nosotros en Gosingeux —respondió Sylvia—. Pero no hace falta que te quejes. No nos delatará. Es la discreción personificada.

—No es de eso de lo que me quejaba, si es que lo he hecho —replicó la señora Satterthwaite.

El cura exclamó desde detrás del telegrama:

—¡La señora Vanderdecken! ¡No lo quiera Dios!

El rostro de Sylvia, que seguía sentada en el sofá, expresó una diversión lánguida e incrédula.

—¿Qué sabe usted de ella? —le preguntó al padre.

—Sé lo mismo que tú —respondió—, y con eso me basta.

—El padre Consett —le dijo Sylvia a su madre— ha renovado su círculo social.

—Si uno no quiere oír hablar de la hez de la sociedad —replicó el padre Consett— no debe relacionarse con ciertas personas.

Sylvia se puso en pie y dijo:

—Modere su lengua al hablar de mis mejores amigos si quiere seguir sermoneándome. ¡De no ser por la señora Vanderdecken, no estaría aquí, de vuelta al redil!

El padre Consett exclamó:

—No digas eso, hija mía. Que el cielo me ayude, pero preferiría que te hubieses ido a vivir en pecado.

Sylvia volvió a sentarse y puso las manos lánguidamente sobre el regazo.

—Como usted quiera —dijo, y el padre volvió a la cuarta página del telegrama.

—¿Qué significa esto? —preguntó. Había vuelto a la primera página—. Esto de aquí: «Aceptar la reanudación del yugo» —leyó sin aliento.

—Sylvia —dijo la señora Satterthwaite—, enciende la lamparilla de alcohol para preparar un poco de té. Nos hará falta.

—Me has tomado por un chico de los recados —se quejó Sylvia mientras se levantaba—. ¿Por qué has enviado a dormir a la doncella? Es un modo que teníamos de referirnos a nuestra… unión —le explicó al padre.

—Entonces es que había la suficiente complicidad entre tú y él —observó— para recurrir a remoquetes como ése. Es lo que quería saber. Había entendido las palabras.

—Eran remoquetes, como usted los llama, más bien desagradables —replicó Sylvia—. Más parecían maldiciones que besos.

—Pues eso es que eras tú quien los utilizaba —objetó la señora Satterthwaite—. Christopher jamás te dijo nada desagradable.

Una expresión parecida a una sonrisa acudió al rostro de Sylvia cuando se volvió hacia el cura.

—Ésa es la tragedia de mi madre —afirmó—. Mi marido es uno de sus chicos favoritos. Lo adora. Y en cambio él no la soporta. —Desapareció tras la pared de la habitación de al lado y oyeron el tintinear de la vajilla del té mientras el padre volvía a leer junto a la vela. Su inmensa sombra empezaba en el centro y se extendía por el techo de madera de pino, hasta la pared y a través del suelo hasta unirse con sus pies y sus botas desgarbadas.

—Mal asunto —murmuró. Siguió leyendo—: Blablablá… Peor de lo que me temía…, blablablá… «aceptar la reanudación del yugo bajo condiciones rígidas». ¿Qué es esto? «en esoecial», debe de ser una pe, «en especial respecto al niño reducir el personal situación absurda modificar el acuerdo en interés exclusivo del niño piso en lugar de casa vida social reducida al mínimo dispuesto a dejar la oficina e instalarme en Yorkshire aunque supongo que no querrás niño se queda con hermana Effie visitas de ambos ilimitadas telegrafía si estas condiciones te parecen provisionalmente aceptables en ese caso enviaré borrador general para que lo meditéis tu madre y tú saldré el martes llegaré a Lobscheid el jueves iré quince días a Wiesbaden asuntos discusión social el jueves limitado sólo coma insisto coma a discutir estos asuntos».

—Eso significa —aclaró la señora Satterthwaite— que no tiene intención de reprocharle nada. «Insisto» se refiere a la palabra «sólo»…

—¿Por qué cree… —preguntó el padre Consett— que se ha gastado una fortuna en este telegrama? ¿Acaso imaginaba que estaban tan preocupadas…? —Se interrumpió. Andando despacio, con los largos brazos extendidos para llevar la bandeja del té, sobre la cual su rostro maravillosamente conmovedor tenía una expresión absorta de un misterio indescriptible, Sylvia acababa de entrar por la puerta.

—¡Ay, hija mía! —exclamó el padre—, ni santa Marta ni María cuando tomó su difícil decisión parecían más virtuosas que tú. ¿Por qué no habrás nacido para ser la compañera de un buen hombre?

Se oyó un ligero tintineo en la bandeja del té y tres terrones de azúcar cayeron al suelo. La señora Tietjens silbó contrariada.

—Sabía que se caerían —dijo, y soltó la bandeja desde unos cinco centímetros del tapete que cubría la mesa—. Había hecho una apuesta conmigo misma. —Luego se volvió hacia el cura—: Le diré por qué envió el telegrama. Por esa aburrida actitud de caballero inglés que yo tanto detestaba. Se da tantos humos como el ministro de Exteriores, pero no es más que un segundón. Por eso le odio.

La señora Satterthwaite afirmó:

—Ésa no es la razón por la que envió el telegrama.

Su hija hizo un gesto de paciencia perezosa y aburrida.

—Por supuesto que no —respondió—. Lo envió por pura consideración, esa consideración señorial que me vuelve loca. Como él mismo diría, imaginó que yo preferiría contar con tiempo suficiente para reflexionar. Es como si se dirigiese a un monumento por medio de un heraldo según el protocolo. Y en parte porque es tan franco como una muñeca holandesa acartonada. No escribió una carta porque no podría hacerlo sin empezarla diciendo «Querida Sylvia» y sin terminarla «Sinceramente tuyo» o «afectuosamente». Así de imbécil y de preciso es. Ya le digo que es tan formal que no puede pasarse sin todas las convenciones existentes, y tan sincero que no puede emplear ni la mitad de ellas.

—Entonces —preguntó el padre Consett—, si lo conoces tan bien, ¿cómo es que no puedes llevarte mejor con él? Dicen que: Tout savoir c’est tout pardonner. [9]

—No —respondió Sylvia—. ¡Saberlo todo de alguien es aburrirse…, aburrirse…, aburrirse!

—¿Y cómo vas a contestar a su telegrama? —inquirió el padre—. ¿O es que ya le has contestado?

—Esperaré hasta el lunes por la noche para tenerlo tan preocupado como pueda y que no sepa si tiene que partir el martes. Organiza más lío que una gallina con el equipaje y la hora exacta de sus movimientos. El lunes le telegrafiaré: «Vale», y nada más.

—¿Y por qué —preguntó el padre— vas a telegrafiarle una palabra vulgar que nunca usas, si tu forma de hablar es lo único en ti que no es vulgar?

Sylvia respondió:

—¡Gracias! —Se acurrucó en el sofá y apoyó la cabeza contra la pared de modo que el arco gótico de su mentón apuntó al techo. Ella admiró su propio cuello, que era muy largo y blanco.

—¡Lo sé! —exclamó el padre Consett—. Eres una mujer hermosa. Algunos hombres dirían que quien viviera contigo sería un hombre afortunado. No olvido ese hecho en mi argumentación. Imaginarían que en las sombras de tu hermoso cabello se oculta todo género de delicias. Y se equivocarían.

Sylvia dejó de mirar al techo y fijó los ojos castaños en el cura con aire especulativo.

—Es una gran desventaja que tenemos —afirmó él.

—No sé por qué escogí esa palabra —respondió Sylvia—, es una palabra, así que sólo cuesta cincuenta pfennings. En realidad, no tengo muchas esperanzas de darle una sacudida a su pomposa autosuficiencia.

—Es una gran desventaja que tenemos los curas —repitió el cura—. Por muy mundano que sea un cura… y hay que serlo para combatir con el mundo…

La señora Satterthwaite dijo:

—Tómese una taza de té, padre, antes de que se enfríe. Creo que Sylvia es la única persona de Alemania que sabe cómo preparar el té.

—Siempre tendremos detrás el alzacuellos y la estola de seda, y no nos creeréis —prosiguió el padre Consett—, y, sin embargo, sabemos diez…, mil veces más sobre la naturaleza humana de lo que sabréis vosotros jamás.

—No veo —objetó apaciguadora Sylvia— cómo va a aprender usted algo en los suburbios sobre la naturaleza de Eunice Vanderdecken, o Elizabeth B., o Queenie James, o cualquier otra de las de mi clase. —Estaba de pie vertiendo un poco de leche en el té del padre—. Reconozco que por ahora no me está dando usted la murga.

—Me alegro —exclamó el cura— de que te acuerdes lo bastante de tus días de colegiala para emplear ese término.

Sylvia volvió vacilante al sofá y se sentó de nuevo.

—¿Lo ve? —respondió ella—, no puede dejarse usted de sermones. Siempre piensa en mí como una chica joven y pura.

—No es cierto —dijo el padre—. No soy de los que piden la luna.

—¿No quiere que sea una joven pura? —preguntó Sylvia con perezosa incredulidad.

—¡No! —exclamó el padre—, pero me gustaría que, de vez en cuando, recordaras que una vez lo fuiste.

—No creo que lo fuese nunca —replicó Sylvia—, de haberlo sabido, las monjas me habrían expulsado del colegio.

—No —replicó el padre—. No fanfarronees tanto. Las monjas tenían demasiado sentido común… En cualquier caso, no quiero que seas una joven pura, ni que te comportes como una diaconisa protestante por un cobarde temor al infierno. Lo que quiero es que seas una esposa puñetera, saludable y sincera consigo misma. Ellas son la plaga y la salvación de este mundo.

—¿Admira usted a mi madre? —preguntó de pronto la señora Tietjens. Y añadió como en un paréntesis—: Ya ve usted que no puede librarse de la salvación.

—Trato de salvaguardar el sustento de sus maridos —afirmó el cura—. Por supuesto que admiro a tu madre.

La señora Satterthwaite hizo un leve gesto con la mano.

—En cualquier caso conspira usted con ella contra mí —observó Sylvia. Luego preguntó algo más interesada—: Entonces, ¿querría usted que la tomase como modelo y me dedicase a las buenas obras para escapar del fuego del infierno? Ella lleva un cilicio en Cuaresma.

La señora Satterthwaite despertó con un respingo de su sopor en el borde de la silla. Había confiado en el ingenio del cura para darle un buen escarmiento a su hija e imaginaba que si el cura ponía el dedo en la llaga al menos haría recapacitar a Sylvia sobre su forma de actuar.

—Qué demonios, Sylvia —exclamó de pronto—. Puede que yo no valga mucho, pero respeto las reglas del juego. Admito que tengo un miedo horrible al fuego del infierno. Pero no regateo con el Todopoderoso. Tengo la esperanza de que me deje pasar, pero seguiría tratando de sacar a esos hombres del arroyo (imagino que a eso es a lo que os referís tú y el padre Consett) si estuviera tan segura de que iba a ir al infierno como de que voy a irme a la cama esta noche. ¡Así que no hay más que hablar!

—¡Y ved, el nombre de Ben Adhem encabezaba la lista! [10] —se mofó en voz baja Sylvia—. En cualquier caso, apuesto a que no te molestarías en redimir a ningún hombre si no pudieras encontrarlos jóvenes, apuestos, viciosos e interesantes.

—No lo haría —replicó la señora Satterthwaite—. Si no me interesasen, ¿por qué iba a hacerlo?

Sylvia miró al padre Consett.

—Si piensa usted seguir reprendiéndome —dijo—, continúe. Es tarde. Llevo viajando treinta y seis horas.

—Lo haré —respondió el padre Consett—. Hay una máxima muy acertada que dice que, si uno las espanta lo suficiente, las moscas se quedan en la pared. Sólo intento que tengas un poco de sentido común. ¿Es que no ves adónde vas?

—¿Adónde? —preguntó Sylvia con indiferencia—. ¿Al infierno?

—No —replicó el padre—. Yo te hablo de esta vida. Es tu confesor quien debe hablarte de la venidera. Pero he cambiado de opinión, no te diré adónde vas. Se lo diré a tu madre cuando te hayas ido.

—Dígamelo —le pidió Sylvia.

—No —respondió el padre Consett—. Ve a ver a esas pitonisas de la feria de Earl’s Court; ellas te lo dirán todo de esa mujer rubia de la que debes cuidarte.

—Dicen que algunas son muy buenas —observó Sylvia—. «Di» Wilson me ha hablado de una. Le vaticinó que iba a tener un hijo. ¿No se referirá a eso, padre? Porque le juro que nunca…

—Supongo que no —replicó el cura—. Pero hablemos de hombres.

—No puede decirme nada que no sepa —afirmó Sylvia.

—Supongo que no —respondió el cura—, pero veamos qué es lo que sabes. Imaginemos que pudieras fugarte con un hombre distinto cada semana sin que nadie pusiera objeciones. ¿O con qué frecuencia te gustaría hacerlo?

Sylvia dijo:

—Espere un momento, padre. —Y se dirigió a la señora Satterthwaite—: Imagino que tendré que irme por mi cuenta a la cama.

—Sí —respondió la señora Satterthwaite—. No me gusta tener levantada a ninguna doncella después de las diez en un balneario. ¿Qué va a hacer en un sitio así, salvo prestar oídos a los malos espíritus que pululan por aquí?

—¡Tú siempre tan considerada! —se burló la señora Tietjens—. Aunque tal vez sea lo mejor. Lo más probable es que hiciese trizas a esa tal Marie con un cepillo para el pelo si se me acercase —y añadió—: Estaba usted hablando de hombres, padre… —Y luego se puso a charlar muy animada con su madre—: He cambiado de opinión sobre lo del telegrama. Mañana a primera hora le telegrafiaré: «Estoy de acuerdo en todo pero arréglatelas para traer a Centralita contigo».

Volvió a dirigirse al cura:

—Llamo a mi doncella «Centralita» porque tiene una voz tan metálica como un teléfono. Si digo: «Centralita», cuando ella contesta: «Sí, señora», cualquiera diría que se trata de una telefonista… pero me estaba usted hablando de hombres.

—¡Estaba recordándotelo! —exclamó el padre—. Pero no hace falta que siga. Ya has comprendido a lo que me refería. Por eso finges no escucharme.

—Le aseguro que no —replicó la señora Tietjens—. Es sólo que cuando se me pasa algo por la cabeza tengo que decirlo. Me explicaba usted que si una se escapase con un hombre distinto cada fin semana…

—Veo que ya has acortado el período de tiempo —observó el cura—. Yo le había concedido una semana a cada hombre.

—Pero, claro, también tendría que tener una casa —respondió Sylvia—, una dirección. Tendría que cumplir con sus compromisos sociales durante la semana. Al final, resulta que una tiene que tener un marido y un lugar donde alojar a su doncella. Centralita ha cobrado siempre manutención y alojamiento. Pero no creo que le guste… Admitamos que si me fuese con un hombre distinto cada semana acabaría por cansarme. Es eso lo que quiere decir, ¿no?

—Descubrirías —afirmó el cura— que todo iría empeorando hasta que el único momento fetén sería cuando estuvieses esperando junto a la taquilla a que el joven en cuestión recogiese los billetes. Y luego, poco a poco, dejaría de serlo… Y bostezarías y desearías volver con tu marido.

—Oiga —objetó la señora Tietjens—, está usted traicionando un secreto de confesión. Eso es, al pie de la letra, lo que me contó Tottie Charles. Lo probó tres meses mientras Freddie Charles estaba en Madeira. Me lo contó exactamente igual, incluido lo del bostezo y lo de la taquilla. Y lo de «fetén». Tottie Charles es la única que dice eso cada dos palabras. ¡La mayoría de nosotras preferimos usar «fabuloso»! Es mucho más sensato.

—Por supuesto que no he traicionado ningún secreto de confesión —susurró el padre Consett en voz baja.

—Claro que no —respondió Sylvia con cariño—. Es usted aburrido, pero buena persona y un gran imitador, y sabe lo que hay en el fondo de nuestros corazones.

—No es para tanto —replicó el cura—, es probable que haya mucha bondad en el fondo de vuestros corazones.

Sylvia dijo:

—Gracias. —Y preguntó de pronto—: Escuche. ¿Fue lo que vio en nosotras…, ya sabe, las futuras madres de Inglaterra y todo eso…, en el colegio de la señorita Lampeter…, lo que le impulsó a trasladarse a los suburbios? ¿La repugnancia y la desesperación?

—¡Oh!, no nos pongamos melodramáticos —respondió el cura—. Digamos que me hacía falta un cambio. No tenía la impresión de estar haciendo ningún bien.

—Nos hizo usted todo el bien posible —dijo Sylvia—. Comparado con la señorita Lampeter siempre drogada hasta las cejas, y esas profesoras francesas tan malvadas como demonios.

—Ya te he oído contar eso antes —replicó la señora Satterthwaite—. Pero se suponía que era la mejor escuela femenina de Inglaterra. ¡Ya podía serlo con lo que costaba!

—Bueno, siempre puedes pensar que las malas éramos nosotras —concluyó Sylvia, y luego volvió a dirigirse al padre—: Éramos muy malas, ¿verdad?

El cura respondió:

—No lo sé. No creo que fueseis, o seáis, peores que vuestras madres o abuelas, o que las patricias romanas o las adoradoras de Astaroth. Por lo visto, hemos de tener una clase gobernante, y las clases gobernantes están sometidas a tentaciones particulares.

—¿Quién es Astaroth? —preguntó Sylvia—. ¿Astarté? —Y luego añadió—: En fin, padre, a partir de sus vivencias, ¿diría usted que las obreras de Liverpool, o de cualquier otro suburbio, son mejores que nosotras, las mujeres de las que cuidaba usted antes?

—Astarté Siríaca —continuó el padre— era un demonio muy poderoso. Hay quien sostiene que todavía no ha muerto. Y yo mismo no estoy seguro.

—Bueno, yo he renunciado a ella —dijo Sylvia.

El padre asintió con la cabeza:

—¿Has tenido tratos con la señora Profumo? —preguntó—. Y con ese tipo repulsivo… ¿Cómo se llama?

—¿Le sorprende? —preguntó Sylvia—. Reconozco que era un poco excesivo…, pero he acabado con eso. Prefiero depositar mi fe en la señora Vanderdecken. Y, por supuesto, en Freud.

El padre volvió a asentir y dijo:

—¡Por supuesto! ¡Por supuesto…!

Pero la señora Satterthwaite exclamó con súbita energía:

—Escucha, Sylvia, no me importa lo que hagas o leas, pero, si vuelves a hablar con esa mujer, ¡no vuelvas a dirigirme la palabra!

Sylvia se desperezó en el sofá. Abrió mucho sus ojos castaños y volvió a cerrar despacio los párpados.

—Ya he dicho una vez —dijo— que no me gusta oír cómo insultan a mis amigos. Eunice Vanderdecken es una mujer a la que se juzga muy mal. Es una gran amiga.

—Es una espía rusa —afirmó la señora Satterthwaite.

—Tiene una abuela rusa —respondió Sylvia—. Y ¿a quién le importa si lo es? A mí me da igual… Escúchame bien. Al venir me dije: «Les he hecho pasar un mal trago». Sé que ambos me tenéis más aprecio del que merezco. Y ya he dicho que estoy dispuesta a sentarme y escuchar todas las reprimendas que haga falta hasta el amanecer. Y lo haré. Como compensación. Pero preferiría que dejarais en paz a mis amigos.

Las dos personas de más edad guardaron silencio. Se oyó el rumor de algo que arañaba las persianas cerradas de la habitación oscura.

—¿Lo oye? —le preguntó el cura a la señora Satterthwaite.

—Son las ramas —respondió la señora Satterthwaite.

El padre replicó:

—¡No hay un solo árbol a menos de diez metros! Mejor recurra a los murciélagos como explicación.

—Ya le he dicho que prefiero que no hable de eso. —La señora Satterthwaite se estremeció. Silvia dijo:

—No sé de lo que están hablando. Me suena a superstición. Mi madre está corrompida por ella.

—No digo que sean los demonios tratando de entrar —observó el padre—. Pero conviene recordar que los demonios siempre están tratando de entrar. Y tienen sus lugares predilectos. Entre ellos, estos bosques tan espesos. —Se dio la vuelta de pronto y señaló hacia la pared en penumbra—. ¿Quién —preguntó— salvo un salvaje poseído por un demonio podría haber concebido una decoración como ésa? —Estaba señalando la imagen, tamaño natural y toscamente pintarrajeada, de un jabalí agonizante, con la garganta cortada y varias gotas de sangre escarlata. La agonía de otros animales se perdía entre las sombras—. ¡Y que a esto lo llamen deporte! —siseó—. ¡Es diabólico!

—Tal vez tenga usted razón —asintió Sylvia.

La señora Satterthwaite se estaba persignando a toda prisa. El silencio continuó.

Sylvia dijo:

—En fin, si ya se han acabado las reprimendas, diré lo que tengo que decir. Para empezar… —Se interrumpió y se sentó muy erguida, escuchando los arañazos en las persianas—. Para empezar —recomenzó con nuevo ímpetu—, no ha aludido al catálogo de estragos que produce el paso del tiempo; lo conozco. Una se vuelve flaca, al menos las que son como yo, el cutis se marchita, los dientes asoman. Y luego está el aburrimiento. Lo sé; una se aburre…, se aburre…, se aburre. No puede contarme nada sobre eso que yo no sepa. Tengo treinta años. Sé lo que puedo esperar. A usted, padre, de no haber temido apartarse de su famoso efecto del hombre de mundo, le habría gustado decirme que uno puede protegerse del aburrimiento y de los dientes afilados con el amor de un marido y un hijo. ¡El viejo truco del hogar! ¡Y lo creo! Lo creo. Lo único que ocurre es que odio a mi marido…, y odio…, a mi hijo. —Se interrumpió, esperando oír las exclamaciones de consternación o desaprobación del sacerdote. Pero no se oyó ninguna—. Piense en el daño que me ha hecho ese niño, en el dolor de traerlo al mundo y en el miedo a la muerte.

—Por supuesto —respondió el cura—, dar a luz es terrible para las mujeres.

—No creo —siguió la señora Tietjens— que ésta haya sido una conversación muy decente. Coge usted a una chica…, libre de pecado, y le hace hablar de ello. Por supuesto, es usted un sacerdote y mi madre es mi madre; estamos en famille. Pero la hermana María de la Cruz en el convento tenía una máxima: «Ve con guante de seda en la vida familiar». Da la impresión de que no estuviéramos utilizando guantes.

El padre Consett siguió sin decir nada.

—Por supuesto, está usted tratando de sonsacarme —dijo Sylvia—. Lo veo con los ojos cerrados… Muy bien, lo conseguirá.

Tomó aliento.

—Quiere usted saber por qué odio a mi marido. Se lo diré; es debido a su pura y simple inmoralidad. ¡Y no me refiero a sus actos, sino a sus opiniones! Cada vez que habla de cualquier cosa me entran ganas, y le juro que muy a mi pesar, de clavarle un cuchillo, y ni una sola vez he podido demostrar que se equivoca lo más mínimo. Pero puedo hacerle daño. Y lo haré… Se sienta tan torpe como una roca en un sillón que se ajusta a su espalda y no se mueve durante horas… Y yo puedo hacerle torcer el gesto. ¡Oh!, sin esfuerzo… Es eso que usted llamaría…, ¡oh!, leal. Está ese tipejo absurdo…, ¡oh!, Macmaster…, y su madre, a quien él insiste en llamar santa de un modo estúpido y místico…, ¡una santa protestante! Y su vieja niñera, que cuida del niño…, y el niño…, le aseguro que me basta con levantar una ceja…, sí, con levantar un poco la ceja cada vez que nombra a uno de ellos, para infligirle un daño terrible. Sus ojos giran presa de una especie de angustia muda… Por supuesto no dice nada. Es un caballero rural inglés.

El padre Consett observó:

—Nunca he reparado en esa inmoralidad de la que hablas en tu marido. Lo vi a menudo cuando me alojé con vosotros la semana antes de que naciera el niño. Hablé mucho con él. Salvo en lo que atañe a las dos confesiones…, e incluso en eso no me pareció que difiriésemos mucho…, me pareció muy sensato.

—¡Sensato! —exclamó la señora Satterthwaite con repentina insistencia—, pues claro que es sensato. Ni siquiera basta con esa palabra. Es el mejor de los hombres. Las dos mejores personas que he conocido han sido tu padre…, y él. Y no hay más que decir.

—¡Ah! —replicó Sylvia—, qué sabrás tú. Escucha. Y trata de ser justa. Imagina que estuviese hojeando el Times en el desayuno y, digamos que no hubiese hablado con él en una semana: «Es maravilloso lo que hacen ahora los médicos. ¿Te has enterado de los últimos avances?». Enseguida empezaría con su complejo de superioridad, ¡lo sabe todo!, y demostraría que habría que gasear a todos los niños enfermizos si no queremos que el mundo acabe hecho pedazos. Y es como si te hipnotizara; no se te ocurre qué contestarle. O bien te produce una rabia muda al demostrar que no habría que ejecutar a los asesinos. Entonces yo le preguntaría, como por casualidad, si habría que gasear a los niños por tener estreñimiento. Porque Marchant (la niñera) siempre se está quejando de que los intestinos del niño no son regulares y de todas las terribles enfermedades que puede padecer a causa de eso. Por supuesto, le haría daño, pues se le cae la baba con ese niño, y eso que sospecha que no es suyo… Es a lo que me refiero con lo de la inmoralidad. Es capaz de defender que habría que conservar con vida a los asesinos y dedicarlos a la reproducción porque son tipos decididos, y ejecutar a niñitos inocentes sólo porque están enfermos. Y casi te convencerá, aunque la idea te dé arcadas.

—¿No querrías considerar la posibilidad —empezó el padre Consett en tono persuasivo— de ir a un retiro uno o dos meses?

—No —dijo Sylvia—. ¿Cómo iba a hacerlo?

—Hay un convento de madres premonstratenses cerca de Birkenhead al que van muchas señoras —continuó el padre—. Cocinan muy bien y puedes llevarte tus muebles y a tu doncella, si no quieres que te atiendan las monjas.

—Es imposible —respondió Sylvia—, usted mismo se dará cuenta. La gente enseguida se olería algo extraño. Christopher no querría ni oír hablar del asunto…

—No, me temo que es imposible, padre —intervino por fin la señora Satterthwaite—, me he pasado cuatro meses en este agujero para cubrirle las espaldas a Sylvia. Tengo que cuidar de Wateman. Mi nuevo administrador llega la semana que viene.

—Aun así —insistió el padre con una especie de trémula impaciencia—, aunque sólo fuera por un mes… Aunque fuesen sólo quince días… Muchas señoras católicas lo hacen… Podrías pensarlo.

—Ya sé dónde quiere ir a parar —dijo Sylvia con enfado—, le repugna la idea de que vaya directa de los brazos de un hombre a los de otro.

—Preferiría que hubiese un intervalo —replicó el padre—. Ésas no son maneras.

Sylvia se puso rígida en el sofá, como si estuviera electrizada.

—¡Que no son maneras! —exclamó—. Dice usted que no son maneras.

El padre inclinó ligeramente la cabeza como para protegerse del viento.

—Sí —dijo—. Es una vergüenza. No es natural. Yo al menos viajaría un poco.

Ella se puso la mano en el largo cuello.

—Sé lo que quiere decir —afirmó—, pretende ahorrarle a Christopher… la humillación. La… náusea. No hay duda de que se sentirá asqueado. Cuento con ello. Eso me devolverá algo que me pertenece.

El padre exclamó:

—Basta, mujer. No pienso seguir escuchándote.

Sylvia replicó:

—Pues va a tener que hacerlo. Escúcheme bien… Siempre puedo contar con esto: viviré junto a ese hombre. Seré tan virtuosa como cualquier mujer. Así lo he decidido y así será. Y me aburriré mortalmente durante el resto de mi vida. Salvo por una cosa. Puedo atormentarle. Y lo haré. ¿Comprende cómo? Hay muchas maneras. Pero si las cosas se ponen mal, siempre podré volverle loco… ¡corrompiendo al niño! —Jadeaba un poco y se le veía el blanco de los ojos—. Le ajustaré las cuentas. Sé cómo hacerlo. Y a usted también, a través de él, por atormentarme. He venido directa de Bretaña sin descansar. No he dormido… Pero puedo…

El padre Consett se metió la mano en la chaqueta.

—Sylvia Tietjens —la conminó—, llevo una botellita de agua bendita en el bolsillo de mi chaqueta para estas ocasiones. ¿Qué te parecería si te rociara con ella y gritase: Exorciso te Astaroth in nomine…?

Ella irguió su cuerpo sobre el sofá, y se puso rígida como una serpiente sobre sus anillos. Su semblante estaba muy pálido y los ojos parecían a punto de salírsele de las órbitas.

—Usted… no osará —dijo—. A mí…, ¡es un ultraje! —Sus pies se deslizaron lentamente hasta el suelo y midió la distancia hasta la puerta con la mirada—. No osará hacerlo —repitió—, le denunciaré al obispo…

—Poco podría hacer el obispo para evitar que te quemase la piel —observó el cura—. Vete de aquí, te lo ordeno, y reza un par de avemarías. Lo necesitas. No vuelvas a hablar de corromper a un niño pequeño delante de mí.

—No lo haré —dijo Sylvia—. No debería…

Su negra figura volvió a aparecer recortada contra el umbral de la puerta.

Cuando la puerta se cerró, la señora Satterthwaite dijo:

—¿Era necesario amenazarla con eso? Usted sabrá lo que hace, desde luego. Pero me ha parecido un tanto excesivo.

—Le he dado un poco de su propia medicina —afirmó el cura—. Es una niña tonta. Ha estado celebrando misas negras con la señora Profumo y ese tipo cuyo nombre no consigo recordar. Puede estar segura. Le cortan el cuello a un corderito blanco y asperjan su sangre. Eso es en lo que estaba pensando… Nada serio. No son más que un puñado de niñas aburridas y tontas. Si uno lo compara, no es peor que leer la palma de la mano o echar la fortuna, por muy feo que sea su pecado, en lo que se refiere a su voluntad, y la voluntad es la esencia de la oración, blanca o negra… Pero en eso es en lo que estaba pensando y nunca olvidará esta noche.

—Por supuesto, es asunto suyo, padre —replicó perezosamente la señora Satterthwaite—. Le ha golpeado usted muy fuerte. No creo que le hayan golpeado tan fuerte jamás. ¿Qué era eso que no quiso decirle?

—No se lo dije —respondió el cura— sólo porque es mejor no meterle la idea en la cabeza… Pero su infierno en la tierra particular llegará cuando vea a su marido volverse loco y ciego por otra mujer.

La señora Satterthwaite se quedó mirando al vacío; luego asintió con la cabeza.

—Sí —dijo—, no se me había ocurrido… Pero ¿ocurrirá? Es un tipo muy formal, ¿no?

—¿Qué puede impedirlo? —preguntó el cura—. ¿Qué, salvo la gracia de nuestro bendito Señor, que él no tiene ni quiere? Además…, es un hombre joven, con sangre en las venas, y, o poco lo conozco, o no vivirán… maritalement. Y entonces… ella se dará de cabezazos contra las paredes. Sus injusticias resonarán en el mundo entero.

—¿Quiere usted decir que Sylvia haría algo vulgar?

—¿No lo haría cualquier mujer que se ha pasado años torturando a un hombre al ver que iba a perderlo? —preguntó el sacerdote—. Cuanto más se haya dedicado a torturarlo menos derecho pensará que tiene a perderlo.

La señora Satterthwaite miró lúgubremente hacia la penumbra.

—Ese pobre hombre… —preguntó ella—, ¿conseguirá alguna vez un poco de paz? ¿Qué le ocurre, padre?

El padre observó:

—Acabo de recordar que me dio un té con leche y yo me lo tomé. Ahora no puedo celebrar misa en lugar del padre Reinhardt. Tendré que ir a avisar a su coadjutor, que vive en el bosque.

En la puerta, con una vela en la mano, dijo:

—Preferiría que no se levantase usted ni hoy ni mañana de la cama, si es que puede soportarlo. Finja tener una jaqueca y deje que la atienda Sylvia… Cuando vuelva usted a Londres tendrá que contar cómo la cuidaba. Y preferiría que no tuviese que mentir más de lo necesario, aunque sólo sea para contentarme… Además, si observa usted a Sylvia mientras le atiende podrá fijarse en algún toque característico para hacer que parezca más veraz… Cómo rozaba las medicinas con las mangas y eso la sacaba de quicio, tal vez…, o…, ¡ya se le ocurrirá a usted algo! Si podemos evitarle un escándalo a la congregación, tanto mejor.

Salió corriendo escaleras abajo.