Los dos jóvenes —ambos pertenecían a la clase funcionarial inglesa— iban sentados en un vagón de ferrocarril perfectamente equipado. Las correas de cuero de las ventanillas eran nuevas e impecables; los espejos de debajo de las rejillas del equipaje estaban tan inmaculados como si hubiesen reflejado muy pocas cosas; la tapicería acolchada, de curvas lujosas y regulares, tenía un minucioso e intrincado dibujo amarillo y escarlata diseñado por un geómetra de Colonia. El compartimento olía vaga e higiénicamente a barniz; el tren circulaba con tanta suavidad —recordó haber pensado Tietjens— como los valores mercantiles británicos de borde dorado. Viajaba deprisa, pero si hubiese dado una sola sacudida o un traqueteo al pasar sobre las juntas de los raíles, salvo en la curva antes de llegar a Tonbridge o en el cambio de agujas de Ashford, donde eran de esperar e incluso se permitían esas excentricidades, Tietjens estaba seguro de que Macmaster habría escrito a la compañía. Tal vez incluso habría escrito al Times.
Su clase administraba el mundo, no sólo el recientemente creado Departamento Imperial de Estadística a las órdenes de sir Reginald Ingleby. Si veían a algún policía comportarse mal, a un mozo de cuerda maleducado, una calle mal iluminada, algún defecto en los servicios públicos o en países extranjeros, intervenían en el asunto, ya fuese con despreocupadas voces de Balliol,[1] o mediante cartas al Times en las que se preguntaban con pesarosa indignación: «¿Acaso Esto o Aquello ha podido caer tan bajo?». O escribían, en cualquiera de las muchas revistas serias que todavía sobrevivían, artículos en los que se ocupaban de los modales, las artes, la diplomacia, el comercio interimperial o la reputación personal de hombres de Estado y literatos ya difuntos.
Es decir, Macmaster lo haría; de sí mismo Tietjens no estaba tan seguro. Ahí estaba Macmaster; bajito; whig; con la perilla negra bien recortada que llevaría un hombre bajito para realzar su recién adquirida distinción; el cabello negro y de fibra obstinada, domado con duros peines metálicos; la nariz afilada; los dientes fuertes y regulares; un cuello blanco de la suavidad de la porcelana y una corbata moteada de color azul acerado para que combinase con sus ojos, como Tietjens sabía, sujeta con un pasador de oro.
Tietjens, en cambio, no se acordaba del color de la corbata que llevaba. Había ido de la oficina a sus habitaciones en un coche de punto, se había puesto una chaqueta amplia hecha a medida, unos pantalones y una camisa cómoda, y había metido a toda prisa, aunque de forma metódica, un gran número de cosas en una enorme bolsa de viaje con asas que podía echarse en un furgón de cola si hacía falta. No le gustaba que «ese hombre» tocase sus cosas; como no le había gustado que la doncella de su mujer le hiciera la maleta e incluso le disgustaba que un mozo de cuerda le llevase la bolsa de viaje. Era un tory y, como no le apetecía cambiarse de ropa, ahí estaba, de viaje, vestido ya con sus grandes botas marrones de golf ribeteadas y claveteadas, inclinado hacia delante sobre el borde del almohadón, con las piernas separadas, una inmensa mano blanca en cada rodilla… y meditando distraído.
Macmaster, por su parte, estaba recostado, leyendo unas cuartillas sueltas impresas, un poco rígido y con el ceño ligeramente fruncido. Tietjens sabía que aquél era para Macmaster un momento extraordinario. Estaba corrigiendo las pruebas de su primer libro.
Aquel asunto, como sabía Tietjens, tenía muchos matices sutiles. Si, por ejemplo, le hubiesen preguntado a Macmaster si se consideraba un escritor, él habría respondido con la mera sugerencia de un despreciativo encogimiento de hombros.
—¡No, mi querida señora! —Pues, por supuesto, ningún hombre le habría planteado semejante pregunta a alguien con tanto mundo como él. Y habría continuado con una sonrisa—: ¡Nada tan eximio! Un mero aficionado a ratos. Tal vez un crítico. ¡Sí! Una especie de crítico.
Sin embargo, Macmaster se movía en salones que, con sus largos cortinajes, bandejas azules de porcelana, papel pintado con enormes dibujos, y grandes espejos, daban cobijo a las luengas melenas de las artes. Y, tan cerca como podía de las encantadoras señoras que ofrecían recepciones, Macmaster era capaz de disertar…, como toda una autoridad en la materia. Le gustaba que le escucharan con respeto cuando hablaba de Botticelli, Rossetti y aquellos primeros artistas italianos a quienes llamaba «Los Primitivos». Tietjens lo había visto allí. Y no le parecía mal.
Porque, aunque aquellas reuniones no fuesen propiamente la Sociedad, constituían una etapa en el largo y delicado camino hacia una carrera en los despachos ministeriales. Y, por muy poco interés que Tietjens creyera tener en carreras y despachos, comprendía, aunque sardónicamente, la ambición de su amigo. Era una amistad extraña, pero la rareza de las amistades con frecuencia son una garantía de su duración.
Como hijo menor de un terrateniente de Yorkshire, Tietjens estaba destinado a lo mejor —a lo mejor que pudieran permitirse los funcionarios y las personas de primera clase—. Carecía de ambiciones, pero esas cosas le vendrían dadas, tal como ocurre siempre en Inglaterra. De modo que podía permitirse ser descuidado con su atuendo, con las amistades que frecuentaba y con las opiniones que profesaba. Su madre le pasaba una pequeña renta personal; cobraba un sueldo del Departamento Imperial de Estadística; se había casado con una mujer con posibles, y, como buen tory, dominaba lo bastante los sarcasmos y desdenes para que le escuchasen cuando hablaba. Tenía veintiséis años, pero era muy corpulento, a la manera descuidada de Yorkshire, y arrastraba más peso del que su cuerpo necesitaba. Su jefe, sir Reginald Ingleby, escuchaba con atención cuando a Tietjens le daba por disertar sobre las tendencias públicas que influían en las estadísticas. A veces sir Reginald decía: «Es usted una enciclopedia de conocimientos prácticos, Tietjens», y Tietjens pensaba que no se merecía otra cosa y aceptaba el tributo en silencio.
Por su parte, Macmaster, a una palabra de sir Reginald, murmuraba: «¡Tiene usted mucha razón, sir Reginald», y a Tietjens le parecía perfectamente adecuado.
Macmaster era el más veterano en el puesto, igual que probablemente lo era en edad. Pues había una laguna en los conocimientos de Tietjens respecto a los años de su compañero de habitación, o a sus orígenes exactos. Era obvio que Macmaster era escocés de nacimiento, y uno lo aceptaba como lo que se llamaba un hijo de la parroquia. No había duda de que en realidad sería hijo de un verdulero de Cupar o un mozo de cuerda de Edimburgo. Eso carece de importancia entre los escoceses, y como él era muy reticente a hablar de sus ancestros, una vez se le aceptaba, no se hacían más preguntas, ni siquiera mentalmente.
Tietjens siempre había aceptado a Macmaster —en Clifton, en Cambridge, en Chancery Lane y en sus habitaciones de Gray’s Inn—. [2] Y sentía un profundo afecto, e incluso gratitud por él. Y puede decirse que Macmaster correspondía a aquellos sentimientos. Desde luego, siempre había hecho todo lo posible por serle de ayuda a Tietjens. Ya en el Tesoro, cuando era secretario privado de sir Reginald Ingleby y Tietjens estaba todavía en Cambridge, Macmaster había llamado la atención de sir Reginald sobre las numerosas cualidades naturales de Tietjens, y sir Reginald, que estaba a la caza de talentos para su niño mimado, su recién fundado departamento, había aceptado enseguida a Tietjens como tercero a bordo. Por otro lado, había sido el padre de Tietjens quien había recomendado a Macmaster ante sir Thomas Block en el Tesoro. Y, de hecho, la familia Tietjens había colaborado con un poco de dinero —en realidad fue cosa de la madre de Tietjens— a que Macmaster estudiara en Cambridge y se instalara en la capital. Él a su vez había devuelto aquella pequeña suma al hacerle un hueco en sus habitaciones a Tietjens cuando le llegó el turno de instalarse en la capital.
Tratándose de un joven escocés la situación había sido perfectamente factible. Tietjens había podido acudir una mañana a su rubia, voluminosa y santa madre y decirle:
—Hola, mamá, quería hablarte de ese amigo mío, Macmaster. Necesita un poco de dinero para acabar sus estudios en la universidad.
Y su madre le había respondido:
—Claro, cariño. ¿Cuánto?
De haberse tratado de un joven inglés de extracción social inferior eso habría tenido resabios de compromiso de clase. Con Macmaster no había sido así.
Durante las últimas dificultades de Tietjens —cuatro meses antes de que la mujer de Tietjens le dejara para irse a vivir al extranjero con otro hombre—, Macmaster había ocupado un lugar que nadie más podría haber ocupado, pues la base de la existencia emocional de Christopher Tietjens era la más absoluta reserva, al menos con respecto a sus sentimientos. Tal como Tietjens veía el mundo, uno no «hablaba», y tal vez ni siquiera pensaba, acerca de cómo se sentía.
De hecho, la fuga de su mujer lo había dejado casi sin emociones y no había pronunciado más de veinte palabras sobre el particular. La mayor parte se las había dicho a su padre, quien, alto, fornido, muy erguido y con el cabello plateado, había ido a parar, por así decirlo, al salón de Macmaster en Gray’s Inn, y, tras cinco minutos de silencio, le había dicho:
—¿Te divorciarás?
Christopher había respondido:
—¡No! Sólo a un canalla se le ocurriría someter a una mujer al suplicio del divorcio.
El señor Tietjens había hecho aquella sugerencia, y, tras un momento, había preguntado:
—¿Permitirás que ella se divorcie de ti?
Él le había respondido:
—Si ella quiere. Hay que pensar en el niño.
El señor Tietjens dijo:
—¿Transferirás su pensión al niño?
Christopher respondió:
—Siempre que pueda hacerse sin discusiones.
El señor Tietjens se había limitado a comentar:
—¡Ah!
Y unos minutos después había añadido:
—Tu madre está muy bien. —Y luego—: El arado mecánico no ha funcionado. —Y por fin—: Cenaré en el club.
Christopher dijo:
—¿Puedo invitar a Macmaster, señor? Dijo usted que le propondría como miembro.
—Sí, tráelo. Asistirá el viejo general ffolliott. Él le apoyará. Más vale que lo conozca.
Luego se había ido.
Tietjens consideraba que la relación con su padre era casi perfecta. Eran como dos miembros del club —el único club—; estaban tan de acuerdo que no necesitaban hablar. Su padre había pasado mucho tiempo en el extranjero antes de tomar posesión de su herencia. Cuando atravesaba los páramos para ir a la ciudad industrial que era de su propiedad, siempre iba en un coche tirado por cuatro caballos. Jamás se había conocido el humo del tabaco en el interior de Groby Hall: el jardinero jefe le llenaba al señor Tietjens doce pipas cada mañana y las colocaba entre los rosales del camino de entrada para que se las fumase a lo largo del día. Cultivaba sus propias tierras; había sido miembro de la Cámara por Holdernesse entre 1876 y 1881, pero no había vuelto a presentarse a las elecciones desde la redistribución de escaños; [3] era el señor de doce feudos; de vez en cuando salía a montar con sus sabuesos y cazaba con cierta regularidad. Tenía otros tres hijos y dos hijas, y ahora contaba sesenta y un años.
Al día siguiente de la fuga de su mujer, Christopher le había dicho por teléfono a su hermana Effie:
—¿Te importaría hacerte cargo de Tommie [4] por un tiempo indefinido? Marchant irá con él. Se ha ofrecido a ocuparse también de tus dos hijos menores, así que te ahorrarás una doncella y yo pagaré su alojamiento y un poco más.
La voz de su hermana —desde Yorkshire— le había respondido:
—Desde luego, Christopher. —Era la mujer de un pastor anglicano de cerca de Groby, y tenía varios hijos.
A Macmaster, Tietjens le había dicho:
—Sylvia me ha dejado por ese tal Perowne.
Macmaster sólo había respondido:
—¡Ah!
Tietjens había continuado:
—Voy a dejar la casa y a guardar los muebles en un almacén. Tommie se irá con mi hermana Effie. Marchant le acompañará.
Macmaster había dicho:
—Entonces necesitarás tus antiguas habitaciones. —Macmaster ocupaba un piso muy grande en uno de los edificios de Gray’s Inn. Después de que Tietjens lo dejara para casarse, había seguido disfrutando de su soledad, aunque su criado se había trasladado del ático al dormitorio que antes ocupaba Tietjens.
Tietjens dijo:
—Me mudaré mañana, si es posible. Así Ferens tendrá tiempo de volver a su ático.
Esa mañana en el desayuno, cuatro meses después, Tietjens había recibido una carta de su mujer. Le pedía, sin la menor contrición, que le permitiera volver. Estaba harta de Perowne y de Bretaña.
Tietjens miró a Macmaster. Macmaster se había levantado de la silla y lo miraba con los ojos azules y acerados muy abiertos y le temblaba la perilla. Cuando Tietjens habló, Macmaster tenía ya la mano en el cuello de la licorera de cristal tallado llena de brandy que había en la caja de madera marrón donde guardaban los licores.
Tietjens dijo:
—Sylvia me pide que la deje volver.
—Tómate esto.
Tietjens estuvo a punto de decir «No» de forma mecánica. En lugar de eso respondió:
—Sí. Tal vez. Un vaso de licor.
Reparó en que el cuello de la licorera temblaba y chocaba contra el vaso. Macmaster debía de estar temblando.
Macmaster, todavía de espaldas, le preguntó:
—¿Vas a permitirle volver?
Tietjens respondió:
—Supongo que sí. —El brandy le calentó el pecho en su descenso. Macmaster dijo:
—Será mejor que te tomes otro.
Tietjens respondió:
—Sí. Gracias.
Macmaster siguió con su desayuno y su correspondencia. Y lo mismo hizo Tietjens. Ferens entró, retiró la bandeja del beicon y puso sobre la mesa un plato de plata calentado al vapor que contenía bacalao y unos huevos escalfados. Mucho tiempo después, Tietjens afirmó:
—Sí, en principio, estoy decidido, pero me tomaré tres días para pensarlo con detalle.
Daba la impresión de carecer de sentimientos al respecto. Todavía le rondaban por la cabeza ciertas frases insolentes de la carta de Sylvia. Prefería una carta así. El brandy no alteraba su manera de pensar, pero parecía ayudarle a evitar los temblores.
Macmaster dijo:
—¿Qué te parece si nos vamos a Rye en el tren de las doce menos veinte? Podríamos jugar una partida después del té, ahora los días son largos. Quiero visitar a un pastor que vive cerca de allí. Me ha ayudado con mi libro.
Tietjens respondió:
—¿Tu poeta frecuentaba la amistad de clérigos? Pero, claro. Se llama Duchemin, ¿no?
Macmaster prosiguió:
—Podríamos pasar a visitarle alrededor de las dos y media. Tratándose del campo es una hora adecuada. Nos quedaremos hasta las cuatro con un coche en la puerta. Podemos estar en la salida del primer hoyo a las cinco. Si nos gusta el campo nos quedaremos hasta el día siguiente: el martes iremos a Hythe y el miércoles a Sandwich. O podemos quedarnos en Rye los tres días.
—Probablemente me siente mejor ir de lado a lado —dijo Tietjens—. Tengo que revisar esos datos tuyos sobre la Columbia Británica. Si cogemos ahora un coche podría tenerlos listos en una hora y doce minutos. Así la Norteamérica británica podrá ir a la imprenta. No son más que las ocho y media.
Macmaster observó, con cierta preocupación:
—¡Oh!, pero no te dará tiempo. Puedo arreglarlo con sir Reginald para que nos vayamos.
Tietjens dijo:
—Sí que me dará tiempo. A Ingleby le gustará que le digas que están terminados. Los tendré listos para que se los des cuando venga a las diez.
Macmaster dijo:
—Qué tipo tan extraordinario eres, Chrissie. ¡Casi un genio!
—¡Oh! —respondió Tietjens—. Estuve revisando tus papeles ayer, después de que te fueras, y tengo casi todos los totales en la memoria. Estuve pensando en ellos antes de irme a dormir. Creo que te equivocas al sobreestimar el aumento de la población de Klondike de este año. Los pasos de montaña están abiertos, pero no los está atravesando casi nadie. Añadiré una nota al efecto.
En el coche dijo:
—Siento molestarte con mis dichosos asuntos, ¿cómo te afectará en la oficina?
—En la oficina —respondió Macmaster— de ningún modo en absoluto. Se supone que Sylvia está acompañando a la señora Satterthwaite en el extranjero. En cuanto a mí, ojalá… —Apretó sus fuertes dientecillos—. Ojalá arrastrases a esa mujer por el fango. ¡Por Dios, cómo me gustaría! ¿Por qué dejar que destroce el resto de tu vida? ¡Ya ha hecho bastante!
Tietjens echó un vistazo por encima de la portezuela del coche.
Eso explicaba una cuestión. Unos días antes, un joven, un amigo de su mujer más que suyo, se le había acercado en el club y le había dicho que esperaba que la señora Satterthwaite —la madre de su mujer— estuviese mejor. Ahora dijo:
—Ya veo. Lo más probable es que la señora Satterthwaite se haya ido al extranjero para disimular la fuga de Sylvia. Es una mujer sensata, aunque sea un mal bicho.
El coche de punto recorrió las calles casi vacías, pues era muy temprano para el barrio de las oficinas públicas. Los cascos del caballo resonaban con precipitación. Tietjens prefería un coche, pues los caballos eran para gente de buena familia. No tenía ni idea de cómo se habrían tomado sus dificultades sus compañeros. Averiguarlo habría supuesto romper una inercia sorda y poderosa.
Durante los últimos meses se había dedicado a tabular de memoria los errores de la última edición de la Encyclopaedia Britannica que había aparecido hacía poco. Incluso había escrito un artículo para una aburrida revista mensual sobre el particular. Había sido tan cáustico que en realidad no había dado en el blanco. Despreciaba a la gente que empleaba libros de consulta, pero el punto de vista resultaba tan extraño que su artículo no había irritado a nadie, salvo tal vez a Macmaster. De hecho le había gustado a sir Reginald Ingleby, a quien le había halagado pensar que tenía bajo sus órdenes a un joven con tan buena memoria y unos conocimientos tan enciclopédicos…
Había sido una ocupación agradable, como un largo duermevela. Ahora había llegado el momento de hacer averiguaciones. Inquirió:
—¿Y que hay de que haya dejado mi casa a los veintinueve años? ¿Cómo se ve eso? No volveré a tener una casa.
—Se considera —respondió Macmaster— que a la señora Satterthwaite no le gustaba Lowndes Street. Problemas con las tuberías. Eso explica su enfermedad. Puedo añadir que sir Reginald lo aprueba por completo, incluso de manera expresa. No cree que un joven funcionario casado deba mantener una mansión cara en el distrito suroeste.
Tietjens dijo:
—Maldito sea. —Luego añadió—: Aunque probablemente tenga razón. —Por último concluyó—: Gracias. Es todo lo que quería saber. Los cornudos siempre han tenido cierto descrédito. Y con razón. Un hombre debería saber retener a su mujer.
Macmaster exclamó nervioso:
—¡No! ¡No!, Chrissie.
Tietjens prosiguió:
—Y un despacho ministerial de primera clase se parece mucho a un colegio privado. Podría objetar a tener entre sus miembros a un hombre a quien su mujer se la pega. Recuerdo lo mucho que se enfadó Clifton cuando los jefes decidieron admitir al primer negro y al primer judío.
Macmaster dijo:
—Preferiría que no siguieses.
—Recuerdo a un tipo —continuó Tietjens— que tenía sus tierras junto a las nuestras. Se llamaba Conder y su mujer le era infiel de forma habitual. Pasaba fuera tres meses al año con un tipo. Conder jamás movió un dedo, pero todos teníamos la sensación de que Groby y los alrededores se habían vuelto inseguros. Se nos hacía raro invitarlo a él, por no hablar de ella, a nuestro salón. Era muy molesto. Todo el mundo sabía que los hijos pequeños no eran de Conder. Un tipo se casó con la hija menor y se hizo cargo de la casa. Y nadie fue a visitarla jamás. No fue racional ni justo. Aunque, en realidad, por eso mismo la sociedad desconfía del cornudo. No sabe si le obligará a hacer algo irracional e injusto.
—Pero tú —dijo Macmaster verdaderamente angustiado— no irás a dejar que Sylvia se comporte así.
—No lo sé —respondió Tietjens—. ¿Cómo voy a impedírselo? Ten en cuenta que, en mi opinión, Conder hizo bien. Esa clase de calamidades ocurren por voluntad divina. Un caballero tiene la obligación de aceptarlas. Si la mujer no quiere divorciarse, él debe aceptarlas, y empiezan las murmuraciones. Pareces habértelas arreglado muy bien esta vez con la ayuda de la señora Satterthwaite, pero no siempre estarás ahí. Y yo podría conocer a otra mujer.
Macmaster exclamó:
—¡Ah!
Y al cabo de un momento:
—¿Y entonces?
Tietjens respondió:
—Dios sabe…, también hay que tener en cuenta a ese pobre diablillo. Marchant dice que empieza a hablar con un marcado acento de Yorkshire.
Macmaster dijo:
—De no ser por eso… Podría ser una solución.
Tietjens respondió:
—¡Ah!
Al ir a pagar al cochero, delante de un portal de cemento gris con un arco a dos aguas, se le acercó y le dijo:
—Le ha dado a la yegua menos regaliz en el pienso. Ya le dije que le iría mejor.
El cochero, de rostro escarlata y brillante, con un sombrero reluciente, un abrigo raído y una gardenia en el ojal, respondió:
—¡Ah! Estaba seguro de que lo recordaría, señor.
En el tren, desde debajo de su pila de relucientes maletas de ropa y documentos —Tietjens había arrojado su inmensa bolsa de viaje en el furgón de cola con sus propias manos— Macmaster contempló a su amigo. Era un gran día para él. Tenía delante las galeradas de su primer, pequeño y delicado volumen… ¡La caja pequeña, los tipos de imprenta negros y todavía fragantes! Tenía el agradable aroma de la tinta en las narices; el papel todavía estaba un poco húmedo. En sus dedos blancos, planos y siempre un poco fríos, notaba la presión del pequeño lápiz liso y dorado que había comprado para hacer aquellas correcciones. No había tenido que hacer ninguna.
Había contado con que fuese una sensación placentera, casi el único placer sensual que se había permitido en muchos meses; guardar las apariencias de un caballero inglés con unos ingresos exiguos no era tarea fácil. Pero sumergirte en tus propias frases, regodearse en el sabor de tus más astutas ocurrencias y reparar en que el ritmo es equilibrado pero sobrio…, es un placer que no está al alcance de cualquiera, y que no cuesta dinero. Hasta ahora se lo habían proporcionado meros artículos sobre la filosofía y la vida doméstica de grandes figuras como Carlyle y Mill o sobre la expansión de comercio intercolonial. Esto era un libro.
Contaba con él para consolidar su situación. En la oficina casi todo el mundo era de buena familia y no demasiado condescendiente. Había también unos cuantos jóvenes —cuyo número iba en aumento— que habían logrado ingresar gracias a su esfuerzo. Estos últimos vigilaban con celo cualquier ascenso, distinguían los aumentos de salario debidos al nepotismo y clamaban contra los favoritismos.
Al menos a ellos había podido darles la espalda. Su amistad con Tietjens le permitía alinearse entre los bien nacidos de la institución, su amabilidad —sabía que era amable y útil— con sir Reginald Ingleby le protegía en conjunto de los desplantes. Sus artículos le habían dado derecho a afectar cierta austeridad en su comportamiento y confiaba en que su libro le permitiera adoptar una actitud casi judicial. Se convertiría en el señor Macmaster, el crítico, la autoridad en la materia. Los departamentos de primera clase no ponen objeciones a contar con hombres distinguidos como ornamentos de su grupo y a los ascensos de esa clase de hombres no se les ponen pegas. Así Macmaster creía ver —casi con sus propios ojos— cómo se percataría sir Reginald Ingleby de la efusividad con la que recibirían a su valioso subordinado en los salones de la señora Leamington, la señora Cressy y la honorable señora de Limoux; sir Reginald sólo se percataría de eso —pues él mismo no acostumbraba a leer nada que no fueran publicaciones oficiales— y se sentiría dispuesto a allanar el camino de su austero ayudante tan bien dotado para la crítica literaria. Hijo de un empleado pobre de un consignatario de una oscura ciudad portuaria escocesa, Macmaster había decidido muy pronto la carrera que seguiría. A Macmaster no le costó decidirse entre los héroes del señor Smiles, un autor muy conocido en la infancia de Macmaster, y los logros intelectuales accesibles a un escocés muy pobre. Un minero podía llegar a ser el dueño de la mina; un joven escocés recio, inteligente e incansable que de un modo discreto y decoroso siguiera una carrera dedicada al estudio y al servicio público, tenía por fuerza que lograr distinción, seguridad y la admiración silenciosa de quienes le rodeaban. La diferencia radicaba entre el «podía» y el «tenía» y a Macmaster le resultó fácil hacer su elección. A estas alturas estaba casi convencido de que su carrera le proporcionaría un título al cumplir los cincuenta y poco antes de eso una competencia y un salón propios, y una dama que contribuyera a su fama discreta y se moviera en dicho salón entre los mejores intelectos del momento, graciosa, devota, un tributo tanto a su discernimiento como a sus logros. De no ocurrir algún desastre estaba seguro de que así sería. Los desastres les ocurren a los hombres debido a la bebida, la bancarrota y las mujeres. Sabía que era inmune a las dos primeras, aunque sus gastos tendían a superar a sus ingresos y siempre le debía algo a Tietjens. Por fortuna Tietjens tenía dinero. En cuanto a lo tercero, no estaba tan seguro. En su vida habían faltado necesariamente las mujeres, y, llegado un momento en el que, tomadas las debidas precauciones, el elemento femenino podía tener cabida de manera legítima en su vida, temía, debido a esa misma carencia, apresurarse demasiado al elegir. Sabía con exactitud el tipo de mujer que necesitaba: alta, elegante, morena, desenvuelta, apasionada aunque circunspecta, de rostro ovalado, pensativa, simpática con quienes le rodeaban. Casi podía oír el frufrú de sus vestidos.
Y aun así… Había habido momentos en los que una especie de razón ciega le había hecho sentirse atraído hasta dejarlo casi sin habla por chicas de risa floja, empleadillas de pecho generoso y mejillas sonrosadas. Sólo Tietjens lo había salvado de algunos enredos más que objetables.
—¡Maldita sea! —le decía Tietjens—, deja ya de tontear con esa pelandusca. Lo más que podrías hacer es ponerle un estanco, y se pasaría el día criticándote en el barrio. Por no mencionar que no puedes permitírtelo.
Y Macmaster, que habría idealizado a la chica regordeta al son de «Highland Mary», se pasaba un día maldiciendo a Tietjens por su brutalidad. En cambio, ahora le daba gracias a Dios por haberle enviado a Tietjens. Ahí estaba, a punto de cumplir treinta años, sin un solo enredo, con una salud sin tacha y sin ninguna preocupación concerniente a las mujeres.
Miró con profundo afecto y ansiedad a su brillante subalterno, que no había sido capaz de salvarse. Tietjens había caído en el cepo más cruel y descarado de la peor mujer que pudiera imaginarse.
Y Macmaster reparó de pronto en que no se había sumergido, como había imaginado que haría, en la corriente sensual de su prosa. Había empezado muy animado con el primer párrafo… Sin duda los editores habían acertado al enviarlo a la imprenta:
Tanto si lo consideramos el creador de una belleza plástica misteriosa, sensual y precisa; el manipulador de versos sonoros y rotundos y de palabras tan llenas de colorido como lo estaban sus cuadros; o el profundo filósofo capaz de elucidar y dibujar su iluminación de los arcanos de una mística apenas mayor que él mismo, hay que reconocerle a Gabriel Charles Dante Rossetti,[5] el objeto de esta pequeña monografía, que ha influido profundamente en el aspecto exterior, las relaciones humanas y todo aquello que constituye la vida de nuestra más alta civilización tal como la concebimos hoy en día…
Macmaster se dio cuenta de que sólo había llegado hasta allí con su prosa, y de que lo había hecho sin sentir el placer esperado y luego había pasado al párrafo central de la página tres, al final de su exordio. Sus ojos vagaron desganados por la línea:
El sujeto de estas páginas nació en la zona oeste del centro de la metrópolis en el año…
Aquellas palabras no le dijeron nada en absoluto. Comprendió que se debía a que no se había recuperado todavía de aquella mañana. Había mirado por encima de la taza de café —por encima del borde— y había cogido de entre los dedos temblorosos de Tietjens una hoja de papel azul grisáceo escrita con la letra grande y gruesa de aquella bruja detestable. Y Tietjens se había quedado mirando fijamente su rostro, ¡el rostro de Macmaster!, con la intensidad de un caballo desbocado, ¡estaba lívido!, ¡informe! ¡Su nariz parecía un pálido triángulo sobre una vejiga de manteca! Así estaba el rostro de Tietjens…
¡Todavía sentía el golpe, físico, en la boca del estómago! Había pensado que Tietjens iba a volverse loco; que estaba loco. Luego pasó todo. Tietjens había adoptado la misma máscara indolente e insolente de siempre. Algo más tarde, en la oficina, le había soltado un discurso muy enérgico —y bastante brusco— a sir Reginald acerca de los motivos que tenía para disentir de las cifras oficiales sobre los movimientos de población en los territorios occidentales. Sir Reginald se había quedado muy impresionado. Las cifras hacían falta para un discurso del ministro de las colonias —o para responder a una pregunta— y sir Reginald había prometido exponerle las opiniones de Tietjens al gran hombre. Era una de esas cosas que favorecen a un joven porque le dan prestigio a la oficina. Tenían que trabajar con las cifras proporcionadas por los gobiernos coloniales, y corregir a esos tipos a fuerza de puro trabajo intelectual equivalía a apuntarse un tanto.
Pero ahí estaba Tietjens, con su traje de tweed gris, las piernas separadas, torpe y desgarbado, las manos mantecosas de aspecto inteligente caídas inertes entre las piernas, los ojos fijos en una fotografía coloreada del puerto de Boulogne que había junto al espejo debajo de la rejilla del equipaje. Rubio, rubicundo, en apariencia distraído, era imposible saber en qué demonios estaría pensando. En la teoría ondulatoria, muy probablemente, o en los deslices cometidos por alguien en un artículo sobre el arminianismo.[6] Pues, por absurdo que pareciera, Macmaster sabía que casi no sabía nada de los sentimientos de su amigo. Prácticamente no habían intercambiado ninguna confidencia al respecto. Sólo dos: la noche antes de partir a su boda en París, le había dicho:
—Vinny, viejo amigo, es la única salida. Me la ha jugado.
Y una vez, algo después, le había dicho:
—¡Maldita sea! ¡Ni siquiera sé si el niño es mío!
Esa última confidencia había conmocionado a Macmaster de un modo irremediable…, el niño había sido sietemesino, más bien enfermizo, y la torpe ternura que le demostraba Tietjens era tan evidente que, incluso sin aquella pesadilla, Macmaster se había conmovido al verlos juntos…, la confidencia que tanto le había dolido a Macmaster era tan terrible que Macmaster la había considerado casi un insulto. Era de esas cosas que no se le cuentan a un igual, sino sólo a un abogado, un médico o un clérigo, que no son propiamente hombres. O, en cualquier caso, esas confidencias no se hacen sin apelar a la compasión del otro, y Tietjens no había apelado a su compasión. Se había limitado a añadir de modo sardónico:
—Me concede el beneficio de una duda agradable. Y prácticamente le ha dicho lo mismo a Marchant. —Marchant había sido la vieja nodriza de Tietjens.
De pronto, como si hubiera perdido la cabeza, Macmaster exclamó:
—¡No me negarás que era un poeta!
Fue como si le hubiesen arrancado aquella observación, porque había visto bajo la fuerte luz del compartimento que la mitad del mechón que le caía a Tietjens sobre la frente, y una mata de pelo que tenía detrás, eran de color blanco plateado. Podía haber pasado semanas sin darse cuenta: cuando se vive al lado de alguien, uno apenas repara en los cambios. Es frecuente que la gente de Yorkshire, rubia y lozana, empiece a encanecer muy pronto; a los catorce años a Tietjens le habían salido una o dos canas que se veían muy bien a la luz del día cuando se quitaba la gorra para jugar a los bolos.
Pero la imaginación de Macmaster, horrorizada por el cambio, dio por sentado que Tietjens había encanecido conmocionado por la carta de su mujer… ¡en cuatro horas! Eso significaba que algo terrible debía de estar ocurriendo en su interior; tenía que distraerle a toda costa. El proceso mental seguido por Macmaster había sido en gran parte subconsciente. De lo contrario, no habría sacado a colación al poeta pintor.
Tietjens respondió:
—Que yo recuerde, nunca he dicho nada parecido.
La obstinación de su raza endurecida despertó en Macmaster:
—Ya que —citó— cuando estamos juntos…
Sólo nuestras manos pueden encontrarse,
mejor que la mitad de este mundo fatigado
¡se interponga entre nosotros, mi bien!
Mejor estar lejos, aunque eso nos parta el corazón.
¡Despídete para siempre!
¡A fin de que tus ojos tristes, al cruzarse con los míos,
no tienten a mi alma!
—¡No dirás —continuó— que eso no es poesía! ¡Gran poesía!
—No lo sé —respondió Tietjens con desdén—. Salvo a Byron, no leo poesía. Pero es un cuadro desagradable…
Macmaster dijo dubitativo:
—No sé si conozco el cuadro. ¿Está en Chicago?
—¡No está pintado! —exclamó Tietjens—. ¡Pero está ahí! —Prosiguió con súbita furia—: Maldita sea. ¿Qué sentido tienen todos estos intentos de justificar la fornicación? Inglaterra se ha vuelto loca. Ya tenéis a vuestro John Stuart Mill y a George Eliot para la clase alta. ¡Déjate de adornos! ¡O al menos déjame aparte a mí! Te diré que me repugna pensar en ese hombre gordo y grasiento que nunca se bañaba, con una bata llena de lamparones y la misma ropa interior de la noche anterior, de pie y gorgoteando de pasión junto a una modelo de cinco chelines con el pelo ondulado, o a una señora W. Tres Asteriscos, mirando un espejo que refleja sus fétidos seres, unos pececillos dorados, lámparas de araña y unos platos repugnantes con grasa de beicon fría.
Macmaster se había quedado pálido como la cera, y se le había erizado la perilla.
—No te atreverás…, no te atreverás a hablar así —balbució.
—¡Claro que me atrevo! —respondió Tietjens—, aunque no debería…, ¡a ti! Lo admito. Pero, por esa regla de tres, tú tampoco tendrías que hablarme de eso. Es un insulto a mi inteligencia.
—Desde luego —respondió Macmaster muy envarado—, el momento no era oportuno.
—No sé a qué te refieres —respondió Tietjens—. El momento nunca puede ser oportuno. Admitamos que hacer carrera es un asunto desagradable…, ¡tanto para mí como para ti! Pero los augures honrados sonríen detrás de sus máscaras. Nunca se predican unos a otros.
—Te estás poniendo esotérico —afirmó desmayadamente Macmaster.
—Déjame subrayar —continuó Tietjens—. ¡Entiendo muy bien que necesites ganarte el favor de la señora Cressy y la señora Limoux! Tienen mucha influencia en ese viejo carcamal de Ingleby.
Macmaster exclamó:
—¡Maldita sea!
—Estoy de acuerdo —prosiguió Tietjens—, y lo apruebo. Las reglas del juego siempre han sido las mismas. Es una tradición, y no me parece mal. Lleva en vigor desde los días de las Précieuses Ridicules.
—¡Tienes un modo muy peculiar de exponer las cosas! —dijo Macmaster.
—No —respondió Tietjens—. Precisamente porque no lo tengo, lo que hago le resulta tan chocante a los tipos como tú, que siempre andáis enredando con la expresión literaria. Lo único que digo es que estoy a favor de la monogamia.
Macmaster soltó un «¡Tú!» de sorpresa.
Tietjens respondió con un «¡Yo!» despreocupado, y prosiguió:
—Estoy a favor de la monogamia y la castidad. Y de no hablar tanto del asunto. Por supuesto, si un hombre es lo bastante hombre y quiere acostarse con otra mujer, que lo haga. Y no se hable más. No hay duda de que en el fondo le iría mejor y le saldría más barato si no lo hiciese. Igual que probablemente le iría mejor si no se tomase el segundo vaso de whisky con soda…
—¡Y a eso lo llamas monogamia y castidad! —le interrumpió Macmaster.
—Pues sí —respondió Tietjens—. Y probablemente lo sea, en cualquier caso, así todo el mundo sabe a lo que atenerse. Lo que resulta repulsivo es tanto toqueteo y tanta justificación polisilábica en nombre del amor. Vosotros defendéis una poligamia lacrimosa. Y eso está muy bien siempre que uno consiga cambiar las reglas de su club.
—Lo que dices escapa a mi comprensión —afirmó Macmaster—. Y estás siendo muy desagradable. Da la impresión de que justificas la promiscuidad. Y no me gusta.
—Es probable que esté siendo desagradable —replicó Tietjens—. Todas las jeremiadas suelen serlo. Pero tendría que aprobarse una veda de veinte años para discutir cuestiones de falsa moralidad sexual. Tu Paolo y tu Francesca…, y Dante, fueron, y con mucha razón, al Infierno sin hacer tantos aspavientos. No verás que Dante los justifique. En cambio ese tipo lloriquea por tener que arrastrarse hasta el cielo.
—No es cierto —exclamó Macmaster. Tietjens prosiguió con ecuanimidad:
—El novelista que escribe un libro para justificar cada décima o quinta seducción de una joven vulgar en el nombre del derecho de los mancebos…
—Admito —coincidió con él Macmaster— que Briggs va demasiado lejos. El jueves mismo le dije en casa de la señora Limoux…
—No hablaba de nadie en concreto —afirmó Tietjens—. Sólo estaba poniendo un ejemplo. ¡Y mucho más limpio que todos vuestros horrores prerrafaelitas! ¡No! No leo novelas, pero estoy al tanto de las últimas tendencias, y si alguien decide justificar la seducción de jóvenes vulgares y llamativas apelando a la libertad y los derechos del hombre, me parece relativamente respetable. Sería mejor que se jactase de un modo directo y exultante de sus conquistas, pero…
—A veces llevas tus bromas demasiado lejos —observó Macmaster—. Ya te lo he advertido otras veces.
—¡Soy tan serio como un palo! —respondió Tietjens—. Las clases inferiores empiezan a hacerse oír. ¿Por qué no iban a hacerlo? Son los únicos en este país que están sanos de cuerpo y alma. Y serán quienes salven al país, si es que ha de salvarse.
—¡Y tú te consideras un tory! —exclamó Macmaster.
—Las clases inferiores —continuó Tietjens sin cambiar de tono—, las que van a la escuela secundaria, sólo desean vínculos irregulares y muy transitorios. Durante las vacaciones se van juntos de viaje organizado a Suiza y otros sitios parecidos. Pasan las tardes lluviosas en sus baños alicatados, dándose palmadas en la espalda, divertidos, unos a otros y salpicándose con pintura de esmalte blanco.
—Dices que no lees novelas —observó Macmaster—, pero reconozco la cita.
—Aunque no lea novelas —respondió Tietjens— sé lo que hay en ellas. Desde el siglo dieciocho nadie, salvo una mujer, ha escrito nada en Inglaterra que valga la pena leer. Pero es natural que tus salpicadores de esmalte quieran verse retratados en una literatura brillante y abigarrada. ¿Por qué no? Es un deseo humano y saludable, y, ahora que la imprenta y el papel son tan baratos, pueden satisfacerlo. Es saludable, te digo. Mucho más saludable que… —Se interrumpió.
—¿Que qué? —preguntó Macmaster.
—Estoy pensando —respondió Tietjens— cómo no ser demasiado grosero.
—A ti te gusta ser grosero —afirmó con amargura Macmaster— con la gente que lleva una vida contemplativa…, una vida de circunspección.
—Eso es exactamente —dijo Tietjens. Y citó:
Camina, la dama de mi contento,
una pastora de ovejas;
es tan justa y circunspecta:
debe atender tan sólo a sus pensamientos. [7]
Macmaster exclamó:
—Maldita sea, Chrissie. Lo sabes todo.
—Sí —dijo pensativo Tietjens—, creo que me gustaría ser grosero con ella. No digo que lo fuera. Desde luego no lo haría si fuese guapa. O si fuese tu alma gemela. De eso puedes estar seguro.
Macmaster tuvo una súbita visión de la torpe y corpulenta figura de Tietjens paseando junto a la dama del contento de Macmaster, cuando por fin la encontrasen caminando a lo largo de un acantilado entre la alta hierba y las amapolas, y él se mostrase extremadamente agradable y charlase sobre Tasso y Cimabue. No obstante, supuso que a la dama no le gustaría Tietjens. Por lo general a las mujeres no les gustaba. Su aspecto y sus silencios las alarmaban. O le odiaban… O les gustaba mucho. Así que dijo conciliador:
—¡Sí, creo que podría fiarme de ti! —y añadió—: En cualquier caso, no me extraña que…
Había estado a punto de decir: «No me extraña que Silvia te considere inmoral», pues la mujer de Tietjens alegaba que era detestable. Afirmaba que la aburría con sus silencios y cuando hablaba lo odiaba por la inmoralidad de sus puntos de vista…, pero no acabó la frase, y Tietjens prosiguió:
—En cualquier caso, cuando llegue la guerra serán esos pequeños esnobs quienes salvarán a Inglaterra, porque tienen el valor de saber lo que quieren y de decirlo.
Macmaster respondió con arrogancia:
—A veces eres extraordinariamente anticuado, Chrissie. Tendrías que saber tan bien como yo que es imposible una guerra, y, en cualquier caso, una en la que participase este país. Por la sencilla razón de que… —dudó y luego se envalentonó y añadió—: Nosotros…, las clases…, sí, las clases circunspectas guiaremos a la nación cuando las cosas se pongan difíciles.
—La guerra, mi buen amigo —afirmó Tietjens, el tren estaba aminorando antes de desviarse hacia Ashford—, es inevitable, y este país estará en su mismísimo centro por la sencilla razón de que sois unos malditos hipócritas. No hay un solo país en el mundo que confíe en nosotros. Por decirlo así, siempre estamos cometiendo adulterio…, ¡como tu poeta…!, con el nombre del cielo en los labios. —Otra vez estaba mofándose del objeto de la monografía de Macmaster.
—¡Él nunca —respondió Macmaster casi tartamudeando—, nunca gimoteó en nombre del cielo!
—Sí —afirmó Tietjens—, ese horrible poema que citaste antes acaba así:
Mejor estar lejos, aunque eso nos destroce el corazón,
ya que no osamos amarnos,
separémonos hasta que volvamos a encontrarnos
allá arriba, en el cielo.
Y Macmaster, que estaba temiéndose ese golpe —pues era imposible saber hasta qué punto su amigo recordaría un poema de memoria—, se concentró, por así decirlo, en bajar muy quisquilloso sus maletas y bastones de la rejilla del equipaje, tarea que normalmente dejaba para el mozo de cuerda. Tietjens, que por mucho que el tren se acercase a la estación de destino siempre se quedaba sentado, inamovible como una roca, hasta que se había parado del todo, añadió:
—Sí, una guerra es inevitable. En primer lugar, están los tipos como tú en los que no se puede confiar. Y luego está la multitud que quiere tener cuarto de baño y esmalte blanco. Millones de ellos repartidos por todo el mundo. No sólo aquí. Y no hay suficientes cuartos de baño ni esmalte blanco para todos. Lo mismo os pasa a vosotros, los polígamos, con las mujeres. No hay suficientes mujeres en el mundo para satisfacer vuestros insaciables apetitos. Y no hay suficientes hombres en el mundo para que cada mujer tenga uno. Y la mayoría de las mujeres quieren varios. Por eso hay tantos casos de divorcio. ¿Supongo que no irás a decir que como sois tan justos y circunspectos no habrá más divorcios? Pues bien, la guerra es tan inevitable como el divorcio…
Macmaster había sacado la cabeza por la ventanilla del vagón y estaba llamando a un mozo de cuerda.
En el andén, varias mujeres con preciosas capas de marta cibelina, joyeros rojos o purpúreos y bufandas sedosas y diáfanas que aleteaban sobre la capota del coche se dirigían hacia el tren de Rye conducidas por enhiestos y cargados lacayos. Dos de ellas saludaron a Tietjens con la cabeza.
Macmaster pensó que había hecho muy bien al ir tan bien vestido; uno nunca sabe con quién puede encontrarse en un viaje en tren. Y eso le reafirmó ante la actitud de Tietjens, que prefería tener aspecto de peón.
Un tipo alto, canoso, de bigotes blancos y mejillas sonrosadas se acercó cojeando a Tietjens, que estaba sacando su enorme bolsa de viaje del furgón de cola. Le dio una palmada al joven en el hombro y lo saludó:
—¡Hola! ¿Cómo está tu suegra? Lady Claude ha preguntado por ella. Dice que pases esta noche a comer algo si vas a Rye. —Tenía unos ojos extraordinariamente azules e inocentes.
Tietjens respondió:
—Hola, general —y añadió—: Creo que está mucho mejor. Muy recuperada. Éste es Macmaster. Creo que iremos a recoger a mi mujer dentro de un día o dos. Están las dos en Lobscheid…, un balneario alemán.
El general dijo:
—Estupendo. No es bueno que un joven esté solo. Bésale la mano a Sylvia de mi parte. Es toda una mujer, y tú un tipo con suerte —y añadió con cierto nerviosismo—: ¿Qué tal una partida por parejas mañana? Paul Sandbach anda por aquí. Está tan encorvado como yo. Ya no aguantamos una partida individual completa.
—La culpa es suya —replicó Tietjens—. Tendría que haber ido a ver a mi matasanos. Póngase de acuerdo con Macmaster, ¿quiere? —Saltó a la penumbra del furgón de cola.
El general le echó a Macmaster una mirada rápida, escrutadora y penetrante:
—Usted es el tal Macmaster —dijo—. Tiene que serlo si es amigo de Chrissie.
Una voz aguda gritó:
—¡General! ¡General!
—Tengo que hablar con usted —observó el general— acerca de las cifras de ese artículo que escribió sobre Pondolandia. Las cifras están bien, pero acabaremos por perder ese condenado país si… Aunque ya hablaremos esta noche en la cena. Vengan a casa de lady Claudine…
Macmaster volvió a felicitarse por su apariencia. Tietjens podía permitirse tener aspecto de deshollinador, porque pertenecía a aquella clase de gente. Pero, él, Macmaster, no. A lo sumo, debía ser una autoridad, y las autoridades llevan anillos de oro en la corbata y prendas de paño fino. El general lord Edward Campion tenía un hijo, uno de los jefes del Departamento del Tesoro que controlaba los aumentos de sueldo y los ascensos de todos los empleados públicos. Tietjens cogió el tren de Rye a la carrera, lanzando su enorme bolsa de viaje a través de la ventana del vagón y subiendo de un salto a la plataforma. Macmaster pensó que si hubiese sido él quien lo hubiera hecho, la mitad de los presentes le habrían gritado: «¡Apártese de ahí!».
Pero como se trataba de Tietjens, el jefe de estación corrió junto a él para abrirle la puerta del vagón y le sonrió al despedirse:
—¡Buena carrera, señor! —Pues en aquella comarca se jugaba mucho al críquet.
—Qué gran verdad —citó Macmaster para sí— que:
Para todos disponen los dioses un dispar destino:
hay quien entra por la puerta. ¡Hay quien no! [8]