LA NOTICIA, A MODO DE INFORME O CARTA, QUE EL CHICANO MENDOZA ENVIÓ A IVONNE SOBRE LOS ÚLTIMOS ACONTECIMIENTOS
Verás. Lo inmediato fue que, así, de súbito, Ana María Magdalena pareció otra, hasta el punto de hacerme sospechar que podía ocultar una mujer distinta, o que me hubiera reservado una sorpresa, acerca de su personalidad, pero me equivoqué. No es que fuera otra, sino que lo que me sorprendió formaba parte de su manera de ser, sin manifestarse hasta entonces por falta de ocasión. Todo se debe al cambio de ciudad: no olvides mi insensibilidad ante las bellezas urbanas, tan deplorada como tan real. ¡Me da lo mismo París que Cincinati! Y bien lo siento, pero a veces pienso que todos deben portarse como yo. Llegamos en un avión nocturno. Había niebla. Desde la ventana del hotel no se veía la pared de enfrente, si la había, sino un oscuro que podía ser infinito. Salimos a cenar, nos perdimos por las callejas, dimos con un restaurante. Andaba desasosegada, Ana María, como incompatible con la niebla, o como si la niebla fuese a traerle una revelación. «Si te parece, nos perdemos otra vez, a ver cómo resulta esto.» Acepté, se colgó de mi brazo. Durante unos minutos fuimos hablando. Después, enmudeció, pero no me dijo: «Regresemos», sino que se dejó llevar: con los ojos muy abiertos, metiendo la mirada en todos los recovecos, que eran muchos, hacia dentro y hacia fuera, una ciudad de recovecos velados, inseguros, donde las mismas sombras sorprendían por lo inciertas, íbamos como quien camina por un mundo de fantasmas, piedra o niebla, sin distinguir una cosa de la otra, sin poder comprobar si en realidad eran distintas: tan pronto la estrechez de una calleja, tan pronto la vastedad de una plaza cuyos límites no se presienten; tan pronto nada. El espacio cubierto de unos soportales, el espacio incalculable en que se alzan dos gigantes oscuros cuyos remates no se alcanzan a ver. Pórticos, columnas, esquinas, grandes escalinatas. La niebla impedía abarcar los conjuntos, pero sabíamos que más allá que lo que nuestra vista limitaba, continuaba la piedra, sin poder siquiera sospechar su forma. Lo único que dijo Ana María, durante todo el trayecto, fue «Esto parece otro mundo». Al final se había excitado, respiraba fuerte, y lo mismo se soltaba de mí que se agarraba. Dijo: «No puedo más, regresemos», pero la vuelta al hotel fue otra aventura. Pudimos, por fin, llegar, después de haber preguntado. Ana María pidió beber algo y fumar un cigarrillo. Intenté averiguar, de manera indirecta, lo que le sucedía. Me respondió claramente que se hallaba impresionada, y que le apetecía ver a la luz del sol, o, por lo menos, a la claridad del día, aquel mundo de piedra. Lo hicimos a la mañana siguiente, sin niebla ya, pero con cielo gris. Ana María permanecía callada, toda ojos. Sólo de vez en cuando decía: «Mira», y señalaba una altura o un rincón. Caminamos hasta fatigarnos. Quiso entrar en la catedral. Lo hicimos. Se sentó y permaneció en silencio, mientras yo me aburría, porque tampoco soy sensible al interior de los templos. Una vez dijo: «Nunca pude imaginar que esto fuera así.» Parecía cogida, dominada, por una fuerza que yo no percibía. Le pregunté si le gustaba. «No se trata de gusto. Es otra clase de emoción.» ¡Qué lástima no poder participar! Cuando después de una mañana agotadora, nos metimos en un bar, se limitó a decirme que una parte de ella misma, cuya existencia únicamente sospechaba, se le había despertado, y que se sentía enriquecida. Eso fue todo. Tras el almuerzo, tan vulgar como sabroso, fue regresando poco a poco a lo de siempre, pero con algo nuevo en la mirada. Todavía recorrimos la ciudad, una vez más, a la caída de la tarde, con otra luz y otras sombras. Ana María se mostró más locuaz y explicativa. Durante la cena le pude recordar que estábamos allí para buscar a una mujer que se llama Virucha Portabales, probablemente profesora, pero esto no pasaba de conjetura. Me permití jugar con las palabras, Virucha, Viracocha. «¿Quién fue Viracocha?» Se lo expliqué, y entonces jugó ella con la posibilidad de que Virucha fuese una especie de diosa, o al menos alguien deificado por Froilán Fiz, porque ya para nosotros Virucha Portabales era Leticia, la acosada a preguntas, la abandonada. El camarero que nos servía daba vueltas, sonriente, demasiado sonriente, alrededor de la mesa, sin necesidad, sin pretexto. Era evidente que escuchaba nuestra plática, algo en voz alta proferida, o al menos, sin especiales precauciones. En una de aquellas sonrisas se nos acercó y nos dijo: «Si los señores buscan a la señorita Virucha, pronto la van a encontrar. Esto es pequeño y nos conocemos todos.» «¿Usted sabe quién es, por lo que veo?» «¡Ay, sí, señor, la señorita Virucha, pues no faltaba más! A pesar de que es verano, la podrá encontrar en su despacho por las mañanas. Esta vez no salió de viaje.» Y añadió después de una pausa: «Todavía estuvo aquí este mediodía y se tomó unas nécoras.» «Es profesora, ¿verdad?» «¡Ay, sí señor, claro, y de las buenas! Todo el mundo la quiere. Muy campechana y amiga de la gente.» Sonrió más aún, toda su cara coloradota fue una sonrisa. «Ahora no hay estudiantes. Si no, podrían los señores preguntarles… Pero ya les tengo dicho que en su despacho, por las mañanas…» «¿En su despacho de dónde?» «De la Universidad, claro. Enseña en la Universidad. ¡Ay, ya lo creo! Es muy buena profesora.» Yo no sé si se metió en la conversación por oficiosidad o en busca de una propina. Ana María opinó que a partes iguales.
Ninguno de nosotros había llegado a imaginar que la Leticia del «Capítulo Sigma» pudiera ser una mujer campechana y amiga de todo el mundo, sino más bien huidiza, melancólica, mujer de pocas palabras, de las que viven hacia dentro, de las que pasan absortas por el mundo. No habíamos considerado la posibilidad de que, así como Ute no era la Marquesa, Virucha no fuese Leticia. En el hotel se nos ocurrió que, así como Ute no era la Marquesa, Virucha no fuese Leticia. En el hotel se nos ocurrió que, si Virucha era tan conocida, alguien quizá de los de allí, de recepción o del servicio, pudiera ampliar los informes del camarero. La idea fue de Ana María Magdalena, redimida de los efectos de una ciudad excepcional por la trivialidad de una habitación de hotel. Pedimos hablar con la gobernanta. Vino a nuestra habitación: cuarentona, de buena facha, un poco desconfiada, en espera de una queja o protesta por alguna deficiencia. Hizo preguntas acerca de si las sábanas, de si las almohadas… Se sorprendió cuando le expusimos nuestra curiosidad. «¿La señorita Virucha? ¡Ay, señor, claro que sí! Es una mujer muy guapa y muy simpática, pero no le sé dónde tiene su despacho. ¡Como la Universidad es tan grande! Pero si van a tal sitio, allí les podrán decir…» Algo en su actitud, sobre todo en su sonrisa, descubría el deseo de hablar más, de contar cuanto sabía, pero a condición de que se lo preguntásemos. En esto, Ana María fue más lista que yo. Comenzó por mandarla sentar, y ella lo hizo después de algunos remilgos, y de «¿Cómo voy a sentarme delante de los señores?». Resultó, además, que fumaba, pero que se lo tenían prohibido delante de la servidumbre, porque hay que dar ejemplo, sobre todo a los jóvenes, propensos a propasarse; de modo que se veía en la necesidad de esconderse, cuando la apuraban las ganas, y echar el cigarrillo. ¡Con qué extremos agradeció el ofrecido por Ana María! Salió un momento de la habitación, a averiguar si sucedía algo, y regresó en seguida. Ya se sentó sin que se le dijera nada, fumó con naturalidad y se reveló como cotilla consumada. Antes de referirse a Virucha, habló de otras profesoras, mujeres metidas en conflictos conyugales de los que no lograban salir; separadas ya o mal casadas, guapas aún, con las señales de la infelicidad en el rostro. «¡Lo que se nota cuando lloran!» La gobernanta se llama Ester (sin hache intercalada) y había nacido como quien dice en el hotel, hija de la anterior gobernanta, la de siempre, todo un carácter, que le había dejado el puesto al llegar a mayor y sentirse cansada. «Pero todavía se mete en lo que pasa, y me dice lo que tengo que hacer.» De pronto, sin transición, mientras encendía el segundo cigarrillo («¡Ay, cómo va a quedar esto de humo!»), saltó al tema de Virucha. «Pues la señorita Portabales es muy llana con la gente, hay que ver, otras con menos méritos van por la calle con ínfulas de reinas.» Y no se había casado, nadie sabía por qué, ya que una mujer así, con ese cuerpo y esa cara, puede hacerlo con quien quiera y cuando quiera, y más teniendo un buen sueldo como ella tiene, y ciertos bienes. Pero nadie podía sospechar por qué permanecía soltera la señorita Virucha. «Y no es por hablar mal de ella. ¡Dios me libre de semejante agravio!, pero una mujer que ya tendrá sus treinta y cinco, no es cosa de que esté sin hombre. Todo el mundo piensa que lo tiene, pero nadie lo conoce ni puede decir lo más mínimo de ella. ¡Ay, la señorita Virucha, ella sabrá, cuando hace esos viajes al extranjero! ¡Una mujer de esas carnes y ese empuje es una tentación hasta para sí misma! Un cuerpo como el que ella tiene es como la tierra fértil, que aprovecha la lluvia y sin ella se reseca. Y hay otros modos que no son el casamiento. Ahora no es como antes, y una mujer de la que se habla sin fundamento, no encuentra las dificultades de otros tiempos. Yo misma, sin ir más lejos…» Ester, la gobernanta, durante el tercer pitillo, habló de su pasado y de por qué, en vez de estar en el hotel a cargo de las sábanas y la limpieza, no estaba en su casa hecha una reina, con su marido y sus hijos… Había habido un viajante de comercio, «¡y cómo pasa el tiempo, Virgen Santísima, y cómo se envejece!», con el que se hubiera casado, pero él lo estaba ya, y en aquellos tiempos lo que ahora hacen todas no estaba nada bien visto. Volvió al tema de Virucha como de un salto, brevemente, y recayó en la frustrada coyunda con el viajante… Llegó a decir: «¡Lo que importa es el padre de unos hijos!» Aún fumó un cuarto cigarrillo («¡Después habrá que ventilar esto!»), y cuando ya estaba levantada para marcharse, dijo: «Esperen un momento, que a lo mejor les puedo hacer un servicio.» Salió, tardó un cuarto de hora, llamó con los nudillos. «Miren. Les conseguí los teléfonos de la señorita Virucha. Éste es el de su casa, pueden llamarla alrededor de las diez, pero no mucho antes. Y éste es el de su despacho. La llaman pasadas las diez y media, más bien hacia las once menos cuarto, porque desayuna fuera de casa y se demora…» Ester nos deseó muy buenas noches, sin reticencia.
De las llamadas, a la mañana siguiente, se encargó Ana María Magdalena. Confié, como siempre, en su eficacia, y tenía razones. Dio con Virucha en el despacho, la saludó, le explicó brevemente quiénes éramos y qué pretendíamos. Lo que me llegaba de la voz de Virucha manifestó sorpresa y después una cierta alegre conformidad. De la media conversación que pude oír, colegí que nos proponía almorzar juntos, y que nos daba a escoger entre un restaurante popular y otro de campanillas, de nombre medieval, «Don Reinaldos» o «Don Gaiferos». Ana María Magdalena se decidió por este último. ¿A causa de sus connotaciones? La cita quedó estipulada para las dos y media.
Nos sobraban unas horas vacantes. Ana María Magdalena me propuso consumirlas en un nuevo paseo por la ciudad, en el que efectivamente, gastamos parte del mediodía. Aquella mañana la luz había cambiado: detrás de la neblina se adivinaba el sol, y era extraña la claridad, difícil de definir: todo esto según ella; a mí me parecía lo mismo. Nos hubiéramos enredado, seguramente, en una palabrería interminable, a propósito del cambio de color de tanta piedra, si no fuera porque el nombre de una calle, al azar leído, me trajo el recuerdo de que la «Autobiografía de Uxío Preto» había sido impresa en una oficina situada por aquellos andurriales. «Imprenta de Hijos de Alejandro Sardina», calle de Santa Remilda la Antigua, 27 moderno. «Un nombre así de calle tiene que corresponder a la ciudad vieja.» Preguntamos, pero no nos dieron razón. Un viejo añadió al «No lo sé»: «Llevo sesenta años viviendo aquí y nunca oí ese nombre.» Tampoco fueron fáciles las averiguaciones preguntando por la imprenta: en una librería nos dijeron que no existía ni había existido. ¿Si me habría engañado la memoria? Afortunadamente, el librero trajo de unos plúteos remotos, donde guardaba los libros invendibles, un ejemplar polvoriento de la “Autobiografía”. El colofón no daba lugar a dudas: yo no me había equivocado, de modo que nos hallamos ante una mentira más. Quedó el librero perplejo, pero Ana María no mostró la menor sorpresa. «Lo encuentro incluso lógico. Descubrir al impresor nos daría esa pista segura que Uxío Preto nos escatimó hasta el final.» «Empiezo a pensar», lo dije con cierta melancolía, quizá con un principio de irritación, «que éste no es un asunto serio». «Sí. Más bien se parece a una burla. Pero, ¿por qué? Lo que siento es haber perdido el tiempo que podíamos haber aprovechado recorriendo otra vez las calles. Esta mañana están bellísimas, con esta luz…» Se agarró de mi brazo y me devolvió a la ciudad vieja, que habíamos abandonado cuando buscamos al librero: volvimos a lugares ya conocidos, para comprobar cómo había cambiado el color, para gozarlo ella, que se le notaba. Confieso una vez más que nunca sentí demasiado interés por la arquitectura, y que de todas las artes, la música y la poesía me atraen exclusivamente. ¡Qué extraño me sentía ante las exclamaciones, ante los entusiasmos de Ana María! Me acometía el temor de que se diese cuenta de mi insensibilidad y se sintiese, de repente, alejada.
La señorita Portabales, quizá mejor la profesora, nos esperaba ya, y no hubo dificultad en el reconocimiento: nos adivinó a contraluz, cuando entrábamos; se acercó a nosotros, me saludó, besuqueó a Ana María. Es más alta que ella, más corpulenta, todo lo contrario de como hemos imaginado a Leticia. Ester, la gobernanta del hotel, la había descrito bien con sus palabras, creo recordar que jaracandosa o cosa así. Me dio desde un principio la impresión de mujer franca, aunque no sencilla. Advirtió, nada más instalarnos, que invitaba ella, nos aconsejó en la elección de platos, ella misma sugirió la clase de los vinos, y antes de entrar en materia quiso saber, y lo preguntó discretamente, más sobre nosotros mismos, y lo que hacíamos, aunque nada sobre nuestras relaciones, cuya naturaleza, por otra pare, Ana María no se cuidaba de disimular. Sus preguntas sobre las universidades americanas, inevitables, fueron atinadas, y aclaró que «había recibido alguna invitación para dar allí un curso sobre el barroco español, y que aunque la había declinado no descartaba que en cualquier ocasión nueva se le ocurriese dar el salto». Yo no pude informarle gran cosa acerca de la enseñanza de la Historia del Arte, en nuestros departamentos especializados, y sospecho que esta ignorancia le hizo crecerse un poco: por fortuna, Ana María empezó a hablar de la ciudad y de la impresión que le había causado, y Virucha la escuchó con interés. En un momento la interrumpió: «Podía usted haber sido alumna de Froilán Fiz, incluso alumna favorita. Sí. Froilán Fiz le hubiera propuesto llevársela a Venecia, como a mí, a perfeccionar su sensibilidad estética. Así, como usted, se situaba él ante la obra de arte, con los meros sentidos.» Y ya quedó establecido el tema. Íbamos por el segundo plato. La sobremesa se demoró casi dos horas. «Se habrán ustedes dado cuenta de que yo no soy Leticia.» «Sí, efectivamente; pero en la “Autobiografía” de Uxío Preto se le cita a usted por su nombre y apellido. No por el nombre, exactamente, me corrijo, sino por ése, familiar, con que la conoce todo el mundo, Virucha, Virucha Portabales.» «Mi verdadero nombre es Elvira, pero no recuerdo que aparezca, con éste o con el otro, en el libro de Preto. Lo tengo bien leído.» «Y esas acumulaciones de letras sin sentido que figuran después de tres capítulos, ¿no le han llamado la atención?» «Siempre las tuve por un disparate más de un libro disparatado.» «Nosotros le llamamos Sopa de Letras; las hemos estudiado, y en ellas están las claves de los personajes… El nombre de usted corresponde a la protagonista del “Capítulo Sigma”, a Leticia.» «Sí. Siempre lo sospeché… Pero yo no tengo nada que ver con ella. Yo no fui a Venecia con Froilán.» «Pero, ¿usted le conoció?» «¡Claro, aquí mismo!», respondió casi orgullosamente; «Le conocí, le escuché y casi le amé. Fíjense bien lo que digo “casi”. Hace ya varios años. Yo apenas salía de la adolescencia, y tenía la cabeza llena de pájaros, pero no por completo. Gracias a que me quedaba un poco de sentido común, no fui la Leticia del cuento, como él quería.»
Durante un rato habló sola. De vez en cuando sorbía un poquito de vino. Después, un café tras otro, y un aguardiente demasiado fuerte que ella llamó «de orujo». (Recuerda que no soporto el tequila.) Narró con buen sentido de lo indispensable y de lo necesario la historia de una seducción frustrada, acaso de una bella y lamentable historia de amor. Se habían encontrado, ella y Froilán Fiz, ante cierta fachada que los turistas fotografían y de la que hablan largamente los historiadores: ella, Virucha, intentaba reproducirla en un apunte. No se dio cuenta de que un hombre le examinaba el dibujo por encima del hombro; no se dio cuenta hasta que él le dijo: «No, señorita; eso no. Hasta ahora, el dibujo iba bien, era un apunte irreprochable, pero ese detalle que intenta añadirle lo desvirtúa. Fíjese.» Tenía el que le hablaba una voz grave de varón, muy hermosa, con un puntito de ironía. Virucha se volvió para mirarle y, aquella cara tan cercana a la suya, no le desagradó. Pero el hombre no parecía tener en cuenta el movimiento de Virucha, menos aún la respuesta satisfecha a la visión rápida de un perfil. Sin atenderle a ella, sino al panel del dibujo, continuó: «Todo lo que ha trazado ahí resulta de una visión, es decir, de algo en que sólo interviene la sensibilidad; pero ese añadido que le acaba de hacer responde a una interpretación intelectual que no viene a cuento. Implica un cambio de actitud del que usted no se da cuenta, un cambio destructor.» Virucha comprendió que lo que le decía aquel intruso no era ningún disparate. Pasó la goma e hizo desaparecer el detalle superfluo. Pudo haber continuado, desentenderse del consejero, pero una ocurrencia súbita, que ella juzgó coquetería incontrolada, le hizo volverse a él y preguntarle: «¿Lo encuentra bien así?», con una sonrisa que invitaba a la respuesta. Ésta, y las preguntas y respuestas que siguieron, acabaron inevitablemente en una invitación a comer juntos. El arte fue aquel primer día el tema de conversación. Froilán Fiz la acompañó hasta su casa y se despidió respetuosamente. Al hacerlo, preguntó: «¿Hasta mañana?» Y ella le respondió sencillamente: «¡Bueno…!» Fueron varios días de recorrer la ciudad y de hablar sobre la calle, o la piedra o la torre que tenían delante, y, ante todo, sobre el modo de mirarlo y de sentirlo. Froilán Fiz le proponía que insistiese en la manera elemental de dibujar, traducir al papel la mera sensación, y ella intentaba realizarlo. Me llegó a fascinar, con aquella voz tan agradable y aquellas palabras tan profundas, que dejaba caer sencillamente, como las campanadas del reloj, inesperadas y necesarias. Al cuarto o quinto día me preguntó sobre mí, escuchó las vaguedades que se me ocurrieron, y al siguiente me habló de sí mismo, no como un hombre corriente, sino como un artista, alguien que llevaba dentro un libro que pensaba escribir. Me dejó deslumbrada, completamente turulata. Hablaba de algo tan real como el arte como si fuera cosa fantástica, y ya le imaginaba en el centro de un mundo maravilloso del que era algo así como el señor omnipotente. ¡Qué lejos de mis viejos profesores, aun de aquellos que me habían enseñado lo mejor de cuanto sé! Me hablaba en otra lengua, que poco a poco yo empezaba a comprender, pero como lengua suya y de su mundo. De vez en cuando mencionaba a Venecia. «A una persona como usted, dijo una vez, la experiencia veneciana le serviría para perfeccionar el modo de contemplar la belleza, de abandonarse a ella.» En cuanto a él, necesitaba ir allá a reencontrarse con ciertas imágenes, que parecían llamarle, parte de la novela que quería escribir. Se acodaba a un puente, decía, o se paraba en una esquina al atardecer, y, entonces, del cabrilleo de las aguas, de su parpadeo, salían figuras de hombres y de mujeres cuyas historias se insinuaban en un fragmento de acción, en unas palabras recogidas o adivinadas, o sólo en unos movimientos. Tenía que salir al paso de aquella historia, insistía, para reconstruirla después, y pensaba marcharse pronto. Uno de aquellos días, inesperadamente, me preguntó: «¿Quiere usted venir conmigo?» Le respondí: «¿En calidad de qué?» «Digamos que de musa. Usted me inspira; a cambio, yo acabaré de enseñarle a comprender el arte.» Fue un momento difícil. No sabía qué responderle. Salí del paso con un «Lo pensaré» que no me comprometía, pero que dejaba la puerta abierta al sí lo mismo que al no. Aquella noche no fui capaz de dormir. Reconocí que me sentía atraída por Froilán como no lo había estado nunca por ningún hombre; admití que jamás había tratado con nadie tan inteligente, tan sensible y seductor. Antes les dije que me quedaba un poco de buen sentido; trivial, si quieren, vulgar: fue la comprensión súbita de que lo que podía aprender de él no me servía en absoluto para mis oposiciones lo que me decidió. Yo quería ser profesora, quería ser lo que soy, no la protagonista de una aventura de amor, sin embargo tentadora. Aceptando aquella invitación, cortés, pero asimismo transparente, renunciaba a lo que hasta entonces había deseado: enseñar Historia del Arte aquí, en la misma Universidad en que me había formado. Tenía que salir triunfante de unas pruebas en las que la sensibilidad no contaba, sino la información, los dates. Y pensé también, con el temor legítimo de una provinciana razonable, que al implicar el viaje una relación sentimental inevitable, pero sin una propuesta sólida, como la del que dice: «¿Quiere usted casarse conmigo?», se me invitaba, además, a renunciar a mí misma, a mi modo de ver la vida. La fascinación experimentada no era tan fuerte que me sintiera capaz de renunciar a mis prejuicios por una incertidumbre. Cuando al día siguiente me insinuó que estaba a punto de marcharse, y que si había decidido algo, le respondí con toda seriedad y con cierta firmeza: «No, no voy con usted.» No me preguntó las razones: se limitó a preguntarme: «Luego, ¿todo termina sin haber empezado?» Pero había empezado ¡ya lo creo! El mismo día de su marcha me sentí terriblemente sola, me arrepentí de mi decisión, me confesé desgraciada. Pero no duró eternamente. Mi buen sentido se impuso, y renuncié a lo que ya no podía suceder como el que renuncia a algo con lo que no ha contado y sin lo que puede vivir. Sin embargo, aquellos días tan extraños, paseos y conversaciones con un hombre desconocido y admirable, no sólo me dejaron un recuerdo, sino una huella. Mi vida sentimental quedó perjudicada: para siempre. Hasta ahora encontré en mi camino muchos hombres atractivos, incluso seductores, pero ninguno igualó la impresión de superioridad que me dejó Froilán. No estoy arrepentida de mi decisión, sobre todo desde que un día me llegó por correo un ejemplar de la «Autografía de Uxío Preto» y me di cuenta de que me hubiera correspondido en ella el papel de Leticia. Amor, sí, pero también sufrimiento y abandono. ¡Y ese disparatado Melitón! Después de haberla leído muchas veces, pensé si Froilán no será un loco».
«¿Froilán Fiz o Uxío Preto? ¿Qué piensa usted de ese lío?» Virucha había quedado pensativa: diría que un poco triste. «No sé. Parece deducirse del libro que Preto es la misma persona que Pereyra, que Viqueira, que Froilán, algo difícilmente comprensible. Pero, ¿quién sabe? ¿Ustedes conocen a Uxío Preto? ¿Lo andan buscando?» «Si la biografía es póstuma, quiere decir que ha muerto.» «No es difícil dar por muerto a quien no existió jamás. ¿Es la “Autografía” algo más que una novela?» Y quedó expectante. «Usted conoció a Froilán Fiz. Hay una mujer que trató a Néstor Pereyra, que dice incluso haber sido su amante, y dos hombres al menos recuerdan a Uxío Preto. Sólo queda en el aire, sin nadie que lo garantice, Pedro Teotonio.» Virucha dijo con voz sorda: «Sí; alguien que dijo llamarse Froilán Fiz se acercó a mí, me habló, me enamoró, me propuso seguirlo. ¿Era de verdad Froilán o alguien que hubiese tomado ese nombre? Una persona es algo más que una presencia, que una voz, que unas ideas, que una invitación al amor; todos tenemos una situación en el mundo, una historia personal, gente que nos conoce, una familia, y, por supuesto, defectos. Froilán se portó como si nada de eso existiera. Y el que aparece en el “Capítulo Sigma” no es mucho más concreto, a pesar de ese postizo de Melitón. ¡Cosa de risa, hasta el nombre! Uxío Preto le dice a Leticia que todo fue una farsa.» «Pero, una farsa, ¿con qué objeto?» «¡Qué sé yo! No el de deshacerse de ella: hay otras maneras más sencillas y más fáciles de prescindir de una mujer; decirle “Ya no te quiero”. Pero ese tejemaneje de Melitón Losada lo encuentro, ¿cómo les diría?, superfluo. Contradice el estilo de Froilán Fiz.» «Luego, tenía un estilo.» A esto último, Virucha no respondió.
Nos encontrábamos bien, creo yo, en aquel restaurante y con aquella mujer, que tomaba café tras café, que se bebió un par de copas de aguardiente de orujo, que no titubeaba al contar, ni siquiera cuando se refería a su situación sentimental. Ana María Magdalena me enviaba, de vez en cuando, miradas que interpreté como animándome a continuar. Pensaba, como pensaba yo (después lo comprobé), que con Virucha Portabales podíamos mantener una conversación interminable, quién sabe si definitiva (caso de ser posible), sobre el tema de Uxío Preto. Era, además, la última de las personas que figuraban en nuestro programa de entrevistas y de interrogatorios. La intervención inmediata, aunque inesperada, de Ana María Magdalena, obedeció sin duda al hecho de haber recordado unas palabras suyas, ya lejanas, una idea acertada: Aprovechó su silencio. «¿Se le ha ocurrido pensar, señorita Portabales, que tanto usted como nosotros estamos obedeciendo las órdenes que Uxío Preto nos envía desde más allá de la muerte? O acaso desde la nada de un montón de palabras. No es la primera vez que me ocurre en estos últimos días, no es la primera vez que lo digo, y los demás están conformes.» Virucha se la quedó mirando a través del humo. «¿Quiénes son las demás?» «El profesor Mendoza el primero. Luego, la señorita Clark, que es también profesora y que tiene en este asunto un interés directo, aunque meramente profesional. Yo me cuento también entre los interesados. Uxío Preto organizó las cosas para que alguien, nosotros u otros cualesquiera, llevasen a buen término, o, por lo menos, a término, aunque no sea bueno, las pesquisas que nos han traído aquí, junto a usted; a escucharla, como hemos estado antes con otros y los hemos escuchado.» «¿Y han llegado a alguna conclusión?» «No, y eso es lo malo», dije yo; «Y peor aún es que no sabemos muy claramente tras qué conclusión andamos. ¿La personalidad de Uxío? Pero, ¿existió acaso? Usted lo pone en duda; nosotros, a veces, también. Esto es lo primero que nos convendría saber, si lo que perseguimos es el nombre de una ficción, poco más que un fantasma o quizá poco menos.» «Yo sólo puedo hablar de Froilán Fiz, que no era ni fantasma ni ficticio. Puedo decirle incluso la marca de tabaco que fumaba.» «En otra situación, sería una pista», suspiré; «pero, en ésta, no creo que nos sirva de mucho.» «Del nombre de Uxío Preto sólo tuve conocimiento cuando leí la “Autobiografía”, y, la verdad, no me preocupó mucho lo que era o dejaba de ser. En un principio, repito. Ahora ya es distinto. Ahora quiere decir desde que estamos hablando.» «Y la novela de Froilán Fiz, ¿no la leyó?» «¿La novela? ¿Es que hay otra?» Nos echamos a reír, Ana María y yo. «Hay tres. La que pudiera relacionarse con usted es la tercera, la historia veneciana. ¿No la ha recibido también misteriosamente?» «No. No tengo idea.» «Es curioso; todo parece previsto y ordenado», dije yo; «Rula, el personaje del “Capítulo Gamma”, conoce la novela, no la “Autobiografía”. Su caso, sin embargo, se parece en algo al de usted. Ella recuerda a Néstor Pereyra, pero desconoce a Uxío Preto.» Fue inesperado que, a esta altura de la conversación, se le ocurriese a Ana María pedir otro café. Nos habíamos quedado solos en el restaurante y es seguro que un par de camareros estuviese deseando que nos dejásemos de charlas y nos marchásemos. Probablemente Virucha pensó lo mismo, porque mientras le traían el café á Ana María dijo: «Esta conversación tiene todo el aire de alargarse. ¿Les parece que la continuemos en mi casa? No está muy lejos, es cómoda y no pasaremos calor.» Ésta fue la razón por la que, a aquellas horas de la primera tarde, recorrimos tres o cuatro calles de la ciudad vieja y entramos en la nueva. Ana María fue muy sensible al tránsito. «¿Cómo es posible que al lado de tanta belleza, exista semejante fealdad?» Las casas de estas calles son aparatosas, si no ostentosas y vulgares, de una vulgaridad perceptible incluso por alguien como yo. Virucha tenía un piso en una de aquellas casas; moderno, confortable, agradable, redimido de la moda común por algunos detalles personales. El salón era a la vez biblioteca y cuarto de trabajo, o quizá sea mejor decir que el cuarto de trabajo le servía de biblioteca y de salón. Colgaban cuadros bien colocados; entre ellos, unos cuantos grabados de Venecia. Ana María los examinó antes de sentarse. «¿Ha ido usted allá?» «Mi profesión me sirvió de pretexto, pero en realidad obedecía a una tentación antigua, olvidada, no muerta. Incluso a las chicas juiciosas nos queda cierto poso romántico.» Hizo una pausa, pero no suspiró. «Realmente creo que vale la pena hacer el viaje con el hombre que se ama, pero yo lo hice sola, y me dolió la soledad. Venecia es una ciudad para vivirla en compañía. Bueno. Creo que todo lo hermoso debe ser compartido. Más aún. Uno solo no le llega al meollo.» Lo dijo sin aparente melancolía, como mera información objetiva. «¿Y no se sintió en ningún momento identificada con Leticia? ¿No lamentó no haber sido ella?» «Antes dije que yo no soy Leticia. Ahora añado que entre nosotros no hay nada de común.» Involuntariamente se me fue la mirada hacia sus pechos, tan perceptibles y tan firmes. Ella lo percibió y los cubrió con las manos. «Bueno. Eso, sí (dijo quizás enrojeciendo), pero no es gran cosa. Cualquiera puede tener unos pechos bonitos.» Fue el momento en que Ana María me miró, y creí descubrir en su mirada una pizca de ironía, que pudiera sin embargo traducirse como un reproche por no haber dado a los suyos la debida importancia. Se dejó caer, entonces en un sofá grande, tapizado de negro con flores rojas, flores imaginarias de anchos y complicados pétalos. Le pidió a Virucha un cigarrillo y lo encendió. «¿Usted es lectora de novelas policíacas?» «No. ¿Por qué?» «Lo que nos ha traído aquí tiene algo de detectivesco, de esas historias que, por lo general, terminan en una reunión de personajes entre los que figuran el sospechoso. Se suele hacer un resumen de la situación antes de descubrir al culpable, pero aquí no creo que lo haya.» «¿Soy sospechosa yo?», preguntó, con cierta sorna, Virucha. «No. Carecemos por esta vez de ese papel en el reparto, pero usted tiene asiento en el cotarro por derecho propio, con voz y voto, además. Me atrevería a decir que es usted la voz cantante, aunque pienso que antes le gustará conocer en su conjunto el lío en que la hemos metido; un lío, no se alarme, sin otras consecuencias que unas cuantas palabras; como que el lío en sí no es más que eso. O al menos es lo que voy empezando a creer.» «Yo, lo único que sé es que, hace algunos años, cuando era más ingenua, un hombre guapo, algo maduro, que me dijo llamarse Froilán Fiz, y que pudiera a primera vista tomarse por un entrometido, me hizo la corte de una manera no muy corriente, aunque sí eficaz, y me propuso que me fuera con él. Tiempo después recibí un extraño libro en cierto modo relacionado conmigo, pero sólo en cierto modo muy lejano, porque yo no soy Leticia, como ya dije; pero pensar que pudiera haberlo sido halagó mi vanidad. Hasta ahí pensé que llegaba la cosa, pero ahora resulta que lo mío sólo es una parte de lo que yo, quizá profesionalmente deformada, me atrevo a llamar un conjunto artístico, que desconozco en lo que no me atañe.» «¿Por qué no le haces ya una síntesis?», me pidió Ana María Magdalena, con una sonrisa encima de la petición; «Así sabrá a qué atenerse. Y, a lo mejor, yo también. Veo claros los detalles, no el conjunto». «La claridad de los detalles, pensé en voz alta, es lo que confunde la historia, lo que la ofusca. Temo que puedan organizarse de distintas maneras o, al menos, interpretarlos de diversos modos, y dar lugar a tres o cuatro historias. Todo depende de hallar una respuesta razonable a la pregunta que nos hagamos, pero las preguntas son naturalmente muchas. La mía, en este momento, es ésta: ¿Qué se propuso el inventor del enredo, sea Uxío Preto, sea otro? Pues no le hallo respuesta.» Me atajó Ana María: «¿Y quién fue Uxío Preto? ¿No crees que a esto también conviene responder?» «Pienso también que es un personaje más, modificado a lo largo del proceso de invención, aunque quizá no. Aparece confesándose autor de tres novelas, pero más adelante se describe a sí mismo como un sujeto dotado de varias personalidades. Es una fase del proceso menos fácil de interpretar, que, sin embargo, pudiera estar implícita en la primera. ¿Se multiplica para así conservar, aunque sea de manera indirecta y por meras imágenes, las figuras y los nombres de que acaba de apoderarse, o lo único que se propone es describir sucintamente las circunstancias en que se inventó o redactó cada novela? Cuando escribe y publica la carta en Nuestra Tierra, puede admitirse que se trata de una persona real, y, de hecho, muchos lo creyeron así. Nuestra amiga Ivonne, por ejemplo. En la segunda etapa, la inaugurada por la “Autobiografía”, adquiere todo el aspecto de una ficción. La “Autobiografía” se asemeja tanto a una novela que admito que de verdad lo sea, y en eso estoy de acuerdo con Virucha, al menos en principio. Quiero decir que lo admito como una de las soluciones.» «No olvides que dos testigos al menos afirman haberlo conocido», me interrumpió Ana María. «Tres, porque hay que contar también con el profesor Valcárcel, pero los tres nos mintieron. El primero, don Bernardino, de una manera flagrante, aunque patética; el segundo, Karol, no está seguro, y, en otros aspectos también fantasea. Pero don Armando Valcárcel mintió: innecesariamente, por pura vanidad.» Virucha adelantó una mano, dijo que empezaba a no entendernos, probablemente por falta de datos («¿Quiénes son esos señores? ¿Quién es el profesor Valcárcel?»), lo que me obligó a interrumpir mi razonamiento y contarle nuestras pesquisas con bastante detalle y de modo ordenado, empezando por el principio: como me había aconsejado Ana María. No olvidé citar al chairman Clark y su teoría de que no era uno, sino varios, ¡toda una sociedad anónima!, el responsable de la invención y del barullo: como si un grupo de escritores más o menos guasones se hubieran entretenido (o quizá divertido) en la invención de un colega a la postre discutible. Esto podría explicar las diferencias de estilo de las tres novelas, el único problema real para míster Clark. En el transcurso del relato, una vez una, otra vez otra, ambas me interrumpieron pidiendo precisiones. Al final sabían tanto como yo. «Ahora comprendo —dijo Virucha—, que usted se pregunte qué se proponía el que organizó el embrollo. ¿No es cosa de locos?» «Es una de las soluciones, pero, en todo caso, de un loco de mente fría, racional y caprichosa. Pero no creo que sea un loco el que está detrás de todo esto. Puede ser, aunque no necesariamente, un juguetón insaciable, alguien que inventa para divertirse un problema sin solución aparente, pero que induce a cierta gente a que lo busque: alguien que, durante años, realiza una operación bastante minuciosa destinada casi en exclusiva a los profesores de Literatura.» «Sin embargo, esa respuesta no lo resuelve todo. ¿Quién era Froilán Fiz? Ahora recuerdo que, al final del “Capítulo Sigma”, Leticia le dice a Uxío Preto que se parece a Froilán. Lo encuentro lógico. Si se puede sacar algo en limpio de la “Autobiografía”, es que Uxío Preto actuó en la vida real como Néstor Pereyra y como Froilán, al menos. En ambos casos existe el testimonio de ciertas personas vivas.» «El de Rula, bastante adulterado. Me inclino a creer que la verdad de las relaciones entre ella y Néstor se halla en el “Capítulo Gamma”.» «Pero yo no adulteré la verdad. Y aquel hombre era real, no fantástico.» «No lo dudo. Pero podía no llamarse Froilán Fiz.» «¿Uxío Preto, entonces?» «Quizá ni siquiera eso…»
Le pedí en aquel momento, a Virucha, que me diese algo de beber, algo fresco: necesitaba unos minutos de silencio. Lo comprendió, seguramente, Ana María, porque permaneció callada mientras Virucha ajetreaba en la cocina. Cuando reapareció traía un whisky bien cargado de hielo. Bebí un sorbo, excepcional, ávidamente, mientras Virucha se sentaba ante mí en actitud expectante y Ana María encendía un cigarrillo más. La miré sucesivamente, miré después al techo. Hay o hubo un hombre que nos trazó un camino hasta los umbrales mismos de su secreto, pero no más allá. El resto lo confundió a nuestras conjeturas, sabiendo que no sacaríamos gran cosa en limpio, sino dar y dar vueltas, equivocarnos, rectificar… Es, o fue, un imaginativo, le hervía el caletre de personajes y de acciones: ¿Drama o burla? Si burlón, no quiso limitarse a lo que se suele hacer: escribir unas cuantas novelas, por muy disparatadas que fuesen. No descarto la posibilidad de que tres al menos de esos personajes imaginarios se le impusieran con más fuerza que los otros y que le exigieran realizarse de una manera distinta que la palabra narrativa, aunque tampoco convenga dejar de lado la hipótesis dramática de que haya sido (o sea) una de esas personas que necesitan urgentemente ser otras, que sólo siendo otras pueden subsistir. Entonces, este hombre sin nombre hizo lo mismo que Alonso Quijano: vivir los personajes, intentar serlos. Se le encuentra como Uxío Preto, como Néstor Pereyra, como Froilán Fiz, bien entendido que estos últimos son ya invenciones de segundo grado, multiplicaciones del primero. O sea que: Equis inventa a Uxío, y, éste, a los demás. Y lo hace no sabemos si en serio o en broma. Yo interpreto la existencia de Melitón Losada, no como la de un pegote, o al menos de un exceso, sino como advertencia de que el desdoblamiento pudiera continuar hasta el infinito, pero también como de que cada personalidad inventada puede mantener cualquier clase de relación con aquella de quien procede, de que se pueden engendrar unos a otros en series teóricamente interminables y siempre mal avenidas. Fijaros en que, según la «Autobiografía», estas relaciones nunca son enteramente cordiales. Ignoramos las de Froilán Fiz con Uxío Preto, pero, en su lugar, tenemos a Melitón como enemigo. Las de Uxío con Pedro Teotonio son de franca ironía; las que relata con Néstor Pereyra, de disputa constante. Esta falta de cordialidad, esta enemistad, ¿quieren decir algo especial? No lo sé, y me confieso incapaz de averiguarlo, pero me inclino a creer que son variaciones sin significado especial, que son juegos literarios. Lo cierto es que el autor del barullo pudo atribuirles otra clase de relaciones, y no lo hizo. Por ejemplo, de amistad, de colaboración. Uxío Preto pudo explicar, exaltar, elogiar, las novelas de sus tres hipótesis. Hubiera sido lógico, aunque no novelesco.»
Me interrumpió Virucha: «Entonces, ¿usted cree que más allá de Uxío Preto hay otra persona?» «Sí. El Equis a quien antes cité. Una incógnita de existencia necesaria, como esas estrellas desconocidas de las que se habla por su influencia en las estrellas visibles.» «¿Quién fue, pues, Froilán Fiz, un hombre real que a poco me sacó de quicio?» «Equis, sin duda. El mismo que, como Néstor Pereyra, enamoró a Rula.» «¿Y Cynthia? ¿Por qué no hablamos de Cynthia?», preguntó Ana María; «Cuando le telefoneé, no quiso saber nada, pero eso es, pienso yo, un reconocimiento de que algo de lo que cuenta Uxío fue real, y de que otra historia de amor lleva ese nombre». «Si insistimos en aclarar lo que conviene a los personajes ficticios, y Uxío seguramente lo es, dejaremos en la oscuridad lo relativo a equis, cuyo secreto no está dilucidado, ni mucho menos. Pero ese Equis existe. En cualquier momento del razonamiento, pesa en nosotros; nos influye y desorienta la idea de que pudo ser un burlón, un esquizofrénico, un mero poeta…» «¿Creen que se podrá aclarar?» «No del todo, sino del modo que él mismo nos señaló, acumulando conjeturas. Acabo de exponer una de ellas. Hay más, y la que se me ocurre ahora es más complicada. Equis pudo tener imaginación, mas no personalidad, pudo haber sido un hombre vacío de sí mismo, que inventó unas figuras para llenarse de ellas, para ser lo que ellas son. Si admitimos que un drama subyace a todo esto, que lo justifica y lo explica, sería el del hombre que se siente nadie y busca el modo de ser alguien.» «¿Un loco, que es lo que dije antes?» «No necesariamente. Lo dejaría en extraño, en caso raro. Para hacer algo, escribir novelas o conquistar mujeres, necesita sentirse alguien. Lo necesita incluso para dejar constancia de lo que hizo. La invención de Uxío Preto no es la simple adopción de una personalidad meramente instrumental, sino la del personaje que es lo que Equis quisiera ser y hace aquello de que Equis no es capaz. Por ejemplo, multiplicarse. Nosotros hemos conocido a Uxío Preto después de publicadas las novelas de sus tres hipóstasis, pero eso nos obliga a aceptar necesariamente que sea posterior en la aparición, que no estuviera previsto desde un principio, como se puede deducir de la “Autobiografía”, aunque también pueda deducirse lo contrario. Uxío Preto es el primer recurso de que se vale Equis, la primera personalidad de que se apodera para poder ser y obrar. El contenido del “Capítulo Gamma” debe de ser en cierto modo histórico.» Ana María Magdalena rió visiblemente. «¿Y María Elena? ¿No habíamos quedado en que fue también una invención?» «Sí, en los términos en que aparece en ese “Capítulo”; pero nada impide que haya existido de otra manera, lo que se dice un personaje real llevado a la novela, y modificado en su destino poético. ¡Nunca el propuesto por don Bernardino, Dios me libre de pensarlo! Si despojamos esa historia de lo imaginario y de lo falso, queda una aventura que puede haber sido cierta. ¡El hambre que pasaron juntos! Que Uxío admiraba por alguna razón a María Elena es indudable; por eso la magnificó.» «¿No será que la haya amado?» «Puede ser, pero no pasa de conjetura, como todo lo demás.»
Me hallaba cansado y bebí del whisky traído por Virucha. Ana María suspiró. «Lo siento por Ivonne. Nada de lo que sabemos sirve para su trabajo.» «Nada en absoluto, si ha de ser un trabajo científico.» «Pero, ¿no podrá al menos escribir un artículo en que cuente esta historia? Algo que la justifique.» «¿Quién lo duda? Y también una novela.» «Sí. Una novela que, como la de Uxío Preto, sólo leerán los profesores.»
En este momento, Ana María Magdalena vino a sentarse a mi lado, me puso en la boca un cigarrillo y lo encendió. Cerré los ojos, y me hubiera traspuesto, quizá; pero me lo impidió Virucha.
«Hay una solución que no hemos tenido en cuenta, siendo, como pienso ahora, y por eso lo digo, la más sencilla. Tres hombres desconocidos, con los nombres reales o supuestos de Néstor Pereyra, Pedro Teotonio Viqueira y Froilán Fiz, escribieron tres novelas sin relación entre sí, y un tal Uxío Preto, nombre asimismo real o supuesto, intentó apoderarse de ellas proclamándose su autor. ¿Por qué pudo hacerlo impunemente? No lo sé. Desconociendo las personas, ignoramos las circunstancias; pero encuentro gratuito preguntarse cómo fue posible algo que realmente sucedió, que está ahí y basta. De todos modos, hay dos razones que sostienen esta opinión: dos personas, al menos, conocieron a Uxío Preto, o dicen haberlo conocido. Una garantiza la existencia de Néstor; otra, que soy yo y no miento, ha conocido a Froilán Fiz, un hombre evidentemente de carne y hueso. ¿Para qué preguntarse más? A ustedes podrá no parecerles una salida aceptable; pero si sabemos que hasta lo evidente es controvertible, ¿por qué no admitir como válido algo que lo es en la misma medida que todo lo demás? No llegaremos a saber nunca si Uxío Preto fue o no Froilán Fiz, porque quien lo afirma es Uxío Preto, y Uxío Preto miente; pero Froilán Fiz figura entre mis recuerdos más seguros, en un momento decisivo de mi vida. Aunque haya renunciado a él, si lo hubiera conocido sería otra mujer. No encuentro razón para reducir algo tan importante a un puñado de deudas y de conjeturas. Mi cabeza puede darle al tema las vueltas que se quiera, pero cierta experiencia ya lejana quedará incólume en mi corazón, mientras no la destruya el olvido.»
Querida Ivonne: esto es, más o menos, lo que puedo contarte de nuestras últimas pesquisas. Tú verás si te sirven de algo, aunque me tema que no de gran cosa. Estamos donde estábamos al empezar, y no se vislumbra un más allá. Espero que nos veamos antes de tu regreso a América: todo depende de que Ana María Magdalena acabe de convencerme de que un viaje junios a Venecia es más que necesario para mi educación sentimental.
Buena suerte.
ÁLVARO
Salamanca, La Ramallosa, 1985-1986