EL CAPÍTULO GAMMA
(Relato)
Toda aquella invención del círculo alumbrado, del hombre con el látigo en la mano, y de las fieras rugientes, no fue más que una mera metáfora con la que pretendí que Cynthia alcanzase a entender lo que me sucedía: tan semejante a lo de ella, sólo que al revés, ya que lo mío me venía de dentro, y lo de ella, no, como espero hacer ver: aquella súbita invasión de mi memoria por todas las personalidades que había querido para mí, desde Espartero a Sarasate, desde el capitán Nerao a Alfredo de Musset. ¡Y tantas sin nombre y sin fisonomía, persistentes o fugaces, manos alzadas desde el fondo del recuerdo! ¿Qué habrá más allá, Dios mío?, y por eso más mías. Pero Cynthia, famosa como perita en fonología, diestra en la clasificación de las vocales, no lo parecía en tropos, al menos en su comprensión entera y en la influencia que podían mantener con la estabilidad y la paz de nuestras relaciones; y lo mejor del caso fue que me acostumbré de tal modo a valerme de aquella espantosa imagen, la de una especie de domador de circo, que me resulta ahora embarazoso explicarlo de otro modo, por escaso que resulte: tal vez los años que pasan hayan colaborado en algo semejante a un proceso de esclerotización de la metáfora, que ya no es móvil para mí, como lo debe ser la imagen de un domador, sino una especie de estampa quieta, con los colores superficiales y brillantes de una calcomanía; pero, aun esto admitido, tiene que haber palabras más simples con que comunicarlo, o, por lo menos, establecerlo: palabras de las directas, de significación delimitada, ni más ni menos que esto, aunque mi experiencia de los demás me diga que, si bien todo el mundo medianamente civilizado pasa por trances similares al mío y puede esclarecerlos mediante comparaciones relativamente mostrencas, acontece por lo general que la mayor parte de la gente no quiere saber nada de esas complejidades, quizá mejor complicaciones, ni aun siendo suyas, que se le antojan sospechosas de insania, o episodios soñados que conviene remitir al olvido, por muy de uno que sean, por reveladores (sobre todo por esto), y se escabulle como puede sin prestar atención a sus contiendas interiores, o las relega al fondo oscuro de la inconsciencia, al lado de los pecados sin arrepentimiento, de las traiciones deseadas, de los crímenes no cometidos por cobardía, porque también la cobardía influye en eso de no ser lo que se hubiera querido, a veces disfrazada de pereza. Lo que a mí me pasó fue algo de ese orden, pero las más de mis razones tenían otro color, quiero decir que fueron conscientes y bien fundamentadas. A esa edad en que la multiplicidad personal se manifiesta como Destino y no como perplejidad, al menos en la imaginación y en la esperanza versátil; a esa edad en que a uno le gustaría ser todo cuanto brilla, yo pretendí ser yo, ni más ni menos, algo concreto y singular encerrado en un nombre y en un cuerpo, con un Destino sin bifurcaciones ni laberintos, bien precisa la meta; y determinada imagen, la mía (por razones de hábito seguramente), cumplía los requisitos de mis más íntimos deseos: algo así como el retrato ideal, o esa proyección de uno mismo en el futuro que es a veces como una percha en que se cuelgan prendas, y que se organiza como imagen sobre imagen, en virtud de un ansia más vehemente que las demás, pero también porque esa figura que yo me atribuía, hacia la que me movía, tan evidente que la podía palpar, no me satisfacía más que otras, originadas asimismo en mi interior a modo de figuras suplementarias, surgidas en el mismo espejo, igualmente posibles, pero, si se prefiere, alejadas del proyecto ideal apetecido como realidad futura. Yo lo creí así al menos, de modo que un acto de voluntad que recuerdo claramente, y que si lo llamo «un acto» es acogiéndome a la convención que autoriza a expresar mediante la unidad lo que no es «uno», sino una suma de mínimas sustancias desparramadas, aunque coherentes, todas esas menudencias que nos llevan a lo que se quiere ser, mientras quedan atrás, como muertos inertes (eso creía yo), abandonadas en las cunetas, esas figuras adventicias del espejo, lo que se puede y no se quiere, así como lo que se quiso y no se pudo. ¿Resurgirán alguna vez, imperativos, el capitán del barco, el arzobispo, el clochard? Cuando era niño, no había dificultades gracias a ciertos símbolos capaces de transformar en indio, en nauta, en descubridor, en capitán de bandidos: ¡la pluma, una gorra de plato, un salakof, un supuesto trabuco! Lo que la gente no sabe es que estos símbolos forman parte de una metáfora y le dan realidad. Y no deja de ser curioso, y tal vez importante, el que a todo el mundo le haya sucedido lo mismo, como ya dije, lo cual no impide que la mayor parte no lo quiera entender ni le importe, ya que si lo digo aquí, proclame su aburrimiento después de asegurar que exagero: porque ellos se avergüenzan de haber querido ser, de habérselo creído, Sitting Bull, el capitán Nemo, Stanley o José M.ª el Tempranillo: ¡Esa endemoniada repulsa de lo espontáneo en beneficio de lo trivial, tenido generalmente por «lo humano», es la culpable! Te invitan a darte cuenta de tu situación social para que olvides la personal y no insistas en ella, lo cual no impide el que, al igual que el mío, el camino de cada hombre queda sembrado de muertos, esos cadáveres de lo que pudo ser y no fue, de lo que quiso y no se atrevió. Todo lo cual, en lo que a mi afecta, parece una operación fría, calculada, cuando lo cierto fue (o es) que consistió en una lucha feroz contra mis Otros posibles, que duró tanto como mi adolescencia, y en la que fenecieron amores locos y esperanzas sensatas. El dolor se mezclaba a la alegría y la seguridad a la zozobra. Lo más seguro es que todas las adolescencias se asemejen, la del que quiere ser poeta y la de quien aspira al gobierno de una fábrica gigante o quizá del mundo entero, entendido como inmenso taller o como interminable ergástula. Pero yo sólo conozco la mía y lo que la conmovió. No sé si la madurez anticipada me permitió ser el que soy, o si sólo al llegar a ser quien soy puede saberme maduro: la cuestión quizá sea teóricamente insoluble, pero a mí me da lo mismo. Lo peor de esos años de congojas e indecisiones, mañana Shakespeare, pasado Napoleón, en su intolerable oscuridad, pero la claridad de estos otros, seguros de sí mismos, es igualmente intolerable. Uno lucha y se afana, y sólo más tarde sabe si ha fracasado o no: admito que otras vocaciones disponen de pruebas objetivas del éxito: así Felipe, cuando apareció en el Cantón vestido de aspirante a guardiamarina; así Egmerarda, aquella niña prodigio que se licenció en Derecho a los diecisiete años, o acaso antes, no lo recuerdo bien: en todo caso, un verdadero monstruo de saber acumulado, regida por una madre que ya lo había pensado todo para Egmerarda, la vida, la muerte y la ausencia de amor. ¡Así, cualquiera! Cuando Felipe y yo nos encontramos, él tan pincho y gremial, tan envidiable, con aquel traje blanco y aquella espada que nos apartaba para siempre, había mucha gente que, con regular seguridad, podía pronosticar las distintas etapas de su vida, hasta almirante, en tanto que la mía no pasaba aún de superposición y entramado de pronósticos y dudas. ¡La angustia y la belleza de aquella inseguridad que me hacía ver mi vida como aventura, quién sabía entonces si peligrosa! Algún tiempo después, nada más que pocos años, Egmerarda daba en el Ateneo una conferencia acerca de uno de aquellos temas que entonces se vetaban a las mujeres, cosas del sexo, el derecho que tienen de acostarse con quien les apetezca, pero no dicho así, con esa vulgaridad de palabras, sino con citas científicas que lo rescataban de la cotidianeidad para zambullirlo en el heroísmo intelectual del uno contra todos. La curioso del caso fue que la madre de Egmerarda no permitía a su hija acostarse con nadie, pero eso lo sabía poca gente. Pues la madre aquella me descubrió a la entrada del salón, perdido como estaba entre la gente: hacía varios años que no me veía, pero debía de ser eso que llaman buena fisonomista. Yo me hubiera escurrido, de poder, porque me vio en el preciso momento en que le exultaba la gloria de su hija, rubia y fofa, grandota; en que se le derramaba sin que ofreciera a nadie un ápice de participación; antes bien, esa gloria exultada consistía en la admiración de los demás, que por el camino indirecto de Egmerarda, tan doctoral y sajona con sus gafas y sus grandes trenzas, revertía en ella. «Pues ya ves», empezó por decirme, y, claro, yo lo veía, la niña prodigio y la gente con la boca abierta; pero además la oía, y lo visto y lo oído me tenían apabullado, y el apabullamiento llegó a su colmo cuando, al preguntarme ella por lo que hacía o por lo que era ya, le respondí vagamente que estudiaba o quizá que estudiaba vagamente. Entonces me miró con tal desprecio que fue como echarme encima, para enterrarme, el cuerpo y la reputación abrumadoras de su hija: me sentí aplastado, ahogado por tanta carne fofa y tantas ideas fofas, me sentí aniquilado, y, conmigo, estuvieron aquella vez a punto de anularse, no sólo el que aspiraba a ser, sino todos los que podía (soñar) y no quería. Hay que ver lo que son las cosas del Destino: Felipe, que tenía tan claro su porvenir, y a quien jamás habían acosado problemas de personalidad multiplicada, lo mataron en la guerra, y a Egmerarda, cuya personalidad se la habían dado hecha, como quien dice inyectada, la mató su misma madre.
Lo que empezó a sucederme y a preocuparme, lo sitúo unos años después, precisamente cuando mi condición disimulada de dramaturgo en ciernes y de escritor anónimo y barato, lo que se llama un «negro», parecía más definida, tanto en sus dificultades presentes como en las esperadas. La metáfora del círculo de fieras rugientes es un poco exagerada, lo reconozco, pero responde de manera bastante gráfica a la realidad. No eran lo que se dice fieras, felinos de verdad, sino personalidades posibles otra vez; vocaciones destruidas que, si fueran leopardos en manada, no me acosarían con terquedad tan cruel; con la diferencia, además, de que, leopardos o cualquier otra clase de felinos, incluidos los gatos, lo sabría; pero pasó un tiempo de angustia antes de descubrirse la sustancia o el busilis, o como se quiera decir, de lo que me acontecía, y cuando, por fin, lo averigüé, era ya tarde para evitarlo. A veces me vienen dudas de que fuera evitable.
Por aquel tiempo ya había entrado en mi vida Cynthia, o yo en la de ella, eso nunca se sabe bien. Si escribo Cynthia, y no Cintia, obedece al empeño que puso siempre en la ortografía de su nombre, como que muchas veces me preguntaba si, en otras lenguas, se pronunciaría de tal modo que se oyesen, ya que no se veían, y griega y el grupo th. Solía responderle que se lo preguntase a alguno de sus profesores de la Universidad, pero ella no se atrevía, quizá porque, en el fondo, en un trasfondo de ella misma insospechado, comprendiese la suave, la casi tierna ridiculez de la pregunta. Pero pienso que me equivoco al atribuirle alguna clase de profundidad, ni siquiera la tan vulgar de un inconsciente donde se almacenase algo, no más que unos recuerdos de la infancia, no más que unos pecados escondidos. Cynthia vivía en la mera superficie de sí misma como en la piel de su cuerpo; vivía también en el instante, sin más futuro que las ideas, por lo demás confusas, de una carrera, de un marido, de un abrigo de pieles: ideas, entiéndase, ni siquiera deseos, menos aún imágenes: lo que se dice unas nociones abstractas. Todo lo que Cynthia era le venía de fuera, y esto lo sospeché desde el día en que nos conocimos y lo comprobé poco tiempo después: había ido al cine, aquella tarde, y me tocó sentarme al lado de una muchacha bonita a la que no presté más atención que la indispensable para comprobar que, según lo revelado por su aspecto, no parecía de las que pudieran situarse a mi alcance: acaso mi razonamiento no haya ido más allá de la mera comparación de atuendos, ella correcta, yo disimulando mi desaliño. Me desentendí de ella y llegué a olvidarla. Contenía la película una larga secuencia en la que la protagonista seguía, casi perseguía, al primer actor, un caballero de bigotes cargados de eróticas promesas. ¡Ay, yo me afeitaba el mío! No me cabe duda de que era una secuencia excelente, que firmaría del mejor grado cualquier cineasta en ciernes, cosa que yo también podía ser, aunque lo de cineasta no hubiese figurado en el círculo de los leopardos. Sin embargo, lo inexplicable llegó a explicarse y lo imaginable fue una realidad: aquella moza me siguió más o menos como la protagonista de la película lo había hecho; y si yo, sin el menor ánimo mimético, entré en un café a tomar algo caliente, la muchacha, igual que en la película, entró también y me abordó, aunque no sepa precisar si fue un abordamiento a un abordaje. Me abordó con el mismo pretexto que la muchacha de la película había usado con el actor cuya función desempeñaba yo sin desearlo, sin haberlo esperado, y en los primeros momentos sin darme cuenta, aunque la situación repetida me remitiese pronto a la original. Entonces pude barruntar que Cynthia actuaba como pudiera hacerlo en un estado de hipnosis, no muy intenso ni duradero por cierto, porque cuando para darle naturalidad al engorro, le pedí que aceptase la invitación de un café, y la llevé a sentarnos en la mesa de un rincón, advertí cómo, al introducir en la situación un elemento original (el actor de la película no había invitado a café a la protagonista ni la había llevado a un rincón, sino que le ofreciera una copa en la barra), Cynthia, cuyo nombre aún ignoraba, pareció recobrar rápidamente el sentido de la realidad, o quizá lo que hizo fue pasar sin trámite intermedio de una realidad a otra, y lo primero que advertí fue que le cambió la voz: las primeras palabras las había dicho precisamente con la de la protagonista de la película, repetición asombrosamente exacta, por ello más sorprendente. Supuse que aquella con la que seguía hablando era la suya propia, y la explicación que di al acontecimiento (que me di a mí mismo, en mi interior, pues ella no parecía necesitarla, al menos con apremio), fue la de que había actuado bajo la fascinación del cine, cosa que en diversas medidas le sucede a mucha gente. ¡Como que el cine está hecho para eso, para que dimitamos de quienes somos y nos cambiemos durante hora y media aproximada, a veces algo más, en un personaje imaginario y visible en cierto modo, en varios en algunas ocasiones, según la capacidad de cada uno! Con la particularidad de que son muchos los que incurren en esa especie de hipnosis y la mantienen como el modo natural de andar por esta vida, o, al menos, por la calle. El primer beso que recibieron mis labios adolescentes me lo dio una Greta Garbo que ya había aprendido, nada más que con mirar, que esos besos en que sólo intervienen los labios, son besos que no valen la pena, besos de novios inocentes, casi ósculos: cuando me hallé con una lengua entre los dientes, no supe si caerme del susto o escupir: allí mismo aprendí, lección de aquella G. G., que en esos casos no se escupe. La nueva voz de Cynthia no era desagradable, aunque sí un poco áspera, como si a su paso por la garganta rozase con un dolor, lo que le daba un remoto matiz muy atractivo. Con ella pronunció su nombre y añadió en seguida: «Con y griega y th»: y con la misma voz se amilagró cuando le dije que me llamaba Uxío Preto. Lo halló extraño y sin referencias próximas, si bien no descartaba las remotas: le expliqué que Uxío en mi lengua natal vale lo mismo que Eugenio, y que Preto, en portugués, quiere decir negro. Al reírse, después de mi explicación, me pareció, aunque fuera una impresión fugaz, que aquella risa no se correspondía con la voz con que me había hablado, la segunda de ellas, un tanto áspera, como dije: porque la risa se hubiera definido como el «fracaso de cristales», de Rubén: entonces no se había inventado todavía, o no las conocíamos, esas máquinas de escribir que disponen de bolas o de estrellas de recambio, cada una con el tipo de letra diferente. Fue una pena, porque la posible metáfora me hubiera explicado lo que entonces no lograba comprender: que aquella muchachita dispusiera de unas voces de recambio.
Cuando algún tiempo después, quizá dos meses (entonces se demoraban los trámites conforme a una ley no escrita), me dijo: «¡Quiero ser tuya!», y se me agarró a la boca con los labios, y un poco también con las consabidas perlas, ya había descubierto la peculiaridad de Cynthia, y hasta había llegado a hacer con ella experiencias de las que no fue consciente, porque tampoco lo era de su cualidad más relevante, aquella receptividad que la hacía parecerse a un espejo que refleja las cosas y las personas, si bien ella reprodujese a su manera las acciones fragmentarias, las «secuencias», que más adentro le resonaban, y después, hechas suyas, las reproducía, en este caso (hablado) con la voz de la actriz que doblaba a la estrella, ni siquiera con la de la estrella misma, que hubiera dicho el «¡Quiero ser tuya!» con menos trémolos y más naturalidad. Y a mí me había hecho reír, no emocionarme, no porque la escena no fuese prometedora, que lo fue, sino porque semejante propuesta me recordó la insistencia con que una de mis patronas, aquella que me había alquilado una habitación por treinta duros, una vez que un amigo mío bastante cínico le ponía los puntos (veinteañero él, cincuentona ella), se defendía entregándose a una especie de gemido, cada vez más desmayado y acuciante: «¡Enrique, yo no puedo ser tuya! ¡Yo no puedo ser tuya, Enrique!»: la voz, si lastimera, traspasada de cachondeces inaplazables; como que la hija de la patrona, que estaba en casa como yo, vino a mi cuarto y me rogó que la acompañase a la calle, que ella no podía aguantar más, de puritita vergüenza: aquellos gemidos cálidos calmaban con su temblor, y estremecían, el aire entero del piso, que no era de los grandes. ¡Lo que se hubiera reído María Elena de haber estado allí! Pero María Elena, por entonces, aún no había hecho amistad conmigo. Esto puede servirte de explicación, Cynthia, de cómo una frase trivial por lo repetida (o por lo leída), en virtud de un acontecimiento inesperado cuya conmovedora ridiculez la ha despojado para siempre de su pálpito emocionante (o emotivo, que a ti te gusta más), dejando intacta sin embargo su significación literal, que en tu caso era una invitación bastante clara a que te llevase a la cama, puede ser causa de un efecto contrario al pretendido: no obstante lo cual, y después de cierta penosa deliberación interna, no te dejé defraudada. Durante el tiempo de nuestra compañía (y no digo de nuestro amor, porque ninguno de nosotros amó al otro), tuviste ocasiones abundantes de darte cuenta de las dificultades que la palabra «cama», ese vocablo tan sencillo, me causaba cuando a un lecho de amor se refería, pues si bien nuestra situación de entonces (tú, huésped de un Colegio mayor; yo, pupilo de una patrona) nos obligaba a que cualquier lecho real o posible perteneciese a la categoría de los mercenarios, solía suceder, y de hecho sucedió aquella tarde, que yo no tuviese el dinero indispensable para sufragar el módico estipendio solicitado por una señora cargada de experiencia y de ironía que, disimuladamente, dice al oído del varón: «Si ella es virgen, son cinco pesetas más.» Y tú eras virgen, Cynthia, o, al menos, eso me habías confesado, aunque como disculpándote, aunque como pidiéndome perdón, si bien sea igualmente cierto que yo no me cuidé de comprobarlo, de disculparte y menos aún de perdonarte; y cuando resultó que sí, que lo eras (y dejaste de serlo merced a un préstamo oportuno), no creas que me sentí superior ni que experimentó una especial satisfacción mi varonía, a un punto de remordimiento, ya que entonces mis ideas coincidían más o menos con las de ahora, teóricas entonces, nacidas de la experiencia después: me refiero a las que atañen a las virginidades, a la tuya lo mismo que a la mía, que deberían emplearse en una ocasión de amor, y no como resultado de una complicada secuencia de imitaciones, errores, ideas y deseos. Conviene sin embargo recordar que por aquel tiempo ya las muchachas de tu edad y de tu profesión, así como algunas otras que aspiraban a ella o que ya la habían rebasado, decían con toda franqueza, en las reuniones del bar de la Facultad, que la virginidad les estorbaba, y una de ellas llegó a comparar la suya con una araña peluda que se le había instalado en la entrepierna. Lo que a ti te distinguía de esas tus compañeras era el origen de las opiniones al respecto, pues la tuya procede, si no recuerdo mal, de una película que viste en Francia, aquella vez que estuviste unas horas en Biarritz. No todo el mundo puede decir lo mismo, Cynthia: Biarritz fue una ciudad cuyo nombre traía música de amores y de azares; también alguna vez nacían allí los niños de los veraneantes; nacían adrede, para poder decir después que el niño era francés.
Hablando, hablando, o mejor recordando, me aparté de la guía. Ni me extraña ni me importa, porque este escrito no tiene por qué someterse a otras reglas que a la de mi ocurrencia o mi capricho. Intentaba explicarme a mí mismo cuáles fueron las causas, o acaso los meros motivos, en virtud de los cuales inventé la metáfora del círculo alumbrado, del hombre con el látigo en la mano y de las fieras rugientes, a ver si con mi ejemplo te entendías a ti, aunque no sé de nadie que haya llegado a entenderse por los ejemplos ajenos. Divagando, si no recuerdo mal, recaí en el recuerdo de la extraña, aunque nada rara, relación existente entre tú y el cine. Al principio de nuestros devaneos, creí que se trataba del efecto inmediato de la película que acababas de ver sobre tu voz y tu conducta, pero más tarde (no demasiado tiempo después) me fue dado adivinar que la consecuencia no era necesariamente inmediata, sobre todo en lo que a las voces atañía, pues hablabas con la de Greta Garbo, la de Claudette Colbert o la de Merle Oberon porque algún mecanismo interior que nunca llegué a entender las sustituía al modo de esos tocadiscos automáticos que ponen a Mozart en el platillo cuando ya ha concluido Beethoven; aunque no necesariamente en ese orden, Greta, Claudette, Merle, sino la adecuada a la situación. Porque recuerdo aquella ocasión en que Martina nos invitó a la inauguración de su bohardilla restaurada. Con imaginación y casi nada, ella y Rafael habían creado una atmósfera como un mundo, o, por lo menos, un espacio en el que podías aposentar el mundo que llevases dentro. Como aún no les habían instalado la electricidad, nos alumbraban unas velas que, desde arriba, cerca tal vez de las estrellas melancólicas, colmaban los rincones de sombras, y, en el centro, un poco de resplandor como un fuego de San Telmo alrededor del cual nos habíamos sentado, o tumbado, alguno quizá flotando. No sé quién empezó a tocar una guitarra, y aquella música nos fue callando, uno a uno, hasta quedar la guitarra sola en medio de las sombras, unos dedos bailando, y el bordoneo. Era una de esas músicas en las que el mero desplazamiento de un octavo de tono deja un resquicio por el que penetra Dios, y Dios había entrado ya y empezaba a envolvernos. Lo sentíamos circular, rodearnos, asediarnos, llevarnos al fondo mismo de la existencia: uno de esos momentos en que el encuentro de dos manos supera en plenitud y en lucidez a una cópula perfecta, y en que todo lo dice el silencio. Tú no lo pudiste soportar, y fue precisamente con la voz de Ginger Rogers con la que exclamaste: «¡Parece como si un ángel estuviese pasando!» ¡Con un gerundio por añadidura, Cynthia! Alguien susurró: «¡Mierda!» y la prima de la guitarra se rompió como un latigazo de metal dado a las sombras.
¿Y qué le vas a hacer, si de repente, se encuentra uno en el centro de un redondel radiante? No hay nada alrededor, no queda nadie, el mundo se tragó la noche, la barrió hasta sus límites, lejanos y profundos. Luz, sí, únicamente; ésa, absoluta, que ilumina la pista de los circos, focos y focos acumulando esa claridad en la figura escueta, de lentejuelas deslumbradoras, sin más defensa que el látigo. Me contemplan y me acosan esos leones acechantes en la linde; quizá no sean leones, sino tigres, o únicamente leopardos, esos que creo ya haber nombrado: felinos en todo caso. Y se parecen a mí, los mires como los mires. No es que repitan mi cara, menos aún mi figura, pero algo de ellos me recuerda en la medida necesaria para saber que soy yo cada uno de ellos, o que han sido yo en un deseo, en una imaginación. ¡No te rías aún, no seas superficial! Salta a la vista que no soy un felino: me faltan la mirada y esa elegancia de mimbre traicionero que (sin saberlo tú, gracias a Dios), compartes con los gatos. No te lo dije nunca, pero lo que hacía tu compañía tolerable, alguna vez amable, era esa felinidad de tu cuerpo, lo mismo en movimiento que en reposo: te hubiera redimido de tantas vulgaridades de haberle encontrado al amor ese sentido que crees haber hallado, o más bien recibido, del que te tiene ahora, tu marido, ¡muchas felicidades! Pero, vuelto a lo mío, los parecidos no exigen coincidencias, sino tan sólo alguna semejanza. Y, en este caso, aunque no alcances a comprenderlo, entre otras razones porque nada de lo que vengo diciéndote te interesa, no soy yo quien se parece a los felinos, sino ellos a mí, creados como son por mí y para mí, algo a mi imagen, si bien sea lo cierto que los imaginé con fines estrictamente pedagógicos. ¿Consigues enterarte, Cynthia, con y griega y th, de que mis antiguas personalidades domeñadas, enterradas, olvidadas, renacen o resurgen, quién sabe si ambas cosas, con urgencia de ser? ¿Y cómo puedo darles lo que me piden, si no soy más que uno, esa figura escueta que te dije, un nombre que te hizo reír, Uxío Preto, un poco de gallego y algo de portugués, capaz apenas de aguantarme a mí mismo, de granjear mi sustento, dicho en menos palabras, de vivir? Cuando el acoso empezó a ser grave, cuando mi látigo podía mantenerlos a raya, a los felinos impacientes, todos queriendo ser el primero, me hallaba yo en un momento de los difíciles, ya lo recuerdas porque no te lo ocultaba: yo escribía artículos anónimos de encargo, que me pagaban, cuando lo hacían, una semana sí y otra no. Ponían un papelito en la ventanilla: «El jueves a las doce, pago de colaboraciones.» Había que estar allí a las nueve, pero siempre se te habían adelantado cien personas a las que como a mí se les acabara el dinero el miércoles al mediodía, aunque algunas el martes ya lo tuvieran gastado. Aguardaban allí con las mujeres, a la espera de que abriesen la ventanilla, de que pagasen, para ir a la compra. ¡Qué rigor militar el de la cola! «¡Señora, usted ha llegado después!» Tres horas, hasta las doce, y casi todos con una purrela de café que ni aún nos calentaba, o en ayunas. Cómo nos despreciaba el tipo aquel que abría la ventanilla, que amontonaba los billetes y las monedas, que se demoraba en menudencias innecesarias y crueles, hasta el momento en que se dignaba anunciar: «¡El primero! ¡Y no se me apelotonen delante, que no tenemos prisa!» El muy hijo de puta, bien comido, bien bebido, con sueldo fijo cada mes y un sobre aparte: mujer e hijos, y querida, como un señor, todos bien trajeados, las mujeres con abrigos de pieles de contrabando, relucientes (los abrigos), y hondamente satisfecho de sí mimo y de su suerte: ¡Cómo que, por tener, hasta tenía un pasado siniestro de verdugo voluntario, en su provincia remota! Echaba el humo del cigarrillo fuera de la ventanilla y mareaba a las mujeres hambrientas. Así una hora, a veces dos, ¡y hasta tres! Menos mal si llegaban a tres, porque lo acostumbrado era que a la hora y media, o menos, se acabase el dinero, y la mitad de la cola quedase sin comer. ¡Qué griterío! Los policías que guardaban el orden se solían poner de nuestra parte, salvo un tipo virojo que amenazaba con detener a los que protestaban, los cuales, además de protestar, decían pestes del Ministerio. ¡Con frecuencia solía yo quedar para el día siguiente, si había suerte, o sabe Dios hasta cuando, si no la había! Pero yo no podía madrugar más, estaba cansado y mal alimentado, mi patrona lo más que me daba era una taza de manzanilla sin azúcar, que jamás me ayudó a calentarme, en aquellas mañanas frías, y que no restauraba mis fuerzas, en cuyo agotamiento habías colaborado la noche antes, o a lo mejor la tarde, vaya usted a saber en dónde, tal vez en una sombra callejera, uno de aquellos rincones favorecidos del amor que había que apresurarse para ocuparlos, pues las parejas candidatas andaban al acecho. «¡Vaya por Dios, se nos han adelantado!» O en los desmontes, si no hacía demasiado frío, o en las frondas del parque, aunque con el temor de que se oyesen a lo lejos ladridos de los perros, las pandillas guardadoras de la virtud, con curas como cruzados. «¡Escapa, corre, yo les haré frente!», y ella huía hacia las sombras subiéndose las bragas. No protestaban porque nunca éramos a escapar solos, y si al día siguiente lo contabas en el bar de la Facultad, según quien compusiera el auditorio, quedabas bien o regular. «¿Pero es que el tío ese no tiene cinco duros para una casa de citas?» No los tenía, no. El último billete lo habíamos cambiado el domingo, una película de Norma Shearer donde aprendiste a morderme la oreja. Y, total, ¿para qué? Yo podía prescindir tranquilamente de tu amor, y tú no habías aún logrado sacarle al mío el menor gusto, aunque fingiendo sentirlo con los gemidos que escuchaste en la famosa película de Biarritz. ¡La mitad por lo menos de tu escasa sabiduría erótica procedía de Francia!
Nunca llegaste a saber de María Elena. El nombre te sonaba, probablemente, porque ya se hablaba de ella, pero nunca la habías visto bailar. ¡Ah, si fuese un claqueado, lo que bailaba María Elena! De Fred Astaire estabas bien informada, y con gusto hubieras ido a escuchar el ruido de cualquier imitadora. Pero el zapateado de María Elena pisaba otras estrellas, porque lo suyo surtía del ritmo mismo de la sangre, no era ruido, y sólo se parecía en que al uno y al otro les llamaban baile como les llaman música a lo del órgano y a lo de la zambomba.
María Elena era anterior a ti, aunque no mucho. Nos conocíamos de los tiempos peores, cuando ocupábamos habitaciones contiguas alquiladas, de aquella misma patrona que fingía resistírsele a Enrique. Nos habíamos visto en el pasillo, «¡Buenos días, señor!»; con aquella voz andaluza que cantaba dulcemente, y un día se encontraron nuestras hambres, acodadas a la misma barandilla frente a un atardecer espléndido. No nos dijimos más que «¡Hola!», y seguimos mirando al sol. «¿Verdad que es bonito, eso?», exclamó sin mirarme cuando el sol ya se había hundido; y fue entonces cuando pregunté si su acento era de Córdoba, de Sevilla o de Málaga; pero más tarde supe que no, que era de Cádiz. Me hubiera sido fácil aprender los matices, tengo el oído refinado de los hombres del Noroeste, que hablamos también con música; pero ella, entonces, se había vuelto hacia mí, con una sonrisa que no pude descifrar, pero que, muchas veces después, vi nacer en sus labios. «¿Usted sabe qué bailo?» «Algo me dijo la patrona.» «Ella se piensa que soy una de las de tres al cuarto.» «De mí piensa otro tanto.» «Y se equivoca, ¿verdad?» «Al menos, por lo que a usted respecta…» «Gracias.» Alargó la mano, hasta entonces oculta debajo del rebocillo, y me apretó la mía. «¿Sabe que vengo siguiéndole?» Debió de notárseme mucho la sorpresa, porque añadió en seguida: «¡Sí, hombre, no se me asuste! No le seguí para nada malo, pero tenía ganas de que fuésemos amigos y nunca quise abordarle en el pasillo, con los oídos de la patrona pegados a la pared. Es una bruja, doña Imelda, es una mala pécora, que no deja a la vista un mal mendrugo de pan para una necesidad cuando una llega tarde y viene desfallecida. A usted le sucede lo mismo, ¿verdad? Le tengo muy estudiado. Hay días que no tiene qué comer.» Me eché a reír con una risa hambrienta. «¿Cómo lo sabe?» «¡Porque a mí me pasa igual, criatura!» «Sí, le confesé; los martes y los miércoles no me son favorables, pero también hay jueves de mala pera. ¿Qué día es hoy?» Volvió a cogerme la mano: las sombras ya se acercaban a la curva del ocaso. «¡Día de hambre para los dos!», casi gritó, con esa especie de júbilo inexplicable que sentimos al encontrar un verdadero semejante. «Mujer, con la ayuda de Dios, quizá no sea para tanto.» Eché la mano al bolsillo, saqué las monedas sueltas, las contamos como se espera el final de un melodrama. «Sé de un lugar donde con este dinero podemos tomar dos bocadillos de calamares y un tinto para los dos.» «El tinto, ¿cuánto vale?» «De quince para arriba.» «Entonces habrá para dos tintos.» Sacó dos perras de su bolsillo y las sumó a las mías. «Si no le parece mal, cristiano, iremos del ganchete. Así, si el uno cae…» Le ofrecí riendo el brazo: del horizonte iban huyendo los resplandores.
Aquella tarde, más bien ya prima noche, en el rincón de un bar modesto, una plancha de mármol entre los dos, tuve una de las conversaciones más importantes de mi vida, creo que de la vida de María Elena también. Empezó cuando el hambre engañada nos hizo olvidar el hambre, y recordamos nuestras esperanzas, pero fue lo mejor de la conversación cuando le dije a María Elena que me gustaría verla bailar, porque yo entendía de danza. «¿De la flamenca también?» «De la flamenca ante todo.» «¿Y cómo es eso, hijo, siendo de por allá arriba?» Tuve que contarle que había visto bailar a Pastora Imperio y a Vicente Escudero, y que en mis días de bonanza, buscaba los mejores tablaos, y que además lo había estudiado todo aquello en los libros. María Elena ignoraba que los libros se hubieran alguna vez interesado por el baile flamenco. Creía que era cosa tan natural como la vida, y, como la vida misma, reñida con la letra, pero, cuando me oyó hablar del baile, y cuando con un lápiz gastado le dibujé en el mármol de la mesa posturas y pasos, me miró con una especie de estupor. «¿También sabes bailar?» «No.» «Pues podías enseñar a cualquiera.» «Ayudar, quizá sí…» Suspiró. «A mí todavía me falta algo, no me bastó con el pecado.» Y me contó que una vieja gitana le había dicho, después de verla, años atrás, cuando aún era jovencita y bailaba en el patio, en medio de un corro: «A esta niña no le falta ya más que pecar.» Y alguien se había entristecido… «Nos falta a todos recorrer ese camino infinito que lleva a la perfección, y al cabo del cual nadie llega, ni tú con tu baile ni yo con esos dramas que escribo y a los que nadie hace caso. Pero hay que avanzar por él, lo más lejos posible…» «Sí. Eso lo sé. No me lo dijo nadie, pero lo sé. Allá en mi patio, en Cádiz, me decían que ya lo sabía todo. Estaban equivocados.»
De repente, María Elena se puso seria, y dijo: «Se me ocurre poner las cosas claras, cristiano. Vamos a ser amigos, y lo vamos a ser hasta la muerte, porque ninguno de los dos es doble ni malvado, y el hambre une tanto como el amor, o más. Quiero decirte que me gustan los hombres guapos, y que si me apetece me acuesto con alguno, pero jamás vendí mi cuerpo, ni siquiera para que un tío que puede hacerlo me diese un escenario y una guitarra, esto lo tengo por principio, y puedes estar seguro de que no te engaño. Ya ves, podíamos juntar nuestras hambres de algún modo, pero jamás lo haré con un hombre al que respete, porque detesto la mentira, y al que se juntase conmigo habría de engañarlo. Claro que tampoco me juntaré con un hombre al que no respete. Bueno, todo esto te lo digo porque de buena gana me iría a la cama contigo, porque me gustas, pero no debo hacerlo: sería como pagarte ese pan y ese vino que acabo de comer, sería como pagarte lo que me has enseñado. Otro día será, estoy segura. Y ahora que te dije esto, sígueme hablando de bailes y píntame esa postura que no conozco.»
Al día siguiente de esa noche, me pagaron las colaboraciones de la quincena y le dejé a María Elena una nota encima de su cama, con un lugar y una hora. Vino a la cita, le ofrecí partir con ella mi dinero, no lo aceptó, pero la obligué al menos a que cenase conmigo, aquella noche y todas las siguientes mientras durase el con qué: era el único modo, le expliqué, de que pudiera continuar mis lecciones. Como no había gente delante, me dio un gran beso. «Lo único raro que tienes es el nombre. Uxío Preto. No se parece a nada.»
Fue a principios de la semana siguiente, cuando ya nos quedaba poco dinero: se me ocurrió que necesitaba verla bailar su baile, aquel de que tanto hablábamos, para mí todavía secreto: ello lo comprendió. «A mí me gustaría bailar delante de ti, para que veas que no son fantasías.» «No es por eso, no es por eso…» Y lo que nos aconteció entonces echó por tierra, al menos de momento, uno de mis principios intelectuales más arraigados. Yo no creí jamás en la inspiración: elegí deliberadamente, a los veinte años, el camino del trabajo lúcido. Y si alguna vez se me había ofrecido algo como una revelación, la había desechado como un procedimiento espúreo. Pero aquella vez, delante de los platos en que nos habían servido dos tortillas de patatas y cebolla, delante de los vasos en que habíamos bebido sendos morapios, tuve una ocurrencia que me obligó a pagar rápidamente la cuenta, a cogerla de la mano y a llevármela detrás. «Ven y no preguntes.» La conduje hasta la Morería y no paramos hasta llegar a un tablao de fama. Ella lo conocía, pero no había traspasado jamás aquella puerta que hubiera sido la de un paraíso incierto. «¿Aquí?» «Entra.» Tuve la desfachatez de llamar aparte a un camarero e indagar por lo más barato a mano. Hubo suerte: parecía de suerte aquella noche. Me reconoció por el acento, el camarero: me dijo que también él era de por allá arriba, y nos llevó a una mesa apartada. «A ver los cuartos que tienen.» Conté delante de su rostro benévolo los restos de la fortuna común. «Eso le da para dos manzanillas, y aún puede dejar algo de propina, poco.» Tenía una nariz grandota y saludable, de gozador modesto, y un acento mindoniense de aes muy abiertas. Cuando quedamos solos, María Elena me preguntó qué íbamos a comer mañana. «¿Mañana? ¿Sabes si existe?» Me sonrió, porque ella no se hacía preguntas metafísicas. Estaba además temblando: le bailaban, con baile leve, los flecos del rebocillo, de aquel temblor de su cuerpo. Le acaricié la mano, y se la tuve cogida desde que nos sentamos. La primera parte del espectáculo era ligero, cosa de fandangos y de tanguillos. María Elena había quedado, a los primeros compases de la guitarra, quieta y muda, y su mirada se había transfigurado. Sorbía las imágenes, y, en alguna ocasión, canturreó la copla y meneó los pies, pero seguía temblando, aunque no sé si ya de miedo o porque había recobrado su mundo. Vino, después del descanso, la hora de las soleares y del cante grande. El guitarrista era bueno y, el cantaor, regular. Al anuncio de la tercera copla, la agarré, la obligué a mirarme y le dije: «¿Te atreves a saltar al tablao y a bailar?» «¿Para eso me has traído?» «Deliberadamente.» «¡Pues claro que me atrevo!» Se levantó con sigilo, se fue acercando al escenario con sinuosidad de gata, y, al empezar la cuarta copla, nada más arrancado el jipío, la vi en el escenario con desplante y reto, ante un guitarrista estupefacto cuya mirada buscaba ansiosa al empresario. «¡Vamos, maestro, siga!» Lo dijo con tal imperio, estaba tan bonita y su actitud era tan bailaora, que aquel hombre de la guitarra debió adivinar lo que tenía delante, como que sus dedos pellizcaron las cuerdas, mientras el de los jipíos se los tragaba. La guitarra ascendió por caminos elevados, y María Elena la siguió con elegancia y garra, hasta un momento de silencio al que ella respondió con la quietud, y ya estaba todo, estaba lo que yo no había podido sospechar, no lograba entender hasta que, al deshacerse, comprendí que aquello era el sosiego del pecado. Alguien se había acercado para estorbar el baile de María Elena, acaso para expulsarla, pero aquella operación sólo se puede comparar a la de un espontáneo afortunado que, no sólo eliminase al diestro de la plaza, sino que lo dejase atrás con la muleta. María Elena bailó por soleares, por seguidillas, y para terminar con algo fácil y vistoso (me lo explicó después), pidió unas manchegas: al acabar las cuales dijo «¡Aire!», saltó ágilmente del tablao y, de una carrerilla, llegó a la mesa donde yo la esperaba, se sentó a mi lado y ocultó los sollozos en el cruce de los brazos: al dueño del local, que se acercaba con otros dos o tres, entusiasmado y pensando quizá que con un poco de suerte tendría a la moza en la cama una noche de aquéllas, le indiqué con un gesto la cabeza temblona cuyo cabello empezaba a desmoronarse. Como aún insistiera, me levanté y se lo impedí. «¿Es usted su marido?» No le dije que no. La gente volvía la cabeza, seguía aplaudiendo, esperaba una solución. El empresario, por fin, me dijo, ya con modos tolerables: «¿Le parece que volverá a bailar? Le pagaré, naturalmente.» «Lo único que le prometo es aconsejárselo.» De este modo se alejaron.
A María Elena, cuando sacó la cabeza del sollozo, le dije: «Quieren que bailes otra vez. Te pagarán.» «Que me den una bata de lunares.» Serví de intermediario, la llevé hasta la puerta de un camerino oliente a pachulí, donde una azafata vieja, inevitable sonrisa de alcahueta, le ofrecía a María Elena una bata de cola. La abandoné a su triunfo, volví a la mesa, esperé a que saliera. Desde aquella penumbra en que me hallaba, pude estudiar a mis anchas su baile. Confío en que en aquella ocasión se habrá ganado María Elena odios de muerte, envidias de veneno: la hicieron bailar más tiempo del acostumbrado y del debido, pero ella lo hacía en medio de una ebriedad serena, que iba ganando al público quieto y en momentos extasiado; con un dominio de su cuerpo que consistía, no en contener los ímpetus, sino en hacerle decir lo que quería que dijese, algo para lo que no sirven las palabras, ni siquiera la música sola, música al aire gris de la sala, algo que sólo se comunica en movimiento. Una vez me había dicho María Elena que ella bailaba la pena y el pecado: fue lo que se reiteró, lo que expresaban unos brazos, unos dedos, la lentitud de las caderas. No sé el tiempo que tardó en mudarse el espectáculo, obediente al ritmo de la sangre y de la tierra. Era tan nueva para mí, quién sabe si para todos los hombres, aquella clase de manifestación, que temo carecer de palabras para decirlo, ojos que fallan siempre que se descubren las esencialidades o se pone el dedo en la llaga. Pero del pecado entiendo algo. Los hay que asustan al pecador, los hay que lo envanecen, y hay pecadores incapaces de sentir que han transgredido la ley del Universo y, por lo menos, de arrepentirse. De lo que no estoy seguro es de cómo es el arte en manos del pecador, qué hace con él, qué le manda decir, o qué le obliga a ocultar. Mis estudios de teatro me habían llevado como consecuencia, al del baile, y aunque no fuese un verdadero perito, tenía una idea bastante clara de lo que sucedía y de lo que debía suceder. En las muchas conversaciones que después tuve con María Elena, pude confirmar, escuchándola, lo que aquella noche no podía pasar de intuición dichosa. No dudo que un arquitecto diabólico pueda expresarse con masas y volúmenes, pero hasta ahora no conozco ningún caso indudable, pues si alguna vez intenté descubrir la confesión de un incesto en las líneas torturadas de una torre, alguien que sabía más que yo me dio una definición abstracta, y todo listo.
Estoy en cambio persuadido de que cierta música permite esa clase de confesiones, y no soy el primero en escuchar los remordimientos de Wagner, quién sabe si también su orgullo de transgresor, en los compases de Trístán e Iseo; pero no fue el suyo pecado que se arroja a la cara de Dios, sino sólo a la sociedad, lo que lo rebaja un tanto en su categoría. De la literatura no hay que hablar, pues fue inventada para eso. Pero, que yo sepa, a nadie se le había ocurrido pensar (o, por lo menos, comunicarlo) que ciertas danzas las puede bailar también una muchacha virgen; que otras, sólo las vírgenes pueden bailarlas, pero que hay un rincón de ese mundo del ritmo corporal reservado para las pecadoras: quizá sean vestigios del Universo irredento. La danza de María Elena no era lasciva —¡siempre estuvo por encima de esas pornografías!—, sino tranquila, con la tranquilidad de quien tiene razón ante los dioses, eso que antes llamaban trágico. Oyendo tiempo después cantar fados a Amalia Rodríguez, hallé, por debajo de todas las diferencias, que una cosa la asemejaba a María Elena, algo de trémolos desgarrados, y es que un fado no se puede cantar virtuosamente, entendida la palabra en el sentido técnico de los músicos y en el de los moralistas; pero Amalia jamás llegó a la paz en el pecado. Una mujer inocente puede cantar La Traviata, pero no ciertas coplas andaluzas. Del mismo modo, una doncella vestida de tutú no requiere para alcanzar la perfección ningún conocimiento del dolor ni de la culpa; su baile nos apacigua en la superficie. El caso de María Elena era distinto: su paz profunda, sus caderas en éxtasis, horadaban el alma, cerrada entonces al remordimiento y al espanto, e instalaba en su centro la justificación. ¿Algún asesino que estuviera presente se habrá sentido aquella noche perdonado? ¿Algún explotador del hombre? El baile de María Elena era una blasfemia y su propia justificación, pero nadie veía en él más que el resurgimiento de algo que se había perdido en la vulgaridad del flamenco diario.
Aquella noche empezó su breve carrera, una de las más nobles y profundas de cuantas conocí a lo largo de mi vida. Usó desde un principio de las más astutas cautelas frente a las promesas y frente a las solicitudes que la envolvieron y la agobiaron; pero, como me había dicho una vez, jamás metió en su cama a un hombre por interés o conveniencia. Algún tiempo después de aquel comienzo, pudo tener casa propia sin debérsela a nadie. Organizó una fiestecita, a la que me invitó. En medio de aquella alegría convencional y programada, de augurios y medias noches, yo resultaba una especie de pajarraco aguafiestas: mi afición a la impertinencia bien fundada tuvo aquella noche excelente ocasión de mostrarse entre la docena de críticos y escritores que ya incomodaban a María Elena con ofertas de gloria, candidatos a intérpretes de un arte que no entendían. De uno de ellos, al que llamé desde un principio el Júpiter Tonante, una especie de macho declinante organizado alrededor de una barriga, volveré a hablar, pero algo quiero decirlo ahora: había escrito y publicado unos libros de poemas sin los que la Humanidad lo hubiera seguido pasando tan ricamente: no malos, innecesarios. Era de los que después de haber alabado con descomedimiento a María Elena, se demoraba en la noche con la esperanza de que alguna vez le invitase a acompañarla, y mientras no llegaba la ocasión, esa esperanza se transmudaba en versos. Aquella vez, María Elena esperó a que marchasen todos para decirme: «Ven conmigo.» La criada la escuchó con naturalidad cuando le dijo, solos los tres: «Fíjate bien en la cara de este hombre. Haya quien haya, a la hora que sea, aún a estas horas aunque no haya nadie, siempre le abrirás la puerta y le darás lo que pida, si pide algo y, si no lo pide, que coja lo que quiera.» Debo decir que jamás abusé de aquella oferta explícita, pero sí que, en ausencia de María Elena, la muchachita me socorrió con alguna que otra tortilla.
Al quedar solo con María Elena, estaba un poco deslumbrado. El piso no respondía a lo que suele atribuirse a las bailarinas, menos aún a las flamencas: recordaba, por lo blanco de las paredes, por el ajuar, más una cueva de gitanos que un piso. El instinto de María Elena le había llevado a elegir los muebles y la decoración entre los que había vivido siempre, con barro y bronce. La misma cama no parecía de ciudad, menos de bailarina. Era un lugar en el que se estaba bien, a pesar de su inicial modestia: más adelante se enriqueció, pero siempre con tino y con esa cautela que parecía ser el rasgo más eficaz del carácter de María Elena. Se había comprado, eso sí, un gramófono: lo puso en marcha con unas bulerías, y me preguntó si quería que bailase para mí. «No para divertirte, mi alma, sino para que me estudies y me juzgues.» Bailó, y su baile ascendió de la marina a la sierra, de la alegría al drama. Lo mismo que en el tablao, más depurado ya, aunque acaso en lo técnico más que en lo estético. Cuando se cansó, se sentó frente a mí. «Ahora dime algo.» Le hablé largo, a mi manera, y con bastante claridad, creo yo, porque sólo un par de veces me interrumpió para pedir precisiones: era como una esponja capaz de contener cantidades incalculables de ideas y de imágenes que atañesen al baile. No sé si en otros menesteres intelectuales sería tan delicada y penetrante su intuición, pero, de su danza, poseía el secreto y yo no le enseñaba nada, le ayudaba a ver claro lo que tenía dentro. Más de una vez se levantó, puso música de guitarra y ensayó una nueva versión de alguno de sus movimientos. «¿Así?» Y al mismo tiempo parecía entusiasmarse con su propia fe en mis palabras. Hasta que de pronto estiró los brazos, «¡Se acabó!». Se quitó los faralaes y me llevó a la cama. No sé en qué momento me dijo: «Te quiero más de lo que es menester para casarse; pero mucho que te ame, sé que no te sería fiel. Ésa es mi servidumbre a la vida, no debe parecerte mal.» No me preguntó jamás si la quería, quizá porque se diese cuenta de que todo mi entusiasmo por ella nacía de la amistad y de la admiración. No es imposible que eso de amar me esté negado: de amar como yo creo que debe amarse, como mostró amarme ella.
María Elena queda lejos. No sé hasta qué punto habré idealizado su persona, no sé si habré llegado a mitificarla en mi corazón y en mi mente. Si me limitase a decir que dormí con ella, diría una verdad a medias. Tampoco sería muy preciso si hablase de fiestas de amor, o de estallidos de erotismo. El consejo de las palabras exactas no vale en este caso, porque las palabras exactas no establecen con la necesaria pulcritud la diferencia entre un amor cargado de erotismo y la pornografía: es una cuestión de sentido que no consta en la descripción objetiva. Las palabras exactas de lo que sucedió aquella noche, de lo que se repitió otras (aunque sólo en cierto modo), podría tomarse como una descripción bastante petulante, dadas ciertas circunstancias, y esto, sobre todo, sería traicionar la profunda verdad de lo que acontecía. No sé si a partir de entonces, y asombrado del entusiasmo de María Elena, adopté un papel harto pasivo, y no porque yo tienda a la pasividad, sino por haberme dado cuenta de que su modo de amar, que entonces no entendía y que ahora me cuesta trabajo explicar con palabras, se desplegaba mejor así, hasta el último suspiro, hasta el temblor más tenue. Tengo oído contar (y no lo he visto nunca) que ciertos refinados de sexo sin amor se ejercen en el placer envueltos en espumas suaves, no sé si de jabón o de otras humedades. Esa imagen del hombre envuelto en suavidad mojada, me sirve de parangón para de alguna manera medianamente comprensible decir que me sentí como envuelto en algo tan delicado como la espuma misma, caricias, palabras, besos, algo total y penetrante que trasciende la mera sensualidad y que, en mi caso, me situó en los umbrales mismos de esa paz del pecado a que ella me encaminaba. En los umbrales, entiéndase, no en el meollo de la paz en que ella estaba instalada, pues lo que hacía era pacífico y tranquilo, era como los trámites de un todo que encuentran su sentido en el todo mismo. No es tan profunda mi persona que haya logrado acompañarla en su sosiego, aunque aquella noche me haya sido dado contemplarlo en el cuerpo apaciguado de María Elena, que por primera vez, como siempre después, acabó dejando que su cabeza reposase en mi pecho, y durmiéndose. En alguna ocasión, ya no recuerdo cuándo ni es indispensable para el caso, me dijo: «Esto que me sucede contigo debe de ser lo que llamamos amor, porque no se parece en nada a lo que me pasa con otros. Cuestión de diferencias que no entiendo, pero que siento. A lo mejor tú me lo sabes explicar.» Claro que intenté hacerlo, pero no estoy seguro de haberla convencido. Ciertas plenitudes femeninas nos están vedadas a los hombres: sólo podemos contemplarlas y envidiarlas.
¿Alguna vez, Cynthia, llegarás a leer estas páginas? No lo espero ni creo desearlo. Han pasado muchos años desde que murió María Elena. Entonces, ya no estabas conmigo. ¿Será exacto decir que me habías abandonado? Creo que sí: me habías abandonado por otro, así, sencillamente: aquel poeta certificado y público: no, como yo, anónimo y secreto. Uno que, además, tenía un empleo en Hacienda y colaboraba asiduamente en la revista de Júpiter Tonante. Se llamaba Federico, como el otro, como el grande (me refiero, como es obvio, al de Prusia), y tenía una extraña virtud que no me revelaste en nuestra última entrevista, pero que llegué a saber por confidencia de una muchacha a la que también había puesto los puntos antes que a ti, pero que, a diferencia de ti, sabía más de hombres y, sobre todo, no se dejaba embaucar. ¡Ya ves, perdió, la pobre, la ocasión de casarse! Me contó que Federico disponía de un impresionante repertorio de citas de todos los poetas del mundo, aplicables a las diversas situaciones amorosas y al conjunto y a las partes del cuerpo de una mujer: citas precisas, más útiles que eruditas, que usaba en el momento oportuno con la entonación adecuada. ¡Ay, aquella entonación de Federico! Tenía la voz pastosa, y cuando traía a cuento cualquier salacidad romana (pongamos por caso), su voz acariciaba y se metía por los entresijos. Las citas de Federico, dichas con aquella voz, te hicieron desear el placer: por eso lo encontraste. A mí no se me ocurrió ese truco. Además, no guardo tantas citas en mi recuerdo. Te imagino, Cynthia, deslumbrada al oír que el piropo a tus pechos lo firma un poeta hindú, o acaso, por ser más conocido, Salomón, si bien no me avergüenza admitir que la cita de Salomón, por estar al alcance de cualquiera, lo hubiera estado también al mío. Cuanto te despediste de mí, más exacto sería decir cuando me despediste, la gran razón aducida fue que en brazos de otro hombre habías alcanzado lo que yo no supiera darte. ¡Qué tranquilo quedé, qué reconciliado conmigo mismo! No mentías, Cynthia, aunque se te olvidó decir que yo lo había intentado en todas las ocasiones en que me fue dado hacerlo: con intención pedagógica, lo admito. Tuve muy mala suerte, pero tal vez la tuya haya sido mejor. No volví a verte, alguien me dijo que eras bastante feliz con Federico; que habías hecho oposiciones y que, con dos sueldos que ganabais, vivíais bastante bien, legítimamente casados, con salón para recibir a los colegas en el negocio del verso: un salón donde eres la musa. También llegó a mis oídos, aunque no sé si será cierto, que aprendiste casi todo el fichero de tu marido y que citas a los poetas en cualquier ocasión, aunque, según mi informadora, porque fue una mujer, sueles equivocarte, sobre todo en las firmas. ¡Qué gente, verdad! Si la cita es bonita, ¿qué más da que la firme Cocteau que Valery? Lo importante es que pertenezca a uno de ellos o que, al menos, lo parezca.
Aquella tarde de nuestra despedida, tú innecesariamente seria, yo sin saber si reír o llorar, se fraguaba un crepúsculo otoñal, de colores dorados; el ceño adusto te quitaba belleza, y en la cafetería, vacía a aquellas horas (la gente se había marchado al cine), el aire estaba quieto y silencioso. Entonces apareció en mi interior Pereira (o Pereyra) con algo de gato agazapado que espera para dar el salto. Es su costumbre presentarse así, felino y súbito, y huir también. Mis relaciones con ese personaje habían adelantado bastante, y acaso mejorado: el proceso completo de su instalación en mí aconteció a tu lado, y aunque yo me había propuesto explicártelo con aquello del espacio redondo iluminado y las fieras al acecho, tú no te enteraste jamás. Hubo uno, sobre todo, más insistente que los otros, este al que me refiero, Néstor Pereyra, al que más urgía abandonar las sombras, constituirse en figura y persona, recibir un nombre y vivir. El cómo lo haría aún no estaba estipulado, ni siquiera nos lo habíamos planteado; pero yo sospeché que a mi costa, y, como si dijéramos, por mi interposición y con mi colaboración; por ejemplo, yo sentía en lo más oscuro de mi persona cómo alguien me arrancaba, a dentelladas, pedazos de mí mismo, pedazos olvidados o de segunda mano, pedazos desdeñados, como quien aprovecha material de derribo: con ellos se construía, como puede construirse un muñeco con pedazos de otro, o quizás acaso como se va formando al niño con la sustancia de la madre. Me robaba retazos de mi vida, no cualesquiera, sino relacionados entre sí, coherentes, pensados, imaginados o deseados por el mismo motivo, aunque yo a veces, al darme cuenta del proceso y de su irremediabilidad, haya proyectado vengarme cediéndole de buena gana fragmentos incongruentes, o nacidos de otro deseo: así, acaso, su nariz. En todo caso, se trataba de una especie de hermano siamés, aunque tardío, con el que compartir buena parte del pasado y de la historia. Yo creo que así como el germen de la criatura prefigura una forma, y quién sabe si un destino, el de Pereyra también venía cargado al menos de un carácter y un propósito. No le faltaba más que hablar para ser un personaje literario, pero así como éstos, si no se ponen en palabras, no son más que meros sueños, este Pereira se ofrecía a mi conciencia con los caracteres de una persona viva, que si aún no hablaba acabó sin embargo por hablarme, con una voz, por cierto, que no me hacía feliz: algo metálica y retórica (pero él no tuvo la culpa de que me disgusten las trompas). Conforme lo contemplaba, iba reconociendo los materiales de que se había constituido él a sí mismo, sin mi intervención y contra mi voluntad, como un centro de atracción que, al girar vertiginosamente, atrajese los átomos integradores de la figura. Antes de ser quien fue y de presentarse, anduvo a mi alrededor como ese que se esconde en las sombras, que ya no está cuando llegas, que espera a que no estés para llegar: lo revela un suspiro, un jadeo, un mueble que se cae. Lo que más me aterró fue ver realizados en él, actuales, muchos de mis antiguos anhelos, figura que yo repudiara, no por imposible, sino por incompatible con lo que yo consideraba mi personal figura invariable. Quiero insistir principalmente en dos de sus circunstancias, por considerar que en la persona de este personaje pesaban más de lo que yo hubiera previsto, de haberlo reconocido como parte de mí. Una era el modo de vestir. Hubo unos años en mi primera juventud en que me habría gustado portarme como un dandy y ser reconocido, no como un muchacho de talento, sino por su elegancia. La vehemencia con que lo tomé partió de mi reposición del modo de vestir de Julián, el presumido de la pandilla, el currutaco, con cuyas corbatas aparatosas me hallé siempre en desacuerdo, unas corbatas que desasosegaban. Lo hubiera superado, estoy seguro, al Julián, pero yo no tenía dinero, y siempre me quedó el deseo, ahogado, aplazado, de vestir bien. Fue una de esas épocas en que la literatura influye en la conducta y en las apetencias algo más de lo debido, en que se la hace vida al hacerla biografía. Afortunadamente me di cuenta a tiempo de que aquello no era lo mío, por mucho que lo desease, o como recurso por no poder realizarlo, y de la vieja aspiración a la elegancia en el porte me quedó el mero propósito de vestir dignamente, de no llamar la atención. Pues este personaje, que resultó llamarse Néstor Pereira, como ya vengo llamándole (él se empeñaba en escribirlo con y griega, Pereyra, quizá por influencia de Cynthia), se me presentaba en cada ocasión vestido de una manera más o menos exquisita, con gran variación de cortes, todo cuidado y en armonía, con la particularidad de que, entre los colores tolerados aquellos tiempos, prefería los de la escuela veneciana a los propuestos por los figurinistas ingleses, a los que, sin embargo, no despreciaba. Apareciendo, como lo hizo, en los tiempos de mi peor penuria (aunque quizá le deba mi mejor suerte posterior), sus consejos o sus instancias para que yo vistiera mirándome en su espejo, resultaban moderadamente patéticos, pues si bien comprendía mis dificultades para encargarle una chaqueta al sastre, no dejaba de deplorarlo como una personal y compartida catástrofe, ya que su indispensable identificación conmigo, si quería actuar en la realidad como era su aspiración, tropezaba con graves inconvenientes de atuendo. Como que llegó en su impertinencia a convertir en tema de poesía tales carencias suntuarias: la he perdido con sus versos, pero recuerdo la existencia, aunque no el texto, entre grotesca y patética, de una Elegía al completo (que él llamaba asimismo terno) inalcanzable por razones de acercamiento a la miseria, al menos ciertos miércoles, como ya tengo dicho. No creo que nadie (es un decir) se haya sentido más feliz, sólo por el hecho de sentirse él mismo por vez primera, que la ocasión en que pude hacerme un traje a gusto de Pereyra. ¡Ah, fue tan grande su gozo que no tuve más remedio que invitarle a comer!
Esto de lo que quiero hablar en segundo término es de más entidad, aunque menos quisquilloso, y por mucha importancia que se le quiera conceder a un traje que sienta bien, no cabe duda de que el hecho de escribir novelas le excede en ciertos aspectos, y no quiero exagerar, al menos por mantener con Pereira (Pereyra) las mejores relaciones posibles: pero como la afición a vestir bien y la necesidad de escribir novelas coincidían en su persona, de modo evidentemente indiferenciado y como si dijéramos inseparable, con un curioso sistema interno de dependencias mutuas y correlativas, del orden de la reciprocidad irracional de ser al mismo tiempo causa y efecto, tanto una cosa como la otra, o la había heredado de mí, o me la había robado. Creo ser justo si me refiero a esa última afición (que también denominé necesidad) como cosa mía, o que lo fue al menos, tle manera bastante intensa, durante determinados años, precisamente aquellos en que mi facilidad para inventar historias me hacía creer que por ese camino, por el de la narración ficticia, se llegaba a ese fondo al que quería llegar, o quizás a esas alturas. Aunque parezca reiteración, conviene recordar que ni aquello a que aspiraba estaba lo suficientemente claro, ni que algunos de los muchos vericuetos que hasta tan altos soles podían conducirme quedasen definitivamente descartados. También es cierto que ni entonces ni durante bastante tiempo después llegué a darme cuenta de que, por cada uno de ellos, de esos vericuetos quiero decir, ascendía a trancas y barrancas una personalidad distinta, desprendida como todas ellas de su persona común, autónoma de mí. Me hubiera reído de mí mismo, de haber llegado a la conclusión de que, para ser todo aquello a lo que oscura y sobre todo confusamente aspiraba, tenía que escindirme: no roto, sino desdoblado o multiplicado, como en un juego de espejos; y no porque el ejercicio sucesivo de la lírica, la dramática y la épica exija por necesidad tres poetas distintos, sino porque la lírica, la dramática y épica que proyectaba no correspondían, no podían corresponder, a la actividad unitaria del mismo hombre, contradictorias entre sí, inconciliables, que en cada uno de aquellos fantasmas se iba poco a poco perfilando. Aquí radica el busilis del caso, aquí lo que no llegué a entender cuando, al mismo tiempo y con mucha frecuencia superpuestos, planeaba novelas y dramas y escribía tremendos poemas anarquistas, en cada uno de los cuales se escondía la dinamita imprescindible para volar un mundo que estaba mal, o, por lo menos, la parte de este mundo que quedaba más a mano y cuyas imperfecciones me tocaban más de cerca: me refiero como es posible adivinar, aunque no demasiado fácil, al mundo imaginado de mis narraciones, al que mis dramas ponían en solfa trágica (en mi mundo narrativo había dioses) y a cuyas injusticias ridículas aplicaban mis poemas la justicia de la destrucción total. No obstante, los mundos que imaginaba eran irreprochables. Me ayudó a ver claro finalmente, el hecho de que no estuviera nada escrito, sino sólo planeado, lo que también me permitió olvidar con desdén lo que no había sido más que sueño.
En los primeros tiempos de su presencia, me refiero a Pereira (Pereyra), aun sin figura, mera voz interior, a veces sólo imagen fugaz y bastante inconcreta, se trató principalmente de las cuestiones de atuendo, como dije: disputas bastantes prolongadas e inútiles, aunque transcurriendo entre personajes casi abstractos —yo mismo me abstraía de mí mismo—, acerca de la actualidad y de la oportunidad del dandismo y de su conveniencia o de sus inconvenientes, habida cuenta sobre todo del momento de general ordinariez que atravesaba el país y la tendencia aconsejada a la uniformidad e incluso al uniforme. Llegué a asegurar a Pereira (Pereyra) que una elegancia demasiado notoria podía considerarse, en algunos despachos con poder de decisión, como muestra de hostilidad política, y crearme dificultades y engorros con la Policía y quién sabe si con los paredones. «Admito», le retruqué cierta vez, «que no te disgustaría llegar al momento final con la elegancia del conde de Belascoaín; pero, aparte de que tu muerte no sería tan popular ni tan sentida, se da la curiosa e inevitable circunstancia de que me fusilarían a mí». Esta evidencia creo que le llegó al corazón, como que se iría conmigo a la muerte sin haber sido más que esbozo de personaje, mera y frustrada vocación de ser, y no volvió a insistir. Pero la otra cuestión, la de las novelas que podía escribir si le prestaba mis manos y mis palabras, aunque yo me negase a hablar de ella y la repudiase, él aprovechaba los momentos de debilidad o de cansancio mental para volver a la carga e intentar una vez más convencerme. Recuerdo que, en cierta ocasión, los pagos de la ventanilla se habían retrasado tanto que ni estirando las pocas perras que me quedaban podía comer lo suficiente para tenerme en pie y mantener con Néstor el mínimo diálogo interno. En esos casos, mi moral de mendigo transitorio y secreto saltaba por encima de mi orgullo, y acababa por recurrir a María Elena. No sé, Pereira (Pereyra), sí lo recordarás, pues aunque ibas indefectiblemente conmigo, no te manifestaste hasta un tiempo más tarde, cuando el hambre estaba ya saciada. Fui al teatro donde María Elena trabajaba, la esperé a la salida. Ella me adivinó, más que verme, en las sombras; despidió a quien la acompañaba, y, después de darme un beso fuerte, me metió en un taxi y me llevó a «Casa Paco», que no cerraba hasta tarde, y pidió para mí todo lo que mi cuerpo requería en cuanto a proteínas, grasas e hidratos de carbono, con la suficiente cantidad de alcohol y un complemento de fructosas y sacarosas aconsejable para el buen equilibrio mental y sobre todo para mi rápida, indispensable y a veces aparatosa recuperación. Tú, Pereira (Pereyra), como siempre que el hambre asomaba su siniestro hocico, de perro o de chacal, no lo sé bien no comparecías, y no es imposible que por esa razón yo le estuviese agradecido al hambre, que te mantenía en la sombra, aunque amenaza tímida. María Elena me llevó después al café, a aquél donde Júpiter Tonante pontificaba ante un corro de dioses y de diosas de jerarquía media, o quizá sencillamente mediocre, coro a la vez que corro, asombrados de la facundia poética, del patente ingeniero y de la temida mala lengua del Dios Mayor, cuya sonrisa ácida parecía rodear y casi justificar su divinal barriga: el cual dios, al ver llegar a María Elena, echó a alguien de su lado, una diosecilla tirando a gruesa, en cuyos poemas se expresaba de todas las maneras posibles su necesidad de contar con un «hombre» entre las piernas: el mismo siempre o varios sucesivos, esto no solía especificarlo; la arrojó de su lado, digo, para que la bailarina le ayudase a presidir, cosa en realidad innecesaria, ya que María Elena presidía donde estuviese, desde el rincón más remoto, desde el mero pensamiento, desde su recuerdo. María Elena admitió la invitación, pero, a su vez desplazó a un diosecillo muy peripuesto, de sexualidad más bien incierta, para que yo me sentase a su lado, y esta operación, que ya se repetía, no era del agrado de Júpiter Tonante, quien no sentía por mi la menor simpatía, aunque lo disimulase, probablemente por no molestar a María Elena o para no provocar su lengua andaluza imprevisible: «Del ingenio de esta analfabeta, hay que andar precavido.» Recuerdo que aquella noche Dios Mayor informaba al corro de contertulios acerca de un poeta inglés escasamente conocido aquí y de sus méritos: me di cuenta de que repetía el contenido de un trabajo aparecido en una revista francesa de las que entraban de contrabando y casualmente había caído en mis manos. Cuando terminó, le pedí permiso para recitar un poema del poeta de marras, me lo concedió a regañadientes, aunque con cierto estupor, y yo, que desconocía al tal poeta, recité unos versos de un clásico que supuse fundadamente ignorado de todos. «Y usted, ¿cómo hace para informarse?» «¡Tengo mis relaciones!» El poeta de que se estaba tratando era un autor de un poemario contra los triunfadores de la guerra de España. Dos días después recibí en mi pensión la visita de la Policía, que registró mi habitación con escándalo y al mismo tiempo con admiración (o quizá más bien incomprensión admirativa) de mi patrona. Se fueron porque allí no había ningún poeta inglés y pocos en castellano.
Cuando se deshizo la tertulia, María Elena me pidió que la acompañase: necesitaba que conociese y juzgase ciertas novedades de su danza que le había enseñado una gitana vieja. Pusimos el gramófono. Bailó sobre la alfombra. Le aconsejé unas mínimas modificaciones, y allí mismo las ensayó. Después llamó a la criada, le pidió de beber y le mandó que se acostase. En el salón de María Elena había algunas novedades suntuarias, cachivaches comprados en sus viajes, alguna alfombra, unas ánforas: triángulos, exágonos, círculos de misterio. Hacía más de un mes que no nos habíamos visto: me contó lo que le sucediera, y que le proponían un contrato en Nueva York y otro en Londres. El viaje a Nueva York le daba miedo porque no se lo aconsejaban las cartas; no veía en ellas, en cambio, dificultades para el viaje a Londres. Le advertí que los stukas alemanes quedaban más cerca de cualquier avión encaminado a Inglaterra que del Clipper de Nueva York: siendo así además que los Estados Unidos no estaban aún en guerra. «Pues lo vamos a ver.» Sacó el mazo de cartas, las barajó: «corta tú ahora.» Lo desplegó sobre la mesa, lo combinó, lo leyó, se abstrajo en la consulta al Destino, como si su ser entero se embebiera en una mirada de las que sobrepasan al misterio. «Pues, ya ves, para lo de Londres no me anuncian peligro.» El contrato que le ofrecían incluía un seguro de un millón de pesetas, ni más ni menos, cantidad en aquel tiempo verdaderamente ilusoria, que, en caso de muerte o desaparición (esto quedaba muy claro) le sería pagado a quien ella designase. «Pues, mira, tengo ganas de bailar en Londres. Tiene que ser maravilloso, con tanta niebla y tanto bombardeo. Quieren que baile para los soldados, pero no sé por qué me parece que también bailaré para ese señor del puro. ¿No te parece de buen corazón hacerlo? Los pobres casi no ven el sol.» Voló a Londres, algún tiempo después, en el mismo avión que Leslie Howard.
Alguna de aquellas noches, vaya usted a saber cuál, cuando ya su cabeza dormía sobre mi pecho, apareciste tú, Pereira, Néstor Pereyra: resplandecía la y griega, la y espúrea de tu apellido. Apareciste por primera vez con tu figura entera, como volví a verte siempre, una figura que no coincidía con la mía, pero que se le parecía en el aire y que de ella acaba de surgir: como si tus átomos y tu biografía estuviesen disueltos en mi cuerpo y en mi historia, y, de repente, a la llamada como una orden de trompeta, salieras fuera de mí y te constituyeses en silueta humana con voz y con pasado, Néstor Pereyra, y griega espúrea en el apellido: apareciste fuera de mí, sentado en aquel sillón tan cómodo, al lado del tocador de María Elena, donde yo solía desayunar mientras ella se vestía y acicalaba. Insisto en que no me importa que tu voz suene como la trompa de un concierto para trompa y orquesta, así de petulante y de sedante, pero insisto también en que no me hace feliz. Si la hubiera oído María Elena, te habría buscado al despertar, al no encontrarte, y yo tendría que explicarle la vieja historia, que seguramente no podría comprender, únicamente porque la experiencia de sí misma, compacta, sin fisuras, unánime como un buen velero, la alejaba notablemente de aquel mundo de las multiplicidades presente e imperioso en mi condición de «géminis», ante la que ella confesaba su ceguera. «Lo entiendo todo, cristiano, menos que cada uno sea su propio gemelo.» ¿Qué hubiera dicho o pensado si yo le declarase que, no sólo tenía en ti un dúplice, o al menos candidato, sino que, más allá de los límites de mi conciencia, amenazaban con manifestarse a la menor ocasión, dos o tres más de tu misma ralea? Hubiera sido demasiado para la simplicidad con que María Elena concebía el mundo de los hombres y de las mujeres, no mucho más allá de la danza, el amor y el inevitable dinero, con las mezclas y combinaciones estadísticamente posibles de estos tres ingredientes. Por fortuna, ella dormía cuando tú apareciste, y como nuestro diálogo transcurrió de mente a mente, permaneció dormida. No recuerdo si fuiste tú quien dijo «Ya estoy aquí», o fui yo quien exclamó, o preguntó, o ambas cosas a la vez, «¿Ya estás ahí?»
Te vi con esa facha que después me obligaste a remedar: todo pituco, con el sombrero en el regazo y golpeando con el bastón en la punta de los zapatos: el izquierdo primero que el derecho, si bien, pasados algunos golpes, cambiases el orden y golpeases el derecho primero que el izquierdo. Y esa sonrisa de superioridad que tardé algún tiempo en destruir, bajo la que me tuviste, más que dominado, sumiso, hasta que descubrí su artificiosidad, cosa que te habías encasquetado como otras muchas que a lo mejor irán saliendo. Llevabas una flor impertinente en el ojal de la solapa, un clavel extemporáneo, de los mezclados, rojas estrías sobre pétalos blancos; no sé por qué esa afición a los híbridos, siendo mejor el blanco o el encarnado absolutos. Llevabas una corbata a rayas, más o menos del mismo estilo que las mías, en eso siempre anduvimos de acuerdo, menos mal: estar de acuerdo en materia de corbatas es importante para fundamentar la amistad entre dos hombres, o, por lo menos, unas relaciones estables, ya que el resto de nuestros mundos se contraponía. Debo decirte que, en general, todo me pareció bien, si se exceptúa la sonrisa, una sonrisa absolutamente literaria, que es lo peor que puede sucederle a una sonrisa. Tú debías saberlo, Néstor Pereyra, tú, tan bien informado, tan penetrado de literatura, como que nunca has sabido ni has sido más que eso. Podías ver, si lo querías, en aquel mismo momento, la sonrisa de María Elena: hubiera encendido una luz para que la vieras, y te habría explicado que sólo esa sonrisa es tolerable, le venía de su sosiego interior, de la paz consigo misma: sobre esa paz acostaba sus sueños, hondos, compactos, sin imágenes: estoy seguro de que su mente dormía limpia de ensueños, de que era como una totalidad, biología nada más: la paz tremenda del pecado le alcanzaba a su fantasía onírica, la hacía dormir también. Su sonrisa no flotaba encima de sus labios, sino que salía de ellos como sale una flor de la tierra, era la sonrisa de la vida que descansa. Te lo dije aquella vez, te lo comuniqué de mente a mente, como acabo de decir, y tú lo discutiste, tú no eras capaz de comprender a María Elena en ese fondo elemental y puro, toda naturalidad, su sonrisa fluyendo de la sangre misma que dormía. Tú estás constituido de lo peor de mí, Néstor Pereyra (¿Pereira?), no eres más que un intelectual recalcitrante, incapaz de comprender que, por debajo o por encima de cualquier sistema de razones (tú parecías exigírmelas), hubiera una, inexplicable, en virtud de cuyo misterio, llámalo así, si quieres, yo estuviera en aquel momento al lado de María Elena, sintiera junto a las mías sus piernas desnudas y quietas, sus piernas reposando vivas, hasta ese punto cercanas que, de ser capaz de abstraerme de ti y de la oscuridad sonora, podría sentir el vaivén de su sangre.
Me preguntabas. ¿Por qué me preguntabas? Me envolvías con tus preguntas inteligentes, tus preguntas con intención de bisturíes, como si quisieras diseccionarme en mi propia presencia para que yo pudiera contemplar el escasamente grato tejido de mi vida moral. ¿Y por qué? ¿Acaso eras tú irreprochable? ¿O es que tu pretensión, a juzgar por la naturaleza de tus preguntas, tu interés en hurgar en mis intimidades, o tenía otro fin que poderme decir al final: «¿De acuerdo en que somos iguales?» No del todo, Néstor Pereyra: escasamente. Todavía hoy, cuando acudes a mi recuerdo, me aferró a lo que en mí queda de poeta, si queda algo: de poeta irracional que escribe no sabe bien por qué ni para qué; que escribe porque le sale de dentro, como le salían el baile y el amor a María Elena. ¿Te bastaría saber que, por lo menos en eso, me sentía semejante? Sí, reconozco que mi sonrisa no fue jamás tan leve y honda como aquella que yo tenía al alcance de mis labios, la noche, ya no sé cual, olvidada la tengo, en que te presentaste a mí entero verdadero, con el nombre, el sombrero y el bastón. «Soy Néstor Pereyra. ¿No me recuerdas?» (la y griega casi visible) Y añadiste unos momentos después (a lo mejor sólo fue unas horas): «Vengo para que me ayudes a escribir una novela.»
Bien. De acuerdo. A escribir una novela: esto es sobre lo que tenemos que discutir, nuestras relaciones deben limitarse a esto; pero tú, tras haber anunciado tu propósito con cierta displicencia, no volviste a mentarlo, parecías obsesionado por el hecho indudable de haber aparecido en aquella ocasión en que María Elena dormía, sin soñar, a mi vera (es frase de ella), con la cabeza entre mi brazo y mi pecho, mis labios rozaban el cabello, y tú en aquella silla, una pierna montada, el bastón dale que tienes, ahora golpea en la punta del zapato, ahora se columpia en el aire, mientras tu otra mano acompaña un razonamiento que no lo es, unas preguntas que no son curiosidad y unos deseos que no se manifiestan, que se insinúan, que acaban declarándose. ¿Por qué, de pronto, te encuentro cercano a mí, por qué tu cara es tan próxima, por qué se agranda hasta ocupar entero el espacio infinito de mi mente? ¿Sabes que te cambió la cara, que durante un momento no era la tuya? Toda ella se había estirado, crecía la distancia entre los ojos y la frente, entre la boca y la nariz, todo un mundo mediaba entre la frente y el mentón, y así, como vista por una lupa incalculable, lo que se traslucían eran mis rasgos, fíjale tú, mis propios rasgos, gigantescos: pudieran ser imágenes del sueño, saberes que a veces las acompañan, convicciones injustificadas, aunque ciertas. Pero yo estaba despierto.
Así fue como empezaste a invadirme, primera vez que tomaste posesión de mí, que dejé de ser yo para ser Néstor Pereyra, pero no enteramente, si usé la palabra «entera» fue arrastrado por algún hábito verbal: no del todo, quiero decir, porque en algún rincón de mí mismo me agazapaba, con mi cabal conciencia, capaz de responderte, de entenderte también, puesto que estabas dentro y veía surgir tus pensamientos, sentía cómo desalojaban a los míos, cómo los rechazaban hasta un lugar desconocido y limítrofe, y, sobre todo y con horror, cómo querías por mí y cómo mi cuerpo obedecía a tus deseos, tus sensaciones en lugar de las mías, no era ya mi pierna la que escuchaba la sangre de María Elena. Ni fue tampoco mi mano la que la acarició desvergonzada, hasta que la despertó. Abrió los ojos en la oscuridad. Ella nos preguntó dulcemente: «¿Por qué me despiertas?», y tú le respondiste con mi boca con un beso agresivo. Ella no supo aún que era yo, sino después, adivinado: antes de dormir su paz, tras haber tú satisfecho aquella curiosidad de gozar a lo vivo del amor de María Elena, nos dijo: «Esta vez no me has parecido el de siempre» su sencillez no le permite imaginar las suplantaciones sufridas por su cuerpo, ni que te hubieras valido del mío para catar el sabor del suyo. ¡Mal hecho, Néstor Pereyra! No has podido olvidarlo. A veces, cuando despiertas de ese sueño remoto en que te has sumido, cuando tu voz me anuncia tu presencia, siempre me habla de aquel momento que, además, fue el último. Después te fuiste alejando, te desprendiste como una niebla que se levanta de un prado, que se columpia con pereza y cambia de color.
Recobraste el bastón y la corbata aquella, azul y plata, a franjas diagonales; y te alejaste hasta rozar la silla, pero sin sentarte otra vez. «¿Por qué dijo esa tontería de que no le habías parecido el de siempre?» Es muy sencillo, Néstor: porque no eras el de siempre. Aquellas palabras de veracidad palmaria quizá te hayan convencido de lo increíble de tu naturaleza, de lo dudosa. ¿Un sueño organizado? ¿Una persona sin cuerpo, habitante del mío como se habita una casa por temporadas?
«Lo mejor será que hablemos de esa ficción, Uxío.» No lo dijiste aquella misma noche, sino otra cualquiera, o acaso no haya sido una noche, sino un momento indeterminado de cualquier tarde, olvidado al menos, de los muchos en que transcurrió nuestra compañía, los atardeceres con sol dorado o con lluvia fina te eran propicios; a mi lado cuando quería estar solo, entrometido cuando acompañaba a Cynthia o esperaba a María Elena, ausente y sordo a mis requerimientos si un dolor o una angustia reclamaban una voz a mi lado. Reconozco la excelencia de tu colaboración literaria, no discuto tu talento, Néstor Pereyra, pero como amigo no eres de los excelentes, siempre riéndote de mí, carajo, como si fueras perfecto. Si yo algún día decidiera desdoblarme en poesía y sarcasmo, esto lo serías tú, pero, entiéndeme bien, no sólo te reías de mis poemas, por los que jamás te interesaste, sino de mis camisas, de mi manera de andar o de mi modo de amar. «¿Por qué besas a Cynthia en el cogote y a María Elena en el cabello? ¿Por qué no besas a Cynthia en el cabello y a María Elena en el cogote?» ¡Oh, sublime ignorante! Podía responderte que porque me daba la gana o porque no me la daba, pero la respuesta adecuada tendría una relación más directa con mi experiencia en los lugares donde se debe besar. Aunque, entendámonos, en cuanto personaje, no quedas mal; si te hubiera inventado, no me habrías salido más redondo, ningún crítico realista hallaría peros que ponerte, Néstor Pereyra, todo un carácter, no de los sostenidos, sino de los variables e incluso contradictorios, lógico en sus incoherencias y en sus arbitrariedades. «¿Por qué no nos marchamos a Nueva York, Uxío Preto? Con lo que sabemos de literatura bien podríamos ganarnos la vida y habitar en la cima de un rascacielos, mira qué importantes, la ciudad más grande del mundo a nuestros pies, y yo haciendo equilibrios en una barandilla del piso ochenta y siete. Nueva York tiene que ser en este momento la última ciudad tolerable del planeta, con París ocupado por los alemanes, Londres bombardeado y Roma repartida entre el Papa y Mussolini. Dirás quizá que Buenos Aires, pero Buenos Aires queda lejos, y, además, no me gustan los tangos, quizá debo reconocerte que el viaje por mar me da más miedo que el salto en avión, fíjate tú, con los submarinos alemanes por un lado y el derecho de visita de los ingleses por otro. Los viajes por mar deben de ser una lata, como no sean los del Pacífico. Pero, ¿adónde vamos a ir que haya que navegar por el Pacífico? ¡Además, están los japoneses, oye, no lo recordaba ya, los japoneses en guerra, kamikazes y todo eso! Desengáñate, Uxío, Nueva York y nada más que Nueva York. Además, allí no existe la censura previa.» Y si te respondía que sí, que tenías razón, pero que sería difícil conseguir el visado para ti, me respondías lógicamente que tu carencia de corporeidad, eso que alguna vez definiste como escasez material, te eximía de cualquier trámite de aduana, qué gusto el de colarse, y que quien tenía que conseguir el visado, además del pasaporte y el permiso de salida, era yo, precisamente yo… Pero no te envanezcas. Tu perfección como personaje no llegó a tan alto grado de universidad que hayas constituido un ejemplo o una figura de esas que aparecen en cualquier catálogo de los grandes símbolos o los inmarcesibles arquetipos, Edipo o Hamlet, pues no pasaste en tu corta peripecia de mero autor de ficciones o, para ser más exacto, de una sola ficción, la que porque yo tuve en ella tanta parte como arte. Y todo lo demás, querido Néstor, no me hagas recordarlo.
Tenías talento, lo reconozco sin embargo: a elegante no me ganas, aunque al mismo tiempo debas admitirle como el único participante en esa fe en ti mismo, al menos por entonces, pues la publicación de nuestra novela provocó una rechifla general, aunque privada, a la que probablemente tendré alguna otra ocasión de referirme. Quizá no te importe ahora recordar aquella mañana en que María Elena embarcó en aquel avión para Londres. Yo la había acompañado al aeropuerto y tú compareciste, no sé si como un pájaro en mi hombro, o identificado con mi sobra. ¿Habrá sido tu naturaleza inmaterial lo que te permitió profetizar, contra todas las adivinaciones de María Elena, que aquel avión iba a ser bombardeado, o ametrallado, o cosa semejante, indispensable para hundirlo en las aguas o estrellado en la tierra? Que al fin y al cabo jamás se supo cuál de ambas suertes fue la suya, cuando en todo caso su destino hubiera sido el de perderse en las estrellas, que es lo que yo imagino a veces, para mi desconsuelo: María Elena y Leslie Howard en los espacios siderales, la Pimpinela Escarlata asombrada de un baile hecho de pena y de pecado; pero sé que me engaño a mí mismo. Me entristeciste con tus siniestros augurios, «No volverás a verla, Uxío, no la verás jamás», sin precisar las causas, aunque yo haya pensado inmediatamente en la catástrofe. No quise mirarte cuando me lo dijiste, pero adiviné tu sonrisa de hombre que conoce el Porvenir, el de La Suerte del Pajarito, o que es capaz de alterarlo, porque el destino estaba en las cartas de María Elena, que le aseguraban un viaje feliz. «¡No te entristezcas, cristiano! ¡Volveré!» Iba a bailar sus bailes delante de unos soldados pecadores y tristes y quién sabe si también delante de Churchill y de Montgomery: no se lo habían asegurado, pero sí dado por probable. Leslie Howard llevaba un traje claro, blanco a layas azules, según creo recordar, todavía estaba bueno el tiempo. Y ella le miró con interés, no te hagas el sorprendido, le gustaban los hombres guapos, y a Leslie Howard lo había visto alguna vez en el cine; por lo pronto lo habíamos visto junios, una larde que yo tenía dinero y ella descansaba, en que la llevé al cine y a cenar, y después, en vez de parar en la tertulia de Júpiter Tonante, nos fuimos por ahí, de callejeo, por barrios populares en una de cuyas plazoletas uno tocaba la guitarra y varias niñas bailaban. Pues ella se arrancó y lo hizo a la luz de la luna, en el medio de un corro de madres, de abuelas, de hijas y de algún que otro varón que fue saliendo de la tasca cuando se corrió que la María Elena estaba a bailar en la plaza. Le dio unos besos a las niñas, mientras la aplaudían, y una vieja me dijo: «¡Cuídela bien, que es la gracia de Dios!» Tenía que haberle impedido el viaje a Londres: allí mismo, en el aeropuerto, cuando tú insinuaste tu mal agüero, caray, Néstor Pereyra, no se puede abusar de las facultades excepcionales cuando se carece de un rostro en que llevar la bofetada.
Con el pretexto de que la peseta no se cotizaba en Londres, aquella peseta de papel sucio que a mí, sin embargo, me venía de perlas, me dejó lodo el dinero español que llevaba en el bolso, alrededor de ochocientas pesetas, o acaso unos duros más, no lo recuerdo bien, pero no alcanzaba las mil. Éramos ricos por unos días, cené en una tasca una cena sustanciosa, y después se te ocurrió que fuésemos al café, a la tertulia de Júpiter Tonante. La ocurrencia fue tuya, jamás mía. Tenías ganas de chafar o al menos de poner en tela de juicio su fabuloso saber, es el único que queda de los Grandes, los demás se fueron al exilio, pero, dentro de nada, los tendremos aquí otra vez. Mientras tanto, él los representa, es como su cónsul y su portavoz. Recibe cartas y las muestra en secreto: «gracias, querido amigo, por ese número de su revista que me ha enviado», le escribe don Jorge; y, don Pedro, otro acuse de recibo semejante. Cada vez que recibe una carta, y se sabe, el Júpiter Tonante resplandece, como cubierto por la sombra de los dioses. Después del incidente del poeta inglés ya sabíamos a qué atenernos respecto a sus saberes, y tú, irresponsable como cualquiera que carezca de cuerpo y de estatuto de ciudadano, el parvo estatuto de los ciudadanos de entonces, pretendías recrestarte, montarte si era posible, insensato, no comprendías que Júpiter Tonante podía dejarme sin mis colaboraciones anónimas en la radio y reducirnos a una miseria real, de inaniciones y muerte. Estaba la chica aquella que había visto en París La ópera de dos ochavos, acontecimiento que consideraba el más importante de su vida con un entusiasmo tan excluyente, que ya no parecía el acontecimiento máximo, sino el único, pues aunque se decía que Júpiter Tonante le concedía sus favores, como lo hacía con periodicidad y sin las garantías mínimas de una liaison estable (a lo que aspiraba con otras dos o tres que jamás habían visto L’opera de quat-sous), no puede decirse que fuese muy importante, de modo que si aquella noche estaba sentada junto al capo, era seguramente por mera casualidad, o acaso porque aquella tarde le había correspondido el turno de los beneficios celestes, lluvia de oro o rapto de berrendo: Júpiter la había cubierto en forma de ducha fría, quizá, mostrándose moderno, y todavía necesitaba mantenerse cercana al que le había elevado a estrella de transición. Y estaba también aquel muchacho a quien habían convencido de que, para ser buen poeta, tenía que hacerse maricón, o, por lo menos, pederasta, y él, como tardaba en decidirse, no hallaba quien le publicase sus poemas, que no eran malos, Néstor, recuérdalo: unos poemas de dolor y desorientación, el pobre chico había caído en un mundo que no era el suyo y en el que hacía el papel de ángel en el destierro y la persecución, porque era un chico guapo, recuérdalo, con esa cosa indecisa de los demasiado jóvenes, y se decía que Júpiter se lo quería pasar también por la piedra a cambio de publicarle algo: lo hacía a pelo y a pluma, se decía, Júpiter, y a aquél lo quería de Ganimedes, y a veces, para dar realidad al ensueño, le pedía que le pasara el agua, pero de esto no sabemos nada, la gente es muy mala, Néstor Pereyra, comidillas de café de escritores, que alcanzan con sus salpicaduras a las mismas divinidades. Pues aquella noche, durante unos minutos, todos nos escucharon: Júpiter Tonante me preguntó por María Elena, y yo le describí la llegada al aeropuerto, su encuentro con Leslie Howard, el despegue del avión, el adiós desde la portezuela. «¿De manera que viaja con ese inglés amariconado?» «¡Nadie puede decir que lo sea porque haya hecho un papel así!» Y Júpiter Tonante cambió de tercio rápido, lo cambió para preguntarme, en la cara, si yo me acostaba con María Elena. ¡Hasta tú te estremeciste de cólera en mi interior! «¡Pégale!», gritaste. Fíjate tú, pegarle. «Es usted la primera persona que me pregunta semejante impertinencia, y no tengo estudiada la respuesta.» Si él pegaba, yo pegaría pero no pegó. «No hace falta que me diga más, señor Preto. Si alguna vez se hubiera acostado con ella, lo proclamaría a voces, ¡pues ahí es nada, ese bombón, María Elena! Yo, que me acosté con ella, se lo puedo asegurar.» Entonces me atreví a responderle: «Estoy en condiciones de sostener que eso que dice usted es mentira.» Cómo se puso de rojo, el Dios Mayor, recuérdalo, Néstor Pereyra, y qué miedo me entró de momento, el miedo a quedarme sin trabajo, en la puñetera calle, el Júpiter Tonante tenía mucho poder quizás a causa de ser el que no había emigrado, el representante menor y ministro plenipotenciario de los otros grandes. Tenía tanto poder que me dejó en la calle, en efecto: aquellas miserables perras que nos daban en la radio, cada quincena, después de una cola humillante, quedé sin ellas, pero la ocasión de mi respuesta no se quedó en ridícula, sino que terminó en patética, porque alguien vino con la noticia de que el avión en que viajaba Leslie Howard se había perdido, y a Júpiter Tonante se le cayó la cara de vergüenza y se marchó hosco, en silencio, sin cortejo. Nos fuimos todos, sin comentarios, no había nada que decir, el poeta invitado a ser marica también, salió conmigo, me acompañó durante unas cuantas calles y se despidió con un apretón de manos muy significativo y una cara muy triste. Hasta tú te entristeciste, tú, Néstor Pereyra, el impasible, con vocación de dandy inglés a la manera de Ramalho Ortigao, como que llegaste a proponerme que me pusiera monóculo. Pues te pusiste triste e intentaste consolarme. Gracias.
Tú, mejor que nadie; tú, desde más cerca que nadie, pudiste ver lo extrañas que son las cosas, qué tejemanejes se trae el destino, qué escasamente claro es, qué escasamente razonable. Nos había llegado con espanto la noticia de que, de las colaboraciones, nada, y ya habíamos empezado a pensar en un préstamo que nos permitiese regresar a Galicia y refugiarnos en mi casa destartalada; incluso, Néstor Pereyra, habías planeado un nuevo modo de vida, grandes quejas contra la suerte deificada, voces van, voces vienen por las grandes estancias vacías, muchas veces barridas por el viento que entra por los cristales rotos, por las ventanas desvencijadas. ¡Hay que ver, Néstor Pereyra, qué facilidad de adaptación la tuya! Porque, aunque hubiéramos podido regresar a mi casa, y aunque nos hubiéramos instalado allí, la cuestión del sustento no quedaba resuelta, Néstor Pereyra: ni patatas en el huerto baldío, ni un mal puerco en la corte ni una gallinas en el corral. Mientras tanto, imaginabas clamores shakesperianos ante un público de ratones que asomaban los hociquillos por las roturas del suelo. Yo ya había escrito cartas, dramáticos S.O.S lanzados a varios vientos, cuando llegó aquel papelito encerrado en un sobre azul, ya ves, ahora vendría mejor decir envelope que sobre, con membrete de una casa de seguros sita en un paseo céntrico. Con tu intuición, Néstor Pereyra, no adivinaste el mensaje, si de vida o de muerte, o bien de mero trámite trivial, y hasta me aconsejaste no acudir a la cita que se me daba, una mañana cualquiera, de once a una, en el domicilio social, despacho del señor Director. ¡Pues casi nadie y casi nada! «¿El señor Director?» El que pregunta es un sujeto indefinible, no llega a parecer mendigo, pero tampoco su aire es de caballero andante, si bien su rostro anuncia una clase de gente no habitual, ¿pues cómo no, Néstor Pereyra? La educación, la sangre, la cultura, impiden que a un escritor sin fortuna se le pueda confundir con cualquier pedigüeño. «Yo soy Uxío Preto. Me enviaron esta carta…» «¡Ah, sí, señor Preto! Haga el favor de esperar, si quiere, siéntese, no son más que unos segundos.» Total, que el señor Director de la empresa de seguros tenía que comunicarme la extraña (para nosotros) nueva de que María Elena me había designado como receptor del dinero en que su vida joven se había asegurado contra una muerte incierta, contra la desaparición garantizada. ¡Su cuerpo joven, que podía danzar en medio de los astros, valía un millón de pesetas! Bueno, algo menos, porque había que pagar unos impuestos; pero, en números redondos y por lo bien que suena, el millón: quien posea un millón es millonario, y no hay en el vocabulario de nuestro siglo palabra con más prestigio si no es la siniestra de dictador. Admito, reconozco y agradezco el consejo que me diste y la ayuda que me prestaste en relación con la indiferencia, totalmente fingida, con que recibí la noticia. El director dio muchos rodeos para acabar preguntándome por mis relaciones con María Elena y aquello por lo que me había instituido heredero. Estuviste genial al susurrarme: «¡Dile que eres su hermano!», y se lo dije, como posibilidad más que como seguridad, y él se quedó mirándome: «Sí, claro que puede ser. Esos pómulos anchos tienen que ser de gitano, aunque no ese color de zanahoria y esas pecas.» ¡Se supo, ya lo creo que se supo! La secretaria del Director era querida oficial y jefe de relaciones públicas de cierto escritor de los más jóvenes y afortunados, y se cuidó de propalarlo por cenáculos, y «¡Eso lo explica todo!», dicen que dijo Júpiter Tonante al enterarse del infundio; y aunque no añadió ni una palabra más, la sonrisa en que se encaramaban sus palabras, anchas y continuada bastante tiempo más del que dura una sonrisa, fue interpretada por los presentes como si en realidad hubiera dicho: «Caballeros, como María Elena nunca tuvo marido, no ha habido cuernos en el sentido literal y más satisfactorio de la palabra, satisfactorio para el que los pone. Mientras el mundo no cambie la orientación del eje, y por lo que se ve no lleva trazas de cambiar, un marido es un marido; pero hay también los cuernos que se ponen al padre, al hermano o al amante, y el caso de que tratamos cabe por derecho propio dentro de esta categoría. Mi dignidad personal queda a salvo, y aquí ni Dios se ríe.» Esto fue lo que me confió el poeta candidato forzado a maricón en cualquiera de sus modalidades, y la interpretación de la sonrisa le pertenece por derecho. Asimismo me dijo que el Gran Arquitecto del Cosmos, el Mago de la Palabra, supremo ordenador por aquellos años de la literatura nacional por parte de la oposición silente, había rogado a los contertulios que, si me veían, me transmitieran su más sentido pésame. También se llegó a saber, aunque no sé por qué caminos, que cierta vez, no muy lejana la muerte de María Elena, se me presentaron tres representantes de su parentela gaditana, la vieja que la había enseñado a bailar, una hermana de su padre y una cuñada de no sé quién, que llevaba la voz cantante, porque como era de Toledo, creían que hablaba mejor el castellano. No exigían, sino rogaban una participación en el dinero «… miajita aunque sea, porque comprendemos que, siendo como es su hermano…». Para entenderse con la gente, no hay como que la gente se ponga previamente en razón. Accedí a repartirles un tercio del seguro a los parientes hasta tercer grado, que, según el padrón que inmediatamente elaboraron, se reducían a siete: cosa de cuarenta mil pesetas por barba, descontados los impuestos. «¡Y que Dios se lo pague y a ella la tenga en su gloria!» Vinieron siete, hombres y mujeres, les di la tela (así llamaban ellos al dinero) y en la propia casa de María Elena le hicieron un funeral de cante, baile y manzanilla que duró hasta que los vecinos pidieron a la policía municipal que los desalojase. No volví a saber de ellos.
Tú te pusiste algo tonto, Néstor Pereyra, con tus exigencias inmediatas. Una vez limpias las huellas de la juerga, ¿qué le pasaba al piso de María Elena para que le hicieses fu? La zambra no había eliminado su recuerdo, su olor persistía en algunos rincones: yo lo percibía al menos. Me llegaban agudas vaharadas sutiles como voces que hablasen desde el otro lado de la Realidad, el grito de espanto (¿o de conformidad?) anterior a la muerte, ¡quién sabe si el gemido del horror de quien se siente desplomado antes de perder el sentido por completo! Otras veces también pude escuchar algunas confidencias. Y nada de esto te agradaba, menos aún lo compartías. Acabaste por refugiarte en un rincón (tú decías «objetivarte») y dejarme por imposible mientras me duró la pena; acechaste mi regreso a la normalidad cuando ya el recuerdo se mudaba en aroma, cuando el dolor se reducía a una llaguita recóndita y sabrosa. Entonces me dijiste que empezabas a acostumbrarte a aquella casa gitana a la que, después de todo, no le faltaba gracia, y que con pequeños aditamentos quedaría habitable (habida cuenta de que, según tu vocabulario fantasma relativamente ilimitado, «habitable» quería decir aproximadamente «íntimo», en ninguna manera cómodo, ya que carecías de posaderas).
«Lo que a mí me parece, Uxío, es que ya va siendo hora de comenzar nuestro trabajo. Estoy aquí para eso. Y he pensado que podemos juntar con los míos algunos de tus materiales. El otro día recordaste aquel lugar estrafalario, “La Curva de Zésar”, con sus sombras de cemento, sus símbolos eróticos y su escenario. Bien. Pues yo tengo la historia de una mujer a quien mataron el novio durante la contienda, se lo mataron los nacionales una de esas noches de fusiles largos en que el pueblo entero tiembla porque se oyen pisadas recias y blasfemias horrendas en la oscuridad embarrada, y, después, el fuego que deja a su paso extrañas caligrafías en las tapias: entraron y lo arrancaron de los brazos de su madre, un mozo grande y rubio que era, a quien le habían entrado en la cabeza algunas frases hechas que no coincidían en su texto con las que los detentadores de los fusiles alojaban en las suyas. Apareció muerto en la cuneta. Entre la madre y la novia le lavaron la sangre y lo llevaron a enterrar. Después, se dieron un beso y cada una se encerró en su casa. La madre, pronto su cuerpo viejo no pudo soportar la pena. La novia sobrevive: tiene en su casa cuarenta gatos que la conocen y obedecen, aunque no les hable. Se dice que le adivinan el pensamiento.» «Y, ¿qué quieres?, ¿qué escribamos una historia más de guerra? Por otra parte no veo la menor relación entre esa novia engatada, o quién sabe si engatusada, y “La Curva del Zésar”.» «No entiendes, Uxío Preto. De lo que trato es de instalar a la novia con sus gatos en la casa de Zésar y a ver qué. Las sombras azuladas o rojizas, los símbolos eróticos y el escenario con su seducción vacía tiene que provocar una situación cuyo desarrollo nos corresponde a nosotros.» Confío en que, cuando la mirada es hacia dentro, no se advierta el estupor, aunque no esté seguro de que haya sido interior, aquella vez. Me encontraba tumbado en la cama de María Elena, fumaba un cigarrillo; pero Néstor Pereyra había salido de mí, una de tantas veces que cobraba, si no consistencia, al menos visualidad; llevaba un rato contemplándolo, él, sentado en el sillón frontero y golpeando los zapatos con el bastón, según su hábito. Sí, fue así, tuve que mirarle y tuvo que darse cuenta de mi sorpresa. «Sí. Lo que yo me propongo es realizar mediante palabras narrativas y descriptivas la fusión de esas dos realidades, creando así una tercera, inverosímil de tejas abajo, pero que la palabra hará tan real como las otras. Entendámonos, pues. Partimos de una doble situación real, la muerte del novio, el encierro de la novia y la existencia de ese espacio interior de pornografía y cemento; sigue lo que pudiéramos llamar un reclutamiento de gatos. ¿Por qué de gatos y no de ratas? Ante todo, porque si bien unos y otros andan errantes, en lo que se manifiesta su domesticidad es en una relación humana que en épocas muy favorables puede llegar al amor. Segundo, porque no escapan cuando les das de comer, sino que refriegan su gratitud con el hocico. Te ruego, porque son poco de liar, como los hombres y las mujeres. Te ruego que ahora pongas en funcionamiento tu cacumen e imagines en líneas generales lo que puede suceder a partir de esa situación. Que la imagines sin trabas racionales ni perjuicios de verosimilitud.» Te respondí que, en esas condiciones, podía suceder que precisamente esa sobreabundancia de posibles narrativos dificultase cualquier hipótesis válida, al ser válidas infinitas hipótesis. «¿Por qué no enuncias, al menos, una?», me respondiste con el mismo aire de desafío. «¡Hombre, así de pronto! Tendríamos que llegar primero a ciertas precisiones de tiempo y de lugar, porque no es lo mismo que la casa donde se encierra la novia con los gatos esté en un pueblo o en una capital, y que el encierro acontezca en nuestros días o en un futuro todavía utópico donde la Policía no se mete en la vida privada de perros ni de gatos. Y, una vez que lo hayamos decidido, tendríamos que seguir excluyendo posibilidades hasta quedarnos con una. Es una tarea larga…» «Limítate, me respondiste, a estos pocos materiales: una señorita relativamente culta y bastante imaginativa; cuarenta gatos entre los que se encuentran algunos ejemplares excepcionales de estampa y voz: finalmente, un escenario.» «Me sobra el escenario o me sobran los gatos. A no ser que pretendas convertirlos en espectadores de los monogramas que la novia frustrada por la guerra pueda representar con fines terapéuticos.» ¡Ah, en este caso lo veo claro! ¡Ella amaestra a los gatos para que permanezcan sentados y, al final, en vez de aplaudir, maúllen! «Considera, Uxío Preto, que la decoración erótica en sombras y cemento carece de significación para los gatos. Los gatos ignoran la existencia del sexo: lo practican cuando les llega la xaneira, y no pasan de ahí.» «Entonces, no se me ocurre por qué quieres tantos gatos. Es indudable que la casa olerá mal, olerá gatunamente.» Néstor Pereyra abandonó el bastón, vaciló entre ponerse de pie o permanecer sentado; se decidió por apoyar los codos en los muslos, postura bastante incómoda, pero que le hacía semejarse a una gárgola de Víctor Hugo. Así permaneció algún tiempo, un tiempo breve que aproveché para rectificar mi postura en la cama de María Elena y para doblar la almohada. Se levantó de repente: en el dedo que me apuntaba vi representado todo el poder necesario para ordenar el mundo o para negar el «¡Fiat!». «¡No se te ocurre nada, Uxío Preto! Estás encadenado a eso que llaman la realidad, o, si te parece mejor, a lo estúpidamente verosímil. Sin embargo, este momento que estamos viviendo, enteramente real, no lo es. ¿Qué pasaría si, en vez de estar ahí tumbado todo el día, rumiando hasta el hastío la nostalgia de María Elena, te fueses ahora mismo a la tertulia del Júpiter y proclamases: “Caballeros, me ha nacido un interlocutor en las entrañas mismas y pretende que escribamos una novela en colaboración. Les suplico sin embargo que no tomen mis palabras al pie de la letra, pues no se trata de un personaje biológico, sino biográfico, o, dicho de otra manera, carece de cuerpo, aunque no de figura. Se da por supuesto que no lo voy a parir.” El Gran Dios de las letras te preguntaría con afectada perplejidad y cierto aire compasivo si la herencia de María Elena te había trastornado: el evidente desacuerdo en que os halláis el Júpiter y tú, que a él le trae sin cuidado más o menos como a ti, implica sin embargo ciertas coincidencias fundamentales. Tanto tú como él odiáis la poesía realista, pero lo mismo tú que él no concebís otra novela que la realista. Ahora bien, lo que yo te propongo es una gran fantasía inverosímil, aunque lógica hasta el estornudo. No olvides que la lógica va de lo real a lo inverosímil y de lo irreal a la realidad. Nuestros pies están bien puestos en lo de aquí, en lo histórico de nuestro tiempo, ahí lo tienes, una muchacha de una ciudad pequeña a quien le matan el novio a causa de unos lugares comunes, que se encierra para siempre en una casa decorada de cierto modo inusual, con cuarenta gatos y un escenario de teatro. Aplica a esto la imaginación lógica, pero no olvides que la metáfora es una de las grandes realidades de las infinitas que componen la Realidad. La metáfora lógica que se le ocurre a esa muchacha para matar el tedio y ahogar la pena, es organizar con los gatos una compañía teatral y hacerles representar, al menos al principio, su dolor y su tedio, pero los sentimientos de una muchacha en esas condiciones coinciden con los de todo el mundo, recogidos y expresados en la dramaturgia universal. Luego, lógicamente, esa muchacha, a la que desde ahora podemos llamar Aquilina, si te parece bien, lo que hace es enseñar a sus gatos a declamar y a representar, pacientemente, día tras día, hasta lograr que uno diga el monólogo de Hamlet con pasable corrección, y una gatita blanca dé realidad verbal al dolor de Julieta entre Romeo muerto y su muerte inmediata. ¡No me digas que no hay gatos en el mundo capaces de recitar esos monólogos! De acuerdo. Pero, ¿conoces alguno que, al marcharse, deje en el aire la sonrisa? Pues los gatos de mi novela no dejarán la sonrisa en el aire, pero sí las más bellas palabras que se dijeron en el mundo, de Edipo, o de Melibea. Unos gatos que, además de hablar, fingen amor y odio y se sienten capaces de matar y de morir, porque se me ha ocurrido construir esa novela como un sistema de dramas menores, los que se ensayan y representan, incluidos en el drama general, el que viven los gatos y las gatas de la compañía, todos ellos envueltos en el drama casi cósmico de Aquilina y de los demás mortales. ¿Te imaginas la perplejidad de esa muchacha, no ya ante el recuerdo de su novio muerto, que eso acaba siempre por hundirse en los dulces olvidos, sino ante el convencimiento de que existen los agujeros negros del firmamento, lo cual no hay manera humana de entender ni de olvidar?» «Dirán de ti, si dicen algo, que has escrito una alegoría.» «Me importa un bledo lo que digan. Como Stendhal en su tiempo, yo sólo seré entendido dentro de ochenta años.» «¿Y si hubieran destruido el mundo para entonces?» «Sería cosa de lamentarlo.» Le llamé petulante, y por si la petulancia era o no elegante, nos metimos en una larga discusión que nos apartó de los galos, de sus pasiones, y, sobre todo, de sus olores, pero nos llevó a un terreno de momento más temible, pues, de repente, se me plantó, lodo erguido y con el pecho fuera, y me preguntó: «A todo esto, ¿cuándo te haces un traje?» Intenté mantener mis posiciones teóricas acerca de su petulancia con la afirmación de que el petulante manifiesta a las claras una superioridad sobre los demás que puede ser real o imaginaria, pero que en cualquiera de los casos ofende con su manifestación. No me hizo caso. «¿Y no piensas, le dije, que presentarse en la tertulia del Júpiter con esos arreos que me estás describiendo sería algo ridículo? Todo el mundo diría: “Mira éste, cómo presume a cuenta de la muerte.”» Mi objeción debió de convencerle o, al menos, hizo tambalear su seguridad aplastante. «Sí, claro, no dejas de tener razón. Pero, un luto discreto… ¡Ya está! Chaqueta negra con pantalones grises y una corbata oscura. Si a eso añades un bastoncillo como este que llevo, una sencilla caña de Ceylán, quedarás impresionante sin que nadie tenga que decir nada. Lo menos que se hace por una persona querida es ponerse de lulo cuando muere.» «¿Y no se les ocurrirá decir», le retruqué: «“Fijaros en lo agradecido que le está”?» A poco rompe el bastón; quizá lo hubiera roto de ser real. «No se puede ir por el mundo buscándole a lodo las vueltas, así te fueron siempre las cosas. La crítica radical de todo es práctica de adolescencias inseguras. A nuestra edad, lo aconsejable es la ironía, y no hay nada más irónico que un bastoncillo.» «¿Por qué dijiste a nuestra edad? ¿Acaso tenemos la misma?» Otra disputa: que si era algo más joven; que si siendo una especie de emanación mía, o de concentración de mis átomos biográficos sobrantes, racionalmente se requería mi existencia anterior, pues lo emanado postula un emanante, etc. «Sin embargo, Néstor Pereyra, si estás hecho de mí, estás hecho con lo mío, y lo mío tiene la misma edad para los dos.» Acabó persuadiéndome de la conveniencia de abandonar mi atuendo habitual, demasiado brillante por la parte de los codos e insensible a la plancha en las rodilleras: «De esa manera vestido, el Júpiter Tonante jamás podrá admitir que nuestra prosa es superior a la suya, como es lo cierto. Hazme caso. Trescientas pesetas que te pueden costar en una tienda de confecciones, la mejor de Madrid si lo prefieres, un pantalón y una chaqueta, no van a arruinarnos.» Aquel plural me dejó de una pieza: ¿es que también se tenía por heredero de María Elena?
Hubo que añadir, al completo, una gabardina, porque el frío se echaba encima, y también unos zapatos, porque los míos no se compaginaban con aquellos pantalones de caída tan respetable, vertical que llegaba de algún paraíso ignoto y algo alto. Me propuso un sombrero; no transigí, y me quedé en la boina, que no nos cae mal a los del norte cuando sobrepasamos el metro con sesenta centímetros y sabemos darle su aire; además, de alguna parte ha de venir la vertical. Acepté la caña de Ceylán, por haber encontrado en el Rastro una barata con un anillo de oro bien conservado. Y sucedió que cuando me halló pituco, Néstor Pereyra tomó posesión de mí: quiero decir que aquella operación identificadora de la noche en que, dueño de mí, Pereyra despertó a María Elena y le hizo padecer la sensación de que yo era otro, inició un período hasta llegar a posición permanente de mi cuerpo y de mi alma, ya no soy yo, soy Néstor, con exclusión de lo más mío, hasta del nombre; y lo digo porque nos presentábamos con el suyo, Néstor Pereyra, donde no conocían a Uxío Preto, y el suyo fue el que apareció en los periódicos como protagonista de una conferencia sobre el amor en un club de señoras. Cómo habíamos llegado hasta allí, sólo puede explicarse acudiendo al parangón de la pelota de celuloide que salta encima del chorro de la fuente, y, en uno de esos brincos, juguete del Destino destino de las pelotas, cae el primer peldaño del agua, de allí al segundo, y así, de peldaño en peldaño, hasta llegar a la superficie bulliciosa del estanque. Quién colocó en lo alto del chorro el nombre de Néstor Pereyra no lo recuerdo, si es que lo supe alguna vez: alguna imagen de la que no puedo fiarme en absoluto, me remite a Cynthia, o a alguna de sus amigas que no conocía mi nombre y que aceptó sin más disquisiciones el de Néstor Pereyra. «¿Cómo te llamas tú, que no me acuerdo?» «Néstor Pereyra, no lo olvides.» «Ya me parecía a mí que tenías un nombre raro.» Y de aquella amiga en otra hasta llegar a una que entre sus muchas gracias contaba la de ejercer de vicesecretaria para actividades culturales del «Fémina Club». Le oyó a Néstor hablar sobre el amor, y le preguntó si quería dar una charla en su club. Néstor, sin consultarme, dijo que sí. Tenía que valerse de mi cuerpo, de mis palabras, de mis ideas, pero no se molestó en conocer mi opinión. Y estuvo francamente elocuente: yo diría que fascinante, más que seductor; si bien no conviene perder de vista el hecho de que las mujeres se dejan fascinar antes que seducir por quien les habla del amor, a poco vistoso y hábil con la palabra que sea el sujeto, salvo si habla a oscuras, que entonces le basta con la labia. Aquella tarde, en el «Fémina Club», la luz era discreta, pero no escasa, y si se juzga por lo que yo veía en un espejo cercano, Néstor actuó con ademán comedido, y, por lo que me lúe dado oír, con voz de mediano tono, pero dejando la impresión de quien disimulase un terciopelo real con un papel de tacto neutro. Carezco de los datos necesarios para poder asegurar que un tanto por ciento crecido de las espectadoras haya deseado experimentar el terciopelo en forma de dulce mano que acaricia y mata, pero sí estoy en condiciones de afirmar que María de las Mercedes sí parecía desearlo, al menos durante unos momentos que bien pudieron ser de éxtasis real, aunque fuera por las trazas sólo de éxtasis ficticio. ¿Por qué ciertas personas parecen engañarnos cuando dicen la verdad? No me atrevo a pensar la respuesta. Todas las componentes del corro que felicitaba a Néstor se fueron retirando: María de las Mercedes permaneció hasta el final, y, cuando se quedó sola, le pidió a Néstor que la invitase a tomar una copa juntos, y Néstor lo hizo, rica su mente en hipótesis futuras cada una de las cuales incluía a la recién conocida; también sin consultarme, se fue con ella, sin una mera mirada, sin un gesto explicativo. Si gárrula significa vacua, María de las Mercedes no lo era; si lo dejamos en charlatana, se corre el riesgo de entenderlo como vacuidad abundante. ¿Meramente habladora? ¿Y no sería que llevaba dentro, constreñida, la necesidad de hablar, por lo largo, del amor, con una persona que, como había quedado claro, entendía un poco de eso? Aunque yo pueda testificar que los saberes de Néstor eran más especulativos que experimentales. Pero eso, a veces, no importa. La manera justa de interpretar la perorata de María de las Mercedes es el recurso de la fuente que mana y corre, uniforme, insistente, musical. Como que Néstor Pereyra parecía pasmado y no hacía nada para disimularlo, sino más bien corroborarlo con indomeñables tartamudeos. A María de las Mercedes, desde ahora, la llamaremos Rula, anticipándonos al momento en que ese nombre sirvió para llamarla en la intimidad (salvo en los casos en que Néstor la llamaba Rulita), y para referirnos a ella entre nosotros. Pues parecía que Rula hubiera estado años esperando a que le destapasen la espita y también a que Néstor Pereyra poseyera las llaves del secreto. A Néstor, cuando dejó a Rula a la puerta de su casa, sólo se le ocurrió exclamar, como el más vulgar de los horteras entusiasmados: «Pero, ¡qué mujer! ¿Te has fijado qué mujer?» «Sí: una señora casada que no lo disimula y a quien probablemente su marido tiene racionados la palabra y el amor. Debe de ser imposible vivir con ella.» No era la primera vez que Néstor me echaba a la cara mi desconocimiento del corazón humano, lo cual no me preocupó jamás gran cosa, aunque sí su inmediata declaración de propósitos, es a saber, el de encontrarse al día siguiente con Rula, que discretamente nos había informado de su asiduidad a determinado salón de té de los más elegantes. «Como comprenderás, cuando te invité a vestirnos de manera decente, no se me había ocurrido que tan pronto nos fuese necesario disponer de una presencia digna y atractiva. Si mañana por la tarde el tiempo está pasable, haremos nuestra entrada en ese salón de té con la gabardina al brazo, el paraguas colgado de la muñeca izquierda y la mano derecha vacilante. Puede ser una entrada apoteósica, pero yo sólo aspiro a que sea irreprochable. Una mujer que espera es muy sensible al efecto que causa en otras mujeres el varón esperado.» «¿Y por qué estás seguro de que te espera?» «Las personas bien educadas no necesitan decir las cosas claras para entenderlas, y se puede convenir una cita sin pronunciar esa palabra, tan melodramática, sin referirse para nada al lugar y a la hora.» Pues tenía razón, Néstor Pereyra. Rula ya estaba en el salón de té cuando llegamos; espió el efecto de nuestra entrada en las mujeres que nos habían podido contemplar, y, después de una sonrisa, mientras Néstor le besaba la mano, se quejó de los siete minutos que llevaba allí sola. «¡No me haga esperar, se lo ruego!» ¡Dios mío, la respuesta implicaba la esperanza de otras citas, sólo tú sabes cuántas! La justificación de Néstor por su tardanza duró todo el tiempo que tardó la camarera en anotar el pedido y traerlo: Rula le escuchaba con los ojos muy abiertos y una expresión de absoluto arrobo que, tengo que reconocerlo, no presentaba ningún matiz cursi (lo cual no implicaba que no los hubiera interiores, pero a esa clase de penetración yo todavía no había llegado). Al discurso de Néstor, ella respondió con otro que acompañó a la operación de beber el té y de tomarse unos pastelillos, ejercicio este durante el cual aconteció algo que quizá resulte significativo para entender la clase de redes que utilizaba Rula, y la gran facilidad de Néstor para caer en ellas con la misma elegancia con que habíamos entrado en el salón; y fue que, mientras Rula mordisqueaba uno de los pasteles, hizo como que necesitaba limpiarse la nariz, y en tanto hurgaba su mano en el interior del bolso, dejó el pastel mordido en el borde del plato, y entonces Néstor, con sonrisa de gran picarón que sabe lo que hace y el momento en que debe hacerlo, hundió los dientes en la huella rojiza que los labios de Rula habían dejado en el hojaldre, ante lo cual ella se limitó a manifestar mudo, dichoso asombro, mediante el procedimiento de abrir mucho los ojos y regularmente la boca, con el pañuelillo en la mano y la nariz sin limpiar. El que estuvo entonces cursi, y además, prolijo, fue Néstor, porque le endilgó una perorata bastante lírica de justificación, en que se hablaba de miel a propósito de labios, aunque también de frambuesa al referirse a aquéllos, inmediatos y concretos, que iban pintados de ese color. Mostrando el borde del pastel mordido, se extendió en un largo excurso acerca de los diversos papeles que a los dientes corresponden en los trámites eróticos, principalmente en aquella parte indispensable por lo expresiva y significativa que llamamos provocación, aunque también excitación, y hay que decir que anduvo cuidadoso al elegir las metáforas, sin hablar ni una sola vez de perlas ni de claveles; y si repitió la voz «frambuesa», al color de esa fruta se debía, y al uso que de él se hace en la cosmética moderna, que aún no le había hallado sustituto, tal vez por no habérselo buscado. El rostro de Rula se iba sin embargo entristeciendo, aunque sin perder un solo matiz de su belleza, antes bien, mostrando de ella un aspecto que nos era desconocido y cuando Néstor pareció haber concluido, cosa que se manifestó al exterior en el hecho de rematar el pastelillo y remojarlo en la boca con un buche de té, Rula tomó la palabra, o quizá la antorcha, resplandeciente aún, que había quedado abandonada, y con una bella, aunque escasamente original comparación en la que no se disimulaba la crueldad de las rejas carceleras, antes bien se ponía de relieve, acabó cruzando varios dedos de ambas manos delante de sus labios, con la intención probable de explicar, acaso con dolor o, por lo menos, tristemente, que el camino de cualesquiera labios hasta los suyos estaba sembrado de escollos e impedimentos férreos, quizá no tanto en forma de rejas como de cadenas matrimoniales, lo cual en el fondo da lo mismo, pues, sea de rejas, sea de cadenas, en ambos casos se trata de símbolos terribles. Pero aconteció que Néstor Pereyra, en vez de desanimarse ante el anuncio de semejantes dificultades, echó mano de Prometeo y de su fuego, y añadió una metáfora más a las ya vigentes y todavía actuantes, en el sentido de afirmar que el hierro no resiste al fuego, antes bien se ha utilizado siempre para fundirlo: arte de tan remota antigüedad que figura entre las fundamentales (en el sentido estricto de fundamento) de nuestras costumbres amorosas. «¡Oh, milagro, del dios alado y ciego, que el hierro abrasa y endurece al fuego!», y todo lo demás, aunque la cita fuese un fraude, porque el original pone «hielo» donde Néstor dijo «hierro». Fuese que no se le ocurriera una nueva metáfora que oponer a la del luego, fuese que su corazón necesitaba de algún modo físico de expansionarse. Rula no respondió con palabras, sino con un largo y refrenado suspiro, tras el cual dejó una de sus manos, la que precisamente tenía libre, y que había estado mirando como se mira el instrumento que da vida o que da muerte, que reposase unos instantes sobre el dorso de la que Néstor había avanzado no sé si en forma de promesa o de súplica, aunque, dada la situación, debía de tratarse de lo segundo. Aquellos instantes escasos en que dos manos se encontraron con el mismo resultado luminoso (aunque difícilmente perceptible a la vista, sino al espíritu) que si dos estrellas se hubieran acariciado, dieron pie a Néstor para preguntar a Rula si al día siguiente podrían verse en lugar algo menos concurrido y a una hora más discreta, precisamente a esa en que la gente trabaja y no se demora en la cafetería, Rula le respondió que sí, que bueno, que en tal lugar de tal barrio, en la calle que Néstor apuntó inmediatamente: hacia el número tantos, pero más próximo a la esquina Alfa que a la Beta: un rinconcito pacífico, desconocido del vulgo y también de Néstor Pereyra, aunque no por vulgar, sino por recién llegado él de allende. Y cuando todo quedó bien claro, y en poder de Néstor un plano elemental, si bien indispensable, del lugar en que estaba el remanso de comodidad y de silencio estipulados, Rula se levantó y se despidió diciendo que regresaba a las cadenas: lo dijo con tanta sencillez como naturalidad, hasta el punto de que aquella ausencia de dramatismo en el momento en que Néstor esperaba un resplandor fugaz, aunque suficiente, de tragedia, convenció definitivamente a Néstor de que se hallaba ante una mujer de verdad superior, lo cual no dejó de engendrar entre nosotros una rápida situación tirante, al desprenderse de las palabras y, sobre todo, del ademán de Néstor, su convicción de que tanto Cynthia como María Elena apenas sí sacaban los hombros por encima del mar de la absoluta vulgaridad. Esta última metáfora es de incumbencia de Néstor y no se me haga responsable de ella.
No pude evitar que me llevase de paseo por debajo de unos árboles que el viento tibio, recientemente despierto, sacudía con sonora parsimonia. Puedo añadir que cayeron algunas gotas durante nuestro trayecto, y que el cielo había comenzado a ensombrecerse, si no era por el ocaso, en que lucía un resplandor de oro contenido en su luminosidad por nubes negras. Lo otoñal de la situación no parecía influir en el ánimo de Néstor, que caminaba deprisa, aquello no era un paseo, sino la persecución insensata de un ente fugitivo, que, sin embargo, no había sido pensado ni soñado. Digamos que era la prisa por sí misma, hecha meta de una inquietud. De haber tenido automóvil (y por no tenerlo sigo dando gracias a Dios), seguramente nos hubiéramos metido en una locura rápida, de esas que convencen al que lleva el volante no se sabe bien de qué, ni parece probable que llegue a saberse nunca, «Estoy lleno de luz», me dijo; «me corre por las venas como un fuego suave». En los diálogos literarios alguien tiene siempre la razón mientras el otro lleva la pasión. En el caso de que semejante afecto del ánimo pudiera expresarse adecuadamente por medio de esa imagen de la luz y del fuego interiores, la pasión, aquella tarde, estaba de la parte de Néstor. «Me permito recordarte, Néstor querido, que tú no estás aquí para enamorarte, sino para escribir una novela.» «¿Y no te has preguntado nunca por qué, llevando ya tiempo juntos, apenas sí hemos hablado de ella?» «Sí. Alguna vez lo he pensado, y sólo se me ocurrió una respuesta: que la novela no pasa de pretexto; que lo que quieres es ser y estar, sin darte cuenta de que sólo lo puedes a mi costa, obligándome a renunciar a mí mismo y a seguirte como testigo de tus locuras o de tus estupideces. Lo de hoy participa de ambas cualidades, aunque de momento ignore en qué proporciones. Me inclino, sin embargo, por el predominio cuantitativo de la estupidez. El adulterio ya no es elegante: sólo le satisface a tipos toscos como el Júpiter, quien, sin embargo, sólo los comete con el deseo o con previas adultas zarrapastrosas.» «Es una palabra, ésa del adulterio, que no se me había ocurrido aún para definir la situación, aunque lo de definir situaciones no pase de manía intelectual de sujetos como tú. Pero, ahora que lo has nombrado, ¿cómo podré hurtarme a su sagrado prestigio? Los ejemplos grandiosos de Lanzarote y Tristán me avalan, aunque deba reconocer la ambigüedad de esa palabra, pues también sirve para designar las relaciones grotescas de la señora gorda del cuarto con el tendero de la esquina.» «Entre tú y Rula, en el mejor de los casos, lo que puede acontecer es eso mismo a que aspiran el señor gordo del cuarto y la tendera de la esquina: a coincidir en el mismo lecho con intenciones similares. No idealicemos, por favor.» Néstor se revolvió con tal fuerza en mi interior que me hizo retorcerme, con gran sorpresa de unas señoras que pasaban y que me tomaron seguramente por epiléptico. «No es lo mismo.» «¿Cuál es la diferencia?» «La que existe entre ambas parejas. No puedes comparar a una gorda y a un tendero con Rula y conmigo. De mí sabes de sobra cómo soy; en cuanto a Rula, por torpe que sea tu percepción, ¿puedes negarle al menos la distinción? Creo que tanto Rula como yo resistimos la visión desnuda de nuestros cuerpos, que es la clave. El amor es grotesco o sublime según los cuerpos que lo expresen. That is the question!» No quise responderle. Caminé más deprisa, como si, haciéndolo, pudiera dejarlo atrás. El viento había aumentado, y un par de gotas gruesas anunciaron la lluvia. No recuerdo qué poeta aseguró, con toda seriedad, que llovía en su corazón; pero a lo mejor recuerdo mal, y se trata solamente de una de esas canciones vulgares cuyo éxito dura una temporada.
A la mañana siguiente; mejor al mediodía, iniciamos la larga, la al parecer inacabable peregrinación por las infinitas cafeterías discretas y cómodas a aquellas horas del mediodía, favorecidas de escasas clientelas coincidentes en la busca de un refugio a que su situación dramática les obligaba: parejas aún sin decidirse, o carentes del escondrijo idóneo, del soñado rincón de sedas y dulzuras. Poníamos la condición de que fuesen discretas: no necesariamente oscuras, sino más bien de medias tintas; cómodas, aunque no necesariamente lujosas, en que sirviesen productos de buena calidad, los exigidos por un estómago durante mucho tiempo maltratado. A la segunda de aquellas citas, y en un momento propicio, a Néstor se le ocurrió cantar una estrofa de cierta copla americana que no recuerdo completa; la cantó, el puñetero, en el momento oportuno. La canción dice así (se recomienda cantarla con visible melancolía):
Yo sé que nunca besaré tu boca,
tu boca de púrpura encendida;
yo sé que nunca llegaré a la loca
y apasionada fuente de tu vida.
A Rula le dio como una sacudida. Un mechón rubio le cayó sobre la frente. Se volvió a Néstor: «Estás equivocado. Estoy deseando besarte.» En buen teatro, sobraba la primera frase, pero ella no lo tuvo en cuenta. Le ofreció los labios. ¡Ah, Néstor Pereyra! ¿Qué hubiera sido de ti, en aquel instante que llamaste cumbre, y quizá clímax, no lo recuerdo bien, fue un momento muy zarandeado, sin mi experiencia? Yo, por lo menos, sabía besar, y, ante aquel ruego mudo de tu corazón, guié tus labios. Permanecí, te lo aseguro, indiferente. El deleite del beso te lo dejé entero a ti, igual que te dejé la satisfacción de haberte aproximado a las rejas y de haber robado una brizna de amor a través de ellas. Lo malo, Néstor, es que no se puede besar impunemente a una mujer en el rincón de una cafetería e irse después a casa; lo malo, Néstor, es que es más difícil mantener todavía la tranquilidad necesaria para ir tirando cuando esa operación del beso se repite cada mañana, sin otra variación que el escenario, y, finalmente, que a esa insensatez del beso, tarde o temprano (en tu caso en seguida) la sigue siempre el sofaldeo más audaz, si bien tú le llamases delicadas caricias. Ni los hombres lo resisten ni las mujeres. Rula lo comprendió y una vez dijo: «¡Nos estamos destrozando!» Pero se negó a ir una mañana a nuestra casa, lo cual me hace pensar que sus observaciones formaban parte de un papel bien estudiado. Menos aún aceptó la idea de acudir a un hotel por caminos distintos. Del mismo modo se negó a todo lo que no fueran aquellas entrevistas clandestinas y, en el fondo, inocentes, sin otra diferencia entre la del jueves y la del viernes que la variedad de los rincones, ya que lo que pueden hacer los labios en lo que a la morfología del beso respecta, se agota pronto. La situación llegó a ser dolorosa. Rula te confesó una vez que acababa cediendo a los acosos de su marido y rindiendo a la naturaleza el tributo debido (en materias de alusiones Rula era maestra: jamás pronunció una palabra inconveniente, aunque lo fuese el hecho que la palabra designaba). Pero tú carecías de esposa a la que acosar, si bien le llevases a ella la ventaja de que las angustias no las padecías en tu cuerpo, sino en el mío. Y lo mejor de todo aconteció cierta noche en que no pude más y me fui de bureo con una furcia conocida y de fiar: no quisiste acompañarme, y, al regresar a casa, te hallé mohino y arrepentido de la infidelidad que había cometido yo.
En cierto modo, fue la misma Rula la que nos ayudó a salir de aquel apuro, aunque no por las vías apetecibles, que eran también las apetitosas. Una de esas mañanas en que un viento incansable y sonoro anuncia la inminencia de los fríos, y en que yo estaba ya convencido de que necesitábamos comprarnos un abrigo, al hablar de refilón de tu novela, Rula se mostró repentinamente interesada por ella; te pidió que se la contases: no pudiste hacerlo porque de poco más disponías que del tema, aunque pudiste explicarle tus proyectos. «Pero, ¡Dios mío!» dijo ella en un momento en que tú habías callado, no sé si para tomar aliento; «¿Cómo pierdes el tiempo besándome en las cafeterías, si tienes esa novela por escribir? No debías habérmelo contado, porque, a partir de ahora, sentiré remordimiento». Y por si iban a ser o no las ausencias insoportables, y por si la vida misma iba o no iba a serlo para ti si ella dejaba de besarte, se llegó a un convenio según el cual, pasado cierto plazo bastante breve, ella dejaría de besarte, de aproximarse, de acudir, si tú no le leías diariamente un número discreto de cuartillas (pusimos dos holandesas a máquina). Quien se alegró de aquellos tratos fui yo, recuérdalo, con la alegría del que espera verse libre de una servidumbre, en parte al menos, pues aunque no llegué a esperar que tu trabajo te obligase a espaciar los encuentros, confiaba al menos en que la mayor parte del tiempo no se consumiese como antes en amagos, fintas y simulacros. Cuando llegaste a casa quisiste ponerte a escribir. Te recordé que no habíamos comido y que la cocina me esperaba. Mientras mondaba las patatas de la tortilla, un mandil a la cintura y, entre los labios, el enésimo pitillo de la paciencia, viniste compungido a confesarme que no se te ocurría nada útil; que tu imaginación estaba ocupada por un repique, el paso sordo de algo tan marcial como una tropa. «¿Qué puedo hacer con esto? Por mucho que me esfuerce no se me va de la cabeza. Y, si continúo así, mañana no tendré las holandesas prometidas a Rula. ¡Y no me dará un beso! Ya sabes que es capaz de hacerlo.» Y antes de que yo te respondiese, agregaste: «Me quiere mucho, ¿verdad? Eso se nota en seguida. Si no me quisiera tanto, no se sacrificaría a causa de mi novela, porque a ella también le gusta besarme.» «Sí. Sois un par de idiotas.» Estaba ya caliente el aceite de la sartén. Me apresuré a echar en él las patatas; cuando ya cantaban en el fogón, le dije a Néstor: «Mira, contra lo que tú crees, esas imágenes que estorban, las encuentro pintiparadas para empezar con ellas. Todas son útiles, a condición de que ese sordo ruido marcial sea el de los pasos siniestros de los que vienen en busca del novio de Aquilina.» «Pero, ¿tú crees que una novela como la que yo quiero escribir puede empezarse de una manera tan realista?» «Habíamos quedado en la realidad como punto de partida. Aquilina, su novio, la madre del novio, pertenecen a la realidad; más aún, pertenecen a la Historia como comparsas anónimos. Tú mismo me lo has asegurado. También es real el mundo de la Curva de Zésar. La fantasía empieza, pienso yo, y lo pienso porque, o lo has dicho o me lo has sugerido; la fantasía empieza, digo, cuando esos mundos reales se juntan y se funden, o dicho de una manera vulgar, cuando Aquilina y sus gatos se van a vivir a la casa de Zésar.» «Y, ¿por qué se van a vivir ahí? ¿No crees que convendrá buscar una razón?» «Porque existen cuatro clases de oraciones condicionales, Néstor Pereyra, o porque el agua se descompone por simple electrólisis en oxígeno e hidrógeno. ¿O bien prefieres una razón sublime? Pon entonces que Aquilina huye de su casa por incompatibilidad con los hombres, entendidos éstos como la totalidad del género humano, entidad abstracta e inexistente y por eso mismo de fácil sublimación; al refugiarse en el Antro de Zésar, lo encuentra lleno de gatos, que resultan amables, cariñosos, entretenidos, serviciales, incorruptibles e inteligentes. Además, carecen de ideas políticas y, en general, de ideas de cualquier clase, lo que los hace altamente respetables. Y, si esto no lo consideras digno de Aquilina, o intentas sorprender a Rula con la elevación de tu mente, inventa una Aquilina disconforme con Dios y que aspire a construir un mundo superior al que tenemos.» Me interrumpió: «Eso, ya ves, es una buena idea, pero sin sociología, sin metafísica y sin política. Aquilina intenta construir un mundo nuevo, sencillamente porque tras la muerte de su novio descubre su incompatibilidad con el que existe, pero no por razones morales, sino por la más sencilla de que su sistema de captación no es el adecuado, y, una de dos, o lo cambia, o inventa un mundo que coincida con él. Puede ser el de los gatos.» «¿Y lo piensas decir así?» «Así, ¿cómo?» «Con esas mismas palabras: “sistema de captación’’. Son de las que echan atrás a la gente, y a la propia Rula seguramente le sonarán a raro. Me parecen una pedantería.» Hubo una pausa antes de la respuesta. «Entonces, tú, ¿cómo lo dirías?» «No sé. No lo tengo pensado.» Las patatas eran pocas y ya estaban a punto. Batí los huevos (dos), cuajé la tortilla, me senté a la mesa de la cocina y empecé a comer. Durante aquellas funciones ineludibles, que él calificaba de ínfimas, ¡él, puro espíritu!, solía alejarse de mi conciencia, y refugiarse en cualquiera de las honduras más o menos tenebrosas donde, acaso sin quererlo, se alimentaba de mis propios excedentes, que luego modificaba al hacerlos suyos en una especie de digestión. ¡Así, cualquiera! Yo, una tortilla española; él, los detritus de mi espíritu, que serán detritus, pero que son espirituales. A su regreso, ya traía resuelta la cuestión poco antes planteada. «Sí, estoy de acuerdo contigo. Eso de captación queda fuera de lugar. Lo que haré será describir un proceso de inadecuación, entre un sistema de respuestas a la realidad y la realidad misma.» «Pero, ¿no puedes por lo menos pensar sin rebuscamiento?»
La diferencia entre escribir de manera espontánea, así, porque le sale a uno, y hacerlo al dictado de alguien que no se ve, es bastante notable, y, por supuesto incómoda. Los que se dicen inspirados, deben de experimentar una situación semejante, si bien sea lo honrado reconocer la superioridad de las musas sobre Néstor Pereyra en cuanto seres agradables. La voz interior que me dictaba no era, sin embargo, molesta; sabía insinuarse, y desde el primer momento advertí no sólo la nitidez de las imágenes sino la propiedad de las palabras, que, sin la menor duda, me pertenecían. ¿Era suya, al menos, la elección? No podía responderme. Tampoco puedo hacerlo ahora. El mecanismo de nuestra relación personal y profesional no lo tengo aún dilucidado, ni espero dejarlo claro nunca: por lo pronto coincide exactamente con lo que vengo describiendo. Hay intríngulis… ¿Se dio cuenta Néstor de lo que en aquel momento me preocupaba? Tampoco tengo seguridad de que conociera mi pensamiento por intuición angélica, o sólo cuando yo emitía señales interiores que se lo revelasen. ¡Ay, Señor! El número de cuestiones problemáticas que pueden, si se quiere, plantearse en casos como el mío, llega a ser incalculable, pues las relaciones establecidas no sólo son las mismas que entre cualquier pareja humana del mismo sexo y sin desviaciones eróticas, sino las que se derivan del hecho irreparable de ser dos entes que disponen de un solo cuerpo. Pero esto me aparta de mi tema, que es el relato, aquí, de la feliz aventura de las primeras holandesas, más de dos, al menos cuatro, que por cierto me permitieron descubrir con espanto que, al corregirlas a mano, la letra con que lo hacía no era la mía habitual, sino de una caligrafía preciosista que con toda seguridad, como pude comprobar más tarde, pertenecía a Néstor.
María de las Mercedes, para nosotros Rula, acaso no esperase de Néstor el cumplimiento de su promesa, o acaso lo fingiese, pues a nuestra llegada al rincón de la cafetería donde nos habíamos dado cita, no movió la cabeza como era su costumbre, la sonrisa del heraldo, adelantando los labios para recibir el beso, sino que dijo: «Tengo la mayor curiosidad por conocer las causas que te impidieron empezar esa novela, tan hermosa, que tienes inventada, y lo siento, porque me gustaría besarte; pero conforme te anuncié ayer, estoy dispuesta a sacrificar mis ansias hasta que consiga sacarte de tus habituales y cómodos ensueños y divagaciones y llevarte al camino del trabajo.» Así, todo entero, con comas y punto y comas; así, como la primera manifestación del papel de salvadora que probablemente había decidido atribuirse (¡Dios mío! Si se acuesta con ella, condicionará la cama a las cuartillas; así, con un suspiro como punto final). Yo la hubiera mandado a paseo, porque eso no se hace; se espera al menos a que el otro intente disculparse, y no se aparte de una hipótesis negativa, porque a veces falla, sino al menos de una apariencia o una simulación de fe: «¿Me traes lo prometido, amor?» Pero Néstor se me impuso y ejecutó una tras otra las acciones encaminadas a colocar ante los ojos, al parecer asombrados de Rula, las páginas escritas, una, dos, tres, cuatro… «¿Pero, ¿es de veras? ¿Y me las vas a leer?» Me ofreció entonces los labios, y yo le acerqué los míos, en cuya carne Néstor Pereyra había acumulado todo lo que constituía su misteriosa y aún no bien aclarada existencia. Tal vez, a ella, aquel beso la haya dejado satisfecha. Cuando uno dice «un beso», siempre exagera, pues nunca un beso es sólo un beso, salvo ese primero que se dan algunos novios. Los besos, como las imágenes del poeta, acuden en secuencias. Pero esto es ahora lo de menos. Néstor empezó a leer sus páginas. Rula y yo le escuchábamos, lo cual en cierto modo, para mí, fue lo mismo que escucharme, aunque advirtiera algo raro en la voz, como una especie de transición o tal vez de forcejeo hacia otra distinta, y si ella, al final, prorrumpió en elogios, casi en aplausos, yo quedé ensimismado y algo perplejo. Como arranque de novela, con ligeros retoques, podía aproximarse a ese grado de perfección siempre relativa que es la meta de la obra de arte: cosa de tres o cuatro modificaciones meramente sintácticas, cuya oportunidad, cuyos términos, discutieron Néstor y Rula, mientras yo me inhibía. Después, ignoro cómo, la charla literaria evolucionó hacia contenidos sentimentales; sobre todo por parte de Néstor, hacia la expresión acuciante y reiterada de su necesidad de abrazar a Rula sin el estorbo de aquellas ropas que, aunque elegantes, de una manera tan evidente dificultaban el contacto de los cuerpos, los cuales, a juzgar por ciertos síntomas, se apetecían. Las manos de Rula parecían garantizar la coincidencia de los deseos, y hasta de las esperanzas, mientras sus labios, entre beso y beso, proclamaban la imposibilidad de una aproximación sin ropa. Sin embargo, debieron de ser tan convincentes las razones, y quizá las caricias de Néstor, que Rula acabó por prometer una visita a nuestra casa precisamente el día en que Néstor dejase bien instalada a Aquilina en la Curva de Zésar, con los cuarenta gatos alrededor, y dispuesta al ensayo, en aquel antro recoleto, de su proyecto de otro mundo, uno en que, al menos, no le fusilasen al novio. Sin transición, como quien salta de una orilla a la otra de un río ancho, Néstor se extendió largamente en la exposición de los previstos engorros argumentales y, sobre todo, dialécticos, para describir, debidamente justificada, la decisión de Aquilina de convertir a sus cuarenta felinos en una compañía teatral, después de haber pensado en dedicarlos a la música y organizar una orquesta filarmónica. Aquella vacilación entre Max Reinhardt y Von Benda la imaginaba Néstor abundante en complicaciones y, sobre todo, en dificultades. Por lo pronto, los maullidos se aproximan más a la música que a la palabra teatral, y, por esta razón y no por otra, hubo un momento en que Rula opinó que una orquesta gatuna parecería más verosímil que una agrupación dramática, pero Néstor le objetó que si habían de tener en cuenta la verosimilitud, el planteamiento de la novela partía de un error, y que, en tal caso, lo que tenía que hacer Aquilina era fundar una escuela de párvulos e inculcar a cuarenta niños sus ideales humanitarios y organizar con ellos unos coros infantiles. Rula, por fin, quedó de acuerdo.
Entramos en una especie de frenesí poético que nos zambullía día a día y noche a noche en el trabajo y que en alguna ocasión nos hizo casi olvidar que Rula nos esperaba en el rincón de una cafetería, con los labios tendidos hacia la puerta y una rosada, aunque inquieta, lengüecita asomando. De comer prescindimos varias veces, y no por decisión deliberada o espontánea, sino porque, de pronto, las acciones de naturaleza no espiritual quedaban demoradas hasta que su urgencia las hiciera inevitables: descarto las efusiones eróticas, que a ésas no renunciaba Néstor por nada del mundo: efusiones de trámite incompleto y, a la postre, escasamente satisfactorias: sólo las reiteradas promesas de Rula sostenían el entusiasmo de Néstor, aunque, como ya indiqué otras veces, las consecuencias más dolorosas, o al menos, más incómodas, recayeran sobre mí, obligado al arduo ejercicio de renunciar al agua cuando rebosa de la mano. En cuanto a Néstor, paralelamente a su entrega a la furia creadora, perfeccionaba su personalidad, o la idea que se hacía de ella, en el sentido sobre todo de completarla, recurriendo una vez más a la mitología del adulterio, para el cual se consideraba, no sólo apto, sino pintiparado: el adulterio consumado, quiero decir, y no aquellos escarceos de rincones de café y oscuridades de taxi anticuado. Se había inventado para su uso personal y también para engañarse, la metáfora de una especie de escalera ideal y solemne en cuya cima se le abrían los brazos de una Rula dispuesta a la donación de sí misma: aquellos escalones los ascendía gracias al impulso poético; merced a él, mediante las oportunas invenciones, el proceso y a la par el camino que conducían a Aquilina, desde su desolada habitación al antro erótico de la Curva de Zésar, quedaban suficientemente descritos. Una mañana llegamos al café con varias holandesas en limpio. Pasadas las efusiones, besuqueos y eso, Néstor leyó las tres primeras, o, más exactamente, me las hizo leer, pero con eso de la voz acontecía lo mismo que con la escritura, que ya no era la mía; después de leerlas, las guardó en la cartera junto a las que no había leído. Rula le interrogó acerca de aquella ocultación, si deliberada o distraída. «En esas páginas» le respondió Néstor, «se cuenta la llegada de Aquilina a la casa de los gatos, así como la recepción que le hacen y el comienzo de unas relaciones que van a dar mucho juego: ¡todo el de una novela! Te las leeré esta tarde en mi casa. No puedo decirte la hora porque serás tú quien la señale.» Rula pegó un brinco comedido, y toda su respuesta, hecha de promesas, de remilgos, de deseos, de temores, se resumió en una sola palabra: «¡Néstor!», pero no creo que semejante nombre haya sido pronunciado jamás con más temblores de voz, diría trémolos si no fuese porque lo pronunció con voz opaca y de escaso volumen. La manera que tuvo de apretarme la mano, la especie de convulsión que siguió al nombre, completaron la totalidad de los signos con que aquella mujer intentaba hacer comprender a Néstor que le pedía demasiado; que lo deseaba ardientemente, pero que no se atrevía; que carecía de experiencia en aquella materia tan exquisita y al mismo tiempo arriesgada de los amores clandestinos, aunque sí conociera ampliamente el tema por sus lecturas especializadas (enumeró doce heroínas y terminó la enumeración con un etcétera que resumía la erudición suficiente); por último, su falta de entrenamiento la dejaba inerme ante los remordimientos que seguirían a las satisfacciones del amor cumplido; en todo caso, o en cualquiera, reiteraba su seguridad de que, si llegaban a compartir con éxito un lecho transitorio, los deliquios subsiguientes, así de orden corporal como espiritual, pero sobre todo los primeros, alcanzarían la plenitud que sólo los grandes amadores han alcanzado, si la Historia no miente. Ahora bien, siendo así que los amores de tan alta calidad han sido siempre trágicos, ¿podía ella arriesgarse a un final desdichado, por bello y conmovedor que fuese, habida cuenta de que tenía dos hijos, niño y niña, el niño especialmente hermoso, la niña sobremanera inteligente, que ya iban al colegio? Todo lo cual lo dijo en un discurso de extraña corrección gramatical y retórica, como un parlamento de drama, con una voz segura y matizada, cálida aquí, algo más fría allá, según el pasaje, tremolante alguna vez, otra desfallecida: como que Néstor llegó al olvido de aquellas esperanzas en que culminaría la perfección de su personalidad, para gozar serenamente de los placeres estéticos a que aquella perorata le inducía. «¡Te adoro cada vez más, y te prometo que si, tras esa cima, hay algo que la supere, lo alcanzaremos juntos!» ¡Hay que ver cómo se ponen de exagerados los amantes cuando su mente se halla bajo los efectos, hasta hoy pocos estudiados, de una excesiva acumulación de semen en sus lugares secretos! Y lo bueno del caso es que el otro se deja convencer a sabiendas. Ante semejante derroche de literatura, yo no podía menos que recordar a María Elena, aquellas manos locas que transmitían la locura; a su escasez de palabras. Pero Néstor, locuaz, parecía hecho para aquella charlatana, y ella para él. Convinieron finalmente en que ella acudiría a nuestra casa, pero sólo a tomar el té.
Apenas sí me dejó dormir la siesta aquel Néstor agitado, casi convulso, con dos cuernos en las manos como un par de banderillas sin toro en que clavarlas: cuernos de los que de buena gana hubiera prescindido, porque aunque fuese el adulterio la meta iluminada de su entusiasmo y de su esfuerzo, no tenía nada contra el marido de Rula, a quien no conocía ni deseaba perjudicar, menos aún ofender. En realidad, para Néstor, aquel marido era un estorbo indispensable en el planteamiento de la situación dramática, un ser funcionalmente necesario según la más estricta economía, pues si bien existen galanes que experimentan el socialmente acreditado placer de cornear a los maridos, él, Néstor, consideraba aquella actitud como expresión de la mayor vulgaridad del alma: lo que descubrí, asombrado, aquella tarde, después de haberme interrumpido la siesta con el pretexto de que había que ordenar un poco el dormitorio y el cuarto que servía de sala, fue que Néstor involucraba a Dios en el adulterio, con perjuicio evidente del marido en cuanto receptor de la ofensa: así entendidas las cosas, una vulgaridad tan palmaria como acostarse con una mujer casada, de pronto cobraba vuelos de anonadante sublimidad. Hay gentes que creen en Dios sólo para que algunos de sus actos sean pecado, y, a lo mejor, Néstor me salía por esas peteneras. No pude investigarlo a fondo, porque el trajín a que me sometió durante un par de horas no dio lugar a grandes inquisiciones. Hasta que me planté y le dije: «Bueno. Como todas esas hazañas que te prometes realizar esta tarde vas a hacerlas con mi cuerpo como instrumento, lo más aconsejable será que no me canses demasiado ahora, que me permitas ducharme, beber un poco, y esperar adormecido la llegada de Isolda.» Reconoció que yo tenía razón, y llevó su generosidad hasta retirarse a los lugares recónditos de mi alma donde solía.
Pero no fueron muy largos su sosiego, o su meditación, o su espera esperanzada, paseo arriba, paseo abajo, e inútiles visitas a la ventana, porque apenas me había transido un sueñecillo plácido, cuando reapareció Néstor con un estruendo de voces, y espabiló mi conciencia un poco adormilada o, mejor, inhibida. Se le había recordado una cuestión capital, inexplicablemente descuidada —por él, se entiende—, en mis consejos y en mis instrucciones. «¿Cómo vamos a vestirnos?» Y antes de que yo le respondiera, antes mismo de que pudiera desperezarme y bostezar, como era mi deseo o mi necesidad, se respondió a sí mismo, no en forma de solución a su pregunta, sino de hipótesis, conjeturas, suposiciones y demás zarandajas de idéntico jaez incierto. Creo recordar que toda aquella palabrería giraba alrededor de dos núcleos principales: el primero tenía como protagonista a una bata de seda azul, con lunares, que, en un momento de debilidad, había accedido a comprarle. ¿Sería conveniente recibir a Rula en bata? Aunque vestido por debajo, esto por supuesto, ya que recibir la primera vez a una dama en pijama, por elegante que sea la bata que lo cubra, da por sentado que ella viene decidida a todo, de lo cual, aunque sea cierto, no debe uno darse por enterado, como tampoco es pertinente, en este caso del pijama, presentarse despechugado, de tal manera que ella pueda adivinar unos pectorales de regular potencia, de singular relieve, evidentemente bien poblados, pues todo esto, en todo caso, y sin atenuación posible, pone de manifiesto una seguridad tan ordinaria en uno mismo y en sus atractivos que casi resulta ofensiva. Le dije que ponerse la bata lo encontraba de un cursi imperdonable, y él respondió que de acuerdo, pero que nunca se sabe cuáles serán los términos ideales en que una dama desea ser recibida por el caballero que ha conseguido vencer su natural resistencia, bien por el procedimiento extraordinario de la fascinación, bien por el más común de la seducción dialéctica, llamada también convencimiento, aunque no porque consistiera en convencerla a ella, sino en proporcionarle grupos de palabras mejor o peor ordenadas que ella usa como razones para justificar ante sí misma la decisión ya tomada. Fuera cual fuese el trámite seguido (y esto constaba solamente en la conciencia de Rula, ya que los actos y las palabras de Néstor podían utilizarse en cualquiera de los casos sin modificación alguna), lo que ignoraba Néstor, lo que le preocupaba hasta el tormento, era su desconocimiento del modo como imaginaba Rula que apareciese vestido en cuanto que lo consideraba o podía llegar a considerarlo como el amante ideal. ¿Y si su imaginación inexperta se hubiera nutrido exclusivamente de esas novelas y de esas películas de la belle èpoque en que el amante utiliza siempre una bata de seda, con o sin el aditamento de un elegante pañuelo al cuello? Le respondí que comprendía y aún compartía su perplejidad, aunque no enteramente, por esto, por eso y por lo de más allá, y que lo mejor sería vestirse sencillamente, aunque, eso sí, tomándose la precaución elemental y siempre aconsejable de mudarse de camisa y de ropa interior. Esto, la camiseta y los calzoncillos, constituyeron el segundo núcleo temático, a partir del momento en que Néstor palmoteo la frente y confesó, con aquel acto, que el problema de la ropa interior se le había escapado por completo; más aún, que no había figurado en ningún momento entre sus preocupaciones, que se había portado como si no existiera. «Pero, ¿no se te ha ocurrido que tienes que desnudarte delante de ella?» Un gemido de terror, un espanto de mirada precedieron a estas compungidas razones: «¿Dices delante de ella? ¿Y cómo?» «Cuando se hace por segunda o por tercera vez, la cosa no ofrece dificultad, cada uno de los protagonistas suele desnudarse por su cuenta, con el ritmo y en el momento adecuados, sin preocuparse de lo que hace el otro y de cómo lo hace, pues ambos tienen prisa y la contemplación y comentario mudo de los detalles poco poéticos, como desabrocharse uno, han sido superados. Lo malo es la primera vez: ella tiene que resistirse, o, por lo menos, una mujer de la edad de Rula incluye la resistencia en su programa de ensayo de adulterio. Tú tendrás que arrancarle las prendas una a una, y si digo arrancar es despojando la palabra de toda connotación violenta y colmándola de mimo, de besos, de sorpresas y de sucesiva, entrecortada alegría cada vez que un pedacito de carne (o paraíso, como prefieras) queda a la vista o se ofrece al tacto. Mientras tanto, tienes que ir desnudándote sin dejar de entretenerla a ella, de modo que ambos quedéis desnudos a la vez y ella no tenga ocasión de contemplar ese espantoso objeto que son los calzoncillos…» Me interrumpió: «¿Me aconsejas que los esconda debajo de algún mueble?» «Eso, en el caso de que la operación despojadora de prendas íntimas se verifique en el sofá. Pero no sólo debes esconder los calzoncillos, sino también lo demás.» «¿Lo que ella viste?» «No. Eso jamás. No hay nada más erótico que la ropa interior femenina: por eso los industriales del ramo se esmeran en fabricarla hermosa y delicada, hasta el punto de que algunos exquisitos prefieren acariciar las bragas a lo que encierran. Pero los diseñadores de nuestras intimidades, o, al menos, los que lo han hecho hasta ahora, son tan rematadamente tercos en su machismo que no han llegado a concebir que un hombre en paños menores pueda no ser atractivo y que unos calzoncillos olvidados en una silla puedan no despertar la fantasía de una moza y alimentarla, como le sucede al varón con unas bragas femeninas. Aunque, claro, a veces hay casos raros, y Rula puede ser uno de ellos.» Néstor Pereyra se puso serio: «Rula puede ser un caso extraordinario, jamás un caso raro.» «Perdóname.» Quedamos en cambiarnos de ropa íntima y en vestir lo mismo que aquella mañana, y ya parecía resuelta la cuestión cuando Néstor volvió a gritar: «¿Y los calcetines? ¿Qué hago con los calcetines?» «Te los quitas también, como puedas, pero ten buen cuidado en dejarla a ella con las medias puestas, y si las lleva sujetas con liguero, el liguero también. Las medias son un excitante de primera, ocultan la irremediable vulgaridad lechosa de unas piernas desnudas, y, al darles color, les mejoran la forma. Y ese detalle resueltamente diabólico de la costura terminando en flecha es uno de los más grandes descubrimientos de nuestro tiempo; quizás el más importante después de lo de Einstein.» «¿La flecha? ¿Dices la flecha?» Me pregunté qué diablo de imágenes me robaba Néstor en sus largas ausencias, cuando se sumergía en las profundidades de mi inconsciente.
Había paseado, había reposado, me había pedido el socorro de un trago. No sé si fue el latigazo del alcohol lo que orientó su inquietud hacia una meditación fantástica de lo que Rula había llamado «cima», sustantivo que completaba con las palabras «del amor compartido». Me preguntó si, en mi experiencia, había algo semejante. Le dije que no «La imagino, esa cima (empezó a decir) como la plenitud del placer, pero también como la plenitud de la personalidad, todo lo que puede caber en las palabras “suprema dicha”. Algo que trasciende lo humano y nos lleva a los umbrales de Dios. Quizá por eso sea pecado.» «No lo sé —le respondí—; pero, por si acaso, procuraría que Rula no llegase tan arriba, que la dejaras sumida en el arrobo de un orgasmo más o menos feliz, pero nunca superior a lo ya conocido.» «Para eso» me objetó Néstor con cierta vehemencia «no buscaría el amor en el adulterio.» «De acuerdo; pero, imagínate que eso que llamas “cima” es algo real, y que Rula, como sea, puede llegar hasta allí (y no digo “ascender” porque ignoro si el camino es llano o empinado). Querrá, lógicamente, no separarse de ti jamás, y, al llegar a este punto, las mujeres como Rula prefieren las soluciones trágicas. Una, la del suicidio en pareja, como quien dice arrojarse al abismo desde la cima, que siempre suele salir mal por un error en los planteamientos técnicos. Otro, el parricidio. Hay que deshacerse del marido, y es el más común, no sólo aquí, sino también en los países en donde existe el divorcio, por esa afición a la tragedia de que te hablé. El divorcio no es una solución literaria, sino el recurso de burgueses que no quieren apartarse de la legalidad. En cambio, el asesinato del marido… ¿Eres capaz de calcular, de imaginar, la emoción de los trámites? El mero proyecto os convierte en asesinos, ya os miráis como tales, pero sublimes. Yo no creo que haya nada tan intenso como el amor de dos cómplices de parricidio. Lo malo es que termina. O matan, o no matan. Si matan, pueden ser descubiertos y llevados a la horca: un tiempo más de sublimidad, pero cada uno por su parte, porque os encerrarían en cárceles separadas. Os quedaría, eso sí, el recurso de la correspondencia. ¡El epistolario trágico de Néstor y Rula! Pero lo más probable es que no os descubrieran. Hay muchos parricidios impunes. Viene después el matrimonio legal, pero no sé qué tiene el matrimonio que embaraza el camino de las cimas. Es demasiado trivial. Acontecerá entonces que Rula, siempre sedienta de cimas, se embarque en otra historia, que ascienda con un nuevo cómplice y que mate al otro marido, que en ese caso serías tú, aunque el veneno y la muerte los recibiese mi cuerpo. Como no estoy dispuesto, pongo condiciones a mi colaboración.» Néstor quedó un gran rato pensativo, que es lo justo en estos casos. «¿Me aconsejas que la defraude?» «No puedo darte consejos porque la desconozco. Pero, si ves que vuela, sujétala a la cama, no vaya a arrebatarte también. Y, ahora, lo mejor será que nos pongamos a escribir. Eso aclara mucho las ideas.»
Rula llegó, con un sombrero de velillo que le tapaba medio rostro, un paquetito en la mano y un gran apuro en el talante. Acabábamos de describir la primera reunión de Aquilina con sus gatos, como quien dice la primera asamblea, durante la cual la muchacha comprueba que su sistema de comunicación lo entienden los mininos sin grandes dificultades y que por tanto puede haber entre ellos, no sólo diálogo, sino acuerdo y convivencia. Nos había salido una página de excelente humor con ciertos resabios líricos y un profundo conocimiento de la psicología gatuna. Estábamos contentos. Néstor saltó en la silla al escuchar el timbre: yo deploré la interrupción de lo que iba saliendo bien. Mi mano, al abrir la puerta, temblaba del temblor de Néstor. Mi boca, guiada por el deseo ajeno, buscó la de Rula, y ella la esquivó con una risita apresurada, y entró en mi casa de rondón. Se me escapó de los brazos y corrió a la ventana: por la rendija entre el visillo y el marco me señaló la calle. «Mira. Alguno de esos que ves ahí es un espía de mi marido. Sospecha.» Néstor le dio la réplica adecuada: «Detective o esposo, antes de entrar aquí tendrán que pisotear mi cadáver.» ¡Cómo le agradeció ella semejante estupidez! Conmovida estaba cuando le besó. Y sin más preámbulos mostró el paquetito, que lo traía medio escondido, y preguntó por la cocina. «De lo del té me encargo yo. Un té no lo sabe preparar cualquier soltero solitario —la hubiera interrumpido para decirle que solitario y soltero significan lo mismo, pero no quise hacerle a Néstor semejante faena—. La preparación del té es un arte difícil.» Y empezó a hablar del arte de la preparación del té con vocablos precisos y adecuada información, un saber tan minucioso que más parecía de erudito que de señora de su casa. Pensé para mí que había estudiado la lección en cualquiera de los libros sobre el arte de hacer el té que se hallaban en cualquier librería antes de la guerra y que por una ignorada aunque aceptable razón, podía poseer; pero ese pensamiento, como otros que se me iban ocurriendo, no lo comuniqué. En el paquetito venían pastas escogidas, un secreto casero, al parecer, y unos sandwiches preparados también por ella. Nada tengo que objetar a la calidad del té, al sabor de los sandwiches e incluso al de las pastas, aunque, para mi gusto, supiesen demasiado a mantequilla. ¡Mantequilla, Dios mío, con lo cara que estaba y lo difícil que era encontrarla! Se había quitado el abrigo, pero conservó el sombrerito durante su permanencia en la cocina, quién sabe si para establecer una distancia erótica razonable, aunque ideal y para el caso innecesaria, entre ella y una cocinera, o, lo que es más verosímil, entre ella y una querida pagada. No dejaba de tener gracia, el sombrerito un poco echado hacia atrás, unos rizos en la frente, y el mandil puesto, uno de ésos de peto que yo había heredado de María Elena.
Su charla sin resquicio saltó del tema del té al de las sospechas de su marido, de quien contó que le llevaba la cuenta de las bragas que tenía en el armario y de las que quedaban en la lavandería, para saber en todo momento si salía con ellas puestas o no; de esto, a su temor, probablemente prematuro, de que la novela que trabajábamos Néstor y yo fuese a tropezar con la censura. «Uno nunca sabe lo que piensa esa gente, y a lo mejor encuentra inmoral un idilio entre gatos.» «En realidad, le respondió Néstor, esa clase de amores no se me había ocurrido describirlos, y, si se piensa bien, no es posible prescindir de ellos.» «Podemos imaginar, efectivamente —respondió Rula—, aunque con un exceso de idealismo, que entre los componentes de una compañía teatral no haya un solo lío; no creo que se haya dado jamás el caso, pero puede darse; aunque, ¿qué harán los gatos cuando les llegue enero?» «¿Por qué precisamente enero?» Le insuflé a Néstor sorprendido todos mis recuerdos acerca de la xaneira gatuna tal y como los había adquirido en mi aldea, gemidos nocturnos, paseos por los tejados con la luna al fondo, y bravas peleas por los favores de Zapaquidla; y él, sin agradecérmelo, se corrigió: Ya comprendo. Te refieres a la xaneira. Debes saber que ciertos conocimientos los recibimos en la lengua regional y no se le ocurre a uno traducirlos. La xaneira. A eso del enero gatuno le llamamos nosotros la «xaneira». A Rula le gustó la palabra e intentó pronunciarla correctamente, y en ensayar se pasaron unos minutos de intercambio fonético que Rula resolvió metiendo a medias una pasta en la boca y ofreciéndole a Néstor la mitad saliente. Néstor creyó que había llegado el momento. El mordisco a la pasta se convirtió en beso. El beso se alargó e incluso se complicó al incluir en su conjunto otros elementos que los labios. La mano de Néstor retiró el sombrerito, que cayó tras el sofá con ruido blando. Ella cerró los ojos. Néstor intentó quitarse la chaqueta, pero, como le resultase difícil hacerlo con una sola mano, prefirió desabrochar la blusa de Rula, que no hizo objeción visible ni movimiento que pudiera interpretarse como repulsa o, por lo menos, reproche: se limitó a suspirar, a susurrar un nombre, mientras la mano de Néstor descubría las Américas y las exploraba por el procedimiento tradicional de la caricia. La manipulación, ambos en el sofá, Rula pegada al brazo, no era mollar. Tumbada, hubiera sido más fácil, pero, acostarla, requería una complicada maniobra en que se incluían viraje y fondeo: no le salió. Intentó de nuevo lo de la chaqueta, otra vez con una sola mano, porque la diestra continuaba deleitosamente entretenida y, lo que es más grave, suplicando la ayuda de la siniestra. Le costó un esfuerzo enorme, que a Rula no pudo pasar inadvertido, pero, finalmente, quedó en mangas de camisa, y hasta pudo aflojarse la corbata. Para entonces, la blusa de Rula reposaba ya casi ingrávida sobre la alfombra, y en la acción de despojarla, o mucho me equivoco, o ella había cooperado, si no con movimientos, al menos con facilidades: colaboración, si no ayuda. Néstor retiraba el sostén, y le vinieron ganas de contemplar lo que, por el mero tacto, se le antojaba prodigio de costura, pero no se atrevía a soltar a Rula del medio abrazo con que la tenía aprisionada. A pesar de su inexperiencia, o quizás a causa de ella, temía lo que pueda hacer una mujer a la que inesperadamente se deja en libertad. Desabrocharle la falda no fue difícil, pero, sentada como estaba, era una conquista inútil. Le sugerí que la cogiese en brazos, que la llevase a la cama y que, allí, en postura más favorable, rematase el despojo. Lo hizo. Rula quedó prácticamente desnuda, a salvo el detalle de las bragas, una verdadera flor de encaje; se las había puesto por debajo del liguero. Néstor quedó nuevamente perplejo y un tanto indeciso. Mientras buscaba una solución se soltó los tirantes, los pantalones cayeron y él se los sacudió de dos patadas. Vinieron a quedar colgados en la lámpara de pie, que, además, estaba encendida y envolvía la escena en una dulce luz rosada. Me había dejado en la postura menos airosa que puede tener un hombre: en camisa, con la corbata puesta y un par de piernas peludas entre los calzoncillos y los calcetines. No creo que mis piernas sean más feas que otras piernas cualesquiera, pero son feas, y así como el liguero de las mujeres viene cargado de prestigio pornográfico, las ligas masculinas son sencillamente ridículas. Yo no sé si fue en eso, en dejarlas a la vista, en lo que consistió el error de la faena. Había olvidado la precaución de advertir a Néstor de que un movimiento falso inhibe a la mujer más entregada, trasmuda en repulsa su esperanza. Fue un momento de terror. Rula gritó: Néstor se arrodilló e intentó resolver la situación con caricias y mieles, pero ella había apretado las piernas y hecho un nudo los brazos encima de los pechos, mientras el pico lo ocultaba bajo el ala. No ofrecía a la torpeza de Néstor ningún lugar especialmente sensible, salvo, quizá, la nuca; pero Néstor carecía de informes acerca de las propiedades de este atractivo y generalmente recóndito rincón. Las manos resbalaban inútilmente por los flancos, por las espaldas, en busca de una fisura en aquella impenetrable defensa. De pronto, Rula dijo sordamente: «Déjame», y a Néstor sólo se le ocurrió responderle, con voz de súplica: «Pero, ¡mujer!» Y venga a buscar un lugar indefenso a lo largo de las trincheras. Ella repetía: «¡Déjame!», y él ya no sabía qué decir. Buscaba, buscaba, buscó. Hasta que un terremoto inesperado e incluso indeseado sacudió mi cabeza contra las ropas de la cama, la hundió en ellas. Respiró fuerte. Las manos quedaron quietas, abandonadas, muertas. Rula también sosegó. Y cuando pude erguirme y adecentar un poco mi aspecto, le dije con una voz en la que había más de orden que de juego: «Vístete y vete.» Entonces, se remejió en el lecho, sacó del escondrijo la cabeza, se volvió rápida y medio gritó: «¿Quién eres? ¡Tú no eres Néstor!» ¡Dios mío! Le había hablado con mi voz, y, por lo que fue diciendo, entrecortadamente, mientras se vestía, me dio a entender que interpretaba lo sucedido como una suplantación entre hermanos gemelos. ¡Lo que se le fue a ocurrir! No sé dónde estaba, entonces, Néstor, quizá caído en un rincón de mi conciencia, arrojado contra paredes de niebla por aquel placer anticipado y, a la postre, doloroso. Yo quedé solo y actué a mi modo. Ayudé a Rula a recoger las prendas desparramadas, e incluso a ponerse el abrigo. Cuando se hubo encasquetado el sombrerito, le dije que le estaba muy bien: me miró con odio, incomprensión, angustia, decepción y un vehemente deseo de echarme las manos a la cara y dejarme en ella las huellas de su error. Le abrí la puerta y la mantuve abierta mientras atravesó el descansillo. Después su sombrerito se hundió en la penumbra de la escalera. No me envió la última mirada.
Reparar los desperfectos de aquel fracaso requería la colaboración del agua y, por lo menos, del peine. Arrojé a la basura, con mis prendas interiores, el último testimonio, y me lancé a la calle. No sabía adonde ir. Dio la puñetera casualidad de que la tarde otoñeaba, y de que, en la esquina, un ciego tocaba al acordeón una canción de París: era como si un pedazo de la ciudad ocupada hubiera huido de la opresión y se instalase en aquel remanso de barrio donde también el cielo se afrancesaba. Me acogí a un portal y estuve oyendo la música y viendo cómo pasaban el viento y el tiempo. Es muy posible que se me hayan ocurrido, durante aquel espacio, los primeros versos de un poema amargo. Es casi seguro, pero los he olvidado.
Después, me encaminé al café, al que no iba desde un par de semanas atrás. Me empujaba la oscura esperanza de hallar a cierta poetisa en activo y narradora en ciernes que, a temporadas, facilitaba los accesos a su persona en el sentido más físico imaginable, mientras que, en otras, parecía constituirse en torre inexpugnable, símbolo mismo de la inaccesibilidad. No estaba cuando llegué, aunque sí el Júpiter Tonante, que no respondió a mi saludo y continuó hablando como si yo no hubiera entrado. Me tocó mirarlo de perfil y estaba más caprino que nunca, más ficticiamente diabólico. Ponía, aquella noche, cátedra de novela, y el ejemplo de no sé qué escritores americanos de la serie negra a los que no había más remedio que imitar, si se quería llegar a ser alguien en tal arte, si bien con la condición complementaria de escribir con el estilo peor posible y de tratar únicamente de temas proletarios conforme a ciertas normas de objetividad sacadas de ilustrísimos teóricos. Se hicieron preguntas; Júpiter las respondía en su función de Consultor Mayor del Universo, la Verdad está en las puntas de mis dedos, y fluye… La verdad en este caso consiste en plagiar las ideas de algún teórico francés, si no de varios. Cuando me harté de aguantar el monólogo, le interrumpí para preguntarle si no cabía otra solución que aquélla a los que tuviésemos ganas o deseos de narrar, sobrevino un silencio difícil que rompí con estas palabras: «Porque yo tengo un amigo a quien se le ha ocurrido inventar una novela en que cuarenta gatos y una muchacha desesperada van a vivir a la Curva de Zésar, y lo que pasa promete ser gracioso.» «Nadie le impide, señor, tener amigos imbéciles.» Varias miradas cayeron sobre mi insignificancia, en aquel momento entendida como aplastada persona. Estaba en un rincón y me apreté más a él. Se susurraron comentarios de los que percibí la palabra tonto. Y a partir de aquel momento quedé definitivamente descartado de la reunión. Pensé que podía irme sin ser notado, incluso sin decir «Buenas tardes.» Lo hice, pero no me eché a la calle, sino que me quedé a la puerta del café, a ver si a la escritora esperada se le ocurría venir y si estaba en disposición acogedora. Confiaba en que su necesidad de ser escuchada le hiciera preferir mi compañía a la de Júpiter. Hubo suerte, y el trámite me costó una modesta cena y asistir a la proyección de una película estúpida, que ella siguió con ansiedad y celebró con agudos comentarios negativos. Después nos fuimos a casa donde no aconteció nada extraordinario, salvo que hube de aguantar la lectura de unos cuantos poemas de los que se infería que la vida de su autora se aproximaba bastante a la tragedia, aunque no a la metafísica, como pudiera entenderse a primera vista, sino a la existencial, que era la que entonces empezaba a estar de moda. Venía a decir, con lujo de metáforas, alusiones e insinuaciones, que algo faltaba en su vida, si bien no pudiera precisar si se trataba de una idea en la cabeza, una flecha en el corazón o un tarugo en la entrepierna, aunque seguramente se tratase de necesidades alternas, con insistencia en el tarugo, cuya presencia y posesión le permitían (o permitirían, quizás), acceder de un solo salto, aunque eminentemente lírico, al Reino de las Ideas Trascendentales. Las prosas que me leyó después parecían haber superado la indecisión, por una parte, y el estilo alusivo por otra, pues describía francamente los efectos inefables del tarugo. «¡Y pensar que todo esto quedará inédito a causa de la censuras! ¡Para eso desgarra una el velo de su decencia!» Me di cuenta de que iba a empezar, no una noche de bureo más o menos alegre, sino una experiencia en la que yo actuaba como instrumento y que del resultado podían derivarse graves consecuencias para la literatura secreta de la época. Procuré, sin embargo, que mi condición instrumental quedase lo mejor posible, y se prolongase sin límite preciso mientras duraba el reino de las sombras. A la mañana siguiente le dije si quería que le hiciese el desayuno o si prefería que la invitase a un chocolate con tejeringos en una buñolería próxima. Me dijo que le apetecía seguir durmiendo, por lo que deduje que, como instrumento, yo no había sido de los perfectos, menos aún de los definitivos, de los que tientan a la repetición indefinida. Le di un beso y me fui. Después de todo, y por mucho que la evidencia del caso vulnerase mis convicciones más profundas acerca de la dignidad humana, tampoco ella había pasado de instrumento.
Néstor Pereyra no comparecía. Esperaba que se me incorporase al llegar a casa, perdido, o quizá dormido, en cualquiera de sus rincones dilectos, esquinas de la conciencia en las que se amontonan recuerdos insignificantes y delicados, ideas, proyectos, esperanzas retrasadas primero, olvidadas luego: todo el tejido confuso, niebla del alma, en que Néstor se encerraba como el gusano en su ovillo, para abrevar en mi experiencia lo que necesitaba para seguir siendo. Pero no emergió de mis propias tinieblas. Interpreté su ausencia como la conducta natural de un hombre avergonzado, y acordé que lo mejor sería respetar su decisión: siempre iba a resultar penosa una explicación, con disputa o sin ella, acerca de la aventura interrumpida, del adulterio frustrado, de aquel ridículo del que no podíamos vanagloriarnos. No pensé en un dolorido corazón, pues los asuntos cordiales los despachaba Néstor mediante el mío, y yo no experimentaba ninguna de las angustias, de las tristezas o de las melancolías que suelen seguir a un desengaño, en el caso de que Néstor lo hubiese entendido así. Como todo lo que le atañía, lo mismo el episodio que su fracaso permanecían en zonas específicamente imaginarias o al menos así lo creía yo. Me puse a escribir unas cosas pendientes que alguien me había pedido para publicar como suyas y que esperaba cobrar: me dedicaba a semejante chapuzas desde una vez que descubrí la para mí desconocida naturaleza de las cuentas corrientes: especie de entidad abstracta que mengua sola y se alimenta de ingresos en papel o en metálico, cualidad verdaderamente extraña cuando se trata de una abstracción. Ante esa evidencia, yo había decidido trabajar en lo que fuera, vivir de mi esfuerzo personal y reservar aquel escaso remanente. Hallé un caballero de cierta fama que escribía comedias muy celebradas y artículos en los periódicos. Me razonó y se justificó explicando su condición de hombre socialmente atareado, siempre de aquí para allá, que le faltaba tiempo para dar a sus obras esa última mano con la que se consigue la perfección, o para redactar ese artículo imprescindible cuyas ideas, cuyo desarrollo dialéctico tenía siempre claros, aunque no tiempo para escribirlo; de modo que me daba comedias a medio hacer que yo le terminaba y a las que él ponía el mingo añadiendo al diálogo las oportunas vulgaridades de las que rescataba su derecho a la paternidad, o intercalando las pequeñas idioteces que caracterizaban su estilo, con lo cual mantenía debidamente fundamentada su convicción de andarse aproximando al genio. Me había dado unas notas para una serie de artículos, y, con el cuento de Rula, los tenía atrasados. Escribí lo contrario de lo que él me había indicado, quedó muy convincente la serie y, cuando los leyó, me felicitó por lo bien que había interpretado su pensamiento y, sobre todo, por haberme valido de las palabras que él hubiera indiscutiblemente usado, de no traerle la gente de la Ceca a la Meca (entiéndase por Ceca la casa de su querida, una rubia teñida que le admiraba y le guardaba fidelidad, además de costarle poco, y, por Meca, cualquier Embajada o lugar distinguido en que se hablase y dieran de comer y de beber).
Olvidé a Néstor, pero, cuando mi cabeza se halló más holgada, lo recordé y empezó a preocuparme su ausencia o, al menos, su silencio. Despertaba de noche, creía haberlo escuchado, buscaba en las oscuridades la huella de su paso o una silueta blanca con su contorno. Temí que el episodio de Rula lo hubiera desintegrado como persona imaginaria, que hubieran regresado a mi ser sus componentes: los busqué en mí mismo, inútilmente, y no lograba entender las razones por las que esas construcciones espirituales de tan extraña consistencia se rigen por leyes tan desgraciadamente desconocidas o insuficientemente conjeturadas que nos impiden cualquier clase de acción o intento de remedio, aunque no sea más que el mero ponerse a gritar en lo interno de uno mismo: «¡Néstor, Néstor!», como quien grita dentro de una casa vacía e inmensa por cuyas estancias resbala nuestra voz hacia el silencio, sin otra respuesta a veces que ese reloj remoto en el espacio, campanadas casi muertas, aunque también lo sea en el tiempo, campanadas que llegan desde siglos lejanos. Una punzada en el corazón, o algo que parecía serlo, me advirtió de que el silencio o la ausencia de Néstor me había dejado solo, y de que lo echaba de menos. No me atrevo a declarar que le hubiera tomado afecto, pero sí que me había acostumbrado a su compañía y que nuestras conversaciones habían actuado de acicate intelectual, aunque no deje de ser posible el de todos estos razonamientos fuesen cortinas de humo que ocultasen la verdadera realidad, aquella punzada en el corazón a la que podía dar el nombre de soledad. Se me ocurrió una tarde echar un vistazo a las cuartillas de la novela, folios más bien: Pronto me prendieron la atención y llegué a convencerme de que de ellos podía arrancar, o en ellos fundamentarse, una narración fantástica que, por supuesto, despreciaría el Júpiter Tonante, pero que otras personas de menos pelendengues críticos pudiera satisfacer y divertir. ¿Y si yo fuera capaz de continuarla? Lo intenté una tarde, y me disgustó el resultado. Lo intenté otra. Me sucedía que a mi imaginación, en cuanto se metía en fantasías, la frenaba un sentido excesivo de la realidad, entendida ésta como lo verosímil y posible: como si algo anterior actuase de estorbo y se me colgase del faldellín cuando quería volar. Hallaba incluso dificultades en transitar por la Curva de Zésar, que había sido mi aportación al tema y que Néstor describía apoyándose en mis datos, pero ahora resultaba que, de sus palabras, salía mucho más real de las mías, aunque algo diferente. La verdad es que yo le había descrito un antro, y él lo transformara en una resplandeciente cueva de Alí Babá, cargada, no de tesoros, tampoco de la mate oquedad del cemento, sino de reflejos irisados, y de abismos de luz que se perdían en lejanos resplandores amortiguados. Así la Curva de Zésar se rescataba de su erotismo sucio. Me pregunté con insistencia si todo aquello se me había ocurrido a mí, o si Néstor Pereyra, habitante de mi conciencia, poseía entidad propia y personalidad independiente, y si la única realidad era él. Que, en virtud de alguna causa y como afecto de un mecanismo ignorado, yo no fuese más que su instrumento.
No sé qué tiempo duró la ausencia. Fueron días (¿sólo días?) penosos, tardes de otoño gestadas en recorrer veredas de jardines, avenidas de hojas muertas. Muchas veces me hallé contemplando sin sentido el fluir de una fuente o los iris de un surtidor: mi alma se me iba vaciando y se entretenía en cualquier cosa, acaso en la búsqueda de algo con que volvería a llenarse. Todas las noches tomaba el manuscrito de Néstor. Alguna de ellas logré añadir una línea, inmediatamente tachada. Cada vez se me imponía con mayor evidencia que Néstor no era yo. ¿Quién era entonces?
No creo que, en mi situación, nadie hubiera podido responderse. Los casos de desdoblamiento, tan frecuentes en la literatura, no lo son en la vida real, sino quizá simulaciones o apariencias, y la explicación que dan los expertos no satisface a los espíritus curiosos y analíticos, menos aún a los que lo padecen. Por lo pronto, y al preguntarme si Néstor Pereira poseía entidad propia, quería ante todo averiguar si era dueño de un cuerpo, mera figura astral, pues, como vengo diciendo hasta el tedio, aunque se valiera del mío, también era cierto que, algunas veces, había podido verle, contemplarlo fuera de mí, con su bastón golpeándose el zapato. Podía ser una ilusión, sí; pero, ¿por qué no he padecido de otras? ¿Sería que mi cerebro estaba enfermo, y que, como tal, se había especializado en imaginar como real la persona de Néstor? (No digo de la personalidad, porque ésta no necesita para nada de un cuerpo visible.) Pamplinas. Las cosas siguen siendo inexplicables, y la bibliografía sobre fantasmas que consulté por aquellos días, no hizo más que irritarme; ante todo por su parcialidad; después, por su actitud incomprensiva: no puede un hombre de ciencia acercarse a un tema de investigación convencido de antemano de que el sujeto no existe. Aunque los fantasmas no dispongan de una realidad como la nuestra, no por eso dejan de ser clasificables, aunque no lo sean precisamente porque existen y porque su absoluta singularidad impide hallar las notas comunes en que tiene que apoyarse cualquier clasificación: a no ser que los ordene de esta manera: fantasmas con la cabeza debajo del brazo, uno, el de Ana Bolena. Me estaba poniendo la corbata y no me salía el nudo: una de esas mañanas torpes en que los dedos parecen más perezosos que la mente. Pensé que sería cosa de la tela gastada, y busqué otra: había una de color neutro, que combinaba con cualquier chaqueta…
—Eso es decidirse por la solución más fácil. La granate a rayas va mejor.
—Pero está muy sobada por la parte del nudo —respondí, y, de repente, comprendí que Néstor había vuelto. Cerré los ojos: me dio miedo verlo fuera de mí, pero también saber que me andaba otra vez por dentro. Hubiera sido más lógico alegrarse, ya que lo había añorado, o recriminarle por su tardanza, pero la espontaneidad tiene lógica propia. Me limité a buscar la corbata granate a rayas y ocultarla por la parte en que iba perdiendo brillo.
—Hábilmente colocada, no se le nota. Haz el nudo un poco más abajo. —Le obedecí. Después, me miré al espejo; el defecto de la corbata quedaba satisfactoriamente disimulado.
—Gracias —pero Néstor no me respondió, ni volvió a comparecer audible o visible, en toda la mañana. Me eché a la ralle como tantas veces, por costumbre, sin pararme a buscar un pretexto que me justificase. Ya en el portal, desde alguna parte oscura me sacudió el deseo, bastante vago sin embargo, de llegarme al museo y echarles un vistazo a unos de mis cuadros preferidos, que no eran muchos, pero que no los prefería a la vez, sino por parejas o por tríos, afines o en contraste. Sucedía no obstante que, una vez dentro, siempre se me complicaba la visita, y, además de contemplar el trío, examinaba cuidadosamente la pareja. Pido disculpas por no dar una razón de tal comportamiento, que, obviamente, no debe de atribuirse al hecho de que aquella mañana viniera el viento a rachas, un viento que en su seno traía gotas gordas y espaciadas de esa que unas veces se aplastan como un beso y otras como un escupitajo. Por el museo, casi vacío, deambulaba un grupo de americanos viejos, con su guía. Parecían una manada de ocas conducida por la flauta de Hamelín.
—Me hace gracia cómo te engañas a ti mismo. La verdad es que no entiendes nada de pintura.
—No presumo. Los cuadros, me gustan o no me gustan. Los entendidos son los guías. ¿No escuchas a ése? Acaba de decir a sus clientes en qué año se desnudó esa mujer para que la pintasen.
—¿Y quién te dice que Tiziano no la pintó de memoria?
—También pudiera ser. Conocía tan bien el cuerpo de las mujeres, que no necesitaba tener delante a Dánae.
Experimenté, sin embargo, la sensación de que mis palabras, enviadas al interior de mí mismo, ese espacio al que llamamos interior por darle un nombre, pero al que no convienen conceptos espaciales, caían en el vacío. Néstor había vuelto a marcharse. Cabía la posibilidad de que sólo pudiera mostrarse de aquella manera intermitente o también la de que se estuviera burlando de mí: en cualquiera de los casos, y sin proponérmelo, le estaba reconociendo una voluntad autónoma. Me sentí molesto por mi propia culpa; busqué alguna distracción en el examen de cuadros que no solía mirar, no descubrí nada que me sacase de mí mismo. Y, de repente, me hallé inventando la historia del robo de las Meninas: algo así como si un banquero famoso, al entrar por la mañana en su despacho, se encontrase con que el enorme cuadro se halla instalado en el sitio de mejor luz, abrumador y fascinante. Los diarios, en primera plana y con tipografía llamativa, dan cuenta del robo. ¿Quién? ¿Cómo? ¿Cuándo? Era un excelente arranque, no sabía aún si de novela corta o de comedia. No pudo continuar mi imaginación, no pudo ir más allá, aunque sí comprendí que el desarrollo sólo podía ser policíaco, de una manera escasamente usada, algo así como el de una situación con una lógica propia, que en sí misma se engendra y en sí misma se consume. (¿La situación? ¿La lógica? Pues ahora mismo no me acuerdo.) Iba paseando sin rumbo, aunque con deseos de tomarme un café en alguna parte: mi mente se hallaba perdida como si tuviera ante mí el interior de una cueva de infinitos recovecos y que una fuerza remota, aunque desconocida, me obligase a explorarlos todos, para encontrar al burlón que le había instalado a su jefe inaccesible un cuadro famoso en el despacho, también (teóricamente) inaccesible. «Néstor Pereyra», pensé, de repente; y, como eco de mi mismo pensamiento, sentí su voz lejana que me llamaba. «¡Espérame, espérame!» Miré hacia atrás: nadie corría tras de mí, menos que nadie Néstor. En mi interior, el mismo al que me refería antes, de cuya existencia dudo, sentí que se aproximaba, apresurado, un poco jadeante. Mi interior, ¿era la cueva de los recovecos incontables?
—Perdona que te haya abandonado, pero tenía que empaparme del Bosco, ¿sabes? El Bosco es el gran maestro de los que escriben como yo, es decir, de muy pocos. Posee el secreto de la fantasía. ¡No puedes imaginar lo útil que me resulta en eso de Aquilina y los gatos! Todo consiste en desplazar, de su contexto, realidades de distinta naturaleza y reunirías en un contexto nuevo. Tardé en darme cuenta de que ése era el verdadero planteamiento, siendo precisamente, como fue, lo que hicimos al juntar en una sola tu imagen de la Curva de Zésar y la mía de Aquilina y los gatos.
—Y el afilador de quien por último se enamora ella, ¿a qué contexto pertenece?
—El afilador emerge de la realidad mostrenca igual que el ladrido de un perro en una verdadera pesadilla.
Quedaba cerca el café donde, de noche, el Júpiter Tonante reunía a sus secuaces y derramaba carisma sobre las inteligencias maravilladas, representadas en cada caso por cabezas estúpidas. Le pregunté si le apetecía que nos refugiásemos en él, a aquellas horas semivacío. Me dijo que le daba igual. Entramos. Hallé un rincón penumbroso. Me instalé allí y, después de los trámites inevitables de camarero y café («¡Pídelo doble!», me sugirió Néstor desde su invisibilidad), me recogí en el rincón como quien va a escuchar. Cerca de nosotros, una muchacha estudiaba: tan metida en sus apuntes, que se le había subido la falda y se le veía el arranque de los muslos sin que ella se diese cuenta. Sentí a Néstor bullir. «¿Apetecibles, verdad?» me dijo, y yo le supliqué que no volviera a las andadas. «¿No estás escarmentado todavía?» Me pareció que buscaba una respuesta, aunque con dificultad: escuché esa respiración que jadea contra la incertidumbre; ¡en ese interior mío, diablo, aún el adecuado para que por él transcurra Néstor Pereyra! Sin embargo era el único posible.
—He descubierto —me respondió— que no hay nada tan excitante para la inteligencia y para la imaginación como un fracaso amoroso. De repente, todas tus energías quedan vacantes, aunque dispersas, y, uno, como el arquero a quien han retirado el blanco. Hay quien distiende el arco; quien recoge la flecha, pero también quien busca en qué emplear la energía latente. Me fue bastante fácil cambiar a la mía de orientación. El resultado es que tengo ya la novela en la cabeza. La veo como un panorama inmenso desde una cima, un panorama repleto de gatos singulares. Sólo nos falta ponerlo todo en palabras.
—¿Palabras tuyas?
—¡Palabras nuestras, leñe! Ésas que tú te sacas de tu precioso almacén y que concuerdan tan exactamente con mis imágenes. Debo prevenirte de que todo lo que llevamos escrito es útil, de que sólo faltan pequeños añadidos, y de que en la última de esas palabras está el punto de arranque de las futuras.
—Me gustaría saber qué has hecho de los gatos. Quiero decir después de la marcha de Aquilina.
—No marcha, sino fuga. Piensa, o espera, que la rueda del afilador la eleve al paraíso, además de sacarla de un apuro. No sonrías, porque la rueda no es un símbolo fálico. Por otra parte, y de momento, quiero decir, dentro del texto, al paraíso que espera alcanzar Aquilina carece de connotaciones sexuales, e incluso de cualquier otra connotación. Es un paraíso vago, casi mera palabra.
—Un paraíso al que se llega fugándose con una rueda. Como símbolo, no lo entiendo.
—Quizá no sea un símbolo.
—Pero habrá alguna razón para que huya con el afilador.
—Sí, claro, naturalmente: ella lo ha tomado por un ángel.
—Los ángeles son castos: el paraíso te va a quedar un poco soso.
—Eso no pasa de una suposición aventurada. Si entre los demonios lo hay íncubos y súcubos, ¿quién te dice que no los habrá también entre los ángeles? La capacidad erótica de los demonios no les vino con el castigo, sino que les resulta de su naturaleza angélica.
—Si se admite ese razonamiento, queda claro; pero no creo que pueda demostrarse. En cualquier caso, los angelólogos lo considerarían como una novedad peligrosa, y en estos tiempos no conviene jugar con la herejía.
—La existencia de los ángeles íncubos está garantizada por la Biblia. «Los hijos de los Dioses conocieron que las hijas de los hombres eran bellas, y las amaron. De ellos nació la raza de los gigantes.» Cito de memoria, pero no hay más que repasar el Pentateuco.
—Quizá tengas razón. Sin embargo, la cuestión me parece secundaria. Te preguntaba por los gatos.
La voz de Néstor tembló como emocionada, aunque quizá también orgullosa.
—Unos mueren; otros, se suicidan. Los hay que se entregan a su suerte: y se echan al camino, esa solución desesperada que en el mundo de los gatos aún no fue descrita; pero, unos cuantos, lo más espabilados, mantienen la compañía teatral y se van de tournée por los pueblos, ésos donde la llegada del teatro abre las puertas de los ensueños. Como carecen de experiencia, su programación no es la adecuada. Tienen éxito con el «Tenorio» y con «La malquerida»; pero fracasan con «Romero y Julieta». Ya ves: la gente de los pueblos la encuentra exagerada.
—¿Y «Hamlet»? Porque supongo que con Aquilina, habrán representado «Hamlet».
—Sí. «Hamlet» es la pieza con que consuelan sus fracasos. Cuando después de una representación frustrada, pongamos como ejemplo la de «La señorita Julia», se vuelven solos al bosque rodeados de noche, entre el canto del grillo y el de los alacranes, si bien antes de que se arranque el ruiseñor, entonces recitan «Hamlet».
Le dije que aquello me parecía bonito. (Incluso lo imaginé, un gato oscuro y gordezuelo, elegante de porte, que sube al tronco de un árbol y, desde una rama, recita el «Ser o no ser» con maullidos graves y el temblor sosegado de lo que no tiene ya remedio. ¡Ah, la gatita Ofelia, con su brazada de flores, y el tontón del gato Polonio, dando consejos de hombre sabio que no concuerdan con su evidente estupidez! En boca del gato Polonio, ¿cómo debemos interpretar lo de «Sé fiel a ti mismo»?)
—Pues claro que lo es. Puede salimos una descripción preciosa.
Algo más me contó: sobre los métodos que usaba Aquilina para disciplinar a sus actores, o acerca de la gente de los contornos, a la que invitaba a las funciones. Y cómo entre su público le había salido un crítico, que escribía en un papel sus objeciones o sus elogios y lo clavaba en la puerta de la casa con chinchetas. Aquilina no logró jamás averiguar quién era, aunque por ciertos barruntos sospechase que el misterioso crítico se había enamorado de ella.
—¿Antes del afilador?
—Naturalmente. El afilador es un personaje que sólo interviene en el último tercio de la novela, un verdadero azar: como que me temo que en realidad, no pase de Deus ex-machina. Aquilina escucha una mañana la flauta de Pan, Un tiruliru esperanzador, y lo llama para preguntarle si, además de afilador y paragüero, es castrador, porque un gato se le ha puesto tonto y necesita mutilarlo.
—¡Pobre gato! —exclamé.
Ya lo creo que pobre gato. Como que no pudo soportar la melancolía del eunuco y se ahorcó. Fue el momento más grave en la vida de la comunidad, el verdadero clímax. Ante Aquilina se presentó una comisión mixta, bastante amenazadora, con un mensaje de protesta. Se pronunció la palabra «tiranía», y Aquilina tembló. ¿Cómo podía incurrir en aquello de lo que había huido? De nada valió aducir como defensa la violación por el suicida de una gatita muy mona que era su preferida. Más aún, el gato había obrado de ese modo incivil en fechas no previstas por los ciclos ni por los ritmos: esta transgresión de los hábitos podía ser una causa justificante, pero le opusieron como razón inapelable la de que, a fuerza de representar los grandes dramas humanos, también ellos, los gatos, se habían humanizado, y que por tanto había que aceptar el ejercicio de la sexualidad fuera de los períodos idóneos, a cualquier hora, en cualquier sitio y con cualquiera, y no sólo como trámite de la procreación, sino al modo precisamente humano, el de los personajes enamorados o livianos que ellos representaban. A Aquilina no se le ocurrían contrarrazones. La cosa se puso fea. Hubo una asamblea de gatos y gatas en que se pronunciaron palabras duras, y, sobre todo, en que se vislumbraron los anuncios de un tiempo nuevo para la grey gatuna, un verdadera mutación, aunque considerada desde otro punto de vista pareciera más bien una mera revolución. No se sabrá jamás a quién se le ocurrió que los tiempos gloriosos del gaterío, que así se les llamó en seguida, presuponían la muerte, o quizás el sacrificio, de Aquilina, en seguida entendida como diosa culpable y responsable, o, lo que fue peor, como sacerdotisa de una diosa cruel e inaccesible cuya furia se calmaba únicamente con la ofrenda de testículos gatunos, siempre a pares. «¡Van a castrarnos a todos!», clamó la asamblea. Ella esperaba muerta de miedo el resultado de la reunión, y el afilador lo aprovechó para hablarle del cielo, y de que él podría conducirla a cierta situación de dicha insospechada. Los gatos uno a uno y en conjunto experimentaban por primera vez la embriaguez del verbo, aplicaban a sus propias palabras la retórica aprendida en la escena. ¡Oh, la magnitud de los apostrofes, increpado el Cosmos en todos sus componentes, desde Dios hasta Aquilina…! ¡Oh, la embriaguez incomparable de la oratoria! Todos querían echar su cuarto a espaldas; todos lo echaron. En general, cada discurso repitió el anterior sin más variación que la de algunas exclamaciones, la de cambios de matiz en la propuesta general de dar muerte a Aquilina. Hubo, sin embargo, quien no la reclamó, sino que la describió y se regodeó en la descripción: llamas lamiendo el cuerpo, garras de acero desgarrándolo. No faltó quien recordase que la prisión y el hambre constituyen aún el suplicio más duradero y también el más aparatoso, sobre todo si al hambre se le añade la sed. Cuando a alguien innominado (aunque en el uso de la palabra) se le ocurrió preguntar: «¿Y qué haremos después?», Aquilina se hallaba ya lejos, volando al cielo en la rueda del afilador. Al descubrir la huida, cada gato echó la culpa a los demás, y murieron algunos. Le dije a Néstor que me parecía bien, aunque estimaba más conveniente situar la conversación entre Aquilina y el afilador antes y no durante la asamblea, y sobre esto discutimos un rato. Ganó él, como siempre.
Cuando las holandesas estuvieron en limpio y amontonadas; cuando varias veces cada día las hojeaba e introducía en el texto correcciones insignificantes, quitar coma por la mañana, ponerla de nuevo por la tarde, en fin, lo de todo el mundo, la imagen de Néstor Pereyra empezó a perder nitidez en los contornos, digamos a insinuar una difuminación. No le veía con la precisión de antes, rotundos los zapatos y la corbata; menos aún se apoderaba de mi persona, frenética de invención, o en cualquier arrebato apasionado. A veces me costaba trabajo distinguir su forma entre las formas de los muebles, como si un pintor los hubiera confundido en manchas superpuestas y algunos salpicados de jazmines. Fue por entonces cuando me llegó de Galicia la carta en que me ofrecían comprarme unos montes abandonados por mi desgana a la retama y a la aliaga, dos hermosos matices del amarillo al estallar la primavera: también quedaban en ellos matas salpicadas de mimosas. Resultó que ocultaban una abundancia abrumadora de wolframio y que este despreciado metal, de repente, alcanzaba asombrosas cotizaciones. Intenté comentar la noticia con Néstor, pero apenas recibí de él más que unos cuantos monosílabos, sin el aditamento amable de la sorpresa o de la alegría. Si ya carecía de forma, empezaba a faltarle la voz. Tuve que hacer un viaje. Cerré la casa, después de haber puesto a buen recaudo las holandesas de la novela. El negocio se resolvió en algo más de una semana. El caserón en que había nacido y jugado de niño, las paredes y los predios en que había transcurrido mi niñez, necesitaban no sólo de mi presencia, sino de una inmediata restauración, si no quería que se llevase un viento las paredes, que se anegasen de lluvia las estancias. Vendí los montes y me hallé de pronto rico, si bien me acometiera la nostalgia de un pasado de escasez y de ensueños. Me propuse volver. Dejé las cosas dispuestas para el pronto regreso, pero, antes de restaurar la hacienda abandonada, que me ofrecía ahora la posibilidad de transformar mi bohemia en la vida de un señor campesino, acudí al reclamo del montón de holandesas, que durante aquella ausencia no habían dejado de clamar, de acuciarme, de urgirme. En mi casa vacía, la que fuera de María Elena, quedaban recuerdos de Néstor Pereyra, ecos en los rincones, un olor en el aire, pero ni un mero testimonio de su presencia. Tengo experimentado alguna vez ese modo evasivo con que se manifiesta alguna gente: acaba de marcharse cuando llegas, llega cuando tú te has marchado (ya lo dije otra vez), esos que siempre son como un hueco que no se llena nunca. Pues ni de esa manera huidiza se manifestaba Néstor. Me preocupé durante algunos días de su naturaleza y de la de sus relaciones conmigo: me preocupé hasta la angustia, porque no hallaba explicación. ¿Había sido un personaje soñado? ¿Era un ente de espíritu tan real como yo, necesitado de cuerpo, necesitado transitoriamente? ¿Y por qué durante un tiempo, y no siempre? ¿Y dónde estaba ahora? ¿En aquel fondo de mí mismo que yo no me atrevía a explorar, pero de cuya superficie emergían parejas de manos suplicantes, seres semejantes a Néstor que quizás apareciesen un día? Tuve que hacer un viaje para librarme de la congoja: había llegado un momento en que temía rozar el misterio y destruirlo. Releí la novela, introduje las últimas comas, aprendí que un texto narrativo jamás está bien puntuado. Después, busqué un impresor capaz de procurarme, fuera cual fuese el precio, una edición clandestina. No me fue fácil, pero lo hallé finalmente en la persona de un monárquico irritado contra la dictadura, vociferante sin precauciones contra la censura previa. La novela le pareció un estupidez. No obstante, la imprimió. Un día me encontré con quinientos ejemplares intonsos, el pie de imprenta en Méjico D.F., la fecha de la edición retrasada en dos años. Algunas librerías aceptaron un ejemplar, aunque sin pagarlo. Envié unos cuantos por correo a personas ilustres por la calidad de sus juicios: ninguna de ellas publicó la menor recensión. No cuento al Júpiter Tonante entre los ilustrísimos, pero también se la envié. Pasados unos días, aparecí en la tertulia. Como saludo, el Gran Brahman me preguntó si todavía me duraba el dinero de María Elena, a juzgar por lo bien trajeado que aparecía, y también por mi excelente aspecto. No me di por enterado. Hubo un momento en que hallé oportuno preguntarle por «Aquilina y la flauta de Pan». «¡Ah, sí, aquel disparate del que usted me había hablado! Ya lo recuerdo. Una bobada. No pude ir más allá de la tercera línea.» Me lui a Galicia y llevé conmigo lo que me quedaba de la edición, casi toda. Mientras me adecentaba la casa, conseguí una lista de los departamentos de español en algunas Universidades extranjeras, y mandé el libro.
Una vez, en La Coruña, lo vi en manos de una muchacha que tomaba un café distraída. Parecía leerlo con atención. Permanecí un buen rato observándola: se le enfrió el café, tuvo que pedir otro, continuó leyendo. Fue mi primera satisfacción, también la última…
¿Dónde estará Néstor Pereyra? «Los suspiros son aire y van al aire.» Alguna noche creo que camina por ese lugar en que se engendran los sueños y pasa fugaz por el mío, pasa como una sombra apresurada o empujada por el viento. Pero no creo que sea él, sino sólo su recuerdo.