LA DIFUSA Y VARIAS VECES CONFUSA CARTA PUBLICADA EN LA REVISTA NUESTRA TIERRA, LA QUE A SÍ MISMA SE LLAMÓ TAMBIÉN NO MAN’S LAND
«Mi querido lector: no sé quién es usted, ni llega en realidad a importarme, ya que la mayor parte de mi vida la llevo dirigiéndome a gente desconocida y escribiendo para ella. Se me ocurre que no existe razón, pues, para que le ofrezca explicaciones, pero debo confesarle mi debilidad por explicar lo innecesariamente explicable, con razones inválidas, aunque, si es posible, rigurosas. La primera de las que se me ocurren ahora es la de que me resulta usted extremadamente atractivo, aunque me reconozca incapaz de barruntar su idiosincracia. Pero, ¿encuentra escaso, como razón suficiente, el hecho de que me lea? Pues la segunda, complementaria de la anterior y de su misma seriedad, halla su fundamento en su calidad de lector de esta revista, que no llega más que a cierta clase de personas, tan selectas e inteligentes como admirables: NUESTRA TIERRA no la leen más que hombres extraordinarios, además de escasos. Enhorabuena por serlo: merece usted mis respetos; debo advertirle no obstante que poca gente los estima, a causa probablemente de mi universal admiración por lo real tanto como por lo que no lo es. Y, si continúa leyendo estas líneas, lo cual le será de veras provechoso, sobre todo en lo que a sus pérdidas de tiempo se refiere, le quedaré, además, agradecido. ¡Fíjese usted, agradecido! ¡Un sujeto como yo, agradecido a un caballero ignorado, cuyo rostro es una mancha sin forma ni color perdida entre millares de manchas parecidas! Gracias.
»Estamos en el otoño. ¿No cree que esta circunstancia debe tenerse en cuenta? Si anduviésemos por la primavera, las cosas serían muy diferentes. La primavera es la estación de los viejos. Reviven cuando calienta el sol, si es que no mueren antes; vuelven a enamorarse y hacen el ridículo con las muchachas, las cuales, sin embargo, les quedan reconocidas, y nunca falta alguna que acepte sus manipulaciones: a pesar de lo cual o precisamente por ello, la primavera es un tiempo inestable, y la mayor parte de las revoluciones, de las guerras y demás conflictos provocados por los viejos, se engendraron en ella, para estallar en los primeros días del verano. Los jóvenes son, finalmente, quienes lo pagan: mueren o sufren por su manía de entusiasmarse con lo que no han inventado. Las muchachas quedan sin novio, y, a veces, sin marido. ¿No les sería mejor no rechazar a los viejos? Acaso los dejasen tan exhaustos que no les quedase vigor para revoluciones ni guerras, menos aún para entusiasmar a los jóvenes con esas consignas que los viejos inducen y que los jóvenes creen invenciones propias. El otoño en que estamos actualmente es un tiempo considerablemente más atractivo: el de los hombres maduros. ¿Lo es usted? Porque, si no lo es, más vale que no siga leyendo. Lo que voy a contar aquí, sólo a los maduros puede importarles porque sólo ellos están en disposición moral de comprenderlo, aunque no todos, sería un privilegio incomprensible, sino sólo la mayor parte de los lectores de esta revista, si bien no se me oculta que en algún lugar del mundo, o en varios que ya van siendo muchos, existen profesores recalcitrantes que nos objetan frívolamente el espíritu y la forma característica de esta publicación y que probablemente objetarán el espíritu y la forma de esta carta. No puedo menos que mostrar en público mi repulsa, y, si me apuran, manifestar mis sentimientos caritativos hacia ellos, los pobres, encerrados en su seriedad científica, moral y biológica. Son serios en todos los momentos de su vida, todo lo que hacen lo hacen en serio, ni siquiera saben reírse de sí mismos en esos momentos solitarios en que nuestra constitución material nos equipara a los bichos superiores e incluso a todos los que, inferiores o ínfimos, se alimentan y digieren. ¡Ah, caballeros, es menester una gran habilidad dialéctica y una gran fe en nuestros propios razonamientos para mantener el respeto a nosotros mismos cuando salimos del baño! Después, esas cosas las olvidamos todos, y nos seguimos engañando. Pero si hablo en primera persona lo hago por hábito retórico: algún hombre rimbombante prefiere los plurales. En la puerta de los servicios de NUESTRA TIERRA se advierte a los usuarios que no se olviden de reírse de sí mismos al entrar y al salir, aunque nunca con estrépito, sino con el debido comedimiento. Ya lo dijo el poeta: “La luz del entendimiento me hace ser muy comedido”, y aquí todos lo somos bastante.
»De todos modos, a pesar de lo dicho, es relativamente posible, por no decir seguro, que mucha gente se desentienda de estas razones al llegar a su meollo. Voy a tratar de tres novelas que no ha leído casi nadie, y, quienes las desconocen, es justo que se llamen andana y digan fú. Comenzaré por afirmar, porque es lo cierto, que no me siento descontento, menos aún desdichado, por esa indiferencia de la que llegan señales constantemente: no se hizo la miel para la boca del asno, y aunque por lo general los refranes suelen consistir en la emisión, paralelística o no, de una mentira vergonzante que aspira a suplantar a la verdad[1], puedo asegurar con toda la seriedad de que soy capaz, que no es mucha, pero sí suficiente, que en esta ocasión tomo, del refrán enunciado, lo que oculta de verdadero, no lo que muestra de falso, y repito que no se hizo la miel para la boca del asno queriendo dar a entender que esas novelas supradichas son de calidad tan singular que resulta intolerable por lo injusta; tan insólitas que casi son insultantes; tan perfectas que casi incurren en la decadencia, ¿o es que no admite usted que la decadencia vaya implícita en la perfección? ¡Oh, amigo mío, la brutalidad de lo saludable sólo admite parangón con su evidente tosquedad! Sólo de una sociedad enferma están excluidas las palabrotas, y únicamente los que se proclaman débiles disimulan el hedor con perfumes: lo mismo le sucede a la literatura. Por lo tanto, si yo soy el que lo afirma, no rechace mi aserto. Al fin y al cabo, el autor de esas novelas soy yo. Y esto, declararlo, publicarlo, es el objeto primordial de la presente prosa. Sé que es difícilmente creíble, pero esto sucede siempre que se afirma, públicamente o no, una verdad inesperada o simplemente incómoda. Lo es ésta. Muchos profesores de Literatura han elucubrado verbalmente o publicado trabajos críticos sobre cada una de ellas sin que les haya pasado por las mientes que pudieran deberse a un caletre indiscutiblemente único: sería mucho más tolerable que, permaneciendo como anónimas, se llegase a la conclusión, escrupulosa entre las lógicas posibles, de que nadie les ha escrito; que se consideren como surgidas, espontáneas ellas, de cualquiera de esas entidades colectivas o quizás abstractas a cuya responsabilidad se cargan, con satisfacción tan generalizada que es casi general, las autorías de tantos acontecimientos históricos, más importantes por supuesto que algunas obras literarias, aunque menos decisivos para el porvenir de la Humanidad; me refiero a las guerras o a las revoluciones, y a algún que otro matrimonio escandaloso. Estamos en una época en que se detesta a los hombres singulares en beneficio del tumulto. De que soy singular, y no tumultuoso, no cabe duda; de que, con la afirmación de mi autoría, introduzco un elemento perturbador en los solemnes y siempre repetidos espacios académicos donde puede ser tenida en cuenta, estoy seguro, y por eso escribo la presente. ¿Quién no se reirá de mí, sobre todo los que lo consideran todo, además del “todo”, implícito en el inicial Big Bang? Allí estaban mis novelas, junto a los otros posibles narrativos, y allí estaban también las risas con las que se ríen de quienes, como yo, pretenden ser autores de lo que han escrito. Y parto de la evidencia de que, lo que escribo, lo mismo puede ser verdad que mentira, lo mismo lo puede haber escrito el verdadero autor que un bromista o un falsario. Considérese, sin embargo, que mi condición de desconocido invita a sospechar que nadie va a beneficiarse de mis afirmaciones, porque es igual que si las hiciera el aire o una entidad impersonal inventada para el caso. (Y cuyo nombre, lástima grande, no se me ocurre ahora, aunque bien pudiera encerrarse en la sigla NEMOS). Yo soy el autor de esas novelas y lo más probable será que no lo crea nadie, pero la misma probabilidad existe de que, por lo menos, le quede a alguien la duda de si miento o no miento. Y esa mera duda, siendo honrada, obliga a considerar de nuevo el estado de la cuestión, no en el sentido de preguntarse si Uxío Preto es el autor a quien nadie conoce, sino la mucho más comprendida, y difícil de estudiar, de si las tres novelas fueron escritas por la misma persona. ¡Ah, a esta interrogación no podrán ya hurtarse los estudios, porque en sus conciencias se ha aposentado una duda dudosa, la duda de una duda, o su sombra! También se desmoronarán las conjeturas montadas sobre hipótesis, sobre falsas noticias, sobre polémicas interesadamente provocadas. Los perspicaces investigadores, dueños de admirables virtudes intelectuales, así como de infalibles instrumentos, carecen sin embargo de los que permiten actuar a los detectives, lo cual queda probado por el hecho de que ciertas pistas ni siquiera les sirvieron para organizar enrevesados o sencillos sistemas de sospechas. En la bibliografía correspondiente a “La historia que se busca en los reflejos”, la tercera, cronológicamente, de las tres novelas, se registra la polémica entre un tal M. Morris, de filiación y ubicación ignoradas, y el famoso doctor Harrison, de Iowa. Nadie se preguntó quién era M. Morris, ni siquiera el director de la revista que publicó su primer trabajo: se conoce que lo halló bueno; pero tampoco se preguntó nadie por qué, a raíz de la polémica, salieron al mercado, por cierto bastante caros, seis ejemplares del texto cuestionado: los adquirieron, sin regatear, las bibliotecas de otras tantas universidades de reciente fundación, aunque bien reputadas: los custodian como tesoros. Algún tiempo después, un artículo de José. V. Vázquez, publicado en un diario de Caracas, aporta un número de datos bastante fidedignos que le permiten descubrir o al menos sospechar con algún fundamento, que el autor de “La ciudad de los viernes inciertos” es un conocido novelista hispanoamericano, quien, sin embargo, no se dio por aludido, lo cual hizo suponer que aceptaba la atribución, aunque sin comprometerse; pero las razones científicas aducidas por el profesor Richard Martin, de Cardiff, en sentido negativo, hicieron tambalearse la hipótesis o la fundada opinión del dicho señor Vázquez. Curiosamente, empezaron a circular noticias de que cierto librero de viejo, de Madrid, poseía nada menos que nueve ejemplares de “La ciudad de los viernes inciertos”: Los adquirieron a precios muy elevados los habituales compradores. Por último, no hace más de seis meses, “Aquilina y la Flauta de Pan” fue acusada de plagio. Carmen Becerra, de la Universidad Compostelana, salió en defensa de su originalidad, y los tres artículos que dedicó al tema se siguen alabando como extrañamente perspicaces. Pero ni ella ni nadie relacionó con la polémica la aparición, en el mercado de raros, de catorce ejemplares Aquilinos, inmediatamente vendidos. ¿No es para sospechar el que tres acontecimientos, tan semejantes que parecen el mismo, relacionen del modo que acabo de decir a las tres novelas citadas? La similitud, ¿no suscita la duda? Pues yo declaro, y que me crea quien quiera, que yo, Uxío Preto, escribí lo firmado por M. Morris, por José Vázquez y por el descubridor del plagio, Mr. Compton, como aseguro que saqué a la venta ejemplares de las tres novelas sencillamente porque los tenía y me hallaba apurado de dinero contante; también porque podía aprovechar esta ocasión para que la gente del gremio recordase unos libros que empezaban a olvidarse en beneficio de otros peores, aunque más recientes y menos conflictivos. Tuve suerte: gané el dinero que necesitaba y puse en circulación las novelas como cuestión renovada de investigación y crítica. Su bibliografía aumentó escalonadamente, pero, de repente, algo las situó de nuevo en la región de la sombra y del olvido, no por razones intrínsecas, sino porque libros más modernos las habían desplazado. Lo considero injusto, ya que no se ha dicho sobre ellas ni lo suficiente ni lo necesario. Por semejante razón, ni más ni menos, escribo y publico esta carta. Mi sinceridad o, si se prefiere, mi descaro, avala mis intenciones. No queda otro remedio, señores profesores, que regresar a la vieja ignorancia y formularla precisamente en los términos que propongo. ¿Son las tres del mismo autor? ¿Es éste Uxío Preto? Averigüenlo. ¿Y quién es, o fue, o sigue siendo, Uxío Preto? Descubrirlo parece menos mollar, tarea de detectives o de poetas.»