Epílogo

París, atardecer del viernes 10 de diciembre de 1999.

Matilde se encerró en la cocina para decorar la torta de cumpleaños de Jérôme, que festejarían al día siguiente. Se había propuesto que el decorado recrease una escena del cuento favorito del niño, Jérôme y la familia de gorilas blancos; se trataba de una sorpresa.

Como los tres se quedaron mirando la puerta, cabizbajos —Kolia, en realidad, no entendía nada, pero imitaba al pie de la letra a sus hermanos mayores—, Al-Saud los condujo escaleras arriba, a la sala de música, para distraerlos.

Amina exigió que pusiesen su disco compacto favorito, una recopilación de hits de los 80, para ejecutar la coreografía que bailaría en la escuela de danzas antes de las vacaciones de fin de año. Corrió a su dormitorio, se calzó el tutú rosa que Matilde le había comprado días atrás sobre el pantalón y regresó a las corridas. A Eliah lo dejaron boquiabierto la seguridad y la certeza con que manejó el control remoto del equipo de música Nakamichi, que costaba unos cuantos miles de dólares y que él había cuidado con tanto esmero en el pasado. Desde la llegada de los niños, ese tipo de cosas habían perdido valor.

Amina pareció cobrar vida al sonido de Eye of the tiger. Los tres hombres la observaron bailar con paciencia y, a instancias de Al-Saud, la aplaudieron y la abrazaron.

Lo que después comenzó como una clase de Shorinji Kempo, terminó en un enredo de cuerpos sobre la alfombra. Kolia reía, emitía frases inentendibles desde cierta distancia y agitaba la mamadera.

Así los encontró Matilde al entrar en la sala de música: Eliah echado de espaldas en el suelo, Amina sobre su pecho, con el tutú nuevo aplastado y deslucido, y Jérôme a su lado, tratando de esquivar las cosquillas de su padre. Al descubrirla en el umbral, Kolia corrió hacia ella y se abrazó a sus piernas. Matilde lo levantó y lo besó en los carrillos.

—Hola, mi amor, mi tesoro. ¿Cómo está el príncipe de mamá? —Kolia le señaló a los demás en la alfombra—. Vamos con ellos. ¡Ey, aquí llegamos nosotros! —anunció, y sentó a Kolia a horcajadas en el cuello de Al-Saud; ella se tendió a su lado.

Después de una guerra de almohadones, quedaron exhaustos y acezantes sobre la alfombra. Matilde descansó la mejilla sobre el pecho de Al-Saud, que extendió los brazos y los cobijó a los cuatro. Cerró los ojos y suspiró, dichoso. La música del disco compacto de Amina, que se ejecutaba una y otra vez, ganó preponderancia en el silencio repentino.

Al-Saud levantó los párpados de repente y buscó con la mirada a Matilde, que lo esperaba, con gesto anhelante, cuando sonaron los primeros acordes de Can’t take my eyes off of you. Lo emocionó el brillo en los ojos de su mujer. Las lágrimas desbordaron y se deslizaron por sus sienes. Jérôme, siempre atento a Matilde, se incorporó a medias y la observó, preocupado.

—¿Qué pasa, mami? ¿Por qué lloras?

—No llora —intervino Al-Saud—. Está emocionada porque ésta es nuestra canción favorita, de tu madre y mía.

—Ah —dijo, aliviado, y volvió a recostarse y a aferrarse a la cintura de Matilde, que cerró los ojos y sonrió.

Al-Saud mantenía la cabeza ladeada en dirección a Matilde; no conseguía apartar la mirada de ella. Su semblante de luz cálida y blanquecina lo atraía; su sonrisa le resultaba sugerente, entre pícara y beatífica. Le pasó el dorso de los dedos por la mejilla, más para probar su tersura que para llamar su atención, y le preguntó:

—¿En qué pensás, mi amor?

—En que a mí siempre se me cumplen los sueños.

—¿Cuál es tu secreto?

—Soñar.

Fin