Al-Saud se quedó los primeros cinco días en la hacienda de Ruán. Después, viajaba a París por la mañana y regresaba al atardecer, pisando el acelerador del Aston Martin para sortear los ciento diez kilómetros que lo separaban de su familia. No se cansaba de la imagen que se repetía día a día, la amaba, cuando el chirrido de los neumáticos alertaba a Matilde y a los niños de su llegada, y salían a recibirlo. Jérôme corría a sus brazos, después llegaba Amina; a la zaga aparecía Kolia, con su paso entorpecido por los pañales y con el chupete en la mano. Al-Saud, de cuclillas, los cobijaba a los tres y los besaba, y fingía prestar atención a sus demandas y relatos, cuando, en realidad, sólo pensaba en lo feliz que era. Al cabo, los niños le daban lugar a Matilde, que caía en los brazos de su esposo para recibir una porción de mimos y de palabras de amor, escena que no causaba gracia a Kolia, por lo que se abría paso entre las piernas de sus padres y atraía la atención de Matilde agitando el puño y exclamando: «¡Ma-ma-ma!».
En contacto con la naturaleza y con los caballos y, en especial, gracias a la influencia de Takumi Kaito, Jérôme recuperó la alegría. A Matilde se le llenaban los ojos de lágrimas al verlo entrar corriendo en la cocina, sin resuello y entusiasmado, para contarle que la yegua había parido o que los cachorros de la perra de Laurette estaban mamando. A Jérôme, nada le causó más dicha que la ocasión en que Al-Saud lo condujo a un corral, le señaló un potrillo y le dijo: «Ése es tuyo. Ése es para ti. ¿Cómo lo llamarás?». Desde ese día, rara vez abría la boca para referirse a otra cosa que no fuese Tornade, su frisón, y aguardaba con ansiedad el regreso de Eliah para ir a verlo y tocarlo.
Temprano por las mañanas, Takumi le enseñaba a montar, y resultaba asombroso el dominio que Jérôme conquistaba sobre el caballo con cada lección, lo que le proporcionaba seguridad y un incremento de la autoestima. A la hora de la siesta, mientras Amina y Kolia descansaban, Matilde mandaba ensillar los caballos para ella y para Jérôme, y buscaban la frescura húmeda del bosque de robles y de arces; por supuesto, los guardaespaldas, también a caballo, los seguían a corta distancia. Eran momentos de paz, en los que se reencontraban como madre e hijo, en los que hablaban de trivialidades o de temas trascendentes.
Acostumbraban a bañarse en la piscina por las tardes, cuando Eliah regresaba de París, y el agua conservaba la tibieza de la jornada estival. Se enfundaban en los trajes de baño —Matilde usaba malla entera para evitar que Jérôme viese la herida en su costado izquierdo, aún ostentosa y de color magenta— y se zambullían en medio de risas y de gritos. Había flotadores para los más pequeños, que chapoteaban en la parte baja, a cargo de Matilde, en tanto Al-Saud le enseñaba a Jérôme los estilos de natación. Cuando se cansaba de nadar mariposa o crawl, el niño se montaba en los hombros de Eliah, donde se ponía de pie en precario equilibrio.
—¡Mira, mamá, mira! —vociferaba, y se lanzaba de cabeza.
De inmediato, Amina declaraba que deseaba hacer lo mismo, por lo que Al-Saud se trasladaba a la parte baja para complacerla, seguido por Jérôme, destinado a traerla a la superficie. Por más que las acrobacias de sus hermanos le arrancasen carcajadas y aplausos torpes, Kolia se aferraba al torso de Matilde cuando adivinaba las intenciones de su padre: hacerlo saltar por el aire para aterrizar en el agua. Tensaba las piernitas y los brazos y agitaba la cabeza para negar.
—Mami te protege —lo reconfortaba Matilde.
No obstante, Kolia accedía a sentarse sobre los hombros de Al-Saud para jugar a la pelota, actividad que lo fascinaba. Amina se encaprichaba en hacerlo sobre los de Jérôme. La consigna era impedir que la pelota tocase el agua. Jérôme se desternillaba de risa cuando Kolia, sin darse cuenta, tapaba los ojos a Eliah y ocasionaba que su equipo perdiese.
—¡Hijo, no me tapes los ojos! —protestaba Al-Saud, y lo obligaba a devolver las manitos a su cuello.
Cada tanto, Matilde y Eliah cruzaban una mirada a través de la piscina y sonreían, cómplices. «Te amo», dibujaba ella con los labios, y él respondía de igual modo: «Yo más».
Los niños también disfrutaban de las muestras de artes marciales que Takumi Kaito y Al-Saud les proporcionaban cuando practicaban en el gimnasio. Amina y Kolia los observaban entre risas, saltos y exclamaciones. Para Jérôme, el espectáculo de los dos adultos dirimiéndose con armas o simplemente con las manos y las piernas, constituía una experiencia que lo sumía en una concentrada seriedad. Una noche, Matilde y Eliah fueron a arroparlo, y lo notaron pensativo.
—¿Qué pasa, hijo? —lo indagó Al-Saud.
—Papá, quiero aprender a luchar como lo hacen tú y Takumi. Así nadie podrá llevarme lejos de ustedes otra vez.
—Nadie te llevará lejos de nosotros —le aseguró Al-Saud—. Pero si quieres aprender a luchar, Takumi y yo te enseñaremos. Si mamá está de acuerdo —se apresuró a agregar.
—Estoy de acuerdo siempre y cuando Jérôme prometa que sólo usará las artes marciales para defenderse y no para atacar a quienes no lo agredan.
—Ésa es una de las reglas básicas del Shorinji Kempo, lo primero que Takumi sensei te enseñará, campeón. ¿Estás de acuerdo?
—Sí, papá.
—Entonces, hablaré con Takumi sensei para que comience las lecciones.
—¡Gracias! —Alternadamente, se abrazó a los cuellos de Matilde y de Eliah.
Al día siguiente, Takumi Kaito los acompañó a Ruán, donde Matilde compró el uniforme de karate para Jérôme. Por la noche, salió a recibir a Eliah con una indumentaria que parecía un pijama blanco, ajustado con un cinturón de tela también blanca. No se lo había quitado en todo el día, y se lo había pasado detrás de Takumi, mientras éste cumplía con sus obligaciones de administrador, inquiriendo acerca del traje, del Shorinji Kempo, del karate, de los samuráis. Takumi Kaito, con su natural parquedad y prudencia, se cuidaba de traslucir el asombro que le causaba la perspicacia del niño y su memoria para retener los nombres en japonés.
—¡Mira, papá! ¡Mamá me compró el traje! ¿Sabes cómo se llama? Takumi sensei… Ahora le digo sensei igual que tú porque es mi maestro. ¿Sabes cómo se llama el traje? —Al-Saud fingió no saber—. Takumi sensei me dijo que se llama karate-gui. ¿Viste el cinto? Se llama obi. Takumi sensei me enseñó cómo atarlo. Takumi me prometió que, cuando sea más grande, me enseñará Jiu-Jitsu.
—¡Ey, campeón, qué bien lo pronuncias!
—Sí, Takumi sensei dice lo mismo, que pronuncio muy bien.
A lo largo de la cena, Jérôme y Al-Saud dominaron la conversación refiriéndose a las artes marciales; los demás comían y los observaban, hasta que Amina expresó que ella también quería un pijama blanco como el de Jérôme y aprender a pelear con Takumi «saisai».
—Es sensei, Amina —la corrigió Jérôme—. Y no es un pijama blanco. Es un karate-gui.
—¡Yo quiero aprender a luchar con Takumi sai…! ¿Cómo era?
—Se usan en la guerra.
Al-Saud se incorporó en la butaca de su escritorio.
—¿Cuándo llegó?
—Acaba de llegar —le contestó Antoine.
—Está bien —se limitó a decir, y cortó la llamada. Llamó a Edmé de Florian—. Edmé, ¿estás en una línea segura?
—Sí, habla.
—La paloma mensajera de Al-Muzara acaba de llegar. Estoy yendo para la casa de los Moses. Quiero descifrar el mensaje. ¿Tus hombres siguen vigilando?
—Las veinticuatro horas. Les advertiré de que tú irás.
En tanto conducía hacia la mansión en la Quai de Béthune, Al-Saud ponderaba las alternativas. Si Anuar Al-Muzara había respondido el mensaje falso que lo convocaba a París, significaba que no se había enterado de la muerte de Gérard Moses. También cabía la posibilidad de que lo supiese y hubiera decidido seguir el juego para tender una trampa a quien estuviese detrás del mensaje.
Franqueó el portón de la vieja mansión de los Rostein con las llaves de Shiloah. Antoine salió a recibirlo al solado que precedía a la mansión; resultaba obvio que había estado atento, esperándolo. Sin palabras, le indicó que lo siguiese. Había guardado el tubito con el mensaje en una vieja lata de avena que se hallaba en un armario de la cocina.
Al-Saud sacó el columbograma y le dio una rápida lectura; luego le dedicó una más pausada, mientras hacía anotaciones en una libreta. Después de descifrarlo, obtuvo el siguiente texto: «En la noche en que las fogatas arden para dar ánimo al sol, nos veremos en la isla del rey santo». Al-Saud masculló un insulto. ¿Qué mierda quería decir?
Al cabo, llegó Edmé de Florian, y se dedicaron a interpretar el acertijo. Dos horas más tarde, y tras consultar unas enciclopedias de la biblioteca de los Moses, acordaron que «la noche en que las fogatas arden para dar ánimo al sol» era la de San Juan, que va del 23 al 24 de junio y en la que se celebra el solsticio de verano y se prenden fogatas para ayudar al sol que, a partir de ese día, comienza a perder fuerza. En cuanto a «la isla del rey santo» era, sin duda, la Île Saint-Louis, habiendo sido Luis IX, rey de Francia, canonizado por Bonifacio VIII en 1297.
—Hoy es quince de junio —señaló De Florian—. Tenemos pocos días para planificar la emboscada.
—No olvides nuestro trato, Edmé: Anuar Al-Muzara es mío.
El libro de Matilde, Las aventuras de Jérôme, se publicó en Francia el 1° de junio. Matilde recibió una caja con los veinte ejemplares que le correspondían por contrato, y ese fin de semana hubo un festejo en la hacienda. Llegaron los hermanos de Eliah, con sus parejas y familias, Peter Ramsay y Leila, La Diana, Tony Hill y Michael Thorton, que los sorprendió con una novia japonesa.
Todos recibieron un ejemplar autografiado. Los hijos mayores de Shariar —Francesca, Gaëtan y Guillaume—, cada uno con un libro, perseguían a Jérôme para preguntarle si esto o aquello era cierto, y le señalaban las ilustraciones. Matilde lo notaba tímido y avergonzado, pero se abstenía de intervenir para permitirle que se desenvolviese por su cuenta. Amina se erigió en la defensora de su hermano; aseguró que Jérôme trepaba a una palmera alta hasta el cielo y derribaba a señores grandes con dos patadas de karate, aunque para eso tenía que ponerse su traje como pijama llamado…
—Karate-gui —le recordó Jérôme, apesadumbrado por el entusiasmo de la niña.
Por la tarde, Matilde se sentó en la alfombra de la sala, con Kolia en el hueco que formaban sus piernas —se había producido un altercado cuando Dominique, el menor de Shariar, intentó ocupar ese sitio, y Kolia le pegó con la mamadera para dejarle en claro que tenía nuevo dueño—, y preguntó a viva voz quién deseaba escuchar los cuentos que se disponía a leer. Minutos después, aun los adultos se congregaban en torno a ella y seguían las aventuras de Jérôme, que había buscado refugio en los brazos de su padre.
Un libro destinado a pasar sin pena ni gloria estaba suscitando revuelo en los medios de prensa porque la editorial, en una hábil maniobra publicitaria, había revelado que la autora, la desconocida Matilde Martínez, era la médica de Manos Que Curan que el 12 de febrero había salvado la vida del pequeño Mohamed, el niño palestino sorprendido en un fuego cruzado entre Hamás y el ejército israelí. Se estimaba que, para la presentación en la librería FNAC del centro comercial CNIT, en La Défense, arribarían periodistas de todo el mundo, ya que Matilde, con su actitud huidiza —en una salida irónica, la apodaban La Silenciosa—, se había convertido en una obsesión para la prensa. Después de todo, y como había titulado su artículo Ariela Hakim, se trataba de la médica que había detenido el operativo «Furia Divina».
Sandrine le había pedido autorización para revelar su identidad, a lo cual Matilde accedió después de varias horas de discusión con Al-Saud, que se oponía. Matilde sostenía que, si los derechos de autor se destinarían a solventar los gastos de la clínica Medalla Milagrosa, un buen nivel de ventas sería bienvenido.
Al día siguiente, Al-Saud llamó por teléfono a Sandrine y le indicó que, si la editorial no le presentaba un plan de seguridad, podían ir despidiéndose de la presentación y de Matilde.
—Ustedes quieren armar este show con ella —les advirtió—, entonces tendrán que invertir una fuerte suma para protegerla. Quiero el plan de seguridad en mi oficina en tres días.
Más allá de la propuesta de la editorial, Al-Saud tomaría sus propias medidas.
—¿Cuándo será la presentación? —quiso saber Joséphine.
—El sábado 26 de junio, a las cinco de la tarde.
A mediados de junio, N’Yanda y su hija Verabey llegaron a la hacienda de Ruán. Matilde corrió a recibirlas y, sin importarle la actitud austera de N’Yanda, la besó en ambas mejillas. Verabey, tan simpática como siempre, lloró de emoción.
Hacía tiempo que Matilde pensaba en convocar a N’Yanda para que la ayudase con las cuestiones domésticas y de los niños. Sin embargo, no se atrevía a pedirle a Joséphine que prescindiese de ellas en su hacienda Anga La Mwezi. Las cosas se precipitaron de tal modo que, vistas en perspectiva, estaban predestinadas. Mónica anunció que volvería a Perú; su madre acababa de fallecer, por lo que se haría cargo de sus hermanos menores. Por otro lado, N’Yanda llamó a Joséphine para comunicarle que ella y su hija abandonarían Anga La Mwezi y el Congo oriental, porque, por más que los hombres de la Mercure las cuidaban, estaban cansadas de vivir con el corazón en la boca.
—Sé que la guerra nunca abandonará este país —profetizó la mujer— y yo quiero paz.
Madre e hija terminaron recalando con sus magras pertenencias en la Misión San Carlos donde se disponían a pasar una temporada hasta conseguir un transporte a Kinshasa, algo muy difícil en esos tiempos de guerra. Amélie, en su llamado habitual a Eliah y a Matilde, les comentó la situación. N’Yanda y Verabey se trasladaron a la capital del país en un helicóptero de la Mercure asignado a la protección de la mina de coltán. En Kinshasa, se instalaron en un hotel. De nuevo, la amistad con Joseph Kabila demostró su utilidad en la tramitación de los pasaportes de N’Yanda y de Verabey, como también de la visa en el consulado francés.
Aunque amaba París y la casa de la Avenida Elisée Reclus, Matilde no mostraba urgencia por regresar. La hacienda de Ruán había probado su poder curativo; la recuperación de Jérôme se evidenciaba a diario. El ascendente de Takumi Kaito resultaba indispensable y, tanto en las clases de equitación como en las de Shorinji Kempo, le infundía paz y seguridad. Si bien Matilde continuaba despertándose a las cuatro de la mañana para hacerlo orinar, percibía que su hijo no tardaría en controlar esfínteres de noche; de todos modos, era consciente de que el tiempo no había llegado y de que las heridas de Jérôme estaban frescas.
Desde hacía tiempo, Matilde consideraba el futuro escolar de Jérôme. El año lectivo comenzaría en septiembre, y era hora de ir pensando en un colegio. Al-Saud quería que fuese a la escuela bilingüe a la cual habían asistido él y sus hermanos, a lo que ella se opuso porque Jérôme no estaba preparado para un nivel de exigencia tan alto; además contaba que no hablaba una palabra en inglés. De los meses en la misión, sabía que Jérôme leía y escribía el francés aceptablemente y que sabía sumar, restar y multiplicar. Le pidió a Thérèse que le consiguiese los planes de estudio para tercer grado, que le fueron enviados una tarde con Al-Saud, y se dedicó a analizarlos. Eliah compró varios libros de gramática francesa y de aritmética, y a mediados de junio, Matilde comenzó a preparar a Jérôme.
Terminada la clase de equitación y después de despojarse del equipo y de vestirse con ropa cómoda, Jérôme se encerraba con Matilde en el despacho para estudiar. Matilde, que había temido que el niño se rebelase y prefiriese estar en las caballerizas con Takumi Kaito o jugar con sus hermanos, se sorprendió al notar el interés y el afán con que se aplicaba a las lecciones.
—¡Qué niño inteligente eres, tesoro mío! —lo elogió una mañana en que le había repetido las diez tablas sin equivocarse, y la sonrisa de Jérôme le tocó el alma.
—Mami, quiero ser el mejor alumno.
—Serás un muy buen alumno, tesoro. No es necesario que seas el mejor.
—Quiero ser el mejor para que papá esté orgulloso de mí.
Esa noche, Matilde le comentó a Al-Saud el anhelo de Jérôme y se dedicaron a conjeturar acerca del porqué. Al día siguiente, como era sábado, padre e hijo salieron a cabalgar solos, y Al-Saud se lo pasó alabando a Jérôme y contándole travesuras de su época escolar, como la ocasión en que no había estudiado para una prueba de historia y su amigo Sabir, el papá de Amina, se la hizo completa. La fechoría habría salido muy bien si la profesora no los hubiese atrapado in fraganti y los hubiese reprobado a los dos. Jérôme se carcajeaba sobre la montura, y Al-Saud sintió unos deseos irrefrenables de abrazarlo y de besarlo. Así lo hizo, y, mientras lo sostenía contra su pecho, pensaba: «Gracias por hacer feliz a tu madre».
El miércoles 23 de junio, Eliah Al-Saud le dijo a su esposa que tenía una cena de negocios y que no volvería a Ruán. Alrededor de las siete de la tarde, se introdujo subrepticiamente en el hôtel particulier de los Rostein por la terraza, sirviéndose de la escalera en el patio de la iglesia Saint-Louis-en-l’Île, pues, si bien los hombres de la DST cubrían los alrededores y no reportaban nada sospechoso, existía la posibilidad de que Anuar Al-Muzara hiciese vigilar la casa.
Al-Saud se ubicó en el despacho, donde se desembarazó de su ropa para quedarse con un mono de lycra negro que lo mimetizaría en la penumbra de la estancia. Hacía días que Antoine conocía su parte. Al-Saud lo escuchaba moverse en la plata baja. El sirviente sabía que una traición equivaldría a la muerte.
Como desconocían la hora en que se presentaría Al-Muzara, si era que se presentaba, Al-Saud se sentó en un sillón sumergido en la oscuridad y se dispuso a esperar. Cada tanto, Edmé de Florian, de guardia en una furgoneta estacionada sobre la Quai de Béthune, le hablaba al micrófono que Al-Saud tenía en la oreja y le pasaba el reporte de novedades, ninguna de relevancia.
—Tres hombres acaban de detenerse frente al portón —informó De Florian, y a continuación Al-Saud oyó el timbre.
Saltó de pie, se encasquetó el pasamontaña, calibró los lentes de visión nocturna y se mimetizó en la oscuridad, junto a la puerta entornada del despacho.
—Cara Pálida —dijo Al-Saud, y empleó el nom de guerre de Edmé—, ¿puedes confirmar si uno de ellos es la presa?
Como habían concluido que el jefe terrorista sospecharía si hallaba encendida la luz del portón, le habían ordenado a Antoine que la mantuviese apagada, lo que dificultaba el reconocimiento.
—Negativo, Caballo de Fuego. Aunque por la contextura física, puedo afirmar que dos se ajustan a las medidas de la presa.
—Acaban de entrar —reportó otro agente de la DST.
Al-Saud oyó el sonido distante del portón que se cerraba y de los pasos que cruzaban el solado y se aproximaban a la mansión. Las voces iban adquiriendo nitidez, si bien para Al-Saud resultaba imposible entender lo que decían.
—¡Es la presa! —confirmó el experto en sonido después de grabar las voces que captaban los micrófonos plantados en la casa y compararlas con un registro obtenido de una vieja filmación casera realizada por Alamán en una fiesta familiar en la casa de la Avenida Foch. La operación no había insumido más de siete segundos.
La adrenalina se precipitó por los miembros de Al-Saud y le confirió una energía que lo desbordaba. Le costaba mantener en su sitio al Caballo de Fuego; piafaba y relinchaba, ansioso por entrar en acción. Oyó que subían por las escaleras. La voz de Anuar viajó hasta él con claridad.
—¡Qué oscuro está acá! —se quejó.
—Anoche se quemó la lámpara del corredor y no he tenido tiempo de cambiarla —mintió Antoine—. Pero usted conoce la casa tan bien como yo, señor Anuar. Espere al joven Gérard en el despacho, por favor. Iré por él. Está en su dormitorio, descansando. No se ha sentido bien en todo el día.
«Perfecto», masculló Eliah para sus adentros; el mayordomo cumplía con lo pactado. Se movió hasta esconderse tras la puerta. Si Antoine seguía ejecutando su parte como hasta el momento, no se detendría en el despacho, ni siquiera para abrir la puerta y encender la luz en un gesto de cortesía; continuaría hacia el final del corredor con la excusa de despertar a Moses.
Uno de los guardaespaldas de Al-Muzara abrió a medias la puerta y, antes de que acertara con el interruptor, Al-Saud la cerró sobre su antebrazo con tal furia que se oyó el crujido del cúbito o del radio al romperse. La puerta rebotó con el impacto y volvió a abrirse. Al-Saud se lanzó fuera y descargó dos tiros en el hombre que pegaba alaridos y se sostenía el miembro quebrado. El otro custodio disparó, pero al hacerlo en la oscuridad y contra un blanco vestido de negro, falló. Eliah se le echó encima y lo redujo sin dificultad; le propinó un golpe de puño en el estómago, lo aferró por el brazo derecho y lo obligó a darse vuelta, colocándolo de frente a Al-Muzara, quien, en el afán por reducir al atacante, disparó al pecho de su guardaespaldas y lo mató.
Al-Saud aprovechó el instante de desconcierto del jefe terrorista y le lanzó una patada en la mano, que lo despojó del arma, y otra en la mandíbula, que lo arrojó al piso, donde Eliah, después de quitarse el pasamontaña negro y los lentes con visión nocturna, se aseguró de que su cuñado lo reconociese a la tenue luz que provenía de abajo.
—Sí, soy yo —dijo, con una sonrisa lobuna—. Eliah Al-Saud.
Le propinó trompadas, cuidándose de descargarlas lejos del rostro; lo quería reconocible. El jopo le caía sobre la frente y se agitaba al son de su ira.
—¡Te perdoné la vida aquella vez que me pediste que te llevase a Bobigny para visitar la tumba de Samara! ¡Cometí un error por el cual pagué caro! ¡Hoy no me apiadaré de ti! —Gotas de saliva saltaban fuera de su boca a medida que alternaba los golpes con insultos.
—No… —gimoteó Al-Muzara al darse cuenta de que Al-Saud abandonaba la golpiza para empuñar una pistola.
—Oh, sí, Anuar. Pagarás una a una tus traiciones. Ésta es por haber intentado secuestrar y matar a mi viejo, maldito hijo de puta. El hombre que te cobijó, que te cuidó como a un hijo. —Descargó una bala calibre 22, de gran poder destructivo cuando se la dispara de cerca, en el hombro de Al-Muzara, que soltó un rugido de dolor y de pánico—. Y ésta es por asesinar a Sabir a sangre fría. Maldito cobarde. ¡A Sabir! —Otro disparo; más aullidos y gritos—. Estuvo cinco años en prisión por tu culpa. Los israelitas lo torturaron para sacarle tu escondite, rata miserable, y nunca ¡nunca! abrió la boca.
Al-Muzara seguía consciente pese al dolor y a la pérdida de sangre. Sabía a quién tenía encima, comprendía las palabras. Sabía también que moriría. En una pausa de Al-Saud, entreabrió los ojos y alcanzó a balbucear «no lo hagas» cuando vio que su cuñado le apoyaba la pistola en el lado izquierdo del pecho. Volvió a cerrarlos al percibir el metal frío del cañón.
—Y esto, Anuar, es por haberte metido con mi mujer. —Al-Saud oprimió el gatillo de su Walther P22 y perforó el corazón del terrorista palestino.
Entró en la cocina de la casa de la Avenida Elisée Reclus alrededor de las dos de la madrugada y lanzó el bolso con ropa y las llaves del Aston Martin sobre la isla de mármol. Que Marie y Agneska se hiciesen cargo. Sólo pensaba en un baño de inmersión. Ahora que la adrenalina se retiraba de su flujo sanguíneo, afloraban los dolores musculares fruto de la tensión y de la agresiva ejercitación física.
En su dormitorio, se encaminó como ciego a su mesa de luz, levantó el portarretrato con la fotografía de Matilde, la que Juana le había tomado en los Jardines de Luxemburgo, y la besó en los labios.
—Ya estás a salvo, Matilde —murmuró—. Ya nadie te hará daño, mi amor.
Recostado en el jacuzzi, consultó la hora. Las tres menos diez de la mañana. «¡Qué mierda!», se dijo y salió de la bañera para hacer una llamada telefónica. Respondió de inmediato una voz adormilada.
—Ariel Bergman —dijo Al-Saud—, soy Caballo de Fuego.
—¿Caballo de Fuego? ¿Qué pasa? ¿Por qué me llama a esta hora?
—Le he dejado un regalo bajo el Puente Alejandro III, del lado de la explanada de Los Inválidos. Apúrese, vaya a buscarlo antes de que otro se apropie de él.
A las ocho de la mañana, Al-Saud todavía dormía cuando sonó el timbre de su celular.
—Allô? —dijo, con acento pastoso de sueño.
—Soy Bergman. Ya recogimos el regalo. Estoy impresionado.
—Esperaba que lo estuviese. Conseguí lo que ustedes no lograron en años.
—¿Qué quiere a cambio?
Al-Saud rió por lo bajo.
—Después de los servicios que le he prestado a su país y después de no haber sacado a la luz la documentación que tengo, yo diría, Bergman, que su deuda conmigo es inconmensurable. Sin embargo, tengo una piedra en mi zapato.
—¿A qué se refiere?
—Su país y yo tenemos un enemigo en común, que sigue vivo en Bagdad.
—Nuestro enemigo ya está en jaque.
—El hecho de que esté en jaque no significa que esté fuera del juego.
—Usted conoce el juego tan bien como yo. Un rey en jaque sólo se mueve para escapar, y éste no tiene adónde. Se mueva como se mueva, seguirá en jaque. Se aproxima el momento del jaque mate. Igualmente, la deuda de mi gobierno para con usted es grande y requiere una compensación. Le doy mi palabra de que vigilamos de cerca a nuestro enemigo en Bagdad. Antes de que él o sus sicarios asomen la nariz fuera de la ciudad, yo lo sabré. Y, entonces, usted estará prevenido.
—Me enviaron a Bagdad porque no tenían a nadie para hacer el trabajo. Ahora resulta ser que mi enemigo está siendo vigilado de cerca. No entiendo.
—En estos meses, no nos hemos quedado de brazos cruzados y ya tenemos a su reemplazo instalado en el corazón del enemigo. Perdimos a un hombre y casi lo perdemos a usted. Aprendimos una lección dura en los últimos tiempos y no volveremos a fallar.
—Así lo espero. No olvide que siguen en mi poder las pruebas para que sea Israel la que quede en jaque.
—Lo tengo bien presente.
Al-Saud regresó a Ruán el jueves 24 de junio por la tarde, y al día siguiente, cerca del mediodía, la familia inició el retorno a París.
El sábado 26 por la mañana, Sandrine, la editora de Matilde, la llamó para ajustar los detalles de la presentación en la librería FNAC. A las cuatro de la tarde, la familia se subió en la camioneta Mercedes Benz ML 500, dotada de un blindaje y de contramedidas electrónicas especiales, y se dirigió al distrito La Défense, al famoso centro comercial CNIT.
A Eliah lo puso de mal humor la cantidad de automóviles y de gente, y comenzó a arrepentirse de haber cedido a la presión de Sandrine y de Matilde. A través del sistema de comunicación inalámbrico instalado en su oreja y que se perdía tras el cuello del saco, pasó revista a sus hombres. N’Yanda y Verabey se encargaban de los niños tras una fortaleza de guardaespaldas, en tanto Matilde, rodeada por los brazos de su esposo, avanzaba entre la multitud. La seguía de cerca la seguridad provista por la editorial.
La rueda de prensa se llevó a cabo media hora antes del inicio de la presentación. Una cincuentena de periodistas sacaba fotografías, filmaba, aprestaba sus grabadoras y micrófonos. Matilde y Al-Saud habían ensayado respuestas a posibles preguntas comprometedoras relacionadas con el conflicto palestino-israelí, por lo que Matilde se sentía segura y tranquila. Entró en el recinto con una tenue sonrisa, secundada por Eliah. Los murmullos se acallaron. Los periodistas la siguieron con ojos pasmados. ¿Esa joven, que parecía una adolescente, era la que había puesto fin al operativo «Furia Divina»? No reconocían en esa muchacha delicada y femenina a la mujer con delantal de Manos Que Curan que sorteaba escollos en medio de una balacera. Un detalle sí recordaban: su cabellera, la misma que habían visto flamear como un estandarte de oro en tanto corría para alcanzar al niño en aprietos. Enseguida se fijaron en el hombre de traje azul oscuro, que la escoltaba con celo y que les lanzaba vistazos amenazadores. La guiaba con una mano en el hombro, y su estatura —un metro noventa, calcularon— empequeñecía a la pediatra argentina y la colocaba en un plano de vulnerabilidad de la cual nadie habría intentado aprovecharse con ese hombre a su lado. Los murmullos inundaron la sala de nuevo cuando empezaron a preguntarse de quién se trataba. Una voz aseguró que era el esposo, otra, un custodio.
Matilde tomó asiento tras una mesa llena de micrófonos y sorbió agua. Sandrine se ubicó a su lado. Al-Saud se retiró unos pasos y adoptó la actitud del guardaespaldas, con las piernas algo separadas y la mano derecha cerrada sobre la muñeca izquierda, lista para deslizarla bajo el saco y extraer la Colt M1911.
Las preguntas fueron variadas y abarcaron un sinfín de temas, desde la infancia de Matilde en Córdoba hasta su acto heroico en la ciudad de Gaza. Ella las respondía con amabilidad, si bien con contestaciones cortas; evitaba profundizar en su intimidad. Un periodista quiso conocer su opinión acerca del conflicto palestino-israelí. Matilde contestó:
—Mi querido amigo, Sabir Al-Muzara, me dijo una vez: «Matilde, la paz sólo se construirá sobre la base del perdón. Nosotros tenemos que perdonar a los israelitas. Los israelitas tienen que perdonarnos a nosotros. Somos dos pueblos maravillosos, que se han perdido en la cultura del odio y de la desconfianza. El perdón nos sanará». Pienso lo mismo que Sabir, los israelitas son un pueblo maravilloso, los palestinos son un pueblo maravilloso. Tengo fe en que algún día abandonarán el camino del odio y recorrerán el del perdón, por el bien de los niños. En verdad, ésa es la única salida.
—No más preguntas —dijo Sandrine, y la rueda de prensa se terminó.
Después de la presentación, en la que Matilde se deleitó gracias a las intervenciones de sus lectores pequeños —sin duda, hacían preguntas y comentarios más sensatos que los periodistas—, firmó ejemplares. Sus familiares y amigos aprovechaban para acercarse y saludarla. Jérôme se arrebujaba a su lado y recibía con timidez y embarazo las adulaciones de los mayores; las miradas curiosas de los niños también lo avergonzaban. Amina, en cambio, se sentía la estrella y contestaba por su hermano. La desfachatez de la niña fue contagiando a Jérôme, que empezó a soltarse, a sonreír, a murmurar respuestas, al principio monosilábicas, después más largas.
Matilde firmaba y conversaba con los lectores, e intentaba mantenerse atenta a Jérôme y a Amina. Sonrió, ufana, sin levantar la vista de la dedicatoria que estaba escribiendo, al escuchar la respuesta que Jérôme le ofreció a una anciana que le preguntó, con acento incrédulo, si Matilde Martínez era en realidad su madre.
—Fue mi mamá en otra vida. Ahora me adoptó.
Entregó el libro que acababa de firmar, atrajo a Jérôme hacia ella y lo besó.
—Te amo —le susurró, y siguió firmando.
Alrededor de las ocho y media, como empezaba a oscurecer, se anunció un espectáculo de fuegos artificiales en la explanada del ingreso del centro comercial.
—¿Les gustaría ir a ver los fuegos artificiales? —preguntó Al-Saud a Jérôme y a Amina.
—¿Qué son los fuegos artificiales? —quiso saber la pequeña; por la mueca de Jérôme, Al-Saud dedujo que tampoco los conocía.
—Son unas luces de colores que explotan en el cielo. Les gustarán mucho.
—¡Sí, vamos! —se entusiasmó Amina, y tomó del brazo a Jérôme.
—Mi amor —dijo Al-Saud en dirección a Matilde—, llevo a los chicos afuera y vuelvo.
Matilde asintió con una sonrisa y siguió firmando. En su camino hacia la explanada, Al-Saud se topó con La Diana.
—Hola, Eliah.
—Hola, Diana. Gracias por venir.
—No quería perdérmelo. ¿Y Matilde? ¿La dejaste sola?
—No. Está con los custodios. Enseguida regreso.
—Iré a saludarla.
Matilde interrumpió la conversación con la madre de un lector y se puso de pie para dar un abrazo a La Diana, que la apretó con sentimiento.
—Hace tres horas que te veo firmar. ¿No quieres tomar algo? ¿Te traigo un té?
—Sí, por favor —aceptó Matilde—. Un té con leche me vendría muy bien.
La Diana se alejó hacia el sector de los bares.
La rondaba a la distancia y nunca la veía sola. Debía andarse con cuidado; por mucho que se cubriese con unos lentes para sol, cualquiera podía reconocerla. Eliah Al-Saud se alejaba con los niños, y los demás parientes pululaban a los lejos. Acababa de presentarse la oportunidad que esperaba: Matilde había quedado rodeada por desconocidos.
En tanto se aproximaba, Céline soltó una risita nerviosa. Le costaba creer lo que estaba presenciando: el éxito y la fama de Matilde. No le bastaba con haberle robado a su hombre; también se cubría de gloria cuando su estrella languidecía. Abrió el cierre de la cartera e introdujo la mano. Sin extraerla, empuñó la pistola y siguió avanzando.
Al-Saud se ocupó de dejar a sus hijos al cuidado de sus hermanos, de N’Yanda y de Verabey y de un nutrido grupo de custodios y regresó al interior del complejo comercial. Caminó a paso rápido hacia la librería. Apenas traspuso el ingreso, la vio. A Céline. El cuerpo se le cubrió de un sudor frío. Matilde se ponía de pie y le sonreía, contenta de verla, ajena al peligro que se cernía sobre ella.
—¡Céline, no! —vociferó Al-Saud, y se lanzó a correr, consciente de que no llegaría a tiempo.
Céline sacó el arma y disparó. Al-Saud soltó un rugido y se detuvo en un acto reflejo. Vio a La Diana volar sobre el escritorio, junto con una taza, un plato y una bandeja. Oyó un quejido, al que le siguió el estrépito de la loza hecha añicos.
—¡Matiiildeee! —clamó, en tanto corría hacia ella—. ¡Matiiildeee!
La muchedumbre se aglomeraba y no le permitían verla. Se abrió paso derribando gente. La vio inclinada sobre La Diana, que, acostada sobre la mesa, se sujetaba el hombro izquierdo y fruncía la cara en un gesto de dolor.
—¡Diana! ¡Déjame ver la herida! —le pedía Matilde—. ¡Eliah, una ambulancia! ¡Rápido!
Al-Saud la sujetó por los hombros y la obligó a mirarlo. Matilde se asustó de su palidez y vio tanta angustia en sus ojos que le acarició la mejilla y le aseguró:
—Quedate tranquilo, estoy bien. A mí no me pasó nada.
Unos guardias, los que la editorial había contratado para proteger a Matilde, redujeron a Céline, le sustrajeron la pistola y la arrastraron fuera. Céline gritaba como desquiciada.
La ambulancia condujo a La Diana al Hospital Lariboisière, especialista en urgencias, donde ingresó en el quirófano con una bala en el hombro.
Matilde, Eliah, Yasmín y los hermanos Huseinovic aguardaban en la sala de espera. Leila, con su vientre que apenas se adivinaba bajo una blusa suelta, se cobijaba en el abrazo de su esposo, Peter Ramsay. Matilde se aproximó y le tomó las manos.
—No quiero que te pongas nerviosa ni que te angusties. Yo vi la herida. No creo que la bala haya tocado nada vital. La Diana es fuerte y saldrá de ésta sin problemas.
—Te salvó la vida —murmuró Leila.
—Sí —acordó Matilde—, le debo la vida.
Volvió junto a Eliah, que hablaba por teléfono. Al ver aproximarse a Matilde, se alejó, y ésta no intentó seguirlo.
—Era tu viejo —le informó cuando volvió a su lado—. Está en la sede de la Policía Judicial, donde tienen detenida a tu hermana.
Matilde no hizo comentarios. Deslizó las manos bajo el saco de Eliah y se apretujó contra su cuerpo. Enseguida, sintió la presión de su abrazo y el beso en la coronilla.
Alrededor de las once de la noche, el cirujano se presentó en la sala de espera y tranquilizó a la pequeña concurrencia al asegurar que la cirugía para extraer el proyectil había sido exitosa. La Diana pasaría la noche en terapia intensiva.
—Está despierta e insiste en hablar con un tal Eliah —dijo el médico, y paseó la mirada entre los presentes.
Al-Saud dio un paso adelante y siguió al médico. Le indicaron que se lavase las manos y que se cubriese con un barbijo y con un delantal antes de ingresar en la unidad de cuidados intensivos. Se deslizó dentro del compartimiento de La Diana con el sigilo de un gato.
—Diana —susurró, y le apretó la mano.
Los párpados de la muchacha se despegaron con dificultad. Sonrió al ver que se trataba de Al-Saud. Le habló con voz rasposa.
—Esta vez no te fallé, Eliah. Esta vez le salvé la vida.
Al-Saud se inclinó y apoyó la frente sobre la de La Diana. Guardó silencio hasta que ganó dominio para decir:
—Gracias. Me salvaste la vida a mí también.
—Perdóname.
—Te perdono.
—Eliah, echo tanto de menos a Markov.
—Lo sé, cariño, lo sé.
—Murió por mi culpa.
—No. Murió porque le había llegado la hora. Es así, aunque nos duela aceptarlo.
Matilde y Eliah llegaron a la casa de la Avenida Elisée Reclus pasada la medianoche. Hallaron a N’Yanda en la cocina, esperándolos. Les sirvió café recién hecho, que devolvió un poco de color a sus semblantes. En tanto sorbían el brebaje espeso y humeante y mordisqueaban unos brioches, escuchaban el reporte de la ruandesa, que les contaba acerca de los niños. Ninguno se había dado cuenta de la tragedia que se desataba en la librería, y habían partido a cenar con las familias de sus tíos Alamán y Shariar de muy buen grado. Por supuesto, Jérôme había preguntado cada diez minutos por su mamá y por su papá.
Matilde y Eliah subieron callados la escalera. Después abordarían el tema de Céline. En ese momento, deseaban comprobar que sus hijos durmiesen plácidamente. A Jérôme lo encontraron ovillado, con algo sujeto en el pecho. Se trataba del libro Las aventuras de Jérôme. A Matilde se le acalambró la garganta. Al intentar quitárselo, el niño se rebulló y terminó por despertarse.
—¿Mami?
—Sí, hijo —contestó Al-Saud, y encendió el velador—. Somos mamá y papá.
—¿Dónde estaban?
—En la librería, terminando de firmar libros —mintió Matilde—. ¿Te gustó la presentación? —Jérôme asintió—. Ahora todos saben lo valiente que eres, tesoro mío. Todos te admiran. ¿Estabas leyendo el libro antes de dormirte? —El niño volvió a asentir—. ¿Qué parte te gusta más?
Jérôme abrió el libro en las primeras páginas y le señaló la dedicatoria.
—Ésta es la parte que más me gusta. Léemela, mamá.
Matilde, emocionada, le entregó el libro a Al-Saud, que leyó:
—A mi adorado Jérôme, hijo de mi alma, para que vuelvas a mí. A mi querido amigo, Sabir Al-Muzara, que me dio alas para escribir. A E.A.S., amor de mi vida.
—¿Quién es E.A.S.?
—Es papá. Eliah Al-Saud.
Jérôme les dirigió una sonrisa satisfecha, como si hubiese estado esperando esa respuesta.
Se abrazaron en la intimidad del dormitorio. Matilde percibía la tensión en los músculos de Al-Saud. Le conocía ese semblante; para muchos, no habría expresado nada; para ella, era un libro abierto: estaba enojado, furioso, se sentía impotente, y eso alimentaba aún más la rabia.
—Creí que me moría cuando la vi sacar el arma. No llegaba. Habría sido imposible llegar a tiempo para protegerte. No puedo explicarte lo que sentí, Matilde. Otra vez…
—Shhh. Todo pasó. No quiero que nos angustiemos pensando en lo que podría haber sucedido.
—Esto es por mi culpa. Esa loca me advirtió que si volvíamos a estar juntos, te mataría, y yo no hice nada para impedirlo.
—¿Y qué podías hacer? ¿Mandarla encerrar?
«Matarla», se respondió Al-Saud.
—¿Qué te dijo mi papá?
—Que ya se había puesto en contacto con un abogado penalista.
—No quiero que Celia vaya a la cárcel, Eliah.
—¡Pero yo sí, Matilde! ¡Quiero que pase el resto de su vida en la cárcel! Esa loca casi destruye la razón de mi existencia.
—Mi amor, entendeme, es mi hermana y está enferma. En la cárcel, sólo empeorarían las cosas. No se curaría de su adicción. Sufriría a diario la violencia de las otras presas. Con lo hermosa y altiva que es, se ganaría el odio de las demás. ¡Podrían matarla! ¡No quiero que otro de mi familia pase por ese calvario, Eliah! ¡No quiero! ¡No quiero!
Matilde se cubrió el rostro y se echó a llorar. Al-Saud la apretó contra su pecho.
—Por amor de Dios, no llores. No soporto verte sufrir.
El domingo por la mañana, Al-Saud salió temprano y volvió alrededor del mediodía. Había estado en la 36 Quai des Orfèvres, la sede de la Policía Judicial. Su amigo, el inspector Olivier Dussollier, y el abogado penal a cargo del caso de Céline lo habían puesto al tanto de la situación.
En la casa de la Avenida Elisée Reclus, se encontró con que Matilde estaba preparando las valijas para regresar a Ruán. Sandrine la había llamado para contarle que su celular no dejaba de sonar; los periodistas le pedían el teléfono y la dirección de Matilde para entrevistarla por el intento de asesinato. Como no había trascendido la identidad de la atacante, la prensa especulaba con un atentado terrorista.
—No quiero estar en París. Me voy con los chicos hasta que pase esta locura.
Al-Saud encontró razonable la decisión, y esa noche durmieron en la hacienda. Volvieron a la rutina. Matilde no miraba la televisión ni leía los periódicos, y se mantenía ajena a la realidad. Había decidido no preguntar por el destino de su hermana. Sabía que su padre y Eliah se ocupaban; cuando tuviesen noticias relevantes, se las comunicarían. Mientras tanto, ella se dedicaba a sus hijos, en especial a Jérôme, a quien seguía dando clases de apoyo para nivelarlo con el programa de enseñanza francés. En París, Thérèse realizaba una investigación de los colegios con planes de estudio más vanguardistas y revolucionarios en materia pedagógica. Matilde sabía que su hijo era un niño especial y que debía asistir a un colegio especial, que contemplase, aceptase y valorase sus diferencias. Los sistemas tradicionales no lo comprenderían y lo harían sufrir.
En la búsqueda de documentación para proseguir con el trámite de adopción de Jérôme, el padre Jean-Bosco Bahala halló en una parroquia de las proximidades de Rutshuru el certificado de bautismo de Jérôme, según el cual el niño había nacido el 10 de diciembre de 1990. Matilde lloró sobre el documento el día en que Eliah se lo entregó. El hallazgo, que tanta felicidad proporcionó a Matilde, le mereció al sacerdote una suculenta donación.
Cuando Jérôme, muy entusiasmado, le contó a Takumi Kaito que había nacido el 10 de diciembre de 1990, el japonés lo miró fijamente por unos segundos; luego, comentó:
—Otro Caballo en la familia.
—¿Qué quieres decir, sensei?
—Que, por haber nacido en el 90, eres Caballo, como tu padre, pero de Metal, como tu madre. —El japonés sonrió con aire indulgente ante la cara de desconcierto del niño—. Ven —dijo, y lo tomó por el hombro—, te explicaré lo que significa haber nacido bajo el signo del Caballo de Metal.
Una noche calurosa de finales de julio, todavía en la hacienda de Ruán, Matilde y Eliah, después de acostar a los niños, decidieron ir a la piscina. Los trajes de baño no duraron en sus cuerpos, y terminaron desnudos, haciendo el amor, primero en el agua, después sentados sobre una colchoneta en la orilla.
Todavía jadeante a causa del orgasmo, Al-Saud aprisionó a Matilde entre sus brazos, la recostó en la colchoneta y le suplicó en francés sobre los labios:
—Nunca me abandones, nunca me dejes.
—Jamais (Jamás).
—Tal vez me arrepienta toda la vida de haber cedido a lo que me pediste.
—¿A qué?
—A ayudar a tu viejo a sacar a Céline de la cárcel.
—¿Salió en libertad?
—Sí. ¿Cómo podés estar contenta? ¡Trató de asesinarte!
—Mi amor, Dios ha sido tan generoso con nosotros. ¿No podemos serlo con ella, que es un alma perdida? Quiero que tenga una oportunidad para ser feliz. En la cárcel, no la tendría.
Al-Saud resopló con aire iracundo.
—Acordé con tu viejo que la internará en una clínica de rehabilitación en Londres. Gracias a mis conexiones en el gobierno, logré que le revocasen la visa de trabajo. No podrá volver a Francia. No me mires con esa cara —se enfureció—. ¡Te compadecés de todos menos de mí!
—Mi amor —se pasmó Matilde—. Yo…
—Quisiste que esa loca de Céline quedase en libertad, sin pensar en mí, en la angustia que voy a sentir sabiendo que todavía hay alguien ahí fuera acechando para hacerte daño. ¡Si te matan, yo me pego un tiro, y que de nuestros hijos se ocupen mis hermanos!
La amenaza y la furia disfrazaban un alma atormentada, insegura y lastimada, Matilde lo comprendió enseguida. Apoyó las manos en las mejillas de Al-Saud y lo contempló con mansedumbre.
—Yo también haré lo mismo. Si te matan, me pego un tiro. Pero nada de eso sucederá. Viviremos mucho y seremos felices. Tal como le pedimos a Dios frente al Muro de los Lamentos, envejeceremos juntos para ver a nuestros hijos convertidos en personas de bien.
—¡Matilde! —clamó él, entre enojado y emocionado—. ¿Cómo podés estar tan segura?
—Porque a mí siempre se me cumplen los sueños.