El atardecer regaba de sombras las laderas de las montañas congoleñas. Al-Saud se frotó los muslos entumecidos. Habían transcurrido la jornada agazapados en la cima de una colina desde donde vigilaban el campamento interahamwe. Recién al mediodía, bajo un sol impiadoso, cuando vieron emerger a Karme de una choza, confirmaron que estaban en el sitio correcto. Un momento después, apareció Jérôme con la cara hinchada de sueño. Al-Saud calibró los binoculares al máximo aumento y lo siguió en su caminata hacia una choza abierta donde comían y realizaban otras actividades, como ver televisión o jugar a las cartas. Sus piernas largas, cubiertas por unas bermudas deshilachadas, avanzaban con lentitud, como si los pies le pesasen. La cabeza le colgaba entre los hombros caídos y huesudos. Su disposición agobiada golpeó a Al-Saud, y atizó sus peores escrúpulos. «Ya voy por ti, Jérô. Aguanta un poco más», pensó, y sintió el dije deforme de la Medalla Milagrosa pegado a la piel bajo la chaqueta.
En un principio, cuando Taylor le contó que, según la inteligencia que poseían, el niño dormía en la choza del jefe interahamwe, se había atormentado imaginando que éste abusaba sexualmente de Jérôme; sin embargo, el espía aseguró que, en realidad, Karme había desarrollado un afecto paternal por el niño tutsi y que lo obligaba a que lo llamase papá; de hecho, Jérôme era el único niño tutsi al que se eximía de trabajar en las minas y que formaba parte del ejército de Karme.
Atacarían a las diez de la noche y sólo por tierra. Habrían liquidado a esas ratas en un abrir y cerrar de ojos si hubiesen echado mano de los helicópteros artillados. El operativo, sin embargo, requería precisión. Sacar con vida a los niños tutsis, ésa había sido la condición de Laurent Nkunda para proveerlos de tropas y de armamento.
Al-Saud había acordado con tres de sus mejores hombres, Dingo, Zlatan Tarkovich y Lambodar Laash, que lo rodearían y le cubrirían la retaguardia mientras él avanzaba hacia la choza de Karme. No importaría si el campamento se convertía en un campo de batalla; nada contaba excepto sacar a Jérôme de allí. Por su parte, Taylor, Tony Hill y Michael Thorton comandarían las tres brigadas compuestas de diez rebeldes cada una, que asolarían a los guerreros hutus.
Alrededor de las nueve y cuarto, se colocaron de espaldas sobre el terreno y repasaron con pintura de camuflaje las bandas que les surcaban la cara. Ajustaron los barboquejos de los cascos y se calzaron los lentes de visión nocturna. Chequearon los fusiles M-16 y se aseguraron de contar con varios cargadores en sus cananas; también revisaron los cuchillos y las granadas de mano. Poco después de las nueve y media, extrajeron barras proteicas y latas de Red Bull de sus macutos, y comieron y bebieron en silencio. A las diez menos cinco, Taylor susurró cerca del micrófono insertado en el casco para probar el sistema de comunicación. Uno a uno, los hombres respondieron con claridad.
En la choza más grande del campamento, construida sobre troncos de palmeras y cubierta con hojas de banano, sin paredes, se congregaba un grupo ruidoso de muchachos. Algunos jugaban a las cartas, bebían vino de palma, fumaban y vociferaban sus apuestas. Otros veían televisión, conectada a un generador de electricidad, cuyo motor aportaba al bullicio y se fundía con los acordes de un concierto de rock. Al-Saud avistó a un trío que se inyectaba una sustancia en la vena radial, probablemente heroína, y temió hallar a Jérôme en ese grupo. Por fortuna, no estaba. Lo había perdido de vista una hora atrás, cuando el niño se alejó en la oscuridad. Descubrió a Karme echado en un sillón de cuero destartalado. Hablaba por radio y reía a carcajadas.
Si bien el campamento presentaba un cuadro de fiesta y desenfreno, un retén custodiaba el perímetro; lo conformaban unos quince jóvenes, tal vez más, que daban la espalda al campamento y mantenían una actitud seria y atenta; sus miradas perforaban la oscuridad de la selva que los circundaba.
Taylor ordenó el descenso. Se desplazaron colina abajo y se sirvieron de la oscuridad y de la espesura de la selva para formar un cerrojo en torno al campamento. La música, el motor del generador y los gritos de los interahamwes resultaban el mejor escudo para protegerse en tanto tomaban sus posiciones. Al-Saud seguía sin ubicar a Jérôme, y había decidido que se dirigiría primero a la choza de donde lo había visto salir al mediodía. Sin articular palabra, utilizó las manos para ratificarles a Tarkovich, a Dingo y a Laash que se dirigirían a la cabaña del jefe Karme.
A la voz de «ahora» de Taylor, lanzaron granadas aturdidoras, más conocidas como flashbangs, cuya luz y sonido estentóreo desorientaron a los guardias y alborotaron a los rebeldes, que se lanzaron fuera de la choza principal dando gritos y blandiendo sus machetes. Karme saltó del sillón y vociferó órdenes que nadie parecía acatar.
Al-Saud corrió en dirección contraria a la de las brigadas, con sus hombres a la zaga. En el camino los interceptaron varios interahamwes, que elevaban sus machetes y se desplomaban a las ráfagas de los M-16. Al-Saud atravesaba la distancia que lo separaba de la choza sin mirar hacia los costados, fiándose de la maestría de sus hombres para apartar el peligro. A medida que se acercaba, perdía las esperanzas de hallar a Jérôme dentro. ¿No habría sido lógico que saliera al oír el alboroto?
Extrajo el cuchillo Bowie de su cinto y cortó la soga que ataba la puerta de cañas. Dio un vistazo rápido desde el umbral. La cualidad verdosa con que los lentes de visión nocturna teñían el interior hizo fosforecer unos ojos ubicados en el extremo opuesto al ingreso. Sólo le tomó unos segundos descubrir que se trataba de un niño, ovillado y tembloroso.
—¡Jérôme! —Al-Saud se abalanzó en su dirección, y el niño se deslizó tan deprisa que lo tomó por sorpresa—. ¡Jérôme! —gritó, desesperado, al verlo escabullirse fuera.
Corrió tras él. Jérôme se dirigía a la choza grande, al corazón de la trifulca. La impotencia lo abrumaba, sus gritos morían en el fragor de la contienda, sus piernas no se movían con suficiente velocidad, sus brazos no alcanzaban a rozarlo. Se detuvo, apuntó y baleó a un hutu que estuvo a punto de descargar su machete sobre Jérôme. Estiró el brazo y enterró el cuchillo en otro que se le aproximó por la derecha. Sintió un calor en la pantorrilla y supo que le habían dado un balazo. No se detuvo a pensar en ello y siguió su carrera tras Jérôme.
—¡Jérôme! ¡Soy Eliah! ¡Jérôme!
No sabía si sus hombres lo cubrían o si se habían perdido en el enredo de rebeldes de Nkunda y de interahamwes, que presentaban una batalla feroz. De pronto, Jérôme se detuvo, giró y volvió en dirección a la cabaña con el gesto y la actitud de un desquiciado, como si no se percatase de que el mundo se derrumbaba en torno a él. Eliah le salió al paso y lo levantó en el aire con el brazo derecho; en el izquierdo sostenía su M-16.
—¡Jérôme, escúchame! —Le ciñó el brazo en torno a la cintura hasta causarle dolor—. ¡Soy Eliah! ¡Soy Eliah! ¡He venido a buscarte!
Jérôme detuvo sus sacudidas frenéticas y sus puñetazos y se quedó quieto, sus ojos llorosos fijos en el hombre con casco y lentes extraños. Lo observó con desconfianza, respirando agitadamente, con los talones de las manos clavados en el pecho del extraño para tomar distancia. En el instante del reconocimiento, su mueca conmovió a Al-Saud: abandonó el gesto enojado hasta que sus rasgos adquirieron la suavidad de los de un niño de boca temblorosa y ojos excesivamente abiertos. Se abrazó al cuello de Eliah y lo apretó con tanta pasión que la vista de Al-Saud se nubló.
—¡Papá, viniste!
—Sí, hijo, aquí estoy. Aquí estoy, campeón. Vamos, salgamos de aquí.
—¡No! ¡Tengo que volver a la cabaña! —Se rebulló con tanto brío y tan inopinadamente que logró zafarse. Cayó en cuclillas y saltó para echar a correr.
Al-Saud masculló un insulto y salió tras él. La herida de bala en la pantorrilla comenzó a dolerle, y lo limitó en la marcha. Se metió en la choza y halló a Jérôme rebuscando bajo las esteras que cubrían el suelo con la ayuda de una linterna. Lo vio introducir la mano en un hueco y sacar una cajita, que Al-Saud reconoció de inmediato: la que Matilde le había regalado, donde el niño conservaba sus tesoros, un mechón de cabello rubio y un llavero Mont Blanc.
—Mon Dieu, Jérôme —dijo, cuando el niño le acercó la caja para enseñarle el contenido—. Vamos —lo apremió, y lo cargó en brazos—, salgamos de aquí.
Una figura ocupaba el espacio de la salida, un hombre bajo y fornido. Era Karme, y los apuntaba con una pistola.
—¿Adónde cree que va con mi hijo?
Al-Saud depositó a Jérôme en el suelo y lo escondió detrás de él.
—Jérôme es mi hijo —lo corrigió—. Y vine a llevármelo.
—¡Arroje el fusil! —Al-Saud lo colocó a sus pies—. Y la pistola que lleva en el cinto. ¡Vamos, deprisa! Muévalos con el pie en mi dirección. Ahora apártese. —Al-Saud no se movió—. ¡Jérôme, ven aquí! ¡Te lo ordeno!
Aunque Karme habló en kinyarwanda y Al-Saud no lo comprendió, instintivamente sujetó a Jérôme y le ordenó que no se asomase.
—Si no le permite salir, dispararé contra usted a riesgo de herirlo a él.
¿Dónde estaban Dingo, Laash y Tarkovich? Los había perdido de vista en sus idas y vueltas para detener a Jérôme. No pretendía iniciar ninguna maniobra que pusiera en peligro la vida del niño. Se trataba de un recinto pelado, carente de muebles donde resguardarse. Se le había entumecido la pantorrilla derecha, y la ráfaga de dolor le tocaba la ingle, por lo que sus reflejos habían menguado.
—Soy un hombre muy rico —habló, con el fin de distraer al jefe interahamwe—. Le daré una buena suma si me permite llevarme a Jérôme.
—¡Jérôme es mi hijo! No se lo daré por nada en el mundo.
—Jérôme no es su hijo —apuntó Al-Saud, con acento monótono—. Ni siquiera es de su tribu. Es un tutsi, enemigo de los hutus.
—¡Cállese! ¡Jérôme es mío! —Karme, ciego de ira, avanzó con la intención de sustraer al niño, y soltó la pistola con un alarido. El filo de la mano derecha de Al-Saud había caído sobre su muñeca.
Eliah tuvo tiempo de alejar el arma con un puntapié de su pierna sana. El jefe hutu desenvainó el machete. Al-Saud empujó a Jérôme, que rebotó contra la pared de la choza, construida con barro y cañas, y se ovilló para mantenerse lejos de la pelea. Eliah extrajo el cuchillo Bowie de la parte trasera del cinto y lo blandió en el aire. Estaba en desventaja, el machete medía alrededor de un metro, en tanto que su cuchillo tenía una hoja de treinta centímetros. Karme adquiría seguridad a medida que Al-Saud retrocedía y esquivaba los mandobles. Mostraba los dientes al sonreír con suficiencia y se agitaba y se cansaba innecesariamente en un despliegue de movimientos ineficaces. Saltaban chispazos en las ocasiones en que el Bowie chocaba con el machete.
Al-Saud fue trasladándose de manera lateral por la superficie circular de la choza hasta colocarse cerca de su pistola, la Colt M1911, que yacía en el piso. Karme levantó los brazos dispuesto a descargar el machete sobre su rival, y la punta se trabó en el entramado de hojas de banano del techo. Cansado y con la muñeca hinchada a causa del golpe de Al-Saud, no fue lo suficientemente rápido para extraerlo. Eliah se echó sobre él y le clavó el Bowie en el vientre, cuidándose de hundirlo hasta la empuñadura. Karme lo contempló con ojos desorbitados y un grito mudo antes de desplomarse. Al-Saud recogió su pistola y lo remató con dos tiros que le volaron la frente.
Limpió el cuchillo en la chaqueta militar de Karme y lo devolvió al cinto. Se colgó en bandolera el M-16 y empuñó la Colt M1911. Sin palabras, levantó a Jérôme del suelo, se lo cargó a la espalda y salió. El ataque había terminado, Al-Saud lo supo de inmediato. El paisaje después de una batalla era siempre el mismo: cadáveres, olor a pólvora y al hierro de la sangre, humo, quejidos y lamentaciones.
—Aquí Caballo de Fuego. ¿Cuál es la situación?
—Situación controlada —respondió Taylor—. Tenemos que apresurarnos en la retirada. Karme pidió refuerzos. Podrían llegar de un momento a otro.
La retirada no resultó fácil. Se trasladaban de noche con un grupo numeroso de niños tutsis a través de la espesura selvática guiados por las luces de sus linternas y la baquía de los hombres de Nkunda. A pesar de estar agotado por la pérdida de sangre y el dolor en la pierna, Al-Saud no aceptó el ofrecimiento de sus hombres de transportar a Jérôme. No lo apartaría de su lado hasta que lo pusiese en manos de Matilde. Lo llevaba sujeto a su espalda. El niño le rodeaba el cuello y la cintura y no se movía.
Se trataba de un recorrido de seis kilómetros el que los separaba de los helicópteros que los pondrían a salvo. Cerca del destino, se apartaron de la senda para esconderse entre la maleza cuando varias camionetas cargadas con milicianos —supusieron que era el refuerzo solicitado por Karme— se aproximaban a gran velocidad. Pasaron dejando una estela de gritos.
Avistaron los helicópteros alrededor de las cuatro de la mañana. Los niños pedían agua, lloriqueaban, trastabillaban y caían. Hubo que cargar a varios, en especial a los más pequeños. Los repartieron en el Mil Mi-25 y el Sikorsky Black Hawk de la Mercure, y en el Kamov Ka-32, la nueva adquisición de la Spider International.
Durante el viaje, Jérôme se mantuvo abrazado a Eliah, con la mejilla pegada a su pecho. No hablaba, prácticamente no se movía, y Al-Saud debió obligarlo a beber agua y a comer una barra de cereales. No consintió en que lo separasen de Jérôme cuando Martin Guerin, el paramédico de la Mercure, se dispuso a realizarle las primeras curaciones en la herida de la pierna.
—¿Qué tal la herida, Doc? —preguntó Al-Saud, y frunció el entrecejo en una mueca de dolor.
—Habrá que extraer la bala, jefe. Perdió mucha sangre.
En el campamento de Laurent Nkunda, donde fueron recibidos como héroes por haber recuperado a una treintena de niños tutsis, Osbele, el enfermero del Congreso Nacional para la Defensa del Pueblo, y Guerin le extrajeron la bala anestesiándolo localmente. Finiquitada la intervención, le inyectaron la antitetánica, gammaglobulina y un fuerte antibiótico. Le vendaron y le fajaron la pantorrilla, y Eliah salió de la tienda de enfermería caminando con un rengueo.
—Apóyate en mí, papá —le ofreció Jérôme, y le tomó la mano para colocársela sobre el hombro.
—Gracias, hijo. ¿Cómo estás? ¿Cómo te sientes?
—Bien. Tengo muchas ganas de ver a mamá.
Al-Saud emitió una carcajada conmovida.
—Sólo Dios conoce las ganas que mamá tiene de abrazarte a ti. Sólo ha pensado en ti en estos meses, Jérô. Sólo en ti, campeón.
Jérôme le destinó una mirada cuya tristeza quitó el aliento a Al-Saud.
—¡Ey, Eliah! —Taylor se acercó a paso rápido—. ¿Cómo estás?
—Bien. No fue nada. Ya me extrajeron la bala.
—Me alegro. ¡Ey, Jérôme, muchacho! —Taylor le acarició la coronilla—. ¡Qué alegría verte! Todos están esperándote con ansias. Tu amigo Kabú especialmente.
—¿Kabú?
—Ahora Kabú es mi hijo, Jérô, como tú lo serás de Matilde y de Eliah. Vive con sœur Angelie y conmigo en Londres. ¿Vendrás a visitarnos?
Jérôme se quedó mirándolo, confundido.
—Oye, Nigel —intervino Al-Saud—, no olvides nuestro acuerdo. Estos niños tutsis pasarán a manos de la ONU. No quiero que se queden aquí. Nkunda terminará por convertirlos en soldados.
—No te preocupes. El general Nkunda no los quiere. Son demasiado pequeños para cargar un AK-47 y matar gente.
Jérôme se orinaba de noche. Así se lo comunicó el ama de llaves del palacio de los Kabila en Kinshasa. Al-Saud colocó en la mano de la mujer trescientos dólares y le pidió que comprase un plástico para cubrir el colchón y que se ocupase de cambiar las sábanas a diario.
Hacía cuatro días que aprovechaban la hospitalidad de sus amigos Laurent-Désiré Kabila, presidente de la República Democrática del Congo, y de su hijo, Joseph. Los atendían como a reyes, pero tanto Eliah como Jérôme estaban ansiosos por partir. Sin embargo, los trámites para la adopción, en los que intervenían no sólo el Ministerio de Acción Social congoleño y la Asociación de Adopción Internacional, sino el consulado francés en Kinshasa, se enredaban y se complicaban, por lo que Al-Saud se lo pasaba de oficina en oficina, entregando documentos, escritos, declaraciones juradas, fotocopias y mucho dinero. Por supuesto, su amistad con el hijo del presidente se había convertido en el estandarte que le abría las puertas y apresuraba los expedientes, lo mismo que las conexiones de su prima Amélie en la Asociación de Adopción Internacional; en caso contrario, las tramitaciones habrían llevado semanas.
Él no contaba con semanas. En quince días, tenía una cita impostergable con su mujer y con un juez en el Ayuntamiento del Septième Arrondissement. La idea de que Jérôme compartiera ese momento con ellos lo ayudaba a recuperar el buen humor que los funcionarios congoleños y los franceses se empeñaban en agriarle.
Le preocupaba Jérôme con su carita de desolación y angustia. Hablaba poco y comía con desgano. Sus ojos sólo se iluminaban cuando le hablaba de Matilde o de sus nuevos hermanos; jamás sonreía. Echaba de menos la alegría de su muchacho, y se desesperaba porque no acertaba con las palabras ni los gestos para acceder a su alma atormentada. Matilde habría sabido cómo arrancarle una risa; él, en cambio, se sentía torpe e inútil.
Hablaba a diario con ella y le mentía, le decía que estaba en la base de la Mercure en Papúa-Nueva Guinea. Matilde le preguntaba cuándo regresaría, y él se limitaba a decirle «pronto, amor mío, muy pronto».
El viernes 30 de abril por la mañana, el cónsul francés en Kinshasa le entregó el pasaporte de Jérôme y los documentos que acreditaban a Eliah Al-Saud como su tutor legal, y le informó que podían regresar a la patria. Si hacía memoria, pocas veces a lo largo de sus treinta y dos años, Al-Saud había experimentado una dicha tan grande. Abrazó a Jérôme y le dijo:
—Vamos a casa. Vamos con mamá.
El sábado 1° de mayo, a las siete de la mañana, Matilde acomodó a Kolia en la sillita sujeta a la butaca trasera del automóvil, mientras Mónica sentaba a Amina, medio dormida, y le ajustaba el cinturón de seguridad. Marie también los acompañaría al aeropuerto de Le Bourget, sin contar a los tres guardaespaldas.
Matilde estaba tan ansiosa desde el llamado de Eliah el día anterior que no se detenía a meditar en la extraña naturaleza de su pedido —que fuese a recogerlo al aeropuerto— cuando la había vuelto loca exigiéndole que saliese poco, al menos hasta que les entregasen la camioneta Mercedes Benz blindada con el mismo rigor del vehículo del presidente de los Estados Unidos, según bromeaba Alamán. Matilde no pensaba, sólo ansiaba. Ansiaba estrechar a Eliah, ansiaba su olor, su cuerpo, su sonrisa, que eran sólo de ella, su mirada candente; añoraba esos detalles que se habían convertido en indispensables. Su ausencia de casi quince días la había desestabilizado al punto de encontrarse llorando de noche sobre la almohada. Tenía que superar el pánico a perderlo. Eliah Al-Saud era un Caballo de Fuego, y, por mucho que la amase, seguiría fiel a su instinto de libertad. No lo retendría en París tras el escritorio de la oficina en el George V, debía aceptarlo y aprender a vivir con esa realidad.
Kolia terminó por despertar a Amina, que se lo pasó hablando de la boda inminente, en la cual ella tendría un rol protagónico, puesto que entregaría los anillos en una almohadilla de raso blanco. También se refirió al vestido que luciría ese día, regalo de tía Yasmín, también de raso blanco para no desentonar con la almohadilla, con moño de tafeta rosa y zapatitos de charol negro. Kolia la observaba fijamente, como si no admitiese perderse una palabra del discurso de su hermana, mientras se llevaba de a ratos la mamadera a la boca —a veces para mordisquear la tetina, otras para succionarla— y, al mismo tiempo, enredaba y desenredaba en el índice un bucle de Matilde, actividad mecánica que asociaba con la mamadera; si no estaba el bucle de Matilde, él no la tomaba. Preocupada por esa conducta iniciada poco después de llegar a París, Matilde lo consultó con la licenciada Chacón, la psicóloga que el doctor Brieger había recomendado para Amina, quien le aseguró que Kolia había establecido un vínculo filial con ella y que lo manifestaba tocándola cuando se alimentaba. Si el proceso madurativo del niño se desarrollaba normalmente, poco a poco, iría olvidando la costumbre de enrularle el cabello mientras tomaba la leche. Matilde no veía la hora de contárselo a Eliah.
Como le sucedía a menudo en los últimos tiempos, tanta felicidad le resultaba intolerable, y percibía un calor en el pecho que se convertía en una cerrazón sofocante. Al principio, la había apabullado el contraste con lo vivido en Irak; por esos días, la atormentaba no compartir la dicha con su adorado Jérôme. El doctor Brieger lo definía como «ataque de pánico» nacido del «complejo de culpa». Ella lo llamaba «amor infinito de madre», que le impedía cortar el cordón invisible que la ataba a quien ella consideraba su hijo. Apoyó la frente en la ventanilla de la camioneta y cerró los ojos. «Jérôme, hijo de mi alma, ¿dónde estás? ¿Por qué no podemos encontrarte? No quiero vivir sin vos. No quiero que me olvides».
—Señora, hemos llegado —le informó el guardaespaldas al volante, y Matilde se incorporó y carraspeó.
—¿Estás llorando, Matilde?
Kolia se giró de inmediato, como si hubiese comprendido la pregunta, y le fijó los ojos celestes con una persistencia que le recordaron a los del padre.
—No, no. Es que tengo sueño y, al bostezar, me caen lágrimas. ¡Vamos, abajo! El avión de papá está por llegar. —Consultó la hora—. ¡Uy, faltan apenas diez minutos!
La camioneta se detuvo en el borde de la pista. Matilde cargó en brazos a Kolia, tomó de la mano a Amina y caminó hasta la línea roja.
—¡Miren! —señaló en el cielo—. ¡Ése es el avión de papá! ¡Mira, Kolia! Papá lo hará aterrizar.
Amina exclamaba, saltaba y exigía subir al avión de tío Eliah. Kolia, con el ceño apretado, observaba en silencio el Gulfstream V, que maniobraba para estacionar. Por fin, Natalie abrió la puerta, agitó la mano para saludar a Matilde y desplegó la escalerilla. Apareció Eliah y le destinó una media sonrisa mientras se decía que, pese a las dos empleadas y los tres guardaespaldas a su disposición, ella se ocupaba de los niños; a Kolia lo llevaba calzado en el hueso de la cadera y a Amina la sostenía de la mano.
Matilde le devolvió una sonrisa plena, dichosa de verlo sano y cerca de ella. Al-Saud regresó la vista al interior de la cabina y estiró el brazo en la actitud de convocar a alguien. Un niño apareció en el marco de la puerta, un niño negro, con rasgos africanos, un niño alto y delgado, que lucía aterrado e inseguro.
Al-Saud colocó las manos sobre los hombros de Jérôme y aguardó, con el aliento contenido, el instante del reconocimiento. Lo impresionó que, desde esa distancia, advirtiera que los ojos de Matilde se anegaban; brillaron al sol de la mañana. La vio soltar a Amina y llevarse la mano a la boca, donde formó un puño y se lo mordió.
A Matilde le dolió el corazón; le golpeaba el pecho como si pidiese salir, y su eco le martilleaba la garganta, que se endureció hasta hacerle doler; no habría podido hablar ni soltar el grito que explotaba en su interior y la ensordecía. Quería moverse, impulsarse hacia él, pero no conseguía despegar los pies del pavimento.
—Vamos, campeón. Ve con ella. Está muy impresionada.
Matilde advirtió que Jérôme se ponía en movimiento, que bajaba los peldaños con actitud medrosa. «¡No tengas miedo, mi amor! Ya estás con nosotros». Colocó a Kolia en brazos de Mónica y la mano de Amina en la de Marie, y corrió hacia él. Al verla avanzar, Jérôme soltó un lloriqueo y apuró el paso. Enceguecida por las lágrimas, ensordecida por las pulsaciones y ofuscada por la conmoción, Matilde cayó de rodillas delante de él y lo abrazó, lo pegó a su pecho y se mantuvo estática. La angustiaba la impresión de que sus brazos no lo contenían, de que no lo acercaban suficientemente a su corazón, de que no lo cubrían para protegerlo del mal. El llanto la ahogaba, las sensaciones la abrumaban, le faltaba el aliento. Otros brazos los rodearon, a ella y a Jérôme, y le infundieron paz, le hablaron de protección. Le costó recuperar el dominio de la palabra. Lo primero que dijo, sin apartarse, sin abrir los ojos, todavía ciega y sorda, fue: «Jérôme. Hijito mío»; habló en castellano, confusa y alterada, con la garganta tensa y seca. Los clamores de su alma fueron remitiendo, y oyó el llanto apocado del niño. Le sujetó el rostro enflaquecido entre las manos y lo besó por todas partes.
—Jérô, amor mío, hijo mío, hijo de mi alma —repetía, ya en francés, y le besaba la frente amplia, los párpados húmedos, la nariz congestionada, las mejillas mojadas—. Te amo, Jérô. Eliah y yo te amamos con todo nuestro corazón. Mi niño adorado —dijo, y lo apartó para observarlo. A causa de las manos de Matilde, Jérôme mantenía la cara levantada, pero se empecinaba en cerrar los ojos—. Jérô, tesoro, abre los ojos. Mírame. —Jérôme negó con la cabeza, y Matilde buscó a Eliah, cuyo gesto severo le advirtió que algo andaba mal—. Hola, tesoro mío —lo saludó, con voz risueña y nasal, y volvió a llenarlo de besos—. Hoy es el día más feliz de mi vida, Jérô. No sabes cuánto esperé volver a abrazarte. Vamos, mírame. Déjame ver tus ojos tan hermosos.
El niño elevó los párpados lentamente y, cuando fijó la vista en Matilde, su tristeza y desesperación le provocaron una impresión tan grande que buscó la mano de Eliah y la apretó buscando su fuerza.
—Dime: «Hola, mamá». Llámame «mamá» otra vez.
—No —susurró, y su vocecita contenida y torturada hizo brotar lágrimas en los ojos de Matilde.
—¿Por qué?
—Porque ya no vas a adorarme.
—¡Te adoro, Jérô! ¡Voy a adorarte siempre, mi amor! ¡Toda la vida! —Jérôme agitó la cabeza para contradecirla—. Tú eres mi hijito adorado, mi vida.
—Ya no me vas a adorar porque hice cosas malas. —Levantó la vista y la miró con actitud desafiante—. Muy malas.
El ánimo se le precipitó y oprimió de nuevo la mano de Al-Saud. «¿A qué te han sometido, amor de mi vida?».
—Nada malo que hayas hecho —intervino Eliah—, nada de nada, hará que dejemos de adorarte.
—Nada, tesoro mío —aseguró Matilde—. Nada.
Jérôme se echó a llorar de esa forma que a ella le había roto el corazón en el pasado, lloraba en silencio, al tiempo que se mordía el puño, con los ojitos fijos en ella, colmados de pánico, y una súplica plasmada en su gesto.
Al-Saud lo levantó en brazos y lo condujo a la camioneta. Marie y Mónica, después de ayudar a Matilde a ubicar a Kolia y a Amina en la parte posterior del vehículo, subieron al otro automóvil, con los dos guardaespaldas.
—¿Va a conducir, jefe? —le preguntó Sartori, el custodio que hacía de chofer.
—No, Dario. Hazlo tú.
Los cinco se ubicaron en la parte trasera: Kolia, en su sillita, Amina sobre las piernas de Matilde y Jérôme sobre las de Eliah. Matilde sacó un pañuelo de su shika y secó las mejillas y limpió la nariz de Jérôme. Amina lo observaba en silencio, sin pestañear.
—¿Quién es él? —preguntó al cabo.
—Él es Jérôme —contestó Al-Saud.
—¿Jérôme?
—Sí, Jérôme. El Jérôme del que tanto te ha hablado Matilde.
Resultaba divertido el modo en que Amina guardaba silencio y estudiaba al recién llegado, no sólo le analizaba el rostro, también deslizaba la mirada por sus brazos, sus manos, sus piernas, incluso se inclinó hacia delante para verle las zapatillas. Jérôme, apoyado sobre el pecho de Eliah, la observaba observarlo.
—Hola, Jérôme —dijo, al terminar la revisión.
—Hola.
—Jérô, ella es Amina —terció Matilde—. Ahora es nuestra hija y, por lo tanto, es tu hermana. Estaba muy ansiosa por conocerte. Yo le he hablado mucho de ti.
—Jérô —dijo la niña, imitando la apócope de Matilde—, ¿vas a enseñarme a trepar a la palmera? En casa hay una palmera, y Kabú me dijo que tú sabías treparla.
—Bueno.
—Mi papá y mi mamá están en el cielo, con los tuyos. Ahora, Eliah y Matilde son nuestros papás.
—Sí.
—Kolia es nuestro hermano —dijo, y demoró la manito en los rizos negros del niño—. Es muy bueno. Nunca llora. Tampoco me quita los juguetes. Matilde me compró un tul rosa con flores para poner sobre mi cama, para que sea como la cama de una princesa. Tu dormitorio está al lado del mío. Matilde pegó aviones en las paredes porque me dijo que a ti te gustan los aviones, como a Eliah.
—Una vez, papá me regaló un avión para armar.
—¿A tu papá también le gustaban los aviones?
—No mi papá que está en el cielo. Eliah me lo regaló. Eliah es mi papá ahora.
—Sí. ¿Dónde está el avión para armar? —Jérôme no contestó—. ¿Qué tienes en la mano? —Jérôme extendió la palma, y Amina codició la cajita de madera de okumé—. ¿Qué tiene adentro?
—Mis tesoros.
—¿Puedo verlos?
Jérôme asintió, solemne, y levantó la tapa. Al-Saud lo ayudó a extraer el mechón y el llavero. Matilde, que había contenido el aliento ante la visión de la cajita, al ver el contenido, se mordió el labio, pegó la frente en el hombro de Eliah y lloró en silencio sin que los niños lo advirtieran.
Una sensación de irrealidad se apoderó de ella a lo largo del primer día con Jérôme. Todavía la aturdía la sorpresa, no conseguía superar el estupor en el que había caído en Le Bourget. La dejaba en trance verlo deambular por la casa de la Avenida Elisée Reclus. Tanto había codiciado que el sueño se volviese realidad, tantas dudas y miedos había albergado su corazón, que le costaba creer que fuese verdad. Reprimía las ganas de apabullarlo con besos y abrazos; lo notaba turbado y desconfiado; la rehuía con la mirada.
Amina se convirtió en el puente de comunicación. Después del desayuno, que compartieron en el comedor y del cual Jérôme apenas probó bocado, Amina lo tomó de la mano y lo llevó a conocer la casa. Kolia caminaba detrás de ellos y, cada tanto, soltaba una parrafada de sonidos ininteligibles a los que Jérôme atendía con respeto, sin reírse. Matilde y Eliah los escoltaban de la mano.
—Éste es tu dormitorio, Jérô.
Entraron. Jérôme avanzó lentamente y fijó la vista en la cama.
—Se orina de noche —susurró Al-Saud al oído de Matilde, que se limitó a asentir.
—¿Te gusta, Jérô? —le preguntó Amina.
—Sí.
Invitaron a almorzar a Alamán y a Joséphine porque Matilde juzgó que le haría bien encontrarse con rostros familiares, decisión que demostró ser acertada porque Alamán fue el primero en hacerlo sonreír cuando, mientras escuchaban a Génesis en la sala de música, imitó al baterista. Su mímica era perfecta, y la pasión con la que simulaba tocar se le reflejaba en el gesto contraído.
Cenaron temprano. Matilde notó a Jérôme cansado y un poco pálido. Lo tomó de la mano y le dijo que había llegado la hora de bañarse. Subieron juntos, en silencio. Lo dejó en el dormitorio con la orden de desvestirse, y ella se metió en el baño, que formaba parte de la habitación. Regresó y lo halló de pie, en medio de la estancia, desnudo, a excepción de los calzoncillos, y las manos ahuecadas sobre los genitales.
—Ya está listo, tesoro. ¿Quieres que me vaya o prefieres que te ayude como hacía los sábados en la misión?
—Quiero que te quedes conmigo.
Matilde salvó la distancia que los separaba y lo abrazó.
—Siempre voy a estar contigo, Jérô. Nada ni nadie volverá a apartarte de mi lado. —Lo obligó a mirarla—. No quiero que te angusties ahora por nada de lo que hayas hecho en estos meses en que estuviste lejos de nosotros. Hablaremos más tarde. Yo también tengo cosas que contarte.
Lo guió al baño, le quitó el calzoncillo y lo ayudó a meterse en la bañera.
—¿Está muy caliente? —Jérôme murmuró que no—. Siéntate. Verás qué lindo es darse un baño de inmersión. Huele este jabón. ¿No huele bien? —El niño asintió—. Este baño es sólo para ti, mi amor. Es tuyo. Está dentro de tu habitación.
Empezó lavándole los brazos, con pasadas lentas para relajarlo, y lo hacía en un silencio profundizado por sus respiraciones regulares, el goteo ocasional de la canilla y el sonido del paso del jabón sobre la piel de Jérôme.
—Nunca te olvidé, Jérô. No hubo un minuto de estos meses en que no pensara en ti. Papá y yo estábamos muy tristes porque te habían apartado de nuestro lado. Él me prometió que te encontraría y que te traería de regreso a mí. —Se detuvo, agitó la nariz y endureció los labios para sofrenar la emoción—. ¿Pensabas en mí? ¿Te acordabas de mí?
—Todo el tiempo.
Matilde sonrió, sin mirarlo, fingiendo concentrarse en la higiene de sus orejas.
—¿Pensaste que te habíamos olvidado?
—Sí.
—Ahora ya sabes que no te olvidamos ni por un instante. Siempre estábamos pensando en ti, hablando de ti. Me hacía muy bien contarle historias a Amina acerca de ti, por eso te quiere tanto. Siempre preguntaba: «¿Cuándo vendrá Jérôme?». Su papá era escritor, es decir, escribía libros, y un día me sugirió que las escribiese, a tus historias, así que escribí un libro de cuentos en el que tú eres el héroe. ¿Sabes cómo se llama el libro? Las aventuras de Jérôme.
—¿De veras?
—De veras. Y una chica que dibuja muy bien hará las ilustraciones. Será un hermoso libro.
—¿Puedo verlo?
—Todavía no terminaron de hacerlo. Estará listo en junio. Falta apenas un mes. Treinta días, nada más. —Tras una pausa, Matilde dijo—: ¿Ves que nunca te olvidé? ¿Cómo podría? Si te adoro con todo mi corazón. ¿Te acuerdas de lo que te dijo N’Yanda aquel día en la misión, que tú y yo habíamos sido madre e hijo en otra vida? —Jérôme asintió con la cabeza baja—. Yo estoy segura de que es así, de que tú eras mi hijito en otra vida. Y una madre adora a su hijo sin importar lo que éste haya hecho. ¿A ver? Ponte de pie, quiero enjuagarte. —Lo lavó con la ducha de mano—. Ahora, tú lávate los genitales.
Le entregó el jabón, y Jérôme se higienizó. Matilde le estudiaba el cuerpo, buscaba signos de abuso o de violencia, se debatía entre preguntarle si alguien le había tocado las partes íntimas o callar. Salvo por el hecho de estar más delgado, Jérôme lucía saludable. Igualmente, lo llevaría al médico para que le hiciesen estudios de rutina y otros más complejos; le interesaba conocer su nivel de radiación; sabía que los sieverts en algunos mineros de coltán eran muy elevados, superiores a los 18 mSv.
Lo envolvió en una toalla y regresaron a la habitación. Se encontraron con Eliah, que sostenía a Kolia en brazos y le mostraba los aviones del empapelado.
—Hola, campeón.
—Hola, papá —murmuró.
A Matilde le dolía que no la llamase mamá; tenía la impresión de que Jérôme la culpaba por la separación.
—¿En verdad te gusta tu dormitorio? —quiso saber Al-Saud.
—Sí, está bien.
—Podemos cambiar el empapelado —sugirió Matilde.
—No, está bien.
—Matilde, Mónica asegura que si Kolia no te toca el pelo, no tomará la mamadera. ¿De qué está hablando?
Matilde terminó de abotonar el pijama de Jérôme, uno que Al-Saud le había comprado en Kinshasa, y cargó en brazos a Kolia, que sostenía la mamadera en el ángulo del codo.
—Ven con mami. ¿No le has contado a papá? Este caballerito ha desarrollado una costumbre muy peculiar. Si no enrula uno de mis bucles en su dedo índice —se lo mordisqueó, y Kolia rió—, no bebe su leche. Ven, Jérô. Acostémonos los tres en tu cama. ¿Te molesta que Kolia tome aquí su mamadera?
—No.
Matilde acomodó a Kolia sobre la almohada. Jérôme se acostó al lado del niño, rígido y tenso, y Matilde, después de sacudir los pies y de liberarse de las sandalias, lo hizo sobre el filo del colchón. Apoyó el codo sobre la almohada y descansó la cabeza sobre la mano. Se inclinó y besó a Jérôme en la frente.
—Ven tú también, Eliah. Acostémonos los cuatro. La cama es grande. —Al-Saud se sentó para quitarse las botas tejanas—. ¿Te acuerdas de esa tarde en la misión, Eliah, cuando tú y yo estábamos acostados en la cama de Amélie, y Jérôme se metió entre nosotros? Eras como una ratita, mi amor. —Kolia se quejó y estiró el brazo—. Aquí tienes, gruñón. —Matilde le entregó uno de sus bucles, y el niño ejecutó las dos acciones de manera simultánea y coordinada: succionó la tetina y envolvió el rulo en el índice; su destreza arrancó risas sofocadas a Al-Saud y a Jérôme.
Permanecieron en silencio, admirando a Kolia, quien, cada tanto, alejaba la mamadera y detenía el enrulado para dirigir unos comentarios inextricables a Jérôme, que lo escuchaba con una sonrisa entre avergonzada y benevolente.
—Creo que le caes bien —comentó Al-Saud.
Kolia se quedó dormido con la tetina en la boca. Al-Saud se levantó y lo llevó a la cuna. Matilde abrazó a Jérôme, y enseguida notó que se envaraba.
—¿Estás cansado? —Jérôme negó con la cabeza—. Tesoro mío, quiero que nos contemos todo lo que nos ha pasado en estos meses. A mí me pasaron muchas cosas, algunas muy malas, otras muy buenas.
En los pocos momentos de intimidad que habían tenido para intercambiar impresiones, Eliah le había manifestado su sospecha de que Karme había obligado a Jérôme a participar en sus correrías y a matar gente. Matilde se sintió perdida ante la declaración y se cuestionó cómo abordaría un tema de esa índole con un niño de ocho años.
—Fue mi culpa que te raptaran esa tarde en la misión —afirmó Matilde—. La culpa es mía —insistió—. No debí haber bajado al sótano sin asegurarme de que tú formabas parte del grupo. Pensé que estabas con sœur Tabatha. Cuando subí a buscarte, no te encontré. —Había decidido no contarle acerca de la esquirla que casi la había matado.
—Fue mi culpa —la contradijo Jérôme—. Desobedecí a sœur Amélie y por eso Kar… Y por eso me atraparon.
—Casi muero de tristeza, mi amor. No podía creer que me hubiesen quitado a mi chiquito adorado.
Al-Saud regresó y se acostó de modo que Jérôme quedó entre Matilde y él.
—Campeón, ¿quieres contarle a mamá todo lo que vivimos juntos, desde que te encontré en el campamento interahamwe hasta que nos dijeron que podíamos volver a París?
Jérôme guardó silencio, no agitó la cabeza en ninguna dirección, no los miró, mantuvo el mentón en el pecho y la boca en un mohín amargo. Matilde le descubrió lágrimas suspendidas en los bordes de los párpados. Chasqueó la lengua, lo abrazó y lo meció. Al-Saud los abrazó a su vez, y los tres formaron un bulto apretado sobre la cama.
—¡Cuéntamelo todo, mi amor! —le suplicó Matilde al oído—. No te guardes nada. No tengas miedo. Confía en nosotros. Aunque nos cuentes cosas horribles, papá y yo seguiremos amándote y cuidándote.
—Karme —balbuceó Jérôme, y la voz le falló—. Él… ¡Lo odio!
—Está muerto, Jérô. Lo maté porque se atrevió a apartarte de nuestro lado y por hacerte daño.
—Él le hizo daño a mi mamá Alizée. Por su culpa, ella está muerta. Por su culpa, mi hermana y mi papá también están muertos.
La declaración los tomó por sorpresa. Matilde miró a Eliah, que le devolvió una mueca de desconocimiento. Poco a poco, Jérôme fue desahogándose, revelándoles los secretos que nunca había querido contarle a Matilde en Rutshuru; secretos que el alma de un adulto habría encontrado difíciles de sobrellevar, ese niño de ocho años los había guardado por tanto tiempo. Matilde se limpiaba a menudo los ojos e intentaba contener los sollozos que la ahogaban.
—A mi mamá y a otras señoras las ataron a unas palmeras. Ahí las tenían todo el día. No les daban agua ni comida. Yo, cuando podía, les llevaba agua y comida. Después, a la noche, los interahamwes las golpeaban y se refregaban en ellas. Las lastimaban. Ellas gritaban mucho y lloraban.
Matilde entrelazó la mano con la de Al-Saud sobre la cabeza de Jérôme y la apretó hasta sojuzgar el rugido de rabia e impotencia que le quemaba el pecho. Su pequeño Jérôme había visto cómo violaban a su madre.
—¡Eres tan valiente! —lo animó Matilde, cuando Jérôme les contó que había escapado del primer cautiverio para llevar a su madre al hospital.
—¡Se murió igual! —lloró Jérôme—. Yo veía que la lastimaban y no hacía nada. ¡Tenía miedo!
—Tu mamá no habría querido que la ayudases, campeón. Los interahamwes te habrían lastimado, y eso habría sido muy doloroso para ella.
—No pude salvarla, ni a ella ni a Aloïs. Sólo me salvé yo. Mejor no me salvaba.
—Si no te hubieses salvado, Jérô, ¿quién me habría salvado a mí? —le preguntó Matilde. Jérôme abrió grandes los ojos negros e inyectados, en abierta confusión—. Yo no puedo tener bebés, Jérô. Cuando era chica, tuve una enfermedad muy grave, y por eso no puedo tener bebés en mi panza. Siempre estaba triste, porque yo quería ser mamá. Me había resignado a no serlo hasta que te conocí. Sentí algo especial cuando te vi en el hospital de Rutshuru. ¿Te acuerdas? Pensé: «Me gustaría que Jérô fuese mi hijo», y te amé con todas mis fuerzas desde ese mismo instante. Fue mágico para mí, Jérô. Yo trabajaba con niños todo el tiempo, no olvides que soy doctora de niños; pero con ninguno había sentido lo que sentía contigo. Por eso te digo, si tú no te hubieses salvado, ¿qué sería de mí ahora? Seguiría triste, muy triste, porque no podría ser mamá.
Jérôme lloraba amargamente. Entre espasmos y sollozos, atinó a balbucear:
—Ahora tienes a Kolia y a Amina.
—Pero sin mi hijito del alma, sin mi Jérôme, mi felicidad no sería completa. ¡Ahora soy feliz de nuevo, porque te tengo, Jérô! Pero tú ya no me adoras como en la misión, y no sé por qué.
—¡Sí te adoro! —exclamó—. ¡Te adoro! Pero ahora soy malo, y tú y papá no me querrán.
—Cuéntame algo, Jérô —intervino Al-Saud, con acento práctico—, ¿Karme te obligó a hacer cosas malas? —El niño asintió—. ¿Tú las hacías porque te gustaba hacerlas o porque él te obligaba?
—Él me obligaba —contestó, entre suspiros y sorbidas de mocos.
—Y si le decías que no las harías, ¿qué te hacía?
—Me pegaba con un látigo, me ataba la pierna con una cadena.
Matilde se mordió el labio y absorbió de nuevo la fuerza de Al-Saud a través del contacto con su mano.
—Entonces, está muy bien que las hayas hecho. No sientas culpa. No debes sentir culpa. Mamá y yo te comprendemos.
—¡Me obligaba a matar gente! —explotó, y se incorporó en la cama.
Matilde y Al-Saud lo imitaron y lo abrazaron, lo mecieron y lo confortaron con palabras de amor.
—¡Yo no quería! Entonces, me pinchaba aquí —dijo, y se señaló la zona de la vena radial— y me ponía un líquido, y yo lo hacía, y era fácil.
—No importa, no importa —repetía Al-Saud. A Matilde, la facultad del habla la había abandonado y se limitaba a acariciarlo y a besarlo en la mota—. Nada de eso importa ahora. Quedó atrás. Se acabó. Nunca más volverás a sufrir. Te lo juro, Jérô.
—Dios me va a castigar —declaró el niño, un rato después, con voz ronca.
—Dios te ama tanto como nosotros y te comprende.
—No. Maté gente. Me va a castigar.
—¿Te gustaría hablar con el padre Jean-Bosco? —propuso Matilde—. ¿Te acuerdas de lo bueno que era? ¿Te gustaría contarle esto? —Jérôme sacudió los hombros—. Mañana, que es domingo, llamaremos por teléfono a la misión. Tal vez lo encontremos dando misa. ¿Qué te parece?
—No sé.
—¿Quieres que yo hable con él y le explique?
—Bueno.
Matilde percibía en su cuerpo la extenuación física y mental de Jérôme, por lo que decidió terminar por esa noche con las confesiones. Aún restaba mucho dolor por liberar; lo harían poco a poco, curarían la herida con amor. Se sentía satisfecha, acababan de dar un gran paso en la meta hacia la sanación de Jérôme.
Matilde y Al-Saud se levantaron de la cama, y Matilde lo arropó.
—¿Te gustaría tomar un vaso de leche tibia con miel?
—Sí.
—Voy a pedírselo a Agneska —se ofreció Al-Saud, y, sin calzarse las botas, con el pelo desgreñado y la cara con rastros de llanto, salió del dormitorio.
Matilde se sentó en el borde de la cama y acarició la frente de Jérôme, y le recorrió el puente de la nariz con la punta del dedo, y le dibujó corazones en las mejillas enflaquecidas, y le delineó la curva del mentón. Todo el tiempo sonreía y canturreaba en voz casi inaudible Alouette, gentille alouette. Jérôme no la perdía de vista, ni siquiera pestañeaba.
—Te adoro, Jérôme. Quiero que seas feliz. Papá y yo queremos hacerte feliz. Es lo que más deseamos.
—¡Mamá! —exclamó, y le echó los brazos al cuello, y la atrajo con un ímpetu que hizo doler a Matilde en las cervicales. No le importó, sólo contaba ese «¡Mamá!» aclamado con el corazón. En ese abrazo y en ese llamado, lo recuperaba, Jérôme volvía a ser de ella, tenía derecho sobre ese niño como si lo hubiese gestado en sus entrañas.
—¡Mamá! —siguió repitiendo, entre sollozos.
—Aquí estoy, aquí estoy —contestaba Matilde—. Siempre voy a estar.
—¡Yo te adoro, mamá!
—Lo sé, mi amor, lo sé. Y yo a ti.
—¡No vuelvas a decir que no te adoro!
—Nunca más lo diré.
—¡Te extrañaba todo el tiempo!
—Y yo sólo pensaba en ti.
Al-Saud los encontró abrazados y más tranquilos. Le entregó el vaso a Jérôme, que bebió tímidamente, mientras Matilde le contaba acerca de la boda que tendría lugar cuatro días más tarde.
—Haber recuperado a Jérôme es el mejor regalo de casamiento que podrías haberme hecho, Eliah —expresó Matilde.
Al-Saud la besó en los labios, y Jérôme sonrió, y el bigote de leche se estiró.
Se quedaron con el niño hasta asegurarse de que se hubiese dormido. Abandonaron la habitación con los zapatos en las manos, abrazados, y caminaron como borrachos por el corredor. Matilde nunca había experimentado una extenuación tan profunda, ni siquiera durante su primera semana de trabajo en el Congo. Arrojó las sandalias en el vestíbulo de su dormitorio, trepó el plinto y se tiró boca abajo en la cama. Oía a Al-Saud moverse por la habitación y en el baño, y no reunía la fuerza para levantarse. Apenas emitió unos sonidos cuando se dio cuenta de que Al-Saud la desvestía. Quería espabilarse para expresarle sus sentimientos alborotados y felices, quería agradecerle por haberle devuelto a Jérôme, por hacerla feliz como nunca imaginó. Al-Saud la incorporó para ponerle el camisón, y Matilde, sin despegar los párpados, lo abrazó.
—Gracias, amor mío. Me devolviste la vida.
—Lo sé.
—Poné el despertador a las cuatro de la mañana.
—¿A las cuatro de la mañana? ¿Para qué?
—Para llevar a Jérôme al baño, para que haga pis y no moje la cama. Mi abuela Celia siempre decía que así curó a mi hermana Dolores cuando se hacía encima de noche.
Temprano, a la mañana siguiente, Matilde se escabulló al despacho de Al-Saud para hacer una llamada.
—Nigel Taylor’s speaking.
—Hola, Nigel. Soy Matilde.
—¡Matilde! ¡Qué alegría escuchar tu voz! ¿Cómo estás?
—Feliz, Nigel, gracias a ti. Eliah me contó que tú descubriste dónde tenían secuestrado a Jérô y que lo ayudaste a rescatarlo. Te debo la vida.
—Y yo te debo mi felicidad, querida Matilde. Gracias a ti conocí a Angelie y a Kabú, y soy dichoso.
—Mi amistad y mi gratitud son para toda la vida, Nigel.
El inglés carraspeó y ejecutó una inflexión para seguir hablando.
—Nos veremos en unos días, en tu boda. Kabú sólo piensa en el reencuentro con su mejor amigo Jérô.
Matilde ahogó el llanto con una risa.
—Te quiero, Nigel.
—Yo también, Matilde.
A Jérôme, la casa de la Avenida Elisée Reclus lo intimidaba, se perdía, y le tenía pánico al ascensor.
—¿Tú le tienes miedo al ascensor? —se sorprendió Matilde—. ¿Tú, que trepas la palmera del patio andaluz como si fueses un monito? Vamos, subamos juntos. No tengas miedo.
Matilde amaba su expresión de pasmo ante cosas que no habrían causado ni viso de asombro a un niño occidental, como la pantalla en la sala de cine, o el equipo de música, los controles remotos o la piscina; nunca había visto una, menos aún con agua caliente.
—¿Toda la casa es tuya y de papá?
—Toda la casa es de papá, mía, de Jérôme, de Amina y de Kolia. Es nuestra casa, mi amor. —Jérôme se abrazó a su cintura y hundió la cara en su vientre—. ¿Te gusta?
—Sí, mucho.
La primera noche, cuando Matilde se levantó a las cuatro de la madrugada para llevarlo al baño, lo encontró durmiendo en el suelo. No hizo comentarios. Lo guió al baño y lo obligó a hacer pis. A la mañana siguiente, fue a despertarlo y volvió a encontrarlo sobre el piso de parquet.
—La cama es muy blanda —adujo Jérôme—. Me hundo.
Después de haber dormido durante meses sobre una estera, el colchón de resortes le parecía algodón. El lunes a la mañana, y aunque faltaban dos días para la boda e infinidad de detalles por definir, Matilde cargó a los tres chicos en la camioneta y le pidió a Dario Sartori que la llevase a una colchonería. Amina y Jérôme se divirtieron probando colchones, mientras Matilde dirimía con el empleado cuál era el más firme. Se decidió por uno de espuma de poliuretano, el de mayor densidad, y por una almohada de pluma de ganso. Los guardaespaldas ataron el colchón al techo de la camioneta, y esa noche Jérôme durmió sin bajarse de la cama, salvo cuando Matilde lo llevó al baño.
La fascinaba observar a Amina y a Jérôme, que interactuaban con la naturalidad y la confianza de viejos amigos. Amina se convirtió en una parte clave del proceso de sanación de Jérôme. El embeleso que éste le causaba y que ella no se molestaba en disimular, halagaba a Jérôme, le alimentaba el ego maltrecho, le devolvía la autoestima. La influencia de Jérôme en Amina también resultaba palpable; de la noche a la mañana, con la misma naturalidad con que los llamaba tío Eliah y Matilde, comenzó a decirles mamá y papá en una clara imitación de su héroe. Kolia, por su parte, los seguía a sol y a sombra, y a Matilde la enternecía la paciencia que Jérôme le demostraba.
Al-Saud llegaba de noche, se cambiaba con ropas deportivas y los llevaba al gimnasio, donde se divertían probando las máquinas y ejercitándose. A Matilde la azoraba la transformación de Eliah, que, de haber llevado una vida excéntrica, libre y alejada de la rutina, disfrutaba de un entorno doméstico y atado a los horarios que imponían los niños pequeños.
Al igual que la primera noche, Al-Saud y Matilde arropaban juntos a Jérôme y dedicaban un momento para charlar con él y comentar las actividades del día; otras, abordaban el tema del cautiverio en el campamento interahamwe. De las anécdotas que Jérôme contaba y de los resultados de la revisión médica, fueron descartando la posibilidad del abuso sexual. Estaba sano, no había rastro de malaria ni de tripanosomiasis africana, un milagro si se tenía en cuenta que había vivido durante meses en la selva sin medidas de prevención.
Con la llegada de Jérôme, Matilde se dedicó a él, a mimarlo, a cuidarlo, a llevarlo al médico, a comprarle ropa, a hacerle sentir que nunca se separarían, por lo que los preparativos de la boda quedaron en un segundo plano. Por fortuna, Juana, Yasmín y Francesca tomaron el mando de la organización: eligieron los arreglos florales para el jardín de la mansión Al-Saud, alquilaron la carpa, compraron la champaña, pagaron el catering, contrataron a la maquilladora y a la peluquera y se ocuparon de cada detalle.
El día antes de la boda, Francesca se presentó en la casa de la Avenida Elisée Reclus con regalos para los tres niños. La confianza con que la trataban Amina y Kolia resaltaba la timidez de Jérôme, que se mantenía pegado a Matilde y se atrevía a levantar la vista en dirección a la hermosa señora si estaba seguro de que ésta no lo miraba.
Subieron a cambiarle los pañales a Kolia y, mientras Amina y Jérôme jugaban apartados, Matilde dijo, sin desviar la vista de la tarea:
—No sé si estoy haciéndolo bien. No sé si soy una buena madre.
—Sos una madre perfecta.
—¿En verdad lo creés así?
—Sí, tesoro —afirmó Francesca, y le acarició la mejilla.
—A veces creo que estoy demasiado pendiente de ellos, que no los dejo respirar, que no les permito ser ellos mismos, que les coarto la libertad. Tengo tanto miedo de que algo les suceda. Me pregunto si no estoy un poco paranoica.
—Hacé lo que el corazón te dicte, Matilde. El corazón de una buena madre siempre sabe lo que es correcto. A mí me criticaban mucho cuando nació Alamán. Eran tan seguidos Shariar y él. De hecho, durante un tiempo, tienen la misma edad. Cuando nació Alamán, yo no quise destetar a Shariar porque sabía que le causaría un trauma. Él y yo estábamos muy apegados y tenía miedo de que no quisiese a su hermano recién llegado si yo no seguía amamantándolo. No quería que hubiese celos entre ellos, lo que más deseaba era que se amasen y que fuesen grandes amigos. Tenía dos años cuando lo desteté porque Kamal me obligó. Yo estaba piel y hueso.
—Es increíble.
—Sí, lo es. Increíble en muchos aspectos. Increíble que haya quedado embarazada aún amamantando a Shariar. ¿No se supone que es una especie de anticonceptivo natural? Pues en mí no funcionó. Y es increíble también que amamantase a mis dos hijos al mismo tiempo, como si fuesen mellizos. Mi corazón así me lo dictó en su momento y creo que fue lo mejor.
—¿Francesca?
—¿Sí, tesoro?
—¿Y con Kamal? ¿No tenías miedo de descuidarlo y de perderlo?
—Cuando se tienen chicos tan chicos y tan seguidos como los tuve yo a Shariar y a Alamán, un buen esposo no te exigiría que estés de punta en blanco y dispuesta a complacerlo como cuando los hijos no existían. ¿Por qué me preguntás? ¿De qué tenés miedo? ¿De descuidar a Eliah? —Matilde asintió—. Ay, Matilde. Si supieras qué enormes son el amor y el agradecimiento que mi hijo siente por vos, no te detendrías a pensar en esto ni un instante. —Matilde sonrió, y los pómulos se le colorearon—. De todos modos, si conozco un poco a mi tercer hijo, me atrevería a decir que, en caso de que sospechase que él no es el centro tu vida, te exigiría sin mayores consideraciones que rectificases la situación. ¿No es así?
—Conocés perfectamente a tu hijo —expresó Matilde, y las dos se echaron a reír.
Dolores Sánchez Azúa cambió de parecer y decidió asistir a la boda de su hija menor cuando su futuro yerno la llamó por teléfono a Miami y le ofreció trasladarla en un jet privado y alojarla en una suite del Hotel George V.
El Gulfstream V aterrizó en Le Bourget el martes 4 de mayo, por la mañana. Un automóvil con el logotipo del George V estaba esperándola para conducirla al hotel. A pesar de ser una mujer de mundo y de gozar de una buena posición económica, Dolores se quedó atónita ante el lujo exuberante de la suite. Después de recorrer las estancias, husmear la calidad de los adornos, comer frutillas y beber champaña, se recostó en un diván y planificó la jornada. Se incorporó unos minutos después, consultó en su agenda y marcó un teléfono.
—Allô? —le respondió una voz soñolienta.
—¿Celia? ¡Soy mamá!
—¿Mamá? ¿Qué pasa? ¿Por qué me llamás tan temprano?
—Estoy en París, acabo de llegar. Me gustaría que nos juntásemos para almorzar.
—Ah. Estás en París. ¿A qué viniste?
—¿Cómo a qué vine? ¡Al casamiento de tu hermana Matilde!
—¿Casamiento de Matilde? ¿Cuándo? ¿Con quién?
—¿No sabías? Se casa mañana. Con Eliah Al-Saud.
La mañana de la boda, Amina se sentía como una reina ya que sólo a ella se le permitió acompañar a la novia durante el proceso de embellecimiento. Matilde autorizó a la peluquera a que marcase unos bucles en el cabello lacio de la niña, y ésta, en su modo histriónico, le aseguró que era la mamá más buena del mundo.
—¡Así tendré rulos como los tuyos! —se entusiasmó Amina.
—Entonces, se los prestarás a Kolia para que tome la mamadera.
—¡No!
Matilde y Amina bajaron las escaleras de la mano, lentamente, con la cadencia que habría empleado una modelo en la pasarela. Eliah, con Kolia en brazos y Jérôme a su lado, las observó bajar.
—¡Ma-ma-ma! —exclamó Kolia, y agitó los brazos en dirección a Matilde.
Al-Saud y Jérôme guardaron silencio, estupefactos ante la metamorfosis de Matilde, que de jeans, remeras de algodón, zapatillas y una cola de caballo, había pasado a una blusa de encaje de Chantilly, una falda tubo de crêpe de raso, medias de lycra y zapatos de cabritilla de taco alto, todo en un color marfil, lo cual, en conjunción con la piel de Matilde, sus ojos plateados y el rubio de su cabello, le otorgaba luz, como si un halo dorado y tibio la circundase.
Al-Saud tragó el nudo y se adelantó para extenderle la mano cuando Matilde alcanzó los últimos peldaños.
—¿Qué dicen nuestros hombres? —bromeó—. ¿Estamos hermosas?
—Mucho más que hermosas —manifestó Al-Saud—. Son las mujeres más bellas del mundo.
—¡Mira, papá! Mamá me dejó hacerme rulos.
—Pareces una princesa de verdad —la lisonjeó.
Al-Saud puso a Kolia en brazos de Mónica, ordenó que los niños fuesen ocupando los vehículos y condujo a Matilde a su despacho, donde, luego de cerrar la puerta, la atrajo hacia él y la besó en los labios, sin consideración al tenue brillo aplicado por la maquilladora. Superada la sorpresa, Matilde se zambulló en la energía de pasión y deseo que explotaba entre ellos. La atracción que se provocaban no mermaba con el tiempo ni con los problemas. «Sos mi refugio», le había dicho Eliah la noche anterior, cuando Matilde, al volver a la cama a las cuatro de la mañana, después de haber llevado a Jérôme al baño, lo halló despierto y excitado.
—Matilde, Matilde —suspiró Al-Saud sobre los labios de ella—. No puedo creer que haya llegado el día en que vas a convertirte en mi esposa.
—Me siento tu esposa desde hace tanto tiempo, Eliah.
—Te amo, Matilde. Tanto, tanto. Me sorprende el poder de este sentimiento, y te aseguro que a mí me sorprenden pocas cosas.
—Gracias por hacer que mi vida sea plena y dichosa. Gracias por darme amor, por enseñarme a amar, por hacerme sentir que soy lo más importante para vos, por darme tres hijos maravillosos. Gracias por devolverme a Jérôme. Mi amor por vos es infinito, y sincero, y eterno, y fiel, y está lleno de admiración y de respeto, porque hoy me caso con el hombre más íntegro y bueno que existe.
Emocionado, incapaz de emitir sonido, Al-Saud extrajo del interior del saco una cajita roja, con las «c» de Cartier entrelazadas gofradas en la tapa, y se la entregó. Contenía un cintillo, parecido al que le habían robado durante el secuestro, excepto por las pequeñas esmeraldas que rodeaban al brillante de varios carats.
—¡Eliah! —exclamó, sin aliento—. Es tan hermoso. Gracias, mi amor.
—Cuando lo vi, pensé en tus ojos, plateados como el diamante, y en los míos, verdes como las esmeraldas, y me gustó porque el anillo nos representa, yo te rodeo y te protejo, como las esmeraldas al diamante. Y estoy a tus pies, como las esmeraldas a los pies del diamante. —Al-Saud lo extrajo de la caja y se lo colocó en el anular de la mano izquierda—. Para toda la vida, Matilde.
—No, la vida no me basta. Para siempre. Para toda la eternidad.
Jérôme y Kabú escuchaban con caritas embelesadas a Takumi Kaito; Amina mostraba sus zapatitos de charol negro a Ezequiel y a Paul Trégart; Kolia caminaba de la mano de su abuelo, que se inclinaba para hablarle en árabe. Sus hijos estaban bien, a salvo, felices. Matilde sonrió en dirección a Eliah, que la observaba desde otro sector del jardín de la mansión de la Avenida Foch, indiferente a la conversación del grupo de invitados que lo rodeaba.
—Estás hermosa, princesa.
—Gracias, papi. —Matilde entrelazó el brazo en el de su padre y lo invitó a caminar—. Me alegra de que hayas traído a Sáyida. —Ambos miraron a la joven beduina, cubierta por una pieza de tela naranja, con flores bordadas en hilos plateados—. ¿Está pasándolo bien?
—Muy bien. Yasmín le prometió llevarla a las Galerías Lafayette mañana. Es muy coqueta. Le encanta la ropa.
—Lástima que no pueda lucirla.
—Para Sáyida, quitarse la abaaya frente a desconocidos, sería como para vos andar desnuda.
—No juzgo a los musulmanes, papi, pero no me gusta cómo tratan a sus mujeres.
—Es una religión antigua, con costumbres muy arraigadas. Supongo que, en algún momento, tendrán que revisar el rol de la mujer o quedarán fuera de juego.
—¿Por qué en Gaza las mujeres se cubrían sólo la cabeza y Sáyida se cubre por completo?
—Porque Sáyida pertenece a la secta islámica más radicalizada, la wahabita. ¿Por qué no vinieron tus hermanas?
—Dolores no podía porque se le complicaba con los chicos, que están en época escolar. Y Celia… Bueno, con ella las cosas no están bien. Yo diría que están muy mal. Celia… Celia y Eliah fueron amantes. —Aldo asintió, y de su gesto no se desprendió ningún juicio—. Creo que sigue enamorada de él.
—Pero Eliah te adora a vos. No dudes nunca de eso, princesa. Él me sacó del Congo, arriesgó la vida para salvarme de morir a manos del Mossad, me escondió entre sus parientes beduinos, y lo hizo por vos. Me dijo que vos me querías mucho y que, si me perdías, ibas a sufrir, y que él no quería que vos sufrieses más. No llores, mi amor —le suplicó, y sacó un pañuelo para dárselo a Matilde.
—Voy con él, papá.
—Sí, andá. No te quita los ojos de encima. Es capaz de matarme si ve que te hago llorar.
Matilde rió, se palpó los pómulos con el pañuelo y se lo devolvió a su padre. Aldo Martínez Olazábal se quedó en el mismo sitio, con una sonrisa insinuada en sus ojos, mientras la veía caer en brazos de su esposo. Sorbió el jugo de naranja y aceptó un bocadito que un camarero le ofreció.
—Gracias, Aldo.
La voz lo tomó por asalto. Se dio vuelta y se topó con Francesca De Gecco, que le sonreía con una expresión cálida y bondadosa. Se quedó mirándola, recordando las noches compartidas junto a la piscina en la estancia Arroyo Seco, las noches más felices de su vida.
—¿Gracias? ¿Por qué?
—Por la hija que le diste al mundo. Es un ser maravilloso.
—Matilde es mi gran tesoro.
—Lo mismo piensa mi hijo. Él la va a proteger toda la vida, te lo aseguro.
—Eliah es un hombre como pocos, Francesca. Digno hijo tuyo. Estoy feliz de que mi hija lo haya elegido como compañero para la vida.
—Serán felices —auguró Francesca, mientras los observaba: Eliah susurraba a Matilde y la hacía reír.
—Nosotros habríamos sido felices —pensó Aldo en voz alta—. Yo te amaba con locura.
Francesca, hermosa en su vestido largo de gasa rosa pálido, le sonrió con serenidad.
—Aldo, nuestra historia terminó para que hoy nuestros hijos sean felices. Todo se dio como tenía que darse. Ahora lo veo claramente.
—¿Fuiste feliz? ¿Sos feliz?
—Sí, lo fui, lo soy. ¿Y vos?
—Creo que recién ahora he alcanzado la paz y la plenitud.
Francesca asintió con garbo, sonrió y se excusó.
—Señora Al-Saud —dijo el general Anders Raemmers, y levantó la copa de champaña—, brindo por usted, la mujer más valiente que conozco. Y le deseo toda la felicidad que se merece en su matrimonio.
—Gracias, general. —Matilde chocó su vaso con la copa ofrecida—. Me gustaría que me llamase Matilde.
El general aceptó con una inclinación galante.
—Y brindo por ti, Caballo de Fuego, que salvaste al mundo, literalmente.
Al-Saud levantó el vaso y fijó la mirada en la de Raemmers, que supo leer en la expresión neutra de Al-Saud su enorme fastidio. No podía culparlo, los iraquíes sabían todo acerca de él, de su mujer, de su familia; el peligro lo acechaba, y él había cumplido su misión con creces.
—Nos disculpas, Matilde. Quisiera hablar un momento con Eliah.
—Por supuesto, general.
Al-Saud la besó ligeramente en los labios y murmuró que regresaría enseguida.
—Llévame a un sitio donde podamos hablar con libertad.
—Por aquí.
Entraron en una biblioteca de grandes dimensiones, con un entrepiso plagado de estantes con libros. Raemmers apreció la habitación antes de tomar asiento. Al-Saud se ubicó frente a él, hundió el codo en el brazo del sillón y se sujetó el mentón.
—Sé que estás molesto. —Su antiguo subordinado levantó la ceja izquierda—. Piensas que no estamos tomando medidas con Irak.
—¿Lo están?
—Sí. Un comando de L’Agence entró en Base Cero a través de los pasadizos hallados en el Palacio de Sarseng.
—¿Entraron en Base Cero? —se sorprendió Al-Saud, y el general asintió.
—Descubrimos todo lo que había que descubrir: las bombas nucleares, las centrifugadoras, las existencias de uranio. Todo.
—¿Todo seguía allí? ¿Saddam no mandó quitarlo?
—¿Y cómo habría podido? —se jactó el general—. Desde que tú nos diste las coordenadas de Base Cero y nos hablaste de la supuesta conexión con el palacio de Sarseng, los AWACS y los satélites han controlado la zona durante las veinticuatro horas. No existía posibilidad de que asomasen la trompa de un vehículo sin que lo supiésemos. Nos movimos rápidamente después de tu huida y nos ocupamos de que Saddam se enterase de que si tocaba algo de Base Cero o de Sarseng, lo destruiríamos.
—Habría sido propio de Saddam provocar una implosión antes de que el jefe de los inspectores de la ONU, Rolf Ekus, encontrase las centrifugadoras y el uranio. Le habría importado un cuerno la expansión de la onda radioactiva. Me extraña que no lo haya hecho —admitió Al-Saud.
—Saddam estaba atado de pies y manos. Como te digo, sabía que nosotros conocíamos la existencia de Base Cero gracias a ti.
—Gracias a mí. —Al-Saud carcajeó por lo bajo y cambió de posición.
—Sí, sé que has arriesgado mucho más de lo previsto en esta misión, Eliah. Lo sé. Pero quiero asegurarte que tú y tu familia están a salvo. —Al-Saud levantó los párpados en un gesto de fingida sorpresa—. Se ha decidido tratar el hallazgo de Base Cero con la clasificación de secreto de Estado. Muy pocos están al tanto de esto. El mundo no está preparado para una noticia de esta índole.
—¿El mundo no está preparado? ¡General, no insulte mi inteligencia! Los grandes poderes occidentales saben bien que, dando a conocer el invento de Blahetter, medio mundo les saltará a la yugular: los organismos por la paz, las grupos enemigos de la energía nuclear, Greenpeace, la misma ONU… En fin, la comunidad internacional aunará su voz en contra de ustedes exigiéndoles que desarmen las centrifugadoras y se olviden del invento. Por eso han decidido ocultarlo y no por otra razón. Lo codician. Tienen en sus manos una panacea. Y, para mantenerlo en secreto, necesitan la complicidad de Hussein.
—Tienes razón. Hay una gran resistencia contra la energía nuclear.
—La verdad es que a mí eso me tiene sin cuidado. Lo único que exijo saber es de qué modo mi familia está a salvo de que Hussein mande un sicario para matarlos.
—Sabes que el hallazgo de Base Cero le acarrearía a Irak las sanciones más severas de la ONU. El embargo económico está asfixiando a Hussein. Más sanciones serían intolerables. Él lo sabe, es consciente de eso. Hemos llegado a un acuerdo.
—¿Se puede creer en la palabra de un psicópata?
—Hussein es cruel, pero no idiota, Caballo de Fuego. Tú lo sabes.
—Después de haberlo visto escribir el Corán con su propia sangre y de haberlo escuchado asegurar que desciende del Profeta Mahoma, discúlpeme general, pero me atrevo a disentir con usted. Hussein está chiflado.
—Sigue siendo un loco muy vivo y, aunque no lo creas, está en contacto con la realidad. El acuerdo, negociado en las altas esferas de la OTAN y del gobierno iraquí, establece que no se denunciará a la ONU la existencia de Base Cero y, por ende, no se aplicarán sanciones, si se mantienen alejados y se olvidan de la existencia de la centrifugadora. L’Agence ya está ocupándose de la vigilancia de Base Cero. Se les exigirá además la firma de un documento donde aseguren que toda la información acerca de la centrifugadora Blahetter está ahí, en Base Cero, y que nada ha salido de ese lugar. Por otro lado, entregarán petróleo gratis a Estados Unidos, a Inglaterra y a Francia durante los próximos cinco años.
—¡Ja! —profirió Al-Saud, y soltó un puñetazo contra el brazo del sillón—. No iban a perder la oportunidad de sacar unos barriles gratis, ¿no, general?
—Además —continuó Raemmers, soslayando la mordacidad de Al-Saud—, no habrá sanciones si Hussein y sus hijos se olvidan de tu existencia y de la de tu mujer. —Raemmers pronunció las últimas palabras con lentitud deliberada y la vista fija en Al-Saud—. Si tú, tu mujer o alguno de tu familia fuese asesinado, envenenado o, simplemente, sufriese un accidente, Saddam Hussein podrá despedirse de esta benevolencia. La sanción será terrible y terminará por convertir a su país en una olla a presión. Sabe que está al borde de la guerra civil. No arriesgará nada.
Al-Saud guardó silencio para analizar la revelación. Sabía que era lo máximo que obtendría de quienes lo habían colocado en ese atolladero.
—¿Qué sabe de Chuquet?
—Lo encontraron degollado en un hotel de Bagdad.
—¿Allanaron el departamento de Gérard Moses en Herstal?
—Sí, pero no encontramos nada relacionado con la centrifugadora. Y sabemos que la DST se instaló en su casa materna, en la Île Saint-Louis. Tampoco dieron con nada. El secreto está a salvo.
—¿Y qué hay del equipo de ingenieros iraquíes que trabajaban con él en Base Cero?
—Son cuatro y forman parte del pacto con Saddam Hussein. Ahora viven en Estados Unidos, en Inglaterra y en Francia. Trabajan en diversas universidades donde no podrán hacer un llamado telefónico a su madre sin que los controlemos.
«Hay demasiados cabos sueltos», concluyó Al-Saud, y asintió en dirección a Raemmers, demostrándole conformidad.
Al ver que Eliah y ese hombre alto, buen mozo y canoso dejaban sola a Matilde, Juana se aproximó con paso vacilante.
—Qué cagada esto de caminar con stilettos en el pasto. Debo de parecer una garza con sabañones.
Matilde tomó a Juana del brazo y se puso en puntas de pie para besarla en la mejilla.
—Estás divina —la animó—. El vestido te queda espectacular.
—¡Más le vale! Me costó un huevo y medio. ¿Quién era el tipo que estaba con el papurri? El viejo ’tá pa’l infarto.
—Pensé que ibas a decir: ’tá pa’l coito.
—También.
—Es Anders Raemmers, amigo de Eliah desde hace años. Aunque no deberías estar mirándolo con esa cara cuando tu prometido está a pocos pasos.
—Que esté a dieta no significa que no pueda leer el menú, aunque ya sé que vos, Matita querida, no lo entenderías ni en un millón de años. Sólo tenés ojos para el papurri.
—¿No está hermoso con ese traje?
—’Tá pa’l…
—¡No te atrevas a decirlo, Juana Folicuré!
—Bueno, querida mía, tu esposo ’tá pa’l coito, te guste o no te guste. Así que vas a tener que estar muy atenta y afilar la imaginación para evitar que las culebronas que nunca faltan te lo quiten.
—¿Algún consejo?
—Varios. Por lo pronto, ¿qué vas ponerte esta noche?
—¿Cómo que voy a ponerme?
Juana se mordió el labio y elevó los ojos al cielo.
—Señor mío, ¿puede ser tan caída del catre? Matilde del Valle de Catamarca, no me digas que no te compraste un buen conjunto de lencería para tu noche de bodas.
—No te lo digo, entonces.
—No-che de bo-das —reiteró Juana, y gesticuló con su boca grande y generosa—. ¿Te suena el concepto?
—No compré nada, Juani —admitió Matilde, compungida.
—¡Por Dios!
—Es que con la llegada de Jérôme…
—No me pongas excusas, Matilde. Jérôme llegó hace unos días nada más. El camisón erótico para esta noche deberías haberlo comprado hace semanas. ¡Es lo primero que deberías haber comprado! —La mueca afligida de Matilde la suavizó—. ¿Qué pensabas ponerte esta noche para seducirlo, el camisón con ositos panda?
—No, pero…
—¡Ay, Matita, Matita! No te preocupes. Aquí está Súper Juana para sacarte las papas del fuego. Como te conozco del derecho y del revés, sabía que no ibas a comprar nada apropiado, así que te tengo una sorpresa. Vamos adentro. Te la doy ahora.
Se detuvieron ante el llamado de Kamal, que se aproximó con Kolia en brazos.
Creo que este muchachito necesita un cambio de pañales.
—Ven con mamá —dijo Matilde, y lo recibió en brazos.
Mónica las interceptó en el umbral de la puerta, y Juana notó que Matilde no le entregaba al niño.
—Matita, por el agradable aroma que destila tu hijo, creo que tiene caca hasta en las cejas. Ni se te ocurra cambiarlo con esa ropa. Dáselo a Mónica.
—Sí, señito Matilde —intervino la empleada—, démelo, yo lo cambio.
—Sí, vas a cambiarlo vos, Mónica, pero lo llevaré yo hasta el dormitorio.
Con Kolia cambiado y perfumado, Matilde se sentó en un sillón de la antigua habitación de Eliah para darle la mamadera. El niño la tomó con deleite hasta quedar dormido.
—Mat, no se te ocurra hacerlo eructar en tu hombro. Te larga un pato y ¿qué hacés? Te arruinaría esa blusa divina de encaje. Mónica, hacelo eructar por favor.
—Sí, señito Juana.
Un momento más tarde, Matilde y Mónica acomodaron sillas en torno a la cama de Eliah, mientras Juana colocaba dos almohadas, una a cada lado de Kolia, que dormía profundamente.
—Está bien, Mónica —susurró Matilde—. Podés retirarte. Andá a descansar y a comer algo.
Matilde abrió una brecha en la valla de sillas y se inclinó sobre Kolia. Le olisqueó el cuello regordete y la mejilla colorada. Lo besó apenas con un roce sobre la sien y el carrillo. No conjuraba la voluntad para apartarse. Kolia se rebulló, movió la boca y emitió sonidos divertidos. Juana sofocó una risita y Matilde decidió apartarse.
—Qué cosita tan hermosa.
—Aunque lo deseaba con todo mi corazón —expresó Matilde, y se acomodó en una silla, frente a Juana, repantigada en el sillón—, nunca imaginé que llegaría a amar al hijo de Eliah tanto como amo a Jérôme.
—¡Ay, amiga querida! Verte tan feliz me hace inmensamente feliz.
—¿Y vos, Juani? ¿Sos feliz con tu nueva vida?
—Sí, Mat, muy feliz. —Bajó la vista y se miró las uñas—. Jorge me llamó varias veces en estos días.
—¿En serio?
—Está en Londres, en una convención. Me pidió que fuese a verlo. Como me negué, me dijo que vendría a París a buscarme. Asegura que no puede vivir sin mí, que está decidido a recuperarme. No le importa nada, ni su mujer, ni su hijito. Nada.
—¿Y vos? ¿Podés vivir sin él?
Juana sonrió con aire melancólico.
—Te sorprendería mi falta de emoción al escuchar su voz. En realidad, no sentí nada, ni alegría, ni excitación, pero tampoco rencor, ni siquiera tristeza. Sentí un poco de fastidio, como cuando querés cortar con alguien porque estás apurado y tenés que irte.
—¿Cómo van las cosas con Shiloah?
—Si es verdad que existen las almas gemelas, nosotros lo somos, Mat. Cada día me conquista un poco más. Es tan… Tan Shiloah. Mi gordo judío es el amor de mi vida. Por supuesto, su Ferrari hace que lo vea con más pelo y menos panza.
Matilde ahogó una carcajada y abandonó la silla. Se arrodilló frente a Juana y descansó la cabeza en sus piernas.
—Juani, te amo, amiga mía.
—¿Y a mí? ¿A mí también me amás?
La voz de Ezequiel las sobresaltó. Juana se llevó el índice a los labios en el gesto de silenciarlo.
—Si despertás a Kolia, vos te hacés cargo.
—No problem.
Ezequiel se sentó sobre la alfombra. Matilde estiró la mano y entrelazó los dedos con los de su amigo de la infancia.
—Ahora que estamos los tres solos y tranquilos, quiero decirles que los amo con todo mi corazón, que son mis hermanos del alma y que sin ustedes nunca habría sobrevivido al cáncer. Ustedes fueron mi fuerza y mi alegría. Lo son, siempre. Cada vez que los veo, me siento feliz.
—¡Qué tipa pelotuda! Me hace llorar y sabe que no uso máscara waterproof.
La risa de Matilde emergió distorsionada a causa del llanto a duras penas reprimido. Se lanzó al cuello de Juana y la apretó. Ezequiel se incorporó y, entre risas y sollozos, las contuvo a las dos en un abrazo.
—Los tres mosqueteros para siempre —expresó, y las besó en la coronilla.
Matilde y Eliah pasarían la noche de bodas en una suite del George V. Amina dormiría en casa de tío Sándor, a la cual tía Yasmín se había mudado semanas atrás. No necesitaron argumentos para convencerla; no obstante, la promesa de alquilar La Cenicienta y La Bella Durmiente de Walt Disney ayudó para que esperase ansiosa el momento de abandonar la fiesta. Jérôme y Kabú irían al departamento de tía Juana y de tío Shiloah, y Matilde le hizo jurar a Juana por la Ferrari de su futuro esposo que se levantaría a las cuatro de la mañana y llevaría a Jérôme al baño. Kolia se quedaría con sus abuelos y bisabuelos en la mansión de la Avenida Foch.
—Vamos —la apremió Eliah, molesto porque Matilde no terminaba de besar y de despedirse de sus hijos.
El Aston Martin con Eliah al volante y Matilde a su lado partió alrededor de las siete de la tarde de la mansión de los Al-Saud, donde todavía quedaba la mayoría de los invitados.
Desde un vehículo estacionado en la esquina, sobre la Avenida Malakoff, unos ojos reconocieron el automóvil de Al-Saud y lo siguieron sin pestañear.
Para Matilde, el George V encerraba memorias de los momentos más dichosos en París, aunque también de uno de los peores: el encuentro con su hermana Celia. Igualmente, estaba demasiado feliz para destinarle un pensamiento. Cruzó la recepción de la mano de Eliah, saludó de lejos a las empleadas y se puso en puntas de pie para besar a su esposo cuando las puertas del ascensor se cerraron.
La suite los esperaba iluminada, con el rebozo de la cama listo, una fuente con frutas, un plato con bombones, copas de cristal, bebidas frías sin alcohol y una cafetera con café recién preparado.
—Shariar ordenó preparar todo esto —comentó Matilde—, estoy segura. —Se metió una cereza a la boca y le ofreció la mitad a Eliah, que, al devorarle los labios, se la quitó entera—. Mi esposo —murmuró Matilde—. No puedo creer que ya estemos casados.
—Señora Al-Saud. Estabas tan hermosa, tan tranquila durante la ceremonia.
—Me sentía feliz, a pesar de que la oficina de la jueza le habría quitado el ánimo a cualquiera. Nada me importaba, sólo que estuvieses a mi lado y que mis hijos estuviesen cerca.
Fueron a la habitación y, mientras se desvestían, comentaron los detalles de la boda en el Ayuntamiento y de la recepción en casa de los Al-Saud.
—¿Viste a Jérô con Takumi? No lo dejó en toda la fiesta, lo miraba con cara embelesada.
—Te aseguro que Takumi sensei quería ganarse su amistad. Sabe cómo llegar al corazón de un chico.
—¿Crees que le haría bien a Jérô la influencia de Takumi?
—Sí. ¿Te gustaría pasar una temporada en la hacienda de Rouen?
—Como me dijiste que tendríamos que esperar para la luna de miel, sí, creo que me gustaría pasar una temporada allá, con los chicos. A todos les vendrá bien el contacto con la naturaleza y con los caballos. A Jérô sobre todo. Sigue triste y callado. Él era diferente, Eliah, tan vivaz y alegre. Acordate.
—Matilde, hace apenas unos días que lo traje del Congo. Hay que darle tiempo.
—Sí, tenés razón.
—No quiero que esta noche hablemos de nada excepto de nosotros. No quiero que te angusties ni que te preocupes por nada. Todo se va a solucionar a su debido tiempo. ¿Acaso no ha sido siempre así?
—Sí, vos siempre solucionás todos los problemas. ¡Sos mi héroe!
—Entonces, confiá en mí.
Matilde se metió en el baño para ponerse la lencería erótica que Juana le había regalado para la noche de bodas. Salió con un camisolín de tul púrpura, que le cubría la mitad de los muslos, abierto con un tajo hasta el corpiño y que le dejaba el vientre a la vista; una bombachita pequeña y transparente completaba el conjunto. En los pies calzaba unas chinelas de raso blanco con un ramillete de plumas en la capellada.
—¿Te gusta?
Eliah estaba echado en la cama, apoyado contra el respaldo, desde donde la contemplaba con ojos serios. Matilde advirtió que sólo llevaba puestos los boxers. Le hizo señas con el índice para que se aproximase. La vio avanzar, envuelta en su manto de cabello dorado y larguísimo, y de pronto la deseó desnuda. Saltó de la cama y se plantó frente a ella. Se miraron sin tocarse, ella, con la cabeza echada hacia atrás, él, con la cabeza inclinada hacia delante. Era tan pequeña y menuda. Le tomó la mano izquierda y le admiró los anillos, el de brillantes y esmeraldas y el de casada. Sus manos de dedos largos y delgados siempre lo atraían. «Manos de cirujana». Matilde arrastró la punta de los dedos por los antebrazos de Al-Saud y le erizó la piel. Éste le bajó las tirillas del camisolín.
Matilde había cerrado los ojos y echado la cabeza hacia atrás, ansiosa y expectante del derrotero que tomarían las manos de él. Harían con ella lo que se les antojase, como de costumbre. Al-Saud le introdujo un dedo en el ombligo e inició un movimiento circular suave que le quitó el aliento. Se sujetó a sus hombros y gimió cuando la corriente se extendió hacia el monte de Venus y le cosquilleó entre las piernas. La sorprendía el imperio de esa caricia simple, que le había comprometido aun el cuero cabelludo, al que sentía tirante, y que le había vuelto de agua la boca y la vagina.
La lengua de Eliah se apoyó en la vena palpitante del cuello de Matilde, donde la demoró para percibir el paso veloz de la sangre, que se aceleró cuando abandonó el ombligo y le masajeó el clítoris, hinchado y viscoso. Matilde jadeó y le hundió los dedos en la carne. La besó en el cuello, la mordió, la lamió, y, mientras lo hacía, la empujaba hacia la cama.
—Acuéstate —le ordenó en francés.
Matilde le obedeció y se deslizó hacia el centro de la cama. El camisolín resbaló y le dejó a la vista las piernas y el monte de Venus apenas disimulado bajo el tul de la bombacha, de la cual Al-Saud se deshizo obligándola a levantar el trasero y las piernas. Lo excitó verla sin bombacha y con el camisolín, y su erección se profundizó al imaginarse hundido en esa carne tibia y relajada. Se quitó los boxers con tirones impacientes. Lo enardecía la prisa de él en oposición a la serenidad inocente de Matilde, que parecía dormida y ajena a la energía que había despertado y que estaba a punto de asaltarla.
Se subió a la cama, le separó las piernas y colocó las rodillas entre ellas. Se inclinó para susurrarle.
—Matilde. Mon amour.
—¿Qué?
—¿Tienes idea de cuánto te deseo?
Matilde sonrió, sin levantar los párpados, y tanteó hasta dar con los hombros de Al-Saud.
—Quédate así —le ordenó Al-Saud, y se afirmó en su posición de rodillas frente a ella. Se inclinó hacia delante para sujetarla por las nalgas y elevarle la cadera. Matilde plantó los pies en el colchón y flexionó las rodillas, levantó los codos y apoyó las manos en la almohada, cerca de su cara. Sintió la lengua de Al-Saud entre sus pechos; dibujaba círculos con la punta, subía hasta casi rozar el pezón, descendía al valle, se desplazaba hacia abajo, le horadaba el ombligo y retomaba el ascenso. Su juego la frustraba y la conducía a un nivel de excitación insatisfecha que se volvía doloroso en la vagina. Emitió gemidos quejumbrosos que se convirtieron en un jadeo largo y doliente cuando Al-Saud le chupó un pezón, luego otro. Matilde entrelazó los dedos en su cabello y lo obligó a seguir con los mordiscos y las succiones.
—Más —exigió.
Se apartó, volvió a sujetarla por el trasero y la colocó a la altura de su pene erecto. La penetró atrayéndola hacia él, lentamente, para disfrutar cada centímetro de carne que se hundía en la de ella. La sintió tibia y resbaladiza, caliente y excitada. Su vagina lo comprimió hasta hacerlo jurar entre dientes por lo difícil que le resultaba dominarse. Salió de ella repentinamente, deseoso de penetrarla de nuevo desde otra posición. Matilde soltó una queja casi inaudible cuando Al-Saud la obligó a darse vuelta. Le retiró el camisón y le acarició el trasero con las manos y con la lengua. Se sentían abrasados por un ardor que no lograrían aplacar excepto con el orgasmo. Sus genitales palpitaban al ritmo desenfrenado de sus corazones.
—Eliah, por favor —suplicó Matilde.
La cubrió con su cuerpo y le retiró parte del peso elevándose con el brazo derecho. Le gustaba esa posición, le parecía que conquistaban una unión física perfecta, todo su cuerpo en contacto con el de ella: las nalgas de Matilde contra sus caderas, su espalda contra su torso, sus piernas y sus pies entrelazados. Matilde sostuvo la cabeza en alto y apoyó los antebrazos en la almohada. Al-Saud la tomó por el mentón y por la mandíbula con la mano izquierda y se introdujo dentro de ella con un movimiento sordo y rápido. Se meció de manera violenta mientras le hablaba al oído en francés.
—¿Te gusta así? —Matilde no asintió ni negó porque la mano de él en el filo de su rostro se mantenía inexpugnable, como si buscase un punto de apoyo para impulsarse—. A mí me encanta. Sentir tu culo contra mis testículos. Estaba tan caliente. No podía esperar, mi amor. Quería que la fiesta terminase de una buena vez.
Matilde lo obligó a aflojar la sujeción para apuntar:
—A nadie le quedó duda de eso.
Al-Saud lanzó una carcajada sin resuello, fascinado por la sensación que le proporcionaba la fricción del glande contra la pared frontal de la vagina. Matilde apretó los párpados acuciada por la inminencia del placer. Unos segundos después, se perdió en una sensación de gozo apabullante. Sus gemidos desaparecieron, ahogados por la sonoridad de los gritos roncos y desmedidos de él, cuyo brazo cedió a los bruscos sacudones que acompañaban a la eyaculación, y aplastó a Matilde.
La humedad de su aliento le caldeaba la mejilla; su mano, que aún le apretaba la mandíbula, conservaba la furia con que la había poseído; su pene todavía se vaciaba dentro de ella; la potencia del orgasmo la aturdía. Al-Saud se apartó y Matilde se colocó de espaldas. Sus miradas se entrelazaron, y ella descubrió algo turbulento e indescifrable en el modo en que él la observó.
—Te voy a hacer feliz, Matilde.
—Ya me hiciste feliz, Eliah.