Capítulo 18

Al-Saud estiró las piernas bajo el escritorio, entrelazó las manos detrás de la cabeza y se abandonó en la butaca. A pesar de la abrumadora cantidad de trabajo, de los problemas que desfilaban uno tras otro y de los compromisos que plagaban su agenda, se sentía feliz y apaciguado. Amaba la vida que Matilde creaba en torno a él, desde que despertaban hasta que se acostaban. Le gustaba llamarla durante el día y escucharla enumerar los avances de Kolia o las ocurrencias de Amina; su dicha y su entusiasmo le llegaban a través del teléfono y se transformaban en una energía que lo impulsaba a seguir luchando contra las dificultades de una empresa militar privada. La tenía cercada por guardaespaldas, y le había comprado una camioneta Mercedes Benz ML 500, la cual le entregarían dentro de un mes y medio después de blindarla por completo (cristales y carrocería) con un alto nivel de resistencia balística; también había mandado colocarle aros de seguridad a los neumáticos y bajos antiminas. Alamán era el responsable de instalarle contramedidas electrónicas. En tanto, Matilde usaba un vehículo de la Mercure, el cual no reunía las exigencias de seguridad de Al-Saud, por lo que había indicado al chofer que redujese las salidas, orden que Matilde no cumplía y se lo pasaba de aquí para allá por París.

Sonó el timbre del intercomunicador.

—¿Sí? ¿Qué sucede?

—El señor Shiloah Moses acaba de llegar, señor —anunció Victoire, la secretaria.

—Hágalo pasar.

Al-Saud abandonó la butaca, se acomodó la camisa dentro del pantalón y se aplastó los cabellos. Inspiró profundamente y sacudió los hombros para relajar los músculos. La comisión que afrontaría en un momento no resultaría fácil ni agradable.

Shiloah entró con una sonrisa. Lucía contento y rejuvenecido; la influencia de Juana seguía siendo beneficiosa. Se dieron un abrazo y palmadas en la espalda.

—Victoire, tráiganos café, por favor. Y no me pase llamadas, a menos que se trate de mi mujer.

—Sí, señor.

El secuestro de Matilde salió a relucir apenas se acomodaron en los sillones.

—Creí que me volvía loco cuando nos enteramos por la televisión de que la habían secuestrado. Juana perdió el control. Nunca la había visto así. Lloraba y gritaba y yo no sabía qué hacer. Traté de comunicarme contigo, pero Alamán me dijo que estabas en el medio de la nada, en una misión. Llamé a mis contactos en el Shabak, y me aseguraron que estaban haciéndose cargo del tema. No me brindaron mucha información.

—Fue Anuar —manifestó Al-Saud—, él la secuestró.

Guardaron silencio mientras Victoire les servía el café. Moses habló después de que la secretaria cerró la puerta.

—La prensa especulaba que había sido Hamás, pero ellos nunca reivindicaron el secuestro. No sabes el revuelo que se armó. Matilde se había convertido en una heroína para los palestinos después de salvar al niño atrapado en el fuego cruzado y propiciar que la intervención israelí terminase. Se organizaron manifestaciones en la ciudad de Gaza, encabezadas por los empleados del hospital, exigiendo su liberación. ¡Hasta el papa Juan Pablo II exigió su liberación! —Al-Saud levantó las cejas—. El secuestro de Matilde no le ha hecho ningún bien a Hamás desde el punto de vista político.

—Lo hicieron por dinero —afirmó Al-Saud—, no había otro objetivo más que hacerse de dinero. Anuar está quedándose sin fondos para financiar sus actividades terroristas. A mediados de septiembre recurrió a mí, me pidió dinero. Como se lo negué, amenazó con matar a Matilde.

—¡Maldito hijo de puta!

—Él asesinó a Sabir.

—¿A su propio hermano? Gusano malparido.

—Tengo que detenerlo, Shiloah, o no podré vivir en paz. Tú puedes ayudarme.

—¿Yo? ¡Ojalá pudiera, amigo mío!

—Sí, puedes. —Al-Saud lo miró fijamente, mientras rebuscaba el discurso que había ensayado; las palabras lo rehuían, lo desertaban. Exhaló de manera ruidosa y bajó la vista—. Esto que tengo que contarte es muy duro, Shiloah. Necesito que escuches en silencio y trates de comprender.

—Lo que sea, Eliah. Lo que sea.

—Se trata de Gérard. Él y Anuar han seguido en contacto durante todos estos años. De hecho, Gérard colaboraba con sus actividades terroristas.

Las facciones de Shiloah se congelaron; no pestañeó, no apartó la mirada.

—Cuéntame todo, Eliah. Adelante.

Al-Saud eligió con cuidado las partes de la verdad que revelaría a su amigo. Le dijo que Gérard trabajaba para el régimen de Bagdad, pero no mencionó lo de la centrifugadora de uranio ni lo del plan para bombardear Riad y Tel Aviv. Le confesó, por fin, que Gérard Moses había muerto semanas atrás. Shiloah extrajo un pañuelo y se secó los ojos.

—¿Cómo murió? ¿Por un ataque de porfiria?

—No, lo mataron.

—¿Quién? ¿Por qué?

Al-Saud había decidido que Shiloah jamás se enteraría de que había muerto a manos de Matilde.

—No lo sé con certeza. Gérard se movía en círculos muy peligrosos. No me extraña que hayan decidido deshacerse de él. Las razones pueden ser varias. Quizá, sabía demasiado.

—¿Estás seguro de que murió?

—Yo no lo vi muerto, pero creo ciegamente en la persona que me dijo que lo vio morir.

—Espero que ahora esté en paz. Nunca tuvo paz, ¿sabes? Vivió una vida de tormento y padecimiento. Yo… —La voz se le quebró; sacudió la cabeza y volvió a secarse los ojos—. En fin, se ha ido. ¿Qué habrán hecho con su cuerpo? ¿Lo habrán sepultado decorosamente?

—Ya déjalo, Shiloah. ¿Qué importan esas cosas? Gérard se fue y ahora está en paz.

—Tienes razón. ¿Qué importan esas cosas? Dime, hermano, ¿cómo puedo ayudarte?

—Necesito entrar en la casa de la Quai de Béthune. Anuar estuvo allí el año pasado. Antoine le permitió entrar. Quizá podamos dar con alguna pista que nos guíe a él.

—Todavía conservo mis llaves. Las tengo aquí, en mi departamento de París. ¿Cuándo quieres ir?

—Lo antes posible.

—Iré a buscarlas.

—Shiloah —lo detuvo Al-Saud—, llevaremos a un amigo mío que trabaja en la DST. Quiero que él me ayude a registrar la casa. No te preocupes, el asunto se manejará con absoluta discreción.

Shiloah profirió una risotada forzada y melancólica.

—Si el mundo lo supiese, Eliah, me importaría un rábano. Creo que sería una buena lección para mi viejo, que siempre fue un hijo de puta con Gérard. Lo culpo a él por la personalidad retorcida de mi hermano. ¿Te imaginas? ¿El hijo del gran jefe sionista, Gérard Moses, trabajando para el enemigo número uno de Israel? Te aseguro que mis dos periódicos se hartarían de vender ejemplares.

En tanto aguardaba el regreso de Shiloah con las llaves de la casa de la Quai de Béthune, Al-Saud telefoneó a Edmé de Florian, de la Direction de la Surveillance du Territoire, más conocida como DST. De Florian aguardaba el llamado de Al-Saud, por lo que se puso en marcha enseguida. Llegó a las oficinas de la Mercure en el Hotel George V veinte minutos después.

—¿Tu amigo Shiloah aceptó ayudarnos?

—Sí, por supuesto. Ha ido por las llaves de la casa. ¿Qué podemos hacer con Antoine, el mayordomo? Él podría avisarle a Anuar de que estamos tras su pista.

—¿Qué crees que encontraremos en la casa de Moses?

—Admito que no lo sé.

Al-Saud se acercó deprisa al escritorio y levantó el auricular del teléfono que sonaba.

—Señor —dijo Thérèse—, el señor Nigel Taylor pide hablar con usted.

—Pásemelo. Hola, Nigel.

—Hola, Eliah. ¿Cómo está Matilde?

—Bien, gracias.

—Mi mujer y yo nos preocupamos mucho cuando nos enteramos de su secuestro.

—¿Tu mujer?

—La conoces. Angelie. Sœur Angelie —aclaró—, que vivía en la Misión San Carlos. —La línea enmudeció—. Nos casamos hace poco —explicó Taylor—, cuando le dieron la dispensa. Está conmigo en París y le gustaría ver a Matilde.

—Sí, por supuesto. A Matilde le encantará verla. ¿Por qué no van a cenar a casa esta noche? Mi hermano y otros amigos también irán.

—Gracias. Angelie estará feliz con la invitación. Por otro lado, hay un tema importante que quisiera hablar contigo. ¿Podremos hacerlo esta noche o prefieres que nos encontremos mañana en otro sitio?

—Esta noche lo hablaremos. Apunta mi dirección.

—¿Podremos ir con nuestro hijo? También lo conoces. Es Kabú.

—¡Kabú! —La sorpresa provocó una carcajada a Al-Saud—. Matilde estará feliz de verlo. Claro, llévalo también.

Depositó el auricular sobre el aparato y demoró en quitar la mano. La mirada se le perdió.

—¿Malas noticias? —preguntó Edmé de Florian.

—No, al contrario —dijo; no obstante, meditaba acerca de la conveniencia de que Matilde viese a Kabú; tal vez removería la herida de Jérôme, que nunca cicatrizaba.

Cruzaron el Sena por el Puente Marie y entraron en la Île Saint-Louis. Estacionaron los vehículos a la vuelta del hôtel particulier de los Rostein y caminaron hasta el portón con el número 36 pintado en la clave del arco de medio punto. Se trataba de un día gris, y el viento cálido que soplaba desde el río cargado de humedad, fastidiaba a Al-Saud.

Shiloah sacó la llave. Existía el riesgo de que Gérard Moses hubiese cambiado la cerradura del viejo portón de roble. Los tres hombres aguardaban con el aliento contenido mientras la llave giraba. También cabía la posibilidad de que la casa estuviese protegida por un sistema de seguridad, del cual Shiloah desconocería el código para detener a tiempo el trinar de las alarmas. El chasquido certero les anunció que la llave era la misma. Abrieron el portón y entraron en el solado. Los segundos corrían, y el silencio se profundizaba.

Antoine, que salía del sector de la servidumbre para ingresar en la casa principal, se quedó de una pieza al verlos. Al-Saud notó que llevaba una paloma sentada en el ángulo del brazo derecho, y recordó que su empleado, Oscar Meyers, le había marcado el mismo detalle cuando lo mandó seguir a Anuar Al-Muzara a mediados de septiembre.

Monsieur Shiloah, c’est vous?

—Sí, Antoine. Soy yo. Disculpa el susto que te hemos dado.

—¡En absoluto, monsieur! ¡Adelante, adelante!

—Déjame lidiar con Antoine a mí —masculló Shiloah en inglés a Al-Saud mientras se dirigían al pórtico de entrada.

—Recuerda lo que te dijimos: no le menciones que Gérard ha muerto.

Al-Saud y Edmé de Florian se dividieron para registrar la gran casona de tres pisos. De Florian descubrió una caja fuerte tras un óleo en una habitación que debía de funcionar como despacho a juzgar por el mobiliario. Al-Saud, por su parte, subió a la terraza y descubrió el camino de fuga que había guiado a Anuar hasta la iglesia Saint-Louis-en-l’Île. Giró para regresar al interior, y sus ojos tropezaron con el palomar; se hallaba en el mismo sitio de la época de la infancia, aunque lucía modernizado. Se acercó, y las palomas aletearon, nerviosas, hasta que se acostumbraron a su presencia. «Ésta es mi favorita. Se llama Ícaro». El viento acarreó la voz infantil de Gérard y revoloteó en sus oídos; la escena se proyectó frente a él. Había visitado ese palomar con su mejor amigo cientos de veces, siempre a la caída del sol o de noche, cuando se quedaba a dormir en casa de los Moses y el clima lo permitía. Una profunda nostalgia se apoderó de él. Tragó con dificultad y se limpió los ojos de manera colérica; otro pensamiento acababa de desplazar los tiernos de la infancia, y la imagen de Samara muerta en el túnel de l’Alma terminó por teñir de furia negra su espíritu.

Recordó que, al igual que con los demás temas que lo apasionaban, Gérard era un erudito en colombofilia. Sabía tanto acerca de las palomas mensajeras —de su estirpe, de sus enfermedades, de sus costumbres y de su historia— como de armas y de aviones de guerra. «¿Sabías que las palomas mensajeras hasta el día de hoy se usan en las guerras? En la de Vietnam, el Batallón de Comunicaciones del ejército norteamericano viajó con cuarenta palomas. Cuando la tecnología falla, cuando las comunicaciones se cortan, siempre quedan las palomas». La frase se repitió como un eco: «… cuando la tecnología falla… cuando la tecnología falla».

Volvió al interior de la casa. Se topó con De Florian en el corredor de la segunda planta.

—Acabo de descubrir cómo se comunicaba Anuar Al-Muzara con Gérard Moses. —El agente de la DST agitó la cabeza invitándolo a continuar—. Con palomas mensajeras. Tanto Moses como Al-Muzara son expertos colombófilos. Bueno, en el caso de Moses debería decir que era experto.

—¿Palomas mensajeras? —Al-Saud asintió, y De Florian sacudió los hombros, incrédulo—. Por mi parte, he descubierto una caja fuerte tras un óleo, en esa habitación.

—El despacho del padre de Gérard.

—Tal vez Shiloah conozca la combinación. También se necesita una llave.

Encontraron a Shiloah sentado a la mesa de la cocina, conversando amistosamente con Antoine, mientras compartían café y galletas.

—Antoine está contándome que Gérard aún conserva sus palomas mensajeras —dijo, y señaló la que el mayordomo sostenía en el recodo del brazo.

—Shiloah, hay una caja fuerte en el despacho de tu padre —informó Al-Saud en inglés—. Detrás de un cuadro. ¿Podrías abrirla?

—No tenía idea de que hubiese una caja fuerte allí.

—Llamaré a un cerrajero de la DST —propuso De Florian.

—No quiero al personal de la DST metido en esto, Edmé —protestó Al-Saud—. Ya sabes que estás aquí a título personal.

—Es un amigo, de mi extrema confianza. No habrá problema.

De Florian se alejó para telefonear al cerrajero, y Al-Saud tomó asiento frente a Antoine, que lo rehuyó con la mirada del mismo modo que de niño.

—Anuar Al-Muzara ha visitado últimamente esta casa, ¿verdad, Antoine?

El hombre se incorporó en la silla, endureció el gesto y miró con fijeza a Shiloah. Los pómulos se le colorearon, y la paloma se agitó.

—¿Es cierto eso, Antoine? —preguntó Shiloah, de buen modo—. ¿Anuar visitó esta casa últimamente?

—¡Contesta! —Al-Saud azotó la mesa con el puño, y la paloma voló, espantada, para posarse en el techo de un aparador.

—Eliah, por favor…

—¡Por favor y una mierda, Shiloah! Este hijo de puta está encubriendo a un terrorista. Si no quieres terminar en la cárcel, Antoine, será mejor que hables.

—¿La cárcel?

—Sí, la cárcel. El señor —dijo, y señaló a De Florian, que se aproximaba después de haber realizado la llamada— es de la DST. —De Florian extrajo su identificación y la colocó delante de los ojos exorbitados de Antoine.

Mon Dieu —masculló el mayordomo.

—Mejor será que hable, señor —dijo De Florian—. Por su bien.

—Sabemos que Anuar estuvo aquí a mediados de septiembre. ¡Habla!

—Sí, sí —balbuceó el hombre.

—Tranquilo, Antoine —lo alentó Shiloah—. Bebe un sorbo de café.

—El señor Anuar estuvo aquí, sí. El joven Gérard me dijo que, siempre que viniese a esta casa, lo recibiese. También estuvo el señor Udo.

—¿Cómo se comunican Gérard y Anuar? —preguntó Shiloah.

—A través de las palomas.

Sorprendido, Edmé de Florian miró a Al-Saud.

—¿Cuándo envió el último mensaje?

—Hace poco.

—¿Cuándo? —lo presionó Al-Saud.

—A principios de enero. Lo trajo un hombre a quien yo no conozco. Dijo llamarse Rauf. Fue toda la información que me dio. El señor Udo me ordenó que lo enviase.

—¿Cuándo recibieron la respuesta?

—Tardó bastante en llegar. A principios de febrero.

—¿Qué decían esos mensajes?

—¡Yo no los leo! —aseguro, con una mueca ofendida—. Además, no comprendería nada. El joven Gérard usa un código para escribirlos. Lo mismo el señor Anuar.

—¿Conservas las respuestas de Anuar? —quiso saber Shiloah, y Antoine asintió—. Tráelas, por favor.

El mayordomo salió de la cocina a paso lento y con la cabeza baja.

—Podríamos atrapar a Al-Muzara enviándole un mensaje —anticipó Al-Saud.

—Si logramos descifrar el código —lo previno De Florian.

—Habrá que vigilar a Antoine. No confío en él. Si me lo permites, Shiloah, instalaré a dos de mis hombres aquí.

—¿En esta casa?

—Sí. Quiero que lo vigilen de cerca, día y noche. No quiero que mueva un dedo sin que estemos informados.

Shiloah Moses agitó los hombros y accedió con un leve asentimiento.

—Edmé, ¿podrías mostrarme el sitio donde hallaste la caja fuerte?

Antoine regresó a la cocina y se puso nervioso al encontrarse que estaba solo con Al-Saud. Le extendió los pequeños papeles arrugados, que temblaron.

Al-Saud les echó un vistazo y sonrió con malicia. Años atrás, le había ayudado a Gérard a crear ese código. Con un poco de esfuerzo, lo recordaría.

El cerrajero de la DST trabajó alrededor de una hora para abrir la caja fuerte. Lo primero que saltó a la vista fueron dos gradillas con una veintena de pequeños tubos de ensayo con tapones de distintos colores. —¡No toques eso!— alertó Al-Saud a Shiloah.

—¿Por qué?

—No lo toques —insistió—. Podría ser peligroso.

—Lo siento, Eliah —dijo De Florian, y cerró la caja fuerte—. No podemos exponernos a hurgar aquí dentro. Tendré que convocar al grupo especializado en armas químicas y biológicas.

Quoi? —exclamó Shiloah—. ¿Armas químicas y biológicas?

Al-Saud ignoró el asombro de su amigo y se dirigió a Edmé.

—Haz lo que creas conveniente, pero recuerda: Al-Muzara es mío. Tengo varias cuentas que cobrarle.

De Florian asintió antes de preguntar:

—¿En verdad crees que podría haber venenos y virus en esas probetas?

—¿Recuerdas los muchachos iraquíes que fueron gaseados en Seine-Saint-Denis? Sospecho que lo hizo Udo Jürkens y que el veneno se lo proveyó Gérard.

Quoi? —Shiloah lucía abrumado.

—¿Y el envenenamiento de Blahetter? —sugirió De Florian—. En su momento, el inspector Dussollier me pasó el informe del forense, que aseguraba que había muerto por intoxicación con ricina. Le habían inyectado un perdigón en la pierna.

Mon Dieu! ¿De qué están hablando? ¿Quiénes son los muchachos iraquíes? ¿Quién es Blahetter?

—Cuanto menos sepas, Shiloah —dijo De Florian—, mejor para ti. Tu hermano nadaba en aguas muy peligrosas. Es todo lo que necesitas saber.

Antes de que se marcharan de la mansión de la Quai de Béthune bien entrada la tarde, un equipo de la Direction de la Surveillance du Territoire había cercado el ingreso al despacho y trabajaba en el contenido de la caja fuerte. Edmé de Florian ordenó a dos de sus hombres que se turnasen en la vigilancia de Antoine, el cual se mantenía en un rincón de la cocina con su paloma contra el pecho, y mandó intervenir la línea telefónica.

—Ven aquí —le ordenó Al-Saud de mal modo, y el mayordomo se aproximó con la cabeza baja—. Quiero que sueltes una de las palomas de Al-Muzara con este mensaje.

Tras estudiar los mensajes del terrorista palestino, que no sólo estaban escritos en la clave diseñada por Gérard, sino que constituían acertijos —el muy malparido tenía tiempo para bromas—, Eliah se sintió capaz de redactar uno, si bien le habría resultado más fácil en caso de contar con un mensaje de Gérard para imitar el estilo. ¿También escribiría con acertijos? ¿Lo haría en tono bromista o más bien escueto? Habiéndolo conocido, decidió ir al grano, y, mientras imitaba la caligrafía de Gérard sirviéndose de un escrito hallado en el despacho, se preguntaba si Anuar Al-Muzara estaría al tanto de su muerte.

Antoine depositó la paloma sobre una alcándara, tomó el columbograma y lo enrolló hasta convertirlo en algo similar a un cigarrillo liado a mano. Hurgó en un cajón del cual sacó un tubito donde embutió el mensaje. Eliah lo siguió hasta la terraza y verificó que la paloma se alejase en el cielo del atardecer.

Aferró a Antoine por el cuello y lo pegó contra el alambrado del palomar.

—Si has enviado la paloma incorrecta y el mensaje no llega a destino o si llegas a abrir la boca para advertir a Anuar, vendré a buscarte y te convertiré en un amasijo sanguinolento. ¿Has entendido? —Antoine asintió como pudo—. Apenas recibas la respuesta, me llamarás a este teléfono. —Le metió una tarjeta en el bolsillo de la camisa—. Me lo comunicarás a mí primero, está claro. Cuando escuches mi voz, simplemente dirás: «Se usan en la guerra». ¡Repítelo!

—Se usan en la guerra.

Al llegar a París, Matilde se encontró con que Leila se había casado con Peter Ramsay y con que vivía en un departamento cerca del Bois de Boulogne, adonde le gustaba ir a montar con frecuencia, hábito que terminó el día en que su esposo se enteró de que estaba embarazada.

En un principio, Matilde se sintió perdida en la casa de la Avenida Elisée Reclus sin Leila, aunque se organizó bastante bien con la colaboración de Marie, de Agneska y de Mónica. Sin embargo, Al-Saud insistió en que contratase a otra niñera, por lo que se lo pasaba entrevistando a chicas jóvenes; hasta el momento, ninguna la convencía.

Le gustaba su vida nueva. Salvo las dos ocasiones en que había concurrido a la sede de Manos Que Curan para el debrief, no tenía contacto con su profesión, y se dedicaba a ser madre y esposa, aunque sabía que su índole le exigiría volver al quirófano tarde o temprano. Además, pensaba de continuo en el proyecto de la Clínica Medalla Milagrosa que atendería a indigentes, en especial, a inmigrantes africanos. Había comprado un cuaderno donde anotaba ideas y hacía listas. El abogado de Eliah, el doctor Lafrange, estaba ocupándose de los trámites para obtener la personería jurídica de una fundación que administraría la clínica.

Esa noche, serían varios a la hora de la cena. La mayoría había llegado y, como eran de confianza, se congregaban en la cocina, donde picoteaban pan, queso y frutos secos y sorbían el vino tinto que Alamán había comprado. Alrededor de las siete, Matilde, escoltada por Mónica, subió con Kolia para bañarlo. Era un momento que disfrutaba, y, si bien la niñera peruana la asistía, ella se ocupaba de todo. Kolia amaba el agua, y la gratificaba verlo disfrutar con sus juguetes de goma. A veces lo dejaba sumergido en la bañera hasta que la piel se le tornaba rugosa. Así y todo, Kolia se quejaba cuando el baño terminaba. Volvía a reír cuando Matilde, mientras lo friccionaba con la toalla, le mordisqueaba los rollitos y lo llamaba «mi niño envuelto». Terminaba de vestirlo en la habitación que habían decorado para él, contigua a la de ellos, y le daba la cena en la cocina, aunque esa noche lo alimentaría en el dormitorio para evitar el barullo de los invitados, que lo alteraría y le afectaría la digestión.

—Mónica, por favor, subí por el ascensor la sillita alta de Kolia y que Marie traiga su comida.

—Sí, señito Matilde.

Kolia, todavía desnudo sobre la cómoda, agitaba los brazos y las piernas y balbuceaba en su media lengua. Matilde lo observaba, tan sano y bien formado, y el pecho se le calentaba de emoción y de dicha. Se inclinó para besarlo y le acarició la punta de la nariz con la de ella.

—Te amo, Kolia.

Al-Saud escuchó las voces provenientes de la cocina apenas apagó el motor del Aston Martin. Después de las horas de tensión transcurridas en la casa de los Rostein, habría preferido una velada tranquila con su mujer, tal vez un baño de inmersión compartido. Soltó un suspiro y se encaminó con resignación al encuentro de la pequeña multitud que invadía su casa.

Avistó a Amina sentada en una banqueta alta de la isla de mármol, y a Yasmín, que le pintaba las uñas. Esas dos habían congeniado desde un principio, unidas por su afición a la moda y a la estética.

—¿No es un poco pequeña para que le pintes las uñas?

—¡Tío Eliah, no soy pequeña! ¡Tengo casi cuatro años! —exclamó Amina.

—Aún no los has cumplido. Y falta mucho para el 15 de diciembre.

—Tío Ezequiel me maquillará —siguió desafiándolo la niña.

Al-Saud lanzó un vistazo furioso a Ezequiel, que sonrió y agitó los hombros.

—No lo mires con esa cara —se quejó Yasmín—. Matilde nos dio permiso.

—Porque la habrán vuelto loca.

—Su mujer no es fácil de manipular —opinó Ezequiel—. Cuando dice no es no.

—Ya va siendo hora de que lo trates de tú, ¿no crees, Ezequiel? —intervino Alamán.

Ezequiel manifestó que prefería conservar el trato formal, y Al-Saud gruñó una frase ininteligible.

—¿Dónde está Matilde? —preguntó, sin ocultar la ansiedad.

—Arriba, bañando a Kolia —dijo Leila, y Al-Saud miró en su dirección con una sonrisa, que se esfumó al avistar a La Diana, arrinconada en una esquina oscura, cerca del almacén.

—¿Qué haces tú acá? —la increpó.

—¡No te atrevas a echarla! —intervino Yasmín, y sacudió el pincel en el aire—. Matilde la invitó.

—Me iré —masculló La Diana.

—¡De ninguna manera! —vociferó Yasmín—. La Diana es la hermana de mi prometido, así que, hermanito querido, será mejor que vayas haciendo las paces con ella, porque no admitiré este tipo de escenas en cada reunión familiar.

Al-Saud fijó la mirada en la muchacha bosnia, cuya expresión lo afectó íntimamente y le hizo acordar del día del rescate en el campo de concentración de Rogatica.

—Está bien, puedes quedarte. Tú y yo hablaremos más tarde —dijo, y abandonó la cocina sin esperar respuesta.

Subió a la planta alta, devorándose los escalones. Entró en su dormitorio, soltó el maletín, se quitó el saco y se desanudó la corbata, se arremangó la camisa y se lavó las manos. Caminó a trancos largos hasta la habitación de Kolia, guiado por la voz de Matilde. Se detuvo bajo el umbral, donde se topó con Mónica, que se disponía a salir. Se llevó el índice a los labios para indicarle que no delatase su presencia.

Inclinada sobre Kolia, Matilde le daba la espalda. Llevaba unos enteritos de jean, los de aquel primer día, en el vuelo a París. «Matilde», murmuró para sí, incrédulo de tenerla en su casa, a salvo, toda para él, feliz de verla plena en su rol de madre, un sueño que ella había añorado y que había conseguido gracias a él. Quería atarla a su lado, halagarla, satisfacerla, comprarla con regalos, con amor, con hijos, con lo que fuese necesario. La manipulaba con sus emociones y sentimientos, lo sabía, pero no se sentía culpable, porque así como él no podía vivir sin ella, ella no podía vivir sin él; se lo había dicho, y se aferraba a esa declaración como a la vida.

—¿Quién es el príncipe de mamá? Ko-lia. Ko-lia. —Matilde le besó la pancita desnuda, y el niño soltó unas carcajadas que obligaron a Al-Saud a ahogar una risa—. Kolia es el príncipe de mamá. Sí, mi amor, sí. Vos sos mi príncipe.

—¿Y quién es el rey de mamá?

Resultaba suficiente oír su voz, esa frecuencia grave y oscura cuyas vibraciones la atravesaban, para experimentar el poder de un conjuro sobre su voluntad. Se quedó quieta, con la respiración contenida, esperando sentirlo sobre el cuerpo. El erizamiento se acentuó hasta causarle una sensación dolorosa en los muslos y entre las piernas cuando Eliah le apoyó las manos en la cintura y se inclinó sobre su oído para repetir la pregunta. Le rozó el pabellón de la oreja con los labios al susurrar:

—¿Quién es el rey de mamá?

—Papá. Papá es el rey de mamá.

Matilde giró en sus manos, enredó los dedos en el cabello que le cubría las sienes y, mientras fijaba la mirada en la exigente de él, lo atrajo a sus labios para besarlo. La boca de Al-Saud se apoderó de la de ella con el hambre que acumulaba a lo largo de la jornada y que no estaba dispuesto a saciar sino en el cuerpo de su mujer. Se oían los gorjeos de Kolia, el murmullo lejano de los invitados, los acordes de las Danzas Eslavas de Dvorák —alguien merodeaba en la sala de música— y los suspiros de los amantes, el sonido erótico y húmedo producido por el contacto de sus labios. Un chillido enojado de Kolia puso fin al beso.

Matilde levantó los párpados lentamente.

—¿Cómo estás? —preguntó Al-Saud.

Heureux, heureux à en mourir —le respondió, con la tonada de La vie en rose, que se había convertido en un clásico entre ellos.

—¿Me extrañaste?

—¿Vos qué opinás?

—Que sí, que no podés estar lejos de mí, que soy lo único para vos.

—¡Vanidoso!

Kolia volvió a quejarse. Matilde terminó de vestirlo, lo levantó en brazos y se lo entregó a Eliah, que le advirtió en francés:

—Tu madre es mía. No lo olvides, muchacho. Te la presto durante el día, pero de noche, es mía. —Se acomodó en un sillón tapizado con estampas de Disney y se dedicó a mimar a su hijo, en tanto Matilde ordenaba la ropa y los elementos para la higiene del bebé.

Entraron Marie y Mónica; traían la sillita alta y una bandeja con la papilla.

—Nosotros nos ocuparemos —indicó Al-Saud a las muchachas—. Marie, di a los invitados que bajaremos en un momento.

Matilde cubrió a Kolia con el babero, y Al-Saud le acercó la cuchara con puré.

—¿Cómo estuvo tu día?

—Normal —contestó Al-Saud; había decidido que la mantendría al margen de la cacería de Anuar Al-Muzara—. ¿Y el tuyo?

—Hermoso. Lleno de cosas. Fuimos con Yasmín y con Juana a comprar los zapatos para el casamiento. Y estuve en casa de tu mamá eligiendo el menú que vamos a servir en la fiesta.

—Yasmín está pintándole las uñas a Amina —comentó, con acento desaprobatorio.

—Yo le di permiso. Hoy Amina no estuvo bien. Creo que soñó con Sabir. Se levantó lloriqueando, pidiendo por su papá. Se lo pasó de mal humor y caprichosa. Le cambió la cara cuando salimos de compras con Yasmín y con Juana. Esas tres están en la misma frecuencia. Se llevan muy bien. ¿Creés que deberíamos consultar con el doctor Brieger por Amina? Tal vez le vendrían bien unas sesiones con una psicóloga para niños.

—Consultale. Me parece una buena idea. ¿Sabés quién me llamó hoy? Nigel Taylor. Me dijo algo que me dejó helado: se casó con Angelie. Con sœur Angelie.

—Sí, lo sabía. Ayer llamó Amélie y me contó. Me olvidé de mencionártelo. Adoptaron a Kabú. Vive con ellos en Londres —agregó, con voz apocada, y siguió desmenuzando el bife para Kolia.

—Mi amor. —Al-Saud apoyó el tenedor en el borde del plato y colocó el índice bajo el mentón de Matilde para obligarla a levantar el rostro. Ella bajó los párpados para rehuir su mirada.

—No quiero sentir envidia, Eliah, te lo juro. Odio este sentimiento, pero no puedo evitarlo. ¿Por qué ellos tienen a Kabú y nosotros no tenemos a Jérô?

—No llores, mi amor. Que Kolia no te vea llorar.

—Tenés razón. Perdoname.

A pesar de los recelos de Eliah, la presencia de Angelie y de Kabú alegró a Matilde. Evocaron los días en la misión y mencionaron a Jérôme con naturalidad, en especial Kabú, que hacía planes para invitarlo a su casa en Londres cuando su amigo regresase. Amina contemplaba a Kabú con expresión embelesada y, algo infrecuente, en silencio. La fascinaban lo exótico del color de su piel y las extrañas marcas que le surcaban el rostro. Le preguntó por ellas, y Kabú le explicó con soltura:

—Me echaron ácido porque creían que yo era un enfant sorcier. ¡Pero no lo soy! —se apresuró a agregar ante la expresión de la niña—. Se equivocaron. Alamán me dijo que no lo soy, ¿verdad, Alamán?

—Así es. Kabú pasó la prueba del mango —explicó a una Amina estupefacta—. No es un enfant sorcier.

En tanto los adultos terminaban de cenar, los niños salieron al patio andaluz. Kolia se bajó de las piernas de Matilde y los siguió, bamboleando el trasero con pañales. A una mirada de Al-Saud, Mónica caminó detrás de él. Poco después, Amina entró corriendo e interrumpió a Matilde, que conversaba con Angelie.

—¡Matilde! ¡Matilde!

—¿Qué pasa, tesoro?

—Kabú me dijo que Jérôme puede trepar a una palmera más alta que la de nuestro jardín. ¿Cómo lo hacía, Kabú? —El niño la complació imitando a su amigo—. ¿Es verdad?

—Yo nunca miento —aseguró Kabú, sin enfadarse, con gesto impasible.

—Sí, es verdad —ratificó Matilde, y el recuerdo, de manera inexplicable, la reconfortó porque se dio cuenta de que su Jérôme era un niño de la selva, conocedor de sus trampas y de sus misterios, por lo que se mantendría a salvo hasta que los hombres de Eliah lo encontrasen.

Mientras compartían un momento en la sala después de la cena, Nigel Taylor abandonó su lugar en el sillón y se aproximó a Eliah con una copa de coñac en la mano.

—Necesito hablar contigo.

Al-Saud accedió con un movimiento de párpados. Besó a Matilde en la sien y le susurró:

—Ya vengo.

Entraron en el despacho. Nigel Taylor había recuperado una carpeta del placard de la recepción y la llevaba en la mano. Al-Saud le señaló un sillón.

—¿Qué has sabido de Jérôme? —preguntó a bocajarro el inglés.

—Nada de relevancia —admitió Al-Saud.

—Tienes hombres buscándolo, imagino.

—Sí, desde hace meses. Ofrezco dinero por cualquier información que puedan proporcionarme. Sólo obtenemos basura. Temo que lo hayan sacado del Congo.

Taylor abrió la carpeta y extrajo un fajo de fotografías.

—Un espía de Nkunda infiltrado entre los interahamwes las tomó hace cuatro días —dijo, y las desparramó en la mesa centro, frente a Al-Saud, que se inclinó con interés—. Éste es uno de los jefes interahamwes más buscados. Su nombre es Karme. Nkunda asegura que Karme fue el que más asesinatos cometió durante el genocidio del 94, en Ruanda. Asegura también que fue él quien atacó la Misión San Carlos en agosto del año pasado. No ha sido fácil dar con su campamento. Hace meses que estamos tras su pista, pero Karme es inteligente y se ha mantenido en movimiento. Fíjate en las fotografías. Karme siempre aparece con un niño pegado a él. —Taylor lo señaló, y Eliah levantó la fotografía. Se puso de pie y la observó a la luz de una lámpara. Rebuscó en un cajón hasta dar con una lupa y se concentró de nuevo en la imagen con la ayuda de la lente.

—Jérôme —masculló, y el corazón le latió ferozmente—. Mon Dieu —dijo, al descubrir que portaba una AK-47 en bandolera—. Jérôme. —Lo impresionó la severidad de su semblante, también lo enflaquecido y alto que estaba, casi tanto como el tal Karme, y sólo tenía siete u ocho años. Combatió la ansiedad, la desesperación y la angustia, enemigos mortales de un soldado de élite—. ¿Dónde fueron tomadas?

Taylor desplegó un pequeño mapa y le señaló el área, en las cercanías de Kisangani.

—Tengo las coordenadas exactas.

—Las necesito. Ahora. Mañana mismo saldré para el Congo.

—Quiero ayudarte a rescatarlo.

—¿Por qué?

Taylor agitó los hombros y frunció los labios.

—Porque se lo debo a Matilde. Porque Jérôme es el mejor amigo de mi hijo. Porque quiero hacer algo bueno y desinteresado en mi vida, ¡qué mierda! No seas orgulloso, Eliah. Acepta mi ayuda. Mis hombres conocen mejor el terreno que los tuyos. Además, cuento con Nkunda y con sus rebeldes. No será fácil rescatar a Jérôme, pero si lo planeamos bien, lo lograremos.

—O.K. Pero no quiero esperar hasta mañana para comenzar a planificar el ataque. Empezaremos ahora.

—De acuerdo. Déjame llevar a mi mujer y a mi hijo al hotel y volveré en menos de una hora. Traeré mi computadora portátil. Ahí tengo información que necesitaremos.

Se pusieron de pie. Al-Saud estiró la mano, y Taylor, luego de echarle un vistazo, la tomó con firmeza.

—Gracias, Nigel. Te debo una muy grande.

—Si logramos rescatarlo, sí que me la deberás.

—Por favor, no quiero que Matilde sepa nada de esto. La mataría ver esas fotografías.

—No le diré nada. Descuida.

—Y tu mujer, ¿lo sabe? —Taylor negó con una agitación de cabeza—. Cuando regreses —le indicó Al-Saud—, hazlo por el portón que está sobre la calle lateral, sobre la Maréchal Harispe.

—Está bien —dijo, y abandonó el despacho.

Con disimulo, Al-Saud masculló unas palabras a los oídos de sus socios, y la reunión acabó. Eliha y Matilde despidieron a los invitados y subieron a la planta alta. Antes de entrar en el dormitorio, Al-Saud la detuvo y le anunció que iría a la base, el centro neurálgico de la Mercure, construido tres pisos por debajo de la casa de la Avenida Elisée Reclus, desde donde se manejaban las distintas misiones desparramadas por el globo.

—¿Algún problema?

—Nada grave, mi amor. Pero tengo que ocuparme ahora a causa de la diferencia horaria que hay con Camboya. Andá a dormir. Vuelvo en un rato.

En la base, lo esperaban sus socios, Peter Ramsay, Tony Hill y Michael Thorton, que habían entrado por el ingreso ubicado en la calle Maréchal Harispe. También estaba su futuro cuñado, Sándor Huseinovic, que, pocos días atrás, había regresado de la misión para L’Agence y a quien planeaban incorporar en la nómina societaria. Arrinconada, en actitud defensiva, se hallaba La Diana.

—Enseguida vuelvo —informó Al-Saud a sus amigos, y agitó la mano para indicarle a la muchacha bosnia que lo siguiese.

La Diana subió al entrepiso detrás de Al-Saud y entró en su oficina.

—Cierra la puerta —le ordenó.

A pesar de los sonidos que plagaban la base y de las gruesas paredes de concreto, los rugidos de Al-Saud se oyeron con claridad.

—¡Abandonaste a mi mujer y dejaste solo a tu compañero!

—¡Lo sé, lo sé!

—¡Lo hiciste pese a conocer el peligro que acechaba a Matilde!

—¡Lo sé! ¡Y Sergei murió por mi culpa! —La Diana se desmoronó en la silla y se cubrió el rostro.

—¡No llores, maldita sea!

—¡No lloro! ¡Ni siquiera puedo llorar! ¡Ojalá tuviera el valor para meterme un tiro en la cabeza!

Al-Saud emitió un soplido y relajó el peso del cuerpo contra el escritorio. La cabeza le colgó entre los brazos; el cansancio lo azotó de repente.

—Diana, Diana —masculló, mientras se friccionaba los ojos.

—Yo amaba a Sergei, Eliah. El único hombre al que he amado, está muerto por mi culpa. Se fue y no pude hacerlo feliz. ¡No pude! Por culpa de mis miedos, de mis traumas… Dios mío. —La muchacha se golpeó la frente contra el escritorio repetidas veces.

—Diana, deja de hacer eso. —Al-Saud la detuvo sujetándola por el hombro y obligándola a incorporarse—. Ven aquí.

La Diana aceptó el abrazo de Eliah y se aferró a él en un arranque desesperado.

—¡Cómo pudo morir él, que era invencible! ¡Un soldado de la Spetsnaz GRU! ¿Cómo fue que lo vencieron?

—Diana, los soldados especiales no somos dioses. Muchas veces fallamos.

—¡Y mueren!

—Y morimos —acordó Al-Saud—. Pagamos caro nuestros errores. Pero ser soldado profesional es lo que nos gusta, es lo que sabemos hacer, lo que necesitamos para sentirnos vivos. Necesitamos la acción, la adrenalina.

Se separaron. La Diana, un poco avergonzada por su quebranto, se alejó y le dio la espalda.

—No te preocupes, Eliah. No te pediré volver a la Mercure. He aceptado el ofrecimiento del general Raemmers. Trabajaré para L’Agence.

—Creo que será lo más conveniente. Raemmers es uno de los mejores en esto.

—Él dice que tú eres el mejor. —La Diana sacudió los hombros y sonrió con ojos inyectados—. No podría trabajar contigo porque ya no confías en mí. Adiós, Eliah. —Se acercó a paso rápido, como si de repente la apremiase abandonar la base, y extendió la mano en dirección a Al-Saud—. Para mí eres como un hermano de sangre. Siempre estaré cuando me necesites. Para lo que sea. —Al-Saud le tomó la mano y no se la soltó—. Te fallé una vez y casi le cuesta la vida a Matilde. Cuando vuelvas a necesitarme, no te decepcionaré.

—Mis socios me dijeron que tú y Sanny estuvieron asignados a una misión en Serbia, para seguirle la pista a Al-Muzara. Cuéntame —le pidió de buen modo, y le liberó la mano.

—Su nombre es Ratko Banovic, uno de los traficantes de armas y droga más importantes de los Balcanes.

—¿Qué conexión tiene con Al-Muzara?

—Le vende armas y explosivos a cambio de heroína, que Al-Muzara obtiene en el Líbano.

—¿Alguna pista certera?

—Nada hasta el momento, pero Raemmers quiere que siga con mi trabajo de infiltración en Sarajevo y en Belgrado. Banovic ha empezado a confiar en mí. Creo que lograría meterme en el corazón de su red.

—Has vuelto a tu tierra —comentó Al-Saud.

—Yo no tengo tierra, Eliah.

Alrededor de las cinco y media de la mañana, Al-Saud entró en su dormitorio. Le agradaba el aroma con que Matilde volvía a impregnar su casa, como si fuese marcando los ambientes para declarar su soberanía en ellos. Esa fragancia, que iba y venía, poseía una cualidad misteriosa, que, cuando le rozaba las fosas nasales, lo colmaba de energía. A pesar de que llevaba casi veinticuatro horas despierto, no tenía sueño, y el cansancio que lo amenazó durante su encuentro con La Diana, se había esfumado. Él, sus socios, Sándor y Taylor habían trabajado durante horas para definir las acciones que llevarían adelante en el Congo oriental. No veía la hora de ponerse en marcha, de volver a estrechar a Jérôme entre sus brazos, de entregárselo a Matilde, de verla feliz por completo. Lo acuciaba la necesidad de arrancarlo de las garras de ese malparido de Karme, asesino de tutsis, un psicópata. ¿Qué le habría hecho? ¿A qué aberraciones lo habría sometido? Se quitó la camisa y azotó con ella la banqueta ubicada sobre el plinto, a los pies de la cama.

Matilde se rebulló, respiró profundamente y se acomodó boca arriba. Al-Saud se aproximó a la cama y la observó dormir. Su naturaleza egoísta pugnó por despertarla para hacer el amor. Se acercó a su rostro y la olió. Amaba su aroma tibio y limpio. La besó cerca de la comisura. «Voy a traerte a Jérôme. Te lo juro, amor mío», le prometió en un susurro.