Matilde conocía lo suficiente a Al-Saud para saber que sus respuestas de pocas palabras disfrazaban un estado de ánimo inquieto. A medida que se aproximaban al aeropuerto de Turín y que el encuentro con Kolia era inminente, el entrecejo se le pronunciaba, y la parquedad de Al-Saud se convertía en mutismo. Ella tampoco estaba tranquila. Su proyecto de vida dependía de que sus tres hombres la amasen y de que fuesen felices. A veces la apabullaba la responsabilidad que implicaba criar a un niño, aunque, en realidad, lo que más la aterraba era no encontrar a Jérôme. ¿Hasta cuándo lo esperaría? ¿Cuándo decidiría que lo había perdido? «¡Nunca!», bramaba su corazón. Su mente, en cambio, le susurraba que, algún día, tendría que dejarlo ir. Ante esa idea, desconfiaba de su reacción; temía volverse loca de dolor y amargarles la vida a Kolia, a Amina y a Eliah. Decidió que, al llegar a París, consultaría con el doctor Brieger, el psiquiatra de Leila; juzgó sensato ir preparándose para lo peor.
Apretó la mano de Al-Saud sin pensarlo, y éste abandonó la contemplación por la ventanilla para volverse hacia ella. Se sostuvieron la mirada hasta que el espacio que los separaba se tornó insoportable para Matilde. Desde la experiencia en Base Cero, buscaba su contacto casi con una actitud demencial. Necesitaba tomarlo de la mano, tocarle el brazo, acariciarle la mandíbula, besarle los labios, y, aunque no habían reanudado su vida sexual, le bastaba con esos roces para serenarse. También necesitaba sus palabras, sobre todo las de amor; sin embargo, últimamente, parecía reacio a concedérselas. La noche anterior, pasada en el oasis, no había dormido porque, para no transgredir las costumbres beduinas, ella, como mujer soltera, había sido huésped de su padre y de Sáyida, mientras que Kamal y sus hijos lo habían sido del jeque Aarut.
—Abrazame, Eliah. Por favor —dijo, y su tono suplicante lo golpeó.
Al-Saud se desabrochó el cinturón deprisa e inclinó el torso para atraparla entre sus brazos. Desde que la había recuperado, se encontraba a menudo sofrenando las ansias por acercarla al cobijo de su cuerpo; no quería sofocarla ni privarla de la libertad.
—¿Qué pasa? —le susurró contra la sien.
—Tengo miedo.
—¿De qué?
—De que vuelvan a separarnos, de que Kolia no me quiera, de que no encontremos a Jérôme.
—Nadie nos separará de nuevo. Kolia se volverá tan loco por vos como lo está su padre. Y encontraremos a Jérôme muy pronto.
Al-Saud carecía de asidero para formular esas promesas; no obstante, sus afirmaciones la reconfortaron como si fuesen realidad; sólo precisaba del poder infinito que comunicaban para convencerse de que nada saldría mal. Le gustaba que se mezclasen las tibiezas de sus pieles; se convertía en una energía que arrasaba con los pensamientos negros y el ánimo triste. Se arrebujó en su pecho y hundió la nariz para inspirar su aroma.
Kamal regresó de la cabina y carraspeó. Matilde se incorporó y lo miró con las mejillas coloradas.
—En quince minutos, aterrizaremos en Turín.
Los neumáticos del automóvil crujieron al hollar el sendero de ripio que trepaba la ladera y conducía a la vieja mansión de la Villa Visconti. Era 5 de marzo, y el invierno aún se enseñoreaba en las tierras altas del norte de Italia. Las ramas de los abetos se doblegaban al peso de la nieve; también se observaban manchones blancos sobre el colchón de agujas que cubría el suelo y sobre el camino, que el automóvil evitaba para no patinar. Matilde no reparaba en la belleza del bosque ni en la majestuosidad de los Alpes, cuyas cimas se recortaban contra el cielo diáfano del atardecer.
Descendieron frente al ingreso de la mansión. El viento límpido y fresco le golpeó las mejillas sonrosadas a causa de la calefacción del vehículo, y le provocó un escalofrío. Al-Saud la vio temblar y se acercó para rodearla con un sobretodo de cachemira, préstamo de Kamal.
Las puertas de roble se abrieron de par en par, y Francesca, después de exclamar un «hola» que más pareció un alarido triunfal, corrió escaleras abajo con la agilidad y la gracia de una joven, para acabar en brazos de su hijo. Matilde quedó aplastada entre ambos, hasta que Francesca la obligó a darse vuelta y la cobijó en su pecho.
—¡Amores míos! —repetía, con voz emocionada y ojos llorosos—. ¡Amores míos! ¡Qué felicidad tan grande! —Atrapó el rostro de mejillas coloradas pero frías de Matilde y la estudió—. ¡Sos muy especial! —declaró por fin. Tomó la mano de su hijo para besarla y se quedó mirándola.
Eliah la retiró con delicadeza, y Kamal intervino.
—¿Para mí no hay recibimiento?
Francesca se apartó y caminó hacia su esposo. Eliah, con Matilde pegada a él, comenzó a subir la escalinata, mientras sus padres se saludaban sin palabras y con un beso largo.
—Gracias por traerla a casa sana y salva —susurró Francesca sobre los labios de Kamal.
—Habibi, sabes que para mí tus deseos son órdenes.
—¿Y Shariar y Alamán?
—Volaron directamente de Riad a París.
Francesca se aferró al cuello de Kamal y, en puntas de pie, le habló al oído con un fervor que erizó la piel del hombre.
—¡Vi su mano! ¡Vi la mano de Eliah! ¡Casi no tiene uñas! ¿Qué le sucedió a mi hijo, Kamal?
Al-Saud la estrechó contra su cuerpo.
—No lo sé con certeza, habibi, pero estoy seguro de que nuestro hijo bajó al infierno para recuperar a Matilde.
—¡Oh, Dios bendito! ¿Él la rescató? ¿Fue él? —Al-Saud asintió—. ¿Qué le hicieron a mi Eliah? ¡Dime, Kamal!
—Francesca, te diré todo lo que sé, que no es mucho, pero no le preguntes a él, no lo cuestiones. Conoces su índole; prefiere curarse las heridas en soledad. Matilde lo ayudará a superar lo que sea que hayan padecido. Al menos, él tiene el consuelo de saber que a su mujer no la torturaron. En cambio yo, cuando te hallé en esas cavernas del desierto… —Se mordió los labios—. Te habían golpeado, habibi. —Francesca le barrió las lágrimas con los pulgares y lo besó en la boca—. Perdimos a nuestro primogénito.
—Amor mío, ya quedó en el pasado. Hemos sido tan felices.
—Esto también quedará en el pasado. Y seremos felices, te lo prometo.
—Te creo, Kamal.
Matilde y Eliah terminaron el ascenso por la escalinata. Sin necesidad de llamar, las puertas volvieron a abrirse. Antonina y Fredo dieron un paso adelante en el vestíbulo con Kolia y Amina en brazos. Matilde se puso nerviosa al cruzar la mirada con los ojos celestes del hijo de Eliah, que la contempló con curiosidad y con un gesto severo tan similar al del padre que le inspiró una corta carcajada.
—¡Matilde! —La exclamación de Amina captó la atención de Kolia, que se fijó en los esfuerzos de la niña por escapar de los brazos del nonno Fredo. Los zapatitos de Amina repiquetearon sobre el parquet en su carrera hacia los brazos extendidos de Matilde, que la levantó en el aire y la hizo girar. Sus chillidos de goce arrancaron risas a Kolia, que se ladeaba en brazos de su bisabuela para no perderse el espectáculo, a pesar del hombre alto que se interponía y le obstruía la visión.
—¿No te acuerdas de tu padre? —La voz de profunda sonoridad de Al-Saud captó de inmediato el interés del niño, que le devolvió una mueca de entrecejo apretado similar a la que le destinaba el hombre ubicado frente a él.
—Kolia —dijo Antonina—, questo è tuo papa. Ciao, papa! Mi sei mancato, papa.
Al-Saud tomó a Kolia en brazos y lo levantó sobre su cabeza. Le sonrió y obtuvo una sonrisa a cambio.
—Hola, hijo. ¿Ahora te acuerdas de mí? Papá. Soy papá. Pa-pá. Pa-pá.
Kolia se mostraba más interesado en el destino de Amina, que seguía con una mujer a la que él nunca había visto. Al-Saud lo depositó en el suelo y se acuclilló para estudiarlo mientras el pequeño avanzaba hacia Matilde con pasos vacilantes. Había cambiado en esos tres meses de separación; estaba más alto y estilizado, y no le habían cortado el cabello negro, por lo que le caía, abundante, sobre la frente y el cuello, lo cual le quitaba el aire aniñado con que él lo asociaba. Su mirada se había vuelto más incisiva, y había un aire de reconcentrada preocupación en torno a él, que, de manera inexplicable, enorgulleció a Al-Saud.
Kolia se detuvo frente a Matilde y elevó la cabeza. Matilde se colocó de rodillas junto a él, sin dejar de sostener a Amina.
—Hola, Kolia. —Lo saludó en castellano porque, gracias a las anécdotas de Kamal, sabía que Francesca le hablaba en esa lengua—. ¿Cómo estás?
—Kolia —intervino Fredo—, ella es Matilde. Ma-til-de. Ma-til-…
—Ma-ma-ma —lo interrumpió el niño.
—Sí, mamá —afirmó Eliah, y se acuclilló detrás de ella y le colocó las manos sobre los hombros—. Ella es tu mamá, Kolia. Hola, cariño —saludó a Amina en francés.
—Hola, tío Eliah. ¿Y mi papá?
—No pudo venir, pero te hemos traído una pila de regalos —se apresuró a distraerla—. ¿Te gustaría verlos?
—¡Sí! ¡Sí! ¿A Kolia también le has traído?
—¡Otra pila como la tuya!
—Matilde —dijo la niña—, la abuela Francesca me cuenta cuentos, pero ella no sabe ninguno de Jérôme. ¿Me contarás cuentos de Jérôme?
—¡Todos los que quieras, mi amor!
El contraste entre la alegría que Matilde experimentaba cada mañana al despertar en la Villa Visconti y el terror padecido durante su cautiverio en ocasiones la abrumaba, y un desasosiego se apoderaba de su ánimo. Entonces, huía de la casa y se perdía en el bosque, anhelando el contacto con la naturaleza como si se tratase de la medicina para calmar una dolencia. Descubrió que la aquietaba abrazar los troncos de los pinos y oler su superficie rugosa, con aroma a resina. Recolectaba piñas, que después empleaba en juegos que inventaba para Kolia y Amina; observaba a las ardillas en las ramas, que se peleaban por las bellotas de los robles. A veces, se quedaba quieta, con los ojos cerrados, y se dedicaba a impulsar el aire de montaña dentro de sus pulmones. Regresaba con el alma apaciguada y una sonrisa serena.
Allí, en el bosque, la encontró Al-Saud una mañana. Se había preocupado cuando Kolia irrumpió en la sala de Fredo buscando a «ma-ma-ma», mientras él pensaba que Matilde se encontraba con los niños en el playroom. Después de preguntar a Mónica, la niñera de Kolia, y al resto de la servidumbre, sin obtener respuestas clarificadoras, salió a buscarla. El día anterior la había avistado desde el piso de arriba cuando se escabullía entre los abetos del parque. La encontró agachada sobre el tronco de un pino, absorta en el estudio de un hongo naranja.
—Matilde —la llamó en un susurro, para evitar sobresaltarla. Matilde se incorporó deprisa y le sonrió con la mano extendida—. ¿Qué hacés aquí? —le preguntó, sin ocultar su preocupación y su fastidio—. Me asusté cuando nadie sabía decirme dónde estabas.
—Me gusta venir al bosque.
—¿Por qué venís sola? ¿Por qué no me buscás para que te acompañe?
—Vengo aquí cuando siento que no soy buena compañía para nadie, cuando ni yo me aguanto.
—Yo te aguanto siempre —la contradijo Al-Saud, y le rodeó la cintura para atraerla hacia él—. No te alejes de mí, por favor.
Matilde le cubrió la cara con las manos y le notó las mejillas heladas. Le friccionó los brazos apenas cubiertos con el género de la camisa.
—¿Por qué saliste tan desabrigado? ¿Por qué nunca te abrigás? Fue algo que noté desde que te conocí.
—Porque durante el entrenamiento para L’Agence, nos sumergían en piscinas con agua helada y nos obligaban a permanecer durante varios minutos. Nos sacaban cuando el corazón estaba por estallar. —Matilde se quedó mirándolo sin pestañear, convencida de que Al-Saud bromeaba—. Mi cuerpo tiene una temperatura más baja de la media normal. Unos treinta y cuatro grados y algunas décimas.
—¿Qué?
—Por eso no sufro tanto frío como los demás.
—Dios bendito.
—Por esa razón no tengo frío —repitió—. ¿Ahora te quedás más tranquila?
—¡No! ¡Claro que no! ¿Qué clase de loco sumerge a un ser humano en una pileta con agua helada y lo saca cuando está a punto de hacer un paro cardíaco?
—La clase de loco necesaria para hacer de este mundo un sitio más seguro. Vos viste en Base Cero con la clase de desquiciados que hay que lidiar. Un hombre sin entrenamiento perecería al instante en manos de gente como la de Saddam Hussein. Mi amor —dijo Al-Saud, pasado un silencio, y ajustó su abrazo—, ¿por qué estás acá? ¿Por qué te escapás al parque sola? ¿No te sentís cómoda con mi familia?
—Me siento muy cómoda con tu familia. Me siento inmensamente feliz con tu familia. Es por eso, Eliah, por la felicidad que siento. Por tener a Kolia, y a Amina, por sentirme mamá gracias a ellos. Me hacen tan feliz. Y me siento culpable por tanta felicidad. Pienso en Sabir y en Sergei, que murieron por mi culpa.
—¡No fue tu culpa! ¡No quiero que vuelvas a decirlo! Era su destino, Matilde.
—Sí, tal vez, pero así me siento. Vos me preguntaste y yo te respondí. Por eso busco la soledad del bosque. Necesito el silencio de la naturaleza para recuperar la armonía.
—¿Por qué no me buscás a mí para recuperar la armonía? —se enfadó Al-Saud, y de pronto el deseo por poseerla se tornó perturbador. Inclinó la cabeza y la besó detrás de la oreja tibia y perfumada con la colonia para bebé de Kolia.
Matilde no se atrevió a decirle que él formaba parte del problema. Desde la huida de Base Cero, lo notaba distante. No dudaba de la constancia de su amor; sin embargo, Eliah había levantado un muro entre ellos, se había vuelto inalcanzable, y, con gestos sutiles y actitudes solapadas, le hacía notar que necesitaba esa distancia. Durante el día, las actividades con los niños los mantenían cerca, si bien rara vez hablaban como no fuese para referirse a las cuestiones de Kolia o de Amina. De noche, mientras Matilde acostaba a los niños, Eliah permanecía en la planta baja conversando con su padre y con su abuelo, viendo televisión o leyendo el diario. Matilde, agotada después de una jornada que Kolia imponía que comenzase a las seis, se acostaba y se dormía enseguida. Cuando Al-Saud se le unía en la cama, ella no lo escuchaba; él, por su parte, no intentaba despertarla. Matilde disfrutaba plenamente del rol de madre que Francesca poco a poco dejaba en sus manos; sin embargo, se preguntaba si su comportamiento, tal vez obsesivo en la búsqueda del bienestar de Kolia y de Amina, no expulsaba a Eliah fuera del círculo que había trazado en torno a ella y los niños. A veces cambiaba de idea y se convencía de que el ensimismamiento de Al-Saud se relacionaba con las horas que lo habían sometido a tortura.
Matilde ladeó la cabeza y buscó sus labios, que sentía exigentes en el cuello. Añoraba la intimidad que tanto los había unido en el Hotel Rey David. Las bocas se rozaron, y el efecto fue como el de un cataclismo. La onda vibratoria los recorrió al unísono y los paralizó durante unos segundos hasta que, después de una inspiración ruidosa, se besaron con pasión desatada. Matilde entrelazó los dedos en el cabello de Al-Saud para mantenerlo pegado a ella. Eliah le sujetó la nuca e imprimió presión sobre su trasero.
—Decime qué estoy haciendo mal —suplicó Matilde, agitada.
—¿Cómo?
—Decime qué estoy haciendo mal. Siento que estás enojado conmigo, que mantenés distancia. Siento que estoy perdiéndote.
—¿Perdiéndome? ¡Jamás vas a perderme, Matilde! ¡Nunca!
—Entonces, ¿qué está pasando? ¿Qué hago mal? ¿Qué no te gusta de mí?
Al-Saud rió con ironía y la abrazó. Calzó el mentón en la coronilla de Matilde.
—No estás haciendo nada mal, mi amor. Vos nunca hacés nada mal. Te veo con Kolia y con Amina, y siento tanto orgullo y amor por vos… Ya te lo dije mil veces, Matilde: sos el centro de mi existencia; sin vos, nada tiene sentido.
—No podés negarme que algo está pasando, Eliah.
—Soy yo, Matilde. No voy a mentirte. Estoy preocupado. Lo que viví en Irak sigue en mi cabeza y temo que no ha terminado. Pienso en tantas cosas. No sé si estamos a salvo. Ellos saben quién soy. Te conocen. Saben todo acerca de nosotros.
—Nada malo va a pasarnos. Viviremos felices y seguros en París.
Al-Saud prefirió callar y no decirle que tampoco París constituía el refugio inviolable que ella pensaba. Los hombres de las Brigadas Ezzedin al-Qassam o los de Kusay Hussein lograrían trasponer cualquier frontera con el fin de asesinarlos. Si bien Raemmers le había prometido que el gobierno francés se mantendría en estado de alerta máxima, Al-Saud no confiaba en los burócratas.
—Hagamos el amor, Eliah. Volvamos a ser uno con nuestros cuerpos, así nuestras almas volverán a encontrar el camino para unirse. Creemos un escudo de amor entre vos y yo que nos proteja y que proteja a nuestros hijos.
—Matilde.
—Te necesito tanto, mi amor. ¿Ya no te gusto? ¿Él ya no te gusta? —Le guió las manos hasta apoyarlas en su trasero—. En el Rey David estabas loco por él. ¿Ya no?
—Sigo loco por él. —La voz enronquecida de Al-Saud y los masajes bruscos sobre sus nalgas le erizaron la piel hasta hacerle sentir puntadas en los pezones—. Sigo loco por vos, Matilde. Loco, loco —insistió, y le recorrió la cara y el cuello con labios enardecidos y húmedos.
Terminaron sobre el colchón de agujas de pino. Al-Saud se deshizo de los pantalones y de la bombacha de Matilde. Se colocó de rodillas y le levantó las piernas calzando sus brazos en las corvas. La penetró con una estocada violenta que lo colocó profundamente dentro de ella. Matilde no podía cerrar los ojos; la visión de Al-Saud, la de sus bíceps inflamados bajo la tela de la camisa, la hechizaba. La mueca de su rostro, como si soportara un padecimiento físico, la llevó a pensar en que lo habían torturado, a él, a su magnífico Caballo de Fuego. Entonces, cerró los ojos para que las lágrimas no escapasen. Apretó los puños en los pliegues que formaba el pantalón de Eliah y retorció la tela de jean para ayudarse a contener las ganas de llorar. Él se impulsaba con una ferocidad que la lastimaba. En el vaivén, las agujas de los pinos traspasaban la lana del suéter y le pinchaban la espalda. El orgasmo de Al-Saud fue repentino y espasmódico; cuando parecía que acababa, una nueva sacudida lo impulsaba contra los huesos pélvicos de Matilde. Ella sentía la piel de la vagina tirante y caliente.
Al terminar, Eliah cargó su peso sobre el torso de Matilde, que terminó con las rodillas cerca de la cara.
—Je suis désolé —se disculpó, agitado, corto de aliento—. Estaba muy caliente. No he podido evitarlo. Sé que no has disfrutado. Pardonne-moi, mon amour. Pardonne-moi.
—Fue hermoso verte gozar. Necesitaba tanto sentirte dentro de mí. Necesita saber que todavía sos mío. Te extrañé tanto, Eliah. No sabés lo que fue para mí este tiempo de separación. No hacía otra cosa que pensar en vos.
—¿Me amás, Matilde?
—Te lo dije mil veces: más que a mi vida.
La observó con gesto reconcentrado. Matilde le devolvió una mirada dulcificada y comprensiva, y le apartó los mechones del jopo, que, como siempre, volvían a caer para hacerle cosquillas en la frente. Sus ojos la horadaban, exigentes, y de pronto ella tuvo miedo.
—Valorás muy poco tu vida. Por lo tanto, valorás muy poco nuestro amor. ¿Por qué te arriesgaste para proteger a ese chico palestino? Lo que sentí mientras te veía en televisión… Es imposible de explicar.
Matilde, atrapada bajo el peso de Eliah, con él todavía alojado en ella, se limitó a apartar el rostro; no toleraba su mirada acusatoria.
—Tuve que simular indiferencia. Podría haberme costado la vida dejarme llevar por lo que estaba experimentando mientras veía a mi mujer correr entre las balas. Después, fui al baño y vomité.
Matilde se volvió para mirarlo con una mueca desesperada, entre furiosa, culpable y triste.
—Vos también te olvidaste de mí y de nuestro amor cuando aceptaste participar en la misión de Irak. Te olvidaste de Kolia, de Jérôme y de mí, que te necesitamos para vivir. —Se le congestionó la voz y volvió a ladear la cara con un movimiento indignado. Una lágrima se escurrió por el puente de su nariz.
Los ojos de Al-Saud cobraron una tonalidad cristalina. Se quedó callado porque no se sentía capaz de articular. Superado el momento de inseguridad, habló en francés.
—Cuando estaban torturándome, me aferraba a tu imagen, y recreaba en mi cabeza los días en que habíamos sido felices. Me has dado tantos días de felicidad… Dios mío… En París, en Rouen, en el Congo, en Jerusalén… Donde te he tenido, he sido feliz. Y soñaba con que te hacía el amor, y te oía gemir, me encanta oírte gemir, y volvía a sentirte mía, y así el dolor se pasaba, lo olvidaba. Y cuando se hizo insoportable, cuando estaba a punto de ceder, te pedí que me ayudases, y lo hiciste. Segundos después los torturadores se detuvieron porque Chuquet me había reconocido.
—No fui yo —acertó a contestar, esforzándose para no quebrarse, mientras las lágrimas brotaban y resbalaban por sus sienes—. Fue la Virgen, porque no sé cuántas veces le pedí que te protegiese. Eliah, quiero que quede claro entre nosotros: podría afrontar cualquier cosa, cualquier cosa, menos perderte. No lo olvides. Si te perdiese, ya no querría vivir.
—No vuelvas a arriesgar tu vida, Matilde, te lo suplico.
—La arriesgaría por vos o por nuestros hijos. Lo haría sin dudarlo.
Un quejido entre angustioso y risueño resonó en la garganta de Al-Saud. La abrazó y le susurró en su lengua:
—Matilde, ¿qué haré contigo?
—¿Dejarme ser como yo intento dejarte ser y comprenderte, a pesar de que me cueste tanto?
Al-Saud reprimió una risotada y la besó. Como habían aplacado la pasión, se trató de un intercambio dulce y manso, un juego de labios y de lenguas; se comunicaban vida a través de sus alientos y de sus risas.
—Tuve que quitarme la Medalla Milagrosa —confesó él.
—No importa. Ella te cuidó igual. Ahora más que nunca tenemos que construir la clínica con el nombre Medalla Milagrosa.
—Sí, mi amor, sí.
Eliah decidió regresar a la casa al tocar las piernas desnudas de Matilde y descubrir que estaban heladas.
El domingo 14 de marzo, día del cumpleaños de Matilde, Al-Saud se levantó temprano, se envolvió en una bata y salió a hurtadillas de la habitación. Le pidió a Mónica que se ocupase de los niños y marchó a la cocina, donde las empleadas preparaban el desayuno. Repartió indicaciones para que alistasen una bandeja con las delicias que había comprado el día anterior en Châtillon, la ciudad más cercana a la Villa Visconti. Francesca lo ayudó a preparar mate con yerba que conseguían en Turín. Aparecieron Amina y Kolia en la cocina, éste con su mamadera en la mano, la cual se llevaba a la boca de tanto en tanto; el resto del tiempo balbuceaba comentarios ininteligibles a los que las empleadas, muy encariñadas con él, respondían con «¿No me digas?» o «¡Qué bien!».
Al-Saud sentó a los niños en sus rodillas y les explicó:
—Hoy es un día muy especial. Es el cumpleaños de mamá. Vamos a despertarla, darle un beso, decirle: «¡Feliz cumpleaños, mamá!» y darle los regalos.
—¿Cuándo es mi cumpleaños, tío Eliah?
Como había estado analizando la documentación de Amina —en breve viajaría a Milán para reunirse con los abogados—, le respondió sin dudar:
—El 15 de diciembre. Falta mucho todavía.
—¿Qué me vas a regalar?
—Lo que tú me pidas, cariño. Ve pensándolo.
—Sí.
—¿Qué le diremos a mamá ahora?
—¡Feliz cumpleaños, mamá! —respondió Amina, con una sonrisa que provocó una alegría inefable en Eliah.
—Ma-ma-ma.
Al-Saud los besó en la frente, los depositó en el suelo y finiquitó los detalles del desayuno.
Matilde despertó y enseguida se dio cuenta de que estaba sola. Tanteó la superficie de la mesa de luz hasta dar con el reloj de Eliah, uno que le había prestado Kamal —el de ella, su Christian Dior de oro, había desaparecido durante el secuestro junto con el cintillo de Cartier—, lo acercó a un charco de luz que se formaba gracias al sol que filtraba por las rendijas de las persianas y consultó la hora. Las ocho de la mañana, tardísimo. Apartó las sábanas y el cubrecama, y, mientras se estiraba, oyó voces y la puerta que se abría. Se quedó quieta, influenciada por la actitud furtiva de quienes entraban. Amina y Eliah hablaban en susurros; Kolia, en cambio, lo hacía en voz alta, arruinando el cometido. Reprimió la risa y las ganas de saltar para recibirlos.
Al-Saud abrió las ventanas, y el sol inundó la estancia. Matilde simuló sorprenderse y se incorporó contra el respaldo. Amina y Kolia treparon a la cama entre exclamaciones y risas, y se lanzaron a su cuello.
—¡Feliz cumpleaños, mamá! —exclamó Amina—. ¿Sabes, Matilde? Falta mucho para mi cumpleaños. Tío Eliah me dijo que me regalaría lo que yo le pidiese.
—¿De veras?
—Ahora le entregaremos los regalos a mamá —intervino Al-Saud, y sus ojos chispeantes se cruzaron con los de Matilde. Se inclinó sobre ella y la besó en los labios—: Heureux anniversaire, mon amour.
Matilde le atrapó la cara con las manos y lo besó largamente. Le dibujó la palabra gracias con los labios. Se miraron en silencio, compartiendo las memorias de lo vivido la noche anterior. Kolia y Amina saltaban y peleaban en torno a ellos; no se ponían de acuerdo en la entrega de los regalos. Finalmente, se decidió que se alternarían para darle los paquetes. En minutos, la cama quedó cubierta de bolsas, envoltorios y cintas. Amina se probaba los pañuelos de seda, taconeaba las sandalias, se empapaba en perfume y le pedía a Matilde que le pintase los labios. Kolia, ubicado en el hueco que formaban las piernas de su padre, la seguía con ojos atentos y gesto serio.
Despejaron la cama, y Al-Saud trajo la bandeja. Matilde festejó el espectáculo de masas, medialunas, sándwiches y el ramillete de mimosas, y valoró en especial el mate, que Amina y Kolia se encapricharon en tomar; a ninguno le gustó. Matilde y Eliah soltaron una carcajada con la mueca de disgusto de su hijo.
Francesca llamó a la puerta y entró con la excusa de saludar a Matilde, si bien se proponía llevarse a los niños para que la pareja compartiese un momento en soledad. La puerta se cerró tras ellos, y Matilde cayó en brazos de Eliah, que la colocó sobre sus piernas como a un bebé.
—Feliz cumpleaños, amor de mi vida.
—Gracias por tanta felicidad.
Se miraron y no necesitaron pronunciar lo que pensaban, que faltaba Jérôme.
—Ahora es mi turno.
—¿Turno para qué?
—Para darte mi regalo.
—¡Más regalos!
Al-Saud se estiró en la cama, abrió el cajón de la mesa de luz y extrajo una caja verde. Se la entregó sin decir palabra. Matilde sonrió con indulgencia al descubrir la corona dorada de Rolex estampada en la parte superior. La abrió. Tomó la tarjeta, escrita a mano, y la leyó en silencio. «Aseguran que estos relojes son muy buenos y que marcan el tiempo con mucha precisión. Aseguran también que duran toda la vida. Por lo tanto, te amaré cada segundo que marque este reloj. Eliah».
—Hay algo grabado en la parte de atrás.
La ayudó a sacarlo de la caja. Era el modelo Lady-Datejust, combinado en oro y acero, con el cuadrante blanco. En la parte posterior de la caja decía: Te amo. E.A.S.
—Es hermoso. Hermosísimo —afirmó, conmovida por el gesto de expectación de Al-Saud.
—Sé que no te gusta la ostentación, pero…
Matilde lo acalló cubriéndole los labios con los dedos.
—Es perfecto porque me lo das vos, porque me durará toda la vida, igual que tu amor.
—Matilde —la atrajo hacia él con una urgencia que la sorprendió—, no creo que mi amor se acabe con la muerte.
—El mío tampoco.
—Estamos condenados para la eternidad.
Al día siguiente, Al-Saud viajó a Milán para reunirse con el doctor Luca Beltrami, a cargo del juicio por filiación de Kolia. Allí se les uniría el doctor Lafrange, que se ocuparía de las cuestiones por la adopción de Amina, comenzada poco después del anuncio de la muerte de Sabir Al-Muzara.
Matilde quería acompañarlo, no soportaba verlo partir otra vez. Al-Saud se negó por el bien de Amina y de Kolia, quienes, en pocos días, habían desarrollado un vínculo tan dependiente con ella que se inquietaban si la perdían de vista; no admitirían una separación, por corta que fuese.
Todos admiraban en silencioso pasmo cómo las maneras dulces y tranquilas de Matilde conquistaban a Kolia, un niño que se había mostrado independiente. Francesca se retiraba a un discreto segundo plano, y Mónica, por orden del señor Eliah, se ocupaba de otras cuestiones. Matilde ganaba terreno día a día, y el secreto consistía en respetar la libertad y la autonomía del niño, igual que con el padre. Enseguida se dio cuenta de que no le gustaba que lo apabullasen con caricias ni besos; tampoco recibía de buen grado las órdenes, por lo que fijarle límites se transformaba en un desafío. Matilde, que, de acuerdo con la afirmación de Juana, era una gran manipuladora, y que, pese a su voz suave como la brisa y su energía cálida como la de un rayo de sol en invierno, poseía la fuerza de un ciclón y la perseverancia de un monje, trazó su estrategia concentrándose en las cosas que Kolia más disfrutaba, como oír música y bailar, escuchar cuentos y jugar con elementos inusuales, como botellas de agua mineral vacías, piñas, los zapatos de la abuela Francesca y las pipas del nonno Fredo; de nada valían los juguetes que Eliah le compraba; él se divertía más construyendo con las piñas que Matilde traía del bosque o percutiendo las botellas de plástico en el piso. Pasaban horas los tres sentados en la alfombra del playroom saltando de una actividad a otra.
Amina preguntaba con frecuencia por su padre, y, a medida que transcurría el tiempo, se mostraba empeñada en regresar a su casa. Un día en que Matilde la notó más quisquillosa que de costumbre, se decidió a contarle la verdad, para lo cual inventó un cuento de Jérôme en el cual sus padres biológicos se iban al cielo y unos nuevos, llamados Eliah y Matilde, se hacían cargo de él. Amina, sentada sobre la alfombra, a la usanza india, se quedó mirándola fijamente.
—Y los papás de Kolia, ¿dónde están?
—El papá de Kolia es Eliah. Su mamá está en el cielo, con los papás de Jérôme.
—¿Y mi mamá?
—En el cielo, con tu papá.
—¿Mi papá está en el cielo?
—Sí. Y, antes de irse, le pidió a Eliah que te cuidase.
—¿Por qué se fue al cielo mi papá?
—Porque Dios lo llamó.
—Yo quiero que vuelva —dijo, con voz llorosa—. No quiero que esté en el cielo.
Matilde depositó a Kolia sobre la alfombra, estiró los brazos y atrajo a Amina a su regazo.
—Tesoro mío, estoy segura de que si tu papá pudiese volver, lo haría. Pero Dios le pidió que se quedase en el cielo y que, desde allí, te cuidase. Te aseguro que tu papá está viéndonos ahora y está un poco triste porque sabe que tú estás triste. Lo mejor será que estemos contentas para que él también lo esté. ¡Hola, Sabir! —dijo Matilde, y echó mano del mismo truco empleado con Jérôme—. ¿Cómo estás, querido amigo? —Apuntó los ojos al cielo raso—. Te contaré algo: Eliah y yo queremos con todo nuestro corazón a tu hermosa hijita Amina y la llevaremos a vivir con nosotros, y ella será nuestra hijita querida y la hermanita de Kolia y de Jérôme.
—¿Jérôme será mi hermano?
—Sí, tu hermano y de Kolia. Viviremos los cinco, todos juntos, en la misma casa.
—¿Cuándo vendrá Jérôme?
—Pronto, tesoro mío, muy pronto.
Al-Saud regresó diez días después, el martes 30 de marzo. Se quedó de pie junto al automóvil al ver a Matilde y a los niños, seguidos por Mónica, emerger del bosque de pinos. La sonrisa de su mujer le provocó un salto en el corazón, que empezó a latir de manera desenfrenada. Apoyó la valija sobre el asiento y caminó a pasos largos hacia ella. Matilde corrió en su dirección riendo de pura dicha. Al-Saud la recibió en sus brazos y la hizo girar en el aire. Se besaron frente a los niños y la niñera.
—Ya son nuestros, mi amor. Kolia y Amina son nuestros. Podemos volver a París.
Se abrazaron y rieron hasta caer en la cuenta de los tirones y de las demandas de Kolia y Amina.
—¡A mí también hazme dar vueltas como a Matilde, tío Eliah!
—¡Por supuesto, su alteza!
Kolia exigió su parte saltando con los brazos extendidos y balbuceando «ma-ma-ma», por lo que Matilde lo sostuvo de las axilas y lo hizo girar. Entraron en la mansión riendo y hablando atropelladamente, Kolia en su media lengua, y Amina, con la claridad que la caracterizaba.
—Tío Eliah, Matilde me contó que mi papá se fue al cielo con mi mamá.
El comentario no tomó por sorpresa a Al-Saud; Matilde le había adelantado la novedad por teléfono.
—Sí, tu papá está en el cielo.
—Los papás de Jérôme también.
—Sí, lo sé.
—Lo extraño mucho a mi papá. Quiero que venga a buscarme.
—Yo también lo extraño, cariño. Y a mí también me gustaría que viniese aquí y se quedase con nosotros. No te olvides de que era mi mejor amigo. Pero eso no es posible.
—La mamá de Kolia también está en el cielo.
—Ajá. Ellos están todos juntos en el cielo. ¡Bonito grupo que forman! ¿Verdad? ¿Qué opinas de que nosotros, que nos quedamos aquí abajo, vivamos todos juntos? Tú, Kolia, Jérôme, Matilde y yo, todos en la misma casa para siempre. —Amina asintió con aire solemne—. Adivina qué te he traído de regalo —la engatusó Al-Saud.
La vocecita de Amina iba menguando en tanto se alejaban escaleras arriba. Francesca los observaba desde el pie. Matilde cargaba a Kolia, que le chupaba la mejilla y la hacía reír. Amina, en brazos de Eliah, no acertaba con los posibles regalos y comenzaba a perder la paciencia.
Kamal se acercó a su mujer, le pasó el brazo por el hombro y sonrió en dirección a la familia de su tercer hijo, que ya desaparecía en la planta alta.
—Nunca, ni siquiera de niño, lo he visto tan feliz —comentó Kamal.
—Está feliz porque conoció el verdadero amor. El mismo tipo de amor que nos ha mantenido unidos a ti y a mí por tantos años.
—¿Volvemos a Jeddah? Te quiero de nuevo sólo para mí.
—Sí. De nuevo solos. Pero tendremos que viajar a París a mediados de abril para el casamiento de Matilde y Eliah. Le prometí a Matilde que la ayudaría con los preparativos. La celebración se hará en casa.