Capítulo 16

Acodado sobre la ventanilla del bombardier challenger 604, el general Anders Raemmers fijaba la vista en el colchón de nubes con una cara impasible que escondía el estupor que lo dominaba desde que había recibido el llamado de Jerry Masterson, el jefe de la CIA para los asuntos en Medio Oriente. «Caballo de Fuego está vivo», le había soltado.

Interrumpido el contacto con Al-Saud a mediados de febrero y a medida que pasaba el tiempo y no obtenían información, las esperanzas de volver a verlo con vida se esfumaban. El 27 de febrero se habían enterado del robo del Su-27 y del F-15, y la preocupación había alcanzado niveles alarmantes. Ese día, martes 2 de marzo volaba hacia Riad para reunirse con Caballo de Fuego.

Raemmers esbozó una sonrisa al reflexionar que debería haberse fiado de la capacidad de su mejor agente. No veía la hora de reencontrarse con él y de obtener un debrief, en especial quería saber si la amenaza atómica aún pesaba sobre sus cabezas. Se incorporó al ver a su asistente aproximarse con el teléfono encriptado en la mano.

—Su comunicación, general.

—¿Has dado con Caballo de Fuego?

—Está al teléfono —confirmó el secretario, y le entregó el aparato.

—¡Caballo de Fuego!

—General Raemmers, ¿cómo está?

—¿Cómo estás tú, muchacho?

—Vivo.

—No soy un hombre creyente, lo sabes, pero me nace decir que esto es un milagro. —Al-Saud guardó silencio—. ¿Dónde estás ahora?

—En Riad, en el palacio real. Mi tío Fahd quería que le explicase personalmente cómo habían sido las cosas. No estaba muy feliz con el robo de los aviones. Sigue molesto porque perdió un F-15.

—Ya me lo explicarás a mí y yo hablaré con tu tío. Nos vemos en… —Raemmers consultó la hora—. Estaré allí antes del mediodía.

—¿Dónde nos reuniremos?

—Un asistente del jefe del servicio de inteligencia irá a buscarme al aeropuerto. Supongo que él ha previsto el sitio de nuestra reunión.

Al-Saud colgó el teléfono y se quedó sentado en el borde de la cama, los codos sobre las piernas y la cara entre las manos. Raemmers tendría que explicarle muchas cosas al rey Fahd y convencerlo de que su sobrino no intentaba bombardear Riad cuando los F-15 norteamericanos lo interceptaron en el cielo iraquí.

La alfombra absorbió el sonido de los pasos de Matilde, que permaneció contemplándolo desde el umbral de la habitación. Le observó las manos sin uñas y apretó los puños de modo inconsciente. Su mente le jugaba malas pasadas y la obligaba a imaginarlo en la cámara de tortura, padeciendo un sufrimiento intolerable. Se le congestionó la cara, la garganta se le endureció y el corazón le latió ferozmente. Estaba enojada con él por haber aceptado la misión que le había causado tanto daño. Por su parte, Eliah estaba enojado con ella por haber arriesgado la vida para salvar al pequeño Mohamed, lo que le había dado notoriedad en la prensa y, por ende, les había marcado a Anuar Al-Muzara y a Udo Jürkens su ubicación. El secuestro en la casa del Silencioso había exacerbado la presencia de Matilde en las pantallas televisivas, donde su rostro se había repetido tanto como el día del acto de arrojo en Gaza. Ahora que los medios se habían enterado de su rescate, aguardaban en Ammán el permiso del gobierno saudí para lanzarse sobre Riad como una jauría hambrienta. Las especulaciones en torno a la pediatra argentina de Manos Que Curan eran incontables.

Matilde suspiró. Quería hacer las paces con Eliah después de tantas penurias y sufrimiento. En el hospital de Dhahran, donde sólo habían pasado unas horas, Al-Saud se mostró solícito y preocupado, y se lo pasó hablando con los médicos, con unos militares y por teléfono. La discusión estalló mientras volaban hacia Riad en el avión privado de Turki Al-Faisal, cuando Al-Saud le confesó que había estado en Bagdad en una misión de espionaje. No ofreció más detalles porque desconocía si en el avión había micrófonos plantados.

—Me dijiste que te ibas al Mato Grosso —le reprochó Matilde.

—No podía decirte la verdad.

—¿Por qué?

—Porque era un secreto de Estado.

—¡Por qué aceptaste una misión tan riesgosa! —se enfureció.

—Porque si no lo hacía, no nos dejarían en paz. Vos no sabés de estas cosas, Matilde. Tu imprudencia, la de lanzarte a salvar a ese chico en Gaza como si fueses la Mujer Maravilla, podría habernos costado la vida. Para mí habría sido más fácil actuar si vos no hubieses estado secuestrada en Base Cero, rodeada de peligros. ¡Casi pierdo la cabeza pensándote en manos de Jürkens o del hijo de Saddam Hussein!

—¡Yo no tengo la culpa de nada! ¡No acepto que me culpes a mí por haber salvado a un pobre chiquito! ¡Quiero que me expliques todo! ¡No entiendo nada!

—¡No! —la acalló Al-Saud—. No te explicaré nada. No ahora.

Se echaron sobre los respaldos de las butacas con semblantes enfurruñados y no volvieron a cruzar palabra. En Riad, Turki Al-Faisal fue a buscarlos al aeropuerto y los esperó la final de la escalerilla. Desde la puerta del avión, Al-Saud avistó dos automóviles negros, de seguro con agentes de la Mukhabarat saudí; no le perderían la pista hasta que la situación se aclarase.

Los primos se dieron un abrazo. Matilde no los comprendió mientras hablaban.

—Lamento haber tenido que llevarme el Su-27. Por fortuna, lo he traído sin un rasguño.

—Sé que lo hiciste por una buena razón. Ya me contarás todo. —Los ojos grandes, oscuros y de pestañas tupidas de Turki se clavaron en Matilde, que se sintió agradecida por la sonrisa del hombre—. Preséntame a tu mujer, Aymán —pidió en francés—. La conozco gracias a la infinidad de veces que he visto su fotografía y su hazaña en Gaza por televisión, pero ahora confirmo que es mucho más bonita.

—Gracias, pero sé que tengo un aspecto cadavérico.

Intercambiaron unas palabras antes de que Turki Al-Faisal extrajese un pañuelo del interior de su chaqueta.

—Matilde, tienes un cabello deslumbrante. Lamento tener que pedirte que te lo cubras.

Extendió el género de seda negra y lo colocó sobre la cabeza de Matilde.

—Yo lo haré —intervino Al-Saud, de talante parco, y le quitó los extremos del pañuelo para atarlo bajo el mentón de Matilde. Ésta elevó la mirada hasta toparse con los ojos duros, a medias ocultos bajo los párpados.

—Siento tener que cubrirte —expresó Al-Saud en castellano, y en su voz no había rastro de remordimiento ni dulzura.

—Está bien.

—Aymán, tío Fahd ha dispuesto que te hospedes en el palacio —informó Turki, en árabe—. A Matilde, tengo instrucciones de llevarla a lo de tía Fátima.

—No me separaré de mi mujer, Turki —manifestó en árabe—. Yo también iré a lo de mi tía.

—¿Y transgredirás una orden del rey?

—Mi mujer y yo acabamos de ver la muerte a la cara, Turki, y todo por salvar el pellejo de los saudíes. —El primo de Eliah levantó las cejas ante el misterioso comentario—. Créeme cuando te digo que en este momento no siento ninguna inclinación por acatar las órdenes de nadie, en especial si pretenden apartarme de Matilde.

—Está bien. Aguarda. Llamaré al asistente de tío Fahd.

Después de una serie de llamados, Al-Faisal se aproximó con una sonrisa.

—Tío Fahd ha aceptado que lleves a tu mujer al palacio, siempre y cuando se mantenga en los confines de tu habitación.

Al ingresar en el predio que circundaba la vivienda del rey, Matilde, a pedido de Al-Saud, se cubrió por completo con el pañuelo, aun la cara. Lo hizo sin pronunciar palabra, no tenía fuerzas para discutir, ni siquiera para mostrarse ofendida. Después de haber compartido más de cuatro meses con los gazatíes, conocía las costumbres musulmanas y la ineficacia de cuestionarlas.

Un séquito de sirvientes uniformados los guió a través de corredores y de jardines que desmentían la geografía desértica de la capital saudí. Matilde lamentaba el distanciamiento con Eliah porque necesitaba la fuerza de sus brazos; a cada paso presentía que se desmoronaba. Una puntada le taladraba el sector derecho de la cabeza y el vacío en el estómago se había convertido en una bola de fuego.

Las habitaciones, tres estancias de dimensiones generosas, ponían de manifiesto la riqueza del rey Fahd. En tanto Matilde las estudiaba, Al-Saud cruzó unas palabras con los sirvientes y los despidió. Lo oyó aproximarse y se mantuvo de espaldas, simulando interés en el jardín que observaba tras un ventanal.

—Hacé lo que quieras. Comé, bañate, dormí. Yo tengo que hacer varios llamados por teléfono. Estoy seguro de que el rey querrá verme.

La lastimaba su enojo y su dureza. Después de lo que acababan de vivir, lo único que Matilde añoraba eran sus besos y el vigor de su cuerpo. ¿Por qué le costaba entenderla? ¿Cómo podía pensar, conociéndola como la conocía, que ella no haría lo imposible para salvar a Mohamed? ¿Por qué no la aceptaba como era? Al ensayar respuestas, comprendió que ella tampoco lo aceptaba con su naturaleza indomable de Caballo de Fuego. Le había reprochado ácidamente que hubiese aceptado una misión que a cualquiera habría espantado excepto a un hombre como él.

Decidida a pedirle perdón, entró en la sala y lo encontró al teléfono; hablaba en voz baja. Inclinado sobre sus piernas, Al-Saud clavaba el codo en una pierna y se cubría los ojos con la mano. Se dio cuenta de que hablaba en francés y le pareció que lo hacía con alguien de confianza, tal vez con Alamán. Se retiró y decidió darse una ducha. En el hospital se había higienizado malamente; se sentía sucia y maloliente después de sus días de cautiverio y de los vómitos en la cabina del Su-27. Al terminar, se envolvió en una bata de toalla, se cepilló el cabello húmedo y regresó a la sala. Eliah todavía estaba al teléfono con una actitud tan abstraída y un ceño tan pronunciado que no se atrevió a revelarle su presencia. Lo esperaría en la habitación. Se recostó en la cama y se quedó dormida.

Al despertar, no sabía dónde estaba ni qué hora era. Aún dominada por la pesadilla que la había despabilado, recordó a Al-Saud metiéndola bajo las sábanas y besándola en la frente y en la mejilla. Deseó que no se tratase de un sueño. Giró y advirtió que el otro lado de la cama estaba revuelto. A Eliah, sin embargo, no se lo veía por ninguna parte. Se ajustó la bata y caminó hacia la sala, guiada por el sonido de su voz, que la tranquilizó y la colmó de alegría. De nuevo lo halló al teléfono. Esta vez decidió esperarlo. No quería perder más tiempo, el distanciamiento estaba volviéndose intolerable. Lo vio depositar el auricular sobre el teléfono y adoptar una postura que comunicaba un ánimo abrumado. Sus manos lastimadas, sin uñas, la sumieron en un pozo de angustia. ¿Tendría otras marcas en el cuerpo? Le pareció ridículo el modo en que se habían evitado y tratado desde la llegada a Riad.

—Eliah, mi amor —susurró, con voz afectada.

Al-Saud levantó la cabeza rápidamente. Se miraron con una fijeza elocuente; la intensidad del intercambio vibró en el mutismo. Para ambos, la visión del otro se tornó borrosa. Matilde —su cabeza un torbellino de imágenes de Eliah durante la tortura— rompió a llorar. Si bien luchó por reprimirlo, la fuerza del sentimiento se abrió paso y destruyó su contención. Al-Saud cruzó en pocas zancadas el espacio que los separaba, la empujó contra la pared y la cubrió con su cuerpo y sus brazos. Le siseó para calmarla y le acarició el cabello.

—¡No lo soporto! —admitió Matilde, en un murmullo tartamudo y ahogado.

—¿Qué es lo que no soportás?

—¡Que te hayan hecho tanto daño! ¡Que hayas sufrido tanto! ¡No sé si podré vivir con esas imágenes en mi cabeza! ¡Me van a volver loca!

Al-Saud no atinó con una respuesta. Inspiró profundamente para sofrenar la oleada de llanto. Debía conservar la calma para apaciguar a Matilde.

—¿Por qué no pensaste en mí cuando aceptaste ir a Bagdad?

—Vos no pensaste en mí cuando te convertiste en el escudo humano del niño palestino. Tampoco pensaste en Kolia ni en Jérôme.

—¡Pensaba en Jérôme! —La declaración fue seguida por un grito angustioso que conmocionó a Al-Saud—. ¡Pensaba en él! ¡Todo el tiempo pensaba en él!

La condujo a un sofá en la sala contigua, donde la acomodó sobre su pecho. Matilde fue aquietándose gracias a los murmullos y a las caricias de Eliah. Se miraron. Al-Saud se inclinó y le besó la nariz enrojecida. Matilde suspiró y se sacudió a causa de un escalofrío.

—Mientras cubría a Mohamed con mi cuerpo y sentía que las balas zumbaban cerca de nuestras cabezas, le pedía a Dios que si mi Jérôme tenía que pasar por algo similar, que hubiese alguien que lo protegiese como yo estaba haciendo con ese chiquito palestino.

Al-Saud ajustó los brazos en torno a Matilde y le apoyó los labios temblorosos en la cabeza. No podía hablar. Segundos después, contenida la fuerte emoción, se apartó para observarla.

—Mi niña valiente —expresó en francés—. Mi guerrera sin escudo ni armas. Mi guerrera con estetoscopio —rió.

—Eliah, no sé cómo decirte algo.

—¿Qué? —se alarmó—. Decime lo que quieras, mi amor.

Matilde se incorporó, se pasó las mangas de la bata por los ojos y carraspeó.

—Tu amigo, Gérard Moses… Él… —Al-Saud vio cómo los ojos de Matilde se anegaban—. ¡Lo maté, Eliah! ¡Yo lo maté!

—¡Dios mío! —Al-Saud la estrechó con fiereza para calmar los estremecimientos de Matilde—. ¿A qué te he sometido? ¿Qué has tenido que padecer?

—Quería matarme. Estaba ahorcándome. No podía respirar. No podía. ¡Te lo juro!

—¡Te creo, te creo! —repetía Al-Saud—. Dios mío, no.

—Me decía que le pertenecías. Que no dejaría que te sacrificases por mi culpa.

—Estaba loco. La enfermedad lo había trastornado.

—Yo tenía un cuchillo que Udo me había dado y… —Matilde reanudó el llanto, uno sin vigor, casi silencioso, que partió el corazón de Al-Saud.

—Matilde, no llores, mi amor. Hiciste lo que tenías que hacer. Sé que para vos, una médica, resulta insoportable haberle quitado la vida a un ser humano. Pero iba a matarte. ¡Dios mío, Matilde! Si algo malo te hubiese sucedido, yo… —La voz se le cortó abruptamente. Matilde le observó la nuez de Adán, que subía y bajaba, mientras Al-Saud sojuzgaba la turbación.

—¿Por qué, Eliah? ¿Por qué tuvo que pasar todo esto? —Le tomó la mano y le besó los dedos sin uñas—. ¿Por qué los seres humanos nos hacemos tanto daño? No soporto pensar que asesiné a tu mejor amigo, tu amigo de la infancia.

—Matilde, no quiero que te sientas culpable. Ahora sé que nunca conocí la verdadera naturaleza de Gérard. Era inteligente, brillante y muy hábil. Siempre se ocultó. Me mostró una cara, la otra la escondió. Estaba enfermo, y no me refiero a la porfiria. Era un psicópata. Él mandó matar a Roy Blahetter. —Matilde salió del cobijo de Al-Saud y retrepó en el sillón—. Él mandó matar a Samara.

—¡Qué! ¿Cómo? ¿Él te lo dijo?

—Gérard fue a verme a mi celda en Base Cero. Lo noté diferente. Había cambiado. La fachada tras la cual se escondía desde hacía años había comenzado a llenarse de fisuras. Lo noté agobiado. Tal vez estaba harto de actuar. Me contó que siempre había estado enamorado de mí. Yo no sabía que era homosexual. Había creído que no quería meterse en una relación seria con una mujer a causa de la porfiria, que es hereditaria. Él me dijo una vez que su enfermedad moriría con él. No admitió abiertamente haber mandado asesinar a Samara, pero vi la aceptación en su cara.

—Eliah, quiero contarte todo, desde el secuestro hasta que Udo me llevó a la pista. Y quiero que después vos me cuentes todo, por qué aceptaste una misión en Bagdad y por qué te secuestraron. Estoy muy confundida.

—Sí, te contaré todo, pero antes necesito un café y algo para comer —dijo, y se inclinó sobre el teléfono. Marcó el cero y habló en árabe.

Antes de la entrevista con el jefe del servicio de inteligencia saudí y con los ministros más importantes, el general Raemmers pidió hablar con Eliah Al-Saud. Caminaron por los jardines internos del palacio. Matilde los observaba desde la ventana, oculta tras el espeso cortinado de shantú de seda.

—¿Quién me delató? —exigió saber Al-Saud.

—Por las averiguaciones que pudimos hacer desde que desapareciste, creemos que alguno de la brigada de las Fuerzas Especiales de la As-Saiqa les reveló que no eras Kadar Daud.

—Fueron a buscarnos a la pensión y nos llevaron a un sótano que llaman «el gimnasio», en el edificio de la Amn-al-Amm. Medes tragó el veneno. A mí me torturaron.

—Lo siento, Eliah.

Al-Saud guardó silencio. Raemmers no se atrevía a preguntarle qué le habían hecho, aunque sabía, por los informes que recibían en L’Agence, que, después de los sirios, los iraquíes contaban con los torturadores más crueles de Oriente Próximo.

—Lo siento de verdad —insistió—. He vivido una pesadilla desde que perdimos contacto con ustedes. Los transmisores dejaron de emitir la señal.

—El mismo día en que nos tomaron prisioneros, a mí me hicieron un tajo en la pierna y me lo extrajeron. Habrán hecho otro tanto con el de Medes, en el hospital, donde lo llevaron para intentar reanimarlo después de que tragó la tetrodotoxina.

—¿Qué sucedió después?

—Podría decir, general, que ocurrió eso que usted mencionó esta mañana por teléfono: un milagro. Donatien Chuquet, uno de mis antiguos instructores en L’Armée de l’Air, trabaja para los Hussein, adiestrando pilotos. Uday Hussein y Chuquet se han hecho amigos y comparten un gran pasatiempo: ver torturar a los enemigos del régimen en la mesa del gimnasio. Chuquet me reconoció y, como necesitaban un piloto para arrojar una bomba sobre Tel Aviv, le pidió a Uday que me salvase. Pasé una temporada en un hospital y después fui llevado a Base Cero, el centro donde funcionan las centrifugadoras construidas gracias al diseño del ingeniero nuclear argentino, Roy Blahetter. Allí estaban el terrorista Udo Jürkens o Ulrich Wendorff y su jefe, el profesor Orville Wright, cuyo nombre verdadero es Gérard Moses.

—¿Moses? Suena judío.

Es judío. Su padre es uno de los sionistas más poderosos de Francia. Hace años que vive en Israel, donde pertenece a la élite influyente y rica. Su hijo, Shiloah, maneja dos de los periódicos de mayor tirada, El Independiente y Últimas Noticias, y ahora ocupa un escaño en el Knesset. Tanto Shiloah como Gérard son amigos míos de la infancia. —El general se frenó y levantó la vista del suelo para clavarla en Al-Saud—. Así es, general, son dos de mis mejores amigos. Gérard era una persona muy especial. Sufría una enfermedad que había heredado del padre, una enfermedad rara, cruel. Se llama porfiria. No podía exponerse a la luz solar, no hacía una vida normal. Odiaba a su padre por haberle transmitido la enfermedad y a su hermano por ser sano. Estoy seguro de que quería destruirlos bombardeando el corazón del sueño sionista: Tel Aviv-Yafo.

—Hablas de Orville… de este tal Moses como si hubiese muerto.

—Murió, general. Lo maté en Base Cero.

Raemmers asintió y retomó la caminata.

—¿Para cuándo está previsto el bombardeo?

—Estaba previsto para ayer, 1° de marzo. Por fortuna, mi mujer y yo pudimos escapar en el Su-27. La habían secuestrado para obligarme a lanzar la bomba atómica sobre Tel Aviv. Chuquet me siguió en el F-15 y se eyectó antes de que el Vympel que le lancé lo alcanzase.

Al-Saud prosiguió con los detalles de los días vividos como guardaespaldas de Kusay y en cautiverio. Pocos habían conocido el ámbito de Saddam Hussein desde una posición tan íntima y ventajosa, y brindó información que hizo levantar las cejas al general danés. Al final, Raemmers le pidió el dato que Al-Saud había memorizado porque sabía que sería la revelación más valiosa que le proporcionaría a L’Agence: las coordenadas de Base Cero.

—Base Cero —dijo Al-Saud— está enmascarada en el paisaje de la zona norte. Tiene al menos dos ingresos que se disimulan en la montaña. Resulta algo increíble. Para regresar a Irak, después de robar los aviones, tuvieron que confiarme la ubicación de la base aérea subterránea. Yo sabía que, por conocer esa información, era hombre muerto. Si me salvaba después de invadir el espacio aéreo israelí, ellos me matarían para que me llevase a la tumba el secreto mejor guardado del rais.

—Santo cielo. Una base aérea subterránea. ¿Cómo carajo hacen para que despeguen los aviones?

—Usan una tecnología similar a la de los portaaviones, pero mejorada.

—¿Cuántas bombas llevan construidas?

—No lo sé. Tenían al menos dos, las que estaban a punto de cargar en nuestros aviones para proceder al bombardeo. General, si atacasen la base, el riesgo de exponer al norte de Irak a las radiaciones sería altísimo.

—Nuestros expertos están desde ayer pensando en la mejor forma de enterrar esa maldita base sin producir un daño de proporciones insospechadas. Se habla de una implosión, que la sepulte para siempre, junto con sus secretos nucleares.

—General, no será fácil acceder a la base, aun conociendo las coordenadas. No puedo confirmar esta información, pero escuché que existe una conexión subterránea entre Base Cero y uno de los palacios de Hussein, el que se encuentra en Sarseng.

—Sarseng —repitió Raemmers, y tecleó el nombre en su agenda electrónica—. Lo haré investigar.

—¿Qué pasará con el invento de Roy Blahetter? Todo se perderá.

—Es el costo que tendremos que pagar.

Al-Saud le dispensó un vistazo incrédulo. Le costaba creer que Occidente se resignaría a perder un invento que habría revolucionado la producción de energía nuclear, sin mencionar el incremento en los arsenales de bombas atómicas. Estimó que Raemmers, ahora que conocía la verdadera identidad de Orville Wright, intentaría encontrar una copia de los planos y de las fórmulas.

—Caballo de Fuego, habiéndote perdido a ti, ¿crees que los iraquíes serán capaces de concretar su plan de bombardeo en el corto plazo?

—No, general. Podrían conseguir nuevos pilotos, pero no cuentan con aviones para hacerlo. Saben que robarlos no es tarea fácil.

—Lo habían intentado dos veces antes de obligarte a hacerlo a ti. ¿Cómo está tu mujer?

—Ha pasado por una experiencia traumática, pero está bien.

—En un principio, pensamos que, dada la popularidad que había adquirido después de salvar al niño palestino, los de Hamás la querían para pedir rescate.

—No lo pidieron cuando secuestraron a los soldados israelíes —señaló Al-Saud.

—Es cierto, y uno de ellos sigue cautivo. Pero el caso de tu mujer era distinto, ella no tenía ninguna conexión con la causa, simplemente había saltado al estrellato por haber protagonizado un acto heroico. Sin embargo, pasaban los días y Manos Que Curan no recibía el pedido de rescate. Empezamos a sospechar que tenía que ver contigo, aunque yo lo supuse desde un principio. Sabes que, en este mundo en el que me muevo, no se puede creer en las casualidades. Tu desaparición en Bagdad y el secuestro de ella estaban relacionados. —Pausó en busca de la inflexión necesaria para cambiar el tono y suavizar el gesto—. Tu mujer es muy valiente, Caballo de Fuego. La filmación que la captó protegiendo a ese niño en Gaza es suficiente para demostrar lo que digo. —Al-Saud asintió con aire neutro—. La Diana me llamó apenas se produjo el secuestro.

—Matilde me ha contado muy por encima los detalles del secuestro. Me dijo que La Diana no estaba cuando los de las Brigadas Ezzedin al-Qassam entraron en lo del Silencioso.

—Así es. Se había alejado de la casa. No creo que hubiese podido hacer mucho. Los terroristas eran muchos y arrojaron una cantidad excesiva de granadas lacrimógenas antes de irrumpir en la casa del escritor. Tus socios estuvieron de acuerdo con que la asignásemos a una misión en Serbia, junto con su hermano Sándor. Un traficante de drogas de ese país mantiene contactos con Al-Muzara. Lo usaremos para llegar a él.

«Anuar Al-Muzara es mío», masculló Eliah para sí.

—No quiero de regreso a La Diana en la Mercure, general. Traicionó mi confianza alejándose de su puesto de trabajo, descuidando la seguridad de mi mujer y abandonando a su compañero. ¿Cómo está Markov?

—Eliah —dijo Raemmers, y, al emplear su verdadero nombre, le dio a entender que le comunicaría una mala noticia—, Sergei Markov murió durante el secuestro. Tu amigo, Sabir Al-Muzara, también.

La noticia lo golpeó con la misma intensidad de las descargas eléctricas en los testículos. Se quedó rígido, transido de sorpresa, de dolor y de pena.

—Fue una masacre. A excepción del imam Yusuf Jemusi y de la periodista israelí Ariela Hakim, todos fueron asesinados. Caballo de Fuego, ahora tengo que dejarte.

Al-Saud asintió.

—General —lo detuvo—, ¿dónde está Ariel Bergman?

—En Tel Aviv. Como imaginarás, tu familia no le iba a permitir el ingreso a Arabia como lo hizo conmigo, con Masterson y con Seigmore. Está esperando su oportunidad para agradecerte y felicitarte por la misión que llevaste a cabo. Por otro lado, está gestionando algún tipo de reconocimiento por parte de su gobierno, secreto, por supuesto, pero reconocimiento al fin. Caballo de Fuego, los israelíes saben que te deben que su pequeño y adorado país continúe en el mapa.

Al-Saud regresó a la habitación y abrazó a Matilde sin palabras. En ella se purificaba. Matilde le devolvía la fe en la raza humana. Si ella existía, entonces había esperanza.

—Mi amor, no tengo buenas noticias. —Matilde intentó apartarse y él la sujetó para que permaneciese en sus brazos—. Markov murió durante el secuestro. Shhh —siseó Al-Saud cuando Matilde emitió un sollozo—. Sabir… Él también murió.

—¡Murieron por mi culpa! ¡Por qué, Dios bendito! ¡Por qué!

—¡No murieron por tu culpa! —Al-Saud la sujetó por los hombros y le apretó la carne—. Matilde, por favor, mirame. —Las pestañas de ella, pesadas de lágrimas, se elevaron con lentitud—. Matilde —articuló Al-Saud, obnubilado por la tristeza y por la bondad que con tanta claridad comunicaban los ojos de su mujer—. Matilde… Si algo te hubiese pasado… Si te hubiesen… Yo… —El calambre en la garganta le cortó la voz. La pegó a su pecho dominado por una emoción violenta y la abrazó hasta sentir la sinuosidad de sus costillas. Matilde rompió a llorar de nuevo, y él no hizo esfuerzos por contenerse; lloró sin esconder los sentimientos y los temores, expuesto y desnudo como no se habría permitido presentarse ante nadie, excepto ante ella.

Fueron calmándose, y sus bocas húmedas y saladas de lágrimas se buscaron guiadas por el instinto para fundirse en un beso exasperado, que fue extinguiéndose y mezclándose con suspiros cansados y restos de llanto. Se acomodaron en un sillón y se miraron sin hablar.

Je t’aime, Matilde. Soporté todo lo que soporté sostenido por la esperanza de volver a verte como estoy viéndote ahora. Y cuando en un momento deseé morir… —Matilde se mordió la mano para no bramar de dolor y de rabia—. No sufras por mí. Todo va a quedar en el pasado. Si te tengo conmigo cada día, ningún recuerdo de esos momentos vividos en Irak volverá para atormentarme.

—Voy a estar con vos cada segundo de lo que me quede de vida, te lo juro por las vidas de Jérôme y de Kolia.

—Mientras me torturaban, no tenía miedo de morir. Sentía una gran tristeza porque vos y yo no podríamos compartir la escena de la piscina en nuestra casa. Pero no tenía miedo. De algún modo, vos estabas conmigo. Cerraba los ojos y te veía. Y sabía que iba a verte cuando todo acabase.

—Amor mío. Eliah, gracias por haber vivido. ¿Qué sería de mí si hoy no estuvieses aquí? Creo que no tendría deseos de seguir viviendo.

—¿Y Kolia? ¿Y Jérôme?

Matilde sonrió con una mueca amarga.

—Sí, por ellos lo haría, pero nunca volvería a ser feliz. No sin mi Eliah.

—Amor mío. —Al-Saud le pasó el dorso de los dedos por el filo de la mejilla—. Tesoro de mi vida.

—Eliah, quiero que me cuentes la verdad. La quiero completa. Me has contado retazos y no entiendo nada. Quiero saber todo, desde el principio.

—El principio —suspiró Al-Saud—. Es una trama tan compleja. No sé por dónde empezar. Tal vez debería hacerlo por Matilde y el caracol, que ocultaba los planos de un invento revolucionario en materia nuclear creado por Blahetter.

Por fortuna, nadie llamó a la puerta, tampoco sonó el teléfono durante las dos horas que Al-Saud empleó para explicar a Matilde los hechos que los habían conducido a vivir una aventura de película.

—¿Cómo llegaste a saber que el invento de Roy estaba en manos de Saddam Hussein?

—Alguien del entorno cercano de Hussein me lo confesó.

—¿Quién?

Al-Saud la miró con fijeza, mientras se debatía entre hablarle del rol de Aldo Martínez Olazábal o de callar esa parte de la verdad.

—Tu padre, mi amor.

—¿Qué? —Matilde tomó distancia—. ¿Mi papá? ¿Estás delirando? ¿Mi papá del entorno de un monstruo como Saddam Hussein?

—Matilde, tu padre y Rauf Al-Abiyia eran socios. Desde hace muchos años, desde que salieron de la cárcel, se han dedicado al tráfico de armas.

—¿Qué?

—Dejame terminar. Rauf Al-Abiyia era traficante antes de caer preso. De hecho, lo encarcelaron por vender armas en la Argentina. En mayo del año pasado, tu papá estaba en el Congo, en la casa de Gulemale, donde iba a cerrar un negocio para la compra de uranio para Irak, uranio que enriquecerían con la centrifugadora de Blahetter. Alamán y yo lo sacamos de lo de Gulemale porque esa noche los del Mossad, más específicamente Ariel Bergman, el hermano del coronel Lior Bergman, tenía órdenes de secuestrar a tu padre y, después de sacarle información, matarlo.

—¡Dios mío! ¡Eliah!

—Desde fines de mayo, tu padre está escondido en un sitio muy seguro para que los del Mossad no lo toquen. También lo buscan los iraquíes.

—¿Por qué?

—Porque tu padre conoce los secretos más peligrosos de Irak, porque está al tanto de todo. Como te digo, fue él quien me previno de que la centrifugadora había caído en manos de Saddam. Matilde, mi amor —Al-Saud la atrajo de nuevo hacia él y le habló con pasión cerca del rostro—, no juzgues a tu padre. Si no fuese por él, por lo que me contó, hoy tal vez Hussein habría lanzado dos bombas atómicas, una sobre Tel Aviv y otra sobre Riad. Juana, Shiloah y toda mi familia paterna estarían muertos.

Matilde lloró apoyada sobre Al-Saud. Un cansancio que le caló los huesos le impidió levantar la cabeza del hombro de Eliah para hablar. Lo hizo en susurros débiles.

—Siempre supe que mi papá no andaba en buenos pasos. Todo ese dinero, tanto lujo, tantos viajes, todo conseguido tan rápido. Nada de eso podía salir de un negocio legítimo.

—¿Te gustaría verlo?

—Sí. Lo extraño y necesito hablar con él, que me explique.

—Yo te voy a llevar.

—¿Cuándo?

—Muy pronto.

Después de una comida y de una siesta, Matilde recobró en parte el ánimo. Eliah estaba bañándose y preparándose para una cena con su tío, el rey Fahd, de la cual ella no participaría. La invitación había sido entregada junto con tres cosas: la bandeja del almuerzo, un atuendo para Eliah a la usanza árabe y la ropa limpia y planchada con la que habían llegado de Irak.

Por primera vez desde su llegada al palacio, Matilde se decidió a ver la televisión. Hasta el momento, había elegido preservarse en la ignorancia. Pasaba de un canal a otro, buscando noticias de Sabir Al-Muzara, el más joven de los premios Nobel, asesinado el lunes 22 de febrero, sólo ocho días atrás. Su fotografía, de mirada esquiva y sonrisa bondadosa, dominaba las imágenes de la mayoría de los programas, y arrancaba sollozos a Matilde. «Sabir, amigo mío», susurraba, y, en un arranque de dolor, corrió hacia el aparato y apoyó la mano sobre el rostro tan querido. Dada la severidad del régimen saudí, estaban prohibidos los canales extranjeros, por lo que no comprendía nada, apenas algunas palabras sueltas que Sabir le había enseñado. Pensó en la pequeña Amina, quien, por fortuna, seguía en Italia, al cuidado de Kamal y de Francesca.

También en los periódicos que les habían traído a la habitación —todos en árabe, excepto uno en inglés, el New York Times—, la noticia dominante la constituía la muerte del escritor y filósofo palestino Sabir Al-Muzara. Al hojear la publicación norteamericana, Matilde descubrió un artículo de Ariela Hakim, única superviviente de la masacre junto con el imam Yusuf Jemusi. Apagó el televisor y se acomodó para leer la nota de la israelí. A las primeras frases, lloró. Adiós, amigo mío, defensor incansable de la paz, amante de la humanidad en la cual no encontrabas razas ni diferencias. Todos éramos iguales para ti. «Adiós, hermano palestino», te dice esta israelí que aprendió a amarte y a respetarte tanto como amé y respeté a mis padres, sobrevivientes del Holocausto. Tú también eres un sobreviviente. Porque, aunque te hayan arrebatado la vida, tus ideas de paz y hermandad permanecerán. Hoy son juzgadas como una utopía; mañana, se convertirán en una realidad, y tu muerte, tan prematura e injusta, no habrá sido en vano. Tú no eres un mártir, Sabir. Tú eres un héroe.

Al-Saud apareció vestido con la chilaba blanca y el tocado del mismo color ajustado con un cordón negro y dorado. Matilde se apresuró a secarse las lágrimas y a sonreírle. Estaba soberbio en la vestimenta tradicional y extraño sin el bigote. Caminó hacia él y le pasó el dedo por el labio superior y por la mejilla recién afeitada y fragante.

—Sos hermoso, magnífico. Éste es el sueño de toda mujer occidental: ser amada por un árabe de piel oscura y ojos verdes.

—¿Ah, sí? Pues le aseguro, señorita occidental, que usted es inmensamente amada por este árabe.

—Lo sé. Su amor es mi mayor tesoro, señor árabe.

—Matilde —el gesto de Al-Saud cobró seriedad, y su mirada se tornó intensa y oscura—, te prometo que ahora seremos felices. No veo la hora de regresar a París y de casarnos y empezar a vivir en paz con nuestros hijos.

—Sólo falta encontrar a Jérôme.

Llamaron a la puerta. Eran Kamal, Alamán y Shariar, los tres vestidos como Eliah. Una explosión de alegría llevó a Matilde a abrazar incluso al parco Shariar. Alamán la hizo dar vueltas en el aire y la besó varias veces en la mejilla, en tanto Eliah, que saludaba a su padre y a su hermano mayor, les lanzaba vistazos feroces.

—No voy a romperla —bromeó Alamán, para provocarlo—. Tu futuro esposo, querida Mat, es un plomazo. —Se inclinó sobre su oído y le confesó—: Voy a ser papá.

Matilde emitió un gritito y volvió a colgarse del cuello de su cuñado.

—¿De cuántos meses está Joséphine?

—De dos.

—¡Qué alegría, Alamán! Es la primera buena noticia que recibo en mucho tiempo.

Tras los hombres de la familia Al-Saud, se habían deslizado cinco mujeres, las cuales, apenas cruzaron el umbral y con la puerta cerrada, se despojaron de las túnicas que las cubrían de pies a cabeza, desvelando una belleza típicamente oriental, de pieles oscuras y tersas, ojos grandes, remarcados con kohl y máscara para pestañas, labios generosos y delineados, cabelleras espesas y negras, y ropas costosas; Matilde entrevió unos Dolce & Gabbana, Carolina Herrera y Versace en las carteras y en las prendas. Eliah las presentó como su tía Fátima y sus primas.

—Mi hermano Fahd nos pidió que te acompañásemos mientras Aymán cena con él —explicó Fátima en perfecto francés—, para que no te sientas sola, Matilde.

—Es muy considerado de su parte.

Una de las primas de los Al-Saud, Asalah, le entregó una bolsa con ropa y zapatos. Otra, de nombre Munira, le extendió una con efectos personales (peines y cepillos, lociones, perfumes, cepillo de dientes, toallas femeninas y desodorante).

—Muchas gracias —dijo Matilde—. No saben cuánto lo aprecio.

—Eliah me llamó por teléfono ayer —explicó Fátima— y me pidió que te comprase todo esto.

—Ayer hablé con Bondevik —intervino Al-Saud—. Me prometió que se ocuparía de enviar tus cosas a casa.

—¿Y mi pasaporte?

—Lo enviará acá. Llegará mañana o pasado.

Los hombres se despidieron. Eliah apartó un poco a Matilde y la besó largamente en la boca, lo que causó risas sofocadas a sus primas. Poco después de quedar solas, entraron unas mujeres filipinas de uniforme y les sirvieron la cena. Comieron y charlaron con entusiasmo. Las primas de Eliah le confesaron que, sin saber que ella era la futura esposa de Aymán, la admiraban por haberle salvado la vida al pequeño Mohamed; habían grabado la filmación de Al Jazeera y la reproducían a menudo. La admiraban también por haberse atrevido a estudiar medicina, lo cual estaba prohibido para las mujeres en Arabia Saudí, y por atreverse a ejercerla en sitios tan peligrosos como el Congo y la Franja de Gaza.

A pesar de haber convivido durante cuatro meses con las palestinas, Matilde se dio cuenta de que las saudíes vivían según reglas mucho más feroces y restrictivas. Comprendió por qué Kamal había elegido París para Francesca. A medida que el diálogo se profundizaba y que las primas de Eliah —Fátima mayormente guardaba silencio— le contaban acerca de las costumbres de la sociedad saudí, el asombro de Matilde crecía. Por ejemplo, para respetar los principios del wahabismo, en Arabia están prohibidas la danza y la música; a las mujeres no se les permite conducir automóviles y se las lapida cuando se las acusa de adúlteras. A los que roban, se les corta una mano; y la cabeza, a los que asesinan.

Se escandalizaba con lo que ella calificaba de aberraciones; no obstante, fingió circunspección, se limitó a asentir y alguna que otra vez se permitió levantar las cejas, ya que las primas de Eliah no emitían opiniones en contra de la realidad que el Islam wahabita las obligaba a vivir, sino que la describían con desapego. Matilde se preguntó si se expresarían con la misma parsimonia en caso de hallarse a miles de kilómetros de su país.

A la mañana siguiente, partieron hacia el oasis Al Ahsa. Matilde experimentaba una creciente alegría que la hacía sentir culpable debido a las circunstancias que acababan de vivir y a los amigos que acababan de perder. Tal vez se tratase de la influencia de Alamán y de la proximidad del encuentro con su padre después de tantos meses, casi un año, aunque en su corazón sabía que se relacionaba con lo que Eliah le había comunicado esa mañana mientras se vestían para partir: en dos días viajarían a Italia para buscar a Kolia y a Amina.

—¿A Amina? —se extrañó Matilde.

—Me gustaría que hablásemos de esto con más tranquilidad. Tal vez esta tarde, en el oasis.

—No, decime ahora. ¿Qué pasa con Amina?

—Me dijo mi viejo que Lafrange, mi abogado, que también lo era de Sabir, al enterarse de su muerte, se comunicó con ellos, porque no me encontraba a mí, para decirles que Sabir había dispuesto en su testamento que Amina quedase bajo mi tutela hasta la mayoría de edad.

—¡Oh!

—¿Qué opinás? —preguntó, con gesto aprensivo.

—¿Y la familia materna de Amina? ¿No querrán hacerse cargo de ella?

—Viven en Nablus y, por lo que Sabir me contó, son muy pobres. De hecho, él les enviaba una mensualidad. Dudo de que quieran sumar otra boca que alimentar. Estarán contentos sabiendo que a Amina no le falta nada. ¿Qué decís? —insistió.

—¿Qué digo? ¡Que estoy feliz de saber que Amina formará parte de nuestra familia! —Se abalanzó al cuello de Al-Saud—. Haremos feliz a Amina, se lo debemos a Sabir. Él adoraba a su hijita.

—¡Gracias, mi amor! Es tan importante para mí saber que cuento con vos.

—Siempre.

Al-Saud sonreía mientras escuchaba el parloteo de Matilde, que trazaba planes para cuando los tres niños estuviesen en la casa de la Avenida Elisée Reclus. Lo tranquilizaba verla entusiasmada y contenta después del martirio. Quería que las escenas del secuestro y las vividas en Base Cero quedasen sepultadas bajo cientos, miles de memorias felices; también deseaba que dejara de imaginarse las escenas de él a manos de los torturadores; ésas eran las que más la lastimaban.

Matilde se asomó en el vestidor, se sujetó al marco del umbral y se inclinó hacia un costado, en actitud juguetona y aniñada. El cabello, pesado y abundante, acompañó el balanceo, y Al-Saud evocó la tarde del 31 de diciembre del 97, en el aeropuerto de Ezeiza, cuando esos bucles dorados llamaron su atención y le cambiaron la vida. Un sentimiento poderoso, que lo desbordaba, le aceleró el pulso y se transformó en un calor que le abarcó el pecho.

—¿Te pusiste a pensar, Eliah, en que ya tenemos tres hijos? ¡Me cuesta creerlo!

Al-Saud, que se abotonaba el puño de la camisa, abandonó la tarea y se movió hacia ella como atraído por un imán.

—Voy a cumplir todos tus sueños, Matilde.

—Sólo falta uno.

—Ése también voy a cumplirlo.

Las pecheras de la camisa azul colgaban, abiertas, fuera del pantalón. Matilde deslizó las manos bajo el género suave —seda, dedujo— y acarició, después de tanto tiempo, los pectorales de su amante. Notó una rugosidad y la tanteó. Al intentar abrir la pechera para investigar, Al-Saud le sujetó la muñeca y le alejó la mano.

—Todavía no es tiempo —declaró; dio media vuelta y se internó en el vestidor.

Después de unos segundos, Matilde comprendió. Avanzó decidida, se detuvo detrás de él y le pasó los brazos por la cintura; sus manos le acariciaron el vientre. Le habló con los labios pegados a la espalda, provocándole un estremecimiento cuando la humedad y la calidez de su aliento le alcanzaron la piel.

—Dejame ver las marcas que te quedaron. Quiero compartir todo con vos.

—No.

—Tenemos que hablar de esto. Tenés que contarme todo. ¡No podés soportar esa carga vos solo!

—Sí, puedo.

—Prometo no ponerme mal, ni llorar. Quiero escucharte para ayudarte, como vos me ayudaste a mí cuando te dije que no podía tener relaciones sexuales.

—No es necesario para mí contarte eso. Quiero que lo olvides. Lo mismo quiero hacer yo. —Al-Saud se deshizo del abrazo y, sin volverse, la apremió a que terminara de vestirse—. Mi viejo y mis hermanos vendrán a buscarnos en menos de quince minutos.

Matilde se instó a no angustiarse, y, mientras caminaban hacia la Range Rover que los conduciría al oasis, tomó la mano de Al-Saud y le sonrió, lo cual le borró, como por ensalmo, el gesto oscuro, enojado y de cejas apretadas.

En la cuatro por cuatro, compartían la parte posterior con Kamal; Alamán conducía y Shariar ocupaba el sitio del copiloto. Matilde reía con las anécdotas de Kolia que el abuelo no se cansaba de relatar. Contagiaban el amor y el orgullo que Kamal comunicaba con cada palabra. Al-Saud, que no soltaba la mano de Matilde, los oía conversar y recibía las oleadas de alegría de Matilde como una brisa fresca en un día bochornoso, sin prestar atención a lo que se decía acerca de su hijo. Rememoraba la cena de la noche anterior con su tío, el rey Fahd, en la que también habían participado Raemmers, Jerry Masterson, de la CIA, Albert Seigmore, del SIS, su tío Abdul Rahman, comandante de las Reales Fuerzas Aéreas Saudíes, y su primo Saud, jefe de la Mukhabarat saudí.

El recibimiento en el comedor había sido muy distinto del de la base aérea de Dhahran; de hecho, el rey, a quien le costaba caminar, había salido a recibir a su sobrino, le había tendido las manos, sobre las que Eliah se había inclinado, para luego abrazarlo y darle los tres besos de rigor, aunque con sentida emoción.

—Hermano mío —dijo el rey, mirando a Kamal y sin quitar las manos de los hombros de Eliah—, debes de estar muy orgulloso de tu hijo.

—Lo estoy, Fahd.

—Sin exagerar, puedo afirmar que ha salvado al mundo de las garras de un desquiciado como Saddam Hussein. No me pidas detalles, no estoy en posición de brindártelos, pero así es. Aymán es nuestro héroe nacional.

Eliah miró de soslayo a Raemmers, que observaba la escena con gesto triunfal y una sonrisa mal disimulada. Al final de la cena, el rey Fahd apartó a su sobrino para hablar más abiertamente.

—¿Es verdad que Saddam planeaba arrojar una bomba atómica sobre Riad?

—Sí. Y otra sobre Tel Aviv.

—¿Cuál debías arrojar tú?

—La de Tel Aviv.

—¿Por qué la de Tel Aviv? ¿Por qué no la de Riad?

—Por la dificultad que implicaba penetrar en el espacio aéreo de Israel.

—Entiendo. Sé que eres un piloto excepcional, Aymán. Le has hecho un servicio a Arabia que no tiene parangón. ¿Qué deseas que te regale? ¡Pídeme lo que quieras!

—Que me perdones la deuda por el F-15 que perdiste por mi culpa.

El rey soltó una carcajada con la mano sobre el vientre abultado, y atrajo las miradas de los demás comensales.

—Vamos, Aymán —lo instó el monarca—, hablo en serio cuando digo que me pidas lo que quieras. ¿No hay nada que desees?

—Sí, tío, hay algo que deseo.

—Dime, hijo, dime.

—Quiero que el mundo árabe recuerde a Sabir Al-Muzara para siempre. No quiero que su memoria se borre de nuestras mentes.

—Aymán, en Gaza lo sepultaron con grandes honores. El propio Arafat participó de las exequias, pese a que Sabir siempre fue crítico de él.

—No es suficiente. Quiero que los saudíes también lo recordemos. Sería justo que le destinásemos un mausoleo, que una calle llevase su nombre. No, mejor una escuela. Eso le habría agradado a Sabir más que cualquier otra cosa. Él era un docente incansable, su gran pasión era enseñar. Nada mejor que una escuela para recordarlo. Lo mismo quiero que se haga en Kuwait —añadió, conocedor de la amistad entre las casas de Al-Saud y de Al-Sabah, y de los favores que éstos le debían a la familia saudí.

Serio, el rey asintió.

—Se hará como deseas, sobrino mío. Y que Alá te proteja y te colme de bendiciones, querido Aymán. Tu abuelo estaría orgulloso de ti.

Raemmers se aproximó al verificar que el rey se alejaba y dejaba solo a Al-Saud.

—Su majestad está de muy buen humor —comentó el general danés.

—Debería estar preocupado —manifestó Eliah—. Después de todo, en Base Cero se siguen centrifugando las toneladas de uranio que el Príncipe de Marbella se robó y continúan construyendo bombas atómicas.

—El peligro inminente de una invasión aérea y de un ataque atómico ha cesado. Gracias a ti —añadió—. Sabemos lo demás, Caballo de Fuego, y los expertos están trabajando con esa información.

—Deberían actuar rápidamente. Saddam ordenará que se trasladen las centrifugadoras y las bombas a otra de sus bases subterráneas. Sé que en el norte tiene dos más.

—Sí, sí, lo sé. El tiempo está en contra nuestra. Pero no les será fácil huir con sus bártulos de Base Cero. La zona que tú nos marcaste está fuertemente custodiada. No se mueve una liebre sin que los satélites la registren.

—Cuidado, general. Saddam es hábil. Las bases podrían estar intercomunicadas.

—Gracias a la información que nos diste, hemos contactado a la empresa alemana que las construyó en la década de los ochenta. Con un poco de extorsión, nos proveerán los planos.

—¿Qué medidas se barajan? ¿Invadir Base Cero?

—No lo sé con exactitud porque me lo he pasado aquí, tratando de aplacar la ira de tu tío y de explicarle cómo fueron las cosas, pero, de acuerdo con la información con que cuento, sigue hablándose de una implosión.

—Enterrar el uranio no será suficiente si no está cubierto por plomo. Usted lo sabe, general.

—Sí, lo sé. Deja eso en nuestras manos, Caballo de Fuego. Tú ya hiciste demasiado. Ahora, relájate y olvídate.

—General —pronunció Al-Saud, con acento severo—, no volveré a trabajar para L’Agence ni para ningún organismo de inteligencia.

—Pero…

—General, ha sido un honor servir bajo sus órdenes, pero he terminado esta etapa de mi vida. Ahora sólo pienso en mi mujer y en mis hijos. No me importarán las extorsiones que me tengan preparadas para inducirme a aceptar.

—Te conozco, Caballo de Fuego. Sé que cuando dices no es no.

—Así es, general. Tan claro como el agua.

—Respetaremos tu decisión.

Al-Saud asintió apenas.

—General, ¿han encontrado a Chuquet?

—Estamos rastreando la zona donde dices que se eyectó, pero no hemos dado con ninguna huella. Cualquier novedad sobre este tema, te la haré saber.

—¡Eliah! —La voz de Matilde lo trajo de nuevo a la realidad del habitáculo de la Range Rover y del viaje hacia el oasis Al Ahsa—. No estás escuchando —lo acusó—. Si no, estarías riéndote como yo de lo que tu papá acaba de contarme acerca de Kolia y de Amina. ¡Esos dos son un par!

—Contame —le dijo, y, sin importarle la presencia de Kamal, la atrajo hacia él y hundió la cara en el cuello de Matilde, y ahí permaneció en tanto ella le narraba la anécdota, y él sentía en la punta de la nariz el pulso acelerado de su mujer. Estaba viva y entre sus brazos.

Matilde no sabía que aún existían tribus de beduinos cuyo modo de vida y costumbres habían prevalecido al paso de los siglos. En las últimas instancias del viaje, Kamal le contó acerca de la familia de su madre, los Al-Kassib, beduinos de la más pura estirpe, criadores de reputados caballos, codiciados en Occidente. Su tío Aarut, muy anciano, todavía ostentaba el título de jeque.

Salió a recibirlos un cortejo de niños bullangueros, escoltados por perros delgados y de gran alzada, similares a los galgos o a los afganos, sin tanto pelo. Corrían con gracia altanera, flameando las largas orejas lanudas y agitando las colas.

—Son salukis —le informó Kamal—. Es la raza de perros más antigua que se conoce. Los Al-Kassib los han criado desde tiempos inmemoriales.

—Son magníficos —expresó Matilde.

Los niños golpeaban la carrocería de la Range Rover y vociferaban palabras de bienvenida. Matilde, estupefacta ante el espectáculo que componían el oasis, las palmeras y las tiendas beduinas, pegaba la nariz a la ventanilla y sonreía. A la visión de las cabras, los camellos y los pastores con cabezas cubiertas por tocados y alfanjes en los cintos, un cuadro salido de tiempos remotos, se contraponía la de las modernas y costosas camionetas, las carpas con aire acondicionado y las antenas satelitales.

Se acomodó el pañuelo antes de descender. Un chiquillo, que se abrió paso a codazos, después de cruzar unas palabras con Eliah, la llamó por su nombre, dijo «Matilde» con gran claridad. Le habló en un castellano mal pronunciado; se presentó como Faruq, se declaró el mejor amigo de Mohamed y, sin darle tiempo, la aferró por la muñeca para tirarla fuera del gentío. Con ademanes y sonrisas desdentadas, le señaló un grupo de personas. Matilde se hizo sombra con la mano y los estudió. Había uno, cubierto con chilaba blanca y tocado, más alto que el resto, de barba espesa con destellos rojizos. Sus ojos celestes refulgían como gemas al sol y marcaban un atractivo contraste en su piel bronceada.

—¡Papá! —exclamó, y echó a correr.

El pañuelo voló y se depositó en la arena, y su cabello flameó, soltando destellos dorados. El campamento enmudeció ante el espectáculo de esa cabellera casi blanca azotada por el viento del desierto y el de esa muchacha menuda en jeans y camisa, que corría en dirección de Mohamed, quien la encerró en un abrazo hasta esconderla entre los pliegues de sus ropajes. Le besó la cabeza y las mejillas y le habló con palabras inentendibles.

—¡Princesa mía! ¡Hija de mi corazón!

Matilde se dejó ahogar por el amor de su padre, y, en los olores extraños que soltaban sus prendas y su piel —a arena caliente, a sol, a caballo—, recibió un atisbo de la nueva naturaleza de Aldo Martínez Olazábal. Sin soltar a Matilde, Aldo extendió la mano y saludó a su futuro yerno.

—¿Cómo está?

—Muy bien, Eliah.

—Le presento a mis hermanos, Shariar y Alamán. —Martínez Olazábal estrechó las manos que se extendían—. Y a mi padre, Kamal Al-Saud.

—A tu padre lo conocí en Córdoba, hace más de cuarenta años —manifestó en francés—. No sé si él me recuerda.

—Lo recuerdo muy bien —afirmó Kamal, y Matilde alternó miradas pasmadas entre su padre y el de Eliah.

—¿Se conocen?

—Es una larga historia —dijo Martínez Olazábal—. Después te la contaré. Ahora deben de estar cansados del viaje. Pasen a mi tienda.

—Mis hijos y yo iremos primero a la de mi tío Aarut —dijo Kamal—. En caso contrario, el viejo beduino mandaría buscarnos con sus guardias y sus perros.

Kamal y los muchachos se alejaron, y Aldo guió a Matilde hasta su carpa. Una mujer los esperaba en el umbral, cubierta por completo con una pieza de tela fina, de un intenso color azul, con cenefas doradas; resultaba obvio que se trataba de un ropaje apreciado. Se inclinó ante Matilde, y ésta hizo lo mismo de manera autómata.

—Hija —dijo Aldo—, te presento a Sáyida, mi esposa.

Por la tarde, mientras Matilde conversaba con su padre, Eliah y Alamán salieron a recorrer el oasis a caballo. Se detuvieron junto al uadi, el río estacional cuyo cauce se colma en la época de lluvias, y aflojaron las riendas para que los animales aplacasen la sed. Desmontaron y se sentaron en la arena para observar el descenso rápido del sol tras las dunas.

—¿Qué saben en casa de lo que me sucedió? —se interesó Eliah.

—Poco —contestó Alamán—. Tus socios viajaron a Italia, a Turín, donde se reunieron con papá para decirle que estabas desaparecido en una misión en Irak. Mamá no sabe nada. Se habría muerto de angustia.

—¿El viejo se lo aguantó solo?

—Nos lo contó a Shariar y a mí, y enseguida nos reunimos con él. Se mostraba bastante entero, pero te aseguro que envejeció ante nuestros ojos con tu desaparición. Mamá se preocupó tanto por su aspecto que le pidió que fuese al médico.

—¿Y fue?

—Sí. Hasta se hizo análisis de rutina para calmar a mamá.

—Pobre viejo.

—Cuando Peter Ramsay nos llamó para decirnos que te habías presentado en Dhahran y que estabas bien, pareció recobrar los años que había perdido. Fue un suplicio, Eliah. No vuelvas a hacernos esto porque, si no te mata el enemigo, te mato yo. Lo peor era pasar por ese calvario y tener que ocultárselo a las mujeres. No podíamos decírselo a Yasmín, ni a mamá, menos a José. ¡A ver si le daba por abortar a causa de la impresión!

—Lo siento. En el momento en que me pidieron que me hiciese cargo de la misión, no veía otra salida. Me habrían extorsionado hasta doblegarme, hasta hacerme ceder.

—¿Qué fue lo que pasó?

—Ya te lo dije: estuve en Bagdad, haciéndome pasar por un soldado de la Guardia Republicana.

—Sí, sí, eso ya lo sé, y también que te las ingeniaste para entrar a trabajar como guardaespaldas del segundo hijo de Saddam, que es el que cocina el estofado por estos días. No me repitas la cantilena que les contaste a papá y a Shariar. Yo quiero saber qué sucedió en verdad, por qué se fue todo al carajo, por qué nos dijeron que habías desaparecido. —Eliah dio vuelta la cara y fijó la vista en el horizonte—. ¿No vas a contármelo? ¿Ni siquiera a mí?

—Me descubrieron o me traicionaron, no lo sé con certeza. Alguien dijo que yo no era quien afirmaba ser.

—¿Y? —Eliah se empecinó en un mutismo que exasperó a Alamán—. No me digas nada: te agarraron de las bolas, te llevaron a una celda y te dieron duro y parejo para hacerte cantar. —Intentó aferrarle la mano, pero Eliah, al ponerse de pie de un salto, se lo impidió—. ¡Te torturaron! ¡No creas que no te he visto las manos, que tanto te cuidas de mostrar! —Alamán lo observó alejarse en dirección a los caballos—. ¡Mierda, Eliah! —prorrumpió, y corrió para alcanzarlo—. ¿Una misión un poco más peligrosa no había? Me dan ganas de estrangularte. ¡Casi le cuesta la vida a Matilde! —Alamán se arrepintió de haber hablado; el gesto, naturalmente sombrío de Eliah, adquirió un viso torturado—. Lo siento, hermano. Es que lo hemos pasado muy mal desde que supimos de tu desaparición. Lo del secuestro de Matilde fue la frutilla del postre. No pudimos ocultárselo a las mujeres porque salió en todos los noticieros del mundo. La famosa pediatra de Manos Que Curan, la heroína del momento, es secuestrada. No se hablaba de otra cosa en la prensa. Y mamá que quería comunicarse contigo y no te encontraba por ningún lado.

—Fue Anuar.

—¿Qué? —Alamán se aproximó porque no había comprendido la farfulla de su hermano.

—Fue Anuar. Él personalmente la secuestró. ¡Maldito malnacido! No voy a descansar hasta encontrarlo, hasta matarlo con mis propias manos. Le dije que si tocaba a Matilde, lo degollaría.

—¿Cuándo estuviste con Anuar? ¿En Bagdad?

—No, en París, a mediados de septiembre. Fue a buscarme al George V y me pidió que lo llevase a visitar la tumba de Samara.

—¿Cómo carajo entró en Francia?

—No lo sé. Sólo sé que lo tuve en mis manos y lo dejé ir con vida por un sentimentalismo estúpido. La próxima vez…

Avistaron a un jinete. Era Kamal, que detuvo el caballo junto a sus hijos y se apeó con bastante agilidad para sus setenta y tres años.

—Alamán, déjame a solas con tu hermano.

—Sí, viejo.

—Vamos, caminemos por la orilla del uadi —lo invitó, una vez que el otro se perdió tras las dunas—. ¿Cómo estás, hijo?

—Bien, papá.

Kamal tomó por sorpresa a Eliah al aferrarle la mano. Más por instinto que por fastidio, intentó zafarse, pero Al-Saud apretó con firmeza y lo obligó a desistir. Le estudió los dedos de uñas incipientes y, después de un mutismo en el que no pestañeó, lo soltó suavemente y con un asentimiento. Reemprendieron la caminata.

—Acabo de ver lo que te hicieron a ti esas bestias. Temo preguntar por Matilde.

—A ella no la tocaron.

—¡Alabado sea Alá!

—Sí —susurró Eliah—, alabado sea Alá.

La marcha prosiguió en silencio.

—Así que eres un soldado profesional.

—Sí.

—Admito que no me sorprende. De ti espero cualquier cosa —expresó, sin reproche—, eres una caja de sorpresas. Lo que se decía en la Paris Match era cierto, entonces.

—No todo.

—Ya veo. Hace tiempo aprendí que a ti no puedo marcarte el rumbo. Mi experiencia no te sirve, no la quieres.

—Necesito hacer mi propia experiencia.

—Mis consejos no los quieres.

—Siempre te escuché, papá, y siempre lo haré, porque te respeto, pero, en general, no coincidimos en nada.

Kamal sonrió y pasó un brazo por el hombro de su tercer hijo.

—Te admiro, hijo. Sé que no nos dicen todo lo que viviste y padeciste en Bagdad, pero sospecho que salvaste al mundo de una buena. —Guardó silencio a la espera de un comentario de Eliah que no llegó—. El amor que siento por mis hijos es tan enorme como este desierto —dijo, y abarcó la extensión con un movimiento de su brazo—. Todavía más inmenso. Es infinito. Te amo, Eliah. Quiero que lo sepas y que nunca lo olvides.

—Lo sé, papá. Nunca lo olvido.

—Sé que no escuchas a nadie, salvo a ti mismo y quizás a esa maravillosa mujer que elegiste por compañera. De igual modo, te haré un pedido: no vuelvas a poner en riesgo tu vida porque si tú nos faltases, tu madre y yo…

—Papá…

Kamal levantó la mano.

—No digas nada, Eliah. No sé para qué hablo si siempre haces lo que quieres. Y así debe ser. Los padres nos dan la vida, pero es nuestra, no de ellos. Sin embargo, ahora tienes un hijo y una mujer a los que cuidar.

—Ellos son mi vida ahora.

Kamal estudió la mirada de su hijo. ¿Qué infierno habría padecido en Irak? El estado de sus manos lo enfrentaba a una respuesta que no deseaba oír. Se mordió el labio para detener el temblor. Lo consoló no encontrar en los ojos de Eliah el destello de amarga desolación que solía fulgurarle en el pasado y que se había constituido en parte de esa aura de melancolía que lo circundaba antes de la aparición de Matilde. Sea lo que fuese que hubiese vivido a manos de los Hussein, ese ángel lo sanaría. Le palmeó la mejilla y, a continuación, sorpresivamente, lo aferró por el cuello y lo atrajo hacia él para abrazarlo. Sonrió al sentir que su hijo lo estrechaba.

—Hijo mío… Estoy tan feliz por haberte recuperado. Creí que moría cuando tus socios me dijeron que habías desaparecido.

Aunque intentó decir: «Te quiero, papá», Eliah guardó silencio, incapaz de articular a causa de los esfuerzos por contener el llanto.

Sáyida estaba sentada sobre la alfombra, con las piernas recogidas bajo un vestido largo, envuelta en un halo de serenidad y mansedumbre que atraía la mirada de Matilde una y otra vez y la distraía de la conversación con su padre.

—Eliah me salvó la vida, Matilde. Es un gran hombre, digno hijo de su madre.

—Sé a qué te dedicabas, papá. Sé que vos y Rauf traficaban armas. —Aldo bajó la vista y la mantuvo en la borra que se acumulaba en el fondo de la taza—. Papá —pronunció, con acento de reproche, y calló cuando Aldo, sin mirarla, le apretó la mano.

—No te merezco, Matilde. No merezco una hija como vos. He sido un farsante, un hipócrita, un débil, un cobarde, y sucumbí ante la posibilidad de recuperar fácilmente el brillo de la vida que tenía antes de caer en desgracia. Soy una basura, y no comprendo por qué Dios me dio una hija como vos, poco menos que un ángel. —Con lentitud, levantó la cara y se atrevió a mirar a Matilde—. No me rechaces, princesa. No me saques de tu vida, aunque lo merezca. ¡Perdoname! Si vos me perdonás, yo me siento redimido.

Matilde se echó al cuello de su padre y lo abrazó con la misma pasión con la que lloraba.

—Yo te quiero, papi. Te quiero muchísimo.

—Decime que me perdonás.

—No tengo nada que perdonarte.

—¡Decímelo, por favor!

—Te perdono, papá. Fuiste valiente al revelarle a Eliah lo que sabías acerca de Saddam Hussein y del invento de Roy. El mundo no lo sabe, pero vos colaboraste para detener sus planes de destrucción y muerte.

—¡Hijita mía! Estoy tan feliz de que hayas elegido a un hombre como Eliah Al-Saud para esposo. Él va a cuidarte y a hacerte feliz, y yo estaré tranquilo.

Sáyida, que había contemplado el abrazo y el llanto del padre y de la hija con lágrimas en los ojos, volvió a servirles café y a ofrecerles galletas de sémola.

Shukran, Sáyida —dijo Matilde.

—Veo que algo de árabe sabés —comentó Aldo con voz insegura.

—Muy poco. Tomé clases con un amigo. —Calló, de pronto entristecida por el recuerdo del Silencioso. Adoptó otra posición sobre los almohadones, carraspeó y cambió de tema—. ¿Así que conociste a Kamal hace muchos años? ¿Cómo fue? ¿Por Francesca?

—Sí, por Francesca. Él fue a buscarla a Córdoba, para casarse con ella, así lo conocí. En aquel momento, lo odié. Sí, mi amor, lo odié porque yo estaba muy enamorado de Francesca.

—¡Papi!

—Creo que nunca pude olvidarla, ni siquiera después de casarme con tu madre. La perdí por cobarde, por no transgredir las normas sociales. Ella era la hija de nuestra cocinera y yo, un rico heredero. No podía ser. Y la perdí cuando, en realidad, ella era mil veces mejor que yo, hija de cocinera inmigrante y todo. En un principio, no toleraba ver a Eliah porque se parece mucho a Francesca, me la recordaba, me recordaba mi cobardía, y no lo soportaba.

Matilde le quitó la taza y le tomó las manos.

—Pero ahora sos feliz con Sáyida, ¿verdad?

La muchacha levantó las cejas al oír pronunciar su nombre.

—Muy feliz. —Aldo sonrió a su esposa—. Es muy joven, pero mucho más sensata que yo. Soy feliz aquí, princesa. Quiero quedarme con esta gente. Encontré mi lugar en el mundo. Como soy bueno para la venta, el abuelo de Sáyida, el jeque Aarut, que conocerás mañana probablemente, me ha pedido que me ocupe de la comercialización de sus caballos, que son muy preciados, así que viajaré bastante. Pero siempre volveré al desierto. Me da mucha paz.

—Es verdad. Aquí hay una paz que no he sentido en ninguna parte. ¿Van a venir Sáyida y vos a nuestro casamiento? Será dentro de dos meses, el 5 de mayo, en París.

Aldo se dirigió a su esposa en árabe, y Matilde se maravilló una vez más de la destreza con que su padre se expresaba en esa lengua que a ella tanto le costaba. Una sonrisa iluminó las facciones de la joven beduina antes de que hablase con voz apenas audible.

—Sáyida dice que sí, que iremos. Quiere saber qué querés que te regalemos.

—Solamente quiero que me regalen su presencia. Decíselo.

Aldo tradujo, y Sáyida volvió a sonreír. Estiró la mano y acarició el cabello de Matilde.