Capítulo 15

La Diana entró en el baño de la habitación del hotel en Ramala y se contempló en el espejo. Su rostro reflejaba el tormento de su alma, lo mismo su cuerpo, plagado de contracturas de las que no se deshacía con los ejercicios habituales. No había pegado ojo en tres días, desde el secuestro de Matilde y desde la muerte de Sergei Markov. A veces se preguntaba de dónde obtenía la fuerza para continuar. Actuaba como autómata y se alegraba de que los socios de la Mercure se hubiesen hecho cargo de las cuestiones legales relacionadas con el traslado del cuerpo de Markov a Rusia; ella no habría sabido cómo proceder. Aún no se atrevía a demorarse en la realidad, en que lo había perdido. Evitaba revivir la noche del lunes 22 de febrero, cuando de nuevo el infortunio llamó a su puerta para arruinarle la vida. La culpa la agobiaba. ¿Por qué se había marchado? ¿Por qué había abandonado a su compañero? ¿Por qué le había mentido? «¿Escuchaste lo que te dije antes de que te fueras, Sergei? ¿Que te amaba?» A veces se enfurecía y le reprochaba que, pese a su entrenamiento como soldado de la Spetsnaz GRU, les hubiese permitido que lo asesinasen.

Un destello brilló en el espejo y captó su atención. La Medalla Milagrosa descansaba sobre la piel desnuda de su escote. La contempló con mirada impasible hasta que, con la misma impasibilidad, la arrancó de su cuello, la arrojó al inodoro y apretó el botón para enjuagarlo. La cadena y el dije giraron en el remolino de agua hasta desaparecer. La Diana mantuvo la vista fija en el inodoro hasta que sus contornos se desdibujaron. Una lágrima gruesa, que cayó en el agua, produjo un sonido ínfimo en el silencio. Le siguió otra, y otra más, hasta que el llanto colmó su pecho y su boca, y explotó en el confinado recinto del baño. Se desmoronó en el suelo y se sujetó al borde del inodoro. Descansó la frente sobre el antebrazo y se desahogó llorando. Se quitó el traje de mujer poderosa para quedar desnuda frente al dolor, el odio y la frustración, que la envenenaban desde hacía tantos años y a los que tanto temía. Sintió lástima de sí. Gritó el nombre de Sergei. En realidad, estaba llamándolo porque quería que volviese a ella con el empecinamiento de una niña por recuperar un juguete. No se resignaba a su ausencia, le resultaba injusta. Evocó la tarde en que caminaban por los pasillos de Carrefour, ocasión de la compra de la cafetera, y el llanto arreció. Había construido castillos en el aire, había creído que, si Sergei estaba con ella, superaría el trauma nacido en el campo de concentración de Rogatica. Sanny y Markov habían tenido razón: la única forma de acabar con el dolor era a través de la venganza. Si hubiese aceptado esa verdad en lugar de jugar a la santa, tal vez Markov no habría muerto porque ella no se habría alejado de la casa del Silencioso. Juntos habrían acabado con los que habían secuestrado a Matilde y cometido una masacre.

Se enjuagó la cara, la secó bruscamente y no se miró en el espejo antes de abandonar el baño. Se tiró en la cama mientras esperaba a su hermano para ir a cenar. Encendió el televisor. La mayoría de los canales cubría la noticia del momento: el asesinato del premio Nobel de Literatura 97 y el secuestro de la cirujana pediátrica de Manos Que Curan, célebre por su intervención para salvar la vida de un niño palestino atrapado entre dos fuegos. Netanyahu aprovechaba para ganarse la simpatía de la comunidad internacional después de los excesos del operativo «Furia Divina». Los Estados Unidos condenaban a Hamás y a su brazo armado, las Brigadas Ezzedin al-Qassam, que guardaban silencio.

—¿Dónde estás, Eliah? —masculló La Diana. Quería volver a verlo con las mismas ansias que temía enfrentarlo. ¿Qué justificación interpondría por su deserción? Matilde había caído en manos de los terroristas de Hamás, y El Silencioso y Markov estaban muertos por su culpa.

Llamaron a la puerta. La Diana supuso que se trataría de Sanny, que la buscaba para ir a cenar.

—¿Quién es?

—Abre, Diana. Soy Peter Ramsay.

La plana mayor de la Mercure se hallaba en Palestina desde la desaparición de Matilde; incluso Alamán Al-Saud había viajado al enterarse. Abrió y se apartó para dar paso a Ramsay, a su hermano Sándor y a un hombre alto, de cabellos blancos y ojos de un celeste penetrante, cuya estampa recia se exacerbaba debido al corte impecable de su traje gris oscuro. Al pasar junto a ella, le dirigió un vistazo profundo, certero como un filo, que la perturbó. Cerró la puerta y se mantuvo a distancia de los hombres. El hombre de la mirada incisiva la contempló sin prudencia.

—Diana, él es el general Raemmers.

—Buenas noches, Diana —dijo el danés—. Hablamos hace poco, ¿lo recuerda?

Tres noches atrás, en medio del caos y de no saber qué hacer, La Diana había recordado el teléfono que Al-Saud los obligó a memorizar antes de marcharse al Mato Grosso y que debían emplear en situaciones críticas. Después de acompañar en la ambulancia el cuerpo sin vida de Markov y mientras esperaba en la recepción del Hospital Al-Shifa, marcó el número. Una voz somnolienta se limitó a decir: «Hable», a lo que ella respondió en inglés: «Caballo de Fuego».

—Su nombre —exigió la voz, de pronto despierta.

—Diana, empleada de la Mercure. Necesito hablar con Caballo de Fuego. La situación reviste la mayor urgencia.

—Diana —dijo Raemmers, mientras se incorporaba en la cama, prendía el velador y se hacía de lápiz y papel—, deme sus coordenadas. —La muchacha consultó su reloj con brújula electrónica y se las dio—. ¿Cuál es la situación?

—No uso una línea segura.

—Hable igualmente.

—La mujer de Caballo de Fuego ha sido secuestrada.

El instinto y la experiencia le susurraron al general danés que el secuestro de la doctora Martínez se relacionaba con la desaparición de Al-Saud en Irak. Hacía días que las señales de los transmisores, tanto el de Eliah como el de Medes, se habían extinguido, que los buzones muertos estaban vacíos y que la radio guardaba silencio. En L’Agence, nadie dudaba de que habían sido descubiertos. Probablemente, ya estarían muertos como la anciana, dueña de la pensión, a la que unos agentes de la CIA habían encontrado degollada en la sala de su casa.

—Nos haremos cargo —declaró Raemmers, y cortó.

La Diana no había vuelto a saber del misterioso hombre a quien ahora tenía enfrente. Le sostuvo la mirada, sin ánimos de mostrarse desafiante o impertinente, tan sólo atraída por el magnetismo de sus ojos y de su cuerpo, que exudaba un perfume intenso y especiado. Movió la cabeza con altanería y se dirigió a Ramsay.

—¿Qué saben de Eliah?

—Diana —intervino el general—, será mejor que nos sentemos. Tenemos que hablar. ¿Podemos? —preguntó, y giró el índice en el aire para señalar la habitación.

—Limpia, general —aseguró Ramsay—. Me ocupé yo mismo.

—Bien. Sentémonos. Diana, no tengo buenas noticias. Eliah ha desaparecido. Perdimos contacto con él hace varios días. —Al tanto del vínculo que la unía a Al-Saud, lo complació que la muchacha no rompiera en gritos ni en llantos; ni siquiera alteró su semblante—. Creemos que su desaparición está relacionada con el secuestro de su mujer.

—¿Han enviado a alguien a buscarlo al Mato Grosso?

—Eliah no está en el Mato Grosso —la corrigió Ramsay.

—¿Dónde está?

—Hasta hace diez días —manifestó Raemmers—, en Bagdad.

—¿Hace diez días que perdieron contacto con él?

—Sí —admitió el general.

—¿Qué pudo haberle sucedido?

—Lo más probable —admitió el danés— es que hayan descubierto su tapadera y que ahora esté en poder de Saddam Hussein.

La Diana se puso de pie y caminó hacia la ventana. Sabía lo que significaba caer en manos del dictador iraquí: tortura, vejación y muerte. Apretó los párpados, se mordió el labio y cerró los puños en el cortinado. Segura de haber controlado el quebranto, se volvió hacia los hombres.

—Quiero ser parte del grupo de rescate. Se lo debo. Por mi culpa, secuestraron a Matilde.

—¿Su culpa? —se extrañó Raemmers.

—Abandoné a mi compañero Sergei Markov. Cuando el grupo comando irrumpió en casa de Sabir Al-Muzara, Markov estaba solo.

—Probablemente estarías muerta —expresó Ramsay, y La Diana lo fusiló con una mirada.

—Probablemente Markov estaría vivo —rebatió.

—Diana —terció el general danés—, veo que estás dispuesta a colaborar para ayudar a Eliah.

—Sí, señor. Quiero ser parte del grupo de rescate.

—No habrá grupo de rescate, al menos por el momento. Antes tenemos que determinar dónde lo tienen. Creemos que aquéllos que secuestraron a su mujer, podrían darnos una pista.

—¿Los de las Brigadas Ezzedin al-Qassam? ¿Se ha confirmado que fueron ellos?

—Uno de los sobrevivientes de la masacre, el imam Yusuf Jemusi, reconoció al propio Anuar Al-Muzara, el jefe de las Brigadas.

—¿Cómo pudo? —se asombró La Diana—. La casa estaba envuelta en una nube de humo blanco y, de seguro, los terroristas se cubrían con máscaras.

—Jemusi asegura que Al-Muzara se quitó la máscara para rematar a su hermano Sabir.

En el silencio se condesó el impacto de las últimas palabras de Raemmers. El aire vibraba, cargado con las energías incontenibles de los hombres y de la mujer.

—¿Qué quiere que haga?

—Desde hace meses, seguimos una pista muy certera para dar con el paradero de Anuar Al-Muzara. Se trata de un traficante de drogas y armas serbio.

Sándor adivinó, en el gesto inmutable de La Diana, el efecto de la palabra «serbio» en el espíritu de su hermana.

—¿Qué tiene que ver un serbio con el terrorista palestino más buscado?

—Ratko Banovic ha provisto de armas a Al-Muzara en varias ocasiones y ha recibido a cambio el hachís que éste consigue de sus contactos en el Líbano. Es preciso que ustedes…

—¿Ustedes?

—Tu hermano y tú. Por ser bosnios y hablar fluidamente el serbio, cumplen con los requisitos para infiltrarse en la red de Banovic y entrar en contacto con Al-Muzara.

—Eso llevaría meses. Eliah podría estar muerto para entonces.

—Diana, no hay otra alternativa —aseguró Raemmers—. Nuestros agentes están trabajando en Bagdad para dar con Eliah, pero hasta el momento no han logrado nada. Lo más probable es que ya no esté en Bagdad.

La Diana enfrentó a su hermano por primera vez en la noche. Sándor supo que había estado llorando. Le sostuvo la mirada antes de asentir de modo imperceptible.

—Está bien —accedió, y en el mismo instante se juró que no descansaría hasta vengar la muerte de Markov. Tampoco dejaría con vida a los culpables de que ella fuese esa criatura dañada, incapaz de entregarse al único hombre que había amado.

Lo condujeron a una habitación que le resultó familiar apenas puso pie en ella. Años atrás, había aprendido el arte de volar aviones de guerra en una sala similar en la base de Salon-de-Provence. Ocupó una butaca de la primera fila. En el extremo opuesto, sumergido en la oscuridad, divisó una silueta a la cual le destinó poca atención. Se detuvo a estudiar la tecnología —las pantallas para simular ejercicios y maniobras, los proyectores, el mapa interactivo— y concluyó que, en materia pedagógica, Irak se encontraba a la altura de los potencias mundiales.

Donatien Chuquet entró en la habitación con una carpeta bajo el brazo, y Al-Saud experimentó un instante de déjà vu. La altanería de su viejo instructor era la misma, y reprimió el impulso de saltarle encima y arrancarle la yugular con los dientes.

—No me mires de ese modo, Caballo de Fuego —dijo Chuquet, sin levantar la vista y en su idioma madre—. Si no te hubiese descubierto en esa mesa de tortura, hoy estarías muerto.

Maudit. Fils de pute —masculló Al-Saud, y el instructor sonrió, mientras acomodaba unos papeles sobre el escritorio.

—Entiendo que te han explicado por qué estás aquí. Te presento al Profeta —dijo en inglés, y señaló a la silueta en el extremo de la fila—. Ustedes llevarán a cabo la misión. Tú, Caballo de Fuego, penetrarás el espacio aéreo israelí y lanzarás una bomba sobre Tel Aviv-Yafo, en tanto que El Profeta la arrojará sobre Riad. Las coordenadas exactas del lanzamiento…

El discurso de Chuquet prosiguió durante unos minutos, al cabo de los cuales encendió las pantallas para trabajar en las maniobras y los planes de ataque. Les sirvieron un almuerzo ligero en el aula, y Al-Saud se alejó para comerlo en soledad. Su intención se vino abajo cuando Chuquet se sentó a su lado.

—Preferiría comer solo.

—Lo siento, pero no tenemos mucho tiempo y necesito hablar contigo.

Al-Saud ladeó el rostro con un movimiento lento y deliberado y clavó los ojos en los risueños de su antiguo instructor.

—Si me ayuda a escapar, le pagaré el doble de lo que Hussein le ofreció.

—Si te ayudase a escapar, no sólo que no me pagarías un centavo, sino que me asesinarías.

—No seré yo quien lo asesine, sino Saddam Hussein. ¿Usted cree que lo dejará con vida después de que haya cumplido con su objetivo? Usted se convertirá en un cabo suelto, Chuquet, y el amo Saddam no deja cabos sueltos.

El instructor simuló interesarse en su comida para esconder la inquietud ocasionada por las palabras de su alumno, quien expresó a viva voz lo que una parte de su conciencia le advertía desde el inicio de esa loca aventura. Se convenció de que era demasiado tarde para echarse atrás; no perdería la posibilidad de completar los cuatro millones de dólares por un ofrecimiento vano de Al-Saud. Contaba con la amistad de Uday, se alentó.

—Yo también desearía comer solo, Al-Saud, pero tengo que soportar tu presencia en beneficio de la misión. Mal que me pese, eres el único capaz de pilotear el avión que viole el espacio aéreo más custodiado del mundo.

—¿De qué avión estamos hablando?

Chuquet carcajeó.

—De eso he venido a hablarte. Los dos aviones los proveerás tú.

Quoi! ¡Usted ha perdido una chaveta!

—Sé de buena fuente que tienes acceso a los aviones de las Reales Fuerzas Aéreas Saudíes. Hemos trazado un plan para hacernos con uno de los F-15 de los saudíes y el Su-27 de tu primo Turki Al-Faisal. Por supuesto, tú pilotearás el Sukhoi.

Matilde se arrinconó en una esquina al oír el chirrido de los goznes. Aterrorizada, aguardó con la respiración contenida a que la puerta terminara de abrirse. Soltó el aliento al comprobar que se trataba de Jürkens. Éste le traía comida. Le salió al encuentro y, antes de pronunciar su nombre, se detuvo, alertada por el ceño y la casi imperceptible agitación de cabeza del hombre.

Al inclinarse para apoyar la bandeja sobre la litera, Jürkens susurró en inglés:

—No puedo hablarte, Ágata. Hay cámaras. —Apoyó el índice en la servilleta, y Matilde asintió. Le destinó una mirada amorosa antes de girar y abandonar la celda.

Sentada en el borde de la litera, Matilde contempló a su alrededor, preguntándose dónde se ocultaría la cámara que la vigilaba las veinticuatro horas. ¿Cómo volvería a hacer sus necesidades sabiendo que la espiaban? Tenía los nervios a flor de piel, no había dormido y se sentía agobiada y adolorida a causa de la tensión en la que la sumía el pánico.

Una mezcla de asombro, terror y pena la quebrantó por fin. Se cubrió el rostro con las manos y se echó a llorar. ¿Qué hacía en ese sitio? ¿Cómo había llegado ahí? La irrealidad se apoderaba de cada rincón del entorno como también de su alma. ¿Era ella la que vivía esa tragedia? ¿Volvería a ver a Eliah? No quería morir, no cuando tenía al alcance de la mano la posibilidad de cumplir su sueño: formar una familia con él, con Kolia y con Jérôme. Se negaba a la posibilidad de no poder amarlos. Se irguió y se pasó el dorso de la mano por los ojos. Se permitiría ese abatimiento y luego recuperaría la calma. Era imperativo mantener la cabeza fría.

Desplegó la servilleta de papel sobre las rodillas y, mientras comía, leyó el mensaje de Jürkens; por fortuna, lo había escrito en inglés. «Ágata, no podemos hablar abiertamente porque te vigilan con varias cámaras. Éste será nuestro medio para contactarnos. Quiero que conserves el cuchillo. Yo lo reemplazaré por otro y nadie notará su falta. Nunca te separes de él. Si alguien intentase hacerte daño, no dudes en usarlo. Tira este mensaje por el inodoro. Tuyo para siempre. Ulrich». Le pediría también una lapicera, caviló.

Siguió comiendo y estudiando los posibles lugares donde se hallarían mimetizadas las cámaras. Después actuó en consecuencia. Se movió hacia un rincón oscuro junto al lavatorio, se sentó en el suelo, la espalda contra la pared, y se calzó el cuchillo —del tipo serrucho, con punta, para cortar carne— bajo la bombacha, en el costado de la cadera derecha. A continuación, simuló vomitar, se limpió la boca con la servilleta y la arrojó al inodoro.

Depositó la bandeja en el ángulo de apertura de la puerta; en caso de que se quedase dormida y alguien entrase, el ruido la alertaría. Se recostó en la cama e intentó armar el rompecabezas en el que se hallaba perdida. Sólo contaba con los retazos que Eliah le había referido, y todos conducían a Roy Blahetter y a lo que había ocultado tras el cuadro Matilde y el caracol. Se trataba de un embrollo de cuyas dimensiones ella no tenía idea, si bien podía calcular que había mucho dinero en juego, tal vez una gran cuota de poder.

No la despertó ningún sonido. Levantó los párpados y, en la luz débil de la celda, entrevió una figura al costado de la litera. Se incorporó de un brinco y se alejó hacia la puerta. De espaldas, asió el picaporte e intentó abrir, sin éxito. La figura, alta y de hombros caídos, se aproximó, y Matilde presintió la maldad y el odio que la acechaban. Poco a poco, el intruso fue revelándose al ingresar en un haz de luz. Matilde emitió una exclamación ante las facciones toscas que se evidenciaron.

El hombre adelantó unos pasos, y Matilde pegó la espalda a la puerta. En un acto instintivo, metió la mano bajo el pantalón hasta tocar el cuchillo.

—No permitiré que, por tu culpa, maten a Eliah.

Matilde no captó enseguida el significado de la declaración. Moses la había tomado por sorpresa al hablar; lo había hecho en francés y rápidamente.

—¿Eliah?

—¡Eliah es mío!

—¿Dónde está Eliah? —exclamó Matilde.

—¡Eliah es mío! Lo ha sido desde siempre, desde que éramos pequeños. ¡Tú, maldita seas, no me lo quitarás!

—¿Quién es usted?

—Soy el mejor amigo de Eliah, el único a quien él admira y respeta.

De pronto lo supo, sin asidero ni lógica: se trataba de Gérard Moses. La tosquedad de su rostro reflejaba los estragos de la porfiria: cejas tupidas, piel engrosada, nariz y frente con manchas y cicatrices, dientes marrones. Incluso, tras las facciones difíciles, se adivinaba cierta familiaridad con Shiloah. Era él y, sin embargo, su presencia en ese lugar no tenía sentido, era parte de la pesadilla sin pies ni cabeza de la que no lograba despertar. Se precipitó hacia delante cuando el filo de la puerta la golpeó al abrirse.

—¡Jefe! —La voz electrónica de Jürkens inundó el recinto—. ¿Qué hace aquí?

—¡Vete, Udo! ¡Déjame solo con esta puta!

—Jefe, por favor, salgamos de aquí. —Jürkens lo aferró por las muñecas y lo arrastró fuera como a un niño.

Matilde se quedó contemplando la puerta cerrada, demasiado perturbada para concluir algo de lo que acababa de vivir.

—Es extraño verte descender del avión de una aerolínea comercial —declaró Turki Al-Faisal, y besó a su primo Eliah tres veces en las mejillas—. Y más extraño aún es verte con bigote.

Al-Saud sonrió con impaciencia y sacudió los hombros. Se dio vuelta para echar un vistazo al Airbus A340 de las Royal Jordanian Airlines detenido en la pista del Aeropuerto Rey Khalid de Riad.

—Mi avión quedó en un hangar del Reina Alia —mintió—. Problemas con el tren delantero. Turki, te presento al instructor de vuelo Donatien Chuquet.

Los hombres se estrecharon las manos.

—Tío Abdul Rahman —Turki Al-Faisal aludía al comandante en jefe de las Reales Fuerzas Aéreas Saudíes— ya extendió los permisos de vuelo para ti y para el señor Chuquet. Está ansioso por que se una a nuestro team en Dhahran.

—Primero comprobaremos que mi viejo maestro esté en buen estado físico y siga siendo un as en el aire —comentó Al-Saud, con talante bromista, y sonrió en dirección a Chuquet, que le devolvió una mueca divertida.

«Estás haciéndolo muy bien, Caballo de Fuego», pensó el instructor.

Cubrieron los casi cuatrocientos kilómetros que separan Riad de Dhahran en un helicóptero Bell 212 Twin Huey, que aterrizó cerca del mediodía en la base aérea construida sobre el Golfo Pérsico. Durante el viaje, Turki Al-Faisal observó las manos enguantadas de su primo y lo conminó a quitárselos.

—¿No te hace calor? —añadió.

—Debo dejarme los guantes puestos —contestó Al-Saud—. Una alergia perra me impide exponer las manos al sol. Ya se curará —desestimó.

Al descender del helicóptero, dieron la bienvenida con un suspiro al aire fresco proveniente del mar.

Los instructores, empleados de la Mercure, salieron a recibirlos y, tras sus muestras de afecto, disimularon el asombro que experimentaban al ver a Al-Saud y a Chuquet juntos. Los más amigos de Eliah se atrevieron a bromear con su bigote. Almorzaron en el comedor de la base en un ambiente distendido; la conversación era fluida y plagada de anécdotas y risotadas. Al-Saud se dijo que, en otras circunstancias, habría apreciado la labor de los instructores y el vínculo de confianza y respeto que, tras mucho trabajo, se había entablado con los pilotos saudíes.

Normand Babineaux aprovechó la vocinglería reinante en la mesa para iniciar una conversación paralela con su amigo Donatien Chuquet, que se había mantenido callado y circunspecto.

—¿Qué haces aquí? —preguntó, sin ceremonia.

Al-Saud me ha ofrecido un puesto de instructor. Hoy haremos unos ejercicios juntos —añadió—. Creo que quiere probarme y también vengarse por las que le hice pasar en Salon-de-Provence.

—¿Cómo conseguiste que te lo ofreciese? Te lo negó tiempo atrás. Te detesta.

—Y yo a él —manifestó Chuquet—, pero necesito el trabajo. Escondí el orgullo y lo llamé por teléfono de nuevo. Esta vez aceptó.

—Espero que te dé el empleo. La paga es excepcional y no lo pasamos tan mal aquí. Una vez por mes, nos pagan un viaje a Francia y nos tomamos tres días de franco.

Al-Saud y Chuquet no intercambiaban palabras ni miradas mientras se preparaban en el vestuario. Eliah se puso el traje anti-G y caminó hacia la salida con el casco en la mano. Chuquet lo siguió. En el exterior, el brillo implacable del sol los encegueció, y fruncieron los entrecejos y se hicieron sombra con la mano. Se separaron en silencio. Al-Saud se dirigió al hangar que albergaba el Su-27, propiedad de Turki Al-Faisal, y Chuquet caminó hacia la pista donde lo aguardaba un F-15 de las Reales Fuerzas Aéreas Saudíes. Un ingeniero le entregó los mapas y le dio las últimas directivas. Pilotos e instructores se congregaron para desearle éxito. Algunos permanecerían en la pista; la mayoría seguiría las suertes de los cazas desde las pantallas en el interior de la base, con la ventaja del aire acondicionado.

Al-Saud dio una revisada superficial a la parte externa del avión: a las toberas, al tren de aterrizaje, a los neumáticos, a las tomas de aire. Levantó una tapa en la panza del avión y revisó la botonera. Golpeó con el puño el fuselaje, que le devolvió sonidos familiares. Trepó la escalerilla apoyada sobre el flanco del avión ruso, depositó el casco en un soporte para tal fin y se introdujo en la cabina. Deslizó una gorra de lycra blanca por su cabeza antes de cubrirla con el casco. Un técnico del personal de pista, a quien Al-Saud conocía de la época de la Guerra del Golfo, le ajustó el cinturón de seguridad y conectó el casco al sistema de oxígeno, mientras los demás quitaban los protectores de las ojivas de los misiles y las cuñas de las ruedas.

Al-Saud fijaba la vista en el semáforo, atento al cambio del amarillo al verde. Cuando se produjo, oprimió el botón para bajar la cubierta y la detuvo antes de que sellase la cabina. Se colocó la máscara de oxígeno, bajó la mica negra del casco, y su rostro desapareció. Prestó atención a los comentarios provenientes de la torre de control, que le informó acerca de las condiciones meteorológicas y de la pista desde la cual debería despegar dadas la dirección y la velocidad del viento. Encendió los motores y salió del hangar lentamente. Carreteó hasta la cabecera con el F-15 de Chuquet por detrás. No sintió la emoción que lo embargaba cada vez que se hallaba a punto de despegar. Lo atormentaba la idea de saber a Matilde sola en Base Cero, a merced de Uday y de Jürkens. Lo volvía loco imaginarla llorando, atemorizada, preguntándose dónde estaba y por qué la habían secuestrado. En la pantalla, la había visto bien, sin heridas visibles, pero no le bastaba para tranquilizarse. Se sentía acorralado y, por primera vez en su vida, no sabía cómo resolver el problema en el que estaba metido. No arrojaría la bomba sobre Tel Aviv-Yafo ni permitiría que El Profeta lo hiciese sobre Riad, de eso estaba seguro; no obstante, carecía de un plan para escapar con Matilde de ese agujero. Recordó la Medalla Milagrosa, la promesa de que jamás se la quitaría, y la echó en falta. Cerró los ojos y se la imaginó girando delante de él.

—Caballo de Fuego —una voz le habló desde la torre de control—, estás habilitado para despegar.

—Parto —dijo, y selló la cabina.

Desde su posición, Chuquet vio la incandescencia en los escapes del Su-27, y vibró, admirado del poderío de la máquina rusa. Al-Saud probó los planos de cola y redujo el diámetro del escape de las turbinas para concentrar la salida de gases. Las turbinas rugieron con un sonido agudo y penetrante antes de que el avión se lanzase a correr a más de cuatrocientos kilómetros por hora. Los neumáticos del Su-27 se despegaron de la pista, y el avión se colocó perpendicular a la tierra mientras ganaba más de trescientos metros de altura por segundo.

—Bengala —habló el operador de vuelo, y usó el signo de llamada que Chuquet había empleado durante sus años en L’Armée de l’Air—, despegue habilitado.

Los motores del F-15 soltaron una ráfaga de fuego, y el avión se precipitó por el corredor de la pista. Despegó y siguió al Su-27. Después de ejecutar unos ejercicios para confundir a los de la torre de control, ambos cazas desaparecieron del radio visual de la base aérea y se dirigieron hacia el norte a una velocidad superior a los mil cuatrocientos kilómetros por hora. Conocían la ruta, estudiada a conciencia en Base Cero. Habían acordado silencio de radio durante el recorrido. Al cruzar la frontera de Arabia Saudí y penetrar en el territorio de Irak, iniciaron un descenso para seguir en un vuelo rasante que los mantendría fuera del alcance de los radares. Al aproximarse a las inmediaciones de Base Cero, volar a baja altura se convirtió en una práctica riesgosa dados los accidentes montañosos del terreno. Al-Saud empleó una contraseña en código Morse para avisar que alistasen la pista, la cual se hallaba bajo tierra y funcionaba igual que la cubierta de vuelo de un portaaviones, con el sistema de enganche.

Avistaron la herida que se abría en la montaña mientras la plataforma de concreto, disfrazada con piedras y arbustos, se desplazaba. Prepararon el aterrizaje. El tren delantero del Su-27 tocó el asfalto de la pista, y el cable, que la atravesaba y se hallaba unido a un conjunto de pistones, atrapó al avión, absorbió su potencia y lo frenó de manera súbita. Minutos después, el F-15 repetía la maniobra con éxito, y la sajadura en la montaña desaparecía. El tiempo les diría si los AWACS norteamericanos habían captado el movimiento.

Al-Saud se quitó el casco y desprendió el cinturón de seguridad en tanto esperaba que el personal de pista colocase la escalerilla. Uday, Kusay, Fauzi Dahlan, Rauf Al-Abiyia y varios custodios habían ido a recibirlos. Lucían exultantes, en especial los hermanos Hussein. Al-Saud entregó el casco y, mientras se quitaba los guantes, concedía al grupo reunido unos metros más allá una mirada de desprecio. Se detuvo frente a Kusay.

—¡Felicitaciones, Al-Saud! —vociferó el iraquí para hacerse oír sobre el rugido ensordecedor de los extractores gigantes que se habían activado para eliminar los gases de las turbinas.

—Quiero ver a mi mujer —exigió.

—¿Cómo?

—¡Quiero ver a mi mujer! ¡Ahora!

—¡La verá por la pantalla!

—¡No! ¡En su celda! ¡Ahora!

—¡No está en posición de exigir, maldito saudí traidor! —vociferó Uday, y su hermano lo detuvo cuando aquél hizo ademán de echarse sobre Al-Saud.

—Estoy en posición de exigir lo que quiera. A este punto, no tengo nada que perder. Y sin mí, no habrá show.

—Está bien —accedió Kusay, y su hermano mayor dio media vuelta y se alejó, mascullando insultos—. Rauf, acompaña a Al-Saud a la celda de la doctora Martínez. Tú también —le indicó a Abdel Hadi Bakr—. Sólo tienen cinco minutos. —La orden de Kusay no era antojadiza. Sabía que el Príncipe de Marbella hablaba fluidamente el castellano. Más tarde, le exigiría que le tradujese el intercambio entre los prisioneros.

De camino a la celda, Al-Saud masculló:

—¿Usted es Rauf Al-Abiyia?

—Sí.

—Su amigo Mohamed me ordenó que le devolviese el dinero que había sacado de la cuenta que comparten. Espero que lo haya recibido. Estaba muy arrepentido por haberlo perjudicado.

—¡Cállense! —vociferó Abdel Hadi, que caminaba a la zaga.

La puerta se abrió lentamente, y Matilde se ovilló en el rincón que se había convertido en el sitio donde se sentía más segura: cerca del lavatorio, contra la pared. Ajustó los brazos en torno a las piernas, las pegó al pecho y hundió la cara entre las rodillas. «Como el avestruz», se reprochó, incapaz de sobreponerse al miedo. Palpó el cuchillo bajo la bombacha con un movimiento imperceptible en el instante en que la puerta se cerraba tras el intruso. ¿Sería Ulrich? No se atrevía a mirar.

Enseguida la ubicó, acurrucada en un sitio al cual la luz débil de la celda no lograba despojar de la lobreguez, y donde el cabello de su Matilde fosforecía. Se dio cuenta de que el cuadro también conmovía a Rauf Al-Abiyia.

—Matilde —la llamó en voz baja—. Matilde, mi amor, soy yo. Eliah.

Le pareció oír la voz de Al-Saud y se dijo que todavía estaba bajo los efectos de la droga que Jürkens le había inyectado. No tomaba suficiente líquido para deshacerse de las toxinas que la sumían en un sueño pesado, plagado de pesadillas, y que, cuando no dormía, le convertían el cuerpo en una bolsa de piedras.

Al-Saud se acuclilló y apoyó la mano sobre el hombro de Matilde, que profirió un alarido y lo miró con ojos desquiciados.

—¡Soy yo! ¡Eliah! ¡Soy Eliah!

Matilde se lanzó a sus brazos, se prendió a él y hundió el rostro en su pecho. Al-Saud se debatía entre fundirla en su cuerpo o moderarse para no romperle las costillas. Se preguntaba cómo haría, pasados los cinco minutos, para abandonarla en esa celda.

—¿Por qué tenés bigote? —preguntó Matilde, aturdida, descolocada.

—Mi amor, escuchame. No tenemos demasiado tiempo.

—¿Qué pasa, Eliah? ¿Qué estás haciendo acá?

—Al igual que vos, me secuestraron.

—¡Dios mío! ¿Por qué?

—Para obligarme a hacer algo. Es una historia muy larga. Ahora no hay tiempo. Sólo me dieron cinco minutos para hablar con vos. —Le sujetó el rostro entre las manos y la miró fijamente—. Quiero que estés tranquila. Saldremos de aquí juntos, mi amor.

—Eliah… —lloriqueó.

—¿Cómo estás? ¿Te lastimaron? ¿Te hicieron algo? Decime lo que sea.

—Estoy bien. —Se puso en puntas de pie y le susurró—: Jürkens me cuida. Me dio un cuchillo para defenderme.

—¡Nada de secretos! —intervino Abdel Hadi.

—Por favor, Al-Saud —terció Al-Abiyia—, no los provoque. Son capaces de cualquier cosa.

Matilde se asomó tras el torso de Al-Saud y paseó la mirada por los hombres que guardaban distancia. La voz del segundo le había sonado familiar.

—Matilde —dijo el Príncipe de Marbella—, soy yo. Rauf Al-Abiyia.

—¿Rauf? ¿Sos vos?

—Sí, Matilde. No me reconoces porque me sometí a una cirugía plástica.

Se desprendió del abrazo de Al-Saud y se plantó frente al amigo de su padre, quien, en un gesto sincero, le ofreció las manos. Matilde las aceptó.

—Sí, reconozco tu voz. —Se quedó mirándolo—. ¡Estoy tan confundida! ¿Qué estás haciendo acá?

—También la mía es una larga historia.

—¿Y mi papá? ¿Dónde está? Hace meses que no sé nada de él.

—Tu papá está bien —intervino Al-Saud—. No quiero que te preocupes por él.

—¿Vos también estás secuestrado, Rauf?

—No, querida. Trabajo para ellos.

—¿Para ellos?

Sin soltar las manos de Al-Abiyia, Matilde se volvió hacia Eliah con una expresión interrogadora. Al-Saud se apiadó de su confusión, y la sintió más frágil y vulnerable que nunca.

—Todo tiene que ver con el invento de Roy Blahetter —le explicó—. Pero ni Al-Abiyia ni yo diremos más. Luego te explicaré.

—¡Estoy tan perdida! ¡No entiendo nada! ¿Cuándo podremos irnos?

Al-Saud la arrancó del contacto con el Príncipe de Marbella y la encerró en un abrazo protector.

—Pronto, mi amor —le susurró sobre la coronilla—. Te pido que aguantes un poco más. Nos iremos juntos.

—Eliah, tengo tanto miedo por vos. ¡Por favor, no permitas que te hagan daño! ¿Qué quieren obligarte a hacer, mi amor? —Matilde le sujetó las manos y, al inclinarse para besarlas, se detuvo y frunció el entrecejo. Eliah intentó retirarlas—. ¿Qué le pasó a tus uñas? ¿Qué…? —Profirió un alarido al comprender. Al-Saud la aferró por los brazos y la atrajo hacia él con fiereza—. ¡Te torturaron! —Matilde prorrumpió en gritos y se removió para apartarse—. ¡Te torturaron! ¡No, Dios mío!

—¡No es nada! ¡No fue nada! —le repetía Al-Saud, mientras sus brazos la comprimían como cinchas para evitar que se separase de él y que viese de nuevo sus manos destrozadas.

—¡Dejame ver qué más te hicieron! ¡Dejame! —le exigió a gritos, mientras le clavaba el talón de las manos en los pectorales y hacía palanca para alejarlo—. ¡Quiero revisarte! ¡Soy médica, Eliah! ¡Dejame!

Rauf Al-Abiyia dio la espalda a la escena y se mordió el puño para reprimir el llanto. Le temblaba la mandíbula con el esfuerzo, y la piel se le erizaba al oír los «¡Eliah! ¡Eliah!» de Matilde.

Terminó por callarse y quedar laxa sobre el pecho de Al-Saud. Se pasó la manga por los ojos y por la nariz, dominada por suspiros, sollozos y temblores. Al-Saud le colocó el índice sobre los labios y siseó con dulzura para calmarla. Lo destrozaba verla tan desorientada y asustada.

—Te amo, Matilde. Sólo quiero que pienses en eso y que te preserves para mí.

Matilde le sujetó el dedo y, con ojos cerrados, besó el sitio donde debería haber habido una uña. La voz se le estranguló al intentar una respuesta y los labios le temblaron cuando sonrió para expresarle lo feliz que estaba de tenerlo frente a ella.

—Vamos, Al-Saud. La entrevista ha terminado —intervino Abdel Hadi.

Matilde trabó los brazos en el cuello de Eliah y se dijo que sería incapaz de soltarlo. Se echó a llorar de nuevo a pesar de los esfuerzos.

—No llores, mi amor. Te prometo que todo saldrá bien.

—Estás aquí por mi culpa. ¡Por mi culpa!

—¡No! —Al-Saud la separó de sí y la sacudió ligeramente—. ¡No es tu culpa! Me secuestraron porque necesitan mi experiencia como aviador. ¡Vos sos la víctima en esto!

—¿Y qué tiene que ver el invento de Roy?

—Ahora no, Matilde. No hay tiempo. Es un embrollo que después te explicaré.

—Tu amigo Gérard Moses estuvo aquí.

La expresión de Al-Saud se congeló. Matilde acababa de ratificarle sus sospechas. No se atrevía a calcular la gravedad de la confirmación. ¿Qué rol cumplía Gérard? Sabía, porque Aldo Martínez Olazábal se lo había sugerido, que Jürkens y Orville Wright se conocían. «¡Gérard! ¿Qué has hecho?»

—¿Estás segura de que era él?

—Bueno… —dudó—, casi segura. No lo conozco, pero… Sí, creo que era él. Al que reconocí fue a Anuar Al-Muzara.

—¿Cuándo viste a Anuar? —se alteró Al-Saud.

—Él fue uno de los que me secuestró.

—Ni una palabra más, Al-Saud —dijo Al-Abiyia—, por favor.

Al-Saud, basta —insistió Abdel Hadi—. Ya pasaron los cinco minutos.

Eliah la obligó a ponerse en puntas de pie y la besó con un fervor nacido del miedo y de la desesperación.

—Vendré por ti —le prometió en francés, sobre los labios.

—Lo sé —contestó Matilde en el mismo idioma.

La apartó con aire impaciente y una maniobra brusca, dio media vuelta y abandonó la celda sin volver la vista atrás. Rauf Al-Abiyia sonrió a Matilde antes de que Abdel Hadi Bakr cerrase la puerta. Apuró el paso para alcanzar a Al-Saud, que no lo miró al susurrarle:

—Sálvela. Se lo suplico.

Al día siguiente, Al-Saud, El Profeta y Chuquet estudiaban unos mapas en el aula hasta que levantaron la vista al percibir una sombra que se proyectaba sobre ellos. «El cejudo», pensó Chuquet. «¿Quién es este monstruo?», se preguntó El Profeta. «Gérard», se dijo Al-Saud.

—Profesor Orville Wright —habló el instructor francés—. Es una sorpresa verlo en esta parte de la base. Pase, por favor.

—Gracias —dijo, y entró en el aula evitando mirar a los ojos al objeto de su adoración—. Señor, ¿me permitiría hablar un momento con… él? —Señaló a Al-Saud.

—Por supuesto. ¿Necesita comentarle algo sobre la bomba? Al Profeta también le vendría bien escucharlo.

—Después.

—Bien —se asombró Chuquet, y, con un ademán de su mano, le indicó a Al-Saud que lo autorizaba a ausentarse.

Eliah se puso de pie y pasó junto a Moses sin destinarle un vistazo, actitud que desmoralizó al físico nuclear y lo llevó a cuestionarse si su impulso no probaría ser descabellado. Esa mañana se había despertado con las estelas de un sueño que lo hacía sonreír porque Eliah estaba en él y le juraba amor eterno. Sentado en el borde de la cama, todavía medio dormido y mientras masticaba una barra de caramelo para evitar una crisis porfírica, Gérard se sentía fortalecido por un ánimo decidido y valiente, el cual, en tanto caminaba tras Eliah, comenzaba a abandonarlo.

—Pasa —indicó Al-Saud, mientras sujetaba la puerta de su celda.

Gérard Moses entró y destinó unos segundos para analizar la habitación, bastante más pequeña y con menos comodidades que la de él.

—¿Qué haces aquí, Gérard?

Moses se volvió para enfrentarlo.

—No pareces sorprendido de verme en este sitio.

Contendieron en un duelo de miradas en el cual Moses terminó por acobardarse. Lo asustó la expresión de categórico desprecio de su amigo. Se movió en dirección a la puerta para abandonar el recinto. Al-Saud se interpuso ante la salida.

—No saldrás de aquí hasta que me expliques muchas cosas, querido amigo. Siéntate. Como verás, las comodidades son pocas, así que tendrás que hacerlo sobre esta especie de cama. —Gérard Moses aceptó la invitación porque se había mareado—. Para empezar —continuó Al-Saud—, te diré que sé que te haces llamar Orville Wright. ¿Quién eres, Gérard? Por amor de Dios, ¿quién eres?

—Soy tu mejor amigo.

—¿Tú, mi amigo? ¡No me hagas reír! ¿Qué vínculo te une al terrorista de la Baader-Meinhof, Ulrich Wendorff, también conocido como Udo Jürkens? ¿Sabías que fue él quien intentó secuestrarnos a mi madre, a Yasmín y a mí en el 81? Deduzco por tu expresión que no lo sabías. También lo vi el día del atentado en el George V. ¿Quién mierda es Jürkens? —vociferó, y se detuvo a un paso de Moses, que se retrajo sobre la litera.

—Es mi asistente —contestó deprisa, atemorizado—. Mi hombre de confianza —añadió, en un hilo de voz.

—Sé que le robaste el invento a Roy Blahetter…

—¡Cállate! —Moses se puso de pie y lanzó vistazos en todas direcciones preocupado por las cámaras y los micrófonos.

—¿Temes que los Hussein se enteren de que les vendiste un invento robado?

—¿Por qué me tratas así?

Al-Saud lanzó una carcajada fingida.

—¡Gérard, por el amor de Dios! Te consideré mi mejor amigo toda la vida, y ahora descubro que eres un ladrón y un asesino.

—¡Yo no asesiné a nadie!

—Quizá no cometiste el asesinato de Blahetter con tus propias manos, pero enviaste a tu sicario. ¿También lo enviaste para atentar contra la vida de tu hermano y la de Sabir en el George V? —La expresión de Moses resultó esclarecedora—. Mon Dieu —masculló Al-Saud—. ¿Fuiste tú quien envió a matarlos al George V?

—No, fue Anuar.

—¡Tú lo sabías y no hiciste nada para protegerlos! ¡A tu hermano y a uno de tus mejores amigos!

—¡Mi hermano! Ese vanidoso, miserable e inhumano de Shiloah. ¡Ése no es mi hermano!

—Shiloah no es culpable de que hayas heredado la porfiria. Pudo haberle tocado a él.

—¡Pero me tocó a mí! ¡Tengo que soportarla cada segundo del maldito día! ¿Sabes lo que eso significa?

—No caeré en tu juego de lástima, Gérard. Si te gusta sentir lástima de ti mismo, adelante. La vida te dio muchas cosas, como una inteligencia prodigiosa.

—La vida me dio tu amistad. Es lo más valioso que tengo.

Al-Saud se quedó mirándolo, incómodo por el comentario, abrumado por la responsabilidad que la declaración de Moses implicaba. Inspiró y soltó el aire con impaciencia. Tenía la cabeza embarullada, no estaba preparado para ese enfrentamiento y se sintió confundido.

—¿Tú robaste el invento a Roy Blahetter y mandaste matarlo?

—No tengo por qué hablar de…

—¡Respóndeme! —Al-Saud se cernió sobre Moses dispuesto a golpearlo y se frenó antes de tocarlo—. ¡Si te queda un rastro de nobleza, respóndeme!

Gérard lo contemplaba con una expresión desolada y lágrimas en los ojos. «Todo está perdido», se dijo, y deseó contarle la verdad y quitarse el peso que había acarreado por tantas décadas y que, de pronto, lo agobiaba.

—Sí. —Al-Saud se alejó caminando hacia atrás—. Eliah, por favor —Moses se puso de pie y avanzó—, no me mires de ese modo.

Al-Saud manoteó para desviar la caricia que Gérard intentó hacerle en la cara.

—¿Qué mierda te pasa? ¡No se te ocurra tocarme!

—Eliah… No me rechaces. Yo… Yo te amo.

—Estás loco. Total y rematadamente loco.

—No. Te amo, desde siempre. Te deseo.

—¿Qué dices? ¡Estás loco! La enfermedad está volviéndote loco.

—Sí, es verdad —admitió Gérard—, la porfiria acabará con mi cordura, pero esto que estoy confesándote lo digo desde una conciencia absoluta, y es verdad, una verdad con la que he vivido desde que te conocí, desde que Shiloah te llevó a casa por primera vez.

Al-Saud pronunció un insulto, fruto del asco que se originaba en sus entrañas y que le ascendía por el esófago en forma de vómito. Después de unos segundos de desconcierto, una ráfaga de imágenes de él y de Gérard, de cuando eran niños, adolescentes y adultos, desfiló en su mente. Rebuscó momentos en que la inclinación de su amigo se hubiese manifestado; no encontró ninguna. Tomó una porción de aire para contener las náuseas. Necesitaba calmarse, ordenar la tormenta de recuerdos, ideas, pensamientos. Lo apabullaba el engaño, le dolía la mentira, se sentía un idiota. Para él, Gérard Moses era un hermano, y le inspiraba lo mismo que Shariar o que Alamán.

De forma sorpresiva, se acordó de Natasha Azarov, de su encuentro con Jürkens, de la amenaza que la había alejado de París; pensó en Matilde, del ataque sufrido en la capilla, de la persecución sin respiro a la cual la sometía Jürkens. Finalmente, recordó a Samara.

Moses dio un respingo cuando Al-Saud levantó la cabeza y lo horadó con un vistazo letal.

—Tú mataste a Samara. —La tonalidad baja y serena de la voz de Eliah le provocó un estremecimiento—. Tú la asesinaste. Dios bendito. ¡Asesinaste a nuestro hijo! ¡Mandaste cortar el cinturón de seguridad y la manguera del líquido de frenos!

Se arrojó sobre Moses, que no atinó a escapar y que cayó pesadamente sobre la litera. Las manos de Al-Saud se cerraron en torno a su cuello y le oprimieron la tráquea hasta que comenzó a ver a través de un velo rojo.

—¡Maldito hijo de puta! ¡Maldito engendro! ¡Maldito, maldito! ¡Los asesinaste! ¡Les entregaste a Matilde!

Al-Saud emitió un quejido, y Moses sintió que la presión en su garganta mermaba. Eliah cayó de rodillas, aturdido por una puntada que nacía en la base de la nuca y terminaba en el hueso sacro.

—¡No le haga daño! —ordenó Kusay al guardia que, con la culata de un fusil M16A4, había golpeado a Eliah en la base de la cabeza—. Fauzi, llévalo a la enfermería. Hemos dispuesto la misión para mañana. No quiero demoras a causa de una herida inoportuna. —El segundo hijo de Saddam Hussein se aproximó a la litera, donde Moses se había incorporado, con las manos en el cuello; tosía violentamente—. Profesor Wright, vamos. —Lo sujetó por el brazo y ejerció presión para levantarlo—. Vamos, lo acompañaré a su habitación. Debe recostarse y descansar. Le pediré al enfermero que vaya a verlo.

Moses se incorporó, vacilante, y sufrió un mareo, que la mano firme de Kusay le ayudó a superar. Caminó en silencio y con la vista baja. No se sentía avergonzado, sino devastado. Su vida acababa de terminar. No existían razones para seguir adelante. Experimentó un gran alivio porque acababa de reunir el coraje que no había conjurado a lo largo de su vida para deshacerse de ese cuerpo defectuoso, sin salud, cuya sangre podrida le envilecía cada rincón, cada órgano, cada tejido. Resultaba paradójico que aquello a lo que más le había temido, el rechazo de su único amigo, se hubiese convertido en un sentimiento liberador. No obstante, todavía quedaba una cosa por hacer: eliminar la razón por la cual Eliah estaba dispuesto a sacrificarse al día siguiente, en una misión suicida.

Gracias al robo épico de uranio para Irak, Rauf Al-Abiyia había recuperado la confianza y el beneplácito de los Hussein y de Fauzi Dahlan, lo que le significaba moverse con soltura dentro de las instalaciones de Base Cero. Su tarjeta magnética abría la mayoría de las puertas; abría también la de la celda de Matilde. Consultó la hora. Era muy temprano, las seis menos diez de la mañana del lunes 1º de marzo, el día fijado para el lanzamiento de las bombas nucleares y el nacimiento de una nueva era para Irak. Rauf Al-Abiyia había meditado la decisión que se aprestaba a ejecutar. Conduciría a Matilde hasta Al-Saud, y los tres escaparían en un helicóptero. Al-Abiyia, que conocía del derecho y del revés los vericuetos del desarrollo nuclear de Saddam Hussein, compraría su libertad y su seguridad vendiendo la información a la CIA.

Esperó a que el guardia que merodeaba por el corredor se alejase para deslizar la tarjeta en el lector magnético y teclear su clave. La puerta se abrió con un ruido de chicharra que en el mutismo adquirió una sonoridad desmesurada. Entró en la celda sin cerrar la puerta. Halló a Matilde dormida, echa un ovillo en un extremo del colchón maloliente y plagado de manchas. La sacudió ligeramente y la llamó. Matilde se despertó con violencia y saltó fuera de la litera.

—¡Tranquila! ¡Soy yo! ¡Rauf! He venido a sacarte de aquí.

—¡No! —Matilde se alejó con actitud desconfiada—. Voy a esperar a Eliah.

—Te llevaré con él. Es la única posibilidad que tienen de salir con vida de aquí. Vamos, apúrate. Ponte los zapatos.

En tanto se calzaba las zapatillas, Matilde analizaba la conveniencia de seguir al mejor amigo de su padre. «Trabajo para ellos», le había confesado. ¿Estaría firmando su condena y la de Eliah siguiéndolo? Como aseguraba Rauf, tal vez se tratase de la única alternativa para salir con vida de esa prisión. Se incorporó y destinó al amigo de su padre una mirada decidida.

—Vamos, Rauf.

Giraron hacia la puerta y frenaron de golpe. Gérard Moses ocupaba el espacio del dintel y los apuntaba con una pistola cuyo cañón remataba en un silenciador. Callado y con una expresión neutral, disparó contra Al-Abiyia, el cual no tuvo tiempo de desenfundar su pistola. La bala le impactó en el pecho y lo tiró de espaldas. Matilde, privada de toda reacción, pasó la mirada por el cuerpo del amigo de su padre y atinó a dar unos pasos hacia el sector del lavatorio. Recordó el cuchillo. Aprovechó que Moses se inclinaba sobre Al-Abiyia para extraerlo. Lo sostuvo de tal modo que no se viese.

Luego de comprobar el estado del hombre —seguía vivo, si bien las pulsaciones eran débiles—, Gérard Moses se incorporó y la observó con curiosidad, intentando descubrir por qué Eliah estaba dispuesto a morir por esa criatura. Le habría gustado conversar con ella; para atraer a un hombre de la talla de su amigo, debía de tratarse de una mujer interesante. Sin embargo, tenía que acabar deprisa porque la misión de bombardeo estaba fijada para dentro de unas horas. Apuntó a la muchacha y disparó. El sonido seco y metálico del gatillo retumbó en el silencio de la habitación. Matilde soltó un gemido lamentoso.

Merde! —masculló Moses, al darse cuenta de que la pistola se había trabado.

En tanto revisaba la Beretta que le había robado a Udo Jürkens, Matilde se movió con presteza hacia la salida. Moses se deshizo del arma y la interceptó con un golpe que la lanzó contra la pared. El cuchillo se desprendió de su mano y acabó lejos de ella. Moses la sujetó por la cintura. Matilde luchó con un ímpetu que desmentía su aspecto aniñado. Gérard la asió por el cabello, le tiró la cabeza hacia atrás y consiguió sujetarle los brazos en la espalda. Matilde se quedó quieta, agotada y acezante, y con los ojos cerrados mientras esperaba que el dolor en el cuero cabelludo remitiese. Levantó los párpados y se encontró con el rostro de Gérard Moses deformado por la porfiria y por el odio. Se miraron de hito en hito.

—Eliah no va a sacrificarse por ti. Tienes que morir. Eliah es mío.

Matilde le propinó un puntapié en la pantorrilla. Aunque gimió y se contorsionó, no consiguió liberarse. Volvió a patearlo y a retorcerse, una y otra vez, hasta que Moses, fastidiado y nervioso, le soltó las muñecas para abofetearla. El impacto la arrojó al piso, y su cabeza rebotó contra el hormigón. Sufrió un desvanecimiento que duró apenas unos segundos. Al volver en sí, percibió el sabor de la sangre y vio a Moses encima de ella; estaba ahorcándola. La aterró la mueca macabra de sus facciones, que cambiaba y se envilecía en tanto aplicaba más fuerza para quebrarle la tráquea. La falta de aire y el pánico la sumían en una desesperación que la privaban de su capacidad para pensar. De manera instintiva, apoyaba las manos sobre las de Moses tratando de apartarlas de su garganta. Agitó la cabeza, y el destello del cuchillo refulgió en su campo visual, a la derecha. Estiró el brazo, procurando olvidar a Moses, concentrándose en alcanzar el cabo de madera. Agitó los dedos y rozó la punta. El esfuerzo la despojaba de los últimos centímetros cúbicos de oxígeno, y los síntomas de la anoxia se volvían patentes. Sabía que orillaba la muerte. Aplicó presión sobre el cabo con el dedo mayor y lo arrastró hacia ella, acción enojosa debido a la superficie irregular del concreto. Por fin, sujetó el cuchillo y lo descargó con un ímpetu sobrenatural en la base del cuello de Moses, que profirió un quejido y aflojó las manos, sin apartarlas.

Matilde alternó la mirada entre el mango del cuchillo que penetraba la camisa, y la expresión, primero de sorpresa y luego de pánico, de Moses. La sangre brotaba a gran velocidad y empapaba el género y regaba el rostro de Matilde. Moses se irguió de rodillas, y Matilde aprovechó para arrastrarse sobre su trasero y colocarse fuera de su alcance.

—¿Qué me has hecho? —quiso saber Gérard. Lo preguntó con voz débil, mientras tanteaba el mango que le emergía a la altura de la clavícula izquierda. La sangre oscura formaba un charco en torno a él.

Matilde creyó hablar; en realidad, estaba pensando: «Te he seccionado la arteria subclavia. Si te la hubiese seccionado por la axila, donde toma el nombre de axilar, tendría oportunidad de salvarte. Habiéndolo hecho detrás de la clavícula, no tengo ninguna posibilidad de ayudarte. Morirás desangrado». Matilde permaneció congelada, con la respiración suspendida y la vista clavada en Gérard Moses, cuya fisonomía se tornaba macilenta y se deformaba en un gesto desagradable. Cayó de espaldas cerca de Rauf Al-Abiyia y murió.

Matilde no reaccionó de inmediato. Destinó varios minutos a la contemplación del cadáver que yacía a pasos de ella. Le había quitado la vida a un ser humano. La sangre se escurría por la pendiente del piso y casi le tocaba la punta de las zapatillas. Se incorporó apoyándose en la litera. Le dolía la garganta, le latía la boca donde Moses la había abofeteado, lo mismo el cuero cabelludo. Las piernas y los brazos le temblaban. Avanzó hacia el lavatorio, llenó la cavidad de su mano con agua e hizo un buche. Escupió. Volvió a hacer un buche y tragó un sorbo, lo cual le causó un padecimiento que le arrasó los ojos y le erizó la piel de los brazos y los pezones.

Se agachó junto a Al-Abiyia y le tomó el pulso. Aún vivía.

—¡Rauf! ¡Rauf! —Le dio bofetadas en las mejillas sin conseguir nada. Le abrió la chaqueta y la camisa y descubrió que la sangre había dejado de manar de la herida de bala. Nada podía hacer por él.

Caminó hacia la puerta, medio mareada y con paso inestable. Se asomó para comprobar que el corredor estuviese desierto. Se preguntó hacia dónde dirigirse. «¿Dónde estás, Eliah? ¿Dónde estás, mi amor?» Eligió encaminarse hacia la izquierda, eludiendo las cámaras, agachándose y gateando para pasar inadvertida. No llegó muy lejos: una puerta de hierro se interpuso entre ella y su camino hacia… «¿Hacia qué?», se preguntó. Ese sitio, laberíntico y tétrico, semejaba el escenario de una pesadilla, de ésas en las que uno corre y corre y nunca consigue salir. Volvería al punto de inicio y se dirigiría hacia la derecha.

Corrió de regreso y, al doblar en una esquina, rebotó contra un cuerpo. Levantó la vista y arqueó el cuello en un ángulo exagerado para verle la cara. Se trataba del hombre más alto que había visto en su vida, más alto que Eliah, y eso era mucho decir. Notó que no iba vestido como los guardias, sino de civil. Tenía barba, la cara redonda y los dientes frontales descansaban sobre el labio inferior, como los de un conejo. Al cruzar sus miradas, Matilde sintió un estremecimiento: las pupilas de un negro profundo brillaron al fuego de una pasión insana, de un espíritu pervertido. Lo supo de un modo animal e instintivo: estaba frente a un hombre que le haría daño.

—Vaya, vaya —dijo Uday—, la mujercita de Al-Saud ha escapado de su jaula.

Matilde no comprendió nada, tan sólo distinguió el apellido de Eliah. Las manos del hombre se cerraron sobre sus hombros y los apretaron hasta hacerla gritar. La arrastró por las axilas. Matilde pegaba alaridos, agitaba las piernas e intentaba dar con algo en la pared para detener el avance, sin conseguir nada, excepto rasparse las palmas y los dedos.

Uday entró en la celda de Matilde, cerró la puerta de un puntapié y destinó un vistazo rápido a los cuerpos que yacían sobre un charco de sangre negra antes de depositarla en la litera como a un trasto pesado. Se desabrochó el cinturón.

Udo Jürkens caminaba con aire apesadumbrado en tanto se preguntaba por su Beretta 92; no la encontraba. Se dirigía al centro de vigilancia, donde los guardias controlaban la actividad de Base Cero a través de los monitores conectados a un centenar de cámaras. Ansiaba ver a Ágata, aunque fuese durmiendo y en una pantalla en blanco y negro de escasa definición. No la veía desde el mediodía anterior y todavía era muy temprano para molestarla. De todos modos, no podía mantenerse lejos del centro de operaciones por mucho tiempo. Había gran conmoción y expectativa entre los hermanos Hussein, los científicos y los soldados porque el propio Saddam se presentaría de un momento a otro para bendecir a los pilotos antes de que abandonasen Base Cero en cumplimiento de la misión que cambiaría el destino del mundo.

Encontró la sala vacía y, al tocar las tazas de café a medio beber, se dio cuenta de que hacía bastante que faltaban de sus puestos de control. Buscó el monitor de la celda del ala B, la número 57, la de Ágata y, en un principio, no atinó a desentrañar lo que veía. El corazón le saltó y comenzó a latir lenta y dolorosamente. El eco de su bombeo le golpeaba en la garganta, e incluso le afectaba la visión. Corrió sin detenerse, ni siquiera prestó atención cuando Fauzi Dahlan lo llamó, y creyó perder la razón frente a cada puerta de hierro; en algunas, deslizó la tarjeta magnética hasta tres veces para que la chicharra lo habilitase a pasar. Frente a la de la celda de Ágata, le tembló la mano cuando pasó el filo de la tarjeta por el lector óptico. Debió intentarlo una segunda vez al son de los alaridos de su mujer.

Se precipitó dentro con la furia de un toro acicateado y embistió a Uday, que se afanaba en abrir las piernas de Ágata. El hijo de Saddam Hussein voló unos metros y, al caer, se golpeó la frente contra el lavatorio.

—¡Ágata! ¡Ágata! —Udo la tomó de los brazos y la ayudó a incorporarse—. ¡Háblame! —le exigió en alemán—. ¿Estás herida? ¿Ese energúmeno te hizo algo?

Matilde a duras penas conseguía que el aire penetrase en sus pulmones. Dos ataques en tan corto lapso la habían extenuado, física, mental y emocionalmente. Miró con gesto estúpido a Jürkens y emergió del estado de perplejidad cuando el berlinés se percató de que su jefe yacía en el suelo y la apartó para abalanzarse sobre él y llamarlo a gritos. Lo hacía con una pasión que el aparato colocado en lugar de sus cuerdas vocales resultó incapaz de convertir en sonidos; la voz se le cortó en los registros más agudos. A Matilde le dio pena la infructuosidad de los gritos mudos en los que se empeñaba el gigante para despertar a Gérard Moses.

—¡Vamos, Ulrich! —lo urgió en inglés—. Tenemos que salir de aquí o me asesinarán. ¡Tú lo sabes! ¡Sabes que si no escapo, me asesinarán! Gérard Moses intentó hacerlo veinte minutos atrás.

Udo Jürkens se puso de pie y se secó los ojos con pasadas rudas. Matilde le sujetó la mano y lo apremió a salir.

—¡Vamos! Llévame donde están los pilotos. Ellos nos sacarán de aquí.

Antes de abandonar la celda, el berlinés se inclinó sobre el cuerpo inconsciente de Uday Hussein y lo despojó de la Beretta Cheetah 84 que calzaba en una pistolera de axila bajo la campera de cuero. Quitó el cargador para verificar que contuviese los trece proyectiles 9 milímetros y masculló un insulto al comprobar que almacenaba sólo tres. De ese imbécil, pensó, ni siquiera se podía esperar que tuviese lista una pistola. Devolvió el cargador a su lugar e indicó a Matilde que se pusiese en camino.

Eliah Al-Saud, Chuquet y El Profeta controlaban los detalles de último momento. Al-Saud levantó la tapa de unos comandos del F-15 que se hallaba en el flanco del fuselaje, cerca del ala derecha, e iluminó la botonera con una linterna. No contaban con personal especializado, por lo que echaban mano de su pobre experiencia en mecánica aeronáutica para aprestar los cazas, lo que aumentaba los riesgos en un operativo por demás peligroso. El personal de pista, que acababa de llenar los tanques de combustible de los aviones, se ocuparía de las cuestiones del despegue y cumpliría el rol de «lanzador», es decir, sería responsable de activar el sistema que lanzaría los aviones a volar, ya que, debido a la falta de espacio, la pista no ofrecía el largo necesario para la carrera previa al despegue. A Eliah lo sorprendió enterarse de que, a diferencia de la mayoría de los portaaviones, que, para ayudar a los cazas a tomar vuelo, emplea una catapulta de vapor conectada a polipastos, Base Cero contaba con un novedoso sistema de lanzamiento electromagnético, que no empujaba a los aviones sino que tiraba de ellos.

El Profeta les señalaba un aspecto de la aviónica del F-15 cuando oyeron una corrida y unos gritos. Al-Saud reaccionó de inmediato al ver a Matilde y a Jürkens adentrarse en la pista subterránea. Depositó la linterna en la mano del Profeta y se lanzó hacia ellos. Se detuvo de manera abrupta cuando Jürkens sujetó a Matilde por la cintura y le impidió continuar. Al-Saud y el berlinés se concedieron una mirada de candente desprecio. Por fin, después de casi dieciocho años, volvían a enfrentarse. La figura elusiva y escurridiza de Jürkens se materializaba tras un año de persecución.

—Permítale venir hacia mí, Jürkens.

—¡No! ¡Ágata es mía!

—Sí, es suya, pero yo soy el único que puede sacarla de aquí con vida.

—¡No!

—¿Qué está pasando aquí? —intervino Chuquet, y se aproximó a Al-Saud—. ¿Qué hace tu mujer en la pista? Llamaré a la guardia.

El cuerpo de Al-Saud adquirió la velocidad de un trompo al girarse sorpresivamente y propinar una patada voladora en la mandíbula de su antiguo instructor y, a continuación, un golpe seco en la garganta con el talón de la mano. El hombre apenas emitió un quejido y se desmoronó, inconsciente. El Profeta y los empleados de pista se acercaron corriendo y frenaron de manera súbita ante la actitud y la expresión agresivas de Al-Saud. Después de haber presenciado la fugaz y letal exhibición de artes marciales, no se mostraron ansiosos por enfrentarlo. Nunca habían visto a un hombre rotar desde un punto muerto con ese ímpetu y velocidad.

—No tengo nada contra ti, Profeta, tampoco contra ustedes —les aseguró a los tres empleados—, pero los aniquilaré con mis propias manos si interfieren en esto.

El piloto iraquí curvó la boca hacia abajo, levantó los brazos y dio unos pasos hacia atrás, acción que imitaron los empleados. Al-Saud volvió la vista hacia Matilde y descubrió que Jürkens lo apuntaba con una pistola.

—No se mueva, Al-Saud, o le dispararé. ¡Ey, tú! —llamó al Profeta—. ¡Tú pilotearás aquel helicóptero! —Jürkens, con Matilde sujeta por su poderoso brazo izquierdo, caminó hacia atrás, mientras alternaba vistazos entre la nave a sus espaldas y Al-Saud—. ¡Vamos, muévete! —ordenó al Profeta. Urgía abandonar Base Cero. Si los guardias habían regresado al centro de vigilancia, enviarían a los matones de Dahlan.

Al-Saud se acordó de que tenía un destornillador en el bolsillo del pantalón. Se trasladó con pasos rápidos, mientras escondía la herramienta bajo la manga de la camisa. Se detuvo cuando Jürkens accionó el martillo de la pistola y le disparó. Matilde alcanzó a torcerle el brazo, y la bala chisporroteó al golpear el hormigón del piso, a los pies de Al-Saud.

—¡Atrás! ¡No siga avanzando! —Jürkens inclinó la cabeza y miró a Matilde—. ¿Por qué has hecho eso, Ágata? ¿Por qué me has empujado?

Matilde le dispensó una mirada compungida, que escondió al bajar los párpados. A punto de murmurar una excusa, la voz del Profeta la acalló.

—El helicóptero no tiene gasolina. Si queremos salir, primero habrá que aprovisionarlo.

Al-Saud aprovechó la distracción para dar un salto e impulsarse sobre el berlinés. Al mismo tiempo, exclamó:

Éloigne-toi, Matilde! (¡Aléjate, Matilde!)

Jürkens profirió un rugido cuando Al-Saud, con una fuerza descomunal, le clavó el destornillador en el deltoides y le inutilizó el brazo con el que sujetaba el arma, la cual acabó en el suelo. Eliah giró sobre sí para tomar velocidad y propinó una patada al vientre del berlinés, que lo doblegó. Al-Saud recogió la Beretta Cheetah 84 y descargó dos tiros en el pecho de Udo Jürkens, que se convulsionó como si hubiese recibido una descarga eléctrica antes de permanecer inerte. Matilde, que contemplaba el cadáver de Jürkens dominada por un profundo estupor, sufrió un sacudón cuando Eliah la asió por la muñeca y la obligó a correr.

—¡Vamos! —la urgió, y enfilaron hacia el Su-27.

Una voz les ordenó que se detuviesen. Era Fauzi Dahlan, que acababa de ingresar en el predio de la pista y los apuntaba con una pistola. Por su parte, Chuquet comenzaba a recobrar la conciencia e intentaba ponerse de pie apoyando una mano en el suelo; con la otra se masajeaba la mandíbula y el cuello adolorido. Matilde y Al-Saud se congelaron, no tanto por la amenaza de Dahlan, sino porque acababan de ver a Rauf que, pálido y ensangrentado, se escurría dentro de la pista. El Príncipe de Marbella apoyó el cañón de su Smith & Wesson en la parte trasera de la cabeza de quien por meses lo había hecho torturar.

—Arroja la pistola, Fauzi, o te hago un hueco en el cráneo. ¡Ahora! —exigió, y le oprimió el cuero cabelludo.

Al-Saud se aproximó deprisa y levantó la pistola de Dahlan, que calzó en la parte trasera del pantalón.

—Al-Abiyia, vigile a ese hombre. —Señaló a Chuquet. A los empleados de pista les ordenó—: ¡Dos trajes anti-G y dos cascos! ¡Ahora! —Como no se movían, sacó la pistola y los amenazó—. Profeta, coloca la escalerilla en la cabina del copiloto del Su-27.

Con Matilde trastabillando tras de él, corrió hacia el caza ruso. Habría sido más fácil abandonar Base Cero en el helicóptero, sin embargo, la falta de combustible lo había eliminado como alternativa; no tenían tiempo de reaprovisionarlo. Era una suerte que los hombres de la Guardia Republicana Especial no les hubiesen caído encima. No podían seguir apostando a la buena fortuna y tentando al destino. Apremiaba huir. Arrancó el traje anti-G de manos de un empleado y lo abrochó sobre el torso de Matilde y en sus piernas. Hizo otro tanto con el de él.

—Ponete el casco.

—¿Qué va a pasar con Rauf? —se angustió Matilde—. ¡Rauf!

El amigo de su padre dirigió la mirada hacia ella y le sonrió. Matilde la advirtió vidriosa; también notó la palidez de su rostro, la frente cubierta de sudor y el temblor de la mano con que sujetaba la pistola.

—¡Vamos, Matilde! —la acució Al-Saud—. Subí por la escalera.

Matilde entró en la cabina y se acomodó en el espacio angosto. Al-Saud ajustó el cinturón y le cubrió la cara con la máscara de oxígeno. Matilde lo oyó con un matiz amortiguado cuando le dijo:

—No toques nada.

Descendió de un salto, sin servirse de la escalerilla, y se dirigió al empleado de pista que ocupaba el rol de «lanzador».

—¡Active el sistema de despegue! —A los demás les ordenó que quitasen las cuñas de las ruedas y los protectores de las cabezas de los misiles. Como no se movían, les gritó—: ¡Ahora! —Y Rauf les dio un incentivo al soltarles dos tiros a los pies. Dispararon como ratas a cumplir sus tareas.

Al-Saud movió la escalerilla hacia la izquierda, subió y se ubicó en la cabina. En tanto se ajustaba el cinturón, oyó que los extractores gigantes se ponían en funcionamiento y encendió los motores. Intercambió unas palabras por radio con los empleados y selló su cabina y la del copiloto, ubicada detrás de la de él, un poco más elevada dado el diseño del Su-27.

La plataforma sobre sus cabezas se deslizó, y la luz de la mañana que regó la pista subterránea le cambió el aspecto a uno menos fantasmagórico. Las turbinas bramaron y escupieron ráfagas de fuego cuando Al-Saud aceleró los motores al máximo. Esperó la señal para soltar los frenos y permitirle al sistema electromagnético de despegue que los jalase hacia la libertad.

Rauf Al-Abiyia nunca había escuchado un ruido tan ensordecedor como ése. De hecho, los empleados se protegían con auriculares. Nada importaba, se dijo. Que reventasen sus tímpanos, ¿qué más daba? Estaba muriendo. Deseó que Dahlan no se diese cuenta de que la debilidad causada por la hemorragia se apoderaba de sus extremidades y de que le costaba sostener la pistola. ¿Por qué no le alojaba una bala en la cabeza? Ese hijo de mala madre lo había hecho torturar y mantenido prisionero por más de tres meses. ¿Qué lo detenía? Tal vez, meditó, a las puertas de la muerte, estaba harto de ella; en realidad, estaba harto de la violencia que había regido su vida desde la infancia, desde el 48, con el nacimiento del Estado de Israel. A ese punto, ni siquiera quedaba rastro de su odio por los judíos. De pronto, se dio cuenta de que eran todos iguales.

Fauzi Dahlan, por su parte, insultaba a los guardias. ¿Por qué se demoraban? ¿Por qué no irrumpían en la pista oeste? ¿Acaso no se percataban de la situación inusual a través de los monitores? Debido al deseo del rais de mantener en el más absoluto secreto la existencia de Base Cero, no se servían de un retén numeroso, sólo unos cuantos soldados del Primer Regimiento de la Guardia Republicana Especial, de probada fidelidad al rais, y esto unido a que Base Cero resultaba un espacio demasiado extenso, habían instalado un sistema de cámaras de tecnología de avanzada, el cual, desde el control de vigilancia, les permitía estar al tanto de lo que ocurría en cada metro cuadrado del predio subterráneo.

Tenían que detener a Al-Saud antes de que huyese y les robase el sueño de gloria nuclear. Advirtió que El Profeta se aprontaba para imitar a su compañero y que se calzaba el traje anti-G. Se llevaría el F-15.

Un grupo de soldados, con Kusay a la cabeza, se presentó en la pista. Dispararon contra el Su-27 en el momento en que despegaba y se alejaba en el cielo diáfano de la mañana. Sumido en una sordera a causa del ruido de las turbinas y de los extractores, Dahlan se dio cuenta de la aparición del destacamento al ver los chispazos en la cúpula de la cabina. Se volvió con agresiva actitud hacia Al-Abiyia en el momento en que éste caía muerto por un disparo en la columna. Otra bala alcanzó al Profeta a punto de meterse en la cabina; se precipitó por la escalerilla y chocó en el suelo de hormigón.

—¡Chuquet! —vociferó Kusay, fuera de sí—. ¡Súbase al F-15 y dele caza a Al-Saud! ¡Oblíguelo a regresar o derríbelo!

Kusay se dijo que mandaría fusilar a los guardias que habían desatendido el centro de vigilancia para ver una película pornográfica con sus compañeros. Y asesinaría a su hermano Uday por habérsela provisto. Las consecuencias del descuido serían inconmensurables si Chuquet no lograba traer de regreso a Al-Saud o si no conseguía derribarlo.

Debido a que Al-Saud piloteaba a muy baja altura, aproximadamente mil pies, es decir, unos trescientos metros, lo hacía a también a baja velocidad. Habría deseado elevarse varios kilómetros y romper la barrera del sonido para poner a Matilde fuera de peligro en un tris. No quería detenerse a pensar en lo que acababan de vivir porque perdería la concentración y necesitaba estar alerta. Volaba solo, sin la ayuda de una torre de control, a merced de los aviones y de los satélites norteamericanos, que le darían caza si lo detectaban en sus radares.

«Matilde». Un fiero orgullo de ella, de su índole confiable y valiente, le arrancó una sonrisa al pensarla sentada detrás de él, en silencio, sin perder los nervios. De igual modo, no la habría escuchado aunque gritase y llorase porque no había conectado el sistema de comunicación entre las cabinas, y resultaba imposible el diálogo sin ese artilugio; no obstante, sabía que su mujer guardaba compostura.

A esa altura y a esa velocidad, no padecería los desequilibrios provocados por las fuerzas G. Esperaba completar el recorrido de ese modo sereno, ya que si bien Matilde llevaba puesto el traje anti-G, sufriría igualmente en caso de someterla a fuerzas superiores a las 5 G. Tampoco conocía los ejercicios abdominales que la habrían ayudado a mantener en su sitio el flujo de sangre, los cuales, para él, se convertían en parte de sus funciones fisiológicas cuando volaba.

A pesar de la seguridad que siempre lo caracterizaba y de su optimismo natural, le costaba creer que hubiesen salido con vida de ese hueco del infierno. En las últimas horas antes de iniciar la misión de bombardeo, cuando no veía la salida, los pensamientos más negros lo habían atormentado. No quería recordarlos, no deseaba revivir el martirio, precisaba olvidar para recuperar la cordura y ayudar a Matilde a superar esa experiencia traumática. Él, como soldado de L’Agence, estaba preparado para afrontar situaciones de riesgo; el ciudadano común podía llegar a perder el juicio luego de ser expuesto a una violencia extrema como la que Matilde había vivido.

Se inquietó al divisar el F-15 a su derecha. ¿Se trataría del Profeta? El avión se aproximó y balanceó las alas en la clara señal de «sígueme», lo que puso en alerta a Al-Saud. ¿Para qué le pediría El Profeta que lo siguiese? ¿Acaso su compañero no le había manifestado su deseo de escapar de Base Cero? Decidió que se trataba de lo que en la jerga aeronáutica se conoce como un bogey, una nave no identificada que se asume hostil. «¡Maldita sea!», insultó, y golpeó con el puño enguantado el techo de la cabina. Rompió hacia la derecha, esto es, dio un giro cerrado y repentino que de seguro aterraría y afectaría a Matilde, y se alejó. El F-15 lo siguió.

Al-Saud se sentía atrapado a pesar de contar con una joya de la aviación militar y de ser un piloto experimentado. Las circunstancias lo limitaban en el uso de los dos atributos principales de un caza: la velocidad y la libertad de maniobra. Tenía que tomar una decisión rápida: se elevaba, aumentaba la velocidad y presentaba pelea, a riesgo de ser detectado por los radares norteamericanos, o se mantenía en los mil pies e intentaba sacarse de encima al enemigo. Intuía que era Chuquet quien piloteaba el F-15. No le resultaría fácil evadirlo. Optó por la primera alternativa.

Chuquet advirtió que su alumno levantaba el morro del avión hasta colocarlo en un ángulo de noventa grados con respecto a la tierra para elevarse. Con el Sukhoi, podía alcanzar los dieciocho kilómetros de altura en escasos minutos.

Pese a las condiciones climatológicas óptimas para la identificación visual, al estar solo, sin una «pareja» —así se denomina a dos aviones en una misión—, Al-Saud tenía demasiados puntos ciegos, por ejemplo, no podía ver si el F-15 se ubicaba a sus seis, es decir, en su parte trasera, o si acababa de entrar por debajo. Ejecutó varios giros en alabeo y virajes bruscos para localizar al caza, aunque eso resintiese el estómago de Matilde. «Maldito hijo de puta», se enfureció al no poder visualizarlo, y asumió que se encontraba a sus seis y listo para disparar un misil Sidewinder. «Voy a acabar contigo. Y rápido», añadió, porque se proponía permanecer poco tiempo a esa altitud.

Al-Saud quería forzar a Chuquet, que venía tras de él y a gran velocidad, a realizar un overshoot, es decir, a que lo sobrepasase antes de disparar, para lo cual debía disminuir drásticamente la velocidad para sorprenderlo. Se trataba de una maniobra muy arriesgada, que implicaba un efecto brutal de la fuerza G y que, de seguro, ocasionaría un G-LOC a Matilde, es decir un G-force induced loss of consciousness (pérdida de la consciencia inducida por la fuerza G). La disminución en la velocidad no presentaba un problema, no para el Su-27, cuyo diseño y tecnología lo dota de una capacidad de aceleración altísima; incrementan su velocidad en cuestión de milésimas de segundo.

El Su-27 ejecutó un ascenso con alabeos, descriptos por su estela, que le imprimía al cielo el dibujo de un tirabuzón, y que se conoce como tonel volado. El objetivo era, luego del descenso, terminar a las seis de Chuquet y hacer fuego. Éste, sin embargo, se dio cuenta de la estrategia de su antiguo discípulo y, cuando lo tenía casi detrás, emprendió una trepada vertical repentina y brusca. Aceleró a fondo sabiendo que había burlado la maniobra defensiva. Un instante después, se acordó de por qué lo había elegido para invadir el espacio aéreo israelí: Caballo de Fuego había conseguido posicionarse a sus seis a pesar de la drástica maniobra. Los reflejos de Al-Saud acababan de demostrar que todavía funcionaban de manera tan aceitada como en la época de la Guerra del Golfo. Había reaccionado de manera casi inmediata e iniciado una elevación tan abrupta como si le hubiese leído la mente. Chuquet conocía el instinto de Al-Saud, siempre lo había envidiado por ese talento natural. Lo tenía detrás y no importaba qué ejercicio realizase, Al-Saud lo superaría. Sabía que se encontraba en su mira, que era su presa y que no lo soltaría hasta acabar con él.

Con el maestro de armas encendido, Al-Saud movió la perilla hasta ubicarla en la función Vympel R-73, el misil especial para combate cerrado o dogfight provisto por el Su-27. No necesitó ubicar al F-15 en el retículo verde del radar; apuntó guiándose por su visión y oprimió el botón. El Vympel, un misil con sistema de guía infrarrojo capaz de advertir la presencia del blanco aun cuando éste se coloca sesenta grados por debajo o por encima de la línea de lanzamiento, persiguió al F-15 con la misma tenacidad con que lo hacía el caza ruso. Chuquet, que conocía el poderío del Vympel, al cual las bengalas no engañarían, se eyectó antes de que su avión se convirtiese en una incandescencia en el aire.

Al-Saud descendió hasta la altitud original de mil pies y consultó su posición. Se hallaba muy próximo a cruzar el límite con Arabia Saudí. No obstante, el peligro aún los acechaba. Una «pareja» de F-15 norteamericanos se colocó a sus tres y a sus nueve. Al-Saud conectó la radio.

—Lion 23 a Su-27. Identifíquese.

—Caballo de Fuego a Lion 23. Acabo de escapar de una base aérea secreta iraquí y me dirijo a la base aérea de Dhahran. Comuníquense con el señor Jerry Masterson de la CIA y con el general Raemmers de la OTAN. Solicite instrucciones.

Por otra frecuencia, el jefe de la pareja de F-15, Tesla 24, comentó las novedades a su jefe en la base norteamericana estacionada en el Golfo Pérsico.

—Aquí Tesla 24. Hemos ubicado a uno de los bogeies; el otro ha desaparecido. Es un Su-27 sin bandera. Rumbo 101, nivel de vuelo 15. Pide que se comuniquen con el general Raemmers, de la OTAN, y con Jerry Masterson, de la CIA. Esperamos instrucciones.

Minutos después, desde la flota les ordenaban:

—Tesla 24, mantengan sus posiciones y escolten al Su-27 hasta la base aérea de Dhahran. Coordenadas: veintiséis, dieciséis, quince, norte; cincuenta, once, treinta y cuatro, este.

—Aquí Tesla 24. Recibido. Procedemos.

Se le indicó a Al-Saud que se elevase a un nivel de vuelo 335, esto es, unos treinta y tres mil seiscientos pies —alrededor de diez mil doscientos metros—, y que mantuviese el rumbo. Al-Saud respondió afirmativamente y agregó:

—Tesla 24, aquí Caballo de Fuego. Solicito una ambulancia en pista. Mi copiloto está herido. Necesita asistencia médica.

Al momento del aterrizaje en la base aérea de Dhahran, el freno de aire instalado en la parte dorsal del Su-27, tras la cabina del copiloto, se elevó, al tiempo que se abrían los dos paracaídas de frenado. Los F-15 norteamericanos ejecutaron un vuelo rasante antes de recuperar altura y desaparecer en el firmamento.

En la pista, dos ambulancias y varios automóviles rodearon al Su-27. Eliah había previsto que la recepción no sería calurosa. Abrió las cúpulas de las cabinas y no esperó a que apoyasen la escalerilla para descender; saltó y cayó sobre la pista con una flexión de rodillas. Corrió hacia el empleado que se aproximaba para asistirlo, le arrebató la escalerilla y la apoyó a la altura de la cabina del copiloto. Trepó en dos saltos. Lo recibió un olor penetrante a bilis, evidencia del padecimiento de Matilde a causa de los cambios de presión, pese a llevar el traje anti-G. La máscara de oxígeno colgaba a un costado de su cara.

—¡Matilde! —Le quitó el casco, y la visión de su rostro pequeño y mortalmente pálido le cortó el aliento. El entramado de venas violetas y azules que cubría sus párpados había adquirido preponderancia sobre la piel mortecina.

—Estoy bien —la oyó murmurar, sin abrir los ojos—. No te pongas nervioso. Estoy bien. Muy mareada, eso es todo.

Los ojos de Al-Saud brillaron, y una sonrisa insegura le hizo temblar las comisuras. Se deshizo del casco con impaciencia y lo enganchó en el soporte de la escalerilla. Se inclinó sobre Matilde con actitud delicada, más bien solemne, y la abrazó.

—Mi amor, amor mío, amor de mi vida —le susurró, con acento congestionado, y alternaba sus palabras con besos enfebrecidos—. Matilde, mi amor. Tenía tanto miedo… Creí que… Te amo, Matilde. Sos mi orgullo. Mi vida. —Desde abajo, le ordenaron que permitiese el acceso a los paramédicos—. ¡Yo la bajaré! —respondió, furioso. A Matilde le habló con dulzura—: ¿Podés bajar, mi amor? Yo te ayudo a incorporarte. ¿Podés?

—Sí.

En la pista, casi se produce una escena cuando el jefe de la base intentó impedir a Eliah que acompañase a Matilde en la ambulancia.

—Tenemos orden de retenerlo aquí, en la base. ¡Usted huyó con dos aviones, alteza!

—¡Tendrán que matarme para retenerme!

—¡Es una orden directa del comandante Abdul Rahman!

—¡Entonces, pídale autorización a mi tío Abdul para dispararme! —Dio media vuelta y trepó en la ambulancia.