«Show Time», pensó Eliah Al-Saud, mientras estacionaba el destartalado Renault 11 al final del pórtico de la calle Al-Mutanabbi, en el centro de Bagdad. Se trataba de un área que suníes y chiíes compartían sin conflicto, se la consideraba la calle de los intelectuales, poblada de cafés, tabaquerías y, sobre todo, de librerías, en locales y de venta ambulante; estas últimas ocupaban las veredas, incluso cubrían el asfalto, dejando un camino sinuoso para los viandantes; a veces, se avanzaba dando saltos entre las montañas de libros, pese a que, en los últimos años, el inventario había descendido drásticamente porque los vendedores temían que los agentes de la Mukhabarat, que se infiltraban entre el gentío y simulaban ser compradores, descubriesen los libros prohibidos. Otra costumbre de los vendedores ambulantes de libros usados era exponerlos sobre el capó, el techo y el baúl de sus automóviles, y ésa había sido la modalidad elegida por el equipo que había diseñado la emboscada que colocaría a Eliah Al-Saud en el camino de Kusay Hussein, segundo hijo de Saddam. Objetivo de la misión: ganarse la admiración y el agradecimiento de Kusay y convertirse en un hombre del entorno del futuro rais iraquí, porque, si bien no se hablaba abiertamente del tema, era sabido que Uday, gracias a sus excentricidades y actos de sadismo, había perdido el derecho al trono.
Hacía cuatro días que Al-Saud se presentaba en la feria y exponía sus libros para la venta. Los otros vendedores comenzaban a habituarse a su presencia, algunos se acercaban para conversar, no tanto con la intención de hacer buenas migas sino para dilucidar si se trataba de uno de ellos o de uno del servicio secreto del régimen baasista a la caza de disidentes. Le preguntaron si provenía del norte, dado su acento, a lo cual Al-Saud contestó que se había criado en una comunidad agrícola ubicada entre Mosul y las ruinas de Nínive, más cerca de ésta que de la importante ciudad de Mosul, lo cual le ganó el apodo de «el asirio», por haber sido Nínive la capital del imperio. Cada respuesta, cada palabra, cada gesto resultaban del adiestramiento minucioso y exigente al que lo habían sometido durante los vertiginosos quince días transcurridos en una mansión al sur de Inglaterra. Dos intelectuales iraquíes, rescatados por un grupo comando de una prisión al norte del país, construida en las estribaciones del Haji-Ibrahim, y cuyos cuerpos conservaban los estigmas de la tortura —uno cubría con un parche la cuenca vacía del ojo derecho, arrancado con una tenaza—, lo instruyeron en las características del país y de la cultura de los cuales fingiría haber formado parte desde su nacimiento, y lo apabullaron con aspectos tan variados y disímiles como las comidas y las bebidas de las distintas regiones y las cuestiones más intrincadas y complejas del partido Baas. Le hablaron de Saddam Hussein, de su personalidad, de sus gustos —a Eliah lo sorprendió enterarse de que el rais profesaba una predilección fanática por el film El Padrino, de Francis Ford Coppola, y por la trilogía de La Guerra de las Galaxias, de George Lucas—, de su familia, de su entorno, de sus fobias, de su desdichada infancia en Tikrit, de sus mujeres. También le hablaron del primogénito, al que calificaron de psicópata, y de Kusay, el cual, pese a un bajo perfil, se había ganado la confianza y el respeto del rais debido a su inteligencia y a su carácter mesurado y frío. Le confirmaron lo que Aldo Martínez Olazábal le había dicho meses atrás: Fauzi Dahlan era la mano derecha de Kusay, y le hablaron de él. Se empeñaron especialmente en enseñarle a distinguir los acentos del árabe iraquí y no ocultaron su asombro al comprobar que Al-Saud imitaba el de los montañeses a la perfección; quizás algunas sílabas, por ejemplo las que implicaban el sonido de una «t» y una «r» juntas, lo habrían delatado, por lo que trabajaron en perfeccionar su pronunciación. Eliah les explicó que lo había aprendido de su chofer, Medes, un iraquí de origen kurdo al cual había sacado de Irak mientras comandaba un grupo de L’Agence que intentaba descubrir la ubicación de una fábrica de fosgeno, un gas empleado en el desarrollo de armas químicas. El kurdo les había dicho dónde se hallaba la fábrica, ahorrándoles mucho trabajo. Se había tratado de una posición camuflada con la técnica de ingeniería rusa conocida como maskirovka, una planta productora de gases letales disimulada entre las cabañas de un pueblo de pastores sin pastores ni cabras, un pueblo fantasma en la soledad de las montañas, al que, cada tanto, arribaban camiones que partían cargados con barriles sellados. Gracias a las señas de Medes y con la ayuda de prismáticos de largo alcance, el grupo identificó el edificio semienterrado donde se fabricaba el fosgeno, lo marcaron con un dispositivo infrarrojo y avisaron al portaaviones de la OTAN que navegaba por las aguas del Golfo Pérsico para que iniciase el ataque aéreo que, tres horas más tarde, destruyó la planta y el pueblo artificial. Finiquitada la misión, Al-Saud llevó a Medes a París y consiguió que lo declarasen refugiado político. Tiempo después, al fundar la Mercure, lo convocó para que se desempeñase como su chofer y hombre de confianza. La gratitud del kurdo no conocía límite, y Al-Saud lo sabía.
Raemmers, que se había instalado con él en la mansión inglesa, le preguntó:
—¿Confías en el tal Medes?
«En París, solía confiarle la vida de lo que más amo», pensó, al rememorar las veces en que el kurdo había hecho de chofer de Matilde, y asintió, por lo que Medes terminó formando parte de la misión en Irak. Encajaba en los planes de L’Agence. Se haría pasar por el padre de Eliah y lo ayudaría con la entrega de mensajes en los buzones muertos, lo que quitaría un poco de presión a Al-Saud y le evitaría exponerse en vano. Medes, aunque temía volver a Irak, en especial a Bagdad, corazón del régimen que había masacrado a su familia y a sus amigos con armas químicas en el 88, aceptó; la paga que recibiría por parte de la OTAN no resultó un incentivo menor. Tanto a Al-Saud como a Medes se los sometió a una simple intervención quirúrgica mediante la cual, con anestesia local, se les colocó un chip de rastreo, a Al-Saud en la cara interna del muslo derecho, y a Medes en la pantorrilla izquierda. Los satélites los tendrían ubicados las veinticuatro horas del día.
Apoyado en el Renault 11, simulando esperar a los clientes de libros usados, Al-Saud siguió rememorando la temporada en la mansión al sur de Inglaterra, cuando, pese a transcurrir el día analizando filmaciones, diapositivas y documentos de Irak, entrenando y preparando su disfraz, tenía tiempo para hablar con Matilde, una concesión que Raemmers le había permitido. La dulzura de Matilde le suavizaba el mal carácter, le quitaba el malhumor, porque ni él se aguantaba. Volver a recibir órdenes y depender de los planes trazados por otros iba en contra de su naturaleza de Caballo de Fuego y estaba sacándolo del eje. La noche anterior al inicio de la misión, cuando le comunicó a Matilde que por un tiempo no la llamaría «porque al día siguiente se internaría en la selva», lo emocionaron sus esfuerzos para no romper a llorar y para mostrarse contenta y optimista. Le lanzó una retahíla de bendiciones y le pidió que no se separase de la Medalla Milagrosa; entonces, Al-Saud apretó los labios y tensó el cuello para no largarse a llorar. La medalla, por supuesto, no lo acompañaría porque, si bien se había convertido en un muñón de metal, un estudio minucioso habría detectado que se trataba de un símbolo cristiano, sin mencionar que los disidentes sostenían que los hombres iraquíes no acostumbraban a colgarse dijes al cuello. Separarse de la medalla y enviarla de regreso a París resultó más difícil de lo que Al-Saud había calculado. Lo acompañó una sensación de vacío por días, hasta que, con el temple de su carácter, logró recobrar la confianza y olvidarse.
El operativo para ingresar en Irak comenzó el sábado 9 de enero de 1999, cuando Al-Saud y Medes partieron hacia Arabia Saudí. Personal de la CIA los recibió en la base aérea de Al Ahsa. Si bien habrían preferido utilizar la de Dhahran, desistieron al enterarse de que empleados de la Mercure trabajaban en la base.
Caracterizados con turbantes, túnicas largas y barbudos —hacía dos semanas que no se afeitaban—, Al-Saud y Medes fueron conducidos en una camioneta todo terreno hasta un sitio a tres kilómetros del límite norte de Arabia Saudí, donde los aguardaba una pequeña caravana de beduinos. Se montaron en camellos y, al hacerlo, Al-Saud apretó el entrecejo: le habían quitado los puntos de la herida en la cara interna del muslo días atrás y aún le tiraba, además de picarle. Se internaron en el desierto de al-Hajarah, al sur iraquí, y vagaron durante dos días guiados por los beduinos, que no se servían de brújula en ese mar de dunas uniformes y eternas. Se alimentaban con dátiles, leche de cabra —avanzaban a la par de los camellos, metiéndose entre sus patas y haciéndolos enojar—, y con alguna liebre que la puntería de Al-Saud o que los recios halcones de los pobladores del desierto les proveían; racionaban el café y el agua, pero no pasaban sed.
El miércoles 13 de enero, avistaron el río Éufrates, donde se dieron un baño, y Al-Saud se afeitó la barba, excepto el bigote, que, negro y bastante tupido, «a la amo Saddam», le cubría gran parte del labio superior. Se contempló en el espejo de mano y movió la boca para agitar el bigote; debería aguantarlo por unos meses; los disidentes habían hecho hincapié en que lo llevase; se juzgaba un distintivo del hombre iraquí respetuoso del líder. Más frescos, reanudaron la marcha hacia el oeste, siguiendo el curso del río. Se detuvieron a las afueras de la ciudad de Nasiriyah, donde se despidieron de los beduinos de la misma manera en que se habían encontrado: sin aspavientos ni preguntas. En el mapa de la ciudad provisto por L’Agence, les habían pintado con rojo el recorrido hasta la estación de autobuses. Ese 13 de enero, tomaron el último hacia Bagdad, de la cual los separaba una distancia de trescientos diez kilómetros que tardaron nueve horas en cubrir dado el mal estado de la carretera y las dos ocasiones en que el motor del vehículo comenzó a recalentar y fue imperioso detenerse. En las primeras horas del 14 de enero, entraron en Bagdad por la zona sur. Al-Saud notó la tensión que se apoderó de Medes, y lo comprendió; su chofer, acusado de rebelde kurdo, había sufrido torturas en una de las tantas cámaras que para tal fin mantenía Saddam Hussein en Bagdad. Él permaneció en silencio, con la cara hacia la ventanilla, mientras observaba por primera vez la ciudad a la cual, a principios del 91, había bombardeado durante semanas. La memoria de la masacre en el búnker del distrito de Amiriyah le provocó un vuelco en el estómago, como siempre que se imaginaba a esos cuatrocientos civiles, mayormente mujeres y niños, carbonizados por la acción del AS 30L que él introdujo por el sistema de ventilación. Decidió despejar la mente, no podía darse el lujo de distraerse.
Pese a la hora temprana —aún no eran las siete—, el tráfico se presentaba caótico, y el autobús avanzaba lentamente, sobre todo porque la mayoría de los semáforos no funcionaba. Siguió observando los suburbios cuyo aspecto pobre y maltrecho no varió al adentrarse en la zona central y más comercial de la capital iraquí. Se trataba de un país devastado por veinte años de guerras y siete de sanciones por parte de la comunidad internacional.
Tal como les habían asegurado los de Logística de L’Agence, hallaron el Renault 11 destartalado, con las ópticas rotas y la pintura roja descascarada —las puertas del lado del copiloto eran de un gris opaco—, en el estacionamiento de la terminal de autobuses. Al-Saud tenía las llaves. Al abrir el baúl para guardar los bolsos, se toparon con una gran cantidad de libros usados, por lo que colocaron sus pertenencias en el asiento trasero. Una hora después y guiados por otro mapa, estacionaron el Renault frente a un portón verde de aspecto avejentado y sucio, como todo en la ciudad, sobre la calle Abú Al Atahiyah del barrio de Al-Jadriya, en la península que forma el Tigris al dar una pronunciada curva, la cual comparte con uno de los barrios más famosos y comerciales, el Karrada.
El portón verde y desangelado correspondía a la pensión en la cual les habían indicado que se alojasen. La dueña, una anciana que los recibió vestida de negro y con un pañuelo ceñido a la cabeza —apenas se le veían las cejas y nada del cuello—, sin preguntarles siquiera los nombres, los guió hasta las dos habitaciones intercomunicadas que les rentaría, les mostró el baño, el único en toda la pensión, y les pidió que no lo utilizasen por el momento ya que habían cortado el agua, ante lo cual Medes y Al-Saud agradecieron haber orinado en los sanitarios de la terminal de ómnibus. La mujer les informó que les cobraría ciento tres mil cuatrocientos dinares semanales, que al cambio eran unos treinta y cuatro dólares con cincuenta centavos, una tarifa carísima para una pocilga como ésa, de lo cual se deducía que la renta incluía un porcentaje destinado al silencio y a la discreción de la señora.
Al-Saud apoyó los bolsos sobre la cama de unos cincuenta, cincuenta y cinco centímetros de ancho, y estudió el piso de concreto desnudo y los muros de techos altos, en cuyos vértices el empapelado, descolorido y con manchones de humedad, colgaba, despegado. Había varios huecos para la ventilación como modo de paliar la falta de ventanas. Al-Saud calculó que se complicaría el escape en caso de que les cayesen encima en ese lugar sin vías alternativas.
Medes, a quien, durante su estadía en la mansión al sur de Inglaterra y luego de haber confesado su rol de radiotelegrafista para el grupo de rebeldes kurdos, se le enseñó a manejar una radio para la transmisión de mensajes encriptados, colocó sobre una mesa pequeña y de patas largas ubicada junto a su cama el maletín que contenía el aparato de avanzada, el cual quedaría camuflado entre libros, carpetas y efectos personales, desde brochas para afeitar hasta un mechero para hervir agua y una pava. Para evitar el riesgo de la interceptación —parte de la rutina de la Mukhabarat y de la policía secreta, la Amn-al-Amm, consistía en realizar tareas de triangulación para descubrir transmisiones clandestinas—, el equipo de radio contaba con una funcionalidad de agilidad de frecuencia por la cual se dividía el tiempo de emisión en tramos breves y cambiaba el canal para cada uno de ellos. Ese modo de transmisión, muy seguro e indescifrable, requería que tanto Medes como los de L’Agence se pusiesen de acuerdo al momento de transmitir, por lo que una agenda con los días y las horas se había programado durante el adiestramiento en Inglaterra. Medes, que en sus tiempos de rebelde había aprendido que de la prudencia en el manejo de la radio dependía salvar el pellejo, se dijo que, más allá de la tecnología del aparato, el radiotelegrafista debía tomar sus propias medidas de seguridad, como reducir al mínimo la duración de las emisiones, diferenciar la frecuencia de llamada y la de transmisión de datos y desplazar la radio, es decir, un día transmitir desde la mezquita de Hayder Khana, en la calle de Al-Rasheed, otro, desde el baño de un café en la calle Falastín, y otro, desde el Monumento a los Mártires cerca del distrito Al Thawra. El maletín era pequeño, de fácil transportación y en absoluto llamativo, lo mismo la pequeña antena parabólica desplegable; la batería de níquel-cadmio duraría meses. A Eliah, sin embargo, no le hacía gracia servirse de una radio; en eso coincidía con su cuñado, Anuar Al-Muzara, que prescindía de cualquier tipo de tecnología para comunicarse; habría preferido limitarse al uso de los buzones muertos como cuando realizó su único trabajo de infiltración para L’Agence, durante el cual se ganó la confianza de un grupo de militares serbios, que derivó en el asalto al campo de concentración de Rogatica que él mismo comandó y que suscitó la liberación de las hermanas Huseinovic. Se acordó de que, en aquella oportunidad, como no tenía nada que perder, antes de iniciar la misión de espionaje, aceptó la ampolla de tetrodotoxina, un veneno extraído del hígado y de los órganos sexuales del pez globo y sin antídoto conocido; prefería suicidarse a morir lentamente a manos de un verdugo serbio. Si bien en la mansión al sur de Inglaterra le habían ofrecido la ampolla con la toxina, no la aceptó porque lo juzgaba una traición hacia Matilde barajar la idea del suicidio; lucharía hasta el final para sobrevivir, aun si cayese en manos del enemigo. Medes, en cambio, aceptó la ampolla y la ocultaba en una especie de pequeña pistolera axilar.
Le avisó a Medes que volvería en un par de horas y le ordenó que no encendiese la radio hasta que él regresase. El kurdo asintió con expresión neutra y se puso a acomodar la ropa en el armario. Le habían recalcado que Al-Saud era el jefe de la misión y que le debía obediencia absoluta, a lo cual no presentó objeción; su jefe era de los pocos hombres a los que admiraba y en los que confiaba ciegamente.
Al-Saud salió de la pensión y, antes de arrancar el Renault 11, consultó el mapa de la ciudad que se sabía de memoria. Había decidido corroborar la existencia de los dos buzones muertos, que, junto con la radio de Medes, conformaban el sistema de comunicación con Raemmers en Londres y con los agentes en el terreno.
Como toda ciudad antigua que se ha desarrollado sin un plan, Bagdad es caótica e intrincada, con grandes arterias de las que nacen calles cortas, de poco movimiento. Al-Saud pasó cerca de la Embajada de los Estados Unidos, tomó por la calle Yafa y cruzó el puente Al-Jumhuriya. Del otro lado del Tigris, había una fábrica abandonada, destruida por los bombardeos del 91. A lo lejos, en una plataforma que había servido de muelle, varios niños jugaban y se zambullían en el río. Sus voces y sus risas chocaban con el contexto sórdido y decrépito del edificio en ruinas.
Entró. Haces de luz se colaban por los ventanales sin vidrios y caían sobre los pedazos de concreto y otros despojos; el crujido de sus botas al pisar los detritos competía con el aleteo de las pájaros, que anidaban en los tirantes de hierro cercanos al techo; olía a moho y a estiércol de murciélago. Consultó el plano y halló el buzón sin problemas. Se trataba de una pequeña caja de hierro verde escondida en la cavidad de un muro oculta tras un archivero descoyuntado. La llave giró dentro de la cerradura, y Al-Saud levantó la tapa. No había nada. El acuerdo era volver cada tres días para revisar o dejar un mensaje.
Habían ubicado el segundo buzón alejado del centro de Bagdad, hacia el norte, en una barranca natural del Tigris, donde crecía abundante vegetación. Consistía en un tarro de vidrio oscuro, con cierre hermético, sumergido en las aguas y atado a un tronco con una tanza transparente. Allí encontró una hoja del periódico bagdadí oficialista Babel, que no se molestó en desplegar ni en analizar porque sabía que el mensaje estaría escrito con tinta invisible en el margen derecho de la página par. Lo ocultó en el bolsillo interno de su campera y observó el entorno antes de regresar al automóvil. En la pensión, se encerró en su dormitorio para iniciar el proceso de revelado con los tres reactivos cuya aplicación combinada haría surgir las palabras ante sus ojos como por arte de magia. Durante sus días de espía en Serbia, los mensajes habían sido escritos con tinta común, lo que había implicado un riesgo innecesario. Para aprender la técnica de las tintas invisibles, Al-Saud exigió a Raemmers que invitase a pasar unos días en el sur de Inglaterra a un experto, empleado y socio minoritario de la Mercure, el falsificador ruso Vladimir Chevrikov, más conocido como Lefortovo. Éste recomendó que tanto la tinta como los reactivos se disfrazasen en frascos de medicinas, de comestibles o artículos de tocador que se adquiriesen en cualquier comercio iraquí y que no llamarían la atención en caso de una requisa. Asimismo, Al-Saud exigió que se contratase a Lefortovo para falsificar sus identificaciones iraquíes; sólo se fiaba de él, de su pericia.
Después del proceso de revelado, cuyas tres fases tomaban alrededor de una hora, el mensaje se manifestó en un lenguaje codificado. Lo descifró en pocos minutos: «Show time. El 19 a las 1530». Al-Saud no precisaba otra información; el resto lo habían planeado con minuciosidad en la mansión inglesa, lo cual no implicaba que Eliah estuviese satisfecho; juzgaba el operativo demasiado arriesgado; en su opinión, el éxito quedaba en manos del azar, y eso era inaceptable; sentía que estaba dando palos de ciego.
Colocó la página del periódico dentro de un tacho y le prendió fuego. Observó cómo el papel se retorcía y adquiría una coloración oscura, salvo en las partes donde había reactivo, que brillaba con una tonalidad blancuzca antes de quedar en llamas. Pensó en Matilde, y se instó a serenarse. Markov y La Diana la protegerían con su vida, y, ante cualquier inconveniente, contaban con el teléfono privado de Raemmers. Sólo tendrían que pronunciar «Caballo de Fuego» en inglés a quien los atendiese para que L’Agence se ocupase de contactarlos y de solucionar el problema. Raemmers se lo había prometido, y Al-Saud confiaba en su antiguo comandante.
Se preguntó si habría vuelto el agua. Anhelaba tomar un baño y acostarse. Al día siguiente, viernes 15 de enero, muy temprano, comparecería por primera vez en la calle Al-Mutanabbi y desplegaría su librería móvil. No importaba que se tratase del día en que los musulmanes iban a la mezquita y no trabajaban; la feria de libros usados de Bagdad no conocía de fines de semana ni de días feriados.
Tres y veinte de la tarde del martes 19 de enero. «Show time», pensó Eliah al consultar su reloj, uno viejo y cuya malla de cuero estaba a punto de cortarse y que armonizaba con la vestimenta —un pantalón de franela gris y una camisa de manga corta en un tono indefinido entre el blanco y el amarillo pálido— y con su calzado, unas zapatillas polvorientas y avejentadas.
Apoyado sobre el capó del Renault 11 cubierto de libros y con los brazos cruzados sobre el pecho, dio un vistazo a esa parte final de la calle Al-Mutanabbi, un sitio apartado, donde la actividad, el movimiento y las voces languidecían. El golpe se llevaría a cabo en diez minutos. Aunque había ingresado en el edificio con el rostro oculto tras un keffiyeh, Al-Saud sabía que se trataba de Kusay Hussein, que visitaba a su amante, costumbre que repetía los jueves, a la misma hora. Sus guardaespaldas, dos muchachos fornidos, vestidos con trajes elegantes, los rostros cubiertos gracias a las barbas espesas y a los lentes negros, lo aguardaban dentro del Mercedes Benz. Desde su posición, lo alcanzaba la música de ritmo árabe que se filtraba por los resquicios de las ventanillas.
Kusay abandonó el edificio apenas pasados unos minutos de las tres y media. Sus hombres descendieron del Mercedes Benz, y la música ganó preponderancia. En tanto uno mantenía la puerta trasera abierta y clavaba la vista en su jefe, que cruzaba la vereda, el otro, con la mano deslizada bajo el saco, vigilaba el entorno. Al-Saud, que atendía a un cliente interesado en un libro de arte caldeo, observaba por el rabillo del ojo la situación. Los custodios, pensó, no sabían que morirían en pocos segundos.
Los tres hombres de L’Agence, cubiertos de pies a cabeza con un traje de neopreno negro, se arrojaron desde balcón del primer piso y aterrizaron sobre el techo del Mercedes Benz, sobre uno de los custodios y en la vereda, delante de Kusay, que se escabulló hacia la izquierda. Uno de los hombres de negro salió tras él. Al-Saud corrió los metros que lo separaban del lugar del asalto, donde los guardaespaldas se debatían en una lucha cuerpo a cuerpo con dos de los atacantes. No habían tenido tiempo de reaccionar ni de sacar sus armas, aunque luchaban denodadamente. «Tienen buena técnica», admitió Eliah, antes de propinar un falso golpe en la nuca de uno de los asaltantes, que cayó, inconsciente, con un quejido amortiguado por el pasamontañas de neopreno. El otro desenvainó con dificultad una pistola y mató al custodio con el que peleaba, el cual se desmadejó en el piso con una bala en la frente. Acto seguido, se tomó un segundo para apuntar y disparó contra el otro custodio, a quien Al-Saud había liberado, que corría en dirección a Kusay Hussein. El hombre cayó de bruces con dos balas en la espalda.
Al-Saud lanzó una patada voladora, y el arma del soldado de L’Agence terminó a varios metros, del otro lado de la calle, coronando un montículo de libros, cuyo dueño, uno de los pocos asentados en esa parte más solitaria, observaba la pelea sin pestañear. Al-Saud se lanzó sobre su antiguo compañero de L’Agence y le propinó un golpe falso en la garganta con el codo. Lo aferró desde atrás por el cuello y le quitó la SIG Sauer P220 con cartuchos de fogueo que, sabía, encontraría ajustada en la parte posterior de su cintura.
El otro asaltante, que a unos metros sometía a Kusay, ya sin keffiyeh y con una manga del saco que le colgaba y le ocultaba la mano izquierda, se detuvo al descubrir a su compañero amenazado con una pistola en la sien y sujetado por un desconocido. Al-Saud fijó la vista durante unas milésimas de segundo en el hijo de Hussein, que no ocultaba su pánico, y, sin pronunciar palabra, disparó. El hombre de negro que mantenía prisionero a Kusay se desplomó sin proferir sonido. Al-Saud propinó un culatazo en la nuca del que sujetaba, que cayó a sus pies y quedó inconsciente en la vereda. Se deshizo del arma arrojándola en la cuneta.
—¡Suba al auto! —ordenó a Kusay, y, como lo vio dudar, lo apremió—: Yallah! Yallah! (¡Vamos! ¡Vamos!).
Kusay Hussein se lanzó de cabeza en el asiento trasero del Mercedes Benz, y Al-Saud arrancó sin esperar a cerrar las puertas. Puso la marcha atrás y se alejó de la feria de libros usados zigzagueando y haciendo chirriar las gomas. En la primera esquina, dio un volantazo, y el automóvil giró sobre sí. Tomó por la calle Al-Rasheed, dando una muestra de sus dotes de conductor mientras esquivaba a alta velocidad el tránsito congestionado; se subió a la vereda, y varios puestos ambulantes acabaron por el aire.
Kusay, que ya había cerrado la puerta trasera, hizo otro tanto con la del copiloto. Espiró el aire ruidosamente y se dejó caer contra el asiento. Dio un sacudón nervioso, más bien colérico, para terminar de arrancar la manga y la tiró al piso. Extrajo un paquete de Marlboro. Tardó en encender el cigarrillo porque le temblaba la mano y no acertaba con la llama. Al-Saud lo estudiaba por el espejo retrovisor, donde sus ojos se encontraron. Kusay dio una pitada larga y bajó los párpados.
—No nos siguen —manifestó Eliah—. ¿Adónde lo llevo?
—Primero, apaga esa música detestable.
—Sí, sayidi.
—Ahora dime quién eres.
—Nadie. Un vendedor de libros de la calle Al-Mutanabbi.
—Nadie, con esa puntería y que pelea como te vi pelear, es un vendedor de libros.
Al-Saud sonrió y admitió:
—Era soldado.
—Te arriesgaste mucho disparándole a ése conmigo a unos centímetros. Podrías haberme matado.
—No, sayidi —contestó el hombre, de modo respetuoso y sin jactancia.
Kusay Hussein reflexionó que ningún soldado raso del ejército iraquí estaba preparado para ese despliegue de habilidades. Le miró el perfil, el bigote negro, sin canas, y calculó que apenas superaba la treintena.
—¿Sabes quién soy yo?
—Ahora que le veo el rostro, sí. Usted es el segundo hijo del amo Saddam.
—¿No lo sabías cuando te decidiste a ayudarme?
—No. El keffiyeh lo cubría muy bien.
—¿Por qué lo hiciste?
Kusay lo vio agitar los hombros con indiferencia, admirado de que el hombre se mostrase tan seguro y de que no temblase como él; por mucho que apretase los puños y doblase hacia adentro los dedos del pie, no conseguía refrenar el temblequeo.
—Pensé que se proponían secuestrarlo para pedir rescate. Al ver el automóvil y los dos custodios, me dije que usted era un hombre de riqueza.
—Llévame al Palacio Al-Faw.
—Sí, sayidi.
—¿Conoces dónde queda?
—Sí, sayidi.
—¿De dónde eres? Tu acento es norteño.
—Soy de Ayasio, un pueblo ubicado entre Mosul y las ruinas de Nínive. Un pueblo de agricultores y criadores de cabras, sayidi.
Kusay Hussein le indicó que doblase a la derecha en la siguiente calle.
—¿Qué has venido a hacer a Bagdad?
—A buscar trabajo. Por ahora me dedico a vender mis libros para hacerme de unos dinares y pagar la pensión. De hecho, tengo que volver pronto a Al-Mutanabbi o no quedará uno solo. Quizá se hagan de mi auto también, que es lo único que tengo. Desde que pedí la baja en el ejército, las cosas no nos han ido bien a mi padre y a mí.
Kusay se limitó a asentir y no volvió a hablar. Se quitó el saco sin una manga y se acomodó la corbata para evitar llamar la atención de los guardias que custodiaban el acceso principal al palacio. El Mercedes Benz traspuso el imponente arco de triunfo que marcaba el ingreso en el predio y pasó a baja velocidad junto a la garita, cuyos guardias saludaron al hijo del amo Saddam y echaron un vistazo desconfiado al nuevo chofer. El automóvil avanzó por el camino hasta detenerse bajo un pórtico de columnas de mármol de casi diez metros de altura. Le gustó que el hombre no comentase acerca de la fastuosidad del lugar; a decir verdad, ni siquiera parecía abrumado ante la visión de la construcción y del lago artificial. Dos mayordomos salieron a recibirlo.
—Baja —indicó a Al-Saud; a los empleados del palacio les ordenó—: Condúzcanlo al baño, donde pueda refrescarse, y luego a la cocina, para que coma y tome lo que desee. Luego, lo quiero en mi despacho.
—Sayidi —intervino Al-Saud—, le agradezco su amabilidad, pero, en verdad, tengo que regresar a Al-Mutanabbi o no encontraré nada.
—¡Olvídate de Al-Mutanabbi! Haz lo que te digo. —Kusay dio media vuelta y cruzó el vestíbulo circular a paso enérgico.
Los mayordomos se mostraron hospitalarios y, después de darle unos minutos para que se recompusiese en un baño, en el cual el brillo de los grifos de oro reverberaba sobre el mármol negro, lo condujeron a la cocina, donde lo agasajaron con cubitos de halva bañados en miel, pistachos y té dulce. Eliah, que prefería lo salado, apenas mordisqueó la halva, se echó varios pistachos al coleto y tomó de dos sorbos el vasito de té. Minutos después, cruzaba el umbral de la oficina de Kusay Hussein. «Lo logré», pensó, sin entusiasmo, pero con soberbia y algo de rabia, porque se había tratado de una endemoniada misión en la cual la mayoría de los elementos habían quedado librados a la suerte, y eso, en un temperamento dominante y controlador como el de él, resultaba inaceptable.
Kusay, sentado a un escritorio estilo Luis XV, hablaba por teléfono. Le indicó con una seña que se sentase. Al-Saud obedeció. Kusay relataba el ataque. Cuando dijo «baba», Eliah concluyó que Saddam se encontraba del otro lado de la línea. Dirimían acerca de los grupos interesados en liquidarlos, que no eran pocos. Se decantaron por los adeptos al régimen iraní de los ayatolás. Al-Saud observó que, al golpetear el cigarrillo contra el borde del cenicero, la mano de Kusay todavía temblaba; lo mismo notó cuando el iraquí apoyó el auricular sobre el teléfono.
—¿Cómo te llamas?
—Kadar Daud, sayidi —contestó, e hizo ademán de extraer la identificación de la billetera, a lo que Kusay se opuso con una sacudida de mano.
—¿Cuál era tu rango al momento de pedir la baja en el ejército?
—Usted era mi comandante supremo, sayidi. Yo era un soldado de la Guardia Republicana.
Ante esa pieza de información, Kusay levantó los párpados y permitió que su asombro se transparentase. La Guardia Republicana era el brazo de élite de las Fuerzas Armadas iraquíes, concebido como custodia personal de Saddam Hussein, si bien sus funciones se habían ampliado con los años. Aquéllos que conformaban sus filas no eran conscriptos, sino fanáticos del régimen baasista, dispuestos a dar la vida para proteger al rais. Eran soldados por vocación, bien educados —«De ahí», coligió Kusay, «que este hombre sea afecto a los libros»—, disciplinados y con un adiestramiento superior.
—¿Por qué pediste la baja del ejército? —Al-Saud lo miró fijamente, con un gesto incómodo, y no contestó—. No cobrabas tu sueldo.
—No, sayidi.
—¿Desde cuándo?
—Desde hacía un año. Después de la Guerra del Golfo, las cosas se pusieron muy difíciles para el ejército —añadió, con intención de justificar la falta de pago.
Kusay suspiró, aplastó la colilla en el cenicero de oro y se inclinó sobre el escritorio. Volvió a preguntar:
—¿Cuál era tu rango cuando pediste la baja?
—Sargento mayor, sayidi.
«Era de la tropa», se dijo Kusay.
—¿A qué división pertenecías?
—A la Octava, sayidi. La As-Saiqa.
—¿A qué brigada?
—A la de las Fuerzas Especiales.
—Ya veo —murmuró el hijo del presidente—, la élite dentro de la élite. —Permaneció en silencio con la vista clavada en el exsoldado. Lo complació que no bajase la mirada ni que se la sostuviese con pedantería. Había una cualidad serena en ese hombre que lo hacía sentir a gusto—. Tu desempeño hoy en la calle Al-Mutanabbi fue increíble. Pocas veces he visto a un hombre pelear sólo con sus manos y deshacerse de tres profesionales armados como lo has hecho tú.
—El ejército iraquí invirtió mucho dinero en mí y en otros compañeros, sayidi. En el 90 nos enviaron a Moscú, donde fuimos entrenados durante casi un año por expertos de la Spetsnaz GRU. Todo lo que sé se lo debo a la generosidad del amo Saddam. Fue muy duro para mí abandonar la Guardia Republicana. Era mi vida —agregó, en un tono apenas audible.
—Lo entiendo, Kadar.
Sonó el teléfono. Al-Saud escuchaba el ronroneo que componía la voz del otro lado de la línea, sin entender palabra. Kusay cortó y le dijo:
—Era el jefe de la Policía. Cuando llegaron, ya no quedaban rastros de los que me atacaron. Los vendedores de libros aseguran que una furgoneta se detuvo y dos hombres los cargaron y se los llevaron.
—Sabía que había otros merodeando. Por eso le insistí rudamente que subiese al auto, sayidi. Temía que nos cayesen encima. Le pido disculpas.
—Está bien, está bien —desestimó Kusay—. Sé que lo hiciste para salvarme el pellejo. Tu automóvil y los libros están intactos. Un policía se quedará junto a ellos hasta que vayas a buscarlos.
—Shukran yaziilan, sayidi (Muchas gracias, señor).
—Es lo menos que puedo hacer, Kadar. Me salvaste la vida. Por favor, anótame aquí tu nombre completo, tu dirección y tu teléfono.
Le entregó papel y una lapicera, y Al-Saud escribió deprisa los datos. Se puso de pie al ver que Hussein lo hacía. Éste abrió la billetera y sacó varios billetes, eran dólares, y se los extendió a Al-Saud, que los contempló antes de lanzar un vistazo ofendido a Kusay.
—No, sayidi, no. Jamás aceptaría dinero por salvar la vida de mi comandante. Sólo he cumplido con mi deber.
A Kusay le agradó la reacción de Kadar Daud. En esencia, seguía siendo un soldado de la Guardia Republicana, con una gran cuota de orgullo. Él mismo lo escoltó hasta la planta baja, al vestíbulo circular, por cuya cúpula vidriada se filtraba el sol convertido en rayos de colores. Convocó a uno de los mayordomos, le ordenó que un chofer llevase a Kadar de regreso a la calle Al-Mutanabbi y se despidió con un apretón de manos.
Los días siguientes, Al-Saud concurrió a vender libros —tuvo que soportar a sus colegas, que intentaron sonsacarle qué había sucedido y si era cierto que el hijo del rais le debía la vida— y visitó los buzones muertos. En tanto, esperaba el llamado del asistente de Kusay Hussein. El instinto le decía que el pez había mordido el anzuelo. Haberse quedado sin custodia lo precipitaría a actuar. Aunque en el régimen existían miles de reemplazos, Kusay, dado su temperamento, analizado en profundidad por los expertos de L’Agence, no admitiría a cualquiera; tendría que tratarse de alguien a quien respetase para después confiar. La confianza constituía el ingrediente más preciado; el segundo hijo de Saddam era consciente de que dependía de la lealtad de su gente para sobrevivir. Por ejemplo, ¿quién había vendido el dato de sus visitas al edificio de la calle Al-Mutanabbi? ¿Su amante, tal vez? ¿Su asistente? ¿El portero del edificio?
De seguro, meditó Al-Saud, se habría tomado esos días para chequear la información sobre su identidad y su pasado como sargento mayor de la Guardia Republicana. Los del Departamento de Informática de L’Agence habían hackeado los sistemas del ejército y reemplazado la fotografía del verdadero Kadar Daud por la de Eliah vestido con el uniforme de sargento mayor. Después de analizar varios legajos, se habían decantado por la identidad del tal Kadar, un viudo joven, sin hijos, con su padre a cargo, un buen soldado de probadas destrezas, cuya historia se ajustaba a las necesidades del operativo y sus proporciones físicas, a las de Al-Saud. Además de su padre, no tenía otros parientes y vivía en un pueblo abandonado de la mano de Dios de dos mil habitantes. Desde el 7 de enero, nadie podía dar señas del paradero de Kadar ni del de su padre; se habían esfumado sin aviso. Los vecinos no se mostraban sorprendidos: ese Kadar nunca ofrecía explicaciones y se creía superior por haber pertenecido a la Guardia Republicana. Lo cierto era que el exsoldado y su padre pasaban una temporada en una prisión militar en las afueras de Riad, separados de los demás presos para evitar que hablasen, más allá de que no tenían mucho para decir; el joven y el viejo no entendían qué hacían allí. Unos hombres con los rostros cubiertos por pasamontañas habían irrumpido en su casa la noche del 6 de enero y, sin pronunciar palabra, los habían maniatado y subido a una camioneta, la cual habían conducido como locos durante dos horas, para después arrojarlos dentro de un helicóptero, que aterrizó en el patio de una prisión horas más tarde. Cada vez que Al-Saud pensaba en Kadar Daud y en su padre, decía: «Siempre existen daños colaterales en este tipo de misiones».
Otra previsión tomada por el Departamento de Logística de L’Agence fue la de regresar a la cabaña de Kadar Daud, quitar las fotografías y reemplazarlas por algunas de Al-Saud y de Medes; incluso contrataron a una prostituta de Marruecos, que posó con Eliah en el rol de esposa. También se ocuparon de cubrir los muebles con sábanas, vaciar la heladera y llevarse la basura, la ropa y los efectos personales. Cualquier inspección concluiría que los Daud se habían marchado y que no volverían en una larga temporada.
Eliah recibió la llamada del secretario privado del comandante Kusay Hussein el lunes 25 de enero, antes de partir hacia la calle Al-Mutanabbi, por lo que ese día, en lugar de vender libros, condujo su Renault 11 al Palacio de Al-Faw. A punto de ingresar en el círculo íntimo del hijo del rais, el que, se decía, ostentaba el poder desde la traición y muerte del yerno de Saddam, Hussein Kamel, de la familia Al-Majid, Al-Saud experimentaba un humor ambiguo: por un lado, estaba satisfecho de poder comenzar con la misión —quería terminarla cuanto antes— y, por el otro, experimentaba un profundo fastidio por haberse visto obligado a aceptarla. Cada minuto al flanco del comandante de la Guardia Republicana implicaría enormes riesgos. Si lo enfrentaban con un antiguo compañero o con sus jefes de la Octava Unidad, la As-Saiqa, la mascarada se derrumbaría en un santiamén y podía darse por muerto. Se tranquilizó especulando que resultaba improbable que Kusay se reuniese con personal de la tropa o de los mandos medios; no obstante, el peligro era considerable.
Aguardó alrededor de una hora en una salita contigua al vestíbulo. Después, lo guiaron al despacho de Kusay. Lo encontró reunido con un hombre al que reconoció de las tantas fotografías y filmaciones que había visto y estudiado en la mansión al sur de Inglaterra: se trataba del general Karim Al-Masud, segundo en el orden de jerarquía de la Guardia Republicana. Vestía uniforme verde, borceguíes negros y se cubría la cabeza con la boina roja, distintivo de los de la Guardia. En las charreteras que decoraban sus hombros, el águila, las dos estrellas y las cimitarras cruzadas delataban su rango.
—Pasa, Kadar. Supongo que recuerdas a tu superior.
—Sí, sayidi —contestó Al-Saud, y se inclinó en dirección del militar para saludarlo—. As-salaam-alaikun, fariq awwal Al-Masud.
—Alaikun salaam, na’ib dabit Kadar Daud —contestó el general, y lo llamó por su antiguo rango, sargento mayor. Le extendió la mano, que Al-Saud estrechó con un apretón decidido—. El comandante Hussein acaba de relatarme tu increíble intervención que le salvó la vida.
—Shukran, fariq awwal.
Analizaron los detalles del ataque, en los que Al-Saud se demoraba con afán para obviar el tema de las viejas épocas en el ejército. Mientras lo hacían y sorbían café, se abrieron las dos hojas de la puerta del despacho y entró Saddam Hussein seguido por tres guardaespaldas. Al-Saud se puso de pie de inmediato y bajó la vista. El corto vistazo le sirvió para apreciar el estilo impecable del presidente, radiante en su traje azul, el bigote recortado a la perfección, el cabello corto y con pocas canas en las sienes. Era alto, de una presencia que se imponía naturalmente.
—¡Ven aquí, muchacho! —El presidente le palmeó la espalda, lo aferró por los brazos y le dio tres besos en las mejillas, de acuerdo con la costumbre árabe. Sin soltarlo, lo miró fijamente, y Al-Saud supo que ese hombre podía leer la verdad en los ojos de un hombre—. ¡Has salvado la vida de mi hijo Kusay y por eso tienes mi eterna gratitud!
—Es un honor, amo Saddam.
—¿No tiemblas en mi presencia?
Al-Saud levantó la vista, y su expresión trasuntó desconcierto.
—No, amo Saddam —replicó al cabo—. Lo admiro y lo respeto. Sé que es un hombre justo. Estoy emocionado de conocerlo en persona, eso sí —admitió, en voz baja.
—No se te nota —afirmó el presidente, risueño.
—En las Fuerzas Especiales nos enseñaron a dominar y a ocultar nuestras emociones, amo Saddam.
—Sí, claro. Así debe ser. Un verdadero hombre jamás revela lo que piensa ni lo que siente. ¡Me gustas, Kadar! ¿Ya te dijo Kusay que te desempeñarás como su nuevo guardaespaldas?
—No, baba, aún no se lo he comentado.
—Así es, Kadar —reiteró el presidente iraquí—. Creo que serás el mejor para protegerlo. Tráemelo con vida todos los días y nunca me hagas enojar.
—No, amo Saddam. Mi único deseo es servirlos a usted y a mi patria.
—¡Bien, muchacho! ¿Eres casado?
—Viudo, amo Saddam.
—¿No has pensado en tomar de nuevo una esposa?
—No, amo Saddam.
—¡Haces bien, muchacho! ¡Muy bien! —El comentario suscitó risotadas—. Las mujeres son lo mejor dentro de los límites de la cama, nada más.
Saddam Hussein se despidió y se llevó con él al general Al-Masud. Kusay indicó a Al-Saud que volviese a ocupar el sillón.
—Kadar, espero que te guste la idea de ser mi custodio.
—Sí, sayidi. Es una bendición de Alá.
—Bien. Mi secretario te explicará lo que se espera de ti, te dará ropa adecuada y te mostrará tu oficina aquí, en Al-Faw. Tendrás un compañero, también de la Guardia Republicana. —Al-Saud se tensó—. Abdel Hadi Bakr pertenece a la Primera División, la Hammurabi, dudo de que lo conozcas. Además, es un poco más joven que tú. Tiene veinticuatro años. Es un buen soldado, hábil en la lucha cuerpo a cuerpo y en el manejo de armas de fuego. Entiendo que tú eres diestro en la pelea con cuchillo.
—Los de la Spetsnaz GRU me adiestraron bien, sayidi.
—Me gustaría que le enseñases esta disciplina a Abdel Hadi.
—Lo haré con gusto, sayidi.
—Abdel Hadi sabe que tú eres el jefe y que te debe obediencia. —Al-Saud asintió con humildad—. Paso mucho tiempo en el Al-Faw, pero duermo cada noche en un palacio distinto, para evitar sorpresas desagradables. Tú y Abdel Hadi se turnarán cada noche para custodiar las habitaciones donde duerme mi familia. Ahora ve con Labib, mi secretario, para que te ponga al tanto de otros detalles. Empiezas hoy mismo.
Labib lo proveyó de un traje de un fino paño gris oscuro, dos corbatas —una roja y otra azul y verde—, dos camisas blancas, zapatos negros y medias, y lo acompañó a su oficina para que se cambiase. Al verlo reaparecer, el hombre arqueó las cejas y sonrió en señal de complacencia.
—Eres casi tan alto como sayid Uday. ¿Cuánto mides?
—Un metro, noventa y dos centímetros. ¿Cuáles serán mis actividades diarias, Labib?
El secretario le indicó que, cada mañana, sirviéndose de unos aparatos, «limpiaría» la oficina del señor Kusay y su automóvil de micrófonos, cámaras y demás artilugios que sus enemigos ansiaban plantar para espiarlo. Antes de encender el automóvil, lo repasaría con el detector de bombas y de minas. El señor Kusay jamás debía salir solo. Le entregó un walkie-talkie, un celular y un localizador.
—Labib, ¿cuáles serán mis armas?
El secretario abrió una caja fuerte y extrajo dos pistolas, que Al-Saud reconoció aun a la distancia: una Glock 17 y una Heckler & Koch USP 9 milímetros. Le entregó además dos cajas con balas Parabellum y dos cargadores de repuesto.
—Sayid Kusay me ordenó que instruyese a mi compañero en la lucha con cuchillo. Precisaré dos.
—¿De qué tipo?
—Si se me permite elegir —Labib asintió con solemnidad—, me gustaría contar con dos cuchillos KA-BAR. El modelo Becker Combat Utility es excelente, pero cualquiera de la línea militar servirá.
Labib tomó nota con diligencia y aire concentrado.
—Veré qué puedo hacer —masculló—. Con el embargo, hoy es difícil hasta comprar leche. Pero… Sí, en el mercado negro hay de todo. Por supuesto, cuesta un ojo de la cara. Toma. —Le entregó una carpeta con la agenda del señor Kusay hasta mediados de febrero y le remarcó algunos acontecimientos importantes y riesgosos debido a la exposición a cielo abierto y en público.
—¿Existe algún sitio donde mi compañero y yo podamos entrenar?
—Sí, por supuesto. En el segundo piso hay un gimnasio muy completo. Ven, Kadar, te enseñaré dónde queda. Podrán usar todas las instalaciones excepto el sauna.
Abdel Hadi Bakr era un muchacho no muy alto, aunque sí fornido, con el cuello grueso y hundido entre los trapecios, lo cual le confería el aspecto de un toro que no resultó suficiente para ocultar su inseguridad y nerviosismo. Al-Saud le extendió la mano, y Abdel Hadi le ofreció una húmeda y caliente con una sonrisa trémula. «Bien», se dijo Al-Saud, «será fácil dominarlo». Se mostró serio y distante, y no alentó ninguna de las conversaciones amables que el soldado inició, ni siquiera le respondió cuando le confesó que admiraba a los miembros de las Fuerzas Especiales. Se quedó mirándolo con una mueca que a las claras expresaba: «¿A cuento de qué viene ese comentario estúpido?», lo que hizo enrojecer a Abdel Hadi, no sólo sus mejillas medio abultadas sino también los pabellones de sus orejas. Al-Saud se rió por dentro. No permitiría que entre ellos naciese la confianza que, con el tiempo, lo habilitaría a inmiscuirse en su pasado y en su vida privada.
—Esta noche, tú te quedarás de guardia. Labib acaba de informarme que sayid Kusay dormirá en el Palacio Raduaniyah.
El palacio, ubicado al este de Bagdad, cerca del aeropuerto, era la residencia favorita del presidente Hussein. Su fama también derivaba del hecho de poseer una prisión dentro de sus confines donde se había torturado y asesinado a miles de personas, en especial durante los levantamientos que siguieron a la Guerra del Golfo. Al-Saud recordó uno de los primeros trabajos de la Mercure, una infiltración llevada a cabo por uno de los expertos de Peter Ramsay, en esa misma cárcel, con el objetivo de filmar y de tomar fotografías para el organismo humanitario Los Defensores de los Derechos Humanos.
Esa noche, regresó a la pensión, tomó una hoja del periódico Babel y escribió en la página par, en el margen derecho y con tinta invisible, un mensaje codificado que Medes llevaría al buzón muerto sumergido en el río al día siguiente. El que lo descifrase leería: «Estoy adentro».
Después de la discusión en el cruce de Erez, a Markov estaba resultándole imposible acceder a la nueva Diana. No se mostraba rencorosa ni enfurruñada, por el contrario, un halo de beatitud y serenidad la circundaba; sonreía y hablaba de manera pausada, y no parecía mortificada por la distancia que los separaba como un abismo, ni resentida por lo que le había soltado aquella mañana en el estacionamiento. ¿Ya no lo amaba? ¿No deseaba convertirse en su mujer? ¿No echaba de menos su compañía? Había adoptado un aire de misticismo, como si las cuestiones terrenales ya no le importasen, como si prescindiese de ellas, lo mismo que de él y de los besos que le daba.
Un día, mientras hacían guardia a las puertas de la cantina del Al-Shifa, Markov la observaba de soslayo, contento porque La Diana nunca se quitaba los aros colgantes que le había regalado. Se perfumaba con Fleurs d’Orlane, y su aroma, que le acicateaba las fosas nasales, lo desconcentraba. Tal vez debería pedirle que no lo usase mientras trabajaban.
Lo tomó por sorpresa, la pilló en un acto que lo asombró: La Diana inclinó la cabeza, acercó la medalla a su boca y la besó. Si se hubiese puesto a bailar y a cantar La isla bonita en la recepción del hospital, no lo habría sorprendido tanto. Se quedó mirándola; ella, no obstante, devolvió la atención al entorno y no se giró hacia él. Su apatía estaba enloqueciéndolo. Habría sabido lidiar con una indiferencia hostil; no tenía idea de cómo hacerlo con esa nueva disposición.
—¿Diana?
—¿Sí?
—Esa medalla —dijo, y la señaló con una sacudida del mentón—, ¿tiene algo que ver con este cambio?
—¿Qué cambio, Sergei?
Pese a todo, seguía conmoviéndolo que lo llamase Sergei.
—¡Diana, por favor! Si te pareces a Heidi últimamente. —La Diana se cubrió la boca y ahogó las risitas—. ¿Ríes? ¿Qué es lo que te pasa? ¿Por qué llevas esa medalla? ¿Por qué la besas? —añadió, con acento exasperado.
—La compré un día en París —dijo, y la tocó con el índice y el mayor—, el día en que hice una promesa. Desde ese momento, me he sentido tranquila. Ha sido raro, me refiero, a sentirme así, en paz. No recuerdo haberme sentido así en toda mi vida.
—¿Qué promesa hiciste? —preguntó el ruso con miedo.
—No lo entenderías, Sergei. Me he dado cuenta de que los hombres rara vez comprenden los mecanismos de las mujeres. Por eso nos hacemos mucho daño.
—¿Yo te hago daño? —El enojo de Markov comenzó a tomar forma—. ¿Y qué me dices de los malditos serbios de Rogatica? ¿Ellos no te hicieron daño?
—Por supuesto —musitó—. Me hicieron un daño terrible, tal vez irreparable. A mí, a Leila y a tantas otras pobres mujeres.
—¡Entonces, déjanos a Sanny y a mí ocuparnos de ellos!
—¡No! —Lo inesperado de su reacción, después de los murmullos sedosos, lo sacudió—. ¿Por qué insistes en ocuparte de algo que no te concierne, Sergei?
—¿Que no me concierne? ¡Esos hijos de puta casi destruyeron a mi mujer! ¿Y no me concierne?
—Yo no soy tu mujer. No pude serlo antes y dudo de que alguna vez pueda.
La Diana abandonó la silla y caminó en dirección a la cantina del hospital. Markov la observó alejarse con gesto estupefacto. No se atrevió a correr tras ella, envolverla entre sus brazos y susurrarle con gritos reprimidos: «Si te amo de esta manera inconmensurable, ¿por qué me lastimas tanto?».
La Diana entró en la cantina donde Matilde almorzaba con sus compañeros de Manos Que Curan y se quedó mirándola, no tanto para custodiarla —habría podido hacerlo desde la posición junto a Markov—, sino para entrar en ese campo magnético que la joven irradiaba y que le devolvía la armonía. Aunque estaba de espaldas, Matilde se dio vuelta y le sonrió, como si la hubiese percibido. La Diana la vio despedirse de sus compañeros y abandonar la mesa. Semanas atrás le había confesado lo de su promesa a la Virgen de la Medalla Milagrosa, y Matilde le había dicho que sólo una persona muy valiente y noble habría sido capaz de formularla, sobre todo contando con la destreza para llevar a cabo una venganza de proporciones mayúsculas. La Diana no se atrevió a explicarle que lo había hecho convencida de que así habría procedido ella. Después de tantos años de enojo, de dolor y de tristeza, la amistad de Matilde, su simpleza y su humildad, a la par que su carácter decidido —le parecía que a Matilde ningún planteo moral le suscitaba dudas—, constituían un faro en la tempestad. Por mucho que amase a Markov, por más que él hubiese quebrado su coraza con una valentía y un tesón encomiables, formaba parte de la tormenta que la sumergía en un mar de angustia. Matilde, en cambio, que había sufrido un trauma similar y salido adelante, se convertía en un remanso de paz y de esperanza.
—Diana —dijo Matilde—, ¿estás bien?
—Sí.
—¿No ha llamado Eliah?
«La pregunta obligada», pensó la joven bosnia, y se compadeció de su amiga. Se aproximaban al final de enero, y Al-Saud llevaba semanas sin ponerse en contacto. La angustia de Matilde se apreciaba en su gesto alicaído. De igual modo, sonrió ante la respuesta negativa y dijo:
—Dentro de media hora nos iremos a Khan Yunis, al Centro de Atención para Niños Desnutridos. Iré en el auto con Bondevik. —La Diana asintió—. Voy a cambiarme.
Viajó al campo de refugiados de Khan Yunis con su jefe, Harald Bondevik, y con sus compañeros, el puertorriqueño Jonathan Valdez, el brasilero Amílcar de Souza y el enfermero japonés Satoshi, que se abstenían de indagar acerca de la presencia de la pareja que los seguía en otro vehículo cada vez que se dirigían a los dispensarios o al Centro de Atención para Niños Desnutridos. También los veían rondar el hospital.
Al estacionar el automóvil frente al ingreso del centro asistencial, una pequeña multitud se agolpaba a sus puertas. No los sorprendió, estaban habituados. Los habitantes del campo de refugiados y de los alrededores sabían que los médicos de Manos Que Curan se presentaban los martes a primera hora de la tarde, y como les regalaban medicinas y comida, se volcaban en masa.
Matilde, asistida por Satoshi, pesó, midió, auscultó y revisó a más de veinte niños y bebés. A varios les ordenó análisis de sangre porque sospechaba que padecían anemia. A todos, sin excepción, les recetó vermicidas porque, dada la pésima calidad del agua, tenían parásitos intestinales. Como el tratamiento no sólo incluía a los más pequeños sino a los miembros adultos de la familia, que siempre eran numerosos, los antiparasitarios comenzaron a ralear cuando aún quedaba mucha gente en la sala de espera. También abundaban los pacientes con gastroenteritis, aun bebés muy pequeños, y la mala calidad del agua volvía a ser la culpable. A Matilde la preocupaban los casos aislados de cólera que todavía se presentaban en el campo de refugiados de Nuseirat, y temía que, en caso de un cierre prolongado de las fronteras, lo que perjudicaba el ingreso de medicinas, derivase en el estallido de una epidemia. Con todo, lo que más la mortificaba era la malnutrición de los niños; la mayoría presentaba peso bajo y crecimiento retardado. Se imaginaba sus cerebros poco desarrollados y el impacto que tendría en sus vidas y en el futuro de la Franja. La verdad era que un porcentaje muy reducido de la población gazatí ingería las proteínas, los minerales y las vitaminas necesarios para un desarrollo normal. Los demás, día a día, se ajustaban a una canasta familiar deteriorada por la falta de trabajo y los precios elevados de los alimentos. En la Franja de Gaza, donde los sueldos eran varias veces inferiores a los de Jerusalén y Tel Aviv-Yafo, se pagaban precios tan altos por el pan, los lácteos, las carnes y las verduras como en esas ciudades.
—La falta de puestos de trabajo —había respondido El Silencioso cuando Matilde le preguntó cuál era el problema más acuciante de la Franja—. La gente pensó que, con los Acuerdos de Oslo, esto se convertiría en un polo industrial, que los inversores del mundo se pelearían por abrir fábricas y empresas de servicios, empleando mano de obra local. Pues nadie ha venido, y las pocas inversiones no alcanzan para cubrir tanta población económicamente activa. ¿No los ves en los cafés, en los bares, en la calle? Se lo pasan bebiendo té y fumando el narguile para matar el tiempo, esperando dejar de ser un riesgo para la seguridad de Israel y poder conseguir un permiso de trabajo para ir a Jerusalén, Tel-Aviv, Ashdod o donde sea, pero lejos de Gaza, donde no hay nada.
—¿Por qué no se dio esa explosión de inversores? —preguntó Matilde.
—¿Con los cierres permanentes de la frontera? ¿Con los camiones esperando durante horas en Erez y en Karni para cruzar? ¿Con los kilos de mercadería que se echan a perder en las plataformas de los checkpoints? ¿Sabes la cantidad de veces que se han agriado los lácteos, marchitado las flores o podrido los limones y las naranjas?
—Israel impone los cierres a causa de los ataques suicidas de Hamás, ¿verdad?
—Ahora sí, pero en un principio, no. Los cierres empezaron mucho antes del primer ataque suicida. El primero fue en el 91, cuando Arafat cometió el error de apoyar la invasión de Irak a Kuwait. A Israel le gusta castigarnos como el padre que escarmienta a su hijo.
Matilde rememoraba el último diálogo con El Silencioso mientras medía el perímetro craneano de un bebé de once meses. Dictó la cifra a Satoshi, que la anotó en la ficha con el gesto arrugado por la preocupación.
—Tiene once meses —manifestó Satoshi en inglés—. Debería medir más de cuarenta y un centímetros.
Matilde no lo miró ni le contestó. Pensaba en que su paciente tenía la misma edad de Kolia. El 22 de enero, el hijo de Eliah había cumplido once meses. No estaría con él para su primer cumpleaños, Eliah tampoco, y eso la embargó de tristeza, que se acentuó al encontrar los ojitos desvaídos del niño, Walid, cuya madre esperaba el veredicto. Era la tercera vez que lo atendía. Una enfermera del centro se desempeñaba como intérprete, porque, si bien su árabe progresaba gracias a las clases que tomaba con El Silencioso, no le bastaba para mantener un diálogo fluido.
—Afra —le habló a la madre—, Walid ha aumentado de peso y de largo. Eso está muy bien. —La felicidad asomó al rostro de la muchacha—. De todos modos, aún está por debajo de los estándares normales. ¿Has podido darle carne, huevo y leche?
—Leche siempre. La que nos dan en la oficina de la UNRWA. Carne y huevo, no. Sólo a veces.
—¿Con qué agua la preparas? La diarrea de Walid se debe al agua.
—Es la de la canilla, tabiiba Matilde —contestó la madre, con aspecto culposo—. No tengo dinero para comprar la mineral.
—¿La hierves como te dije?
—Mi suegra se enoja. La garrafa no dura nada si hago eso, y cuesta mucho dinero.
Era un callejón sin salida, y Matilde se desanimaba minuto a minuto. De todos modos, pensó, las enormes cantidades de cloruro con que intentaban potabilizar el agua de la Franja de Gaza no desaparecerían aunque la hirviesen. Bondevik le había explicado que, en ciertas zonas, el nivel de cloruro alcanzaba los mil miligramos por litro, cuando el máximo permitido por la Organización Mundial de la Salud era de doscientos. Se trataba de un agua casi venenosa.
—Satoshi —dijo Matilde—, tráeme cuatro botellas de agua mineral. —Se giró hacia Afra y le preguntó—: ¿Podrás cargar cuatro botellas de agua mineral? Son de dos litros cada una.
—¡Oh, sí! Mi sobrino me ha acompañado hoy. Él las cargará.
«Para algo sirven las familias numerosas con falta de trabajo», pensó, furiosa.
—Escúchame, Afra. Esta agua es sólo para Walid. Es preciso que prepares sus mamaderas con agua mineral. Es imperativo detener la diarrea —remarcó—. Además, diluirás estas gotas en la leche. —Matilde continuó con sus indicaciones hasta asegurarse de que la joven madre (no tendría más de dieciocho años) hubiese comprendido el procedimiento.
—Tabiiba Matilde —dijo Afra—, tal vez pueda empezar a comprar carne de cordero, huevos y agua mineral para Walid. Mi esposo se ha presentado hoy en las oficinas de la empresa que empezará a construir la desalinizadora. Él es buen albañil. Aprendió el oficio con un israelí de Ashkelon. El año pasado le quitaron el permiso para trabajar en Israel y todo se arruinó.
—¿Por qué le quitaron el permiso?
—No se lo dijeron. Una mañana, como de costumbre, se presentó en Erez, pasó la tarjeta magnética por el control y se la rechazó. Razones de seguridad, eso fue lo que le dijo el soldado. Por más que el patrón de mi esposo luchó para que volviesen a darle el permiso, fue en vano. Mi esposo jamás ha estado preso y es demasiado joven para haber participado en la Intifada. Y desde entonces, vivimos de lo que nos da la UNRWA y de mis suegros. —La voz había ido languideciendo hasta casi desaparecer con la palabra «suegros».
Matilde sabía que, en la mayoría de los hogares gazatíes, las madres de los esposos solían ser crueles con sus nueras. Al menos, así lo afirmaban Intissar y Firdus Kafarna, que había sufrido bajo el yugo de la madre de Marwan hasta que éste consiguió trabajo en las oficinas de la UNRWA y alquilaron un departamento para vivir solos. Afra debía de padecer una situación similar.
—Afra —dijo Matilde—, anótame el nombre completo de tu esposo, el número de su identificación, su dirección y teléfono.
—No tenemos teléfono. Le daré el de mi hermana, que vive en Gaza. ¿Por qué me pide esto, tabiiba Matilde? ¿Usted conoce a alguien en la empresa que construirá la desalinizadora?
—Tal vez pueda ayudarlos —dijo, con acento evasivo, al tiempo que pensaba en Shiloah Moses, que, a esa hora, estaría con Juana al norte de la Franja en un acto político para plantar la piedra fundamental de la desalinizadora. Por la noche cenarían en lo del Silencioso, y aprovecharía para pedirle que intercediese por el esposo de Afra.
Apenas abandonaron el campo de refugiados de Khan Yunis, Bondevik se detuvo en una estación de servicio para cargar nafta y medir la presión de los neumáticos. Allí se encontraron con Lior Bergman. No era de extrañar, Khan Yunis estaba circundado por asentamientos judíos, y el militar de la Brigada Givati era responsable de la seguridad de los colonos y de la de los caminos por donde circulaban para alcanzar el territorio israelí. Bondevik la conminó a descender del vehículo para saludar al teniente coronel, el cual aceptó la mano que le extendía y la contempló con un ardor que aun el médico noruego, por lo general un despistado, apreció.
—¿Cómo se llama aquel asentamiento? —se interesó Bondevik, y señaló el caserío, cuyos techos de tejas a dos aguas asomaban entre los árboles y la dunas.
—Ése es Gush Katif —contestó el militar israelí—. Me encantaría mostrárselo. Es una obra digna de admiración. Prácticamente se abastecen de energía solar y han convertido esta parte de la Franja, muy estéril, en un vergel.
«Porque no tienen problemas para conseguir agua», dedujo Matilde. «Y de la buena». Con todo, sonrió y aceptó, junto con su jefe, dar un paseo al día siguiente por el asentamiento. En realidad, no estaba interesada en conocer Gush Katif sino en el poder del militar israelí que comandaba, entre otras cosas, el puesto de Erez. Si el esposo de Afra no conseguía trabajo en la construcción de la desalinizadora y si Shiloah no podía ayudarlo, le pediría a Lior Bergman que le habilitase la tarjeta magnética que le permitiría salir de Gaza. Hacía mal, lo sabía. Además de ponerla en un aprieto sentimental con el militar israelí, su comportamiento podía costarle la expatriación. Manos Que Curan no toleraba ese tipo de intervenciones. Vanderhoeven había sido permisivo en el Congo mientras ella enredaba a Nigel Taylor en los asuntos de Kabú y de Tanguy. «No puedes salvarlos a todos», le había advertido el médico belga. No le importaba. Si salvaba sólo a Walid, si preservaba su cerebro, le bastaría. En verdad, le daba cargo de conciencia especular con los sentimientos y la amistad del militar; otro tanto había hecho con Nigel Taylor. «Tan mal no me salió», se justificó, al acordarse de que Kabú estaba de regreso en la Misión San Carlos y con el rostro prácticamente reconstruido.
A las ocho, de regreso en el Hospital Al-Shifa, se cambió, se aseó y se peinó con el ánimo por el suelo. No sólo se trataba de la impotencia que le suscitaban las carencias de los gazatíes, sino de la falta de noticias de Jérôme y de Al-Saud. Les enviaba bendiciones y se instaba a no preocuparse. Sólo la esperanza de encontrarse con Juana en lo del Silencioso le levantaba el espíritu. Su amiga era capaz de arrancarle risotadas en los peores momentos. No se equivocó. En tanto Ariela Hakim, El Silencioso y Shiloah se dedicaban a soñar con un Estado binacional, Matilde apartó a Juana y le contó lo ilusionada que estaba por formar una familia con Jérôme, Kolia y Eliah. Juana lagrimeó, emocionada, para después agitar el dedo y desplegar su índole.
—¡Te conozco, Matilde Martínez! Te vas a romper el culo cuidando a esos dos pendejos y lo vas a dejar de lado al papurri. ¡Sí, no me mires con esa cara! Te prohíbo que cometas el error de convertirte en una madre de ésas que se olvidan que también son mujeres. ¡Vos sos una mujer que tiene un hombre muy intenso y dominante al lado! No sé, comé jalea real en ayunas, tomá spirulina, un complejo vitamínico, lo que sea, pero no dejes de coger con él tantas veces como te lo pida. ¿Me has entendido?
Fauzi Dahlan y Udo Jürkens se mostraban preocupados. El Príncipe de Marbella había partido hacia París el 30 de diciembre con el mensaje codificado y, al 31 de enero, seguía varado en la capital francesa esperando la respuesta de Anuar Al-Muzara. Antoine les había ratificado que Rauf Al-Abiyia le había entregado el columbograma en la casa de la Quai de Béthune. Ese mismo día, él lo había colocado dentro del tubito de metal y sujetado a la pata de una de las palomas de Anuar Al-Muzara antes de echarla a volar. A Jürkens, después de tanto tiempo tratando con palomas mensajeras y columbogramas, se le ocurrió hacerle una pregunta en la que nunca había reparado:
—Antoine, las palomas que posees del señor AM —no mencionaban el apellido Al-Muzara para no alertar al sistema de escucha ECHELON—, ¿son nuevas? ¿Te las envió él hace poco?
—No, señor. Son las de siempre. De hecho, estoy quedándome sin. El señor Moses tendrá que ir a buscarlas, o el señor AM traerlas.
Jürkens se preguntó cómo era posible que se tratase de las mismas palomas, entrenadas para volver a un sitio específico, si era sabido que el terrorista palestino se movía de un escondite a otro, rara vez pasaba seis meses en el mismo lugar.
—Antoine, si una persona se mudase continuamente, ¿cómo haría para entrenar a sus palomas cada vez?
—Eso no sería posible, señor, o sería difícil, me refiero, adaptarla cada vez a un palomar diferente. Creo que terminaría confundida y ya no sabría orientarse.
—Entonces, ¿cómo haría una persona que se muda continuamente para comunicarse con palomas?
—Pues esa persona tendría que fijar su palomar en un sitio y regresar cada vez que necesite retirar los mensajes.
La afirmación desanimó bastante a Jürkens porque se preguntó si Anuar Al-Muzara tendría previsto visitar su palomar. ¿Adónde lo habría fijado? Sólo contaban con la punta de un hilo para dar con Mohamed Abú-Yihad: Eliah Al-Saud. Teniendo en cuenta que atraparlo no resultaría fácil, ni siquiera para su cuñado, menos aún extraerle la ubicación del escondite de Abú-Yihad, Jürkens comprendía que la misión se extendería riesgosamente en el tiempo. Si el secreto de Saddam Hussein llegaba a oídos de la CIA o del Mossad, las consecuencias para Irak serían lapidarias.
Anuar Al-Muzara se había quitado las sandalias para percibir la consistencia de la arena húmeda mientras caminaba por una playa de las afueras de la ciudad de Tiro, al sur del Líbano, desde donde operaba desde hacía algunos meses. Dos de sus hombres lo seguían a distancia prudente, con los AK-47 en bandolera. Si bien se trataba de una zona despoblada, las armas de sus custodios disuadirían a quien decidiese alterar la soledad del lugar. Necesitaba pensar, y el sonido de las olas que rompían a pocos metros, el del viento y los graznidos de las gaviotas lo serenaban y lo predisponían para silenciar su mente alborotada.
Bajó la vista y volvió a revisar el columbograma. Tres días atrás, junto con un dinero recibido a través de la hawala, el hawaladar le susurró: «La gallina ha puesto un huevo», lo que significaba que en el palomar que mantenía al sur de la Franja de Gaza desde hacía más de diez años lo esperaba un columbograma. A través de un intrincado sistema de estafetas, el mensaje encriptado salió de la Franja, se embarcó en un buque pesquero en el puerto de Haifa, pasó por el de Acre y llegó al de Tiro tres días después. Pocas horas más tarde, Al-Muzara lo tenía en la mano y lo descifraba sin necesidad de consultar el código. «Encuentro urgente. Fija día, hora y lugar». Se trataba de un mensaje escueto, que no ofrecía explicaciones, bastante impropio de Gérard Moses. Lo contestaría de inmediato y fijaría las señas para la reunión, en cuyo motivo no se detuvo a pensar. En ese momento, su energía y su atención se enfocaban en el golpe que, con poco dinero y mucha maestría, llevaría a cabo dos días más tarde, el jueves 4 de febrero por la noche. Temblarían los cimientos de Israel. Los del mundo también crujirían.