Capítulo 11

El Cessna 560 Citation de la Spider International obtuvo el permiso del controlador de vuelo y aterrizó en el Aeropuerto Oliver Reginald Tambo, de Johannesburgo. Era miércoles, 23 de diciembre, y Nigel Taylor meditó que, si bien sólo habían transcurrido ocho días desde la despedida de Angelie, a él le parecía un año. Había llegado rabioso a Londres después del beso que le había arrancado en el pasillo del hospital, y se había dedicado al trabajo y a poner orden en su vida inmerso en un huracán. Descargaba la frustración con su secretaria, sus empleados, sus asociados, aun con sus clientes.

—¡Jenny! —vociferaba por el intercomunicador, y cuando la mujer aparecía, él se quedaba mirándola porque esperaba que le contase que había hablado con Angelie, algo que no sucedió en los ocho días de separación y que él, ¡él!, no se atrevió a ordenarle que hiciese.

De noche, recostado en la chaise longue, solo, porque rechazaba las invitaciones que le llegaban, y mientras saboreaba los tragos ardientes del Lagavulin, se preguntaba por el origen de la rabia. A veces se asustaba imaginándose que cerraba las manos en torno al cuello delgado de Angelie y que lo apretaba hasta sacarle a la fuerza la promesa de que se casaría con él. ¿Por qué lo rechazaba? ¿Su condición de religiosa estaría arraigada en ella más de lo que él creía? No, el beso lo desmentía, ella había respondido con inexperiencia, pero con pasión de mujer.

Descendió por la escalerilla del Cessna y se mostró impaciente con los funcionarios del aeropuerto que le exigieron el pasaporte y la papeleta. Quería llegar al Chris Hani Baragwanath, quería verla. Media hora más tarde, delante de la puerta de la habitación de Kabú, respiró hondo y cerró los ojos en un intento por serenarse. Unas risitas se filtraron por los resquicios, por el ojo de la cerradura, traspasaron la madera, y lo hicieron sonreír por primera vez en mucho tiempo. Apoyó la oreja y escuchó sin comprender a Kabú y a Angelie. ¡Qué bien se llevaban! Ella lo cuidaba con la devoción de una madre, y él la buscaba con la necesidad de un hijo. Los quería a los dos, Kabú y Angelie formaban parte del mismo sueño de felicidad y paz.

Kabú percibió el respingo de Angelie que coincidió con el golpeteo en la puerta. La religiosa rompió el abrazo, se puso de pie, se alisó la camisa y se acomodó el cabello.

—Ve a abrir, tesoro. De seguro es el doctor van Helger que viene a despedirse.

—No —la contradijo Kabú—. Es Nigel.

Angelie sonrió, nerviosa, y se alejó para simular que se ocupaba de las maletas.

—¡Hola, Nigel!

Nigel no habló, y Angelie percibió su emoción como si se tratase de una experiencia propia. Supo que levantaba en brazos a Kabú y que lo besaba varias veces. La risita del niño transportaba también la felicidad del hombre. Permaneció de espaldas, aturdida, avergonzada, sonrojada hasta la raíz del cabello. Oyó el rechinar de sus zapatos sobre el linóleo y olió su perfume, que la envolvió desde atrás como un manto. Avanzaba en dirección a ella, no tenía escapatoria; se instó a erguirse y a girar para enfrentarlo. Le habría gustado salir corriendo y que no viese que tenía las mejillas coloradas, segura de que la afeaban.

—Hola, Angelie.

—Hola, Nigel.

Sonreía con suficiencia y la horadaba con la mirada de ojos azules. La cicatriz del lado izquierdo se había desinflamado bastante, y la belleza de su rostro sajón estaba intacta desde su punto de vista. No apartó la mirada mientras le habló a Kabú.

—En la bolsa hay regalos para las enfermeras. Ve a llevárselos, Kabú. Jenny le puso nombres a los paquetes.

Lo depositó en el suelo, y el niño se hizo con la bolsa antes de abandonar la habitación. Angelie forzó una sonrisa.

—Eso ha sido muy consid…

Taylor salvó la corta distancia que los separaba, la aferró por la nuca y la cintura y la besó en la boca. Los dos conservaron una posición rígida. Angelie apretaba los ojos y Nigel la miraba a través de una niebla de rabia y deseo, hasta que empezó a mover los labios, a relajarlos y a ablandarlos. La oyó gimotear, no sabía si a causa del miedo o de la excitación. La mantenía apretada con violencia, a sabiendas de que le hacía daño. Angelie separó los dientes para hablar, y él aprovechó para invadirla con una lengua tan demandante y agresiva como su abrazo. La caricia fue despojándose de la furia, y la mordacidad se convirtió en una pasión igualmente vigorosa. Volvía a sentirse pleno y feliz gracias a ella, por estar junto a ella, dentro de ella. Al cabo, la soltó, y Angelie trastabilló hacia atrás.

—¿Por qué me haces esto? —se enfureció, y Taylor pensó que nunca la había visto tan enojada y tan espléndida, con la boca brillante de saliva (lo envaneció que no se la limpiase) y los ojos oscuros convertidos en pozos de fuego—. ¿Por qué me besas así, sin preguntarme, como si yo no contase? ¿Por qué me tomas por asalto como si fuese una cualquiera?

—Porque si te preguntase —habló él, simulando impavidez—, no me dejarías hacerlo. Y muero por hacerlo. No he pensado en otra cosa en estos ocho días.

«¿Acaso no te viste con Daphne van Nuart en este tiempo lejos de mí?».

—Y tú, Angelie, ¿has pensado en mí?

—Por supuesto que he pensado en ti. No te rías, no te atrevas a burlarte.

—Mi amor —Taylor intentó aferrarle los brazos, pero ella se evadió—, no estoy burlándome. Tu sinceridad me conmueve. Otra en tu lugar habría dicho que no, que no había pensado en mí.

—Oh, bueno, tal vez debería seguir el ejemplo de esas otras que tanto te gustan.

La ironía resultaba tan impropia en Angelie que se quedó estupefacto y volvió a preguntarse qué había detrás de su rechazo.

—Ninguna me gusta excepto tú —dijo, al cabo.

—¡Ja! —exclamó la religiosa, y Nigel levantó las cejas, confundido y azorado.

Kabú irrumpió en la habitación y acabó con el intercambio.

Un statu quo tenso y frágil definía la situación en el Congo desde hacía un par de meses. Cada facción controlaba un sector del país, y con eso parecían conformarse. Por ejemplo, el ejército de Uganda se había apoderado de la región norte, mientras que el de Ruanda imperaba en el este; el gobierno congoleño conservaba la soberanía en el sector occidental y en el sur. Reacios a exponer sus ejércitos y el armamento en batallas innecesarias, los comandantes, en un acuerdo tácito, se abstenían de iniciar ataques. Los jefes de las milicias rebeldes eran harina de otro costal y, si bien cada uno mantenía alianzas con un país, en general actuaban con libertad. Eran ellos los que generaban el caos, la anarquía y dejaban una estela de muerte y de vidas destrozadas tras su paso por las aldeas.

El Cessna 560 Citation obtuvo permiso para aterrizar en el aeropuerto de la ciudad de Goma, la capital de la Provincia Kivu Norte, porque estaba bajo el dominio del Congreso Nacional para la Defensa del Pueblo, el grupo militar rebelde del general Laurent Nkunda, uno de los clientes de la Spider International. Incluso el general tuvo la deferencia de enviar a Osbele para que los recogiese.

—¡Señor Taylor! —se alegró el enfermero—. ¡Qué alegría verlo, señor! Y tan repuesto.

—¿Cómo estás, Osbele? Gracias por venir a buscarme.

—El general está ansioso por verlo.

—Antes iremos a la Misión San Carlos —dijo, y señaló a Angelie y a Kabú, que se mantenían detrás de él—. Ayúdalos con sus maletas.

En la misión, aguardaban con expectativa la llegada de sœur Angelie y de Kabú. Pese a la guerra que soportaban desde agosto, ese día los ánimos se encontraban exaltados, tanto el de los niños como el de los adultos, que corrían de un lado a otro disponiendo los tablones y los caballetes, extendiendo los manteles, acomodando las sillas, atizando el fuego donde se cocinaban el pescado y las verduras en hojas de banano, manjar que venían reservando para la fiesta de bienvenida.

Desde la explanada de la capilla, Amélie paseaba la mirada por el predio de la misión controlando que nada quedase para último momento, sobre todo la colocación de las antorchas que los alumbrarían una vez que la noche cayese sobre ellos de manera súbita, como ocurre cerca del ecuador. Desde el comienzo de la guerra, la Guerra del Coltán, como ella la denominaba con ironía, la población de la misión había aumentado considerablemente. A veces tenía la impresión de que se había convertido en un campo de refugiados. La comida escaseaba, los medicamentos habían desaparecido, al igual que los médicos, desde que Manos Que Curan había decidido abandonar el país. No los culpaba, la región oriental del Congo era considerada por las Naciones Unidas entre las más peligrosas del mundo. Su prima Matilde daba testimonio de ello.

Al pensar en Matilde, irremediablemente pensó en Jérôme, del cual nada sabían. Se angustió preguntándose cómo le explicaría a Kabú que su mejor amigo, por quien siempre preguntaba cuando hablaban por teléfono, había desaparecido casi cuatro meses atrás, devorado por la selva o por algún grupo rebelde. Su primo Eliah lo buscaba sin descanso, pero sin resultado.

¿Y cómo hallaría a la dulce y mansa Angelie? A lo largo de ese tiempo de distanciamiento de la misión, Amélie había advertido en las conversaciones telefónicas una sutil pero firme transformación en su querida amiga y compañera. No le cabía duda de que la vería llegar escoltada por el galante señor Nigel Taylor; se trataba de un pálpito gracias al cual se habría hecho de una buena suma de dinero en caso de poder apostar. Angelie no hablaba de otra cosa, del señor Taylor. El señor Taylor me dijo, el señor Taylor me contó, el señor Taylor es tan amable, el señor Taylor salió bien de la cirugía, el señor Taylor se ha ido. Este último comentario lo había expresado con voz triste.

El Jeep Rescue emergió entre la maleza que ocultaba el camino de ingreso a la misión —una medida que Eliah le había sugerido para confundir a los rebeldes que merodeaban—, y la muchedumbre pareció encenderse y llenarse de chispas. Corrían tras el Jeep y alborotaban con las manos en alto. A Amélie le costó llegar hasta Kabú, al que Taylor sostenía en brazos y elevaba sobre el gentío.

—¡Tesoro, tesoro mío! —exclamó Amélie, y Nigel se inclinó para que la religiosa lo besase—. ¡Kabú, bienvenido!

Merci beaucoup, sœur Amélie.

—¡Te hemos extrañado tanto! ¡Mira qué guapo has quedado! ¡Guapísimo!

Kabú se estremeció de dicha y se arrojó a los brazos de Amélie.

—Tesoro mío. ¡Qué valiente has sido, Kabú! Debió doler.

—Un poco —admitió—. ¿Dónde está Jérôme? No lo veo por ninguna parte.

Angelie, atosigada por las muestras de cariño de sus compañeras, las plantó con el saludo en la boca al oír la pregunta de Kabú. Tiempo atrás, Nigel le había contado acerca de la desaparición de Jérôme. Taylor la amó por estar atenta al niño, por escudarlo, por prepararse para contenerlo.

Amélie se inclinó hasta que los pies de Kabú tocaron el suelo. Le apoyó las manos en los hombros, lo miró a los ojos y le pidió:

—Kabú, tesoro, quiero que seas fuerte. No tengo una buena noticia para ti. —La mirada de ojos enormes, tiernos y confiados, pese a la violencia ejercida en él, la devastó, y siguió hablando con voz gangosa—: Jérôme no está en la misión.

—¿Se fue a vivir con Matilde y con Eliah?

—No, mi amor. Jérôme desapareció tiempo atrás. Suponemos que lo secuestraron los rebeldes.

—¿De verdad? —balbuceó, y se le arrasaron los ojos. Al asentimiento de la superiora, giró y buscó a alguien entre la gente.

A Angelie la sorprendió que se refugiase en los brazos de Nigel y no en los de ella. No experimentó celos, por el contrario, se sintió feliz al verlos amarse. Corrió a la capilla y, tras cruzar el ingreso, cayó de rodillas y rompió a llorar.

Era la primera vez que alguien lo buscaba para que lo consolase. Durante sus años de matrimonio, Mandy jamás se había refugiado en él; tal vez lo había hecho una vez, la noche en que, pasada de pastillas y de alcohol, le confesó su aventura con Al-Saud. No le proporcionó ningún desahogo; por el contrario, la abandonó para encontrarla muerta días más tarde. A Kabú no lo decepcionaría. Lo llevó en brazos hasta la casa de las religiosas, se sentó en el sofá de la sala, lo apretó y lo besó como nunca había hecho con un niño, ni siquiera con sus sobrinos. Lo gratificó el contacto, y se prometió que se convertiría en el padre de ese niño a como diese lugar.

My love —lo llamó—, te prometo que lo encontraremos. Te lo juro, mi amor.

—Es mi mejor amigo, el único que tengo.

—Lo sé. Lo encontraremos y volverán a ser amigos.

—Yo quería que me viera sin quemaduras.

—¡Y te verá! No lo dudes.

Kabú quedó en manos de sœur Tabatha, que lo llevó al orfanato para cambiarlo antes de la cena, y Taylor salió a buscar a Angelie, a quien había visto evadirse hacia la capilla. La halló en la primera banca, de rodillas en el reclinatorio, la vista fija en el Cristo crucificado. Se notaba que había estado llorando. Se arrodilló junto a ella y le habló en bisbiseos.

—Me gustaría que me mirases como lo miras a Él.

—A ti te he mirado con mucha más devoción, te lo aseguro.

—Te amo, Angelie.

La religiosa siguió contemplando a Cristo. Al cabo, se decidió a preguntarle:

—¿Por qué me amas, Nigel? Yo no soy más que una simple misionera. No conozco el glamour del mundo, no sé lo que es vivir en la abundancia, no tengo roce para moverme en los círculos donde tú te mueves, no soy hermosa, ni siquiera linda, mi cuerpo es insulso.

—Eres hermosa y tu cuerpo es el de una mujer llena de pasión. Y estoy enamorado como un tonto de ti por ser sincera, por ser auténtica, por conocer en verdad el mundo y no uno de fantasía barata y vacía. Te amo, te deseo, quiero hacerte el amor.

—No puedo creer que estemos hablando de esto aquí, delante de Él.

—Según me dijiste una vez, mientras convalecía de mi segunda operación, Dios es amor. Él es misericordia pura. Amor puro. ¿Acaso no puede entender esto tan fuerte que sentimos el uno por el otro? ¡Somos sus criaturas después de todo!

Angelie se sentó y Taylor se ubicó a su lado.

—¿Cómo está Kabú?

—Más tranquilo.

Inclinó la cabeza y se miró las manos unidas en plegaria sobre las piernas, entre las cuales asomaba un pañuelo. En realidad, las apretaba para no acariciar a su amado señor Taylor.

—¡Cómo te amé en el momento en que te vi consolarlo! ¡Qué alegría me dio que te buscase a ti para que lo consolases!

—¡Amor mío! —Cayó de rodillas y descansó la cabeza en el regazo de Angelie. Le aferró la cintura y hundió la cara en su falda de algodón para inspirar el aroma de su piel, el que le nacía entre las piernas. La oyó jadear, y un instante después percibió que le enredaba los dedos en el cabello rubio. Una corriente de placer que brotaba de las manos de Angelie, lo atravesó de la coronilla a los pies y le dejó latiendo el sexo. Se acordó de que, en sus últimos encuentros con mujeres, le había costado excitarse; todo lo aburría hasta el hartazgo. Ella, con sólo acariciarle el cuero cabelludo, le había provocado una erección que no experimentaba en años. Lo excitaba aún más que Angelie fuese ignorante en esas artes, ignorante de su poder sobre él.

—Me dejarás —la oyó murmurar—. Abandonaré todo por ti (la misión, que es mi hogar, a mis compañeras, que son mis hermanas, a mis niños, que son mis hijos) y me iré contigo porque te amo como ni siquiera lo amo a Él, que Dios me perdone y se apiade de mi alma. Luego, tú me dejarás. Y yo estaré perdida en el mundo, porque sólo conozco esto, sólo sé vivir de este modo, pero será tarde.

Nigel Taylor se incorporó y la contempló con una mueca entre atónita y atormentada.

—¿Eso es lo que piensas de mí? —Como Angelie se empecinaba en callar, Taylor elevó el tono de voz—: ¡Dime! ¿Eso es lo que piensas de mí? —La vio asentir, y le resultó increíble que ese gesto etéreo le causase una amargura tan profunda. Ella nunca mentía, lo que decía era lo que pensaba; se trataba de una rara cualidad en un ser humano, sin embargo, ella la poseía, y, si bien lo cautivaba, en ese momento habría preferido que fuese artera y que le mintiese. Se puso de pie y se alejó hacia el pasillo central—. Acabo de prometerle a Kabú que encontraré a Jérôme, ¡y que me lleve el diablo si no lo hago! —Angelie se agitó y se cubrió la boca—. Y a ti te prometo que serás mía cueste lo que cueste. Y cada día que amanezcas a mi lado, te arrepentirás de haberme lastimado por decirme que me crees una basura.

—Nigel…

Se marchó tan rápido que no le dio tiempo a articular la palabra «perdón».

Sœur Amélie, ¿puedo hablar con usted?

—Por supuesto, señor Taylor. Vamos a sentarnos. La cena está casi lista. Llame a su amigo para que se nos una.

—No, no. Le agradezco, pero nos iremos enseguida. Está a punto de anochecer. ¿Me acompaña a la sala? Necesito que hablemos a solas.

—Por supuesto.

Amélie se sentó en su silla, la que nadie ocupaba excepto ella, y Taylor lo hizo en el sofá.

—Señor Taylor, antes de que usted hable, permítame agradecerle por todo…

—No, por favor, Amélie. ¿Puedo llamarte Amélie?

—Sí, claro.

—No me agradezcas nada. Me siento mal si lo haces.

—Sólo diré esto: que Dios te compense con paz y salud.

—Gracias. Quería hablar contigo para comunicarte que es mi intención adoptar a Kabú y casarme con Angelie.

—¡Bueno, no te andas con chiquitas!

—Lo sé, te toma por sorpresa. Me atrevo a esta sinceridad contigo porque sé que eres una mujer sabia y sensata.

—No te mentiré, Nigel. Lo que me dices no me toma del todo por sorpresa, aunque creí que el sentimiento era sólo de ella y no tuyo.

—¿Por qué? —la cuestionó, algo molesto—. ¿Por qué no me enamoraría de una mujer tan maravillosa como ella? Tú también me juzgas frívolo y estúpido, ¿verdad?

—Yo no juzgo a nadie, al menos intento no hacerlo siguiendo el consejo de Nuestro Señor Jesús. De todos modos, la sencillez en que vivimos es tan distinta de la opulencia en la que tú vives que pensé que su brillo te impediría ver el de mi querida Angelie.

—Pues lo vi, Amélie. Y estoy ciego de amor por ella.

—Quiero a todas mis hermanas en Cristo, pero por Angelie siento un amor muy profundo, como el que me inspiran mis hermanos de sangre. Pocos la conocen como yo. Ella no se deja ver porque su humildad es proverbial, pero su alma es de las más sabias y buenas que conozco.

—Lo sé.

—Ha sufrido muchísimo desde su nacimiento. ¿Sabías que la encontraron en un tarro de basura en la calle?

Oh, God! Oh, for Christ’s sake!

—Calculan que tendría unos tres o cuatro días de nacida cuando la hallaron. Estaba morada de frío y con los latidos muy bajos. La acogieron las Hermanas de la Misericordia Divina. Se crió entre monjas. Una vida muy dura la del orfanato. Las monjas de aquella época eran severas. Entendían muchas cosas al revés. De todos modos, ésta es la única vida que conoce, y aquí, con nosotras, sus heridas han cicatrizado. Tú la asustas, Nigel. Me bastaron dos minutos para darme cuenta. Te ama, te venera, pero te teme con el mismo afán.

—Yo la adoro, Amélie. ¿Por qué no me contó acerca de su pasado? En el hospital pasábamos horas hablando.

—Piensa bien, Nigel: ¿Angelie te hablaba de ella o de nosotras y de los niños?

—Pues, ahora que lo mencionas, es verdad, nunca hablaba de ella. Hablaba de la misión, de Kabú, de ti, y me escuchaba hablar a mí… de mí. ¡Qué vanidoso me haces sentir! ¡He sido un pomposo!

—¡Oh, no! No te sientas mal. Así es Angelie. Tiene una cualidad que logra que la gente le confíe sus secretos más oscuros. Nunca condena, nunca emite juicio, simplemente escucha y comprende. Además, nunca la escucharás hablar sobre sus penas porque detesta causar tristeza, no le gusta abrumar a los demás con sus problemas. Ella aspira a ser una fuente de alegría para los que ama, así me lo dijo una vez.

—Ella es mi alegría. Creo que por eso me enamoré de Angelie, por su ternura, por el modo en que me miraba cuando le contaba mis cosas, como si se tratase del asunto más interesante de la historia de la humanidad. Me hacía sentir único, importante. —Amélie rió ante el retrato sin retoques de Angelie—. La amo, Amélie, pero ella me rechaza. Me teme, sí, es verdad, acaba de decírmelo en la capilla. Teme dejarlas a ustedes por mí y que yo la abandone después. Teme no encajar en mi mundo de glamour. —Enfatizó con desprecio las palabras «mundo de glamour»—. ¡No lo haría! Sería imposible deshacerme de ella. Se ha convertido en parte medular de mi vida.

—Nigel, entiendo tu fervor. No creas que por ser monja estoy hecha de madera. De todos modos, te aconsejo ir con prudencia. Tus ansias podrían resultar halagadoras para cualquier otra, pero no para Angelie. Te propongo que vayas despacio. Deja que te conozca, que descubra tu nobleza, que te tome confianza.

—¿Podré venir a visitarla?

—Bueno, debes entender que me pones en una situación difícil. Me has convertido en la madre de una niña casadera. ¡Qué disparate! —rió—. Se supone que debería echarte a tiros. Pero sólo deseo la felicidad de Angelie. Serás bienvenido siempre y cuando vengas a vernos a todas y te comportes con el decoro que la situación exige. Será ella la que al final decidirá qué hacer. En fin, ya veo que voy a perder a mi hermana en Cristo más querida. Y a mi enfant sorcier.

—Como te dije, quiero adoptar a Kabú. Sé que la situación política es caótica, pero tengo contactos en Kinshasa y mucho dinero para corromper… Perdón. Quiero decir, el dinero será una ayuda para lograr mi objetivo. ¿Podrás apoyarme?

—Hablaré con mis amigos de la Asociación de Adopción Internacional del Congo a cambio de un favor.

—¡El que me pidas!

—Dile a tu general Nkunda que deje de hacerse el necio y le permita a los camiones de la Cruz Roja y de Manos Que Curan…

—¿Manos Que Curan no había abandonado su misión en el Congo oriental?

—Su personal médico fue evacuado, pero siguen suministrando comida, medicamentos, elementos descartables, cosas más que necesarias que no llegan a los hospitales por culpa de los rebeldes de Nkunda.

—Hablaré con él. Estoy seguro de que me oirá.

—Entonces, yo hablaré con mis amigos de la Asociación de Adopción. Nigel, una última pregunta.

—Dime.

—¿Qué hay con Matilde? Hasta hace pocos meses tu interés por ella era evidente.

—Matilde era parte de un plan de venganza que se volvió en mi contra. Una cuenta pendiente con Eliah Al-Saud que ya saldé de otro modo. Matilde y yo somos buenos amigos ahora.

—Me alegra saberlo. Nigel, te espero mañana para la misa de Nochebuena, a las veinte. La dirá el padre Bahala. Por supuesto, estás invitado a la cena que daremos después, algo muy sencillo; después de todo, éstos son tiempos de guerra. Ah, y podrás quedarte a pasar la noche, en la cabaña con los señores, si eso va bien contigo.

—Perfecto.

Al día siguiente, jueves 24 de diciembre, Taylor se entrevistó con el general Laurent Nkunda, a quien encontró de excelente humor; como cristiano confeso y más bien fanático, disfrutaba de los preparativos de la festividad del nacimiento de Cristo. Después de hablar de negocios —asesoramiento acerca del armamento, compra de municiones, fusiles y lanzagranadas, matices del adiestramiento de la tropa, cuestiones de la alimentación—, Taylor encaró el tema que más le interesaba: hallar al amigo de Kabú. Extendió en un abanico varias copias de la fotografía de Jérôme que tiempo atrás Eliah Al-Saud le había hecho llegar a Jenny y ésta, a Nkunda.

—Sí, sí —afirmó Nkunda, y apoyó la contera de su bastón sobre el retrato del niño—, sin duda este muchachito es un digno hijo tutsi. Delgado como una vara y alto como una jirafa. Casi le llega a los hombros a esta religiosa.

—Quiero ofrecer dinero por algún dato cierto de su paradero.

—Admirado Nigel, su amigo, el señor de la mina del arroyo viejo, ofrece bastante dinero como para tentar a cualquiera en el Congo y no hemos obtenido nada bueno. Quinientos mil dólares no son poca cosa y, sin embargo, hasta ahora hemos dado con pura basura.

—Redoblaremos la recompensa —decidió Taylor—. Ofreceremos un millón de dólares, repartiremos estas fotografías, pegaremos pósteres en las aldeas y ciudades. ¡Alguien tiene que saber algo de él!

—Tengo espías por todas partes, usted lo sabe, Nigel. Ellos aseguran que no lo han visto jamás.

—Los rebeldes que atacaron la misión ese día eran interahamwes. Sé que tienen brigadas por doquier y que es difícil conocer sus movimientos. ¿Puede asegurarme que tiene espías en todos sus grupúsculos?

—No, eso no puedo asegurárselo —admitió Nkunda—, sobre todo —añadió, y el semblante oscuro y brillante se le crispó—, no puedo dar con ese demonio de Karme. Maldito engendro infernal. Antes siempre lo tenía vigilado y ubicado, pero descubrió a mi espía Patrice, el que nos previno el día del ataque a la misión. Lo torturó y lo arrojó en una de mis minas, para que lo encontrásemos mutilado y degollado. ¡Hijo de puta! Por supuesto, ya no vivaquea donde solía hacerlo.

—¡Es imperativo encontrar el lugar adonde se ha trasladado Karme! Él lo tiene. No tengo dudas al respecto.

—No es tan fácil, querido Nigel. La selva es un laberinto creado por Nuestro Señor y, como tal, es perfecto para esconderse. Además, muchas otras cosas pudieron ocurrirle a este buen muchachito. Aterrorizado por la artillería, pudo haber huido a la selva, donde se perdió y terminó víctima de un animal. O simplemente murió de hambre y de sed.

—General, estoy seguro de que lo tiene Karme. El millón de dólares será suyo si logra averiguar la nueva posición de ese interahamwe. Sé que es un hombre de recursos, sé que tiene contactos por todas partes. Alguien estará dispuesto a ayudarlo a cambio de dinero.

Laurent Nkunda asintió con expresión ausente sin apartar la vista de los retratos de Jérôme que poblaban la mesa.

—Sí, por dinero baila el mono —acordó.

Nigel Taylor transcurrió el resto de la jornada hablando con sus empleados, los mercenarios ocupados en adiestrar a los soldados rebeldes —algunos no tenían siquiera catorce años— y en reforzar las tropas que realizaban los ataques al ejército congoleño cuando se atrevía a cruzar los bordes tácitamente establecidos. Por la tarde, analizó el inventario de armas y de municiones, y se reunió con los altos mandos del Congreso Nacional para la Defensa del Pueblo, con los cuales trabajó sobre los mapas de la región y trazó estrategias. Uno de ellos, el que Taylor consideraba el más lúcido, el comandante Bakare, le dio su opinión acerca de la posible ubicación del grupo de Karme.

—Si yo fuese Karme —dijo— y mi última ubicación conocida hubiese sido ésta —señaló en el mapa un punto—, sin duda me movería hacia acá, más cerca de los altos mandos, donde, por otra parte, tiene el río cerca para aprovisionarse de agua.

Taylor levantó la vista y la fijó en Nkunda, quien se quitó el habano de la boca y asintió con aire vencido.

—Está bien, está bien. Enviaré a un grupo de reconocimiento para que registre la zona que indica Bakare. De todos modos, insisto: es como buscar una aguja en un pajar.

Taylor dio por concluida la reunión y se marchó. Planeaba darse una ducha aunque tuviese que servirse de esos cubículos de lata y dependiese de Osbele para que le arrojase agua subido a un banquito. Esa noche, quería oler bien para Angelie.

Donatien Chuquet no solía darle importancia a las celebraciones de fin de año. Atravesaba la Navidad y el Año Nuevo sin el ánimo festivo de los demás. En esa oportunidad, a tantos kilómetros de sus hijos, en un país que estaba convirtiéndose en una trampa y atormentado por las dudas, la cercanía de las fiestas lo deprimió. Se lo comentó a Uday, quien decidió alegrarlo. En contra de la opinión de Fauzi Dahlan, que juzgaba las frecuentes visitas de Chuquet a Bagdad poco sensatas, el 24 de diciembre por la noche, Uday Hussein lo instaló en el Hotel Palestina, uno de los mejores de la ciudad, y le ordenó que se aprestase porque alrededor de las ocho pasaría a buscarlo.

Se vistió con esmero y hasta se perfumó como una forma de ganarle al decaimiento. Había hablado por teléfono con sus hijos, que le preguntaron varias veces cuándo volvería. «Pronto, pronto», les mentía. Como faltaban diez minutos para las ocho, se asomó por una de las tantas ventanas de la suite ubicada en el decimosexto piso y contempló el cielo anochecido. Bajó la vista y admiró la rotonda iluminada y engalanada llamada Plaza Firdos, «paraíso» en árabe, y el edificio del Hotel Sheraton Ishtar. En la lejanía se advertía una negrura que correspondía al río Tigris, al cual, hasta una hora atrás, aún divisaba. Recordó el monumento fastuoso que había visto de camino al hotel, el de las manos que sostenían dos sables de cuarenta y tres metros cada uno, cuyas puntas se cruzaban, llamado Las espadas de Qadisiyah. El chofer de Uday le explicó que el «amo Saddam» lo había mandado construir para celebrar la victoria sobre Irán. Chuquet recordaba que de esa guerra no habían surgido vencedores; los analistas políticos aseguraban que se había tratado de un empate. Se abstuvo de comentárselo al empleado y siguió estudiando la arquitectura de Bagdad, cuyas joyas, que revelaban un pasado pujante, se deslucían en contraste con el estado calamitoso de las calles, las hordas de indigentes, los residuos que se acumulaban en las esquinas, las jaurías de perros hambrientos, las carretas con caballos y burros trasijados cargadas de basura y otros espectáculos típicos de un país quebrado después de dos guerras.

Lo sobresaltó el timbre del teléfono. El conserje le avisó que lo esperaban en la recepción. Apenas se abrieron las puertas del ascensor, avistó a Uday a lo lejos, que, con una copa de whisky y un habano entre los labios, intentaba conquistar a una joven muy bonita. Se aproximó fingiendo alegría y forzó una sonrisa. El hijo del presidente lo saludó con algarabía y le dio un abrazo. Apenas se separaron, Chuquet supo que algo andaba mal.

—Tú no eres mi amigo Uday.

Giró de golpe al oír una risotada detrás de él y vio al verdadero Uday, sentado en un sillón, con un habano en la boca y un vaso de whisky en la mano. Se puso de pie y caminó hacia Chuquet, que le salió al encuentro.

—Donatien, por un momento creíste que era yo —declaró, satisfecho.

—Es muy parecido a ti.

—Te presento a mi doble, Latif Yahia. Quería probarlo contigo.

El muchacho, habiendo abandonado su rol de primogénito del presidente, se mostró sumiso, tímido. Chuquet sabía que lo movía el miedo, no sólo a Uday y a sus extravagancias, sino a la posición que ocupaba. Los miembros de la familia Hussein, en especial Uday, eran muy odiados y, en varias ocasiones, se habían convertido en el blanco de atentados.

Después de un desfile por fiestas privadas y discotecas, después de comer y de beber en exceso y de disparar a los cielos rasos con una pistola y el AK-47, Uday se encaprichó en mostrarle uno de los ocho palacios que su padre poseía en Bagdad, el de Al-Faw, también conocido como Palacio de Agua, por el inmenso lago artificial que lo rodea, donde a Saddam Hussein le gustaba pescar y cazar patos, y a sus hijos, esquiar.

Uday ocupaba una de las tantas residencias que lo circundaban, cuyo lujo era apenas una sombra de la fastuosidad y de la opulencia que Chuquet acababa de ver en la construcción principal, la cual, según su amigo, contaba con sesenta y dos habitaciones y veintinueve baños. Recordó las hordas de mendigos y reflexionó que una situación de tanta disparidad no se sostendría por mucho tiempo.

Uday se echó en un sillón y consultó la hora. Las cuatro de la mañana.

—¿Cómo lo estás pasando, Donatien? ¿Te has olvidado de que en tu país es Navidad y de que estás lejos de los tuyos?

—¡Claro! Nada como la hospitalidad de un árabe. Ustedes son anfitriones naturales y son famosos en el mundo por eso.

Hablaron de intrascendencias durante un rato mientras una doméstica, de guardia toda la noche, abarrotaba la mesa con entremeses y bebidas. Como Uday, imprevisible y muy cambiante, seguía de buen humor y no estaba drogado, medio achispado sí, pero drogado no, Chuquet se atrevió a mencionarle su gran desvelo: el éxito de la misión.

—Uday, tú te has convertido en el único amigo que tengo en un país lejano y extraño. Has sido amable y generoso, y yo te debo fidelidad. —Con los meses había aprendido muchas cosas acerca de los Hussein; una se destacaba sobre las demás: valoraban la fidelidad de sus acólitos por sobre cualquier otra cualidad—. Por eso, seré sincero contigo. Ni El Profeta ni Halcón de Plata llevarán a buen término la misión. Son buenos pilotos, pero para este trabajo no se requiere un buen piloto sino uno genial. Tal vez El Profeta pueda llevar adelante la invasión a Arabia Saudí, pero definitivamente ninguno podrá violar el espacio aéreo israelí y lograr el objetivo.

—Y si ellos no logran cumplir con la misión, tú no verás un centavo del resto de los cuatro millones de dólares, ¿verdad?

—Verdad —asintió—, yo no veré un centavo y ustedes serán el hazmerreír del mundo. Los dos perdemos, y a mí, Uday, no me gusta perder. Además, a esta altura sabemos que están en graves aprietos para conseguir los aviones.

—¡Basta de tanto bla bla! Dime de una vez cuál es tu plan.

—Mi plan es utilizar al mejor piloto que conozco, el mejor que vio L’Armée de l’Air, para que se ocupe de lo de Israel. Con El Profeta nos bastará para atacar Arabia Saudí. Ese país no es problema, lo conozco de memoria. No olvides de que estuve en la base aérea de Al Ahsa desde que ustedes invadieron Kuwait hasta que nos retiramos de la zona bien avanzado el 91.

—¿Y quién es este golden boy de la aviación? —se interesó Uday.

—Su nombre es Eliah Al-Saud.

El hijo del presidente cobró sobriedad y se incorporó en el sillón.

—¿Al-Saud? ¿De los Al-Saud de Arabia Saudí?

—Sí.

—¡Mierda! ¿Así que es un buen piloto?

—¿Buen piloto? ¡Es un as de la aviación! Con él sí me atrevo a afirmar que pondría la bomba sobre Tel Aviv. ¡Y hasta tendría chance de salir con vida!

—Un saudí prestándonos un servicio como ése… Será un placer matarlo después, si subsiste. ¿Dónde está? ¿Dónde podemos encontrarlo?

—Ésa es la parte difícil. Pidió la baja hace años y volvió a la vida civil. Meses atrás leí un artículo sobre él en la revista Paris Match

—Siempre deseé salir en la Paris Match —divagó Uday—, pero nunca se interesaron en entrevistarme.

—Después de que tu país se convierta en una potencia nuclear, no quedará revista en el mundo sin deseos de entrevistarte. Después de todo, eres quien ocupará el puesto de tu padre cuando él se retire. Como te decía, hace meses leí un artículo sobre él que aseguraba que se había convertido en mercenario. Su empresa se llama… ¡Ah, maldita sea, no lo recuerdo! Empezaba con eme. Merk… Merle…

—No te preocupes —lo interrumpió Uday—, pondré a la Mukhabarat tras su pista. Lo hallaremos más temprano que tarde. ¿Y qué hay con los aviones?

—Eliah Al-Saud nos los conseguirá.

Después de días de averiguaciones infructuosas acerca del tal Eliah Al-Saud, yerno de Mohamed Abú Yihad, Rauf Al-Abiyia decidió retornar a Bagdad. Entró en el despacho de Fauzi Dahlan y se detuvo en seco al ver que no estaba solo. El oso con cara de bulldog a quien llamaban Udo se ubicaba detrás de su butaca, como un mástil.

—Pasa, pasa, Rauf —lo invitó Dahlan, con el acento amistoso que había llegado a detestar después de que lo mandase torturar durante tres meses—. Siéntate. ¿Deseas tomar algo?

—No, gracias, Fauzi. Quisiera hablar contigo. A solas —aclaró, sin mirar al oso con cara de bulldog.

—Habla tranquilo, Rauf. Udo es mi sombra.

Al-Abiyia asintió y dijo:

—Me doy por vencido, Fauzi. Es imposible hallar a Mohamed. Donde sea que se haya escondido, es un lugar estupendo, porque te aseguro que he recorrido todos los sitios donde yo me habría ocultado y nada. No hay rastros de él, como si se lo hubiese tragado la tierra.

Dahlan se puso de pie y golpeó el escritorio, lo que sobresaltó a Al-Abiyia.

—¡No se lo ha tragado la tierra, Rauf! Sigue ahí fuera, con nuestro secreto que podría significarle millones si decidiese entregárselo a la CIA o al Mossad. Tienes que encontrarlo. —Una pistola de grueso calibre apareció en la mano de Dahlan, que descansó el cañón en la frente de Al-Abiyia—. Quiero a Mohamed Abú Yihad aquí antes de que el rais mande cortarme las pelotas por su culpa.

—Está bien, está bien —balbuceó el Príncipe de Marbella, de pronto descompuesto de miedo—. Tengo una pista. Me la proveyó madame Gulemale. Dice que fue un tal Eliah Al-Saud quien lo sacó de su residencia, la que Gulemale tiene en el Congo oriental, y lo escondió.

Por el rabillo del ojo, Al-Abiyia advirtió una alteración sutil en la máscara de hierro del tal Udo, la cual no supo a qué adjudicar.

—¿De qué nos sirve ese dato? ¿Acaso conoces al tal Eliah Al-Saud? Su apellido ya me asusta. ¿Qué sabes de él? ¿Vive en Riad? ¿Dónde está ahora?

—Yo lo conozco.

Rauf Al-Abiyia no sofrenó a tiempo la exclamación que le nació ante el sonido desnaturalizado de la voz del oso. ¿Sería, en realidad, un robot? A sus años y con las cosas que llevaba vistas, había perdido la capacidad de sorprenderse, creía en cualquier cosa.

—¿Lo conoces, Udo? —se interesó Dahlan.

—Sí, muy bien.

—¿Sabes dónde encontrarlo? —Jürkens asintió—. Entonces, ¿qué estamos esperando? ¡Salgamos a buscarlo!

—No será fácil atraparlo —admitió Jürkens—. El tipo es una máquina de matar. Pertenecía a un grupo militar de élite, diestro en varias artes marciales, siempre va armado. Yo no podría acercarme a él a cien metros. Me reconocería —aseguró, pensando en los identikits que, tiempo atrás, habían empapelado París, sin mencionar la oportunidad, fugaz, eso sí, con que había contado en el aeropuerto de Viena de echarle un vistazo cuando se quitó la máscara antigás—. Sé quién podría ayudarnos a dar con él, incluso a traerlo aquí.

—Habla —lo instó el iraquí, y Jürkens lanzó un vistazo avieso a Al-Abiyia—. Habla con confianza. Rauf ha demostrado su lealtad.

—Anuar Al-Muzara es su cuñado. Para él, sería más fácil tenderle una trampa. Al-Muzara, con gusto y por una buena suma de dinero, nos lo entregaría. —Udo Jürkens acababa de jugarse el pellejo. Si su jefe, Gérard Moses, se enteraba de que había sido él quien había puesto a los iraquíes tras la pista de Al-Saud, lo mataría con los venenos que el rais le regalaba y que él coleccionaba. A ese punto, la movida era necesaria, se alentó; jamás tendría a Ágata con Al-Saud en medio.

Fauzi Dahlan volvió a ocupar la butaca, apoyó los codos sobre el escritorio y unió las manos como en plegaria sobre los labios, mientras sometía la información a su examen. Al cabo, levantó la vista y la fijó en Al-Abiyia.

—¿Qué relación existe entre Eliah Al-Saud y Mohamed?

Al-Abiyia no quería pronunciar la palabra «yerno» porque enseguida saltaría a la luz el nombre de Matilde, y él la preservaría de esos animales tanto como fuese posible.

—No lo sé —mintió, y Udo Jürkens, que había sospechado que el Príncipe de Marbella conocía el vínculo que los unía, suspiró, aliviado. Si Ágata caía en manos del régimen de Bagdad, sería difícil salvarla.

—¿Aseguras que Anuar Al-Muzara nos lo entregaría por dinero?

—Sí, por dinero lo hará —confirmó Jürkens—. No le importará que el régimen de Bagdad sea suní, ni que su lealtad sea hacia los chiíes. Su grupo terrorista languidece sin los petrodólares de Qaddafi y está desesperado por comprar armas para dar un golpe que sacuda al mundo.

—Si tú conoces a Eliah Al-Saud, Udo —razonó Dahlan—, bien podrías ir a buscarlo por nada, para probar tu lealtad al sayid rais.

—Fauzi, si estoy encerrado en Bagdad, si te he pedido asilo, bien sabes que es porque mi cara es demasiado conocida en Europa, que es donde se encuentra Al-Saud.

—Te ofrecí una cirugía, como la que le hicimos a Rauf. Mira qué bien ha quedado. Estuvo paseándose por Europa y nadie lo reconoció.

Jürkens no se dignó a mirarlo, ni contestó a la sugerencia. Él no alteraría las facciones de su rostro; de lo contrario, Ágata no lo reconocería.

—Bien —se convenció Dahlan—, veo que sigues inamovible. ¿Cómo entraremos en contacto con Al-Muzara? Es sabido que no es fácil dar con él.

Como estaba seguro de que el palestino había abandonado el refugio en Chipre, Jürkens meditó que debería contactarlo a través de los columbogramas codificados que sólo Gérard Moses era capaz de redactar. Se puso nervioso. Planearía con detenimiento la excusa que le daría a su jefe para pedírselo. Moses era un genio, de una inteligencia prodigiosa, con un instinto muy desarrollado también, y, si bien últimamente la porfiria estaba afectándole las entendederas, como el científico era consciente de su deterioro, se mostraba más irascible y desconfiado. Se instó a no perder la calma. ¿Por qué Moses tendría que sospechar? El hecho de que el régimen de Bagdad planease convocar a Al-Muzara no conduciría jamás a Moses a sospechar que la seguridad de Eliah Al-Saud estaba en juego. ¿Quién llevaría el columbograma a París? Miró de soslayo a Rauf Al-Abiyia. No había opción, tendría que ser el Príncipe de Marbella. Él, a París, no volvería, al menos no con ese rostro.

—Fauzi —dijo—, tengo que viajar a Base Cero.

—No has contestado a mi pregunta, Udo. ¿Cómo contactaremos a Anuar Al-Muzara?

—No será fácil. El tipo prescinde de la tecnología y se esconde muy bien. Me llevará un tiempo encontrarlo, pero lo haré. Confía en mí. El primer paso será ir a Base Cero. El segundo, viajar a París. —Movió la cabeza y fijó la vista en Al-Abiyia, que de inmediato bajó la cara—. Imagino que tu amigo podrá hacerse cargo de eso.

—Sí, él lo hará —contestó Dahlan.

Angelie Trouvée se daba cuenta de que esa noche una extraña disposición se apoderaba de ella, tal vez, meditó, como consecuencia de la copa de champaña que había bebido a las doce, una excentricidad en ese rincón del planeta y en esos tiempos de guerra, que, al igual que otros obsequios, había llegado de la mano de Nigel Taylor. A ella le había entregado una caja naranja que rezaba Hermès y que contenía un pañuelo de seda con carrozas estampadas y de un gran colorido —violeta, blanco, rosa, fucsia—, un festín de luces y tonos, el cual ella, como sœur Angelie, jamás se atrevería a anudar en torno a su cuello. Se trataba del artículo más costoso, suave y precioso que poseía, y lo atesoraría porque él lo había elegido para ella.

En ese momento, en que el festejo había terminado y que la misión dormía —Taylor compartía la cabaña con los señores acogidos—, comenzaba a serenarse y a observar ese cambio que se operaba en su disposición y que ella no tenía ganas ni intenciones de reprimir. En los años que llevaba como misionera en el África, nunca había abandonado el refugio de la casa para aventurarse en la noche, calificada como la peor enemiga dados los peligros que ocultaba —mosquitos, animales feroces, rebeldes—; no obstante, esa noche, Angelie deseaba salir, pasearse por el predio, ver las formas que adoptaba la vegetación en la oscuridad, sentarse en el sillón hamaca como solían hacer Joséphine y Alamán, y fantasear que, junto a ella, estaba Nigel. Se cubrió con el salto de cama, se ató el pañuelo Hermès al cuello y se pintó la boca con un lápiz labial que le había regalado Juana en Johannesburgo. Sonrió al recordar a la médica argentina, tan vivaz con su espíritu libre. «Para que lo uses cuando visites a Nigel», le había dicho con un descaro que acompañó con un guiño. Por supuesto, Angelie no lo había estrenado. Esa noche, se contempló en el pequeño espejo de su habitación y sonrió antes de pintarse por primera vez.

No había luces encendidas, no podían permitirse malgastar el combustible de los generadores. La oscuridad no la perturbó porque la luna creciente brillaba con una intensidad que semejaba la dicha que la impulsaba a saltar, dar giros y correr. Se desplazaba con ligereza, sintiéndose hermosa y sutil. Se sentó bajo el toldito del sillón hamaca que la protegía del sereno, inspiró la frescura del aire y cerró los ojos. Enseguida sus pensamientos se llenaron de la escena que había vivido con Taylor antes de que comenzase la misa, cuando el inglés se escurrió dentro de la casa principal y la acorraló en su habitación.

—¡Señor Taylor!

—¿Señor Taylor? —había repetido él, entre ofendido y risueño—. ¿Ya no soy más Nigel?

—Sí, claro que sí. Nigel, ¿qué haces aquí?

—Amélie me invitó a la misa y a la cena también. ¿Te molesta?

—¡En absoluto! Al contrario. Kabú está esperándote, muy ansioso.

—Ya estuve con él. Y ahora quiero estar contigo.

—Nigel, salgamos, por favor. Esto no es correcto. Sigo siendo una monja y ésta es la misión donde vivo.

—Lo sé. Sólo quería verte un momento a solas. ¿Has pensado en mí ayer y hoy?

—Sí —admitió, y Taylor esbozó una sonrisa que enseguida suprimió por temor a que ella la malinterpretase—. Pienso en ti de continuo desde hace muchos meses, desde el primer día en que te vi, el domingo 3 de mayo. —A Taylor lo surcó un escalofrío—. Te avisté de lejos —siguió contándole, sin mirarlo— y fui aproximándome. Cuando te quitaste los lentes, pensé: «Tiene el color de ojos más hermoso que he visto». Después, mientras conversabas con las chicas, reíste por un comentario de Amélie y me sucedió algo raro.

—¿Qué?

—Tu nuez de Adán —dijo, y señaló su propio cuello—, se agitó, subió, bajó, y eso me provocó un cosquilleo aquí —deslizó la mano a la boca del estómago—, una sensación que nunca había experimentado. Los seguí dentro de la casa y te observé desde la cocina mientras Edith intentaba sacarte dinero. —Taylor carcajeó, y se trató de una risa nasal y lenta—. Me ofrecí para acompañar a Kabú porque pensé que eso me daría la oportunidad para conversar contigo, para planear las cuestiones de la internación y lo demás; en cambio, acabé haciéndome muy amiga de Jenny. ¿Cómo está ella?

—¿Jenny? Bien, supongo —carraspeó—, nunca le pregunto. Ahora que lo recuerdo, ella me habló de ti y me dijo que eras encantadora.

—Tienes una gran secretaria, Nigel. Cuida cada detalle para hacerte quedar bien.

—Sigue contándome de ti. —Avanzó hacia Angelie y la vio retroceder y atrincherarse tras la cama, una cama pequeña, más pequeña que de una plaza.

—El domingo 30 de agosto llamé a la misión y Amélie me contó que Matilde y tú habían sido trasladados al Chris Hani Baragwanath, muy malheridos. Casi me descompongo junto al teléfono público. Averigüé en la recepción y me dijeron que estabas en la unidad de cuidados intensivos. La angustia por saberte en grave estado se mezclaba con la dicha por tenerte cerca y poder cuidarte.

—Nadie me ha cuidado con tanto amor y delicadeza como lo has hecho tú.

—¿Tu madre no lo hacía cuando eras niño y te enfermabas?

—Me cuidaba la niñera. Mi madre acompañaba a mi padre en sus viajes, estaba poco en casa. Además, yo pasaba la mayor parte del año pupilo, en el colegio.

Angelie aguzó los ojos que fijaba en Taylor y ladeó la cabeza en el intento por descubrir el sustrato oculto en la declaración. Un impulso se apoderó de Taylor, sobre el que no se detuvo a meditar. Rodeó la cama y la abrazó. Lo hizo con delicadeza, para no espantarla, y expelió el aire que sujetaba en los pulmones cuando Angelie descansó en su pecho y lo abrazó.

—¿Por qué me temes? —le preguntó, en un susurro vehemente.

—Porque eres distinto —contestó, muy entera, y rompió el abrazo—. Estás en las antípodas. Tu vida es opuesta a la mía.

—Sólo quiero ser feliz contigo.

—No lo lograrías. Yo no puedo darte lo que necesitas.

—¡Te necesito a ti! ¡Necesito la paz que me das, Angelie!

Angelie abrió el cajón superior del chifonier y extrajo la revista que acarreaba desde Johannesburgo. La abrió en la página cuarenta y tres —la conocía de memoria— y se la entregó a Taylor.

—Ése eres tú, ése es tu mundo, ésa es la mujer que armoniza contigo, no yo.

—¡Por favor! —exclamó el inglés, muy nervioso. Angelie notó que la revista le temblaba en las manos—. ¡Ni me acuerdo del nombre de esa chica!

—Se llama Daphne van Nuart. La revista es de mayo de este año y dice que son novios.

—¡Novios! Lo único que me acuerdo de ella es que, cuando bebía mucho, lo cual hacía con frecuencia, soltaba risitas idiotas que me crispaban.

—Entonces, ¿por qué te pusiste de novio con ella?

—Angelie, no me puse de novio con ella. Salimos unas veces, sin compromiso.

—¿Por qué saliste unas veces si te crispaba?

—Porque… Porque es deslumbrante —contestó, con la sinceridad que ella le había enseñado a valorar—. Después de un rato, el deslumbre se opacaba y me asqueaba.

—No digas eso, por favor. No digas que un ser humano te asquea.

—Lo siento —murmuró, cabizbajo, y depositó la revista sobre la cama.

—Vamos a la capilla. La misa está por comenzar.

Pasó a su lado, y Nigel la detuvo sujetándola por el brazo. Le rodeó el cuello con una mano y le acarició la nuca.

—¿Me temes porque piensas que seré inconstante en mis sentimientos, porque crees que te seré infiel con mujeres como ésa —sacudió la cabeza en dirección a la revista—, porque me cansaré de ti?

—Sí, te temo por todo eso, y también me temo a mí. Me pregunto: ¿cómo sería Angelie Trouvée en el papel de esposa de Nigel Taylor? ¿A qué se dedicaría? No sé hacer otra cosa que servir. Soy una misionera, Nigel. No sé si podré dejar de serlo.

—Dios me puso en tu camino porque tu misión ahora es salvarme, Angelie.

—Vamos —insistió, y él la dejó partir.

El sillón hamaca se mecía, y Angelie, con los ojos velados, sonreía ante la memoria del intercambio, pese a que, en verdad, no había nada de qué sonreír. Lastimar a Nigel con sus afirmaciones, por muy honestas que fuesen, la perturbaba. Su dolor la alcanzó como una espada y se le clavó en el pecho causándole una puntada que le impidió disfrutar de la misa y de la cena. Se acentuó cuando Nigel le entregó el pañuelo Hermès y le rozó la mano con intención. Recién en ese momento, oculta en la noche, mecida por la hamaca, reconquistaba la serenidad, y sus pulsaciones se normalizaban.

—Un penique por tus pensamientos.

—¡Oh! ¡Nigel, me has dado un susto de muerte!

—Discúlpame. Te veías tan hermosa sonriendo y con los ojos cerrados que no quise delatar mi presencia. ¿En qué pensabas? En mí, seguro.

—Debes admitir que la humildad no cuenta entre tus virtudes.

Taylor rió sonoramente, y Angelie sacudió la mano indicándole que bajase la voz.

—¿Puedo sentarme? —Angelie asintió—. ¿No podías dormir? —La religiosa negó con la cabeza baja—. Yo tampoco. Esa cabaña es sofocante. Además, cada vez que cerraba los ojos, tú te me aparecías y me espantabas el sueño.

—Lo siento —dijo, risueña—. Aquí se está muy bien —declaró.

Apoyó las manos a los costados, sobre el almohadón, estiró los brazos e infló el pecho para aspirar el aroma de la selva. Taylor arrastró los dedos hasta tocar los de Angelie, que giró la cara hacia el lado opuesto, pero no se apartó. Permanecieron algunos minutos en silencio, conscientes del punto donde sus energías se enredaban, embargados, sin saberlo, de una emoción similar, la de estar tranquilos y agitados a un tiempo. Angelie apenas movió la cabeza para susurrar:

—En doce días se cumplirá la fecha en que me corresponde renovar los votos perpetuos. Lo hacemos una vez al año.

—¿Los renovarás? —atinó a preguntar, aterrado.

—No. —Angelie percibió el apretón en la mano y entrelazó sus dedos con los de Nigel para infundirle paz; había percibido el pánico en su voz.

El miedo lo paralizó y no se atrevió a romper el mutismo para preguntarle lo que anhelaba saber. Le costaba respirar, no conseguía articular. Decidió esperar hasta recuperar el dominio sobre sus facultades. Guardó silencio y, al igual que Angelie, horadó la oscuridad en sentido contrario. La quietud de ella lo alcanzaba como un perfume, su serenidad lo impregnaba. Al cabo, reunió coraje y formuló la pregunta:

—¿Serás mía?

—No sé cómo ser mujer, Nigel.

Taylor volvió el rostro y se quedó contemplando el corte de su mandíbula y el perfil de su nariz a la luz de la luna.

—Angelie, tú eres una mujer. No lo sabes, pero sudas feminidad.

—Nunca nadie me enseñó a ser mujer. Tengo miedo de defraudarte.

—Me enamoré de ti porque sabías qué necesitaba sin tener que pedírtelo. Eso me pasmaba. No sé cómo hacías, pero si estaba incómodo, te acercabas, tan suave, y me acomodabas las almohadas. Y si tenía sed, me ponías el sorbete entre los labios. Y si me dolía la herida, llamabas a la enfermera y le exigías que aumentase el goteo del suero. Más de una vez te escuché ponerte firme cuando no querían hacerte caso. —Angelie lanzó una risita ahogada—. Nadie me había amado de esa forma tan silenciosa y ostensible al mismo tiempo. Cuando estaba casado con Mandy, que era más hermosa que Daphne van Nuart, te lo aseguro, lo único que quería de ella era que me cocinara, que me mimara, que me eligiera la ropa, que me comprara mi pan favorito, mi vino preferido. No te confundas, no quería que fuese mi sirvienta, en absoluto. Yo deseaba que se realizase como persona. Es sólo que… Creía que si ella se ocupaba de esos detalles, eso significaba que me amaba. No la juzgo; Mandy, simplemente, no sabía cómo hacerlo, y yo, por orgullo, nunca se lo pedí. Entonces, llegaste tú… Angelie, mi amor, tú me leías la mente y el corazón.

Angelie, que sonreía y se empeñaba en mantener la vista al suelo, le prometió:

—Te compraré tu vino favorito y el pan que te gusta si me dices cuáles son. Lo haré encantada, Nigel. Nada me dará mayor alegría que complacerte.

Sweetheart! —exclamó Taylor, y la envolvió en sus brazos y la aplastó contra su torso—. Deseo tanto que seas mi mujer. Mi mujer para siempre.

—Nigel, ¿cómo siente una mujer?

Taylor la sostuvo como a una niña, la cabeza de Angelie sobre su corazón desbocado.

—Una mujer siente el amor de su hombre, y todo su cuerpo vibra y se regocija junto con su alma. Así siente una mujer.

—¿De verdad? Enséñame.

—Por ejemplo, si su hombre le hace esto —le acarició la boca y el cuello con los labios entreabiertos—, a la mujer se le eriza la piel y le cosquillea el estómago.

—Sí, es verdad —admitió Angelie, con los ojos cerrados y una entonación que evidenciaba su asombro.

—Y si le introduce la lengua cómo símbolo de posesión, la mujer suele gemir, como si le doliese, pero, en realidad, es porque la sensación es tan agradable que no puede reprimir el sonido que sale de su boca, como cuando comes una comida muy rica y haces «mmmm» y te relames los labios.

—¿A ver? Muéstrame.

Taylor la penetró con suavidad, y la amó por el modo inseguro en que separó los dientes. Ajustó las manos en la cintura de Angelie mientras profundizaba el beso, y la oyó jadear.

—¿Tengo razón?

—Sí —musitó, acezando.

—Y si el hombre quiere volverla loca de amor, entonces sus manos se vuelven desvergonzadas y la toca en las zonas más deliciosas y ocultas.

Angelie elevó las pestañas lentamente y descubrió la expresión inquisitiva de Taylor.

—Muéstrame.

La impresionó que la contemplase de ese modo antes de que sus labios se apoderasen de los de ella y sus manos se deslizasen bajo la bata, aun bajo el camisón, y la conocieran como nadie la había conocido. Tenía la impresión de que había botones secretos en su cuerpo, de los cuales ella ignoraba la existencia hasta ese momento en que Taylor, con una destreza pasmosa, los oprimía para poner en funcionamiento mecanismos que la dejaban sin aliento, que la zambullían en un remolino en el que estaba a punto de perder el juicio. Cerró las piernas de modo maquinal, como medio de defensa, cuando los dedos de Nigel le separaron los labios de la vulva.

—Déjame acariciarte ahí —le pidió, sin apartar la boca—. En ese sitio está el secreto. Es ése el sitio que quiero que sea mío para siempre, y sólo mío.

—Me da vergüenza.

—Lo sé. Vamos despacio.

Angelie aflojó la tensión de los músculos y separó lentamente las piernas, y su tímida entrega excitó a Taylor, que se tomó unos segundos para recuperar el control. La besó, le susurró que se relajase, que confiase en él, que le permitiese hacerla feliz, y en ningún momento, sus dedos detuvieron las caricias que se tornaron exigentes a medida que la respuesta de Angelie lo alentaba. La sentía vibrar, acceder a niveles más altos de placer, lo percibía en el modo en que sus dedos se le enterraban en la nuca y en el brazo, en la tensión de sus piernas, en su respiración fatigosa y superficial, en la demanda de sus labios, hasta que apartó la boca de la de ella para escucharla en el alivio. Nunca imaginó que gozaría tanto viéndola gozar por primera vez.

Angelie se dijo que sólo Dios contaba con la creatividad y la generosidad para regalarle al ser humano una sensación tan apabullantemente maravillosa. Todavía con los ojos cerrados, enterró la cara en la camisa de Taylor y le besó el pectoral. Él no retiraba la mano de entre sus piernas y ella no se atrevía a pedirle que no lo hiciese aún.

Taylor se inclinó y le habló al oído.

—¿Serás mi mujer?

—Lo seré si me prometes hacerme eso de vez en cuando.

El inglés rió por lo bajo, y en la risa se fusionaron la alegría, la ternura y el divertimento. No evocaba otros momentos en los que se hubiese divertido tanto como en compañía de la misionera católica.

—Te lo juro. Te lo haré todos los días, varias veces por día si quieres. Y tú, ¿me lo harás a mí?

—No sé cómo —admitió, y lo enfrentó con ojos anhelantes—. Quiero que me enseñes, Nigel. Quiero ser tu mujer.

Se abrazaron, y Taylor, que optó por no hablar ya que temía echarse a llorar, la abrazó, y la acunó, y la besó en la frente, en la nariz, en los párpados, en los labios, intentando comunicarle con gestos la devoción que le inspiraba.

—Gracias, Angelie —expresó al cabo—, gracias, mi amor, por tanta felicidad. —Angelie le pasaba la mano por la frente, le acariciaba la mejilla y lo miraba con una sonrisa beatífica—. Sé que estás asustada, que temes dejar todo esto, que es tu mundo, pero te prometo que no te arrepentirás de haberme aceptado. Voy a vivir para hacerte dichosa.

—Lo sé. Gracias por tantos regalos que me has hecho esta noche. —Rozó el pañuelo Hermès con la punta de los dedos—. Me lo puse y me pinté los labios pensando en ti.

—¿Y me dices que no sabes ser mujer? Eso es ser mujer.

—Gracias también por querer adoptar a Kabú. Ya no podría separarme de él. Lo quiero con nosotros.

—Te daré lo que me pidas. Antes me dijiste que te preguntabas qué harías en caso de convertirte en mi esposa. Acaba de ocurrírseme una idea. Constituiremos una fundación, del tenor que tú determines, y te dedicarás a hacer obras de caridad con mis millones. ¿Qué te parece?

—¿De veras? ¡Oh, Nigel! —Se incorporó en el sillón hamaca—. ¡Tengo tantas ideas! Y podremos trabajar de manera conjunta con Amélie. ¡Sí! ¡Es una idea maravillosa! ¡Gracias, Nigel!

—No me llames Nigel. Llámame «mi amor».

—Nigel, mi amor, amor mío, mi único y adorado amor. —Hundió los dedos en el cabello que le cubría la nuca y le apretó el cuero cabelludo con las yemas, al tiempo que lo aproximaba a su boca. El instinto le marcó que estaba haciéndolo bien, que eso lo complacía. Se besaron locamente, y ella, en su inexperiencia, cobró una gran seguridad, como si el dominio sobre un arte que no manejaba en absoluto le hubiese llegado como por ensalmo. Ignoraba de dónde salía lo que su lengua hacía con la de Nigel.

—¿Y ahora qué? —El aliento candente y veloz de Taylor le golpeó los labios húmedos—. ¿Qué tenemos que hacer para que salgas de la orden?

—Pediremos una dispensa al obispo de Kinshasa, le enviaremos una carta a la superiora en París, seguramente me dirán que lo reflexione, que no abandone la obra del Señor, que hable con mi confesor. En fin. He visto a otras pasar por esto.

—No te convencerán, ¿verdad? ¿No te apartarán de mí haciéndote sentir culpable y pecadora? ¡Angelie, no les permitas que nos separen!

La sorprendió la angustia que se apoderó de él, un hombre al que había visto afrontar tres cirugías con entereza y jamás quejarse ni lamentarse. Le acunó las mandíbulas y lo miró fijamente.

—Sólo Dios cuenta con el poder para apartarme de ti, y estoy segura de que Él está de nuestro lado. No temas, mi amor. Nada me alejará de ti. Nada. Te lo juro. Soy tuya para siempre.

Nigel Taylor se aflojó y pegó la frente en la de su mujer.

Udo Jürkens estaba preocupado por Gérard Moses; no era el mismo desde el último ataque de porfiria. Por un lado, su inteligencia y conocimientos científicos parecían intactos. Seguía al frente del proyecto de las centrifugadoras y de la construcción de las bombas atómicas ultralivianas y se desenvolvía con la misma solidez de costumbre. Por el otro, se perdía en ocasiones, formulaba preguntas que desvelaban su confusión, caía en arrebatos de ira, lloraba después y se reía, todo en el lapso de diez minutos. Desde que se desempeñaba como hombre de confianza de su amigo Fauzi Dahlan, Udo pasaba la mayor parte del tiempo en Bagdad y visitaba poco Base Cero. Se preguntaba si su jefe estaría tomando la medicación, comiendo cada dos horas y durmiendo bien. Lo dudaba. El deterioro se evidenciaba en unas facciones enflaquecidas y de líneas profundas. Como hacía tiempo que no se teñía, el cabello se le había vuelto blanquecino, lo que le daba la apariencia de un viejo. Por un momento, Jürkens temió que fuese incapaz de recordar el lenguaje codificado que el mismo Moses había inventado en la adolescencia y a través del cual se comunicaba con Anuar Al-Muzara utilizando las palomas mensajeras. Al final, su mente pareció destrabarse y escribió lo que Udo le pidió. La docilidad del científico asombraba al berlinés, hasta que lo vio detener la lapicera, girar apenas la cabeza y preguntarle con gesto suspicaz:

—¿Para qué quieres enviar este mensaje a Anuar?

—Fauzi quiere contactarlo.

—¿Para qué?

—No me lo ha dicho.

—¡No me mientas, Udo! ¿Crees que soy idiota? Dahlan y tú son carne y uña. Él te lo cuenta todo. Dime para qué convoca a Al-Muzara el régimen de Bagdad. De lo contrario, no escribiré el mensaje. Y a ver cómo se las arreglan para encontrarlo.

—Fauzi quiere encargarle que secuestre a una persona.

—¿Para qué?

—Para matarla. Es un antiguo proveedor de armas, que conoce el proyecto de la centrifugadora y que, se suponía, debía conseguir el uranio. No saben dónde está, nadie puede dar con él, se esfumó robándose varios millones del rais. Temen que haya vendido la información al Mossad o a la CIA. De ser así, todos corremos peligro. No quería decírselo, jefe, para no preocuparlo.

Jürkens tomó un gran porción de aire cuando Moses asintió, aparentemente conforme con la información, y siguió garabateando el mensaje encriptado. Lo recorrió un escalofrío al imaginar la reacción de su jefe en caso de enterarse de que Fauzi planeaba contratar a Al-Muzara para darle caza a Eliah Al-Saud.