Apenas llegó a Erez, Al-Saud se dio cuenta de que el cruce estaba cerrado; se adivinaba por la fila interminable de automóviles y de camiones y por el malestar de la gente. Estacionó a un costado del camino, consultó la hora, ocho menos cuarto de la mañana, y extrajo el celular del bolsillo de la campera. Llamó a Markov.
—Sí, señor —le confirmó el ruso—, estamos en el puesto de control, pero nos dicen que está cerrado hasta nuevo aviso. Pueden pasar horas, tal vez días antes de que lo abran.
—Markov, no se muevan de allí. En un momento, vuelvo a llamarte.
Realizó una nueva llamada.
—Allô, Bergman. Soy Al-Saud.
—¿Qué necesita? —preguntó el agente del Mossad desprovisto de la animosidad del pasado.
—Estoy en el cruce con Erez. El puesto de control está cerrado. Quiero entrar en Gaza o bien que se le permita salir a mi prometida.
—Al-Saud, usted tiene la errada idea de que yo soy el dueño de Israel y de que todo se hace y se deshace a mi…
—¡Y una mierda, Bergman! No me embarcaré en la misión que a usted y a las autoridades de su país tanto les interesa si no puedo ver antes a mi mujer. Haga lo que tenga que hacer, llame a quien tenga que llamar, pero quiero que Erez se abra en media hora.
Al ver la cola de automóviles y la multitud congregada cerca del puesto de control israelí, Matilde supo que el cruce estaba cerrado, y la desazón que la había dominado desde el martes se profundizó hasta conducirla a un estado de desesperación rayano en las lágrimas. Le pidió a Markov que averiguase cuál era la situación. La Diana, que permanecía con ella en el automóvil, intentó comunicarse con Eliah.
—No contesta, Matilde. Salta la contestadora automática.
Eran las siete y cuarto de la mañana. Había terminado unos minutos antes la guardia para llegar temprano al cruce, donde la espera solía prolongarse. Ahora podía tomar horas, tal vez días. Las lágrimas le desbordaron los párpados inferiores y se deslizaron por sus mejillas. Necesitaba ver a Eliah, tocarlo, olerlo, lamerlo, sentir su calor y escuchar sus latidos. Sabía que algo no andaba bien, lo había percibido durante la conversación telefónica; más se empeñaba él en ocultar su preocupación, más lo notaba ella.
Markov se acodó en el filo de la ventanilla y le informó que el cruce permanecería cerrado hasta nuevo aviso.
—¿Qué quiere decir «nuevo aviso»?
—Quiere decir que lo abrirán cuando a los israelíes se les dé la gana. Pueden abrirlo dentro de media hora o de dos semanas. Más factible, dentro de dos semanas.
Matilde experimentó un ahogo, como si le oprimiesen la garganta, y evocó la angustia en la voz de Intissar cuando le explicaba lo que significaba vivir prisionera dentro de la Franja.
—¿Por qué han cerrado el cruce? —quiso saber La Diana.
—Los soldados no abren la boca cuando se les pregunta, pero corren varios rumores. Unos dicen que es porque hay casos de cólera; otros aseguran que ayer, en el cruce de Karni, descubrieron un camión que intentaba salir con explosivo plástico.
El puesto de control de Karni, ubicado al noreste del borde de la Franja, había sido abierto después de los Acuerdos de Oslo, como paso exclusivo de camiones que importaban y exportaban productos. Matilde no comprendía por qué debía cerrase el de Erez si el problema se había presentado en Karni. Por otra parte, si al cierre lo motivaban los casos de cólera, éstos eran pocos y se circunscribían al campo de refugiados de Nuseirat, el cual se hallaba en cuarentena.
La tentó la idea de buscar a Lior Bergman para suplicarle por una excepción, aunque se humillase. Desechó la ocurrencia casi de inmediato al pensar en el rencor que le guardaría el militar israelí después del almuerzo en el King’s Garden. Estudiar el gentío de palestinos con niños y bultos, cuyas necesidades por entrar en Israel debían de ser más urgentes y graves que la de ella, terminó por enterrar la idea de recurrir a Bergman. Vio dos ambulancias y se preguntó quiénes estarían dentro y por qué. Avistó un camión con cajas de naranjas, que pronto se echarían a perder si no las entregaban en el puerto de Haifa o en el mercado de Tel Aviv-Yafo. Los ancianos se arrebujaban en sus chaquetas para ahuyentar el viento frío que se levantaba desde el mar. Los niños, cansados y aburridos, lloraban y peleaban. Una madre amamantaba sentada sobre una valija. Matilde se dedicaba a observarlos y a compadecerse para eludir la decisión que tenía que tomar, la de volver a la ciudad de Gaza o la de quedarse y esperar a que los israelíes les franqueasen el paso.
Alrededor de las ocho y media, Markov volvió corriendo al automóvil y subió con ánimo exaltado.
—Han abierto el cruce. La gente dice que se trata de un milagro.
Aunque se tratase de un tiempo récord, a Matilde les resultaron eternos los cuarenta minutos que les llevó cruzar la frontera. Mientras Markov presentaba los pasaportes y sus permisos especiales al soldado israelí, Matilde avistó a Lior Bergman que la miraba fijamente desde el edificio que servía de comandancia a la brigada a su cargo, la Givati. Iba vestido con el uniforme verde y con la boina violeta calzada bajo la charretera izquierda. Se quitó los lentes para sol y los calzó por fuera en el bolsillo superior de la chaqueta. Matilde agitó la mano a través de la ventanilla y ensayó una sonrisa amistosa y relajada.
Lior Bergman había estado mirándola desde hacía varios minutos, intentando atraerla con el poder de su deseo. ¿Quién era la pareja que la acompañaba? El hombre se hacía cargo de todo; fue quien descendió del vehículo y presentó las identificaciones. En el instante en que ella se dio cuenta de su presencia y sus ojos enormes y plateados se fijaron en los de él, Bergman percibió una corriente cálida en el pecho que le puso la piel de gallina. La sonrisa de Matilde se convirtió en la luz verde para avanzar.
—Buenos días, teniente —dijo, al tiempo que rumeaba: «No me hagas perder más tiempo, por favor».
—¿No quedamos en que me llamarías Lior?
—Sí, lo siento. Buenos días, Lior.
—Buenos días, Matilde. Lamenté que no volvieses a la mesa el viernes pasado.
—Sí, lo siento. Pero no me sentía bien.
—No sabía que tuvieras un hijo.
—¿Un hijo?
—Al-Saud dijo que Jérôme es hijo de ustedes y que está desaparecido.
—Sí, es verdad, aunque todavía no es nuestro hijo porque, mientras tramitábamos la adopción, fue secuestrado en la selva oriental del Congo.
—Entiendo.
Lior Bergman no podía saber el efecto que sus palabras ejercían en ella. Que Eliah, sabiendo de la existencia de Kolia, llamase en público a Jérôme «su hijo», la conmovió, y una dicha con trazos de amargura se afincó en su ánimo.
—¿Han sabido algo de él? —Matilde bajó la vista y meneó la cabeza para negar, actitud que el militar supo interpretar, por lo cual cambió el tema de conversación—. Has tenido suerte, Matilde. Se suponía que el cruce estaría cerrado todo el día. Pero acabo de recibir una llamada de lo más intempestiva para ordenarme que lo reabran.
—Me alegro, sobre todo por los enfermos que están en las ambulancias, por las madres con niños, por los ancianos y por ese señor con el camión lleno de naranjas.
Hacía tiempo que Lior Bergman no se sonrojaba ni se avergonzaba. Esa muchacha, bastante menor que él, con un acento dulce, cantarín y casi inaudible, le había echado a la cara el conflicto palestino-israelí con una sonrisa; no obstante, él lo había recibido con la contundencia de un balazo. La deseaba. La deseaba como no había deseado a ninguna otra, ni siquiera a Ivana, porque el de ellos había sido un amor verdadero, pero adolescente e inmaduro, y él, que desde hacía quince años arrastraba el luto, comenzaba a percibir el cosquilleo de la curiosidad por todo lo que nunca había experimentado con su cuerpo y con su espíritu adultos.
—¿Vas a Jerusalén?
—Sí.
—Mañana es mi día libre. Me gustaría mostrarte la ciudad. He vivido ahí toda la vida, la conozco como nadie.
—Te agradezco, Lior, pero tengo el fin de semana lleno de compromisos.
—Muy bien —expresó—, la próxima vez quizá tenga suerte.
—Adiós, Lior. Ya nos dejan avanzar.
—Sí, sí, continúen. Hasta luego, Matilde.
—Ahí está Al-Saud —anunció Markov, una vez que el automóvil entró en el territorio israelí.
Matilde, ubicada en la parte trasera, se incorporó, sujetándose de los respaldos de los asientos delanteros, y lo buscó con ojos desenfrenados. Divisó su cabeza de pelo renegrido que sobrepasaba al gentío.
—¡Detente, Markov! —Se precipitó fuera antes de que los guardaespaldas pudiesen reaccionar. La siguieron entre insultos mascullados.
Matilde corrió hacia Al-Saud, envuelta en un halo de alegría, desesperación y angustia. Eliah distinguió el dorado de su cabello y la vio avanzar entre la multitud y detenerse para sortear bultos, personas y automóviles. Le salió al encuentro dando zancadas largas, apartando a quienes se interponían, mascullando «af-wan» (permiso) y «shukran» (gracias) a medida que ganaba terreno en su carrera por poseerla. Matilde se echó en sus brazos con abandono y se sujetó a él con ansias tan elocuentes que Al-Saud presintió que se desmoronaba frente a ella, que caía de rodillas y empezaba a llorar como un crío. La apretó con brutalidad, inconsciente de ello en su prisa por ahogar el bramido que le trepaba por el pecho y que empujaba en su garganta como un ariete. Matilde despegó la cara de la campera de Eliah y levantó los ojos para mirarlo.
—¿Por qué lloras, mi amor? —susurró él, en francés, y el esfuerzo le provocó un calambre en la tráquea.
—Porque pensé que no te vería hoy. Habían cerrado el cruce… Y no… Nadie sabía cuándo volverían a abrirlo. Y me volví loca de angustia pensando en que no te vería. No podía soportar la…
Al-Saud la acalló con un beso tan delicado como implacable había sido su abrazo.
—Ya estás acá, conmigo —la tranquilizó contra sus labios—. ¿Pensaste que iba a permitir que nos mantuvieran separados?
—¿Qué podías hacer vos? —lloriqueó Matilde.
—Ya estás aquí —repitió.
—Llevame al hotel, Eliah. Vamos al hotel. Te necesito. Sólo para mí.
Al-Saud descubrió a La Diana y a Markov que los contemplaban desde una distancia prudente y, con un ladeo de cabeza, les comunicó que podían marcharse. Sin pronunciar palabra, Markov dio media vuelta y se encaminó hacia el automóvil. La Diana subió después de él. Cerró la puerta, la cual produjo un chasquido suave al que siguió un mutismo incómodo.
—¿Adónde te llevo? —preguntó el ruso, sin mirarla, con aire enconado.
—Reservé una habitación en un hotel de Jerusalén que me recomendó Sabir Al-Muzara. La reservé para los dos —dijo, tras una pausa, y bajó la vista, dominada por la vergüenza y por el miedo a la humillación.
—Tengo otros planes. Además, ¿para qué quieres que vayamos a una habitación de hotel? ¡Tú eres incapaz de darme nada!
Markov se arrepintió de sus palabras incluso antes de terminar de pronunciarlas. La Diana inspiró de manera violenta, buscó con mano incierta la manija de la puerta y saltó del automóvil como si dentro hubiese avistado una serpiente de cascabel. Caminó a paso rápido hacia la zona de los taxis. Markov, congelado en el asiento, la vio alejarse. Reaccionó golpeando el volante con el talón de la mano y mascullando un insulto tras otro. ¿Por qué deseaba lastimarla? ¿De dónde nacían el odio y la ira que lo dominaban desde hacía semanas? ¿Por qué le daba celos que La Diana perdonase a sus torturadores? No lo comprendía. ¿Por qué se negaba a entender que destruyéndolos, destruiría el demonio que le habían plantado en las entrañas y que le impedía ser mujer? Apoyó la frente sobre el volante y exhaló con agobio. Estaba confundido, no sabía cómo ayudarla, tan sólo contaba con su maestría en el arte de aniquilar al enemigo, y ella lo rechazaba.
Al-Saud y Matilde recorrieron los casi setenta kilómetros que separan a Erez de Jerusalén compartiendo miradas y caricias y confesándose cuánto se habían echado de menos. No les importaba esperar en los puestos de control que poblaban la ruta, al contrario, los aprovechaban para besarse locamente, escandalizando a musulmanes y a judíos ortodoxos por igual.
—No sé si aguantaré estos cuatro meses —confesó Matilde, y Al-Saud le sonrió sobre los labios porque, por primera vez, se sentía lo primero en la vida de su mujer.
—¿Ah, sí? —la sonsacó—. ¿No aguantarás? ¿Por qué?
—Porque quiero despertarme con vos todas las mañanas en nuestro dormitorio de la Avenue Elisée Reclus.
—Nuestro dormitorio… Qué bien suena eso, mi amor.
En el Hotel Rey David, el conserje les aseguró que la suite presidencial, la misma del fin de semana anterior, estaba lista para recibirlos. Apenas traspusieron el umbral, se oyó el timbre del celular de Al-Saud, que decidió atender; esperaba una llamada de Raemmers.
—Sólo serán unos minutos —prometió—. Después, lo apagaré.
El celular los había interrumpido en cuatro ocasiones a lo largo del viaje, siempre por trabajo, y Matilde cayó en la cuenta de lo que para él significaba destinarle ese día a ella con tantas cuestiones y problemas. Depositó la shika y el bolso en un sillón del vestíbulo y se dirigió a la sala, donde la visión de la mesa puesta con el desayuno la colmó de un regocijo que no supo explicar. Si bien el mantel blanco cubría el vidrio por completo, la vajilla, la cubertería y los alimentos ocupaban sólo un extremo. Tomó un jazmín del florero, inspiró su perfume y, en un acto travieso, se lo calzó entre la oreja y la cabeza. Se aproximó a un espejo y se deshizo las trenzas. Acomodó los bucles y la flor, y se dijo que estaba hermosa para él.
Con ánimo distendido, estudió los componentes del desayuno: tostadas, medialunas —por el aroma, estaban tibias—, mermeladas, manteca, un bol con crema batida sobre un plato con hielo, un plato con frutas trozadas —frutillas, bananas, manzanas, kiwis, mangos y ananá—, cereales, yogur y leche cruda. Levantó un trozo de frutilla, lo untó en la crema y se lo llevó a la boca. Al tiempo que la acidez de la fruta le inflamó la boca, aun la mucosa de la nariz, la suavidad y la dulzura de la crema la aliviaron.
Sobre el aparador de caoba brillante, divisó dos infiernillos de plata con las llamas al mínimo. Levantó la tapa del primero, y el vapor de huevos revueltos en manteca con jamón, que flotó bajo sus fosas nasales, le volvió de agua la boca; en el segundo, la embriagó la fragancia de la canela, la avena y la leche. Junto a los infiernillos, habían colocado una pava eléctrica y la cafetera, que mantenía a buena temperatura el café negro e intenso.
—Pedí que nos esperasen con el desayuno. —La voz de Al-Saud la envolvió con la vehemencia que sus brazos habían empleado en el puesto de Erez. Se dio vuelta y lo divisó en el ingreso de la sala. Se había despojado de la campera amarillo maíz con detalles en azul marino, y lucía una remera blanca y ajustada, que le sentaba estupendamente a los jeans de un azul gastado. Fijó la vista en el cinturón grueso color suela, con hebilla de bronce, y en las botas tejanas de cuero de víbora, con punteras de plata, y se dijo que esas dos prendas resumían el temperamento poderoso y atemorizante del hombre que tenía enfrente.
Avanzaron hacia el centro de la sala al mismo tiempo, incitados por la misma ansia. El encuentro no fue delicado. Matilde se impulsó al cuello de Al-Saud y se prendió a su torso rodeándolo con las piernas. Él calzó las manos bajo sus nalgas, y las apretó a través de la bambula de la pollera blanca y larga. Subió a ciegas los tres escalones que lo separaban del comedor, mientras Matilde le sujetaba la cabeza para mantenerla pegada a su boca. El beso no era beso, era un entrevero de labios, lenguas, encías, alientos agitados y salivas candentes. Se separaron cuando Al-Saud la depositó sobre la mesa y la contempló sin pestañear, con ojos negros de lujuria, mientras la desembarazaba de las sandalias franciscanas, las que ella había usado en el vuelo de Buenos Aires a París; también le quitó los soquetes rosas y la pollera, cuyo elástico le lamió las piernas, las corvas, las rodillas y las pantorrillas, erizándole la piel a su paso. Matilde se incorporó para que Al-Saud le sacase el suéter y la camiseta. Ella aprovechó y lo despojó de la remera, que, al salir, le despeinó el jopo.
Volvió a recostarse y gimió cuando el frío del vidrio, que se filtraba a través del mantel, le lamió la espalda y le acentuó la erección de los pezones, que, enhiestos bajo el encaje del corpiño, atrajeron la mirada de Al-Saud. Éste se inclinó para apretarlos con los labios. Matilde se sujetó a sus hombros desnudos y se arqueó, un poco para resistir el espasmo que la surcaba y otro poco para invitarlo a apoderarse de su cuerpo, a beber de él.
—¿Te acuerdas —le preguntó él en francés— del día en que te hice el amor en la Mercure, sobre la mesa de la sala de reuniones?
Matilde asintió, sin mirarlo, con la vista en el cuello grueso de Al-Saud, en los tendones tirantes, en la yugular pulsante, en la nuez de Adán puntuda y protuberante, y deslizó las manos hasta dar con su nuca de pelo al ras, y el contacto del pelo grueso, corto y pinchudo en su palma, inexplicablemente, le atizó la libido. Cualquier detalle de él la enardecía.
—Hablá —le exigió—. Decime cualquier cosa. —Le gustaba el efecto que las palabras tenían sobre su cuello.
—Recién, cuando te diste vuelta y te vi con el pelo suelto y esta flor —Matilde apoyó las puntas del índice y del mayor sobre la nuez de Adán y acompañó su recorrido— me dieron ganas de estar con vos en una playa de la Polinesia. Solos. Desnudos.
—Quiero que me hagas el amor en una playa desierta.
—Sí —aseguró él, con fiereza, y se alejó para bajarle la bombacha de encaje.
Resultaba asombroso que la visión de su monte de Venus apenas cubierto por una pelusa rubia, perceptible sólo al tacto, siguiese afectándolo como la primera vez. Se trataba de una imagen perturbadora porque correspondía al cuerpo de una niña. ¿Y qué era su Matilde sino una niña? La pequeña, dulce, inocente, bondadosa y perfecta Matilde. Su vientre, hundido entre las crestas ilíacas, palpitaba, y la cicatriz tallada por la esquirla se ondulaba y descollaba a causa de su color magenta. El movimiento del ombligo, que, como una barca en medio de las olas, subía y bajaba, le enturbiaba la vista, le llenaba la boca de saliva, se la secaba un segundo después. Con la cara hundida en el monte de Venus, estiró los brazos y cerró las manos sobre el encaje que cubría los pechos.
—Tengo hambre —manifestó—, tengo hambre de mi Matilde.
La abandonó un momento. Ella echó la cabeza hacia un costado y, con los ojos cerrados, repasó cada sitio donde él había impreso una huella candente: la presión en los pezones, la palpitación en la boca del estómago, el ardor en el monte de Venus y la inflamación entre las piernas. Lo oía en el extremo de la mesa, hacía ruido con la vajilla, removía los platos. Sin ganas, levantó los párpados y lo descubrió con el bol de crema batida y el plato de frutas en las manos, que apoyó a un costado. Arqueó apenas la columna cuando él se inclinó para sacarle el corpiño. Jadeó y enredó los dedos en el pelo de su nuca cuando Eliah le succionó los pezones y después los sopló. El contacto de su aliento contra la piel húmeda llevó la dureza a una instancia dolorosa.
—Eliah… —suplicó, y levantó los párpados súbitamente.
Al-Saud le untaba los pezones con la crema batida. Rió cuando le colocó trozos de frutillas y se mordió el labio cuando él atrapó la fruta y la punta del pezón entre los dientes. Temía que la mordiera, el temor le elevaba las pulsaciones, no sólo del corazón sino del clítoris y de la vagina. Se aferró de nuevo a sus hombros, le apretó la carne dura y tibia sin conseguir enterrar los dedos.
Al-Saud soltó el pezón para barrer con la lengua la crema que cubría la areola y el seno, hasta que sólo quedó la frutilla para devorar, y otra vez sus dientes la acicatearon en tanto con los dedos pringosos de crema le masajeaba el clítoris, al que terminó por limpiar con la lengua. Matilde estalló en un orgasmo que vibró entre los labios de Eliah. La observó desde su posición entre las piernas, la estudió en ese trance hasta que la cabeza de ella colgó de costado. Sus senos, en el frenesí de la respiración alocada, a veces le ocultaban el mentón, el labio inferior, la nariz, las pestañas, y a veces no.
—Matilde —necesitó decir, mientras se preguntaba cómo haría para dejarla, para arriesgar la vida cuando por fin se sentía vivo gracias a ella—. Matilde. —Acercó la cara a la de ella, distendida después del orgasmo, hermosa, encendida, sublime—. Matilde, te amo más que a nada en este mundo. —Ella sonrió sin levantar los párpados, una sonrisa debilitada por la satisfacción—. Antes de ti estaba muerto. Tú eres mi vida. Júrame que nunca me dejarás. Júrame que nada volverá a separarnos. —Si ella se lo juraba, él volvería sano y salvo de Irak, el 5 de mayo se casarían y nunca se separarían de nuevo—. Jure-moi! —le exigió de nuevo, y le apretó la cintura en un gesto demandante.
La conmovió la desesperación que se adivinaba en su voz, y la inquietud que había nacido después de la llamada del martes regresó. Siempre con ojos cerrados, tanteó su rostro, cada detalle.
—¿Qué pasa, mi amor?
«¡Tengo miedo de irme de este mundo antes de haber sido feliz a tu lado!»
—Eliah, te juro lo que me pidas. Sobre todo te juro que seremos felices. Te juro fidelidad, amor eterno y que nunca voy a dejarte solo en este mundo. Sólo pienso en el día de nuestro casamiento, en estar juntos en París, en hacer la vida que siempre soñé al lado del mejor hombre, de mi Eliah, mi adorado Caballo de Fuego. —Le tomó la cara entre las manos y lo obligó a acercarse a su boca—. Hoy y mañana olvidémonos de todo, por favor. Amémonos sin pensar en el futuro. Amame, Eliah, por favor.
—Sí, sí, sí. —Al-Saud arrastraba los labios por el torso de Matilde y recogía el dulzor de la crema, que despertaba su hambre y su deseo. Trazó un camino de ananás y de bananas desde el valle entre sus pechos hasta el ombligo, al cual coronó con un kiwi, y regó la fruta con yogur. A Matilde la enloquecía el concierto de sensaciones que la asaltaba: la tensión por el frío del yogur, el cosquilleo por la gota que resbalaba hacia el costado, la irritación a causa de la barba incipiente de él, el dolor cuando sus dientes no medían la energía aplicada a la mordida, la excitación cuando el yogur se deslizaba entre los labios de su vulva y Al-Saud lo recogía con la lengua y limpiaba cada recoveco, cada intersticio, cada hendidura, cada hueco de esa parte de su ser que encerraba el secreto del gozo.
Supo que Al-Saud se preparaba para liberar su pene cuando oyó el estrépito de la hebilla de bronce al golpear el vidrio de la mesa. Se irguió sobre sus codos y aguardó con curiosidad y emoción el momento en que él se bajase los boxers y que su falo saltase fuera. El calzoncillo acariciaba el bulto en tanto descendía. Los labios de Matilde se despegaron al descubrir la mata de pelo negro que contrastaba con el blanco de la prenda. El miembro rebotó por la acción del elástico y a causa de la erección. Matilde se sentó en el borde la mesa y lo tomó entre sus manos. Rió con picardía cuando Al-Saud le sujetó los hombros, inspiró de manera sonora y frunció el rostro en una mueca adolorida.
—Me gusta tenerte en mi poder —lo provocó, mientras iniciaba un masaje que la hipnotizaba. Le gustaba ver aparecer y desaparecer el glande entre sus dedos, la coloración intensa que adquiría con cada caricia, la humedad que asomaba por la hendidura que lo coronaba; la impresionaba percibir en las palmas el latido de las venas que lo surcaban, el calor que aumentaba, la dureza que se acentuaba. Lo quería en su boca, con crema, con yogur, con fruta. Apartó a Al-Saud del filo de la mesa y se bajó. Él colocó las manos sobre el borde cubierto con mantel y la encerró entre sus brazos.
—Agarralo de nuevo —le exigió en un susurro torturado y con los ojos cerrados—. ¡Ah! —exclamó al sentir la untuosidad fría de la crema sobre el glande.
—Eliah.
El poder de su voz lo condujo de nuevo a la realidad, y se topó con los ojos de Matilde, que ya no eran de plata sino de azabache, enormes y, aunque resultase incoherente, cargados de una lascivia que no le quitaba un ápice de inocencia. La niña y la mujer. El pubis de una niña en el cuerpo de una mujer. La excitación de Al-Saud alcanzaba niveles descomunales. Los testículos le latían, duros y calientes.
—Por favor… —suplicó, y Matilde sonrió con malicia.
—¿Sabés qué, Eliah? —dijo, mientras seguía cargando el glande con crema batida—. He descubierto que me has convertido en una puta. —Estupefacto de excitación y de amor, la vio ponerse de rodillas—. Yo antes de conocerte nunca pensaba en el sexo. Ahora, en cambio, me gusta más de lo que le gusta a Juana. Toda la semana estuve pensando en hacerte esto.
El semblante de Al-Saud se alteró cuando los labios gruesos de Matilde se ajustaron en torno a su pene y descendieron hasta engullirlo por la mitad. Profirió un rugido, y el estremecimiento que lo sacudió cuando Matilde le barrió los restos de crema del glande con la lengua lo obligó a devolver las manos al filo de la mesa. Se retiró de su boca en un acto desesperado. La urgió a ponerse de pie y la levantó en el aire por las nalgas. Matilde se prendió a su torso rodeándolo con los brazos y con las piernas.
—Besame —le exigió. A veces cavilaba sobre la necesidad que la asaltaba por que él la besase mientras la poseía, y arribó a la conclusión de que esa acción, la de unir las bocas, intercambiar alientos y saliva, entrelazar lenguas o tener la del otro en la garganta era, a su juicio, mucho más íntima, personal y reveladora que la de la cópula misma. Se acordaba de los besos compartidos con su esposo, Roy Blahetter, y meditaba: «La pasión de un beso no puede disfrazarse».
—Hacémelo contra la pared.
Enajenado a causa de la excitación, Al-Saud gruñó al oír la súplica de Matilde y al percibir la humedad caliente de su aliento en la oreja. Se movió con los pantalones atascados en las rodillas hasta apoyar la espalda de su mujer contra la pared.
—¿Qué querés que te haga contra la pared?
—Quiero que me metas tu verga en la vagina y tu lengua en la boca, al mismo tiempo.
La complació en todo, impaciente por hacerla gozar hasta dejarla sin sentido, si eso era posible, para que ella nunca se cuestionase si otro se lo haría mejor, si en los brazos de otro hallaría más placer, para satisfacerla hasta la saciedad, hasta empalagarla de orgasmos para que no lo olvidase durante los meses de separación y para que no buscase consuelo en otro, en el militar israelí, por ejemplo. La sola idea lo encolerizó, y la poseyó con la violencia de una bestia rabiosa, como si su falo fuese un cuchillo que se clavaba con furia una y otra vez en la carne de ella para matarla. La besó con mordiscos hasta percibir el gusto de la sangre en la boca, y la empujó contra la pared para que su pene le marcase las entrañas. Ella nunca se quejó, y su aceptación sumisa sólo sirvió para atizarle el humor cruel y demandante. Los gemidos de Matilde en el alivio, unos chillidos que ella sofocó en su hombro, tal vez porque se acordaba del escándalo que habían montado el fin de semana anterior, le colmaron el sentido de la audición hasta ensordecerlo. Se vació en ella con una eyaculación tan violenta como el acto, que por unos segundos lo desposeyó de aire en los pulmones.
Matilde lo devoró con la mirada, amaba la paralización que lo acometía mientras la bañaba con su simiente, ese gesto estático de labios tensos, entrecejo apretado y tendones inflamados y tirantes. La sobrecogía el primer sonido que lanzaba cuando el aire conseguía pasar por sus cuerdas vocales, un gemido doliente que iba despojándose del timbre debilitado hasta adquirir una nota oscura, prolongada y de contrabajo. Después, retomaba los embistes, más cortos y profundos, alentado por las últimas expulsiones de semen. Con esto, perdía la fuerza y se desmoronaba sobre ella. En ese caso, apoyó la frente sobre su hombro, donde absorbió ingentes porciones de oxígeno por la nariz, caldeándole la piel, mojándosela.
Matilde se removió para bajarse porque percibía el temblor involuntario en los músculos de Al-Saud, sometidos a un ejercicio tan severo. Él, extenuado, le permitió colocar los pies en el piso; no obstante, la encerró entre sus brazos y la pegó a su cuerpo. Una vez recuperado el aliento, la amenazó al oído:
—Matilde, no te atrevas a dejarme.
—Vos tampoco —respondió, y le sujetó el pene que todavía no perdía rigidez.
Al-Saud abrió los ojos abruptamente, y Matilde escondió la impresión que le causaron; había más que el fuego habitual, que la pasión, que la exigencia del hombre machista y posesivo que era; había angustia. Le apartó los mechones de la frente, le acarició las mejillas y no retiró las manos al volver a preguntarle:
—¿Qué pasa, Eliah?
Al-Saud se obligó a esbozar una sonrisa sosegada.
—Mi puta —farfulló con ternura, y la besó en la frente.
—Sí, soy una puta por tu culpa.
—No, una puta no. Mi puta.
—Sí, tu puta exclusiva. No me imagino haciendo esto con nadie más. Vamos a bañarnos. Estamos pegajosos.
—Y dulces —añadió él, y le agarró un seno y lo levantó para chuparle el pezón.
—Vamos —insistió ella, y la boca de Al-Saud emitió un sonido similar al del corcho que abandona la botella cuando Matilde lo despojó de su diversión. La vio alejarse, desnuda, hacia las escaleras que conducían al baño.
—No hagas eso —le ordenó.
—¿Qué? —quiso saber ella, sin volverse ni detenerse.
—Menear así el culo.
—No lo meneo así a propósito, señor Al-Saud. Es mi forma de caminar.
—Me calienta —afirmó, y la siguió con una erección que Matilde atisbó sobre el hombro y que le causó risa—. No te burles —le advirtió él.
Ella, sin parar de reír, corrió escaleras abajo. Antes de seguirla, Eliah se hizo con el pote de vaselina que había mandado comprar el sábado anterior.
La encontró dentro de la ducha. El agua caliente corría, y el vapor inundaba el recinto. Con ánimo juguetón, Matilde se pegó al vidrio esmerilado con los labios en la forma de un beso, y Al-Saud, parado en un pie mientras se sacaba la bota tejana, exclamó para sí, aturdido por la sensualidad de ella: «Mon Dieu!». La silueta de su cuerpo se adivinaba tras el vidrio mate y traslúcido; en cambio, sus labios, sus pezones y su pubis, que presionaban la mampara, se divisaban con bastante claridad. Se sentó sobre la tapa del inodoro y siguió luchando con la bota sin apartar la vista del espectáculo.
—¿Qué parte de mí querés? —preguntó Matilde, con acento voluptuoso y desafiante—. Mi labios —se oyó el sonido de un beso—, mis pechos —los movió en círculos sin despegarlos del cristal— o ta petite tondue, mon amour. ¡Ah, ya sé qué quiere el señor Al-Saud! —Se dio vuelta y apoyó las nalgas sobre el vidrio—. ¿Tal vez el señor Al-Saud prefiere esto?
—Matilde —susurró, sorprendido por el talante de ella, y feliz, y triste, y toda la colección de sensaciones y de sentimientos que Matilde avivaba en su interior, que en ese momento estaba en llamas. Carraspeó para recuperar el control de su voz—. Estás jugando con fuego.
—Estoy preparada, señor Al-Saud. Me siento muy relajada.
Terminó de desembarazarse de las botas y del pantalón en un frenesí impaciente que provocó la hilaridad de Matilde. Al verlo aproximarse hacia el receptáculo de la ducha, blandiendo su erección como una espada, se acobardó. Al-Saud ladeó la boca en una sonrisa sarcástica.
—¿Te echás atrás ahora? ¿Dónde está mi Matilde revolucionaria?
—Es tan grande —masculló, con la vista en el pene.
—El mismo de la otra vez.
—Parece más grande.
—¡Cobarde! —se rió él, y la obligó a darse vuelta y a pegar el rostro en el vidrio. Se aproximó a su oído para exigirle—: Pedime lo que querés que te haga. —Le masajeó el clítoris y el ano al mismo tiempo—. Llamame señor Al-Saud y pedímelo.
—Por favor, señor Al-Saud —musitó—, penétreme por aquí.
—¿Por dónde?
—Por… No puedo decirlo.
Al-Saud carcajeó y la besó en el cuello con la mansedumbre que no había mostrado en toda la mañana. Le masajeó alternativamente el clítoris y el ano con el chorro de la ducha de mano. Al final, Matilde quedó laxa contra el vidrio. Al-Saud la embadurnó con vaselina, lo mismo hizo con su miembro, y la penetró lentamente. Se imaginó la escena como la hubiese visto un intruso que se metiese en el baño en ese instante: la mejilla, las manos abiertas, los pezones encarnados, el vientre palpitante y los muslos temblorosos de Matilde aplastados contra el vidrio, y la figura de él, oscura, amenazante y difusa, que se alzaba detrás de ella. Y fantaseó con lo que el intruso oiría: los jadeos afanosos, los sollozos de placer y sus clamores roncos, mezclados con el golpeteo del agua al dar contra el mármol del piso. El orgasmo, al cual llegaron al mismo tiempo, tuvo un efecto portentoso en Al-Saud, que cayó de rodillas y arrastró a Matilde con él. Le habló casi sin aliento, de manera entrecortada y en francés.
—Quiero que sepas… que… en toda mi vida… había sentido… algo… similar. —Le deslizó los labios por la mejilla sonrosada y húmeda—. Gracias por ser mía. Por darme tu cuerpo sin restricciones. —Matilde llevó los brazos hacia atrás para sujetarse de la nuca de Al-Saud, que le ciñó la cintura con las manos—. Por regalarme tanto placer. Por confiar en mí. Por hacerme sentir importante porque soy importante para ti.
—¿Te hago feliz? Es lo que más deseo en la vida.
Había tanta genuina preocupación en la pregunta, también candor, que Al-Saud presintió que rompería a llorar. ¿De dónde reuniría la frialdad para dejarla partir al cabo de esos días juntos? ¿Cómo viviría esas semanas lejos de su Matilde?
—Sí —contestó, con voz tirante—. Feliz. Más que eso. Y yo, ¿te hago feliz?
—Ya te lo dije muchas veces: vos sos mi vida.
Envueltos en las batas, confortables en la calidez de la habitación —afuera hacía frío y lloviznaba—, desayunaron a la hora de almorzar. Al-Saud devoró los huevos con jamón, en tanto Matilde saboreaba la avena hervida en leche y perfumada con canela. Terminaron la fruta, los trozos que quedaban en el plato, y bebieron café. Saciados, se apoltronaron en el sillón a conversar. Matilde abandonó el regazo de Al-Saud para curiosear los CD de música.
—¿Qué te gustaría escuchar? Hay jazz, música clásica, música folclórica judía… ¡Ah, Édith Piaf! Me gustaría escucharla.
—Tenía una voz extraordinaria. Ponela. Hace años que no la escucho.
Se trataba de una selección de sus temas más conocidos. Por supuesto, el primero era La vie en rose. Matilde colocó el CD y, al girarse para volver al sillón, chocó con Al-Saud.
—Tengo ganas de que bailemos.
Matilde asintió, conmovida por la delicadeza con que le apoyó la mano en la cintura y la atrajo a su cuerpo. Descansó la mejilla sobre su pecho y se meció al ritmo de él.
—Traducime, por favor.
Al-Saud apuntó el equipo con el control remoto, apretó play de nuevo, y La vie en rose recomenzó. En voz baja y al oído de Matilde, fue traduciendo los versos.
—Ojos que hacen bajar los míos… una sonrisa que se pierde en su boca… Voilà el retrato sin retoque… del hombre al que pertenezco… Cuando me toma en sus brazos… y me habla despacio… yo veo la vida color de rosa… Me dice palabras de amor… palabras corrientes… y eso me provoca algo… Él entró en mi corazón… Una porción de felicidad… cuya causa yo conozco… Él es para mí… lo que yo soy para él… en la vida… Me lo dijo… Me lo juró por la vida.
Le siguió Non, je ne regrette rien, y Al-Saud le confesó que era una de sus canciones favoritas.
—No… nada de nada… yo no me lamento de nada… Ni del bien que me han hecho… ni del mal… Todo eso me da igual… No, nada de nada… No, no me lamento de nada… Está pagado… barrido… olvidado… Me importa un bledo el pasado… Con mis recuerdos… encendí el fuego… Mis tristezas… Mis placeres… Ya no los necesito… Barridos mis amores… y todos sus temblores… barridos para siempre… Comienzo de cero… No… nada de nada… no me lamento de nada… Ni del bien que me han hecho… ni del mal… Todo eso me da igual… No, nada de nada… No, no me lamento de nada… Porque mi vida… porque mis alegrías… hoy… comienzan contigo.
Con la última estrofa, Matilde se aferró a las solapas de la bata de Eliah y hundió el rostro para llorar. Las canciones siguieron, y Al-Saud no las tradujo. Guardó silencio mientras la contenía en su abrazo y la mecía al son de las baladas.
—Me emocioné porque siento que escribieron esa canción para mí.
—Dicen que fue lo que dijo Édith cuando la escuchó por primera vez.
—¿De verdad? —Matilde elevó el rostro y Al-Saud le barrió una lágrima con el pulgar—. Entonces, sufrió mucho antes de encontrar el verdadero amor.
Se quedó mirándola hasta que Matilde volvió a buscar refugio en su pecho y le ocultó los ojos. Ella no podía saber el daño que le había causado con esa frase. «Entonces, sufrió mucho antes de encontrar el verdadero amor». El sufrimiento de Matilde, su lucha contra el cáncer, sus pérdidas, sus temores, sus padecimientos, no existía nada que le produjese la desolación que significaba imaginarla sufriendo.
Al cabo, Matilde expresó:
—Édith Piaf también amó tanto como te amo yo. Es obvio para mí. Nadie puede cantar así sin sentimiento.
—Dicen que amó muchísimo a un boxeador que murió en un accidente aéreo. Nunca se repuso.
Se miraron de nuevo fijamente. En ella, el pánico resultó evidente. Él supo disimularlo.
Matilde despertó en un sitio oscuro y desconocido.
—¿Eliah? —dijo, con voz adormecida, y estiró la mano para tocarlo; no estaba—. ¿Eliah? —Se incorporó, asustada—. ¡Eliah!
Oyó un correteo. Provenía de la planta alta. El corazón le galopaba en la garganta. Se quedó quieta y acezante, esperando.
Al-Saud se precipitó escaleras abajo. Abrió las cortinas para que las luces del jardín del hotel y el tenue resplandor de la luna, a la que las nubes tormentosas intentaban engullir, se filtrasen en el dormitorio y lo iluminasen apenas, sin resplandores impetuosos. Vio a Matilde sentada en la cama, con la bata abierta y caída por un hombro, el cabello alborotado y un destello sobrenatural en los ojos.
—Aquí estoy —la tranquilizó, y entrelazó sus dedos con los que ella le ofrecía—. ¿Qué pasa? —La obligó a recostarse a su lado—. ¿Otra pesadilla?
Matilde se ovilló contra Al-Saud, que profundizó la cavidad de su cuerpo para contenerla.
—No. Me desperté confundida. No sabía dónde estaba. Te llamaba y vos no me escuchabas.
—Vine apenas te oí.
—¿Qué hora es?
—Poco más de las ocho.
—Dormí muchas horas, ¿no?
—Sí, por suerte. Estabas exhausta.
—La guardia de los jueves a la noche más sexo con mi futuro esposo me dejan de cama. ¿Qué estabas haciendo?
—Trabajando.
—¿Tenés mucho trabajo?
—Bastante.
—Y estar conmigo te quita tiempo, ¿no?
Al-Saud enterró la nariz en la tibieza con aroma a bebé del cuello de Matilde.
—Sí, muchísimo tiempo —bromeó.
—¿Pura pérdida de tiempo, señor Al-Saud, o su futura esposa lo compensa de algún modo?
—Ha hecho algunos intentos para compensarme, pero todavía no me encuentro del todo satisfecho.
—¡Qué mujer más desconsiderada! —Matilde se desovilló para mirarlo a la cara. Le pasó el índice por los labios y le delineó la sonrisa que despuntaba.
—La más desconsiderada de todas. Pero yo la soporto igualmente porque es tan hermosa. Ninguna es como ella.
—Te amo, Eliah. —Matilde acercó la boca a la de él. Primero se trató de un intercambio de alientos húmedos y tibios y de miradas fijas y anhelantes, al que siguió un roce de labios, caricias sutiles—. No sé qué hice para merecerte, no me importa. Lo único que pido es que nunca me faltes.
Al-Saud le pasó el dorso del índice por el filo de la mandíbula, admirado del corte perfecto de la cara, el delicado oval de pómulos encumbrados, que terminaba en un mentón pequeño y puntiagudo al tiempo que redondeado.
—No puedo creer que algo tan valioso como vos sea sólo mío.
—Toda tuya y sólo tuya. —Matilde volvió a encogerse contra el torso de Al-Saud—. Contame algo lindo.
—¿Que estuve ayer con Kolia es algo lindo?
—¡Sí! —Al-Saud rió cuando Matilde encendió el velador, se sentó en la cama como los indios y lo apremió con ojos fulgurantes—. Contame todo. Todos los detalles. ¿Está grande? ¿Está bien? ¿Te sacaste la foto que te pedí? ¿Sigue con fiebre? ¿Ya le cortaron los dientes?
Las carcajadas de Al-Saud la detuvieron.
—Sólo mi Matilde es capaz de amar profundamente a alguien que no conoce.
—¿Cómo no voy a amar al hijo del amor de mi vida?
Al-Saud la atrajo para sentarla en el hueco que formaban sus piernas. Le describió la jornada compartida con su hijo de casi diez meses, y le refirió los detalles más importantes, como que caminaba con ayuda y que decía papá, y otros más nimios, que su postre preferido era la manzana pisada con miel y que le gustaba dormir con un osito de toalla, regalo del fotógrafo amigo de Natasha. No le mencionó la revelación de su madre, que ella y Aldo Martínez Olazábal habían sido novios; prefería no traer a colación el nombre porque sabía que a Matilde la preocupaba la desaparición de su padre, más allá de la carta.
—Le saqué muchísimas fotos.
—Pero, ¿te sacaste una con él como te pedí, vos y Kolia solos?
—Sí, mi viejo la sacó. Salió bastante bien. No tuve tiempo de imprimirlas. Las tengo en la computadora.
—Enviámela por e-mail. —Al-Saud dijo que lo haría—. Yo también tengo algo lindo para contarte.
—Contámelo.
—¿Te acordás de Sandrine, la editora de Sabir que conocimos el viernes pasado? —Al-Saud asintió de nuevo—. ¡Quiere publicar mis cuentos! Los de Jérôme.
—Mi amor… Es increíble, Matilde. También escritora, mi araña pollito.
—Te confieso que nunca pensé que me entusiasmaría tanto la idea de publicarlos. Cuando Sabir me lo sugirió, no me pareció algo importante. Ahora, en cambio, tengo la impresión de que es un sueño hecho realidad. Además —bajó los ojos, se refregó las manos, y Al-Saud supo que mencionaría a Jérôme—, es como si de algún modo Jérô estuviese cerca de mí. ¡No quiero olvidarlo, Eliah! —exclamó—. ¡No quiero que se quede en nuestro pasado!
—No, no, jamás. —La recostó y la cubrió con su cuerpo; sus brazos la envolvieron, el peso de sus piernas le comunicó fuerza, sus besos le recordaron que no estaba sola, sus labios le barrieron las lágrimas, sus palabras de amor la reconfortaron—. Amor mío, no olvides la promesa que hicimos. Estoy seguro de que la Señora de la Medalla Milagrosa va a ayudarnos.
—Sí —suspiró, entre sollozos—, por supuesto. Tendré fe. Y, ¿sabés qué? Le prometo a la Virgen que todo lo que gane por la venta de mis libros lo destinaré a la clínica para los pobres del mundo.
—Será la clínica mejor equipada de París porque estoy seguro de que tu libro será un best-seller.
—Dios te oiga, mi amor.
Al-Saud la condujo por otros derroteros para alejarla de la herida sangrante que era la desaparición de Jérôme, y le pidió que le hablase de su trabajo, de sus pacientes, de la situación en Gaza; eso siempre la distraía.
—Es la segunda vez que estás en Jerusalén —comentó Al-Saud— y no conocés nada excepto este hotel. ¿Querés que salgamos a cenar?
—No. No quiero salir de nuestro nido. Aquí tengo todo lo que necesito. No me importa conocer Jerusalén.
—Está bien. Pediré que nos traigan la cena. Mientras dormías, llamó Shiloah. Quieren almorzar con nosotros mañana. ¿Tenés ganas?
—Bueno, eso sí. Extraño mucho a Juana. Me muero por verla.
Se sumieron en un cómodo mutismo. En la mente de Matilde, resonaban las estrofas de No, je ne regrette rien. Horas atrás, se había quedado dormida en el sofá escuchándola por enésima vez y se había despertado en la cama.
—Eliah, ¿vos creés que si el amor se termina es porque nunca fue verdadero?
Al-Saud se tomó unos segundos para meditar.
—No habría sabido cómo responder a esa pregunta antes de conocerte. Ahora puedo decir que es imposible acabar con el verdadero amor.
—¿Y si las personas cambian? ¿Y si de pronto la persona que amás con todo tu corazón ya no es la misma?
—No imagino la situación en la que dejaría de amarte. Tal vez podría enojarme con vos, incluso enfurecerme, pero dejar de amarte… No, de eso no soy capaz.
El sábado por la mañana, se levantaron temprano, se ducharon juntos después de hacer el amor y subieron en bata a desayunar. Con una taza de café en mano, Matilde se sentó sobre las piernas de Al-Saud frente a la computadora y vieron las fotografías de Kolia. A Matilde la admiraba el sentimiento que crecía en ella, y se preguntaba si podría amar al hijo de Eliah como amaba a Jérôme. Lo deseaba, anhelaba amarlo con la misma clase de amor infinito y poderoso que Jérôme le inspiraba. Los quería a los dos con ella. Fantaseaba con los cuatro en la casa de la Avenida Elisée Reclus.
—A la noche —empezó a hablar en medio de un silencio—, cuando apago la luz para dormirme, nos imagino, a vos, a mí, a Kolia y a Jérô, en la piscina de tu… de nuestra casa. Me sonrío en la oscuridad, como loca, imaginándote jugando con Jérô en el agua. Yo estoy en la parte baja con Kolia, tratando de enseñarle a flotar. Entonces, Jérô viene conmigo, buscando refugio, porque vos querés atraparlo. Te llama «papá» y casi me da más alegría que escucharlo decirme «mamá». No sé por qué.
Al-Saud la apretó al tiempo que clamaba en su interior: «¿Por qué, Dios mío? ¿Por qué le quitas a Jérôme, ¡a Matilde!, que sólo vino a este mundo para hacer el bien? ¿Qué quieres que haga para devolvérselo?».
—Se me ocurrió que si sueño con él, si lo hago parte de mis deseos más grandes, entonces lo voy a traer de regreso a mí. ¿Creés en el poder del amor? —Al-Saud, imposibilitado de articular, asintió—. Nuestro amor lo traerá de regreso. Querelo, Eliah. Amalo para que él lo sienta y no se rinda.
Al-Saud transformó la energía del llanto en un beso arrollador, en el cual el gusto salobre de las lágrimas de ambos se disolvió en sus lenguas, se mezcló con las salivas, se secó con los suspiros.
—Vos me enseñaste a amar, Matilde. Sabía que si aceptabas a Kolia y lo amabas, yo lo amaría también. Aprendí a amar a Jérô en Rutshuru porque el amor que vos le tenías era tan grande que contagiaba. Era imposible resistirse a quererlo. —Inspiró profundamente antes de manifestar—: Te prometo que cuando estemos juntos los cuatro nos vamos a meter en la piscina de casa y jugaremos, y nos reiremos, y todo este dolor quedará en el pasado.
—Entonces voy a decir lo mismo que Édith Piaf: Je me fous du passé.
Al-Saud rió con el llanto atascado en la garganta, un sonido afectado y conmovido, no sólo por la ocurrencia de Matilde sino por el fervor con que lo había expresado, una pasión violenta tan impropia en ella, tan ajena a sus facciones de hada, que lo impactó.
—Sí, mi amor, sí, el pasado va a importarnos un bledo, ya verás.
Matilde volvió a observar la fotografía en la pantalla, la de Eliah con Kolia en brazos, los dos con aspecto severo, muy erguidos y la vista clavada en el objetivo de la cámara. Un impulso la llevó a arrastrar los dedos por la carita de Kolia.
—Mi chiquito —musitó—. ¿Cómo pudiste dudar de que era tuyo? Es tan fácil ver el parecido. Hasta en la seriedad se te parece.
—Él es más simpático. Se ríe todo el tiempo.
El almuerzo en compañía de Shiloah y de Juana resultó sanador. Los gestos más austeros y los ánimos más decaídos habrían sucumbido a la alegría eterna de Shiloah Moses y a las ironías y los chistes de Juana. Comieron en un restaurante del barrio Givat Ram de Jerusalén, donde se hallaba el edificio del Knesset y la Universidad Hebrea.
—Pasaremos las fiestas en Córdoba —explicó Juana—. Cuando regrese, comenzaré a prepararme para rendir la reválida del título. E intentaré entrar en el Hospital Hadassah, aquí, en Jerusalén.
—¿Tienes que rendirlo en hebreo? —se preocupó Matilde.
—¡No, por favor! Lo único que sé decir en hebreo es «shalom», «Rosh Hashaná» y «Yom Kipur» ¡y ni siquiera sé qué significan! —Shiloah la atrajo hacia él y la besó en medio de carcajadas—. Por suerte, estos israelíes son conscientes del idioma horroroso que tienen y me permiten que lo rinda en inglés. Ahora bien, tengo que comprometerme a tomar clases de hebreo si consigo una posición en el Hadassah.
Matilde observaba a Juana, cuya plenitud y felicidad exultaban, y sonreía de manera inconsciente. Ni siquiera necesitaba preguntarle si echaba de menos a su familia o a su país. Arrastró la mano por la mesa y apretó la de su amiga. Se miraron y enseguida sus ojos se volvieron acuosos.
—Estoy tan feliz por vos, Juani.
—Y yo por vos, amiga mía.
—Juana —la llamó Al-Saud—, cuando estés en Córdoba, ¿podrías hacernos un favor?
—Por supuesto, papurri. ¿Qué necesitas?
—Que tramites una copia de la partida de nacimiento de Matilde. —Tras una pausa, agregó—: Para iniciar los trámites de nuestra boda.
Juana lanzó un alarido y saltó de la silla para abrazar a Matilde y a Al-Saud. Shiloah se puso de pie para felicitar a su amigo y a su novia.
—¿Cuándo? ¿Cuándo se casan?
—El 5 de mayo —contestó Matilde—. Vayan agendándolo.
—¡No me lo perdería por nada del mundo! —aseguró Juana, y, al atisbar el ceño de Shiloah, se volvió para exigirle—: ¡No pongas esa cara de culo! Shiloah —reveló a sus amigos— quiere que nos casemos cuanto antes, y yo no.
—Tendrás que hacerlo tarde o temprano —se quejó el israelí— o los de Migraciones te meterán en una caja y te enviarán de regreso con tu abuelo sirio y yo no moveré un dedo para salvarte. Además, si quieres trabajar en el Hadassah…
—Está bien, está bien —claudicó Juana, y lo besó en la mejilla—, nos casaremos, pero en la Argentina y más adelante. Todavía quiero ser libre —manifestó, con ademanes y gestos histriónicos.
Salieron del restaurante, y Matilde tomó del brazo a su amiga.
—Es paradójico que vos y yo terminemos siempre en la misma —expresó Juana—. ¿Te diste cuenta de que, al igual que vos, nunca tendré hijos? Vos, por culpa del puto cáncer. Yo, por culpa de la puta porfiria de los Moses.
—Siempre terminás copiándome, Juana Folicuré —bromeó Matilde.
—Sí, pero ésta me salió bien, no como la vez que me teñí de rubio. ¡Por favor! Parecía una prostituta barata.
—Juani, no tendré hijos de mis entrañas, pero tendré a Jérôme.
—Sí, amiga mía. Eliah lo va a encontrar, no dudes de eso.
—No lo dudo, Juani. Además, tengo que contarte algo —dijo, y se dispuso a referirle lo de Kolia.
Unos pasos detrás de ellas, caminaban Al-Saud y Moses. No apartaban la vista de sus mujeres mientras conversaban.
—¿Han decidido vivir en Jerusalén?
—Yo prefiero Tel Aviv, tú lo sabes, pero con mi actividad en el Knesset me resulta más cómodo quedarme aquí durante la semana. De todos modos, no puedo descuidar mis negocios en Tel Aviv. Soy de los que creen que el ojo del amo engorda el ganado. Lo más probable es que convenza a Juana de que consiga trabajo en un buen hospital de Tel Aviv, y yo viaje todos los días. Son apenas cincuenta kilómetros.
Al-Saud siguió avanzando con la vista en el suelo. «¡Quédate en Jerusalén y no vuelvas a Tel Aviv hasta que te lo diga!», le habría ordenado. Saddam Hussein jamás bombardearía una de las ciudades santas del Islam. En cambio, Tel Aviv era su blanco favorito. La impotencia lo abrumaba, no podía confiar a su amigo la verdad, había hecho un juramento de silencio; por otra parte, si insinuaba el peligro, Shiloah no descansaría hasta averiguarlo. «En pocos días viajarán a Córdoba y no volverán hasta principios de enero», calculó. «Después, a Shiloah le llevará un tiempo persuadir a Juana de que desista de entrar en el Hadassah, si es que lo logra. Quizás, en ese tiempo, yo haya sido capaz de descubrir el sitio donde centrifugan el uranio y construyen las bombas». Se deprimió al reflexionar que ni siquiera en Jerusalén estarían a salvo; la onda radioactiva los alcanzaría igualmente.
—Hermano —habló Al-Saud—, tengo algo importante que decirte. —Él también le refirió lo de Kolia.
Después de esa caminata por las calles del Givat Ram, regresaron al estacionamiento.
—Dime, Matilde —quiso saber Moses—, ¿te ha gustado Jerusalén?
Al-Saud amó que se sonrojase antes de admitir que no la conocía.
—¡Dos veces en Jerusalén y este desgraciado no te ha llevado a conocerla!
Después de lanzar un vistazo entre risueño y reprobatorio a su amigo, Shiloah se dispuso a enmendar el error que significaba que Matilde no conociese nada de una de las ciudades más viejas del mundo, excepto la suite presidencial del Hotel Rey David. Como no había mucho tiempo —alrededor de las cuatro y media debían ponerse en camino hacia Erez—, Shiloah los condujo a la Ciudad Antigua para mostrar a Matilde y a Juana, en honor de la religión que profesaban —Juana aclaró que ella no profesaba ninguna religión—, la Iglesia del Santo Sepulcro. A pesar de ser judío, Moses conocía al dedillo la historia del templo construido sobre el sitio que se considera la tumba de Cristo, y Matilde aprendió más de la historia del cristianismo que durante los años junto a su abuela y en los Capuchinos. Aunque quedaba poco tiempo, Shiloah insistió en visitar el lugar más sagrado para los judíos, el Muro de los Lamentos. Matilde se detuvo frente al último vestigio del Templo de Jerusalén con ánimo incrédulo; no obstante, al elevar la vista y estudiar esas piedras milenarias, por cuyos resquicios se abría la vida en forma de hierbajos, una energía la tomó por asalto, le cortó la respiración y le borró la sonrisa. Apretó la mano de Eliah y, durante largos minutos, como en trance, con la vista inmóvil, repitió el nombre de Jérôme. La hipnotizaban el bisbiseo de las oraciones de los judíos ortodoxos y sus balanceos constantes.
Al-Saud la observaba de soslayo y le sostenía la mano. Le entregó su lapicera Mont Blanc y una de sus tarjetas personales al verla hurgar en la shika; sabía que planeaba dejar una plegaria. Matilde utilizó la libreta de direcciones para apoyar la tarjeta y escribir en el dorso; lo ocupó por completo. Se la mostró a Eliah antes de introducirla en una grieta. «Mi Señor, permítenos hallar a nuestro Jérôme con vida y concédenos a Eliah y a mí la gracia de envejecer juntos y de ver a nuestros hijos, Kolia y Jérôme, hacerse hombres de bien. Matilde Martínez». Regresó a los brazos de Al-Saud luego de deslizar el pedido entre las piedras.
—Voy a ir a Gaza con vos. —La luz con que refulgió el semblante de Matilde y que le confirió una luminiscencia alabastrina, le agitó el corazón—. Volveré el lunes por la tarde.
Si bien lo urgía viajar a Londres para iniciar el adiestramiento antes de la infiltración, la acompañaría a Gaza y pasaría otra noche a su lado, tal vez la última. No se había atrevido a decirle que se iría, que no la vería por semanas, tal vez por meses, quizá nunca más. La separación estaba tornándose imposible.
Esa noche del sábado, Matilde no regresó al departamento de Manos Que Curan en la calle Omar Al-Mukhtar sino que se instaló en el Hotel Al Deira de la ciudad de Gaza, uno de los tantos construidos desde el 94 con fondos provenientes de la Unión Europea sobre la Avenida Al-Rasheed, la que bordea el Mar Mediterráneo. La elección del hotel no era antojadiza. Yasser Arafat, de visita en la Franja, se alojaba allí, y Al-Saud planeaba un encuentro al día siguiente para advertirle que dejaría en manos de sus hombres el entrenamiento de Fuerza 17. Una de las condiciones impuestas por la Autoridad Nacional Palestina había sido la participación directa de Al-Saud; al rais no le gustaría su deserción.
Cenaron en lo de Sabir Al-Muzara junto con varios comensales. Matilde estaba habituada a la pequeña multitud que rondaba al Silencioso. Dejó a Eliah en la sala con Amina, empeñada en desfilar para él la ropa que le había enviado de regalo para su cumpleaños, y marchó hacia la cocina con la periodista israelí Ariela Hakim. Sabir, que picaba unos tomates, les pidió que preparasen la ensalada de berenjenas y que llenasen los potes con hummus, un puré de garbanzos sazonado con ajo, y con laban, un yogur agrio con que los árabes acompañan la mayoría de los platos.
La conversación derivó en los palestinos que eran israelíes, y Ariela aseguró que se les confería el trato de ciudadanos de cuarta, por ejemplo, se les prohibía cumplir con el servicio militar, condición que los marginaba hasta para conseguir créditos hipotecarios.
—En Israel, si no has sido soldado, muchas puertas se te cierran, sobre todo laborales. A veces, no puedes alquilar un departamento porque no has sido soldado.
—¿No es lógico que se les impida hacerlo? —preguntó Matilde—. Después de todo, tendrían que combatir con los de su propia raza.
—¡Por supuesto que es lógico! —acordó Ariela—. Lo que no es lógico es que, por no cumplir, se conviertan en parias. Mira, Matilde, a los estudiantes de la Yeshivá, es decir, los que estudian la teología judía, se los exime del servicio militar; no obstante, conservan todos los derechos como ciudadanos israelíes.
—¿Por qué estamos hablando de esto? —quiso saber El Silencioso.
—Porque a un amigo mío, árabe, de Beersheva, le denegaron un crédito hipotecario por no haber cumplido con el servicio militar. ¡Es de locos!
—¿En qué banco? —Ariela Hakim le dio el nombre—. Ahí trabaja un amigo mío. Es un alto ejecutivo de la casa matriz en Tel Aviv. Veré qué puedo hacer.
—¿Existe algún rincón de la tierra en el que no tengas amigos, Sabir? —bromeó Matilde.
—Bueno… —masculló, mientras aparentaba reflexionar—. No creo tener amigos entre los esquimales —aseguró, y le propinó a Matilde un ligero codazo en las costillas.
Los tres rompieron a reír. Eliah, que desde su posición en la sala seguía con ojos tempestuosos el diálogo, sintió celos. Sin prestar atención a lo que Amina le explicaba acerca de sus sandalias, se incorporó y entró en la cocina. El Silencioso le adivinó el talante apenas le echó un vistazo. Ariela y Matilde pasaron a su lado con las manos ocupadas de platos y boles y le sonrieron.
—Siéntate —lo invitó El Silencioso, mientras acomodaba el pan de pita en una canasta—. Quita esa cara. Si los celos matasen, ya estaría muerto.
Al-Saud adoptó una actitud tensa hasta que la mirada amable de su amigo lo sometió. Apoyó los antebrazos sobre el mantel, entrelazó los dedos e inclinó la cabeza.
—Perdóname, hermano. No sé qué me pasa con ella. No puedo controlarlo.
—Oh, no seas tan melodramático. Es lógico. Es tu mujer y estás loco por ella. La parte animal que tenemos nos domina.
—Es más que estar loco por ella, lo cual es cierto. Es mía, Sabir. ¿Lo entiendes? Es sólo mía. Es lo único que siento realmente mío en este mundo. Pero a veces…
Sabir habló sin mirarlo.
—Te gustaría saber que tú eres lo único que ella siente suyo en este mundo, ¿verdad? Que tú eres lo primero y lo último, ¿no es así? Su alfa y su omega.
La sabiduría de su amigo siempre lo pasmaba. Era tan joven y, sin embargo, poseía el talento de ver lo oculto, lo que revoloteaba en la mente y en el alma, y que no se podía explicar. Sabir lo desmenuzaba y lo transformaba en frases sólidas, coherentes, que dilucidaban lo que, hasta un momento atrás, se presentaba como inextricable.
—Sí —admitió—. A veces ella me parece inalcanzable.
—Has sido tú el que la ha puesto allá arriba. Te castigas por lo de Samara, tal vez por algún otro demonio que tienes oculto y que yo no conozco. Como sea, te reprimes para no ser feliz. Te mientes, diciéndote que Matilde no te pertenece, haciéndola sentir mal por eso. Ella no es uno de tus aviones, Eliah. Ella te ama con locura y eso es todo lo que necesitas saber para estar tranquilo. —Lo miró de reojo y sonrió—. Te conozco, hermano. Si por ti fuese, la encerrarías en una torre para no compartirla con nadie. Pero terminarías por matarla. Matilde es un ser que se da libremente, con una confianza admirable.
—Es esa confianza la que me vuelve loco de preocupación, Sabir. Para Matilde, todos somos santos hasta que se demuestre lo contrario.
—Amigo mío, estás considerándola una tonta y eso no es justo. Déjala ser, como ella te deja ser a ti, y vivan en la armonía que da la confianza. Por lo demás, encomiéndasela a Alá.
—Sabes que soy un incrédulo.
—No eres incrédulo, Eliah, sino que te crees todopoderoso. Pero siempre existe un momento en nuestras vidas en el que necesitamos a Dios, por muy invencibles que seamos.
Después de la cena, Al-Saud abandonó la reunión de hombres y se dirigió a la cocina, donde Matilde terminaba de secar los platos. Se detuvo detrás de ella, le apoyó con ligereza la pelvis en la espalda y le susurró:
—Vamos al hotel. No aguanto más.
Matilde volvió apenas la cara, y sus pestañas se elevaron con la lenta cadencia de un abanico de plumas antes de desvelarle los ojos ennegrecidos.
—Sí, vamos.
Entraron en la habitación trastabillando, enredados en un beso abrasador. Sería la última noche en mucho tiempo, y Al-Saud se había propuesto convertirla en un recuerdo memorable para Matilde. Cada uno se deshizo de su ropa con urgencia, como si les picase sobre el cuerpo, y volvieron a confundirse en un abrazo de pieles desnudas, cuyo roce intensificó las sensaciones, plagándoles las zonas erógenas con latidos, pulsaciones y cosquilleos.
Al-Saud la envolvía con los brazos, la recorría con las manos —la espalda, los glúteos, los pechos—, dibujaba caminos de saliva en el cuello que Matilde exponía al echar la cabeza hacia atrás, en el escote que se revelaba, en el valle de sus senos, en los pezones. Por una ventana abierta penetraba la brisa fría de la noche, que soplaba el voile de las cortinas y que arrastraba el rugido lejano de las olas que lamían la playa y que se mezclaba con las respiraciones afanosas de los amantes y con sus jadeos angustiosos. La luz del balcón bañaba los cuerpos con una luminosidad mortecina en la cual el cabello de Matilde adquiría un brillo opaco. Al-Saud se llenó la mano con un puñado de bucles y hundió la nariz para aspirar los restos de Paloma Picasso, el que le había traído de París y con el que ella se había perfumado esa mañana antes de que le hiciese el amor. Volvió a abrazarla, abrumado por la energía sexual que lo hacía sentir un titán en comparación con su Matilde, pequeña y desvalida. Matilde, por su parte, notaba la desesperación con que Eliah estaba amándola.
Sin detener el beso, Al-Saud tanteó hasta arrancar el cobertor de la cama, que terminó en el suelo. Se acostó de espaldas, y Matilde se ubicó a horcajadas sobre él. El contacto del pubis húmedo y caliente sobre la piel lo sacudió, y sus testículos se tensaron en un espasmo doloroso que lo obligó a arquearse y a gemir sin sonido. Matilde se inclinó y le apoyó los labios en la boca entreabierta para colmarse de su aliento.
—Quiero que me digas cuáles son tus preferencias —le pidió Eliah—, qué cosas te gustaría que te hiciese. Quiero que me lo digas, quiero conocer tus gustos, Matilde. Quiero darte tanto placer como el que vos me das a mí. —La vio dudar e insistió—: Por favor, hablame de tus fantasías.
Matilde le confesó al oído:
—Todo lo que me has hecho me ha dado placer, mi amor, pero lo que más me gusta es cuando usás la lengua para chuparme lo que sea, los pezones, el ombligo, el clítoris. ¿Sabés qué pienso? Que cuando ponés tu lengua entre mis piernas, compartimos la intimidad más absoluta, más que cuando me penetrás. Sólo la confianza infinita que te tengo me permite abrirme a vos de ese modo.
Matilde se alejó para mirarlo y quedó sobrecogida ante el espectáculo de sus ojos, que le recorrían el rostro, estudiándola a conciencia y con la misma ferocidad con que sus manos le masajeaban los glúteos. Su mutismo la excitaba, su expresión seria la mantenía en vilo.
—Ponete de rodillas a la altura de mi cabeza. —Aunque la avergonzaba, Matilde no se atrevió a contradecirlo y le obedeció—. Inclinate hacia delante y sujetate de la cabecera de la cama. Bajá hasta poner tu vagina sobre mi cara. —Matilde dudó, y Al-Saud la obligó atrayéndola hacia él—. Me pongo duro con sólo tenerte en esta posición.
El aliento candente de Eliah le golpeó la vulva, y Matilde se estremeció. El primer lengüetazo la hizo gritar, y luego el otro, y otro más, hasta que las oleadas de placer desbarataron los últimos vestigios de vergüenza y cortaron los frenos de contención. No se reducía a la acción de la lengua; también contaban la posición, que implicaba una entrega absoluta; las manos de él, que trepaban desde atrás y le acariciaban los pezones; y el tesón que ponía en complacerla. Matilde recibía el placer que Al-Saud le prodigaba con espíritu libre, y ese gozo la hacía sentir invencible, amada y deseada. Las burbujas de excitación que le borboteaban en el cuerpo se mezclaban con las de una dicha que la hacía proferir gritos de placer, reír y pronunciar el nombre de él.
Tras los párpados celados de Al-Saud se proyectaba la imagen de ellos en esa postura, y la sangre le pulsaba en el glande. Matilde echaba la cabeza hacia atrás y con las puntas del cabello le acariciaba el mentón, el cuello y el inicio del pecho, y ese simple roce se convirtió en un estímulo que se esparció por sus terminaciones nerviosas sensibilizándole la piel como si estuviese en carne viva. El orgasmo de Matilde explotó y vibró en sus labios y en sus oídos, donde se prolongaron sus gemidos dolientes y profundos. La amó por su índole de fémina, por su pasión, por su confianza para dejarse guiar y por disfrutar.
El orgasmo la había alcanzado hasta el ombligo, la había sacudido y, cuando pensó que acababa, la lengua de Eliah la condujo a otro que sintió hasta en las plantas de los pies. Después de unos segundos de quietud con la frente apoyada en los antebrazos que descansaban sobre el cabezal de la cama, se movió con cuidado hacia atrás, se elevó sobre el falo palpitante de Al-Saud y, sin apartar la mirada, resbaló sobre él y lo enterró en su carne. Eliah soltó el aire de manera violenta y, al clavar los dedos en la cintura de Matilde, la lastimó sin darse cuenta. Matilde apoyó las manos sobre las de él, le indicó que las aflojase con una ligera presión y se inclinó para hablarle sobre los labios tensos.
—Acabamos de compartir la intimidad más plena y profunda que existe entre un hombre y una mujer. De ahora en adelante, cuando estemos con otras personas, te voy a mirar y voy a pensar: «Él es el único en este mundo al que le permito que me bese el alma».
Matilde lo sintió expandirse dentro de ella, y la afectó la mudanza en la tonalidad de sus ojos, que se mimetizaron con la penumbra al adquirir una coloración oscura. Iba a incorporarse cuando Al-Saud volvió a pegarla a sus labios para hablarle en francés.
—Es que tú y yo somos uno solo. —Y le recordó la estrofa de La vie en rose—: C’est elle pour moi, moi pour elle dans la vie. Tu le jures, Matilde? Pour ta vie?
—Oui, je le jure pour ma vie.
Un rato después, agotados y saciados, compartían un silencio en el cual las respiraciones todavía se oían agitadas. Matilde se ubicó de costado, y Al-Saud se pegó a su espalda y la rodeó con el brazo derecho. Se dijo que había llegado el momento.
—Mañana al mediodía viajo a París.
—Volvés el fin de semana, ¿verdad?
—No. —Algo en ese «no» la perturbó y se dio vuelta para verlo a la cara—. Mi amor —Al-Saud le apartó el cabello de la frente—, no podremos vernos en varias semanas. Acepté una misión en Brasil, en el Amazonas, que me llevará un tiempo. No será fácil estar comunicados. —¡Cómo odiaba mentirle y causarle dolor!
La opresión en el pecho de Matilde se expandió hasta tensarle el rostro y anegarle los ojos. La premonición se cumplía, la angustia que la había acompañado desde el martes encontraba su justificación. Él se marchaba.
—No me mientas, Eliah, decime la verdad. ¿Es una misión peligrosa?
—No. Sólo llevará tiempo, eso es todo.
—¿De qué se trata? ¿Podés decírmelo?
—Un empresario nos contrató para que protejamos a sus ingenieros mientras montan una pastera de celulosa en el corazón de Mato Grosso.
—¿Por qué tenés que ir vos?
—No llores, te lo suplico.
—No lloro, no lloro —aseguró, y sonrió con labios inseguros, mientras Al-Saud le retiraba las lágrimas con el índice—. Perdoname. No me hagas caso, es que me ilusioné con que pasaríamos juntos nuestra primera Navidad.
Al-Saud cerró los ojos y pegó la frente a la de Matilde. Odiaba a Raemmers, a Bergman, a Roy Blahetter, a Saddam Hussein, a todos los que lo separaban de su tesoro.
—Ésta será la última misión de este tipo que tomaré a mi cargo, te lo prometo. Después de casados… —Matilde lo acalló colocándole el índice sobre los labios.
—No, Caballo de Fuego. No quiero que nuestro matrimonio se convierta en una jaula. Si en el futuro tenés que aceptar este tipo de trabajo, no quiero que lo rechaces por mí.
—No voy a rechazarlo por vos, sino por mí. ¿Pensás que es fácil dejarte?
Se abrazaron en silencio.
—¿Cuándo vas a volver?
—En dos meses.
«¡Dos meses!», bramó el alma de Matilde, atontada de miedo y de tristeza.
—Tal vez menos —le prometió, sin asidero, movido por el dolor que se evidenciaba en las facciones de ella—. Voy a llamarte siempre que pueda. Y a pensar en vos cada segundo del día. El tiempo vuela, mi amor, y, en dos meses, cuando estemos juntos de nuevo, empezaremos a planear nuestro casamiento.
—Sí —balbuceó.
—Te amo, Matilde, más que a mi vida, más que a nada. Te lo he dicho hasta el hartazgo, lo sé, pero no quiero que lo olvides. Nunca lo olvides. —Se miraron fijamente en la penumbra, y Matilde advirtió que el brillo con destellos esmeralda se debía a las lágrimas que no rodaban por las mejillas de Al-Saud—. Ya vuelvo. Voy a buscar algo.
Completamente desnudo, oscurecido en la noche, su cuerpo largo y flexible se deslizaba con la gracia de la cual él no era consciente y que lo envolvía en ese aire de altanería seductora. Al-Saud se pasó el dorso de las manos por los ojos antes de revolver la valija. Regresó a la cama y le presentó un estuche de joyería. El símbolo de Cartier, las dos c enfrentadas y entrelazadas, gofradas en oro sobre el cuero rojo, refulgió; lo reconoció de las épocas de abundancia de los Martínez Olazábal, cuando su padre, para ganarse el perdón de su madre, la endulzaba con alhajas. Oprimió el pequeño botón y levantó la tapa. Al-Saud encendió la luz del velador. Era un anillo de compromiso, un solitario, sencillo y soberbio a un tiempo.
—¿Te gusta?
Levantó los párpados y lo halló expectante, con la ilusión de un niño, y se ufanó al concluir que a pocas personas les mostraba ese lado vulnerable.
—Gracias —susurró, con voz quebrada—. Gracias. Gracias. Es hermosísimo.
—Te habría comprado uno más sofisticado, con un diamante de muchos más carats.
—No, no. Éste es perfecto. Es… impresionante y, a la vez, sencillo, como a mí me gusta. Hay armonía y equilibrio en su diseño. Pensaste en mí al comprarlo, en lo que me complace a mí, y por eso te amo, por ponerme siempre primera.
—Vos sos lo único para mí. Todo lo que tengo tiene sentido si estás vos, aun Kolia. —Al-Saud le retiró la cajita, sacó el anillo y se lo colocó en la mano izquierda—. Matilde —suspiró, y le depositó besos en la palma, en la yema de los dedos, en la línea de la vida—. Amor mío, amor de mi vida. —Elevó la mirada. Matilde sujetaba el aliento, atrapada en el campo magnético de él, en su poder sobre ella—. Para mí, somos marido y mujer. Para mí, sos mi esposa hasta que la…
—¡No lo digas! Por favor, no lo digas. Para mí, ni siquiera eso podrá separarnos.
—Ni siquiera eso —acordó él—. ¿Te queda bien? ¿El diámetro de la sortija está bien?
—Está perfecto.
—No te lo saques —le pidió—. Nunca te lo saques. Que sepan que tenés dueño.
—Sólo para las cirugías. Después, siempre conmigo. Y vos, nunca te saques la Medalla Milagrosa.
—Jamás.
—Eliah, ya quiero que pasen los dos meses.
—Ya pasan, mi amor.
Matilde sonrió. Aunque se instaba a afrontar el mal trago con buena cara para no decepcionarlo, no se deshacía de la idea de que acababan de vivir una despedida.