El lunes 14 de diciembre, temprano por la mañana, La Diana recibió con emoción la orden de Eliah: se trasladaría a la Franja de Gaza y retomaría su labor de guardaespaldas de Matilde. La verdad es que el oficio de custodio la aburría; prefería dedicarse a misiones como las del Congo o las de instrucción, como la que llevaban a cabo en Ramala. Sin embargo, aceptaba, entusiasta, el nuevo encargo porque lo compartiría con Sergei Markov.
Las cosas entre ellos iban de mal en peor. Mejor dicho, no iban hacia ningún lado. A La Diana la desconcertaba la actitud del ruso. Apenas llegada a Ramala, lo buscó para reclamarle que se hubiese marchado de París sin despedirse, y él le echó en cara que hubiese perdonado a las bestias que la habían reducido a «eso»; lo expresó con un ademán de mano y una expresión despectivos. Le costaba creer que el hombre bueno y considerado que la había rescatado del infierno con tanta paciencia, se hubiese convertido en uno intratable y rencoroso. No habían vuelto a tocarse, y ella evocaba con vergüenza la última vez en que habían intentado hacer el amor en París.
Se trataba de una idea estúpida, lo sabía, y sin embargo no podía evitar pensar en que, cerca de Matilde, ellos restablecerían la armonía. Matilde ejercía una influencia peculiar sobre la gente, La Diana lo había notado. Sobre Leila, sobre Eliah, sobre Yasmín, sobre ella misma. La rodeaba cierta energía cálida y suave, aunque poderosa, que transformaba en bueno lo malo, la sombra en luz. La idea casi rayaba en una superstición, era consciente de eso, pero se aferraría a esa esperanza para no desplomarse en la tristeza.
Markov, en cambio, recibió la orden de Al-Saud con mala cara. Éste levantó las cejas y lo miró fijamente antes de manifestar:
—No te quiero para este encargo con esa actitud, Markov. Habla claro antes de comenzar.
—No, jefe. Es un honor para mí custodiar a Mat… a la doctora Martínez. Se trata de La Diana. No estamos en buenos términos.
—Lo siento, tendrán que llegar a un arreglo, porque ustedes son los custodios con los cuales Matilde se siente más cómoda.
El martes por la mañana, Ulysse Vachal entregó las llaves del departamento alquilado en la ciudad de Gaza a Markov y a La Diana. Él y su compañero, Noah Keen, se aprestaban para regresar a París, donde Peter Ramsay los pondría al tanto de su próxima misión en Camboya. La Mercure acababa de firmar un contrato con el gobierno de Hun Sen para aniquilar los últimos focos de jemeres rojos.
—En este momento —les informó Vachal—, Noah está custodiándola en el hospital. Trabaja mayormente en el tercer piso, en la parte de cirugía, pero suele pasearse por todo el edificio.
—Diana —habló Markov, con ese acento autoritario y desapegado que empleaba desde hacía un tiempo—, relevarás a Noah. Yo me ocuparé de estudiar los alrededores del departamento de Matilde y del hospital.
La Diana asintió con expresión neutra y eligió una de las dos habitaciones para dejar el equipaje.
—Éstas —dijo Vachal— son las llaves de mi automóvil. —Se las extendió a Markov—. Noah te dará las de él en Al-Shifa, Diana.
—¿Al-Shifa?
—Así se llama el hospital donde trabaja la doctora Martínez, aunque también suele visitar unos dispensarios que Manos Que Curan costea en los campos de refugiados de Al-Shatti y de Khan Yunis. Son sitios endiablados, llenos de callejones y gente de la peor calaña.
—¿Qué otros sitios frecuenta? —preguntó Markov.
—Cena a diario con sus vecinos, los Kafarna, una familia que ocupa un departamento en el mismo piso que el de ella. Están limpios. También visita a menudo la casa del escritor Sabir Al-Muzara, amigo del jefe. Aquí está su dirección. —Le entregó un papel con un plano para llegar a lo del Silencioso—. Y también les apunté la dirección de una enfermera de Al-Shifa, Intissar Al-Atar. La doctora es muy amiga de Al-Atar y también va a menudo a su casa.
—Gracias, Ulysse.
Los tres abandonaron el departamento en dirección al Hospital Al-Shifa. Markov conducía el automóvil y Vachal ocupaba el asiento del copiloto. La Diana, sentada detrás de Vachal, observaba el perfil de Markov y se lo imagina cerca de su rostro, a punto de besarla. Apartó la vista y observó la calle Al-Yarmok, una arteria importante donde se hallaba el departamento que compartiría con el ruso y que cortaba la de Omar Al-Mukhtar, donde vivía Matilde. La Al-Yarmok presentaba bastante movimiento y comercios; no obstante, se advertía la pobreza y la falta de trabajo en los automóviles viejos y desvencijados, en la mala calidad de las construcciones, en las ropas de los hombres —las mujeres iban demasiado cubiertas para juzgar la calidad de su vestimenta—, en los perros trasijados, en los niños descalzos y, sobre todo, en las expresiones desleídas de los gazatíes.
Encontraron a Noah Keen dentro de su automóvil, estacionado en la vereda frente al hospital, cerca de la entrada de las ambulancias.
—El movimiento es permanente —se lamentó Keen—, vehículos y gente a toda hora. La doctora Martínez suele entrar muy temprano, a las setecientas, y sale a eso de las mil ochocientas. Los jueves sigue de largo, porque tiene la guardia nocturna. Viernes y sábados son sus días de descanso, pero a veces no los respeta y trabaja igualmente.
Keen les entregó una carpeta que contenía identikits y fotografías de Udo Jürkens y de Anuar Al-Muzara.
—A éste lo conocemos bien —dijo Markov, y señaló la fotografía de Udo Jürkens, y a La Diana la complació que utilizase la primera persona del plural para expresarse; la hizo sentir parte de él, de su trabajo.
Se despidió de Vachal y de Keen con un saludo parco y, sin dirigir un vistazo a Markov, cruzó la calle y se encaminó hacia el hospital. Sentía la mirada del ruso en la nuca, no una de deseo sino de rabia, que la estremeció. Halló a Matilde en la cafetería, sola en una mesa, pese a que el lugar bullía de médicos y de enfermeras. Desde que le había salvado la vida al soldado israelí en el puesto de control de Erez, sus colegas palestinos, en un principio tan amigables, la trataban con fría cortesía. Matilde se preguntaba si ellos, siendo médicos, habrían permitido que el muchacho se desangrase, sin destinar un pensamiento al juramento hipocrático. ¿O no existía tal juramento en Oriente Próximo?
Matilde, al ver a La Diana, esbozó una sonrisa que le desveló la dentadura y le inundó los ojos de un fulgor plateado. Se puso de pie y salió a recibirla. Aun de lejos, La Diana percibió su calidez reconfortante. Matilde, en puntas de pie, la abrazó. La Diana, tan arisca al contacto humano, se relajó contra ese cuerpo menudo con la confianza de un niño en el regazo materno.
—¿Cómo estás? —le preguntó Matilde, y la miró a los ojos.
Matilde era de las pocas personas que La Diana conocía que fijaba los ojos en los de su interlocutor y rara vez los apartaba.
—Tú no estás bien, ¿verdad?
La Diana, incapaz de articular, sacudió la cabeza e intentó sonreír, aunque esbozó una mueca contrahecha.
—Después hablaremos. Ahora tengo que irme. —En el quirófano la esperaba un niño de tres años con un divertículo de Meckel en el intestino delgado, el cual planeaba extirpar cuanto antes.
—Matilde —la llamó La Diana con voz insegura—, Eliah me pidió que te diera esto. —Extrajo un sobre del bolsillo trasero de sus jeans y se lo extendió.
—Gracias.
La Diana asintió y la vio alejarse. De algún modo, pensó, las cosas mejorarían.
A casi cuatro meses de su llegada a Base Cero, Donatien Chuquet, urgido por la presión de Fauzi Dahlan y también de Uday Hussein, les informó que, de los ocho pilotos puestos bajo su escrutinio y análisis, él juzgaba que ninguno se encontraría a la altura del altísimo riesgo que significaba irrumpir en el espacio aéreo de dos países como Arabia Saudí e Israel. No obstante, se había decantado por El Profeta y por Halcón de Plata. Al escuchar los nombres, Fauzi Dahlan sonrió con suficiencia como si acordase con la selección.
—Udo —le habló al gigante que se apostaba detrás de él y con el cual Chuquet se empeñaba en no establecer contacto visual con el afán de quien evita los ojos de un pit bull—, diles a los demás pilotos que apresten sus cosas. Hoy mismo abandonarán Base Cero.
A Chuquet lo dominó un arrebato de envidia por los pilotos que emergerían de ese hueco oscuro y deprimente construido en las entrañas de la tierra para volver al sol y al aire puro. Una mueca que captó en el rostro de Uday, un ladeo de la comisura izquierda y un entrecierro de párpados, lo puso en alerta. A lo largo de esas semanas de amistad, había ido descubriendo el lenguaje de esa cara redonda, cubierta de barba y con ojos grandes y negros. Supo, entonces, que los seis pilotos jamás saldrían con vida de Base Cero. Tal vez, el propio Uday se ocuparía de liquidarlos; también había ido descubriendo que su tan mentada inclinación por la violencia y el sadismo no era un mito.
En el último viaje a Bagdad, Uday Hussein lo había conducido a su fastuosa oficina en el edificio del Comité Olímpico, del cual era el presidente, donde se había jactado de los logros de su país en materia deportiva. A Chuquet lo sorprendió descubrir la pasión iraquí por el fútbol y la obsesión con la que Uday Hussein se había propuesto convertir a la selección nacional en un equipo famoso, como el alemán o el argentino. Le contó también que, la semana anterior, luego de que perdiesen un partido amistoso con el equipo de Bahrein, había ordenado encarcelar a siete jugadores, los que, a su juicio, habían conducido a la derrota. Desde hacía cinco días, los mantenía en el sótano de la sede de la Amn-al-Amm, la policía secreta del régimen, un lugar siniestro al que llamaban «el gimnasio», debido a los instrumentos y a las máquinas empleados para torturar. Con todo, los futbolistas podían considerarse afortunados: aparte de raparlos, Uday había ordenado que sólo se los azotase con cables de electricidad.
—Ven —lo invitó, después de referirle la anécdota entre carcajadas—, te llevaré a verlos al gimnasio.
Entraron en la cámara de tortura y se dirigieron a las celdas —unas especies de casillas de alambre tejido— donde los jugadores yacían sobre colchonetas de unos cuatro centímetros de espesor. Se pusieron de pie al avistar a su jefe que se aproximaba con tres cables en la mano. Uday abrió el candado y entró. Chuquet se encogió ante el primer azote, y descubrió, con ojos azorados, la coloración que adoptaba la piel donde comenzaba a asomar el verdugón. No podía apartar la mirada del accionar de ese brazo que blandía los cables. Resultaba ostensible que Uday disfrutaba al aplicar el castigo; los quejidos y las súplicas lo enardecían en lugar de despertar en él un poco de compasión, cualidad, concluyó Chuquet, de la que carecía.
Por su bien, Chuquet mantuvo el talante alegre después del despliegue de crueldad, y deseó que Uday le sugiriese regresar al hotel. No se atrevía a pedírselo, ni siquiera a comentarle que se sentía cansado, por temor a ofenderlo. El heredero de Saddam Hussein no debía de contar con muchos amigos a juzgar por la manera en que se aferraba a él. Chuquet reunió coraje y decidió soportarlo, siempre en la creencia de que se constituiría en su salvoconducto hacia la libertad y hacia el resto de los cuatro millones de dólares.
Uday lo invitó a una fiesta. Los anfitriones salieron a recibirlos, y Chuquet se preguntó si Uday, más allá de su narcisismo, notaría la fingida hospitalidad. La mujer lucía pálida y farfullaba palabras huecas. El esposo se mostraba más compuesto, callaba y señalaba el interior de la casa. Los invitados bailaban, otros comían y bebían en mesas dispuestas en torno a la improvisada pista de baile. Ellos ocuparon una vacía que, de inmediato, fue atendida por un camarero. A pesar de ser musulmán, Uday, al igual que su padre, bebía alcohol libremente y, cada tanto, cargaba la uña del meñique con cocaína y aspiraba. Le ofrecía a Chuquet, que se negaba con una sonrisa.
—Estoy demasiado viejo para eso, amigo mío —se excusaba—. Mi corazón no lo resistiría.
Al cabo, se presentó el chofer de Uday, y Chuquet deseó huir al ver que le extendía un fusil a su patrón.
—Un AK-47 —dijo Uday, y la sonrisa le descubrió la dentadura, cuyas grandes paletas descansaban en su labio inferior, lo que le proporcionaba el aspecto de un roedor—. Mi arma favorita —añadió, mientras trababa el cargador con habilidad—. Jamás te traiciona, siempre funciona, aunque esté mojada y con arena.
Por el rabillo del ojo, Chuquet advertía que varios invitados, los más alejados al campo visual del hijo del presidente, salían subrepticiamente de la sala. Uday se colocó tapones de caucho en los oídos y le dio un par a Chuquet, que se los calzó deprisa. Disparó al cielo raso cuatro veces. La andanada resultó atronadora en un recinto cerrado, de techo bajo, y, aun con los oídos protegidos, Chuquet sintió la onda sonora penetrar y sacudirle el interior. Uday, con la culata del arma apoyada en el muslo, giró el cuello hacia uno y otro lado para observar a la concurrencia, que parecía congelada por un hechizo. Segundos después, los invitados irrumpieron en aplausos, que agradaron a Uday porque sonrió e inclinó la cabeza antes de devolver el arma a su sirviente.
A partir de esas experiencias vividas durante su última visita a Bagdad, Chuquet volvió a preguntarse si los pilotos que había condenado a muerte al apartarlos de la misión, morirían a manos de ese hombre de treinta y cuatro años, de dos metros de altura y con una personalidad letal.
Una vez que el gigante, al que llamaban Udo, abandonó la oficina de Dahlan para cumplir la orden, Chuquet, que temía no conseguir la gran porción de su paga debido al fracaso de la misión, insistió:
—Señor Dahlan, quiero recalcar que El Profeta y Halcón de Plata son excelentes pilotos, pero que…
—Sí, sí —se sulfuró Dahlan—. Ya lo ha marcado varias veces, Chuquet. Tampoco están listos para la misión. Pero para eso estamos pagándole a usted una fortuna, ¿verdad? Para que usted los ponga a punto.
¿Cómo explicarles sin ofuscarlos, en especial a Uday, que esos hombres estaban psicológicamente devastados? ¿Que sus nervios no resistirían? ¿Que les costaba concentrarse y prestar atención? ¿Que, pese a la buena alimentación y a la ejercitación diaria, estaban débiles porque sus espíritus lo estaban?
—La paga del gobierno de Irak es más que generosa —admitió, y captó de soslayo la mueca satisfactoria de Uday—, pero sin aviones reales en los que practicar, pues…
—¿Los simuladores no bastan?
—Sería mucho mejor realizar prácticas en aviones reales.
—Eso es imposible, señor Chuquet. Los AWACS y los satélites norteamericanos advertirían las prácticas. Peor aún, podrían detectar la localización de Base Cero. No podemos darnos ese lujo.
—¿Han conseguido los aviones? —se atrevió a preguntar.
—Aún no —contestó Uday Hussein—. Estamos en eso —añadió, de manera evasiva y con fastidio, por lo que Chuquet supo que estaban lejos de conseguirlos.
—Las prácticas —prosiguió el francés— tendrían que hacerse a vuelo rasante, de manera que ningún radar pudiese detectarnos. Lo cual sería muy conveniente ya que es a vuelo rasante como conducirán los aviones para entrar en el espacio aéreo israelí y en el saudí, aunque el saudí no me preocupa tanto. Ellos tienen regiones sin radarizar.
—De todos modos —se negó Dahlan—, ni a vuelo rasante ni a no rasante. Aquí hay demasiado en juego. Arriesgaremos bastante al traer esos aviones hasta acá y después al hacerlos partir en la misión para andar sobrevolándolos por la zona para atraer a nuestros enemigos porque usted necesita hacer prácticas.
—¿Cómo piensan transportar los aviones hasta aquí?
—En plataformas de camiones —informó Dahlan—, bien disfrazados para que nadie sospeche.
—¿Camiones? Señor Dahlan, ¿alguna vez ha visto un Mig o un Mirage de cerca? No son pequeños, le advierto.
—Señor Chuquet —lo imitó Dahlan—, ¿alguna vez ha visto los camiones en los que se transportan columnas premoldeadas de veinte metros de altura y cincuenta toneladas?
—No creo que los haya visto —carcajeó Uday, y palmeó a Chuquet en la espalda—. Amigo mío, no te preocupes. Te traeremos los aviones.
Chuquet lo contempló con incredulidad. El asunto no le cerraba por ningún lado. A veces se preguntaba si no estaría lidiando con un grupo de esquizofrénicos. Si, por ejemplo, conseguían que un funcionario corrupto del gobierno de Malasia les vendiese un caza, ¿pretendían traerlo en camión desde Malasia? Si admitía el supuesto, un poco inverosímil a ese punto, de que trataba con gente normal e inteligente, la mención de los camiones podía significar que estaban por conseguir los aviones, probablemente, de un país limítrofe: Siria, Jordania, tal vez el propio Irán. Lo único cierto era que, sin aviones, no se concretaría la misión, y, sin misión, él no vería el resto de los cuatro millones de dólares.
—Ven —lo invitó Uday—, acompáñame a visitar a nuestro genio nacional, el profesor Orville Wright.
«El cejudo», suspiró Chuquet, y sonrió.
—Uday —lo llamó Dahlan, incómodo y nervioso—, no creo que al rais le guste que interrumpan al doctor…
—Fauzi, eres leal a mi padre y al partido y te respeto y te quiero por eso. Pero no te atrevas a tomar concesiones que no te he dado. Si yo, que soy el primogénito del presidente, decido mostrar a mi amigo Donatien lo que estamos haciendo aquí abajo, tengo mis razones. Pero sobre todo lo hago porque confío en él. Al igual que mi padre, conozco a un traidor antes de que él sepa que me traicionará. Y Donatien no es uno de ésos.
Gérard Moses se apresuró a ocultar en el cajón de su escritorio la fotografía de Eliah Al-Saud cuando uno de sus ayudantes agitó los nudillos en la puerta abierta para anunciarse. Moses evacuó la consulta y le pidió que, al marcharse, cerrase. Volvió a extraer la fotografía y la contempló con una sonrisa tenue, dulce. Desde su último ataque de porfiria, el cual había superado de milagro, lo acometía un estado de ánimo inconstante, una permanente polaridad que lo llevaba a debatirse entre aferrarse al personaje serio, profesional y decente que Eliah Al-Saud conocía, o a uno alocado, libre, espontáneo, capaz de hacer y decir cualquier cosa. En uno de esos momentos de euforia, había llamado por teléfono a su hermano Shiloah, diez días atrás, con la excusa de la conclusión de un trámite de la herencia de Berta, para averiguar acerca de él, de su amado Eliah.
—¿Sigue con la doctora ésa, con la argentina? —preguntó, indiferente.
—No, rompieron, y creo que esta vez es para siempre.
Con la evocación de la respuesta de Shiloah, se recreó la alegría eufórica que la noticia le había producido. Besó la fotografía sobre los labios de Eliah y la guardó en el bolsillo del delantal. Salió de su oficina, abandonó la zona de trabajo, donde sus empleados se afanaban en la construcción de las centrifugadoras, y caminó a paso enérgico hacia su habitación. Entró y, con movimientos nerviosos, se deshizo del delantal. Fue al baño y liberó su pene, ya erecto. No le convenía excitarse, le subían las pulsaciones, y, sin embargo, le resultaba difícil sojuzgar el deseo que acababa de apoderarse de él, sumergido en otro de sus estados alocados, de esos que lo embargaban de valor y lo hacían soñar con abrir su corazón a Eliah.
Colocó la fotografía en la repisa delante del espejo y comenzó a acariciarse el miembro. Le habría gustado llamar por teléfono a su departamento en Herstal y ejecutar, de manera remota, la contestadora automática para escuchar de nuevo la voz de Eliah que le agradecía la unidad de control de disparo que le había enviado de regalo. Se la imaginó, grave, medio ronca, y aceleró las caricias hasta convertirlas en fricciones rápidas. Muchas veces había intentado aliviarse con hombres, aun con mujeres, y jamás había logrado una erección en presencia de esos extraños a los que sólo les interesaba la paga. Lo aterraban. Él no era homosexual ni heterosexual; él era de Eliah Al-Saud.
Regresó al taller más sereno, e insultó por lo bajo al avistar al hijo mayor de Saddam Hussein y al piloto francés. De igual modo, les sonrió sin descubrir los dientes marrones, una habilidad desarrollada desde la adolescencia.
—Profesor Wright —dijo Uday—, hemos venido a ver las centrifugadoras en funcionamiento.
Por fortuna, la torta amarilla había llegado en enormes cantidades el martes 17 de noviembre, por lo que las primeras diez centrifugadoras —las veinte restantes aún no habían sido terminadas— trabajaban día y noche para enriquecer el uranio que colocarían tanto en las ojivas de las bombas ultralivianas que arrojarían sobre Tel Aviv y sobre Riad, como en las que construirían para conformar el arsenal que disuadiría al peor enemigo iraquí: los Estados Unidos.
Aunque verían a las centrifugadoras en acción tras un vidrio doble, igualmente se colocaron cascos y trajes de protección antes de ingresar en el sector donde operaban. Moses llevaba un dosímetro en la mano que medía el nivel de radiación al que se exponían y al que echaba vistazos frecuentes.
—¿Cuándo estará listo el uranio para la primera bomba? —lo presionó Uday.
—El uranio para la primera bomba ya está listo —anunció Moses, con genio displicente—. Pusimos a trabajar las primeras centrifugadoras al día siguiente de recibir la torta amarilla. Si hoy es 15 de diciembre, llevan veintiocho días trabajando, con lo cual hemos podido centrifugar, con cada una, dos porciones de torta amarilla, y nos encontramos enriqueciendo la tercera. Aún faltan unos tres días para completar este último proceso.
—¿Cuánto uranio enriquecido nos da cada centrifugadora?
—Oh, bueno, sólo unos gramos. En cada proceso obtenemos un trozo de combustible de este tamaño —y se sirvió del pulgar y del índice para delinear una silueta cuadrada un poco más grande que una estampilla.
—¿Eso bastará para una bomba? —Uday sonaba incrédulo.
—Para una con el poder destructivo de Hiroshima.
—Con eso será suficiente —afirmó el primogénito, y sonrió.
Sólo un observador atento, provisto de unos binoculares de gran potencia, habría advertido el ligero temblor que sufría el terreno en ese sector de la estribación. Segundos después, habría advertido, estupefacto, que la superficie se desplazaba para desvelar un hueco en la base de la montaña. Se trataba de una plancha de concreto y hierro, camuflada con piedras, arbustos y tierra, que se deslizaba para permitir que una furgoneta abandonase Base Cero con los seis pilotos desechados por Chuquet. Udo Jürkens observó la parte trasera del vehículo, que brilló en contacto con la luz del sol, antes de oprimir el botón para sellar de nuevo la placa y devolver a la montaña su aspecto desértico y solitario. Se oyó la voz del chofer en el walkie-talkie.
—Aquí Babel. Estamos en camino.
—Bien —contestó Jürkens—. Te seguimos con el radar, Babel, y permaneceremos comunicados por radio.
No había riesgo de interceptación, o más bien, existía un riesgo mínimo, porque la frecuencia de onda cambiaba automáticamente cada tres minutos para despistar a los sistemas de triangulación.
Los pilotos, encantados de abandonar ese sitio infernal, soportaban sin quejarse las sacudidas de la furgoneta, cuyas ruedas perfilaban los accidentes del terreno, más apto para cabras que para automóviles, por muy equipados que estuviesen con tracción en las cuatro ruedas. La furgoneta corcoveó, pareció toser una, dos veces y se detuvo.
—Aguarden aquí —indicó el chofer a sus pasajeros—. Es el carburador.
Hurgó en la guantera, extrajo una bolsa de herramientas y descendió con la radio en la mano. Cerró la puerta detrás de él.
—Nabuco, aquí Babel —dijo el hombre sobre el micrófono del walkie-talkie—. ¿Me copias?
—Sí, Babel. Aquí Nabuco. Te escucho.
—Estoy por entrar en el baile de máscaras.
Uno de los pilotos, el que ocupaba el primer asiento junto a la ventanilla del lado derecho, observó con curiosidad las maniobras del chofer, que extraía un artilugio negro de la bolsa de herramientas y se lo colocaba sobre la cara. Arqueó las cejas al reconocer la máscara que él, tanto en la guerra contra Irán como en la del Golfo, había ajustado sobre su rostro para protegerse de los gases letales.
—¡Ey! —exclamó, y su llamada compitió con un sonido seco, como el que se produce al sellar algo al vacío.
Los demás se inquietaron en sus asientos, se pusieron de pie; uno se movió hacia la salida e intentó abrir las puertas, en vano. Golpearon los vidrios a puño cerrado, mientras gritaban, insultaban y lloraban porque habían comprendido el destino que les esperaba.
—Nabuco —llamó el chofer por la radio—, la cámara está sellada.
—Procedo —dijo Udo Jürkens, y, al momento en que presionó un botón azul de un control remoto, los ocupantes de la furgoneta, que intentaban romper los vidrios con sus puños y sus valijas, vieron que, del sistema de ventilación, manaba un vaho amarillento, de un olor alcanforado apenas perceptible.
El somán, creado por los nazis hacia el fin de la Segunda Guerra Mundial, es uno de los agentes nerviosos más letales que existen, para el cual no hay antídoto. En su forma vaporizada, el efecto es casi inmediato, por lo que, transcurridos pocos segundos desde la pulverización, los pilotos denunciaron los primeros síntomas —flujo nasal, ojos irritados, náuseas y vómitos—, que empeoraron rápidamente hasta derivar en convulsiones y parálisis muscular. El chofer se mantenía incólume mientras observaba las muecas deformes de los pilotos y el zarandeo epiléptico de sus cuerpos. La parálisis de los pulmones condujo a una falla respiratoria que acabó con ellos.
—Misión cumplida, Nabuco —informó, mientras pegaba la máscara a las ventanillas de la furgoneta y ratificaba que ninguno se moviese.
—Babel, procede con los fuegos artificiales —le ordenó Udo Jürkens.
El chofer colocó un trapo en la boca del tanque de nafta, acercó un encendedor y se alejó corriendo para ocultarse tras unas rocas. La llama abrasó el trapo y se perdió dentro del tanque. Unos segundos después, la furgoneta explotó, y el fuego devoró el vehículo y los cuerpos envenenados.
Rauf Al-Abiyia sabía que, en el tráfico internacional de armas, las capitales eran Amberes y Hamburgo. Empezó el peregrinaje por la ciudad belga, donde el contacto era un libanés que regenteaba un restaurante de comida árabe en la peatonal cercana a la famosa catedral y a pocas cuadras del río Escalda. Divisó al gerente apenas traspuso el umbral. Lo visitaba a la hora del almuerzo a propósito, cuando el local bullía de turistas y de oficinistas, y resultaba fácil pasar inadvertido. La verdad era que, pese a los cambios que la cirugía plástica había traído a su fisonomía, él no se sentía seguro. ¿Si alguien en Bagdad, del Hospital Ibn Sina, por ejemplo, había vendido al Mossad fotografías con sus nuevas facciones? Tal vez estaba volviéndose paranoico, lo aceptaba; de todos modos, no había subsistido sesenta años en ese mundo de odio, traición y muerte por poseer una índole confiada. Formar parte de la lista negra del Mossad no era broma. Los israelíes eran gentes de recursos y, si lo querían muerto, lo lograrían tarde o temprano. Volvió a cuestionarse si su socio no se hallaría a varios metros bajo tierra o en el fondo de mar. «No», pensó, «a los del Mossad les gusta que se haga público que han eliminado a otro de los enemigos de Israel, para infundir miedo. Habrían usado a la prensa para mandarnos el mensaje», concluyó, «como lo hicieron cuando mataron a Alan Bridger, a Kurt Tänveider y a Paul Fricke». Sin mencionar al hermano de Bridger, Hansen. Además, no debía olvidar que el dinero había vuelto a la cuenta, y que sólo Abú Yihad podría haberlo transferido. ¿O se trataba de una celada del Mossad para tenderle una trampa? «¡No seas maniático! ¿Para qué harían algo así? ¿Dónde estás, Mohamed, maldita sea?» Días atrás, había visitado el Matilde en Puerto Banús, al que, resultaba evidente, nadie entraba desde hacía un largo tiempo; la capa de polvo que se acumulaba no sólo en cubierta sino en los muebles del interior denunciaba el abandono del barco. Se había detenido a contemplar un retrato de la hija menor de Mohamed, Matilde, que se hallaba en el camarote de su amigo. «Tal vez», pensó, «si la usásemos como carnada…», aunque descartó la idea; la ponderaría en un caso extremo. Él también quería a Matilde y recordaba su dulzura del tiempo en la prisión de Córdoba, cuando les preparaba tortas, budines, mermeladas, higos en almíbar, les tejía ropa de abrigo y les compraba juegos de mesa para matar el tiempo, porque, al enterarse de que Rauf Al-Abiyia había ayudado a su padre a atravesar los primeros tiempos de la abstinencia, ella lo había convertido en destinatario de los mismos regalos que le hacía a Mohamed, y si le tejía un chaleco para el invierno, otro igual, aunque de distinto color, iba para Rauf; y si cocinaba galletas de avena, una porción pertenecía a él; y si preparaba mermelada de ciruela, otro frasco acababa en sus manos. Rara vez había faltado a la cita semanal en la cárcel, aun cuando la quimioterapia la debilitaba e incluso le costaba hablar. La recordaba enflaquecida, con su gorrita de béisbol para cubrir la pelada, ojerosa y con los labios partidos. Lo cierto era que Matilde había constituido la única alegría para Mohamed y para él durante los años infernales en la prisión del Barrio San Martín, en Córdoba.
El gerente libanés del restaurante no lo reconoció. Sin embargo, Al-Abiyia pronunció la contraseña y le confesó su identidad. El hombre frunció el ceño y apretó la boca en una señal inequívoca de desagrado después de estudiarlo y de decidir que no le mentía. Le indicó con una inclinación casi imperceptible de cabeza que lo siguiese hasta su despacho. El ruido se amortiguó y los olores a fritura y a pescado se esfumaron cuando Al-Abiyia cerró la puerta.
—¿Qué haces aquí, Rauf? ¿No sabes que estás marcado y que el Mossad le ha puesto precio a tu cabeza? Deben de estar rondando mi local como lobos hambrientos esperando echarte la soga al cuello.
—Lo sé, pero tendrás que admitir que la cirugía me ha cambiado notablemente.
El libanés expelió un bufido que le levantó el bigote y se echó en la butaca. No invitó a Al-Abiyia a sentarse.
—Con los del Mossad, ninguna precaución es suficiente. Quiero que desaparezcas. Saldrás por la puerta de la cocina…
—Antes necesito saber si tienes alguna idea de dónde puedo encontrar a Mohamed.
—¿A tu socio? ¿No sabes cuál es su paradero? —Al-Abiyia negó con gesto imparcial—. ¡Ya ves! No lo encuentras porque lo ha liquidado el Mossad.
—Sé que está vivo. Necesito encontrarlo. ¿Cuándo fue la última vez que lo viste?
—A ver, déjame hacer memoria. —El libanés se tomó el mentón entre los dedos y cerró los ojos—. Sí —musitó—, sí, recuerdo que vino a verme antes de la muerte de Alan Bridger.
—Alan murió el 12 de abril.
—Pues Mohamed estuvo aquí poco antes. No puedo precisar cuándo. No se presentó con sus pedidos usuales de fusiles, Semtex y lanzagranadas. No, no. Buscaba algo muy pesado.
—Torta amarilla —completó Al-Abiyia.
—Sí. ¿Para quién?
—¿No has vuelto a saber de él? —preguntó el Príncipe de Marbella, soslayando la curiosidad de su contacto.
—Supe que viajó al Congo para visitar a nuestra querida Madame Gulemale —expresó, con acento cáustico.
«Gulemale», repitió para sí con la mezcla de deseo, miedo y rabia que esa mujer poderosa y desvergonzada le inspiraba. Mohamed había desaparecido después de su visita a la mansión de la congoleña en Rutshuru. ¿Lo habría entregado al Mossad? Cabía dentro de las posibilidades. Suspiró. Había planeado averiguar el paradero de su socio sin apelar a la ayuda de la mujer, no quería deberle favores. La presión de Bagdad se volvía inmanejable, por lo que ponerse quisquilloso no demostraba sentido común. Acudiría a Gulemale. Era el atajo más directo.
Debido a la situación convulsionada que se vivía en el Congo, Al-Abiyia dedujo que Gulemale se mantendría lejos de la región. ¿O quizá estuviese en Kigali, la capital ruandesa, sede de su empresa Somigl? El conflicto no había traspasado las fronteras, por lo que en Ruanda se vivía en paz. Como siempre, apelaría a su suerte y viajaría a París, la ciudad favorita de la congoleña; tal vez la encontrase en el Ritz; ¿o se habría instalado en el Dorchester, en Londres? Sea donde fuese que la hallase, de algo estaba seguro: no delataría su presencia, no le daría tiempo a actuar, no la llamaría por teléfono para concertar una cita a la cual, además de Gulemale, probablemente asistirían los katsas del Mossad; la sorprendería, para lo cual necesitaba confirmar dónde se encontraba.
Empezó por el Ritz, en París. Se detuvo frente a la conserjería con un ramo de veinticuatro rosas rojas y se las entregó a la empleada.
—Son para Madame Gulemale. —Desconocía su apellido, aunque estimó que con esa información bastaba.
—Ella ha salido —informó la empleada.
—¿Volverá pronto?
—No sabría informarle. ¿Quiere dejar las flores aquí? Nos ocuparemos de mantenerlas en agua hasta que madame regrese.
—Muy bien —dijo, y pensó: «Misión cumplida»; había querido averiguar si se hospedaba en el Ritz y acababa de conseguirlo con pasmosa facilidad.
Montó guardia en L’Espadon, uno de los bares del hotel. Después de cinco horas, varias tazas de café y cuatro diarios leídos, la vio avanzar, majestuosa, por el centro del salón, envuelta en un tapado de visón que la cubría por completo, con la cabellera suelta y más larga que nunca, exótica con ese mechón rubio que nacía de la frente y caía hacia atrás. Los camareros le sonreían y la saludaban, y los clientes giraban las cabezas a su paso. Rauf se puso de pie, plegó el Courrier International y lo depositó sobre la mesa antes de caminar en dirección a la mujer.
—Gulemale —la llamó, mientras un camarero la ayudaba a quitarse el abrigo. La congoleña se giró con una sonrisa, que se desvaneció al descubrir un rostro desconocido.
—¿Quién es usted? —preguntó, luego de que el camarero se hubiese alejado—. ¿Por qué me trata con tanta familiaridad?
—Porque somos amigos.
—Yo no lo conozco, señor, por lo que le pediré que se retire y me deje sola.
Al-Abiyia encontró divertido el despliegue y se echó a reír.
—No sé qué le resulta tan gracioso. Por favor, márchese.
—Me resulta gracioso que no me reconozcas.
—¿Cómo?
—Gulemale, soy Rauf. Rauf Al-Abiyia.
—¿Verdad? —La congoleña se inclinó hacia delante en el gesto de estudiarlo—. No, de ninguna manera —resolvió—. Váyase o llamaré a la guardia del hotel.
—Mira —le dijo, y sacó de su billetera una tarjeta del Dorchester Hotel y la depositó sobre la mesa—. Todavía conservo la llave de la habitación que compartimos en el Dorchester durante aquellos días memorables del 94.
Rió de nuevo ante la mueca desmesurada de Gulemale, a quien, poco a poco, comenzaba a resultarle familiar la voz de su antiguo comprador de armas.
—¿Sorprendida de verme? Para mí es un enorme placer.
—No me gustan las sorpresas, Rauf. Después de tantos años, deberías saberlo. ¿Qué quieres? —Por fin tomó asiento y, con un gesto de la mano, le indicó al palestino que la acompañase—. Sólo un momento —le advirtió—, estoy esperando a una persona.
—Quiero saber dónde está Mohamed.
—¡Qué sé yo de Mohamed!
—Tú fuiste la última que tuvo contacto con él.
—Qué afortunada.
Al-Abiyia se inclinó sobre la mesa, y su semblante cambió; miró a Gulemale a los ojos, sin la simpatía de segundos atrás.
—No juegues conmigo, Gulemale. Probablemente lo entregaste a los del Mossad mientras él te visitaba en Rutshuru.
—Qué idea.
—No soy yo quien pregunta por él sino el amo Saddam. No te gustaría irritarlo, ¿verdad?
—Saddam está acabado —se mofó Gulemale, aunque un sustrato íntimo le tembló.
—Yo no me atrevería a afirmarlo con esa petulancia. El rais está preparando una sorpresa que cambiará la historia del mundo. Y tú acabas de asegurar que detestas las sorpresas.
—El uranio que Mohamed planeaba comprarle a Hansen Bridger, ¿era parte de esa sorpresa?
—Parte fundamental.
—Mohamed no lo consiguió.
—Yo sí, Gulemale. Doscientas toneladas de torta amarilla —se jactó—. ¿Oíste hablar del ataque pirata que sufrió el barco Rey Faisal de la Aramco?
Gulemale ocultó la sorpresa mientras le sostenía la mirada y en tanto ponderaba las alternativas y sus consecuencias. Por cierto, enfadar a Saddam Hussein, uno de los dictadores más brutales del mundo, no contaba entre sus planes.
—No sé dónde está tu socio, Rauf. Llegó a mi casa hacia fines de mayo. Desapareció el 25, por la madrugada.
—¿Desapareció de tu casa? —se pasmó el Príncipe de Marbella.
—Sí. Su yerno, Eliah Al-Saud, lo sacó de allí. Presuntamente —mintió la mujer, simulando desconocimiento—, el Mossad iba a atacar mi casa esa noche para llevárselo.
—¿El yerno? ¿Qué yerno?
—Eliah Al-Saud, el novio de su hija Matilde.
—¿Quién diantres es ése?
—Oh, Rauf, no querrás cruzarte en su camino. Te lo aseguro.
Se acercaba el momento de la despedida. Angelie, sentada junto a la cama de Kabú, lo observaba dormir. Tres días atrás, le habían practicado la última cirugía reconstructiva para implantarle nuevos injertos, y aún se sentía dolorido e inquieto. Por fortuna, dormía, aunque le había exigido que la despertase cuando Nigel Taylor se presentase para despedirse. Ese día, martes 15 de diciembre, después de casi cuatro meses de internación, abandonaría el Hospital Chris Hani Baragwanath con un rostro aún hinchado y coloreado a causa de los moretones y con derrames en los ojos, pero que, día a día, cobraría visos de normalidad.
Desde la propuesta matrimonial que Taylor había pronunciado, sin duda bajo los efectos de la anestesia, Angelie se había mantenido apartada. Lo visitaba poco y sólo con la excusa de buscar a Kabú, que prefería pasar las horas con el inglés. No podía saber si, tras la fría cortesía de Nigel Taylor, se escondía un corazón destrozado, uno ofendido tras el rechazo o uno enojado consigo por haberle pedido a una monja insulsa que se casase con él. Se cuestionaba en qué había estado pensado el inglés al proponérselo. Sin duda, la droga de la anestesia le había nublado el entendimiento. A veces, la asaltaban unas ganas locas de correr a su habitación, afanarse sobre él, cuidarlo y mimarlo como había hecho hasta minutos antes de que la proposición brotase de los labios secos de Taylor. También deseaba aceptarlo como esposo y renunciar a su vida como misionera. De pronto, lo que había constituido el eje de su existencia se había esfumado y, en su lugar, se hallaba Nigel.
Miró la revista que descansaba sobre la mesa de luz y agradeció a Dios no haberse precipitado en los momentos en que su alma bullía estimulada por el sueño de convertirse en la señora de Nigel Taylor. Días atrás, la había tomado por azar, o tal vez no, meditaba, mientras aguardaba noticias del doctor van Helger, que operaba a Kabú por tercera vez. Inquieta y asustada porque le parecía que llevaban demasiado tiempo en el quirófano, tomó la revista vieja de la sala de espera y se sentó a hojearla. Había una sección dedicada a las figuras sudafricanas con fama internacional, como Charlize Theron. Paseó la mirada hasta que sus ojos se congelaron en una fotografía. No sojuzgó a tiempo el corto quejido que brotó de su garganta. La escultural modelo Daphne van Nuart sonreía a la cámara mientras posaba del brazo de su novio, el empresario londinense Nigel Taylor. Buscó la fecha de la publicación: mayo de 1998. Se trataba de algo reciente. Probablemente la magnífica rubia lo había visitado en el Chris Hani Baragwanath sin que ella se enterase. Pugnó por ofenderse y enojarse, y sólo se sintió fea, vieja e insignificante. Decidió conservar la revista.
En ese momento, a punto de despedirse para siempre de Nigel Taylor, echó un vistazo a la fotografía de Daphne van Nuart, que se había convertido en un baluarte, la mejor defensa contra el atractivo del inglés y contra sus sueños irreflexivos y precipitados, y se envaró en la silla simulando decisión y firmeza, que se pulverizaron para convertirse en temblores y palpitaciones cuando llamaron a la puerta. Abrió y miró por el resquicio. Taylor le sonrió sin calidez, y Angelie estuvo segura de que, con la lengua adherida al paladar, no podría articular. Terminó de abrir y se apartó para darle paso.
Kabú se removió sobre las almohadas y abrió los ojos. Intentó sonreír bajo el vendaje y estiró la mano en dirección a Taylor, cuya prisa por tomársela y el modo en que se la besó emocionaron a Angelie. Se mantuvo alejada, cerca de la puerta, echa un lío de temblores, erizamientos, palpitaciones y lágrimas. «Tendría que acercarme», pensó, ya que, en muchas ocasiones, el francés de Taylor no bastaba para que el niño lo comprendiese.
—¿Cómo te sientes? —lo oyó preguntarle.
—Me dolía, pero sœur Angelie llamó a la enfermera y ya no me duele más.
—Bien. Eres el niño más valiente que conozco.
—Tú también eres valiente, Nigel.
—¿Qué tal mi nueva cara? —le preguntó, con talante bromista, y estiró el cuello y lo giró para revelarle la parte izquierda, la destrozada por la esquirla de la granada.
—Un desastre —dijo el niño, y Taylor se contuvo de darse vuelta, atraído por la risita de Angelie. Se la imaginó cubriéndose la boca y encorvando los hombros.
—¿Sí, verdad? Estaba mejor antes.
—¡Oh, no! —exclamó Angelie, y de manera súbita se le calentó el rostro, avergonzada por su sinceridad y por la manera en que Taylor la miraba por sobre el hombro, una mirada de ojos candentes, también resentidos.
—¿Te gusta mi nueva cara, Angelie? —le preguntó en inglés, y ella no pestañeó, ni respiró—. Es extraño. Creí que te producía repulsión.
¿Cómo podía soñar con ser la esposa de un hombre de esa talla si, ante un comentario, se quedaba de una pieza, muda, sin aliento y con taquicardia como una adolescente inexperta? Ella jamás aprendería a moverse en los círculos de gente rica y aristocrática en los que él lucía como pez en el agua; lo avergonzaría.
Nigel Taylor le sonrió con aire malévolo y volvió la cabeza con deliberada lentitud hacia el niño.
—¿Cuándo te dan el alta?
Kabú sacudió los hombros en señal de desconocimiento, por lo que el inglés nuevamente miró a Angelie, que carraspeó antes de contestar:
—El doctor van Helger nos prometió que pasaríamos la Navidad en la misión. Si Dios quiere, el 23 al mediodía nos marcharemos.
—Vendré a buscarte, Kabú.
—Oh, pero eso no será necesa…
—Vendré a buscarte —insistió Taylor, con voz tronadora, y Angelie dio un paso atrás—. Cuídate mucho, Kabú, así el doctor van Helger no tiene excusa para retenerte más tiempo.
Kabú abrazó el cuello del inglés y lloriqueó.
—Te voy a extrañar.
—Yo también, mi amor.
Nunca lo había llamado «mi amor». Lo había pronunciado en inglés, my love, y Angelie se dijo que se lo traduciría a Kabú más tarde. Al pasar junto a ella, Taylor se detuvo y le ordenó:
—Acompáñame fuera, Angelie. Quiero hablar contigo.
La alegría y el pánico la asaltaron en conjunto y con el mismo vigor. Pivoteó sobre sus pies porque no atinaba a moverse, hasta que Taylor la sujetó por el codo y la arrastró fuera.
—Sé que no te soy indiferente, Angelie, a pesar de esto —dijo, y se señaló las cicatrices y los moretones.
—¡Claro que no! —se escandalizó—. Tu herida no me importa. No me importa en absoluto.
—Entonces, ¿por qué has estado fría y distante conmigo desde que te pedí que fueras mi mujer?
—¡No digas eso! ¡No soporto que digas eso!
—¿Qué? ¿Mi mujer? —Angelie asintió, con la vista al piso—. Quiero que seas mi mujer —repitió, con una sonrisa entre maligna y tierna—. Quiero que te cases conmigo y que vengas a vivir a mi casa en Londres, y que duermas conmigo todas las noches, y que hagamos el amor tantas veces… —Taylor lanzó una carcajada ante el gesto horrorizado de Angelie—. ¿Te asusta hacer el amor? ¿Es eso? —Angelie negó con una sacudida de cabeza, aunque pensaba que sí, que eso también la aterraba—. Si no me rechazas por mi aspecto, si mi aspecto no te da repulsión, existe algo que te perturba. Quiero que me lo digas.
—Soy monja —musitó en voz tan baja que Nigel se agachó para oírla.
—¡Y un cuerno que eres monja! ¡No me vengas con ésa, Angelie! ¿Crees que soy estúpido, que no siento lo que sientes por mí? ¿Que no me doy cuenta de cómo me observas cuando crees que no te miro?
«Oh, bueno», pensó la religiosa, «al menos de algo estoy segura: tiene el ego más grande que la cúpula del Vaticano». Sin embargo, aquel defecto, en lugar de desilusionarla, lo impulsó a amarlo con devoción renovada, como si el defecto lo acercase más a ella, a lo poca cosa que era. Lo vio consultar la hora, por supuesto en un Rolex del cual no quería saber el precio, y ensayar un gesto impaciente.
—Tengo que irme. —Angelie ahogó una exclamación cuando Taylor la aferró por los brazos y la obligó a ponerse en puntas de pie para aproximarla a su boca—. Yo mismo vendré a buscarlos el 23, Angelie. Y tú y yo hablaremos seriamente. Espero que tengas una buena excusa que darme por el maltrato de estos últimos dos meses…
—¿Maltrato? Yo…
—Maltrato —repitió él, con los labios próximos a los de ella—. Me has evitado hasta cansarte y, cuando hemos coincidido, me has tratado con desprecio.
—¡Desprecio! ¡Qué disparate!
—¡Sí, un disparate! —La sujetó por la nuca y por la cintura antes de que su boca se apoderase de la de ella. Sin miramientos, más bien de talante violento, y pese a adivinar que se trataba del primer beso de Angelie, la obligó a separar los dientes para penetrar su boca virgen. Esa idea, la de su virginidad, lo enardeció cuando tiempo atrás lo habría juzgado un estorbo. Impaciente por naturaleza, él las había preferido experimentadas; detestaba los remilgos y las escenas de pánico.
Aunque lo había empezado con intencionada frialdad, casi como un acto de venganza, el beso fue adquiriendo un desenfreno que Taylor no había calculado. La engullía con labios famélicos al tiempo que la penetraba y le acariciaba el interior de la boca con un ansia inesperada, que lo mantenía ajeno a la actividad del hospital, a las enfermeras que pasaban y que los observaban con ojos incrédulos. Detrás de la nube de deseo súbito, la oía quejarse y removerse, y se instaba a frenarse, sin conseguirlo. Se percató de que la respiración cálida y rápida de Angelie le golpeaba la piel, y ese simple hecho le provocó una erección. Ella no tardó en quedarse quieta y en rendirse, y Taylor suspiró al sentir que le sujetaba la nuca y que sus manos pequeñas y serviciales se le enredaban en el cabello largo después de tanto tiempo sin un corte. Los movimientos de Angelie, la manera en que respondía, trémula, a su beso, la forma en que utilizaba el cuerpo, evidenciaban su falta de práctica, su desconocimiento, su inocencia. Apretó el abrazo, lentificó las caricias y ahondó la penetración hasta alcanzarle la garganta. La soltó poco después, la miró fugazmente, y, antes de que ella abriese los ojos, dio media vuelta y se alejó por el corredor.
Angelie no se atrevió a levantar los párpados hasta varios segundos después, hasta que el sentido de la audición le indicó que Taylor había desaparecido. Estremecida, se abrazó y posó una mano sobre sus labios calientes, húmedos y palpitantes. Emitió una corta exclamación en el instante en que tuvo conciencia de lo que acababa de suceder. Corrió dentro de la habitación, tomó la revista y buscó la página con una desesperación que llamó la atención de Kabú. Fijó la vista en la fotografía de Daphne van Nuart y de Taylor para recuperar el sentido común; no obstante, su convicción no se manifestaba tan firme como minutos atrás.
El martes 15 de diciembre, cerca de las diez de la noche, Matilde regresó, escoltada por Markov, al departamento de Manos Que Curan en la calle Omar Al-Mukhtar. Había cenado en casa de Al-Muzara para celebrar el cumpleaños de Amina. También festejaban el regreso de un amigo, Ibrahim, después de diez años en prisión.
—No debe de existir familia en la Franja de Gaza que no tenga o haya tenido un familiar en prisión —le explicó el imam Yusuf Jemusi.
A Ibrahim lo habían encerrado en Ansar Tres, la prisión israelí ubicada en el desierto de Néguev, en el 88, durante la Intifada, cuando tenía diecisiete años. Lo habían condenado a dieciocho años de prisión. Gracias a los Acuerdos de Oslo, acababan de reducirle la pena y concederle la libertad. Sabir lo había conocido durante su cautiverio.
Matilde observaba a Ibrahim través de la mesa, lo notaba taciturno, reacio a la sonrisa, y se preguntaba qué penurias habría soportado en la cárcel; lucía como un hombre quebrado.
Meditaba acerca de la suerte del pueblo palestino mientras introducía la llave en la puerta de su departamento y la abría. Enseguida divisó a Mara Tessio al teléfono. Su compañera italiana la sorprendió con una sonrisa, gesto que Matilde no le conocía.
—Ah, eccola qua! Matilde è appena arrivata. —A Matilde se dirigió en inglés—: Matilde, tu prometido al teléfono. —Le pasó el auricular—. No sabía que vas a casarte.
Matilde recibió el teléfono y destinó a su compañera una mirada azorada. «No lo sabías», pensó, «porque nunca me dirigís la palabra».
—Hola.
—Hola, mi amor.
La voz de Al-Saud le provocó un estremecimiento. Apretó el puño en torno al auricular y cerró los ojos.
—Te extraño —dijo, sin más—. Muchísimo.
Al-Saud sonrió y se echó hacia atrás en la butaca del avión. Una sensación agradable le recorrió el cuerpo y le aflojó los músculos, que se habían tensado durante la reunión en la sede de L’Agence. Sólo Matilde contaba con la habilidad y el poder para rescatarlo de las oscuras cavilaciones en que lo sumía la decisión que acababa de tomar.
—¿Sí, me extrañás? ¿Muchísimo? Ni la mitad que yo, seguro.
—El doble. ¿Dónde estás?
—En mi avión, camino a París. Hoy tuve una reunión en Londres, algo que surgió a último momento el domingo.
—Sí, lo sé. Hoy recibí la carta que me enviaste con La Diana.
Metió la mano en la shika, que aún le colgaba en bandolera, y la sustrajo. La olió; conservaba un rastro de A Men, el que debió de impregnar su mano derecha con la cual había escrito esas líneas en francés que, al repasarlas de memoria, aún la conmovían. «Amor de mi vida, el 31 de diciembre de 1997, el día en que tu cabello llamó mi atención en el aeropuerto de Ezeiza, nunca imaginé que sería el comienzo de algo tan grande y sublime que, a veces, me corta el aliento. Soy feliz, Matilde. Nunca antes lo había sido, no de este modo tan pleno. Tú me haces feliz. Atesoro cada momento contigo, en el avión, en París, en Ruán, en Londres, en Rutshuru, pero los días vividos dentro de esta habitación del Hotel Rey David se han convertido en el recuerdo más poderoso e importante de mi vida. Yo sentí tu confianza, tu entrega, tu amor, y, al recibirlos, me convertí en mejor persona. Por amarte, soy mejor, ya te lo dije una vez. No sé qué sacas tú amándome, tal vez nada, pero quiero que sepas que puedes usarme como tu apoyo, tu roca, tu contención. Siempre estaré a tu lado para lo que quieras».
—¿Y? ¿Qué me decís? —quiso saber Al-Saud.
—Amor de mi vida —habló ella, con el acento y en la disposición de quien va a escribir una carta—, te amo más allá de todo: de la vida, de la muerte, del tiempo. Si es verdad lo que dice Juana, que vivimos infinidad de veces y que siempre nos reencontramos con los que hemos amado en otras vidas, te prometo que yo te amaré hasta la última que me toque vivir. No podré evitar amarte, una y otra vez, adorado Eliah. ¿Qué saco amándote? Que por la mañana, cuando abro los ojos, sonrío y susurro tu nombre. Digo: «Eliah», y pienso en lo hermosa que es la vida si vos estás en ella. Le das sentido a todo, amor mío. Me cambiaste de manera tan profunda, siento que crecí tanto a tu lado, me curaste con tus manos y me liberaste de tantas cadenas y fantasmas que me aterrorizaban. Sos mi redentor, y, hasta que no irrumpiste en mi vida, yo no sabía que había estado caminando arrastrando el alma.
En el silencio que cayó sobre la línea, ambos oían los esfuerzos del otro para reprimir la emoción. Al-Saud consiguió deshacer el nudo que le ataba la garganta para rogar:
—Matilde, jurame que nunca vamos a separarnos de nuevo.
—Te lo juro, Eliah. Nada volverá a interponerse entre nosotros. Sólo Dios podría separarnos, pero Él querrá que seamos felices ahora. —Carraspeó y apeló a un acento más casual—: ¿Cómo te fue en Londres? En tu carta me decías que te habían convocado a una reunión urgente.
—Sí, me llamaron el domingo por la noche y arruinaron mis planes para ir a Gaza esta semana y verte.
—¿Cuándo vendrás?
—Más hacia el fin de semana. Mañana planeo quedarme en París. Aprovecharé para ocuparme de unos asuntos. Y quiero firmar los papeles que Thérèse presentará en la oficina de Matrimonios Civiles en el Ayuntamiento del Septième Arrondissement. Seguramente, necesitaré fotocopia de tu pasaporte, tal vez tu acta de nacimiento. Thérèse me lo dirá mañana.
—Puedo pedirle a Juana que tramite una copia de mi acta de nacimiento. Cuando hablé con ella, me dijo que planean ir a Córdoba con Shiloah para las fiestas.
—Es una buena idea. Mañana te confirmo si es necesario que se la pidas.
—¿Cómo estás? —quiso saber Matilde, y Al-Saud se apretó los párpados; estaba cansado y preocupado.
—Con ganas de estar con vos.
—Me muero por que me abraces.
—¿Y por que te haga el amor?
Matilde ronroneó, y Al-Saud rió por lo bajo.
—No me hagas pensar en eso si estás a miles de kilómetros de distancia. Es cruel.
—¿Cuándo son tus días libres?
—El viernes y el sábado.
—El viernes iré a buscarte al cruce de Erez y pasaremos el fin de semana en el Rey David. ¿Qué te parece?
—Ya quiero que llegue el viernes.
—¿A qué hora querés que esté ahí?
—Yo termino mi turno a las siete de la mañana. A las ocho, ocho y media, si el cruce no está muy complicado, estaré del otro lado.
—¿Matilde?
—¿Qué, mi amor?
—Juana me contó tiempo atrás… Bueno, me dijo que vos, debido a la operación que te hicieron… aquella vez…
—Eliah, no te pongas nervioso ni incómodo. Quiero que hablemos del cáncer y de mi esterilidad abiertamente. Vos me enseñaste que no tengo que avergonzarme.
—¡Por supuesto que no tenés que avergonzarte!
—Entonces, ¿por qué estás nervioso?
—Porque no quiero que pienses que me inmiscuyo en tus cosas.
—Mis cosas son tus cosas.
—Quiero preguntarte por la medicación que tenés que tomar. Me pregunto cómo la conseguís ahí, en Gaza. El otro día me dijiste que a veces faltan cosas básicas, como gasa, alcohol yodado…
—Te amo, Eliah. —Al-Saud sonrió y se aflojó sobre el respaldo, agobiado por una necesidad de ella, de su cuerpo, de su aliento, de su mirada—. Te amo por pensar en eso cuando sé que tenés mil temas en la cabeza. No te preocupes, mi amor. Manos Que Curan se ocupa de comprarlos en París y de enviármelos. Así fue en el Congo.
—¿Qué tal si se olvidan o si no llegan a tiempo? ¿Qué tal si los israelíes sellan la Franja y las medicinas no pueden entrar?
—Tampoco vos podrías dármelas en caso de que sellasen la Franja.
—Yo sí podría hacértelas llegar, no tengas duda.
—Sí, imagino que sí —sonrió Matilde—. Sos un hombre de recursos. ¿Te sentirías más tranquilo si te diese los nombres de los medicamentos y me los trajeses el viernes?
—Sí.
—Entonces, tomá nota. —Después de dictarle los nombres, Matilde le preguntó, con acento juguetón—: ¿Qué le dijiste a Mara, la chica que te atendió? Me sonrió por primera vez.
—Le dije que era tu futuro esposo y le hablé en italiano cuando me di cuenta de su acento. Eso la ablandó bastante.
—Decilo de nuevo, que sos mi futuro esposo.
—Para mí, soy tu esposo. Te dije una vez que no necesito que un funcionario ni un cura ni un imam me digan que vos y yo estamos unidos para siempre.
—Sí, sólo basta que nosotros lo sepamos —acordó, y Al-Saud la oyó desganada.
—Mi amor, ¿cómo estás? ¿Te sentís bien?
Matilde suspiró; no le diría que la preocupaban los tres casos de cólera que se habían presentado ese día porque lo angustiaría en vano. De seguro, controlarían el brote y no pasaría a mayores. Por lo pronto, se había dado aviso al Ministerio de Salud de la Autoridad Nacional Palestina para que analizase el agua del campo de refugiados de Nuseirat, de donde provenían los tres niños contagiados.
—Estoy bien, un poco cansada.
—Es tarde. ¿Por qué llegaste tan tarde? Me preocupé cuando tu compañera me dijo que no habías llegado.
—¿Con Markov y La Diana pegados a mí? —se mofó—. Quiero que te quedes tranquilo. Nada malo va a pasarme.
Al-Saud se mordió el labio y apretó el puño sobre su rodilla. Ella no podía calcular la extensión de su angustia.
—Nada malo va a pasarte, lo sé, pero no puedo evitar preocuparme.
—¿Cuándo volvés a Jerusalén?
—Supongo que el jueves por la noche o el viernes temprano por la mañana, para estar en Erez a las ocho. El miércoles, de camino hacia allá, haré escala en Italia para visitar a Kolia.
—¡Ah, qué ganas de ir con vos! ¡Qué ganas de alzarlo y de besarlo! Por favor, Eliah, por favor, sacate una foto con él y traémela de regalo. Y cuando lo tengas en brazos, dale muchos besos de mi parte. ¿Me lo prometés?
—Te prometo todo.
El estallido de alegría que percibía a través de la voz de Matilde lo hizo feliz, y volvió a echarse en la butaca, a estirar las piernas y a permitirse una serenidad impensable minutos antes de empezar la conversación telefónica. La paz lo colmó y desterró de su mente la responsabilidad que implicaría la empresa titánica que le habían encomendado horas atrás.
Ese día, martes 15 de diciembre, había comenzado en Londres, cuando su Gulfstream V aterrizó en el Aeropuerto London City. Tal como su viejo comandante, el general Raemmers, le había asegurado, un Mercedes Benz azul lo aguardaba en la pista. Ni siquiera se le acercaron los empleados del aeropuerto para requerirle la documentación. Subió al automóvil, el cual, media hora después, entraba en el predio abandonado de una vieja usina en la cual, a varios metros bajo tierra, se hallaba una de las bases de inteligencia más avanzadas del mundo, un sitio que, durante un tiempo, Eliah Al-Saud había sentido tan familiar como su casa paterna en París.
Cuando los sistemas alertaron de la llegada de Al-Saud, Raemmers se abrochó los botones del traje y se encaminó hacia el área de los ascensores para recibirlo. Las puertas se abrieron, y el general danés sonrió con verdadera alegría al ver a quien él consideraba uno de los mejores soldados con los que había trabajado. Era una lástima que careciera de la sumisión para aceptar la cadena de mando; en su postura hierática y en la severidad de su expresión ya se adivinaban las aristas complejas de su personalidad. Lo había sabido desde un principio, los psicólogos y el psiquiatra a cargo de la evaluación de Caballo de Fuego le habían advertido que se trataba de un hombre que no aceptaba la autoridad, ni siquiera la paterna, por lo cual resultaba inadecuado para un grupo de élite militar. Sin embargo, era en esa absoluta seguridad de sí, en el ego gigantesco que lo dominaba y en la necesidad de dominar a través de una sutil red que entrelazaba en torno a los demás, donde radicaba la fuerza inigualable de ese hombre. Otras cualidades ayudaron a tapar el defecto, como su manejo fluido de varias lenguas, su destreza para volar aviones de guerra —era piloto condecorado de L’Armée de l’Air— y su dominio de una serie de disciplinas de lucha orientales, como el Ninjutsu, el Shorinji Kempo y el karate, en el cual era cinturón negro, seis dan. Raemmers todavía evocaba una demostración de Al-Saud del Taijutsu, una de las técnicas que conforman el Ninjutsu, consistente en pelear cuerpo a cuerpo. En esa oportunidad, Al-Saud había exigido que su contrincante se armase de un nunchaku —arma japonesa confeccionada con dos palos unidos por una cadena—, mientras que para él solicitó que le atasen las manos. Minutos después de iniciado el combate, los demás alumnos y entrenadores del gimnasio de L’Agence habían abandonado sus prácticas para observar ese despliegue de maestría en el arte de la lucha.
«Debe de ser importante para que el general se haya molestado hasta aquí y me reciba personalmente», caviló Al-Saud, y salió del ascensor. Se dieron la mano antes de emprender el camino hacia el corazón de la base, desde donde se custodiaba el mundo.
—Tengo que advertirte —habló Raemmers—, tenemos invitados. —Al-Saud siguió caminando y enmascaró la sorpresa tras la seriedad imperturbable de sus ojos; rara vez se permitía el acceso de extraños al cuartel general de L’Agence—. La gravedad de la información que me proveíste en Milán nos superaba, y el Secretario General decidió compartirla con los gobiernos de Francia, Gran Bretaña y Estados Unidos, que, a su vez, le dieron participación a la CIA, al SIS, a la DGSE —Raemmers hablaba de la Direction Générale de la Sécurité Extérieure, el servicio secreto francés— y al Mossad.
—¿El Mossad? Israel no forma parte del Acuerdo del Atlántico Norte.
—Lo sé —manifestó el general, con semblante agobiado—, pero Israel es el aliado número uno de los Estados Unidos, y fueron los norteamericanos los que exigieron que se los convocase siendo, como son, el principal target de Irak.
Al entrar en la sala de reuniones, a Al-Saud no lo sorprendió toparse con Ariel Bergman. Se lanzaron vistazos que denunciaron el desagrado que se inspiraban. Raemmers le presentó a Jerry Masterson, de la CIA, experto en Oriente Próximo, a Albert Seigmore, del SIS, y a Germain Mureau, de la DGSE. Cuando le tocó el turno a Bergman, Al-Saud interrumpió a su antiguo comandante y le aclaró:
—Al señor Bergman ya lo conozco. —Se limitó a inclinar la cabeza hacia él.
Saludó con abrazos a sus antiguos compañeros, con los que tantas veces había planeado las misiones, y tomó asiento en el lugar que le habían dejado libre, el que ocupaba en aquellas ocasiones; apreció el gesto. Después de que se sirvieron café y agua, Raemmers entró en tema enseguida.
—¿Quién es su fuente? —disparó Bergman.
—No lo diré —contestó Al-Saud, con la mirada fija en el general danés—. Si me han convocado para que les proporcione ese dato, han malgastado su tiempo y el mío.
—Siéntate, Caballo de Fuego —le pidió Raemmers—. No te hemos llamado para nada por el estilo. Señor Bergman, le agradecería que me permitiese terminar mi exposición.
—Lo siento, general.
Al-Saud percibía que las miradas de los agentes secretos se fijaban en él a lo largo de la exposición de Raemmers, como si buscasen la respuesta a un acertijo en sus facciones, y comenzaba a intuir que la convocatoria no se limitaba a un interés por extraerle más información sino para una cuestión de mayor relevancia.
—Hasta aquí —dijo Raemmers— llega la información que me proporcionó Caballo de Fuego el 1° de octubre. Durante este tiempo, hemos estado investigando los nombres y las situaciones.
Una pantalla transparente descendió tras la alta figura de Raemmers y se iluminó con la fotografía de Udo Jürkens. Uno de los empleados de L’Agence, jefe del Departamento de Informática, que no sólo administraba los complejos sistemas de los que se servía la organización sino que recaudaba datos, se puso de pie y expuso lo que conocía acerca del berlinés; no aportó nada nuevo para Al-Saud. Se sucedieron las fotografías de Roy Blahetter y de su abuelo, dueño de uno de los laboratorios más importantes de Sudamérica; se habló bastante acerca de la muerte del ingeniero nuclear argentino y, con un programa de computación, se comparó la fotografía de Jürkens con el identikit esbozado gracias al aporte de la enfermera del Hospital Européen Georges Pompidou, la que lo había divisado en el corredor la noche del crimen.
Al-Saud se incorporó en la butaca cuando el jefe del Departamento de Informática anunció que desplegarían la única fotografía de Orville Wright que habían conseguido. Era de pésima calidad, más bien parecía la imagen congelada de una cámara de video de seguridad de escasa definición; de hecho, lo era.
—Este hombre es un misterio —apuntó—. Ha escrito artículos en las revistas más prestigiosas, ha trabajado en algunas universidades norteamericanas y europeas, y sin embargo, poco se sabe de él. Sus editores aseguran que siempre tratan con él por teléfono, por e-mail y por correo tradicional. Parece como si hubiese evitado fotografiarse o ser captado por las cámaras de las universidades donde trabajó.
—Estuvimos en el MIT —intervino Jerry Masterson, el agente de la CIA— y entrevistamos a la poca gente que mantuvo contacto con él. No daba clases y se pasaba la mayor parte del día encerrado en un laboratorio del subsuelo, investigando y escribiendo. Quienes tuvieron contacto directo con él, que no fueron muchos, proporcionaron señas para trazar este identikit. —Ejecutó un ademán con su mano para indicar al jefe de Informática que lo proyectase en la pantalla.
Al-Saud echó el torso hacia delante, sobre la mesa, y cesó de respirar. «Gérard», pronunció para sí. «No, no», se corrigió, «estoy obsesionado con esta idea y creo verlo, pero no, él no es así». Un instante después, el comentario de Germain Mureau, de la DGSE, destruyó su convicción.
—Orville Wright. ¿No es ése el nombre de uno de los hermanos que construyeron y volaron el primer avión?
«Eliah, ¿jugamos a los hermanos Wright? Yo soy Orville y tú eres Wilbur». El recuerdo le nubló la vista y, al estirar la mano para sujetar el vaso con agua —de pronto, la lengua se le pegó al paladar de manera dolorosa—, vio, sumido en un extraño sentimiento de ajenidad, que le temblaba la mano. «No», insistió, «¿cuántos Orville Wright existen en el mundo? Miles, tal vez millones», especuló. Se convenció de que se trataba de una presunción vana; no obstante, en su interior algo acababa de romperse, la confianza que Gérard Moses siempre le había inspirado. Las implicancias de que Orville Wright y su mejor amigo fuesen la misma persona resultaban tan atroces y siniestras que se cerró a la idea y prefirió centrar la atención en Ariel Bergman, quien se había puesto de pie para hablar del robo de varias toneladas de torta amarilla, lo que le hizo evocar la conversación con Aldo Martínez Olazábal. Sin duda, el Príncipe de Marbella había conseguido el objetivo que Mohamed Abú Yihad no.
—Se trató de un robo de película hollywoodense. Usaron piratas somalíes para atracar el barco y, durante la noche, descargaron los barriles con uranio y los pasaron, suponemos, a otra embarcación. Una misión arriesgada, casi imposible. Hemos estado analizando el tráfico naviero entre el cuerno de África y la costa iraquí, que, como sabemos, es uno de los más intensos del mundo, y cientos de naves podrían haber transportado en sus bodegas esa cantidad de torta amarilla.
—¿Hay certeza de que la torta amarilla era para Saddam? —preguntó Albert Seigmore, el agente inglés.
—En vista de la información con la que contamos —tomó la palabra Raemmers—, sí, estamos casi seguros de que el uranio era para él y, lo que es peor aún, que terminó en sus manos. El robo, como les mencionaba al principio, ocurrió entre la noche del 20 de octubre y la madrugada del 21. Hace casi dos meses. Esto nos lleva a deducir que Hussein hace semanas que cuenta con el mineral en bruto para poner en funcionamiento las centrifugadoras.
—Otro dato que podría juzgarse como irrelevante en este análisis, pero a mi juicio no lo es —prosiguió Bergman—, son los dos intentos de robo de aviones de guerra, el primero acontecido hace meses en el aeródromo de la planta que Dassault posee en Istres, al sur de Francia, cuando se apropiaron de un Rafale, que acabó explotando en el aire junto con el piloto. El otro se llevó a cabo a fines de septiembre. Se trató de la sustracción de un Mig-31 expuesto en la Exhibición de Vuelo Aero India, en Bangalore. En esa oportunidad, se rescató al piloto con vida. El hombre había sido extorsionado para perpetrar el secuestro del avión. No sabe quiénes lo amenazaron. Nos dio las descripciones de sus rostros que no nos dicen nada. La familia del piloto apareció muerta tras el fracaso de la misión.
—Si ponemos todas las piezas sobre la mesa —propuso Raemmers—, es decir, el invento de Roy Blahetter en manos de Saddam, el robo de doscientas toneladas de torta amarilla y los intentos de robos de aviones, podemos inferir que el presidente iraquí no sólo se propone crear un arsenal de armas nucleares sino que está planeando arrojarlas sobre una o más ciudades.
—¿Por qué suponer esto último? —cuestionó el agente francés—. ¿Simplemente porque intentaron robarse dos aviones? Ya ha sucedido antes. El espionaje industrial, sobre todo entre empresas productoras de tecnología, es moneda corriente. Además, ¿para qué querría Irak robar aviones si tiene una flota de Mirage y de Mig?
—Tenía —intervino Al-Saud—. Después de la Guerra del Golfo, es sabido que quedó reducida a la nada. Además, si aún conserva algunos cazas, esas naves no han recibido mantenimiento en años. Y, les aseguro, una máquina como ésa debe recibir el cuidado de un bebé recién nacido para funcionar correctamente. Si es verdad que pretenden violar el espacio aéreo de un país y arrojar una bomba atómica, tendrán que hacerlo con un avión de última tecnología y que se encuentre en perfecto estado.
—Los observadores de la ONU expertos en armas y en aviones que viven en Irak desde el 91 —aportó Raemmers— nos han extendido un informe que coincide con las conjeturas de Caballo de Fuego. Aún tienen aviones, pero en mal estado. Por supuesto y como parte de las sanciones de la ONU por la invasión a Kuwait, tienen prohibido comprar repuestos y arreglarlos. Toda esta información, señores —la inflexión en el tono del general anunció que se aproximaba el momento de decidir la acción—, nos pone de cara a una situación crítica. Es evidente que Saddam pretende bombardear una ciudad con sus bombas atómicas; tal vez más de una ciudad. Sus enemigos son muchos; no obstante, creemos que Israel, Arabia Saudí, Kuwait e Irán son los que más chances tienen de convertirse en el objeto de su ira.
—¿Cuál es el plan que propone, general? —preguntó Seigmore.
—Infiltrarnos en las entrañas del régimen de Bagdad y descubrir dónde se encuentra el sitio o los sitios en los cuales están enriqueciendo el uranio para, al igual que hizo Israel en el 81 con el reactor Osirak, neutralizarlos. No sabemos con cuánto tiempo contamos, tal vez sólo con semanas. Si es verdad lo que asegura la fuente de Caballo de Fuego, esto es, que la centrifugadora de Blahetter completa en días lo que a las centrifugadoras tradicionales les lleva meses, años, entonces el tiempo es nuestro peor enemigo.
Por supuesto, Eliah Al-Saud acababa de confirmar su presunción: lo querían infiltrar en Bagdad.
—Caballo de Fuego —habló Raemmers—, si te conozco, ya sabes por qué te convocamos.
—Sí, general. Pero no.
—Escúchame…
—No, general —dijo, y se puso de pie—. Mis días como elemento de L’Agence terminaron hace tiempo.
—Tú eres el único que puede hacerlo.
—¡General! —exclamó, con acento irónico y risa falsa—. ¿Me quiere hacer creer que, de entre todos los agentes franceses, ingleses, norteamericanos e israelíes, no existe uno que pueda llevar a cabo esta misión?
—No existe uno que reúna todas sus cualidades, Al-Saud. —La voz de Bergman quedó suspendida en la hostilidad que nació de la mirada de Eliah. Entre ellos, las cuestiones habían superado las meramente políticas y de negocios para pasar al plano personal desde que el hermano menor del katsa se había enamorado de Matilde.
—El manejo de la lengua y de las costumbres de un país islámico son fundamentales para una misión como ésta, por eso necesitamos que se trate de un espía nativo o de alguien que haya nacido en una sociedad árabe. El Instituto tenía un agente árabe en Bagdad. Hace meses que perdimos contacto con él —confesó Bergman—. Estimamos que lo descubrieron. Y no contamos con otro para iniciar esta misión. No es fácil reclutar un espía con las condiciones que exige una infiltración en Bagdad.
Por turno, los agentes del SIS, de la CIA y de la DGSE, que aseguraron no tener espías en el régimen bagdadí, desestimaron los elementos con que contaban: o no hablaban el árabe con suficiente fluidez, por no mencionar que no sabían imitar el acento iraquí, o no contaban con los rasgos físicos apropiados. Ninguno daba la talla.
—El informe que elaboró el equipo de psicólogos y de psiquiatras —explicó Raemmers—, los mismos de la época en que trabajabas para nosotros, Caballo de Fuego, aseguran que tú eres el hombre.
Al-Saud exhaló el aliento por la nariz en forma de risita sarcástica mientras paseaba la mirada sobre sus interlocutores reflexionando que, si se negaba, cosas raras comenzarían a ocurrirle a sus bienes, a su empresa, a sus aviones, a su gente, hasta que acabase por interpretar el mensaje y se aviniese a embarcarse en la misión de espionaje. Resultaba obvio que no lo convocaban por capricho, sino porque carecían del recurso adecuado. Jamás lo habrían enredado en un asunto que debía de haberse constituido en uno de los más secretos y prioritarios de las agendas de los países de Occidente, si no se encontrasen en una situación desesperada.
—Hablan de que mi manejo del árabe es fluido, y lo es. Es una de mis lenguas madre. Sin embargo, mi acento es saudí, específicamente de la zona este del país. Descubrirán mi origen apenas diga «salaam».
—Caballo de Fuego —intervino Raemmers—, años atrás, cuando te convocamos para que formases parte de nuestro equipo, una de las cualidades que nos atrajeron de ti fue, no sólo que hablases fluidamente tantas lenguas, sino tu capacidad para imitar los acentos. Unos días de preparación bastarán para que hables el árabe con el acento iraquí.
Al-Saud fijó una mirada rencorosa en su antiguo comandante, que se la sostuvo con dignidad hasta que Al-Saud lanzó un chasquido y la apartó. Alguien tenía que descubrir dónde se hallaban esas malditas centrifugadoras para destruirlas, reflexionó. Si Saddam se hacía con un arsenal atómico, el mundo se convertiría en una caldera en ebullición. Pensó en Matilde y en sus hijos, Kolia y Jérôme, y una sensación ambigua terminó por agriarle el humor. No quería arriesgarse porque cabía la posibilidad de perder la vida y dejarlos solos; tampoco podía lavarse las manos porque ellos, sus tesoros más preciados, también habitaban este maldito mundo. También meditó que quizá sería la única forma de descubrir quién era Orville Wright.
—Tus honorarios serán generosos, Caballo de Fuego —interpuso Raemmers.
—Oh, sí que lo serán, general, se lo aseguro, esto es, si decido aceptar. Antes me gustaría tratar un tema con el representante del Instituto. Es un asunto privado, general. ¿Podría facilitarnos un sitio para que el señor Bergman y yo conversemos?
Los hombres intercambiaron expresiones de asombro. Bergman, en cambio, permaneció inescrutable. Raemmers asintió y convocó, a través del intercomunicador, a su asistente, que los guió a una salita anexada al despacho del general danés. Al-Saud cerró después de que el katsa cruzó el umbral.
—El trauma de los ciudadanos de Tel Aviv después de la lluvia de los misiles Scuds que les lanzó Saddam durante la Guerra del Golfo todavía no se cura —manifestó—. Sería aterrador que llegase a los medios de comunicación la noticia de una amenaza nuclear. La población enloquecería.
—Y supongo que usted se serviría de los diarios de su amigo Moses, El Independiente y Últimas Noticias, para propagar la información.
—Oh, bueno, tal vez me serviría de Últimas Noticias. El Independiente sigue en manos del viejo Gérard, y él, como sionista a ultranza, no publicaría nada que perjudicase al gobierno de Israel. Shiloah, en cambio, es harina de otro costal, como usted bien sabe, con sus ideas de un Estado binacional y todo eso. Su barrio, Ramat Aviv, fue uno de los más castigados por los Scuds, así que supongo que una noticia de ese tenor le interesaría sobremanera.
—Conozco su método cobarde, Al-Saud: la extorsión. ¿Qué quiere?
Al-Saud sonrió con una mueca desprovista de alegría.
—Me da risa la acusación proviniendo de un miembro del Instituto, que hace de la extorsión una de sus armas favoritas. Igualmente —expresó, y agitó los hombros—, no estamos aquí para discutir de moral ni de ética. Es probable que la información de la amenaza nuclear nunca se filtre.
—¿Qué quiere?
—En realidad, son usted y su país los que quieren un servicio de mí. ¿O comprendí mal hace un momento?
—No —admitió el israelí a regañadientes—. Pero sé que a cambio de infiltrarse en el corazón del régimen baasista exigirá algo.
—Sí, lo haré. Exigiré que, cualquiera que sea el resultado de mi misión en Bagdad, que viva o que muera, que descubra el secreto o que no, el Instituto eliminará de su lista negra a Mohamed Abú Yihad. Quiero que él retome su vida normal, que pueda andar libremente por las calles con la seguridad de que nada malo le sucederá.
—¿Volver a su vida normal? —se ofuscó el agente israelí—. ¿Volver a proveer de armas al carnicero de Bagdad, a las Brigadas Ezzedin al-Qassam? Él es su fuente, ¿verdad, Al-Saud? El padre de la doctora Martínez es el que le dijo to…
Ariel Bergman no concluyó la declaración. De pronto, se encontró con la mejilla aplastada sobre el suelo de mármol, las manos a la espalda y una rodilla de Al-Saud entre los omóplatos. Se trató de una acción tan fulminante que le borró algunas milésimas de segundo de la memoria.
—Bergman, si vuelve a pronunciar el nombre de mi mujer, va a desatar una furia tan gigantesca en mí que no sé de lo que me creo capaz. Ella queda fuera de esto, ¿he sido claro? —Bergman asintió contra el mármol—. Bien, ahora que nos hemos puesto de acuerdo en este punto, podemos seguir con nuestra charla.
Al-Saud lo soltó y lo miró desde su metro noventa y dos centímetros de altura mientras el katsa se ponía de pie y se sacudía el polvo de la camisa. Se midieron desde una distancia prudente. Para sorpresa de Al-Saud, no descubrió ira ni rencor en los ojos celestes de Bergman, sino un aire arrepentido, quizás avergonzado.
El israelí meditaba que Al-Saud, como pocas veces un civil en la historia de su país, los tenía por el cuello. No sólo escondía documentación acerca de las armas químicas que se producían en Ness-Ziona, sino que contaba con todos los elementos (nombres, fechas, lugares y medios de comunicación) para armar un jaleo en la prensa de consecuencias imponderables. En verdad, Israel no tenía con qué presionarlo para que asumiese el rol de infiltrado. Decidió cambiar de táctica; no podían darse el lujo de perder a quien calzaba en el rol de espía árabe como si lo hubiesen diseñado a medida.
—Su mujer queda fuera de esto. Y le pido disculpas por haberla mencionado. Ha sido una imprudencia de mi parte. Lo siento.
—Acepto sus disculpas. Ahora que este punto ha quedado aclarado, me gustaría volver sobre Abú Yihad. Tiempo atrás, Bergman, le di mi palabra de que él no volvería a comerciar con armas, ni para Bagdad, ni para nadie. Ahora quiero de su gobierno un juramento: que lo eliminarán de la lista negra y que ningún accidente automovilístico o de cualquier otra naturaleza caerá sobre él. No importa que yo muera en la misión de Bagdad. Dejaré instrucciones precisas para que se desate un infierno sobre Israel en caso de que algo malo le suceda a él o a cualquiera de su familia.
—Como imaginará, Al-Saud, no cuento con la autoridad para…
—Bergman, no me venga con estupideces. Usted es el jefe del Mossad en Europa.
—No es como usted imagina. Cuento con cierto poder, pero una decisión de este calibre tengo que consultarla con el memuneh —Bergman aludía al director del Mossad, Efraim Halevy—. Lo haré de inmediato. Pediré al general Raemmers una línea segura y lo llamaré en este momento. Él está aguardando mi llamado para saber el resultado de la reunión.
Abandonaron la sala y volvieron sin hablar al recinto donde los demás esperaban el veredicto de algo que ignoraban. De nuevo, el asistente del general danés se ocupó de proveer a Bergman de una línea segura. En tanto el katsa hacía la llamada, se iniciaron charlas bisbiseadas entre los agentes y el personal de L’Agence. Raemmers se aproximó a Al-Saud y lo inquirió con la mirada.
—¿Has decidido aceptar?
—¿Acaso tengo otra salida, general? Si no lo hiciese, comenzarían los problemas con mis cuentas bancarias, con mis propiedades, con mis empleados… Algún controlador fiscal del Ministerio de Finanzas se volvería particularmente exigente y pesado al revisar mis declaraciones juradas de impuestos; volverían a publicarse mentiras acerca de mí… Conozco el paño, general. Me la harían muy difícil.
Raemmers bajó la vista antes de decir:
—Yo no lo aprobaría.
—Lo sé, general, pero usted no es el dueño del circo.
—Lo sé. Te prepararemos bien, Caballo de Fuego. Y seremos tu escudo mientras estés allí.
—General, cuando esté en Bagdad, mi único escudo seré yo.
—No, no. Tenemos mucha experiencia en infiltraciones y contamos con tecnología de punta. No te dejaremos solo.
Ariel Bergman se detuvo bajo el umbral, buscó a Al-Saud con la mirada y asintió con una bajada de párpados.
—General —expresó Eliah—, acepto la misión.
Matilde, con Amina en brazos, se aproximó a la pared poblada de fotografías que adornaban la sala del Silencioso. Como de costumbre, sus ojos buscaron la imagen de Eliah a los dieciséis años. Estiró el brazo y lo acarició de la cabeza a los pies. Amina se incorporó del hombro de Matilde y dijo:
—Ése es tío Eliah.
—Sí, tesoro, tío Eliah.
Tuvo el impulso de enviarle una bendición. Desde el día anterior, desde la llamada del martes por la noche, la asaltaba una inquietud sin origen ni sentido. Tenía miedo. La inquietud se mezclaba con la ansiedad por cobijarlo entre sus brazos para ponerlo a salvo de los peligros del mundo. Ella, con su metro cincuenta y nueve y sus cuarenta y tres kilos —en realidad, algunos más desde que estaba en Gaza—, lo protegería del mal. Siguió contemplando las fotografías hasta detenerse en la del Silencioso con sus hermanos, Anuar y Samara. No resultaba extraño que Eliah se hubiese enamorado de la melliza de Sabir; a los quince años ya era una preciosura de pelo largo, negro y ondulante, y de ojos que denotaban su origen árabe: oscuros, profundos y misteriosos. Anuar, alto y delgado como El Silencioso, aunque de postura más derecha, fijaba la vista en el objetivo de la cámara con un ceño y con los labios tensos. Se entreveía en su gesto un alma atormentada por la muerte de los padres y por la desdicha del pueblo palestino.
El Silencioso se aproximó con el ritmo imperceptible que lo caracterizaba y se colocó a su lado. Le llamó la atención que Amina no le tirase los brazos. Se pegaba a él cuando llegaba la hora de ir a la cama y se caía de sueño. No debía desconcertarse, meditó. Matilde era, sin duda, un espíritu muy especial.
Sabir estiró la mano y tocó la fotografía con sus hermanos.
—Los echo de menos —admitió—. Echo de menos tener hermanos. Anuar y yo éramos buenos amigos antes de que se radicalizara y perdiese la cordura.
—¿No tienes miedo, Sabir? —susurró Matilde.
—No. Oh, bueno, tal vez un poco, por ella. —Señaló a Amina que se había dormido sobre el hombro de Matilde—. Nuestro amigo en común —dijo, risueño, y tocó la fotografía de Eliah— había destinado a dos de sus hombres para que me protegiesen.
—¿De verdad?
—Sí. Pero tiempo atrás le pedí que me los quitase. No me sentía cómodo con ellos tras de mí, por todas partes. Me volvían conspicuo.
—Entiendo. ¿Por qué vives en Gaza, Sabir?
—Resulta incomprensible, ¿verdad?
—No, no. Es sólo que, con tu prestigio y tu fama, podrías vivir cómodamente en París o en donde tú deseases. Aquí todo es tan difícil, desde soportar los cortes de agua hasta el ahogo de sentirse rodeado.
—Ésta es mi causa, Matilde. La de mi pueblo. Aunque mis hermanos y yo nacimos en suelo francés, nuestros padres nos inculcaron el amor por Palestina. Después de su muerte… Bueno, todo se intensificó en nosotros, sobre todo en Anuar y en mí.
—¿Qué es lo más difícil de vivir en Gaza?
El Silencioso expulsó el aire y fijó la vista en la fotografía de su hermano, el terrorista.
—Lo más difícil de vivir en Gaza es levantarse por la mañana y tener ganas de seguir viviendo.
Matilde apartó la mano de la espalda de Amina y apretó la de Sabir, quien, como la mayoría de los palestinos, atrapado entre la violencia israelí y la de su propia gente, lucía agobiado, abatido.
—¿No tienes fotos de Gérard Moses? —preguntó, para cambiar de tema—. Eliah me ha hablado de él, pero no veo ninguna.
—No, no tengo ninguna. Gérard jamás se dejaba fotografiar.
—¿De veras? ¿Por qué?
—No sé si Eliah te contó que padece una enfermedad muy extraña…
—Sí, porfiria.
—Pues la porfiria le ha impreso una huella desagradable en el rostro. Nosotros, que lo conocemos desde pequeños, estamos habituados a su fisonomía, pero el resto de la gente no. Y no se molestan en ocultar la repulsión que Gérard les provoca. Eso lo lastima mucho. Lo acompleja. Por eso, jamás permite que se le tomen fotografías.
—Entiendo. Me habría gustado conocerlo. —Ante el mutismo de Sabir, que permanecía con la mirada en la fotografía de sus hermanos, Matilde preguntó—: ¿Qué estás escribiendo ahora?
—La pregunta que me hacen todos los periodistas.
—A ti no te la hacen, si no aceptas ninguna entrevista —bromeó Matilde—. Te has ganado a pulso el apodo. Dime la respuesta a mí y la venderé al mejor postor, y con eso compraré un tomógrafo para Al-Shifa.
Después de una carcajada, que llamó la atención de los invitados, apoltronados en otro sector de la sala, Sabir contestó:
—Está casi terminada. Es una novela, la vida de Sahira, una joven de la Franja de Gaza, hija de refugiados.
—Qué idea tan acertada, escribir sobre la vida de una palestina. Me doy cuenta de que para ellas es más difícil que para ustedes, los hombres.
—¡No lo dudes! —se apasionó el escritor—. Sobre todo si provienen de hogares donde lo religioso es ley. Desde el 67, cuando Israel ocupó la Franja y Cisjordania, y tantos palestinos terminaron presos, comenzó a operarse un cambio en las mujeres. Hasta ese momento, existía una clara distinción entre los dominios público y privado de una familia, y la mujer estaba confinada exclusivamente al privado. ¿Te imaginas, Matilde? Mujeres que no tenían permiso para abrir la puerta de su propia casa de repente se encontraron solas, sin marido y con varios niños que alimentar. Algunas ni siquiera sabían leer ni escribir, y debieron enfrentar un mundo para el cual no estaban mínimamente preparadas. Eran casi tan indefensas como Amina. Sin embargo, mostraron su fortaleza y salieron adelante. Claro, cuando sus maridos regresaban a casa después de años de prisión, se daban de bruces con una realidad opuesta a la que habían dejado. Sus mujeres salían sin ellos a la calle, iban de compras al mercado, pagaban las cuentas, trabajaban en lo que podían, discutían con las autoridades palestinas de tú a tú, se enfrentaban a los del Tsahal, lidiaban con la falta de agua, con la falta de luz, con los toques de queda… Esta situación se profundizó durante la Intifada, cuando tantos hombres fueron a prisión y cuando todos los males que asuelan la Franja se duplicaron. Las mujeres se foguearon tanto que ya resultaba imposible pedirles que volviesen a ser como antes. Muchos decidieron tomar una segunda esposa. Entonces, la primera pedía el divorcio, escandalizando a medio mundo.
—¿Toda esa realidad reflejarás en tu libro? —El Silencioso asintió—. Será estupendo. Sé que lo disfrutaré muchísimo. Son admirables las mujeres palestinas.
—Ellas, por ser así, y yo, por mis ideas de paz y de un Estado binacional, nos hemos ganado el odio de los sectores islámicos.
—¿Cuándo lo publicarán?
—Sandrine quiere que salga en mayo.
«El mes en que me casaré con Eliah», se dijo Matilde, todavía incrédula.
—¿Temes que los sectores religiosos intenten algo en contra de ti?
—Siempre están buscando dominar las almas rebeldes. Han sido muy duros con las feministas, a algunas han llegado a matarlas. Y como su poder crece a medida que los Acuerdos de Oslo pierden su brillo de chafalonía y el pueblo se desilusiona, están ganando terreno. Si bien la Autoridad Nacional Palestina profesa una doctrina laica, se ha visto obligada, para apaciguar a la Yihad Islámica y a Hamás, a realizar concesiones que perjudican la libertad de las mujeres, como lo del permiso para viajar firmado por el padre o el esposo.
—Sabir, ¿qué crees que sucederá? A veces me parece que estamos en compás de espera, que algo malo está por ocurrir.
—La presión está acumulándose. La gente en Gaza no tiene trabajo y depende de la UNRWA para sobrevivir, pero se trata de una vida de miseria. Nadie sabe por qué el dinero donado por los países ricos no se convierte en emprendimientos para dar trabajo a los gazatíes. Nadie comprende por qué Arafat, para contentar a Israel, gasta tanto presupuesto en Fuerza 17 y, sobre todo, en la policía para amedrentar y perseguir a su propio pueblo. Es un escenario infernal, apto para cualquier vileza.
Matilde pensó en el muchacho de diecisiete años al que había operado esa mañana. Lo habían encontrado unos vecinos del campo de refugiados Al-Bureij ese miércoles, al amanecer, entre unos arbustos del camino. Matilde no recordaba haber visto un cuerpo tan golpeado y mutilado; le sangraba cada centímetro cuadrado de piel. Sus atacantes habían intentado cortarle la lengua. No contaban con cirujanos plásticos, por lo que Matilde y su colega, Luqmán Kelil, uno de los pocos que seguía tratándola con simpatía pese a haberle salvado la vida al soldado israelí, se afanaron en un trabajo meticuloso, con puntadas pequeñas, conscientes de que si la lengua no cicatrizaba correctamente, le alteraría el habla. Lo más duro resultó decidir que el riñón izquierdo era insalvable debido a los puntapiés que había recibido en la parte baja de la espalda.
—Es un jasusa —le explicó Intissar fuera del quirófano.
—¿Jasusa?
—Un colaboracionista de los israelíes. Si los descubren, los matan.
Matilde evocó a su paciente, de quien después conoció el nombre, Salah Tamari, y a quien ordenó mantener sedado para evitarle el horror de sentir que sus músculos, sus miembros, su piel entera, se habían convertido en el mapa de ese conflicto que llevaba cincuenta años y ninguna solución. A lo largo del día, volvió varias veces a la unidad de cuidados intensivos, temerosa de que las enfermeras no se ocupasen de Salah Tamari debido a la acusación que lo convertía en paria. En una de sus visitas, le rozó la mano con la punta de los dedos y se preguntó: «¿Qué te habrá ofrecido el enemigo para que vendas a tu gente? ¿Un permiso para trabajar en Israel, unos pocos shekels, comida para tu familia?».
Volvió a la realidad de la casa del Silencioso cuando lo oyó susurrar:
—Las autoridades israelíes convierten a gente común y corriente en bestias enfurecidas, capaces de cualquier cosa. —Con un acento que comunicaba una pena honda y enraizada, manifestó—: En el mundo nadie sabe lo terrible y cruel que fue la ocupación militar israelí.
—No, no lo sabemos —acordó Matilde.
El miércoles 16 de diciembre, Al-Saud se lo pasó en las oficinas de la Mercure en el George V enloqueciendo a sus secretarias y a los cadetes con pedidos, consultas, envíos, compras, fotocopias y demás. Convocó de urgencia a su abogado, el doctor Lafrange, que apareció sonriente para anunciarle que la apelación interpuesta por la revista Paris Match no había prosperado y que se esperaba la sentencia del Tribunal de Apelación de un momento a otro, a favor de Eliah, por supuesto.
—Una soberbia cantidad de dinero y un artículo de rectificación y desagravio publicado a doble página en la revista. Serán un estupendo regalo de Navidad —dijo, y enseguida se acordó de que su cliente era musulmán.
—Lafrange —habló Al-Saud—, ocúpese de donar a la Media Luna Roja Palestina el dinero que obtengamos por la sentencia. Ocúpese también de que la opinión pública lo sepa.
—Así lo haré.
—Lafrange, modificaré mi testamento. Quiero que reemplace a mis tres hermanos por estas dos personas. —Deslizó un papel con el membrete de la Mercure a través del escritorio. El abogado vio dos nombres—. Son mi prometida y mi hijo. Todos mis bienes serán para ellos ahora.
—Sí, sí, por supuesto. ¿Dijo su hijo, señor Al-Saud? No sabía que tuviese un hijo, ¿o se trata del hijo de su prometida?
Eliah le comentó someramente acerca de la aparición de Kolia. Le pasó el teléfono del doctor Luca Beltrami, el abogado milanés que se ocupaba de aprontar el juicio por paternidad y que le aportaría los datos del niño necesarios para redactar el nuevo testamento. En cuanto a la documentación de Matilde, en pocos días, Thérèse le entregaría lo que precisase.
—En caso de mi fallecimiento o desaparición —siguió hablando Al-Saud, y el letrado tomaba nota—, y siendo mi hijo menor de edad, su tutoría legal recaerá en mi prometida, en la doctora Martínez. Quiero que eso quede bien claro en mi testamento. Ella será su tutora legal.
—Sí, sí, así se hará.
Más tarde, en una situación infrecuente, se halló en la sala de reuniones de la Mercure almorzando con sus tres socios, Tony Hill, Mike Thorton, que acababan de llegar del Congo, y Peter Ramsay. Después de meses de iniciada la misión en Rutshuru, volvían a encontrarse. A pesar de lucir el tostado saludable de las pieles caribeñas, Tony y Mike estaban muy cansados, por lo que habían dejado la mina en manos de Zlatan Tarkovich y de Dingo, elección que tanto Eliah como Peter aprobaron.
—Desde que Nkunda desistió de asediarnos y de atacarnos —manifestó Mike Thorton—, la situación se ha tranquilizado al punto de aburrir. Los únicos que trabajan son los ingenieros de Zeevi y los mineros.
—A los nuestros los obligamos a entrenar y a adiestrar a los nativos para que no pierdan la forma —dijo Tony Hill.
—¿Han vuelto a aparecer casos de malaria? —se interesó Peter Ramsay.
—Sí, un minero, pero Doc asegura que se repondrá sin secuelas. La verdad es que dos casos en tantos meses es una excelente performance —opinó Mike.
—En pocos días, deberé ausentarme por dos meses —anunció Al-Saud, y sus socios lo observaron con muecas divertidas, que se desbarataron ante la seriedad de Eliah; le conocían ese gesto de gravedad—. Por dos meses, no sabrán de mí.
Sólo a sus socios les contaría la verdad. A su familia y, sobre todo, a Matilde les inventaría una historia acerca de una misión en plena selva amazónica, desde donde resultaría casi imposible comunicarse, aun con teléfono satelital.
—¡No aceptes! —se enfureció Thorton.
—Mike, si no acepto, sabes lo que vendrá. Nos volverán locos, tendremos controladores fiscales entrando y saliendo de esta oficina hasta hacernos perder el juicio. Las transferencias bancarias fallaran y nuestros pagos terminarán en la cuenta de una viejecita de Laos. Nuestros mejores clientes rescindirán los contratos. Intentos de robo, accidentes estúpidos… Nos crearán todo tipo de problemas hasta que acepte la maldita misión.
—Contamos con la documentación para presionar a Israel.
—Israel no es el único país involucrado, Tony. Acabo de explicarte que me citaron en la base de L’Agence. Ahí estaba la CIA, el SIS y la DGSE, y a ellos les importa un rábano que nosotros extorsionemos a Israel. Tal vez los norteamericanos se preocupen un poco, ¿pero Francia y Gran Bretaña? «¡Qué Israel reviente!», dirán. La amenaza es muy seria. Tan seria que están desesperados. Por esa razón, porque están desesperados, harán cualquier cosa para conseguirme.
—Eliah, hermano, es una misión en verdad jodida.
—Lo sé.
Esa tarde, antes de marcharse de la oficina, Al-Saud convocó a Thérèse a su despacho. La mujer se sentó frente a él y depositó una carpeta donde juntaba los papeles que exigía el Ayuntamiento del Septième Arrondissement para la celebración de un matrimonio civil y que la secretaria había destinado para tal fin en julio, cuando Al-Saud la llamó desde el Congo para ordenarle que se ocupase de organizar su boda con Matilde. Después, le dijo que se olvidase de todo. El lunes la había llamado desde Jerusalén para pedirle que reiniciase las gestiones. Thérèse estaba feliz; sentía un gran afecto por su jefe y quería a Matilde.
—La fotocopia del pasaporte de Matilde la tengo —informó la mujer—. ¿Recuerda, señor, que me la envió desde el Congo? También me exigen el acta de defunción del esposo de Matilde. No será problema conseguirla porque falleció aquí, en París. Ya inicié los trámites y me la entregarán en diez días. Sus papeles… Sí, tengo todo. Sólo falta que cumplan con el requisito del análisis prenupcial. Quedará para cuando regresen. Pueden presentarse cuarenta y ocho horas antes de la celebración del matrimonio. No será problema.
—Dígame las fechas que le propusieron —pidió, con una ansiedad que obligó a Thérèse a morderse el labio para disfrazar la risa.
—El 5, el 12 o el 17 de mayo.
—El 5 —eligió.
—Señor, si Matilde regresa de Gaza a fines de abril, ¿tendrá tiempo para los preparativos? Vestido, peinado, zapatos, maquillaje.
—Thérèse, me temo que me importa un rábano si va en camisón a casarse. —Esta vez, la secretaria emitió una risita—. De todos modos, le pido que se ocupe de esos detalles también. Algo clásico. Consulte a mi hermana —resolvió.
—Señor, definiré los asuntos relacionados con la peluquería y el maquillaje, y seleccionaré algunas tiendas, con el consejo de la señorita Yasmín, para luego acompañar a Matilde, si ella lo desea, pero no compraré el vestido ni los zapatos. Toda mujer quiere ocuparse de eso ella misma.
—En fin. Está bien.
—Señor, a las siete lo espera el joyero de su madre, Jean-Louis Baptiste.
Al-Saud le lanzó un vistazo a su Rolex Submariner y se preparó para partir. En tanto se cubría con el sobretodo de pelo de camello, le indicó a su secretaria:
—Hasta fin de año, Thérèse, podrá comunicarse conmigo a través de mi celular. Después y por algunas semanas, lo desconectaré. Cualquier urgencia la resolverá con mis socios o con mi hermano Alamán.
—Sí, señor.
Estacionó el Aston Martin cerca de la Place Vendôme, donde se hallaba la casa matriz de la joyería Cartier. Jean-Louis Baptiste, uno de los empleados más antiguos de la firma, quien asesoraba a Francesca desde hacía años, salió a recibirlo y le dio un apretón de mano.
—Como su secretaria me adelantó que se trataba de una sortija de compromiso, me tomé el atrevimiento de seleccionar algunas.
Cruzaron la planta baja, un recinto suntuoso, alfombrado, con paredes forradas en madera y columnas blancas, y sortearon vitrinas como cúpulas de cristal que protegían joyas y relojes, hasta alcanzar la escalera cubierta por una alfombra roja, la cual, a partir del descanso, se abría en dos tramos. Baptiste y Al-Saud tomaron por el de la derecha. En la oficina del joyero, Al-Saud se mantuvo de pie frente al escritorio cubierto por un lienzo de terciopelo azul oscuro sobre el cual se hallaban más de cincuenta anillos, la mayoría con piedras preciosas, en especial diamantes, que soltaban destellos iridiscentes bajo el influjo de las dicroicas. Baptiste guardó silencio mientras Al-Saud estudiaba las sortijas y pensaba en Matilde y en la que no le había entregado la noche de su cumpleaños en Ministry of Sound. Quería comprarle una nueva, que no se relacionase con ese mal recuerdo. Habría elegido la que contuviese la mayor cantidad de brillantes, o esa de un solo brillante, pero de más de once carats, de acuerdo con la información de Baptiste, quien, conociendo la fortuna de los Al-Saud y su afición por las joyas, se sorprendió cuando el joven Eliah levantó una de las obras más sencillas, una sortija de platino con un solitario de apenas cinco carats, cuyo engarce no presentaba ninguna peculiaridad.
—Buena elección —dijo, de igual modo—. El Solitaire 1895, un clásico entre los clásicos. ¿Cree que ésa sea la medida adecuada para el anular de la señorita?
—Tal vez le vaya un poco grande.
—Ningún problema, señor Al-Saud. Aquí haremos los ajustes que correspondan.
Al-Saud pagó con su tarjeta American Express Centurion, firmó el cupón por sesenta y seis mil quinientos cincuenta francos, alrededor de catorce mil dólares, y se marchó. Al entrar en la casa de la Avenida Elisée Reclus y, si bien Marie y Agneska pululaban, afanadas en sus deberes, y Leila caminó hasta el garaje para mimarlo con sus muestras de cariño y con sus sonrisas, tuvo la impresión de que lo recibía un espacio vacío y helado. Subió al primer piso sorteando escalones y se abalanzó sobre la mesa de luz en cuyo cajón escondía el portarretrato con la fotografía de Matilde en los Jardines de Luxemburgo. «Amor mío», susurró para sus adentros, mientras le acariciaba los labios, y los evocaba sucumbir bajo la autoridad de los suyos. Una necesidad pura y visceral del cuerpo de ella lo tensó y le alteró las funciones como al adicto que lucha contra la urgencia de saborear el vicio. Por fortuna, Leila no había cumplido la orden que le escupió, manipulado por la rabia y el orgullo, el día en que Matilde regresó de Johannesburgo, por lo que sus cosas seguían en el vestidor. Destapó el Paloma Picasso, lo vaporizó en su mano y se quedó largos minutos con los ojos cerrados y la nariz enterrada en la palma. «Sí, parezco un drogadicto», meditó.
Lo esperaban. Los llamó desde el Gulfstream V apenas aterrizaron en el Aeropuerto de Turín y les aseguró que en dos horas estaría en la Villa Visconti. Las tres mujeres, Francesca, Antonina y Mónica, la niñera peruana, se volcaron sobre Kolia para bañarlo, cambiarlo, perfumarlo y hablarle al mismo tiempo con tanto entusiasmo que le provocaron un acceso de llanto, algo en extremo infrecuente, por lo que el abuelo Kamal tomó cartas en el asunto y lo apartó del aquelarre, como lo definió.
—Lo único que te pido —dijo Francesca— es que lo hagas practicar el «papá».
Eliah estacionó el automóvil alquilado en el ingreso cubierto de nieve y bajó cargando un montón de paquetes y un montón de ansias, que, por una costumbre inveterada, casi de índole autómata en él, ocultó tras un semblante serio y sereno. Recibió con paciencia los besuqueos y los manoseos de su madre y de su nonna y estrechó y abrazó a su nonno Fredo, mientras buscaba a Kolia. Entregó los paquetes a Mónica y preguntó:
—¿Dónde está mi hijo?
—Aquí viene —se oyó la voz inconfundible de Kamal, que, segundos más tarde, cruzó el umbral con el niño de la mano—. Te presento al rey de la casa.
No le habían contado que, si se lo guiaba de la mano, se largaba a caminar; querían darle la sorpresa. Francesca estudió la expresión de su tercer hijo con la avidez que Eliah siempre le despertaba, y enseguida sonrió al descubrir que la alegría y la emoción lo desbordaban y le resquebrajaban la máscara de hombre duro, un efecto similar al que ocurría cuando consumía a Matilde con la mirada creyendo que nadie le prestaba atención. En Francesca, descubrir la pasión y el amor incondicional que su tercer hijo era capaz de experimentar, operaba como una revelación sobrenatural: la dejaba muda y sin aliento.
—¡Kolia, amore! —exclamó Antonina—. ¿Mira quién ha venido a visitarte? ¡Papá! ¡Papá! —repitió varias veces.
Eliah se acuclilló para estudiar el avance de su hijo. Había caído en un estado de estupefacción al verlo aparecer; resultaba inverosímil que hubiese crecido tanto en tan poco tiempo. Sus piernitas se bamboleaban y avanzaban a un compás lento, en tanto Kolia fijaba la mirada en el extraño apostado a unos metros. Daba risa la seriedad que destinaba para observarlo, también que frunciera el entrecejo con la pesadumbre de un adulto.
—Kolia —lo llamó Kamal, y el niño elevó la cabeza y le sonrió—. Ése es tu papá —dijo en árabe, y Kolia siguió el dedo de su abuelo, que apuntaba al extraño.
Eliah extendió los brazos y lo llamó en francés.
—Kolia, ven, hijo. Aquí está papá.
El niño se detuvo, soltó la mano de Kamal y gateó con una velocidad que lo pasmó. Eliah lo levantó y lo hizo dar vueltas sobre su cabeza, esfuerzo que Kolia recompensó con las risas más cristalinas y puras que él recordaba haber oído. Lo apretujó contra su pecho y le dio besos, los de él y los de Matilde. «¡Matilde, mi amor, si pudieras ver lo que yo estoy viendo!»
Extasiada y muda, Francesca reflexionó, ante la muestra tan expansiva y cariñosa de su tercer hijo, que algo bueno le había sucedido en ese último tiempo. Siguió cavilando y, al rato, concluyó: «Se trata de Matilde».
Después de que Eliah se quitó el abrigo y se aseó, se sentaron a compartir un aperitivo antes del almuerzo. Kolia, que no mostraba deseo de abandonar las rodillas de su padre, soltó una sarta de «papás», aunque más bien sonaron como «papapapapa», que suscitaron aplausos y vítores, los cuales le provocaron un nuevo acceso de la risa que emocionaba a Eliah.
—Ahora —declaró—, tendrán que enseñarle a decir «mamá».
Sin levantar la vista, disfrutando del aroma del cuellito de Kolia, Al-Saud sonrió ante el mutismo que gobernó a sus padres y a sus abuelos. Al cabo, buscó el rostro de Francesca para anunciar.
—Matilde y yo nos casaremos el 5 de mayo.
Francesca saltó del sillón y se precipitó sobre su hijo para abrazarlo y besarlo.
—¡Estoy tan feliz por vos, mi amor! ¡Tan feliz! —exclamó, ufana de su percepción.
—Gracias, mamá.
Kamal se inclinó para apretarle los hombros y besarlo en la frente.
—Creo que es una de las muchachas más dulces y buenas que conozco.
Eliah asintió en señal de aquiescencia. En tanto Fredo le deseaba toda clase de bendiciones, Eliah advirtió que su nonna abandonaba la sala envuelta en un genio furibundo.
—¿Qué le pasa a la nonna?
—Discúlpala —intercedió Fredo—. Está celosa.
—Después te explico —musitó Francesca.
Kolia no durmió siesta ese día porque la llegada de su padre, los regalos, los mimos, las risas, los aplausos y la sesión fotográfica lo condujeron a un estado de exaltación en el que habría sido imposible acostarlo en la cuna a las dos de la tarde. Pasó de largo, siempre de la mano de su padre o en sus brazos. Alrededor de las siete, Francesca lo vio refregarse los ojos y quejarse y decidió que había llegado la hora del baño. Eliah se remangó la camisa y, de rodillas junto a la bañera, bañó por primera vez a su hijo. Francesca, sentada en una banqueta a su lado, le indicaba cómo hacerlo.
—¿Le hablaste a Matilde de Kolia?
—Sí.
—¿Qué dijo?
—¿No te lo imaginás?
—Si la conozco un poco —conjeturó Francesca—, supongo que se puso muy feliz.
—Suponés bien, mamá. Tiene muchas ganas de conocerlo. Y me dijo que lo querría y que lo cuidaría como si hubiese nacido de ella.
—Dios la bendiga.
—Sí, que Dios la bendiga siempre.
Francesca fijó la vista en la cabecita húmeda de su nieto y se tomó unos segundos para apagar el acceso de llanto que le provocó la réplica de su hijo.
—El amor que sentís por ella —pudo expresar después— me recuerda al que siento por tu padre, que es infinito y eterno.
—Soy muy feliz, mamá.
—Y la harás feliz a ella, como tu padre me hizo feliz a mí.
Mónica se ocupó de dar de comer a Kolia, que devoró un bife y una porción de puré de zapallo. Al-Saud no daba crédito del apetito de su hijo y quiso ser él quien le diese el postre, puré de manzana con miel. Satisfecho y recién bañado, Kolia se quedó dormido en su silla alta. Eliah lo cargó hasta la habitación, lo depositó en la cuna y lo arropó con dos frazadas; se enfrentarían a una noche helada.
—¿Duerme bien? —susurró.
—Tu hijo es un santo, Eliah —aseguró Francesca—. Duerme ocho horas seguidas. Y ya viste cómo come. Es un placer verlo devorar.
—¿Ha vuelto a tener fiebre? Matilde me aseguró que es por los dientes.
—Quedate tranquilo, mi amor. Tu hijo está en las mejores manos.
—Lo sé, mamá. —La abrazó en la penumbra de la habitación e inspiró su perfume, el Diorissimo, que él asociaba con la época de la niñez—. Gracias por ayudarme con Kolia. En cuanto acabe con unos asuntos que tengo pendientes y Kolia pueda salir de Italia, lo llevaré a París.
—Eliah, tu padre y yo estamos dichosos de cuidar a Kolia. Terminá tus asuntos pendientes, casate con Matilde y después sacame a mi nieto.
—¿No tenés ganas de volver a Jeddah?
—No, en absoluto.
—Mamá, ¿qué le pasa a la nonna? Es evidente que Matilde no le gusta. La trató casi con grosería el día de tu cumpleaños y ahora…
—El problema de tu nonna no es con Matilde sino con su papá, Aldo Martínez Olazábal. —Francesca tomó el brazo de su hijo y lo condujo fuera de la habitación de Kolia—. Eliah, Aldo fue mi primer novio.
—Quoi!
—Sí, mi primer novio. Un amor de verano que me cambió la vida.
—Mamá…
—Sé que te toma por sorpresa, hijo, pero quiero que sepas que no le guardo rencor a Aldo, en absoluto. Yo era la hija de la cocinera, él, el niño rico de una familia importante de Córdoba; jamás le habrían permitido casarse conmigo. La señora Celia, la madre de Aldo, lo amenazó con quitarle el apoyo económico si no se casaba con Dolores, la mamá de Matilde. Aldo, que no era mala persona, pero sí inmaduro e inseguro, cedió y se casó con la rica heredera porteña. Yo, para olvidarlo, me alejé de la Argentina y así fue como conocí a tu padre, mi verdadero amor. —Encerró la cara de Eliah entre sus manos y le sonrió al decirle—: Ya ves, el sufrimiento que significó el abandono de Aldo tenía un sentido, mejor dicho, dos sentidos: que yo conociera a tu padre y que vos y Matilde vinieran a este mundo para amarse.