Capítulo 8

El lunes 7 de diciembre, Juana Folicuré bajó de un micro en a Terminal de Ómnibus de Retiro y esperó a que le entregasen la valija. Había viajado desde Córdoba durante la noche. Cansada, medio desanimada —la Terminal de Retiro deprimía al más alegre—, cruzó la Plaza Fuerza Aérea Argentina, donde se erigía la Torre de los Ingleses, y llegó al Hotel Sheraton desde donde partían furgonetas con destino a Ezeiza. Pagó la tarifa, comprobó que el chofer acomodase la valija en la parte trasera y se sentó a esperar la hora de la salida. Miró el reloj: las ocho y treinta y cinco de la mañana. El avión a París despegaba a las dos de la tarde.

Su madre, a quien le había confesado su romance con un israelí, le advirtió que la decisión de volar a Tel Aviv e imponer su presencia a Shiloah era un acto descabellado e impulsivo. Juana aceptaba lo imprudente de su comportamiento; aducía que se trataba de una medida extrema. Shiloah no respondía sus mensajes de correo electrónico y sólo una vez la había atendido por teléfono, parco, casi maleducado.

—¿Qué harás si no quiere recibirte en su casa? —se preocupó la madre.

—Me voy a un hotel y al otro día pego la vuelta. ¡Y que se vaya a la mierda!

Como andaba corta de dinero, su madre le prestó para pagar el pasaje. Los pocos ahorros que le quedaron de su trabajo en el Congo, los utilizaría para costear traslados, comidas y el alojamiento en Tel Aviv en caso de que Shiloah le cerrase la puerta en la cara. Le daría una última oportunidad para recomenzar. Si no la aceptaba, Juana volvería a la Argentina y retomaría su trabajo en el Hospital Garrahan, donde el período de excedencia de un año espiraba el 31 de diciembre.

«¡Qué año el 98!», pensó, en tanto se alineaba en la cola para el checkin frente a los mostradores de Air France. Casi doce meses atrás, Matilde y ella habían abordado el mismo vuelo para embarcarse en una aventura que les cambió la vida. Matilde había conocido a Eliah y a Jérôme, y Juana, a Shiloah. Ninguna era feliz. Matilde lloriqueaba por el amor perdido de Eliah y por la desaparición de Jérôme, en tanto Juana se jugaba la última ficha para convencer al testarudo de Shiloah de que le importaba un pito tener hijos; adoptar le resultaba igualmente bueno.

Sonrió al pensar que estaría a pocos kilómetros de Matilde. No regresaría a la Argentina sin verla, aunque sabía que no resultaría fácil. En oportunidad de su primera visita a Tel Aviv, a principios de marzo, Shiloah le había explicado que era difícil entrar en los territorios ocupados, como llamó a la Franja de Gaza y a Cisjordania. Le aclaró que no se le dificultaría dado su origen —en general, los argentinos eran bienvenidos en Israel y en Palestina—, sino porque los puestos fronterizos estaban la mayor parte del tiempo cerrados.

No durmió durante el viaje. Llegó al Aeropuerto Charles de Gaulle donde no tuvo tiempo de nada: su vuelo de conexión con destino a Tel Aviv salía en menos de una hora. Corrió a la puerta de embarque y abordó el avión con lo justo. Acomodó el bolso de mano en el compartimiento y, antes de ocupar su asiento, fue al baño, donde hizo sus necesidades y se lavó la cara. Decidió maquillarse antes de enfrentar a Shiloah; no lo haría con esa cara de muerta. Intentó serenarse cuando apoyó el trasero en la butaca. Faltaban pocas horas para el encuentro. Calculó que el avión aterrizaría cerca del mediodía.

Nadie la esperaba en el Aeropuerto David Ben Gurión y se deprimió al rememorar la ocasión en que Shiloah la aguardaba ansioso y feliz. Habían hecho el amor apenas pusieron pie en la mansión que después Juana, cubierta con la camisa de Shiloah, se dedicó a recorrer. Estaban solos; Shiloah le había dado el día libre a las empleadas del servicio doméstico para disfrutar de la libertad que finalmente compartieron ese primer día. ¿Y si estaba en Jerusalén? Desde que formaba parte del Knesset, pasaba mucho tiempo en esa ciudad, sede del parlamento israelí. Cierto que distaba poco más de cincuenta kilómetros de Tel Aviv-Yafo y que el viaje le tomaría menos de una hora. Lo llamaría al celular para avisarle que lo esperaba en la puerta de su casa.

El aspecto solitario de la mansión de Shiloah no auguraba nada bueno. Las cortinas de enrollar estaban bajas a pesar de que era la una de la tarde. El fanal del porche estaba encendido, como si nadie lo hubiese apagado después de la noche. Tocó el timbre varias veces y se atrevió a merodear por el costado y a espiar por los resquicios que quedaban entre los listones de la cortina de madera. Desde la casa de enfrente, una mujer la seguía con la mirada, mientras concluía: «Esa muchacha es árabe».

Juana llamó al celular de Shiloah e insultó por lo bajo cuando la atendió la contestadora automática.

—Shiloah, soy Juana. Estoy en la puerta de tu casa en Tel Aviv. Acabo de llegar de la Argentina. Tenemos que hablar. Por favor, ven.

Se sentó en las escalinatas del ingreso a esperar. ¿Y si está de viaje en China? Apretó los ojos para evitar que se le escapasen las lágrimas. Como siempre, su madre había tenido razón, ese viaje y la idea de reconquistar a Shiloah eran una locura. Apoyó la cabeza en la pared del porche, de pronto mareada de sueño y de hambre. «Si en una hora no me llama ni viene, me voy. Bueno, en dos horas».

La despertó una molestia en el cuello. Al cabo de unos segundos, se dio cuenta de que se trataba de la antena de un walkie-talkie que un hombre, de traje negro y anteojos para sol, le clavaba para despabilarla. Le habló en hebreo, rápido y de mal modo, y ella, todavía aturdida, le contestó en castellano. El hombre se empecinaba en expresarse en esa lengua más antigua que el mundo y que sólo los israelíes se encaprichan en hablar. Se puso de pie de un salto y vociferó, esta vez en inglés:

—¡No entiendo qué carajo está diciéndome! ¡Ey, deje eso! —le exigió a otro hombre, que intentaba abrir su valija. Como el señor persistió en el intento por violar el equipaje, Juana le soltó un chirlo en la mano, con lo que terminó esposada y dentro de un vehículo que arrancó haciendo chirriar las gomas.

La vecina de Shiloah observaba con atención el espectáculo desde la ventana de su cocina, en tanto se congratulaba por haber denunciado la presencia de una árabe sospechosa. Habían acudido miembros del Shabak dada la importancia del personaje en cuestión. Shiloah Moses no sólo era uno de los hombres más ricos de Israel, dueño de un imperio, sino miembro destacado del parlamento, a quien, en enero de ese año, habían intentado asesinar en París.

—Señor Moses —lo llamó la secretaria, asomada a la puerta de la sala de reuniones de su despacho en Jerusalén—, disculpe que lo interrumpa, pero se trata de una urgencia.

Moses se excusó con los ingenieros noruegos que construirían la planta desalinizadora en la Franja de Gaza y se alejó en dirección a la joven.

—¿Qué ocurre, Tamar?

—Lo llama el jefe del Shabak de Tel Aviv.

Moses frunció el entrecejo y le ordenó que transfiriese la llamada a su oficina.

—Señor Moses, mi nombre es Yitzhak Sapir, jefe del…

—Sí, sí, señor Sapir. ¿Qué sucede?

—¿Conoce usted a una señorita llamada… Guana Fol-i-quiu-rré?

Shiloah sintió un golpe en el pecho.

—Sí, sí —dijo, en un hilo de voz—. ¿Qué pasa con ella?

—Está aquí, en nuestras oficinas. Demorada —agregó.

—¡Demorada! ¿Qué? ¿Cómo? ¿Juana está en Tel Aviv? ¿Cómo es posible? ¿Demorada, dice? ¡Déjela ir en este instante, señor Sapir! ¡Póngala al teléfono! ¡De inmediato!

—¿Shiloah? —dijo Juana, después de varios minutos.

—¡Juana, por amor de Dios! ¿Estás bien? ¿Te han hecho algo?

—Nada, cariño —declaró, con sarcasmo—. Aparte de esposarme, meterme de cabeza en un auto, revolver mis pertenencias en busca de bombas y de tratarme como a una terrorista, no, no me han hecho nada estos dulces gatitos.

—¡Pásame con Sapir!

Shiloah escuchó a Juana dirigirse en inglés al jefe del Shabak, que se puso al teléfono con presteza.

—Señor Sapir, quiero que escolten a mi prometida…

—¿Su prometida?

—¡Sí, señor Sapir! ¡Mi prometida! Quiero que la escolten hasta mi despacho en Jerusalén. —Shiloah le indicó en qué sitio del edificio del parlamento se hallaba.

Aunque no tenía cabeza para retomar la charla con los ingenieros noruegos, Moses se empeñó en terminarla porque los tiempos apremiaban, y él quería comenzar con los estudios de suelo y con las excavaciones antes de fin de mes. Por cortesía, debería haber invitado a un almuerzo tardío a los noruegos. No lo hizo. Terminada la reunión, se despidió de ellos hasta el día siguiente, se encerró en su despacho y se limitó a esperar a Juana. Consultaba la hora cada cinco minutos y bebía café. ¡Juana en Israel! No quería admitir lo feliz que se sentía. Intentaba enfadarse con ella, por impulsiva, loca, insensata, y sólo conseguía sonreír como un bobo al imaginar que había cruzado medio mundo para buscarlo. Necesitaba verla, saber que estaba bien; después, la despacharía de regreso a la Argentina.

Se puso de pie de un salto al oír la voz de Juana y la de Tamar, que le pedía que aguardase. Shiloah Moses salió antes de que su secretaria llamase a la puerta. Destinó un escrutinio severo a su «prometida», como si verificase que no le faltaba ninguna parte, antes de pasar la mirada al oficial del Shabak. El hombre se adelantó y le extendió la mano, al tiempo que se presentaba. Shiloah le agradeció de manera cortante que hubiese acompañado a Juana y lo despidió.

—Ven —le dijo a ella, y, con una seña, le indicó que entrase en su oficina—. Tamar, necesito que vaya a comprar ese libro que le pedí ayer. Ahora.

Para la joven secretaria, el mensaje resultó claro: «Márchese». Se puso la chaqueta, se colgó la cartera al hombro y se fue. Regresaría en un par de horas.

Juana no recordaba haber experimentado esos temblores. La frase: «Se me aflojaron las rodillas» probaba ser cierta. Con disimulo, apoyó la mano en el borde del escritorio en busca de apoyo. El gesto de Shiloah le transmitió la misma impresión de su casa en Tel Aviv: estaba cerrado a ella.

—¿Qué haces aquí?

—Hola, Shiloah. ¿Cómo estás?

—No estoy para juegos.

—Yo, menos. Hace dos días que viajo. Hace dos días que no duermo. Y no he comido nada decente en horas. Estoy destruida. Pero no me importa. Lo hice porque quería verte. Por supuesto, no te reprocho nada. Ésta fue mi decisión. Lo único que pretendo es que me ofrezcas sentarme y me des una taza de café, un vaso de agua también.

—Sí, sí, claro. Siéntate —le ofreció, contrariado, y se alejó hacia la cafetera—. Disculpa mi descortesía. Me has tomado por sorpresa.

—Lo imagino. Te pido disculpas si te causé problemas con la policía. No hice nada, te lo juro. Me senté en la puerta de tu casa, eso fue todo.

Shiloah agitó la mano en el ademán de desestimar el asunto. Le entregó una taza de café y varios sobres con azúcar.

—Gracias —dijo Juana—. Moría por un café.

—¿Quieres comer algo? Puedo pedir que nos traigan comida. ¿Has almorzado? No, claro que no.

—Ahora mismo no tengo hambre —admitió Juana, cuyo estómago sólo resistiría líquido. Sorbió el café, caliente y dulce, y se sintió mejor.

—¡Por Dios, Juana! —exclamó Shiloah de nuevo, aunque sin el talante enojado de minutos atrás—. ¿Qué haces aquí?

—Vine a verte. ¿Qué más? No pensarás que Israel es un destino turístico que me atraiga, ¿verdad? Lo único que tiene este país que me interesa eres tú. Y aquí me tienes. Como no contestas mis e-mails ni te dignas a atender el teléfono cuando te llamo, no me dejaste otra salida.

Shiloah ejecutó una mueca que pretendía comunicar exasperación. Juana no se dio por aludida, aunque, en su interior, tembló de miedo. Nada estaba saliendo como lo había planeado; el esfuerzo económico y físico estaba a punto de irse al garete. Apoyó la taza en el escritorio y se puso de pie. Caminó hacia Shiloah y se detuvo a dos pasos. Lo miró fijamente hasta que él apartó la vista.

—Ahora que estoy aquí, frente a ti, me doy cuenta de que vine a buscar una respuesta. Si respondes a mi pregunta con honestidad, me iré y te dejaré en paz. ¿De acuerdo? —Moses asintió, sin hacer contacto visual—. ¿Eres feliz desde que tomaste la decisión de apartarme de tu lado? Mírame a los ojos y respóndeme con sinceridad. Después, me iré —repitió.

Juana veló el impacto producido por la desolación que descubrió en los ojos de Shiloah, cuya tonalidad ambarina tan exótica carecía del fulgor habitual; aun las pestañas, antes tan intensas en su color oscuro y en su cantidad, parecían sin vida. Leía en su semblante el debate que sostenía entre mentirle o contestarle con franqueza.

—No. No he sido feliz. Más bien lo contrario.

—Bien —asintió Juana, con ánimo derrotado—. Yo tampoco he sido feliz. Quiero que sepas que nunca, ni siquiera cuando terminé con Jorge, sentí la amargura, la angustia y la infelicidad que tú me causaste al sacarme de tu vida. No creo que la decisión de no tener hijos me cause la cuarta parte de dolor que estás causándome con esta separación. Bien, ya lo he dicho. Ahora me voy. Adiós, Shiloah.

Dio media vuelta deprisa porque no tenía intenciones de largarse a llorar frente a él. «Ya me humillé para el campeonato», se reprochó, y caminó hacia la puerta.

—Juana, ¿adónde vas? —Como ella siguió alejándose, Shiloah se movió con rapidez y la tomó por la muñeca—. No —pronunció, exaltado—. No —repitió, cuando Juana intentó desasirse, mientras le destinaba una mirada acusatoria.

—No, ¿qué? —logró preguntar sin que le fallase la voz.

—Por favor, no te vayas.

Hacía tiempo que no se tocaban, y la mano de Shiloah sobre la piel de Juana los afectó profundamente. Juana no acertó a determinar si Moses comenzó a masajearle la palma con el pulgar de manera consciente o en un acto irreflexivo, producto de la violenta situación.

—No quiero irme, Shiloah. No quiero.

—¡Juana! —exclamó, con voz perturbada, y la abrazó—. ¡Loca! ¡Eres una loca! ¿Por qué me quieres, si estoy maldito?

—¡No estás maldito! ¡Te amo, Shiloah!

Moses la apartó para encerrarle el rostro delgado y oscuro entre las manos.

—Tú eres mi bendición, Juana.

—¡Hasta que lo entendiste!

Después de una carcajada, Shiloah la besó, al principio se limitó a aplastar los labios contra los de ella, hasta que percibió las manos de Juana en su trasero, y la excitación lo surcó de la coronilla a los pies. La penetró con la lengua al mismo tiempo que le desabrochaba los jeans.

—No tengo condones —se lamentó.

—Estoy tomando la píldora —dijo ella, jadeante, sonrosada, hermosa y apurada por liberar la erección que se anunciaba bajo el pantalón del traje.

—¡Oh, por favor! —gimió Moses cuando Juana engulló su falo y lo succionó—. ¡Juana!

—Esta locura, la de venir a buscarte a Tel Aviv, lo hice en realidad por esto —dijo ella, y, con la punta de la lengua, lamió las gotas de semen que brotaban del glande—. Shiloah Moses, tienes la verga más hermosa que he visto en mi vida.

Hicieron el amor en el escritorio, contra la pared y sobre el alfombrado, hasta que, cansados de reprimir los gemidos, decidieron encerrarse el resto de la tarde en el departamento que Moses había comprado en Jerusalén desde que era parlamentario. A eso de las siete, exhaustos y sudados, tomaron juntos una ducha.

—Esta noche tengo una cita con Eliah para cenar.

—¿Eliah está en Jerusalén? —se pasmó Juana.

—Sí. ¿Prefieres quedarte en casa? Lo llamo y cancelo.

—La verdad es que me caigo a pedazos del cansancio, pero por nada del mundo me perdería de ver al papurri.

Al día siguiente, cuando Juana consiguió imponerse al sopor que le causaban el síndrome de los husos horarios y la maratón de sexo, llamó a su madre para contarle que estaba viva y con Shiloah, y después encendió la computadora para conectarse a Internet. «Mat», escribió, «no te caigas de culo: estoy en Jerusalén. Shiloah y yo nos arreglamos. Mi felicidad es tan grande, amiga mía, que podría levitar. Cuando nos veamos, te cuento los detalles. Tengo una novedad para vos: anoche cenamos con el papurri. ¡Sí, está en Jerusalén! Desde hace poco más de un mes y medio. Parece ser que trabaja para Yasser Arafat en Ramala. Sabe que vos estás en la Franja de Gaza».

La tarde del miércoles 9 de diciembre, Matilde se detuvo en el cibercafé para consultar su casilla de correo electrónico. El mensaje de Juana la perturbó; se quedó releyendo las mismas líneas durante un buen rato. «Desde hace poco más de un mes y medio». «Sabe que vos estás en la Franja de Gaza».

—¿Sucede algo, Matilde? —le preguntó la propietaria, en su rústico inglés, al caer en la cuenta de que le rodaban lágrimas por las mejillas—. ¿Has recibido alguna mala noticia?

Sacudió la cabeza y se esforzó por sonreír.

Matilde había esperado con entusiasmo sus primeros tres días libres. En vista del trabajo intenso que había llevado a cabo, muchas veces sin respetar sus francos, Harald Bondevik la autorizó, al segundo mes de trabajo —en general, se trataba de un beneficio que se otorgaba en el tercero—, a disfrutar de un corto descanso. Matilde había decidido conocer Jerusalén, y El Silencioso se había ofrecido como guía turístico. Invitaron a Intissar, que se movió deprisa para obtener la autorización para salir de la Franja de Gaza, sin éxito. Su padre se negó a firmarla, ni siquiera le permitió entrar en la que había sido su casa.

—¿Por qué tiene que firmarla tu papá? —se pasmó Matilde—. ¿Acaso no sos mayor de edad?

—¡Mayor de edad! —se mofó Intissar, entre lágrimas—. Las mujeres árabes nunca somos mayores de edad. Si mi padre estuviese muerto, tendría que pedirle a mi hermano mayor que la firmase o a mi esposo, en caso de tenerlo.

—¿Por qué? —inquirió Matilde, asombrada.

—En el 95, la Autoridad Palestina, para aplacar los ánimos de los partidos islámicos, impuso como condición para que las mujeres pudiésemos obtener los permisos que la solicitud fuese firmada por nuestros padres, esposos o tutores. Con mi papá tan enojado conmigo y sin esposo, estoy atrapada dentro de la Franja. Aunque debo admitir que, por más que mi padre firmase, los israelíes jamás me otorgarían el permiso. Lo dan con cuentagotas y en casos muy justificados.

Las palabras de Intissar le provocaron una sensación de ahogo, y se preguntó por las mujeres palestinas. Conocía a Intissar, una gran luchadora, una mujer valiente que enfrentaba los designios más enraizados y antiguos de la sociedad y pagaba por ello. Conocía a Firdus Kafarna, que, si bien era amada por su esposo, no había terminado el secundario porque sus padres habían concertado el matrimonio cuando tenía dieciséis años. A veces, Matilde descubría en sus ojos oscuros un anhelo reprimido de libertad. También conocía a Nibaal, la hermana de Intissar, cuyo esposo la trataba con respeto y que había demostrado cuánto la amaba al recibir a Intissar en su casa, si bien ésta le había insinuado que también lo había hecho interesado en el sueldo que ella ganaba en el Hospital Al-Shifa. Entreveía una cultura del maltrato y de la represión que, desde su lugar en el hospital y conviviendo con occidentales, no terminaba de descubrir.

La mañana del viernes 11 de diciembre, lista para su primera visita a la ciudad sagrada de las tres religiones monoteístas, Matilde había perdido interés. Enterarse de que Eliah Al-Saud estaba tan cerca y de que nunca había intentando buscarla o comunicarse con ella, le había drenado la poca fuerza recuperada durante los dos meses en Gaza. ¿O se habría enterado de su presencia en Gaza la noche del martes, cuando cenó con Juana?

Terminada la guardia nocturna, se encaminó al baño para cambiarse y espabilarse la cara con agua. En el silencio poco habitual del área de pediatría, se concentró en el sonido rasposo que producían sus chanclos al rozar el piso de granito y que exteriorizaba su abatimiento; iba arrastrando el alma a la par que los pies.

En el vestidor del hospital, se lavó, se peinó y, como se encontraría con Juana —el único pensamiento que le robaba una sonrisa—, se pintó las pestañas para evitar que le preguntase: «¿Te dieron franco en la morgue, amiguita?», porque, debía admitir, no presentaba un buen semblante; fue un poco más allá y se ocultó las ojeras con maquillaje; la noche en vela plantaba sus marcas. Al enfundarse en los jeans blancos —hacía tiempo que no los usaba—, apreció lo que había sospechado: la influencia de los hábitos culinarios de los palestinos se reflejaba en su cuerpo; los jeans le ajustaban; lamentó no haber traído otros, como también haberse apresurado a enviar a la lavandería del hospital el pantalón holgado con que se había presentado a trabajar el jueves por la mañana. Otro tanto le sucedió con la remera de modal lila con florcitas blancas: se le adhería a los pechos de manera escandalosa; se subió el escote, que antes no le había parecido tan pronunciado, y decidió cubrirse con el delantal de Manos Que Curan hasta tanto no abandonasen Gaza. La habría avergonzado andar por las calles bamboleando el enorme trasero y sacudiendo los senos, en especial un viernes, día en que los fieles van a la mezquita para orar y escuchar el sermón del imam, y las mujeres los acompañan tapadas de pies a cabeza.

Encontró a Intissar en la recepción de la planta baja envuelta en un estado de excitación que sólo sirvió para remarcar su desánimo.

—¡Quítate el guardapolvo! —le ordenó la palestina, que a menudo le recordaba a Juana.

—No. El pantalón es indecente y no tengo otro. Me ajusta mucho gracias a ti y a tu hermana, que me alimentan como si fuese un pavo al que quieren comer en Navidad.

—Nosotros no festejamos la Navidad.

—Bueno, pues lo que sea que festejen comiendo mucho.

—El Eid al-Fitr, el final del Ramadán.

Para no suscitar comentarios entre los compañeros del hospital, Matilde prefirió que El Silencioso no la buscase por Al-Shifa, sino caminar hasta su casa. Intissar la acompañaría. Esas arterias urbanas, de las cuales nacían callejas que dibujaban recorridos laberínticos, se habían vuelto tan familiares como las del barrio de Nueva Córdoba, y, al igual que los graffiti en las paredes de las ciudades argentinas, se había acostumbrado a los afiches con las fotografías de los shuhada —mártires de los ataques suicidas— y a las pintadas en caligrafía árabe. También eran parte del paisaje los ancianos sentados en las veredas, que detenían un momento la higiene de sus dientes con el miswaak —un palito de madera con la punta convertida en cepillo— para saludarlas como si las conocieran desde niñas. Algunos fumaban el narguile, cuyo perfume se mezclaba con los aromas intensos de la calle; otros se dedicaban a observar a los transeúntes. Matilde sonrió al imaginar cuánto la habrían pasmado esos hombres de habérselos topado en las calles de Buenos Aires ataviados con chilabas hasta el piso y keffiyeh rojas, negras, a veces verdes; en Gaza, la sorprendía hallar alguno con ropas occidentales, como también le llamaba la atención cuando encontraba a una mujer sin el mandil, el pañuelo con el que las palestinas se cubren la cabeza, como el caso de su amiga Intissar, a la que, por llevar el pelo suelto y descubierto, algunos le gritaban safra, mujer desvergonzada.

—Es difícil para un palestino menor de cuarenta encontrar un permiso para entrar en Israel —comentó Intissar—. Más bien es imposible. Me deprime verlos ahí, sentados, haciendo nada, perdiendo la dignidad.

Matilde recordó una anécdota referida por Ariela Hakim que ponía de manifiesto la naturaleza ocurrente de los palestinos como también el grave problema del desempleo en la Franja. La periodista israelí había avistado a un grupo de hombres jóvenes que, sentados en un bar, bebían y cruzaban pocas palabras. Ariela se aproximó y les preguntó qué estaban haciendo. Uno de ellos tomó la palabra para contestar: «Estamos esperando a cumplir cuarenta para que nos permitan trabajar en Israel».

—¿Por qué los menores de cuarenta no obtienen el permiso? —se extrañó Matilde.

—Porque, según el gobierno israelí —explicó Intissar—, si tienes menos de cuarenta, eres más proclive a inmolarte en un bus de Jerusalén o de Tel Aviv.

Amina salió a recibirlas con un gorgorito alegre y hundió la cara entre las piernas de Matilde.

—¡Cuéntame un cuento, Matilde! —Matilde la levantó y la hizo girar en el aire, y provocó gritos de gozo en la niña, que la aferró por el cuello para plantarle varios besos—. ¡Cuéntame un cuento! —insistió, a lo que Matilde accedió durante el viaje en el cual El Silencioso conducía callado y con una media sonrisa ante sus ideas ingeniosas y humorísticas.

—Hace días terminé de corregir tus primeros cuentos —la interrumpió, y la miró por el espejo retrovisor—. Prácticamente no tienen errores gramaticales ni de ortografía.

—Trabajé con el diccionario al lado, el que nos hicieron comprar en el lycée cuando empezamos el curso.

—El cuento de Jérôme y la familia de gorilas blancos no tiene desperdicio.

Matilde sonrió, consciente de que las mejillas se le ruborizaban. Que el premio Nobel de Literatura 97 le dirigiese un cumplido a su cuento era una experiencia que jamás habría creído vivir.

—¿Cómo se te ocurrió la idea?

—Me acordé de que Jérôme me contó una leyenda sobre gorilas albinos. Le agregué los aspectos fantásticos, como que los gorilas supiesen hablar y fuesen sabios, pero la idea nació con ese cuento de Jérôme.

—¡Quiero ir a ver a Jérôme! —exigió Amina—. ¿Vamos a ver a Jérôme, papá?

—Ya te explicó Matilde que vive muy lejos, en un lugar llamado Congo.

—También me dijo que estaba perdido. —Un silencio que no tenía de incómodo sino de entristecido se enseñoreó del habitáculo del automóvil—. ¿Vamos a buscarlo? Si está perdido, debe de tener miedo.

—Tío Eliah está buscándolo —dijo Al-Muzara, y la niña, satisfecha con la respuesta, le pidió a Matilde que la peinase.

—¿Conoce a Eliah?

—Lo ha visto un par de veces. No lo reconocería si se lo encontrase, pero su nombre se menciona a menudo en casa. Además, él, cada tanto, le manda paquetes con ropa, juguetes, libros, muñecas… Ya sabes, conquistas a cualquier mujer con eso.

—Sí —susurró Matilde.

—De hecho, toda la ropa que lleva puesta hoy es regalo de Eliah, hasta las zapatillas y las medias.

—Es muy bonita —murmuró, mientras evocaba las oportunidades en que Al-Saud le había regalado a manos llenas, con temor a que ella lo considerase frívolo. «Algo más de lo cual arrepentirme», se torturó.

El cruce por el puesto de control de Erez les tomó dos horas, pero lo traspusieron sin problemas. Matilde presentó su pasaporte argentino, y Sabir, su pasaporte francés y el de su hija, también de nacionalidad francesa. Matilde buscó con disimulo al teniente coronel Lior Bergman, pero no lo halló entre la soldadesca.

A poco de llegar a Jerusalén, El Silencioso anunció:

—Iremos al Hotel Rey David primero. Tengo una cita con Sandrine, mi editora. Está de visita en la ciudad y quiere verme. ¿No te importa, verdad? —Matilde aseguró que no—. Además, quiero saber qué opina de tus primeros cuentos. Se los envié por correo electrónico apenas terminé de corregirlos y me prometió un comentario para hoy.

—¡Oh! —se azoró—. ¿De veras?

—Sí. Después, iremos al barrio armenio, donde reservé dos habitaciones, una para ti y otra para Amina y para mí. Es una pensión muy sencilla, pero limpia y decente, a la que siempre voy cuando visito Jerusalén. Sus dueños me conocen desde hace años. Espero que te guste.

—Estoy segura de que sí.

—Jefe —dijo Noah Keen—, estamos en camino hacia Jerusalén. La doctora Martínez viaja hacia allá con el señor Al-Muzara.

—¿Solos?

—No. Viaja con ellos la hija de Al-Muzara.

—¿Qué sitio ocupa Matilde en el automóvil?

—Va en el asiento trasero, con la niña.

—Avísame cuando hayan llegado a la ciudad.

—Sí, jefe.

Al-Saud abandonó la bañera con hidromasaje y se envolvió en la bata. Entró en el compartimiento del baño donde se hallaban los lavatorios y contempló su imagen en el espejo. Matilde venía en camino. Un estremecimiento de anticipación le sensibilizó la piel bajo el algodón de la prenda. Apoyó las manos sobre el mármol, e inclinó el torso y la cabeza hacia delante, y tensó los músculos a conciencia, uno a uno. Expulsó el aire con un soplido sonoro y se embarcó en el ejercicio contrario, el de relajar las extremidades, el estómago, los hombros, aun las mandíbulas y los dedos del pie, hasta hallarse en completo dominio de su cuerpo otra vez.

Percibía una ligereza en el ánimo, un talante entre divertido, iracundo y benévolo que él siempre relacionaba con Matilde y que lo predisponía a desempolvar una característica de su temperamento, esa veta entre frívola, malévola y pasional, que a él no le gustaba, pero que, en vista de lo que ella le suscitaba, no lograba sojuzgar; tampoco quería. Esclavizado por esa disposición, eligió la ropa que le confería un aire juvenil, despreocupado y deportivo que, al mismo tiempo, subrayaba la elegancia de su cuerpo. Hacía tiempo que no usaba su perfume favorito, el favorito de ella también, A Men, de Thierry Mugler, y lo roció generosamente sobre su cabeza, en el cuello y en las manos, que después oprimió contra las mandíbulas recién afeitadas. El escozor que le produjo el alcohol sobre los poros sensibles se expandió en todas direcciones.

La noticia que le pasó minutos después Noah Keen por teléfono, que el automóvil de Sabir Al-Muzara acababa de ingresar en el predio del Hotel Rey David, lo privó momentáneamente del habla. Debido a algún propósito secreto, los dioses le entregaban a Matilde en bandeja.

Matilde se asomó por la ventanilla para apreciar la construcción del hotel que lucía como una fortaleza de piedra medieval.

—En julio del 46 —dijo El Silencioso, mientras conducía el automóvil hacia la entrada del Rey David—, este hotel sufrió un atentado por parte del Irgún, el brazo armado del Haganá, una organización sionista de principios del siglo XX. Toda el ala sudoeste se vino abajo. Casi cien personas murieron y muchos resultaron heridos.

—¿Por qué? —se pasmó Matilde—. ¿Por qué los sionistas hicieron eso?

—Para asustar a los ingleses, que en aquel momento eran la autoridad en el Mandato Británico de Palestina, para obligarlos a abandonar su colonia en Palestina. La oficialidad inglesa vivía en el hotel.

—Así que los ingleses y los sionistas no estaban de acuerdo —comentó Matilde.

—Bueno —habló El Silencioso—, al menos eso es lo que nos quieren hacer creer, pero no olvides lo que te conté: fue la declaración de un aristócrata inglés, lord Balfour, la que les dio a los sionistas esperanzas para instalarse en esta tierra.

Aunque a los costados del ingreso había puertas convencionales, Amina decidió que cruzarían el umbral a través de la giratoria, y obligó a Matilde, que la cargaba en brazos, a salir y a entrar varias veces hasta que un contingente de más de veinte japoneses puso punto final a la diversión. La recepción del hotel, luego de un ancho corredor flanqueado por los mostradores de la conserjería, se abría en un espacioso recinto. Sabir ya la conocía y no se inmutó ante el lujo; Matilde, por su parte, lo juzgó muy por debajo de la suntuosidad del George V; no obstante, calculó que el costo de una habitación debía de ser muy elevado.

El Silencioso se alejó en dirección a la conserjería para que lo comunicasen con la habitación doscientos veintidós, la de su editora. Matilde y Amina se acomodaron en un grupo de los tantos sillones que poblaban la recepción, en torno a mesas. Enseguida se personó un camarero para servirlas, y Matilde lo despidió en inglés y con una sonrisa. «Aquí un café», pensó, «debe de costar veinte dólares».

—¿Matilde?

Se giró en el sillón y se topó con la mirada engrandecida del teniente coronel Lior Bergman.

—¡Lior! —exclamó, y se puso de pie para sortear el grupo de sillones—. ¡Qué sorpresa!

Se dieron la mano y ambos le imprimieron vigor al apretón.

—Te presento a mi hermano, Ariel Bergman. —Otro apretón de manos—. Ariel acaba de llegar. Él vive en el extranjero. Hacía semanas que no nos veíamos. Ariel —se volvió hacia el hombre a su izquierda—, te presento a la doctora Matilde Martínez, de Manos Que Curan. Ella le salvó la vida al soldado del que te hablé. Ella controló la hemorragia.

—¿De veras? —Ariel Bergman levantó las cejas y pareció quemarla con una mirada de ojos celestes tan claros que acentuaban sus rasgos de reptil—. Nadie lo diría. Apenas parece una adolescente.

Lior Bergman rió, y Matilde tuvo la impresión de que el teniente coronel estaba desplegando un comportamiento inusual a su manera circunspecta.

—Le agradezco por el cumplido, señor Bergman —dijo Matilde—. En realidad, tengo veintisiete años y soy cirujana pediátrica. Fue una casualidad que estuviese ahí en el momento en que el soldado recibía la cuchillada…

—Sí —la interrumpió Ariel Bergman—, supe que fue atacado por un palestino de Gaza.

—El soldado —se endureció Matilde— estaba orinando en la nuca de otro palestino.

—Bueno, bueno —terció Lior Bergman—, no discutamos acerca de eventos desagradables. Sólo le diré a Matilde que el soldado está fuera de peligro y bien, y que se recupera en su casa.

—¿No le aplicarán una sanción por haber humillado a un detenido?

—He iniciado un expediente —informó Bergman, evasivo, y, con un ademán, le indicó que ocupasen unos sillones vacíos—. Por favor, Matilde, acompáñanos a tomar un café.

—Estoy con un amigo y su hijita —indicó.

Sabir Al-Muzara, que volvía de sus gestiones en la conserjería, se aproximó con la sonrisa que, Matilde opinaba, conseguía ganarse el corazón más recalcitrante. Los presentó, y tanto Lior como Ariel, al caer en la cuenta de que chocaban las manos con el premio Nobel de Literatura 97, alteraron sus expresiones y se quedaron mudos.

—¿Les gustaría tomar un café con nosotros? —los invitó El Silencioso—. Mi editora, a quien hemos venido a saludar, no está lista y tardará en bajar.

Ariel Bergman tomó asiento y paseó la mirada entre su hermano y Matilde Martínez, la hija menor de Mohamed Abú Yihad. El destino se le reía en la cara. Hacía más de quince años, desde la muerte de Ivana, que su hermano Lior no se mostraba tan feliz y entusiasmado. Se había referido a Matilde Martínez minutos después de saludarse y tras semanas de no verse. Su madre no lo habría reconocido en el hombre conversador y risueño que tenía delante. Se preguntó si el hecho de que Matilde Martínez fuese argentina y, para más, cordobesa, como Ivana, era lo que lo atraía de ella. Sin duda era bonita, aunque de facciones un tanto aniñadas. Admitía que su figura lo tenía desconcertado: pocas veces había admirado en vivo y en directo un trasero tan bien formado y atractivo, que los pantalones blancos exponían en todo su esplendor. Los pechos, decidió, eran desproporcionados para el tamaño del torso; pugnaban bajo el escote. Desterró las imágenes de esa mujer menuda sin ropa porque traicionaba a Lior, quien, no cabía duda, estaba infatuado con la médica de Manos Que Curan. Se acordó de Eliah Al-Saud y deseó que los informes que aseguraban que ya no estaban juntos fuesen ciertos, por el bien de su hermano. Tras la muerte de Ivana en la explosión de un bus en Jerusalén quince años atrás, Lior no se había relacionado de manera estable con una mujer. A veces, Ariel se convencía de que la mejor parte de su hermano había muerto con ella aquel día. Esa mañana, en la recepción del Hotel Rey David, sonrió al darse cuenta de que había recuperado al Lior de antes.

Al-Saud los estudiaba desde una posición conveniente. A la reacción espontánea de azoro, siguió una de alarma, que se fundió con otra de especulación. Se preguntaba por qué Bergman parodiaba ese encuentro casual con Matilde. Seguía la pista de Aldo Martínez Olazábal y planeaba usar a su hija como cebo para conducirlo a la trampa. Observó al hombre que estaba con él, de seguro otro katsa que lo acompañaba en la misión para atrapar a la hija del traficante de armas. Por la manera en que se conducía con Matilde, todo sonrisas, miradas intensas y excusas estúpidas para tocarle el antebrazo o la mano, Al-Saud coligió que habían elegido el método de la seducción para engatusarla, aunque a juzgar por el mutismo empecinado y las cortas contestaciones de Matilde, no estaban teniendo éxito, lo cual lo satisfacía de una manera que la rabia y los celos aún se negaban a admitir. Su naturaleza rencorosa y vanidosa le impedía aceptar que estaba allí no porque desease jugar con ella y hacerla sufrir sino porque había decidido recuperarla a como diera lugar.

Marcó un número en su teléfono móvil y se colocó el aparato sobre la oreja sin apartar la vista del grupo congregado metros más allá, al cual acababa de unírsele una mujer joven y atractiva, evidentemente conocida de Sabir. Al-Saud reconoció el instante en que el teléfono móvil de Ariel Bergman vibró en el bolsillo de su campera. Se puso de pie y se excusó antes de alejarse para atender la llamada.

Shalom.

Allô, Bergman. Soy Al-Saud.

—¿Qué quiere?

—No le sienta bien el rojo. —El katsa agitó la cabeza hacia uno y otro lado—. Encuéntreme en el baño de caballeros del lobby. Ahora.

El agente del Mossad abrió la puerta del baño, y Al-Saud se incorporó de su posición indolente sobre el filo del mármol de los lavatorios. Sin pronunciar palabra ni ensayar gesto alguno, arrancó del surtidor un fajo de toallas de papel, que dobló antes de calzarlas bajo la puerta a modo de traba.

—Esto huele a déjà vu —habló Al-Saud, con una sonrisa a todas luces hipócrita—. Me hace acordar del altercado que tuve con sus kidonim en el Hotel Summerland de Beirut. Tengo la impresión de que sucedió hace años cuando sólo han pasado algunos meses.

—¿Qué quiere?

—Que se alejen, usted y ese matón que lo acompaña, de Matilde. En este instante.

—No tengo por qué darle explicaciones, Al-Saud, no obstante le diré que este encuentro, por difícil que resulte de creer, ha sido fortuito, obra del azar.

—Resulta imposible de creer.

—Ése a quien usted calificó de matón es mi hermano menor, Lior. Es un teniente coronel del ejército. Condecorado. Un héroe de guerra. —La confesión desorientó a Al-Saud, que entrecerró los párpados en una mirada especulativa y guardó silencio—. Conoció a la doctora Martínez en Gaza y está… interesado en ella. No pienso arruinar sus intenciones de conquistarla porque usted se encapriche con que tengo que marcharme. Debo recordarle que éste es mi país. Es usted el que podría tener que marcharse en cualquier momento.

—Sólo Israel sostiene que Jerusalén es parte de su país. La comunidad internacional declara lo contrario.

—Lo que sea, Al-Saud, pero no me moveré de aquí. Vine con mi hermano a almorzar al restaurante de este hotel como cualquier ciudadano lo haría, y no pienso marcharme. ¿Sabe? Me encanta el meze que sirven acá. Se lo recomiendo. Es de una variedad y calidad insuperables. Por otra parte, entiendo que la hija de Abú Yihad y usted ya no son pareja.

—Le advierto…

—No me advierta nada. Lior tiene derecho a conquistarla. Si quiere, salga a la palestra y luche por ella en buena lid. Me gustará observar la pelea. No me la perdería por nada.

Ariel Bergman quitó la cuña de papel con la punta del zapato y salió. Al-Saud se volvió hacia el espejo y, al toparse con su imagen, se sintió estúpido y burlado. Caminó hacia la recepción con el humor de un toro de lidia al cual el picador le ha hincado demasiadas veces la garrocha en el lomo.

Matilde concluyó que la visita a Sandrine, la editora, se prolongaría y que perdería horas preciosas que habría destinado a recorrer una de las ciudades más viejas del mundo, colmada de tesoros culturales y de puntos de interés. La adición al grupo del teniente coronel Bergman y de su hermano garantizaba que la presunción se cumpliría y que la reunión se extendería por tiempo indefinido. Matilde disimuló un suspiro cuando Lior Bergman los invitó a almorzar en uno de los restaurantes del hotel, el King’s Garden, ubicado en la terraza que dominaba el jardín y la pileta. El militar mostró su dentadura al sonreír, complacido, cuando El Silencioso y Sandrine aceptaron la invitación. Después, desvió la mirada hacia Matilde, a quien evitaba deliberadamente, y su sonrisa se profundizó, en realidad, cambió de condición para tornarse sugestiva, casi impertinente, como la de un adolescente que se sale con la suya. Matilde le devolvió una sonrisa inocente, más bien tímida, y miró a Sandrine, quien, desde su llegada, dominaba la conversación.

Amina, aburrida de estar quieta y de un idioma que no comprendía —se habían decantado por el inglés—, abandonó el regazo de su padre y caminó, sorteando los pies de los adultos, hasta Matilde, entre cuyas piernas enterró el rostro con un soplido de hastío. Matilde le masajeó la espalda menuda y se echó hacia delante para besarle la parte posterior de la cabeza.

—Amina —la reconvino El Silencioso—, vas a ensuciar el pantalón blanco de Matilde.

La niña y Matilde se miraron y profirieron una risita bribona.

—Cuéntame un cuento de Jérôme, Matilde.

—No ahora, Amina —intervino El Silencioso.

—Sabir, hermano, ¿qué haces aquí?

A Matilde le bastaron esas pocas palabras; no precisó girarse en el sofá para individualizar al dueño de esa voz con un indiscutible tono autocrático, cuya frecuencia de onda la penetró por la nuca y le barrió el cuerpo como si éste fuese hueco. La expresión de Sandrine, que rápidamente mutó de la estupefacción a la apreciación, le confirmó que Eliah Al-Saud y su belleza inverosímil acababan de ubicarse detrás de ella.

Al-Saud, sin destinarle una mirada, rodeó el grupo de sillones en dirección a su amigo de la infancia, que se había puesto de pie y le salía al encuentro con una expresión que manifestaba su contento. Se dieron un abrazo e intercambiaron unas frases en árabe, cuyo significado Matilde captó de manera parcial. Al-Muzara se ocupó de las presentaciones; a Matilde la dejó para el último.

—Bueno —dijo, con voz divertida—, a Matilde ya la conoces bien.

—Sí —admitió Al-Saud, y, por primera vez, movió la cabeza para dignarse a mirarla—. Hola, Matilde.

—Hola —contestó deprisa, con voz desfallecida, y tuvo la certeza de que, así como él se había desenvuelto con aplomo, tanto que nadie habría adivinado lo que habían significado el uno para el otro, la actuación de ella resultó patética además de reveladora.

A diferencia de Sandrine, sobre la cual se había inclinado para darle dos besos, uno en cada mejilla, a ella ni siquiera le extendió la mano, y, después de ese vistazo apático, devolvió la atención al grupo y no reparó en ella de nuevo, como si su asiento estuviese vacío. Matilde se habría levantado y corrido al baño para refrescarse las mejillas acaloradas y enjugarse los ojos si no hubiese estado segura de que empeoraría las cosas.

—Ven, siéntate con nosotros —lo invitó El Silencioso—. ¡No sabía que estabas en Jerusalén! ¡Qué grata sorpresa! ¿Qué haces por aquí?

Al-Saud se comportó cumpliendo con su máxima de jamás desvelar los verdaderos objetivos e intenciones que lo guiaban, por lo que, después de una inclinación de cabeza y una sonrisa sutil, todos siguieron sin saber por qué se encontraba allí. La conversación, de nuevo en manos de Sandrine, que de manera inequívoca establecía su preferencia por el recién llegado, se desenvolvió en términos cordiales y fluidos. Matilde, sin embargo, no habría sido capaz de establecer de qué se hablaba. El corazón le rugía en los oídos, y oía retazos en los que no se detenía a pensar porque su cerebro se empeñaba en resolver el acertijo que representaba Eliah Al-Saud. ¿Debía dar crédito a su indiferencia o se explicaba en el rencor? ¿Aún la amaba o, cansado de ella, había conseguido olvidarla? Se repetía que no podía culparlo; sin embargo, una rabia creciente se alzaba en su interior. Después de todo, se justificaba, las fotografías con Gulemale habrían afectado a la más compuesta, ni hablar del affaire con Mandy, la esposa de Nigel Taylor, que éste había adaptado a sus fines espurios. Eliah tenía que comprenderla.

No lograba dominar la desesperación con que lo contemplaba, obnubilada por su hermosura, exacerbada por la deportiva elegancia con que se había vestido. No le conocía ese chaleco de hilo amarillo pastel de Tommy Hilfiger, ni la camisa en un celeste claro, cuyas mangas, enrolladas sobre el antebrazo, le desvelaban la muñeca gruesa y la sinuosidad de los músculos. Los pantalones de gabardina color tiza Lacoste agregaban luz al conjunto, y, sin remedio, las pasajeras del hotel se detenían para admirarlo como si se tratase de la escultura de un dios griego moldeado en luces y en sombras, de las cuales los ojos verdes, despejados gracias al peinado con gel hacia atrás, emergían con el fulgor de los de un felino en la noche. Soslayada y marginada, Matilde encontró irresistible el análisis en el que se había embarcado, y reparó en varios detalles, como el cinto de cuero blanco Gucci, con los costuras gruesas en azul marino, o los zapatos náuticos en gamuza celeste de Salvatore Ferragamo o los anteojos Ray Ban Wayfarer de carey que colgaban en el vértice del escote en V del chaleco amarillo. A medida que completaba la inspección, temía dejarse traicionar por la creciente opresión que experimentaba en la boca del estómago; no hablaba por miedo a articular con voz chillona, ni bebía el jugo porque, estaba segura, haría ruido cuando éste atravesase el nudo que le obstruía la garganta. Permanecía quieta como una momia, apariencia que no logró sostener cuando el deseo y las ansias de él la pillaron: Al-Saud, al cambiar de posición, apoyó el tobillo izquierdo sobre la rodilla derecha, y el pantalón, al subirse y dejar al descubierto que no usaba medias, reveló la piel oscura y de espeso vello negro, cuyo contacto ella evocaba con claridad meridiana. Carraspeó, se rebulló en el sillón, acomodó innecesariamente su shika, besó a Amina, dormida en sus brazos, le retiró los mechones del rostro, se inclinó para tomar el vaso con jugo, aunque a último momento desistió al recordar que, al tragar, haría un ruido humillante. Como el teniente coronel Lior Bergman, sentado a su lado, interpretó que no lo asía porque Amina la obstaculizaba, se lo entregó con una sonrisa, y Matilde se vio obligada a sorber.

Al-Saud siguió el intercambio entre el hermano de Ariel Bergman y Matilde con ojos asesinos, y no perdió de vista el modo casual en que el militar israelí le rozó los dedos tanto al darle el vaso como al retirárselo. Le habría borrado la sonrisa de una trompada.

—Sabir, querido —dijo Sandrine—, ¿es ésta la Matilde de la que me has hablado, la autora de esos cuentos maravillosos que me enviaste?

—Ella es —afirmó El Silencioso.

Al-Saud dirigió a Matilde una mirada ardiente y dominante que en un primer momento la turbó y que, segundos más tarde, extrañamente, la liberó del estado de estupefacción en el que la aparición de Al-Saud la había hundido.

—¿De veras, Matilde? —se sorprendió Lior Bergman—. ¿Tú escribes cuentos?

Matilde asintió, consciente de las mejillas incandescentes y del triunfo que significaba haber sorprendido a Eliah. Éste percibió la mano de Sabir Al-Muzara cerrarse sobre su antebrazo para detenerlo cuando, al ver a Lior Bergman aferrar la mano de Matilde y besarla en el acto de felicitarla, estuvo a punto de saltarle encima.

—Tranquilo —le susurró en árabe.

Removió el brazo hasta que su amigo lo soltó. La odió con la intensidad que lo había dominado durante los primeros días después del rompimiento en el Congo, cuando se había propuesto olvidarla porque ella había terminado por convertirse en una estrella inalcanzable, muy superior a sus posibilidades.

—Tus cuentos son extraordinarios, Matilde —la alabó Sandrine—. Me han atrapado como a una niña, te lo aseguro. Y el pequeño Jérôme es el héroe perfecto.

—¿Has usado a Jérôme en tus cuentos?

El reproche le cortó la respiración y ejerció un efecto inmediato en el grupo. El aire pareció congelarse.

—Eliah, por favor, hermano… —terció El Silencioso.

—¡Ya tengo hambre! —declaró Ariel Bergman, y se puso de pie—. ¿Pasamos a la terraza? Nuestra mesa está reservada para la una y media. Ya casi es la hora.

—Sí, sí —se aunó Sandrine, y los demás, aún afectados por la agresividad de Al-Saud, comenzaron a abandonar los asientos con aspecto intimidado.

El Silencioso se apresuró a desembarazar a Matilde del peso de Amina y Lior Bergman le ofreció su ayuda para incorporarse.

—Gracias, Lior —musitó Matilde, y siguió al grupo junto al israelí, quien, para animarla, le habló de las especialidades del King’s Garden.

Al-Saud cubrió la retaguardia y, con un vistazo locuaz, le indicó a Ulysse Vachal que los siguiese al exterior. Caminó tras Matilde buscando ocultar, tras su paso despreocupado, que el ritmo cardiaco se le había alterado después de verle el trasero enfundado en unos jeans blancos muy ajustados. Había adquirido una dimensión y una apariencia nuevas, como si fuese el de una africana, como si no perteneciese al cuerpo de Matilde sino que se tratase de un agregado toscamente añadido. Pensar en recorrerlo con sus manos abiertas le causó una puntada en los testículos, que lo obligó a alterar el tranco y a fruncir levemente el entrecejo. Conocía de memoria el antiguo diseño de su trasero, que, pese a la delgadez de ella, había resultado extravagante y apetecible. Se lo imaginó con esos kilos de más. «Araña pollito», evocó, y una risa casi lo delató. Ella lucía sustanciosa, suculenta, apetecible como un postre. Sus pechos, que habían permanecido ocultos tras Amina, se habían sacudido al ponerse de pie con la asistencia del militar israelí.

En la terraza, mientras el camarero agregaba sillas a la mesa, Al-Saud aprovechó una confusión entre Lior Bergman y Sandrine para ocupar el sitio junto a Matilde. La francesa se ubicó del otro lado, y Bergman debió conformarse con el asiento de enfrente. Eliah desplegó la servilleta, y una estela de A Men, que jugueteó bajo las fosas nasales de Matilde, la trastornó al extremo de no oír cuando el camarero le preguntó qué deseaba tomar. La mano de Lior cruzó la mesa y le rozó el antebrazo para devolverla a la realidad.

—Matilde, ¿qué deseas beber? —le preguntó con una dulzura que casi le arrancó lágrimas. La hostilidad de Al-Saud la encolerizaba; que hubiese roto su promesa y usado A Men la enterraba bajo capas y capas de tristeza. Se había perfumado con A Men sin ella. «Sin mí», repitió, transida de dolor y de melancolía. De ese modo transcurría la vida de Eliah, sin ella, cuando antes habían sido todo el uno para el otro. A él se lo veía entero cuando ella se desmoronaba a ojos vistas. La había expulsado, cansado de sus suspicacias y de sus reclamos.

—Agua —pidió.

—Sin gas —añadió Al-Saud.

—Sí, sin gas —confirmó, y observó de soslayo a Al-Saud, que seguía inmerso en la lectura del menú. Levantó la vista y se topó con la mirada entre curiosa, inquisitiva y demandante de Lior Bergman. «¿Es a causa de él que me rechazas?», le preguntaban sus ojos celestes.

Ariel Bergman sugirió meze, una comida que todos conocían a excepción de Matilde y de Sandrine. La editora francesa preguntó de qué se trataba, y el agente del Mossad le explicó que les traerían una gran cantidad de entremeses típicos de la cocina mediterránea oriental. Para los que tomaban alcohol, se pidió raki, un licor transparente y anisado que, al mezclarlo con hielo, adquiere una tonalidad lechosa. A Amina, que con tanto movimiento se había despertado, la cautivó la transformación de la bebida, a la que juzgó un truco de magia, e insistía en probarlo, lo que causó la alacridad de los adultos.

Pasados unos minutos y superada la impresión inicial, Matilde empezó a recobrar el espíritu, a tranquilizarse y a acostumbrarse a la presencia de Al-Saud, cuyo cuerpo delgado y atlético se le antojaba macizo y enorme junto a ella. Quería hablarle, preguntarle cómo estaba, qué había sido de él durante esos casi cuatro meses de separación. Se abstendría de inquirirle por Jérôme, no sólo para evitar que malinterpretase su interés, sino porque sabía que, de haber existido información sobre su paradero, se la habría comunicado. De algún modo, quería componer el error cometido la última vez que habían hablado por teléfono. Se atormentaba cuestionándose si no sería demasiado tarde. Lior no ocultaba la devoción que ella le inspiraba, y en Al-Saud no se evidenciaban los signos de los celos.

Sirvieron el meze que consistía en una variedad de aperitivos: berenjenas asadas, al escabeche y fritas, pepinos, cebollas dulces, queso de cabra, trozos de pollo con una salsa de nueces, puré de habas y de garbanzos, tomates secos, laban —una especie de yogur ácido—, aceitunas negras sazonadas, fiambres y rabas, acompañados con pan de pita, al que se sugería ensopar en aceite de oliva. Lior se ocupó de llenar el plato de Matilde y de detallarle los ingredientes de cada comida. Matilde sonreía y se llevaba minúsculas cantidades a la boca, que bajaba con agua. No tenía hambre. Al-Saud, en cambio, devoró varias porciones y le dio la razón a Ariel Bergman, el meze había resultado una buena elección.

Para el postre, no desplegaron el mismo espíritu regionalista y optaron por helado. Matilde pidió un té de manzanilla. La calma recuperada al inicio del almuerzo, que, ahora comprendía, se relacionaba con la alegría de tenerlo a su lado, había desaparecido, y una angustia, que le oprimía el diafragma y le provocaba náuseas, tomaba su lugar. Temía que todo terminase demasiado pronto, que El Silencioso y Eliah se despidiesen y que ella perdiese una nueva oportunidad por cobarde y orgullosa.

Dio un respingo, con lo cual llamó la atención de Lior, si bien contó con el buen tino de reprimir una exclamación, al caer en la cuenta de que era Eliah quien le apretaba el hombro y la acariciaba entre los omóplatos con el pulgar. No se atrevía a moverse por temor a que él detuviese el lento ir y venir del dedo. Lo estudió por el rabillo del ojo: él clavaba la vista en Lior Bergman y en su hermano, el tal Ariel, con una sonrisa sutil que constituía un gesto de victoria al tiempo que de desafío.

Como Matilde se había recogido el cabello en un rodete y exponía el cuello, Al-Saud se lo rodeó desde atrás con la mano izquierda, ocultándoselo por completo. Matilde refrenó el aliento. Al-Saud deslizó el pulgar hacia arriba y hacia abajo, a la altura del mentón; con cada caricia, se demoraba en la depresión del nacimiento del escote, lo cual provocaba en Matilde un erizamiento que le endurecía el clítoris hasta causarle puntadas que pedían a gritos el alivio.

—¡Ah! —exclamó Sandrine—. No sabía que ustedes fuesen pareja.

Matilde no pronunció palabra, y Al-Saud se limitó a asentir y a sonreír. La charla prosiguió, aunque en un ambiente perplejo desde que Al-Saud se había lanzado a marcar a Matilde como de su propiedad, con el instinto de territorialidad de un león. Los semblantes no reflejaban incomodidad o vergüenza ajena, sino que se habían convertido en un reflejo del enardecido de Matilde. Cautivados por el contraste de la mano oscura y de vello negrísimo sobre el cuello traslúcido, hipnotizados por el lento ir y venir del pulgar, comían y murmuraban comentarios intrascendentes.

Matilde, cuyo sonrojo había disminuido hasta convertirse en una palidez manifiesta, se convenció de que el despliegue no constituía un interés genuino de Al-Saud por ella, sino de una batalla que libraba en la guerra por la rivalidad natural entre los machos. Se removió en la silla, lo que causó que Al-Saud detuviese las caricias, pero no que retirase la mano en torno a la columna de su cuello. Hurgó en su shika hasta dar con un pedazo de papel y una lapicera. La sinceridad y la valentía, se animó, serían recompensadas como en las películas con final feliz. Estiró el papel sobre la libreta de direcciones, garabateó unas palabras y lo presionó sobre la pierna izquierda de Al-Saud. La mano derecha de él se topó con la de ella al resguardo de la mesa, cubierta por un mantel largo. El ligero murmullo del papel no los delató porque, en ese instante, Amina les cantaba en árabe.

Al-Saud, convencido de que leería una sentencia donde le ordenaba que la dejase en paz, a duras penas sojuzgó la impresión que le causaron las palabras «Perdoname, mi amor». Como si la marea se hubiese alzado en su interior, de igual modo lo colmó la dicha. Sin embargo, él era conocido por su corazón duro y calculador, y la herida que otras palabras de Matilde le habían ocasionado casi cuatro meses atrás no cicatrizaría con tanta facilidad; exigía un resarcimiento mayor. Aplastó el papel y lo arrojó al suelo. Recibió como un golpe el clamor ahogado de Matilde.

—¿Qué pasa, Matilde? —le preguntó Amina—. ¿Te duele la panza?

—Un poco la cabeza, mi amor.

—Cuéntame un cuento de Jérôme.

—¡Ah, Jérôme! —proclamó Sandrine, al recordar el tema truncado en la recepción—. ¿Quién es ese muchachito? ¿Acaso existe?

La tensión sufrida desde la aparición de Eliah se tornó inmanejable, y Matilde pudo oír el crujido de su dique de contención. Percibió un calambre allí donde, hacía un momento, Al-Saud la había masajeado. Una tibieza en los ojos le desdibujó el rostro tan querido de Amina.

—Jérô… —alcanzó a articular con voz seca antes de hacer chirriar la silla y correr al interior del hotel.

Los hombres se pusieron de pie de inmediato. Al-Saud extendió un brazo en dirección del militar israelí.

—No se inmiscuya, Bergman. Éste es un asunto entre Matilde y yo. Jérôme es nuestro hijo y está desaparecido.

No se quedó para evaluar los efectos de la bomba que había soltado. Arrojó varios billetes sobre la mesa, recogió la nota del piso y se alejó a zancadas. En el lobby, un botones le informó que la señorita rubia y bajita le había preguntado por el toilette de damas. La aguardó fuera. Impaciente, a punto de irrumpir importándole un comino el escándalo, la vio salir con los ojos hinchados y la nariz roja. Ella lo divisó en la penumbra, al final del pasillo, y se detuvo, asaltada por una sensación de déjà vu, la de una noche en un restaurante japonés de París, donde, para besarla por primera vez, Eliah se había impuesto a la fuerza.

Al-Saud avanzó a tranco lento, olfateando la desconfianza y el miedo de Matilde.

—¿Qué querés?

—Hablar con vos.

—Me quedó claro que no tenés nada que hablar conmigo cuando hiciste un bollo con mi nota y la tiraste al piso.

Se sostuvieron la mirada como dos animales que se miden antes de enredarse en una pelea. Matilde tenía tantas cosas que reprocharle: que pisotease su pedido de perdón, que no hubiese esperado a que ella despertase en Johannesburgo, que no contestase sus llamadas, que se hubiese perfumado con A Men.

—¿Qué hay entre Bergman y vos?

Matilde exhaló un resoplido iracundo y se movió para sortearlo y regresar a la terraza del hotel. Al-Saud le calzó la mano bajo la axila y la aplastó contra su cuerpo. La inmovilizó cerrando los brazos alrededor de su torso, arrastrando los de ella hacia atrás, hasta que sus manos terminaron tocándose en la base de la espalda.

—¡Si no me querés para vos, dejá que otros me quieran! —le soltó, mientras pugnaba por desasirse.

Jamais!

Al-Saud cerró el puño con ferocidad para sujetarle ambas muñecas, y ella se tragó el quejido de dolor al percibir la quemazón en los tendones. El rodete se desarmó, y un cosquilleo invadió a Eliah cuando el cabello de Matilde le rozó la mano y el antebrazo. Se trató de un efecto intenso: la suavidad y la delicadeza de los bucles de ella sobre su piel tensa, de vello crispado. Para combatir ese instante de desconcierto y debilidad, profundizó la inmovilización, sus dedos le mordieron la carne, y sonrió con expresión perversa cuando Matilde sumió los labios y apretó los párpados para soportar el ardor en las muñecas.

Los dos respiraban entrecortadamente y callaban. Matilde abrió los ojos lentamente, al mismo compás con que los dolores iban disolviéndose. Al-Saud la aguardaba en actitud combativa. En el conjunto de párpados oscuros y cejas gruesas y negras, el verde esmeralda de sus ojos surgía como un faro en medio de la noche. «Sos demasiado», pensó Matilde. Demasiado hermoso, demasiado poderoso, demasiado dominante, demasiado pagado de sí. Demasiado para ella. No se atrevía a lidiar con un hombre cuya naturaleza semejaba a la de un dios. A veces alcanzaba extremos de bondad que la aturdían; en ocasiones, se convertía en un ser malo, de una gran capacidad destructiva, como la de las armas que coleccionaba. Se quedó mirándolo, sin pestañear, directo a los ojos, donde observaba el fuego que ardía en él, una fogata enorme que jamás se extinguía. La atraían sus llamas; su danza la hipnotizaba. No le tenía miedo. Sólo le temía a alejarse de la calidez que irradiaba.

Se estiró en puntas de pie hasta que su rostro se detuvo a escasos milímetros del de él. Lo desafió con una mirada que Al-Saud reconoció y respetó. Se quedó quieto, con una expresión neutra, la del dios incrédulo que no espera prodigios de una criatura inferior. Siempre con sus ojos fijos en los de él, sin desviarlos un instante, Matilde arrastró la punta de la nariz sobre el labio superior y el mentón de Al-Saud para impregnar sus fosas nasales con A Men, cuya fragancia indescifrable —naranja, chocolate, pimienta, maderas— desató una catarata de recuerdos felices. No lo besó. Le chupó la boca como si lamiese la base de un helado que está derritiéndose. La lengua blanda de Matilde se arrastraba de una comisura a la otra, le separaba los labios, le rozaba los dientes, la encía y, mientras tanto, lo miraba. Lo sentía ceder, lo percibía en la respiración, que le golpeaba la piel con una frecuencia creciente; también en las manos, que, de modo intermitente, se aflojaban y se ajustaban alrededor de sus muñecas.

—¿Existe algo más lindo que tu boca? —La pregunta retórica de Matilde obtuvo una contestación tajante, de voz tensa:

—Sí, tu culo.

Eliah procedió a un tiempo: le soltó las muñecas, le apretó los cachetes de la cola y le penetró la boca con la lengua. Las manos libres de Matilde volaron hacia la nuca de él y sus dedos treparon por el cuero cabelludo hasta encontrar mechones largos cerca de la coronilla donde enredarse y sujetarse. Aplicó fuerza y le hizo doler. Él, como venganza, le mordió el labio inferior. El tiempo pareció suspenderse mientras Matilde le tiraba el pelo y él le clavaba los dientes en la carne blanda de la boca. Lo frustraba no ocasionarle dolor al aferrarle el trasero; la tela gruesa y ajustada del pantalón le impedía hundir los dedos en la carne. Sus respiraciones agitadas se entremezclaban, sus ojos se devoraban, la tensión crecía, ninguno parecía dispuesto a aflojar el tormento que le causaba al otro.

Al-Saud separó los dientes y profirió un insulto. Matilde se vio arrastrada hacia el costado, hacia el baño de caballeros. Eliah abrió la puerta con el lateral del cuerpo, sin prestar atención a las quejas de ella ni a sus intentos por escapar. Revisó los tres compartimientos con Matilde a cuestas; estaban vacíos. Se sirvió de la misma cuña de papel con la que había trabado la puerta para sostener la conversación con Ariel Bergman. La guió con el zapato y la calzó de un puntapié. Colocó a Matilde frente al espejo y, cuando ésta intentó darse vuelta, la aferró por la nuca y le inclinó el torso hasta que sus pechos se mojaron con los restos de agua que humedecían el mármol del lavatorio.

—Quedate así. Voy a hacértelo desde atrás.

Profirió una risita corta, nerviosa, que la hizo sentir estúpida, al tiempo que ligera y dichosa. No le molestaba que Al-Saud asumiese la posición dominante. La penetraría en un baño público, como habría hecho con una prostituta callejera, y ella se lo permitiría. La excitación estaba trastornándola, y él acabó por cortar el hilo que la unía a la cordura al bajarle los pantalones a tirones y deslizar la mano con premura dentro de la bombacha para cerrarla sobre su monte de Venus. Eliah soltó un suspiro, como si hubiese metido la mano quemada en agua fría, y apoyó la frente en el hombro de Matilde, cargando el peso de su cuerpo sobre el de ella, que percibió el filo del mármol en las crestas ilíacas. El aliento de él le quemó la curva del cuello.

Ah, ma petite tondue.

Descansó sobre Matilde unos segundos, inconsciente de que la abrumaba, de que la lastimaba al oprimirle la vulva con aquella destemplanza. Su corazón se agitó al encontrar los ojos de Matilde en el espejo, brillantes de deseo, su labio inferior hinchado y enrojecido a causa de su mordida y las aureolas oscuras sobre sus pechos, como las que habría presentado una madre a la que se le ha desbordado la leche. Esto último, extrañamente, atizó su lujuria de una manera incontrolable, y supo que algo feroz y sin escrúpulos se desataba en él. Experimentó un instante de miedo por ella, porque, a ese punto, se sabía capaz de cualquier cosa. Matilde desbarató el intento por someter a la bestia cuando, con voz insegura, lo llamó por su nombre.

—Eliah… Por favor…

Lo maravillaba y lo enfurecía que ella contase con el poder de volverle el pene de hierro sólo con pronunciar su nombre. Dominado por la misma predisposición violenta, la despojó de la shika, que acabó en el suelo, introdujo la mano derecha en el escote de la remera de modal y luchó con el corpiño hasta sacar los pechos fuera, que rebotaron con el ímpetu de sus maniobras.

Mon Dieu —susurró, embelesado ante el cuadro que componía el rojo intenso de los pezones erectos en contraste con la blancura de los senos. Su tamaño lo aturdió. Al igual que el trasero de Matilde, habían crecido. Intentó contener el derecho en la mano y la desbordó.

Matilde se inclinó sobre el lavatorio con un movimiento convulsivo y se sujetó a los grifos cuando Al-Saud le estimuló los pezones con el costado de los índices, sin soltarle los pechos. Una y otra vez, la rigidez de sus dedos le rozaba las puntas sensibles.

—Míranos en el espejo —le ordenó en francés, y Matilde lo complació.

La enloqueció la imagen proyectada frente a ellos, la enardecía verse, verlo, como si se excitase con una película porno. Las manos de él le sostenían los senos que colgaban y casi rozaban el mármol, sus dedos le apretaban los pezones, y Matilde gemía y se contorsionaba, y se esforzaba por mantener los ojos abiertos para no perder un instante de la imagen más erótica que había contemplado.

—Debería castigarte por poner en peligro nuestro amor —le reclamó él, siempre en su lengua.

Alors, punis-moi, Eliah («Entonces, castígame, Eliah»).

La mano derecha de Al-Saud abandonó su pecho y le bajó la bombacha hasta las rodillas. Sin romper el contacto visual a través del espejo, le exploró el trasero como el ciego que reconoce los lineamientos con la ayuda del tacto. La curva de los cachetes se había pronunciado, su turgencia también.

—Mereces que te dé palizas y que te deje el culo rojo.

—Hazlo.

Que después no lo culpase, se justificó; ese modito dócil y, a un tiempo, desafiante no colaboraba para aplacar el monstruo que había roto las cadenas y que se enseñoreaba de él y de las migajas de sensatez. Una parte temía lastimarla; otra se regocijaba con la idea. Se puso de rodillas. Había reservado la visión de su trasero para el final. Y sí, resultó más de lo que su mente había figurado: más regordete, más respingado, más blando, más blanco, más perfecto.

Matilde emitió un jadeo y se estremeció al darse cuenta de que Al-Saud le separaba las nalgas y hundía su lengua entre ellas. Como la escandalizaba, quería exigirle que se detuviese; las palabras se enredaban en sus cuerdas vocales, de donde sólo emergían los gemidos de gozo producto del masaje extravagante y desnaturalizado.

—¡Eliah! —clamó por fin, agobiada de placer y de vergüenza, cuando la lengua de Al-Saud sobrepasó los límites e intentó penetrar su ano—. ¡No! ¡No! —le imploró, mortificada.

—¡Cállate! Haré lo que quiera. —Sin embargo, abandonó las prácticas siniestras y se puso de pie. Matilde, medio desfallecida, inclinada sobre el lavatorio y asida a los grifos como a la espera de que un huracán la arrollase, levantó la cara y ahogó una exclamación: jamás lo había visto de esa manera, tan desencajado, tan poco dueño de sí, las facciones alteradas en una mueca que condensaba rabia, lujuria y una gran cuota de angustia.

—Mi amor, ¿qué pasa? —La boca se le secó repentinamente y los ojos se le calentaron cuando Al-Saud le acarició la redondez del trasero. No comprendía por qué la excitaba tanto la combinación de esa caricia suave y lenta y la mirada torturada de él en el espejo. La mano se movía como lo habría hecho sobre la cabeza de un niño. La izquierda siguió dibujando el contorno de sus nalgas mientras la derecha se ocupó de amasar sus pechos y apretarle los pezones. Matilde intentó deslizar la mano porque ansiaba tocarle la erección. Él le dio a entender que renunciara a su intento cargando más sobre ella, con lo que el filo del mármol le torturó de nuevo las crestas ilíacas.

—¿Qué hay entre vos y Bergman? —Al-Saud sabía que no existía nada; sus hombres se lo habrían informado; no obstante, necesitaba hacerse de una excusa para mortificarla, para castigarla por hacerlo sufrir, por no respetarlo, ni admirarlo, por no confiar en él, por hacerlo sentir inferior e indigno de su amor.

—Nada. —Su contestación, expresada con la voz de niña que él conocía de memoria y que le ablandaba el corazón y lo enternecía, en ese momento lo enardeció tanto como su trasero de araña pollito. Todo se trastocaba esa tarde. La realidad cobraba un cariz inverosímil, y allí estaban, atrapados en un vórtice de locura, venganza y sexo, a punto de hacer el amor después de tantos meses, en el baño público del lobby de un hotel en Jerusalén. Nada era normal entre ellos.

Descargó la mano sobre el cachete izquierdo del trasero de Matilde y después sobre el derecho. Matilde sofrenó el alarido que se materializó en el enrojecimiento de su cara y en el centelleo de sus ojos.

—¡Nada! ¡Entre Bergman y yo no hay nada!

Le pellizcó dolorosamente el pezón derecho, después el izquierdo, y volvió a azotarle las nalgas.

—¡No es lo que a mí me pareció!

—¡Por favor! —¿Por qué no quitaba las manos de los grifos y se defendía? ¿Qué perversa disposición la mantenía estoica, sin prorrumpir en gritos, y la obligaba a padecer los sopapos y los pellizcos? ¿Acaso la excitaban? ¿Los disfrutaba? El trasero le hervía y los pezones le escocían, y ella gozaba. «Soy una retorcida», se recriminó, y gimió de gozo cuando Al-Saud introdujo los dedos índice y mayor dentro de su vagina pringada.

—¿Con qué derecho te sirvió la comida? ¿Con qué derecho…?

—¡Porque le gusto! —Su mal genio explotó—. ¡Porque me desea! ¡Porque quiere salir conmigo! ¡Ah! —exclamó, y se puso en puntas de pie en un acto maquinal cuando el dedo mayor de Al-Saud le penetró el ano.

Eliah le habló a través del espejo. No elevó el tono, no retiró el dedo, no dejó de estrujarle el seno derecho.

—Vos sólo me querés a mí, sólo me deseás a mí, sólo sos para mí.

Matilde lo contemplaba desde esa posición en suspenso, sostenida por las puntas de los pies y por el cuerpo de él, los músculos en tensión, la mente en completa anarquía. Alguien intentó abrir la puerta, sin éxito; la cuña de papel hizo su trabajo. Matilde no atinó a ponerse nerviosa y siguió hechizada por las palabras de Eliah, como si le hubiese lanzado un conjuro. Entonces recordó cuánto anhelaba recuperarlo y compensarlo por la herida que le había causado en Rutshuru.

—Por supuesto —su voz sonó tensa, reflejo de lo incómoda que estaba—. Vos sos todo para mí, Eliah. Vos sos el único. Vos sos el amor de mi vida.

Sin desviar la mirada amenazadora con que la horadaba en el espejo, Al-Saud retiró el dedo, y Matilde lo lamentó. «De nuevo», le habría pedido, si la vergüenza y la culpa no la hubiesen abrumado. Al-Saud se colocó de rodillas otra vez para venerar su trasero.

—Matilde… —Su resuello ardiente le escoció la piel. Le pasó la cara por las nalgas enrojecidas y sensibilizadas, incapaz de advertir que las raspaba con la barba y aumentaba el padecimiento. Experimentó celos de su propio trasero, como si éste hubiese adoptado una individualidad que lo convertía en una parte ajena a la que Al-Saud quisiese y desease más que a ella.

—Eliah…

—¿Qué?

—Te necesito… Ahora… No doy más. —Se dio vuelta para enfrentarlo y suspiró, aliviada, cuando el mármol le tocó las nalgas calientes—. Besame —le pidió tímidamente, como si la confianza entre ellos no fuese infinita.

Al-Saud la sujetó con firmeza: le calzó una mano en la parte posterior de la cabeza y la otra fue a parar a su sitio predilecto, caliente a causa del maltrato. La besó con lengüetazos lánguidos, y Matilde, a ciegas, le manipuló la hebilla del cinto, le desabrochó el pantalón y le bajó los boxers. Al-Saud gimió en su boca y sacudió el torso cuando Matilde le asió el pene con ansiedad.

—Lo necesito ahora dentro de mí —le confió, con los ojos cerrados y sobre sus labios; no quería mirarlo, no quería descubrir el triunfo y la satisfacción de macho pintados en su cara—. Pasó tanto tiempo desde la última vez. Eliah, por favor.

—¿Qué necesitás dentro de vos? ¿Cómo llaman a esto en tu país? Decilo.

—Pene.

—¡No! Cómo lo llaman vulgarmente. Quiero que me digas vulgaridades.

Transcurrieron segundos de silencio ahondado por las respiraciones agitadas, hasta que Matilde pronunció, con los ojos cerrados:

—Quiero tu pija dentro de mí. —Después de la grosería, levantó los párpados y, al descubrir la excitación desvergonzada que provocaba en Al-Saud, cobró valor—. Quiero tu verga muy adentro. Tu verga dura y enorme.

—¿Te gusta mi verga? —Al-Saud cerró la mano sobre la de Matilde y la obligó a moverla sobre su falo—. ¿Te gusta? —Ella se humedeció el labio y asintió—. ¿Adónde te gustaría que te la meta? ¿Aquí? —sugirió, y amó la mirada de ojos excesivamente abiertos que le dirigió cuando presionó el dedo mayor en la entrada de su ano—. No, mejor ahí no —concluyó, con una sonrisa ladeada.

Cumpliría su promesa; él nunca renunciaba a su palabra: la tomaría desde atrás. La obligó a inclinarse de nuevo sobre el mármol y le indicó que levantase el trasero.

—Tenés la vulva muy hinchada y la vagina muy viscosa. Estás caliente como una brasa, mi amor.

—Te deseo tanto.

—¿Sí, verdad? —Su acento irónico no la hostigó; lo sabía herido y malhumorado y se había propuesto tratarlo con paciencia—. Sólo para esto me querés. —Colocó la erección entre sus nalgas y presionó—. Para lo demás, ni me respetás ni confiás en mí. Soy tu macho para hacerte gozar, el que te enseñó a gozar —subrayó—, pero no el hombre para tu vida.

—Sos todo para mí, Eliah. Mi amante, mi hombre, mi compañero, mi amigo, mi maestro. Sos en quien más confío. Te confiaría mi vida. Vos lo sabés.

—No, no lo sé. No fue lo que dijiste en Rutshuru esa noche. —Las últimas palabras brotaron con esfuerzo, pronunciadas con voz tirante, al tiempo que se impulsaba dentro de ella. Su pene se deslizó por la vagina, y ese simple acto le drenó la fuerza. Apoyó la frente entre los omóplatos de Matilde y no la apartó para reprocharle—: Me lastimaste. Mucho.

Matilde apretó los labios y tragó varias veces el nudo que volvía pesada y espesa su garganta. Quería hablar y no conseguía dominar la emoción que la privaba del aliento. Deseaba expresarle cuánto lo amaba, como jamás había amado ni amaría a nadie, y que el amor que sentía por él era eterno, inmenso y poderoso. Alcanzó a balbucear «perdón» entre sollozos y con un timbre que la avergonzó. Al-Saud levantó la cabeza de manera brusca y, después de unos segundos de estupor, se inclinó sobre ella y le besó de costado la mejilla húmeda de lágrimas. Matilde extendió el brazo hacia atrás y aferró sus cabellos con frenesí. Él siseó para calmarla mientras ella repetía la palabra perdón una y otra vez, y le buscaba la boca.

Oyeron el forcejeo en la puerta y las palabras airadas en el corredor. Al-Saud le sujetó la cadera y se impulsó dentro de ella. Matilde abrió los grifos para que el ruido del chorro camuflase los gemidos, y los cerró de inmediato porque lo consideró un desperdicio imperdonable. Que los oyesen, se dijo bajo la influencia de un espíritu alocado, ligero y libre. Nada le importaba excepto él y esa pasión inmensa que compartían en un baño público a punto de ser tomado por asalto.

La puerta se agitaba, las voces se elevaban, y Al-Saud seguía empujándola. Se miraban en el espejo, hasta que él rompió el contacto para fijar la vista en los senos de Matilde que se balanceaban con cada embiste.

—Tus tetas —farfulló, sin aliento—, así… Grandes… Cómo me calientan. —Se reclinó sobre la espalda de Matilde, que quedó paralela al piso, recostada sobre el mármol. Al-Saud se apoderó de sus pechos y, con el mismo ardor que le masajeaba los pezones, le mordía el trapecio derecho y la golpeaba con la pelvis. Matilde ladeó la cabeza y oprimió la boca contra el bíceps izquierdo de Al-Saud para amortiguar su desahogo y que los de afuera no la oyesen. Él, en cambio, no se privó de nada, y gruñó y gimió como si se hallasen en la intimidad de la casa de la Avenida Elisée Reclus. Salió de ella, se subió los pantalones y se ajustó el cinto, para después ayudarla a vestirse porque se dio cuenta de que le temblaban las manos, incluso recogió la shika del suelo y se la cruzó en bandolera.

—No creo que pueda caminar —dijo Matilde, y Eliah la sujetó por la cintura.

A juzgar por la vocinglería, se había congregado una pequeña multitud. Al-Saud pateó la cuña y abrió la puerta. Un mutismo cayó sobre el grupo. Matilde cerró los ojos y apoyó la mejilla sobre el pecho de Eliah.

—¡Señor Al-Saud! —se azoró uno de los conserjes.

—Lo siento, Jacobo —expresó en inglés—. Mi esposa se descompuso.

—¡Oh! ¿Su esposa?

Al-Saud le dirigió un vistazo de advertencia, y las orejas y el rostro del conserje adoptaron una tonalidad rojiza. Había sonado incrédulo e impertinente, con lo que había ofendido a uno de los mejores clientes del hotel, venerado a causa de la generosidad de sus propinas. Con el propósito de paliar su desatino, ordenó a la pequeña multitud que se dispersase para darles paso.

—¿Necesitará algo de la farmacia, señor Al-Saud?

—Por el momento, no. Gracias.

El grupo observó a la pareja caminar hacia la zona de los ascensores. Una muchacha de la limpieza comentó al oído de su compañera:

—Si ésa está descompuesta, yo soy Meryl Streep. ¿Le viste las mejillas coloradas? ¡Esos dos acaban de echar un polvo!

—¿Quién puede reprochárselo? ¡El señor Al-Saud es un bombonazo!

Apenas se cerraron las puertas del ascensor, Matilde elevó el rostro de mejillas rosadas hacia Eliah y le sonrió con el aire de una niña a la que han pillado en la consecución de una travesura.

—¡Qué vergüenza! Estoy segura de que todos saben lo que estuvimos haciendo en realidad.

Al-Saud la admiró en silencio, con una expresión de severidad que pulverizó la sonrisa de ella. La aprisionó contra la pared, le sujetó un puñado de cabello de la parte posterior de la cabeza y la besó con un ansia que no midió y de la cual se arrepintió cuando Matilde apartó la cara para recuperar el aliento. Al-Saud apoyó la frente en su coronilla y a ella se le erizó el cuero cabelludo cuando lo oyó admitir en francés:

—No puedo evitarlo. Contigo siempre es así, exagerado, incontrolable, desquiciado.

—Sólo conmigo —le exigió, en un murmullo—. Sólo sos para mí.

Al-Saud la asió por los hombros para hablarle.

—¿Te queda alguna duda de que sos la única que me pone de este modo minutos después de haberte hecho el amor? —Le guió la mano a la parte delantera del pantalón para que apreciase la dureza de su miembro.

La habría increpado para reprocharle algo que, en verdad, no era su culpa, sino de esa pasión con tintes de locura que se apoderaba de él como un demonio de un espíritu: que ella lo distrajese; si alguien hubiese estado acechándolo, habría acabado con su vida fácilmente. Ésa era la razón por la cual los guerreros japoneses, los samuráis, se conservaban célibes y destinaban la energía sexual a la lucha. Takumi sensei sostenía que las mujeres debilitaban y que, en especial, distraían. Matilde lo distraía, no podía apartar sus ojos de ella ni cesar de desearla. Desde un comienzo, lo había alarmado el hambre constante que despertaba en él, no sólo hambre de su cuerpo, sino de toda ella: de sus sonrisas, su compañía, sus comentarios, su atención, sobre todo de su atención. La amaba de un modo demencial.

—No —musitó ella, compungida—, no me queda duda.

Amaba incluso el movimiento de sus pestañas cuando elevaba los párpados para mirarlo. Amaba que lo mirase sonrojada después del sexo y que le sonriese con timidez. Amaba que pronunciase su nombre, no importa cuándo ni dónde, bastaba que le dijese: «Eliah, ¿me pasás la sal?», porque ella no lo hacía a menudo; a veces tenía la impresión de que retaceaba el uso de su nombre a propósito, idea que descartaba al instante porque la creía incapaz de especular con nada. Amaba que le dieran vergüenza algunas prácticas después de todo lo que habían experimentado juntos. Veneraba cada centímetro de su cuerpo con la misma devoción que admiraba su mente y su espíritu.

Al momento de entrar en la habitación, sonó el celular de Al-Saud. Era El Silencioso.

—¿Matilde está contigo?

—Sí.

—¿Cómo está?

—Mejor. Oye, hermano, Matilde se quedará conmigo el fin de semana.

—Sí, sí, claro. Dejaré su bolso en la recepción.

—Gracias. Sabir, espera. Matilde quiere hablar contigo.

A Matilde la mortificaba plantarlo.

—Sabir, perdóname. ¡Qué vergüenza contigo! ¿Qué harás? ¿Volverás a Gaza?

—¿Volver? No. Sandrine me contrató como su guía. Disfruta tu fin de semana con Eliah. No pienses en nosotros.

—Gracias por comprenderme. Nos vemos el lunes.

Ila-liqaa (Hasta que nos encontremos de nuevo).

Ila-liqaa —contestó Matilde.

Cerró la puerta y caminó en dirección de Al-Saud, que hacía una llamada desde otro teléfono móvil. Resultaba agradable el modo en que sus sandalias se hundían en la esponjosidad de la moqueta azul marino que cubría el ingreso y el vestíbulo. Calzó el celular en el bolsillo delantero del pantalón de Al-Saud y se alejó para estudiar la habitación, que más bien lucía como una casa, incluso había una escalera que descendía, por lo que dedujo que se trataba de un dúplex. Al cruzar un umbral encofrado en madera ricamente tallada, Matilde se halló en una estancia enorme, con desniveles que marcaban, por un lado el living, con profusión de sillones y de sofás, mesas para café, un televisor enorme, un equipo de música y un bar, y, por otro, un comedor con una mesa de vidrio para doce comensales. Se preguntó cuál sería el costo por noche de una habitación tan lujosa, y se propuso no mencionárselo a Eliah porque el tema del dinero y el modo en que él lo gastaba ocasionaban fricciones entre ellos. Tenía que aceptar que Eliah Al-Saud provenía de una de las familias más ricas del mundo, que había vivido en la opulencia y que, para él, ocupar una habitación de cinco mil dólares la noche (o más) era lo habitual.

En medio de la sala, cuya decoración evocaba la de las oficinas de la Mercure en el George V, Matilde giró sobre sí, incrédula de hallarse allí. Hacía tanto tiempo que no se permitía esa dicha. Se sentía aturdida y no sabía cómo actuar. La voz de Al-Saud, que se filtraba desde el vestíbulo, la reconfortó. Resultaba increíble que hablase por teléfono con tanta ecuanimidad minutos después de haber hecho el amor en un baño público. Ella aún no se reponía, no sólo del desasosiego a causa de la gente que forzaba la puerta, sino de la actitud agresiva de él, que, paradójicamente, la había conducido a un nivel de excitación devastador. Todavía le latían la entrepierna y el ano, y percibía la viscosidad del semen de él, que chorreaba por sus piernas. Ansiaba darse un baño. ¿Dónde estaba el baño? ¿Y la habitación?

Se le aceleró el corazón de manera súbita al pensar en el milagro del cual ella recién comenzaba a tomar conciencia: acababan de hacer las paces. Había temido que, después de tomarla como a una prostituta en el baño del lobby, la desechase para vengarse, para castigarla. La presunción, que ahora juzgaba injusta, se desvaneció al escuchar que Al-Saud le decía al Silencioso que pasarían juntos el fin de semana. La inundó un impulso de echar a correr por la sala, de romper en gritos y en carcajadas, de dar saltos en los sillones, como la abuela Celia jamás se lo habría permitido. Abrió las contraventanas que daban a un balcón-terraza y caminó hacia la baranda con los brazos extendidos en cruz, riendo y dando gracias a Dios. Inspiró el aire fresco proveniente del jardín del hotel, poblado de palmeras, plantas con flores, enormes tinajas, sillas, sillones y mesas. Había vida en el jardín, y la energía que despedía iba a tono con la que a ella colmaba. La gente tomaba sol en torno a la piscina y los camareros se paseaban con las bandejas atiborradas de vasos largos y de botellas.

La sonrisa fue transformándose en un gesto de angustia a medida que la carita adorada de Jérôme se dibujaba en su mente. Los sonidos que flotaban desde el jardín se acallaron. Entonces, oyó su risa y el «mamá» con el que la había hecho feliz. Inclinó el torso en la baranda e inspiró profundamente para contener la oleada de pánico y de tristeza. «No, no, Dios mío, no me quites este instante de felicidad con mi Eliah. Quiero estar bien para él».

No lo oyó acercarse, más bien lo percibió en la piel de la espalda. Le conocía ese hábito, el de trasladarse con la cautela de un felino, como si debiese ocultar su presencia. Casi la sofocó el alivio que sintió cuando sus brazos la envolvieron y sus labios le besaron la nuca.

—Disculpame —le susurró—, tenía que hacer unas llamadas. Eran importantes.

Matilde giró en su abrazo y ocultó la cara en el chaleco amarillo, que también olía a A Men. No quería que la viese aún porque quedaban vestigios del recuerdo de Jérôme.

—Matilde, ¿qué pasa?

—Eliah, quiero pedirte perdón por las cosas que te dije en Rutshuru. —Al-Saud la contemplaba con una ternura que le dificultaba proseguir. Él le apartó unos mechones y la besó en la frente—. Mi amor, te juro que lo dije sin pensar porque estaba rabiosa de celos. No era mi corazón el que hablaba. Apenas te vi saltar por la ventana, me di cuenta de cuánto te había lastimado y, habría corrido detrás de vos, si no me hubiese quedado paralizada de miedo.

—¿Miedo a qué?

Matilde le acarició las mandíbulas en donde la barba dejaba un rastro azulado.

—A que me dijeses que te había perdido.

Al-Saud la aplastó contra su pecho. Estuvo a punto de confesarle que había intentado olvidarla, arrancarla de su cabeza, de su corazón, de su verga, como ella había apodado a su pene, y que, desde un principio, se había tratado de un esfuerzo inútil. Ella era su sol, sin el cual la vida en él no era posible. Lo sorprendió tanto como a ella oírse decir:

—Sé que soy poco para vos, que mi espíritu es muy inferior al tuyo. —Matilde inspiró de manera brusca, se despegó de él y lo sujetó por las mejillas—. Una vez, en Rutshuru, te dije que sabía que no me admirabas por mi trabajo, por mi forma de ser, por las cosas que había hecho en el pasado. —Se expresaba rápidamente, con nerviosismo y en francés—. Jamás imaginé que me pesaría tanto no contar con la admiración de la mujer que amo. Tal vez sea porque ésta es la primera vez que amo a una mujer. Quiero que sepas que gané el juicio contra Paris Match. Ellos apelaron, por supuesto, pero no tuvieron chance. Se verán obligados a rectificar las mentiras que contaron acerca de mí y…

Matilde deslizó la mano, que aún descansaba en la mejilla de Al-Saud, y la apoyó sobre sus labios.

—Eliah, mi amor. Me avergüenzo de las cosas que te dije y de mi comportamiento pedante que te llevaron a pensar que tu espíritu está por debajo del mío. Tu corazón es tan grande y tan mío, y me conmueve tanto que quieras ocultarlo y que sólo me lo entregues a mí. Nunca admiré a nadie como te admiré a vos el día en que nos salvaste la vida a mí, a Siki y a su madre. No habrías podido hacerlo sin el entrenamiento que recibiste para ser soldado. Te amo y te admiro más que a ninguna persona. No encuentro a nadie que me inspire tanta devoción y confianza como vos. Me salvaste la vida el día del ataque y nunca te agradecí como se debe.

Al-Saud la encerró en un abrazo febril que le oprimió las costillas y le vació los pulmones. Se quedó quieta, padeciendo y, al mismo tiempo, disfrutando de su brutalidad, que, para ella, se comparaba con la magnitud del amor que se profesaban. Al-Saud tomó conciencia de su exabrupto y relajó los músculos. Matilde elevó la vista.

—Eliah, no vuelvas a pensar que tu amor por mí es una obsesión que nos hará daño. No vuelvas a decirlo, por favor. Tu amor es lo que hace que mi vida sea perfecta. Nunca vuelvas a dejarme.

Al-Saud sacudió la cabeza y sonrió con labios inseguros y comisuras temblorosas. La abrazó de nuevo, y así permanecieron durante algunos minutos hasta que él ganó compostura y aflojó la presión.

—Recuerdo vagamente el día del ataque, cuando me subían en una camilla. Creí verte y eso fue suficiente para mí, para quedarme tranquila, para saber que todo se solucionaría. Decime que eras vos, que estabas ahí.

Se aclaró la garganta antes de contestar.

—Era yo, ahí estaba.

—Después, no sé cuándo ni dónde, tal vez lo soñé, me dijiste algo. Yo oía palabras sueltas y me esforzaba por retenerlas, pero no tenía fuerza. ¿Es verdad, me hablabas?

—Te hablaba todo el tiempo y te sostenía la mano mientras íbamos en el helicóptero primero y en el avión después.

—Yo sabía que no lo había imaginado. ¿Qué me decías?

Las voces provenientes del jardín, el tintineo de la vajilla y el ruido de los chapuzones cobraron intensidad en el mutismo que reinó sobre ellos. Matilde se separó del pecho de Al-Saud al percibir su rigidez. Él tenía la cabeza erguida y dirigía la mirada hacia el horizonte. Le temblaba el mentón, y la línea extraña en que se habían convertido sus labios le servía para mantener el llanto a raya. Matilde le cubrió las mejillas con las manos e intentó que girase hacia ella, pero él se obstinó en mantener la postura.

—Mirame, por favor. —Al-Saud movió el cuello con lentitud hasta que su mirada tormentosa cayó sobre la de ella—. Te amo, Eliah. Te amo más que a mi propia vida. La daría con gusto por vos, mi amor.

De nuevo, Al-Saud no fue consciente del vigor que aplicó para pegarla a su cuerpo. Se arqueó sobre ella y hundió la cara en la curva de su cuello, donde rompió a llorar. Desde aquella tarde, se esforzaba por borrar las imágenes de Matilde herida en el sótano de la misión, de la sangre que manaba de su vientre, de la palidez anormal de su rostro, de lo débil, pequeña y vulnerable que era. No quería recrearlas porque, irremediablemente, se descentraba, perdía el equilibrio y la armonía.

Matilde no emitió sonido mientras Al-Saud desahogaba la angustia. Con sus manos, que le acariciaban la nuca y la espalda, buscaba transmitirle su energía. Lo amó más, si eso era posible, a causa del llanto, de esa humanidad que lo acercaba a ella. Segura de que, para un hombre orgulloso y pagado de sí como Eliah Al-Saud, esa muestra de debilidad se calificaría de imperdonable, cambió la estrategia, y sus manos, hasta ese momento comprometidas en caricias maternales, se volvieron atrevidas y le apretaron las nalgas y le sobaron el bulto, y bajaron el cierre del pantalón y se deslizaron dentro para probar la dureza que se hinchaba y adquiría temperatura bajo la tela de algodón de los boxers.

—Dios mío, Matilde… Vas a matarme.

La arrastró a la sala y, entre besos desaforados y ajetreos bruscos para librarse de la ropa, terminaron en el sofá, donde Al-Saud cayó sentado y Matilde se ubicó a horcajadas sobre él. Le quitó el chaleco y le abrió la camisa para enredar los dedos en el vello que le cubría los pectorales y para acicatearle las tetillas con los dientes. Al-Saud percibió el tirón en los testículos cuando éstos se volvieron duros y pesados, un dolor placentero que lo hizo soltar una imprecación y echar la cabeza hacia atrás. Desesperado por calmar la pulsación de su miembro, hundió los dedos en la carne de las caderas de Matilde y la guió hacia su erección. Ella se deslizó con un gemido que ahogó la inspiración ruidosa de él. Se mantuvo inmóvil, dándose unos instantes para aceptar el tamaño y el calor de la carne de Eliah, que palpitaba en su vagina, aún sensible de la cópula en el baño.

—Mi amor, quiero que sepas que, en todo este tiempo, no estuve con nadie.

Matilde, sorprendida, se limitó a asentir. Se acordó de Gulemale y de una imagen que a veces la asaltaba y le cortaba la respiración: la boca de la congoleña en torno al pene que ella alojaba en ese momento en su interior. Al-Saud se ocupó de barrer con ese cuadro al cerrar los labios en torno a su pezón y succionarlo. El placer la trastornó, y ella, en ese delirio de chispazos verdes y jadeos, se lo imaginó como una corriente de fuego y de hielo que le surcaba el torso y que explotaba entre sus piernas y que liberaba una energía que la impulsaba a moverse hacia atrás y hacia delante.

Al-Saud clavó los dedos en la cintura de Matilde y se volvió de piedra, con la cabeza tiesa sobre el respaldo, los párpados tan apretados que las pestañas emergían como puntas cortísimas y el cuello tan rígido que los tendones sobresalían como cuerdas tirantes. Aunque su sujeción le causó una ráfaga de dolor, Matilde no se quejó porque observaba los esfuerzos en los que él se empeñaba para no eyacular, para que ella se aliviara antes que él o con él. Le besó la nuez de Adán, gratificada por los restos de A Men que manaban de la piel caliente y sudada. Al-Saud soltó el aire con un resoplido e inspiró varias veces antes de pedirle:

—Déjame ver por donde estamos unidos.

Matilde elevó apenas la pelvis, e incluso a ella la turbó la imagen de su vulva y de su monte de Venus lampiños y blanquísimos en contraste con la mata espesa y negrísima de vello. Se elevó un poco más hasta que una porción de la carne oscura y tumefacta de él salió de ella. Al-Saud observó la unión de sus cuerpos con mirada codiciosa antes de retomar los vaivenes que lo colocaron de nuevo profundamente en ella.

No habían cerrado la contraventana, y sus vecinos, unos judíos ortodoxos de Beersheva que tomaban la merienda en el balcón, cesaron de masticar, aun de respirar, cuando unos gemidos lamentosos y unos gruñidos roncos y continuos los alarmaron. La esposa bajó la vista, apenada. Al esposo, que le tomó un tiempo identificar que las notas más graves pertenecían a los clamores de un hombre y que los gimoteos con notas más agudas a una mujer y que no eran fruto de un padecimiento físico, sino lo contrario, entró en la habitación y llamó a la conserjería. Jacobo atendió su queja.

En tanto se reponía de un orgasmo devastador, Al-Saud, con la cabeza ladeada en el respaldo del sofá, los brazos en cruz, todavía dentro de Matilde, que descansaba sobre su pecho, repasaba las ocasiones en las que la había amado, algo pasmado al concluir que siempre, aun aquella difícil primera vez, lo había satisfecho de una manera completa y acabada. En tantas veces, se dijo, podría haber existido una en la que su humor no hubiese sido el óptimo, o el de Matilde; o que a él le hubiese costado eyacular, o a ella alcanzar el alivio; repasó más opciones, todavía incrédulo de que con ella siempre fuese perfecto, demoledor, tremendo. Vicioso. Matilde era una droga. Más bien, pensó con ironía, era una enfermedad y amarla, la medicina. Una vez más, entre ellos, nada era normal.

—Matilde. —Ella emitió un sonido a modo de respuesta—. Mi amor, vamos a bañarnos.

Olían a fluidos, sudor y restos de perfume; tenían la piel pegajosa y húmeda.

—Sólo si lo hacemos juntos.

—Sí, juntos. Todo lo haremos juntos de ahora en adelante.

—No puedo pararme. Me duele hasta el pelo.

—Quedate así. Rodeame con las piernas.

—No quiero que salgas de mí.

—No saldré.

Cruzó la sala con ella prendida a él, su carne aún en la de ella. Descendió por la escalera, desde la cual, luego de una curva pronunciada, se obtenía una visión del dormitorio. Le costó romper la magia y depositarla sobre la cama. Cerró las cortinas para velar la desnudez de su mujer y terminó de quitarse la ropa. Preparó la bañera con sistema de hidromasaje y, por primera vez en casi dos meses, se sentó en el borde para estudiar el contenido de las botellitas de La Prairie en busca de sales o de esencias para perfumar el agua; a las mujeres les gustaba.

—Aquí estoy.

Levantó la vista del frasco con gel para baño y la descubrió reclinada en el marco de la puerta, desnuda, excepto por el reloj de oro, lo único de él que había conservado, con ojos somnolientos y un sonrojo saludable en las mejillas. Aún tenía los pezones erectos, hinchados y oscuros, la piel blanquísima —siempre le causaba estupor que fuese tan blanca, no como Francesca, su madre, sino de un blanco casi antinatural, como el de la tiza, como el de la leche—, el cabello larguísimo y rubio que le cubría el trasero y las caderas. Le evocaba a una imagen que no lograba precisar. Hasta que recordó: Nacimiento de Venus, de Sandro Botticelli. Se dio cuenta de que no se trataba sólo de su trasero y de sus pechos, toda ella había ganado en redondeces y curvas.

Matilde no se incomodó con el escrutinio de Al-Saud, sino que se dedicó a hacer lo mismo, a embriagarse con la imagen de su cuerpo bronceado, cubierto de vello, que no ocultaba las ondulaciones que formaban sus músculos marcados después de años de ejercitación. Siguió el movimiento de los de su pierna izquierda cuando se puso de pie: el del gemelo externo, el del bíceps femoral y, en especial, el del cuádriceps, cuya línea que se abultaba antes de morir en la rodilla confería la idea de vigor y solidez. Él causaba la impresión de firmeza e integridad. Le observó el pene saciado, y su cuerpo respondió enseguida: los pezones le dolieron, el clítoris le palpitó y la vagina cobró humedad. Antes de que Al-Saud se acercase, apoyó la mano sobre el monte de Venus y, con una mirada cargada de significado y una voz medio enronquecida debido a los gritos de placer, le dijo:

—Todavía te siento aquí, dentro de mí.

—Sos la mujer más hermosa que conozco.

—Estoy más gorda.

—¡Doy gracias a Alá por eso! —exclamó él, y la cargó en brazos—. ¿Cómo sucedió este milagro?

—Comida árabe y palestinos, una combinación infalible. —Matilde suspiró cuando el agua caliente entró en contacto con sus partes íntimas—. En mi vida he conocido gente que le dé tanta importancia a la comida. Los Kafarna, mis vecinos, con quienes ceno casi a diario, se ofenden, como si estuviese despreciándolos, si no como y repito. Lo mismo la hermana de Intissar, una amiga mía del hospital. ¡Se ofenden de verdad!

—Lo que me contás me hace acordar a mi nonna, la siciliana. —Al-Saud entró en la bañera y se acomodó en el regazo de Matilde, que lo circundo con las piernas y con los brazos—. De todos modos, me gustó que hoy casi no probases bocado de lo que te sirvió ese tal Bergman.

—Con vos al lado, aparecido así, de la nada, tenía un nudo en el esófago.

Un silencio cómodo los acunó. El ronroneo ligero del motor del hidromasaje y el borboteo del agua pronto se fusionaron con la serenidad. Matilde se adormecía, exhausta después de la noche de guardia. Sin embargo, al borde del sueño profundo, se despabilaba con delicadeza y sonreía, dichosa de tener a Eliah entre sus piernas. Pensó que él dormía, por eso la tomó por sorpresa cuando habló en voz baja.

—Cuando estábamos llevándote a Johannesburgo y creí que te perdía, te decía que te amaba, que eras lo único que yo tenía y te suplicaba que no me dejases, que luchases por tu vida porque, sin vos, la mía no tenía sentido. No tiene sentido —recalcó.

—Amor mío.

Al-Saud giró la cabeza, y su boca encontró la de Matilde, suave, blanda y dispuesta. Se besaron sin las premuras del principio, saboreándose, disfrutando de ese momento sublime e íntimo.

—Cuando desperté en el hospital de Johannesburgo, y Juana y Ezequiel me dijeron que no estabas, que te habías ido… Quise morirme —acabó, con la voz afectada.

—Pese a todo, seguía enojado con vos, y como el doctor van Helger me aseguró que ya no corrías peligro, decidí irme.

—Estuve cerca de perderte, ¿verdad? Para siempre.

—No. —Después de una pausa, Eliah manifestó—: Quiero que hablemos de lo que ocasionó nuestra pelea en Rutshuru, del asunto de Mandy Taylor y de las fotos de Gulemale. —Al-Saud percibió en la espalda la tensión que se apoderaba de Matilde. Le tomó las manos y le besó las palmas—. No tengas miedo. Es importante que entre nosotros haya confianza y que podamos abordar cualquier tema.

—Nigel Taylor me confesó cómo fueron en realidad las cosas entre su esposa y vos. Me contó que ella era bipolar, sumamente inestable y caprichosa, y que te había perseguido hasta conseguirte.

—De todos modos, nunca me voy a perdonar haber traicionado la confianza de Taylor. Fue un error involucrarme con una mujer casada. Era demasiado joven y estúpido, y la vanidad se me había subido a la cabeza. En cuanto a lo de Gulemale, no pasó de lo que viste en las fotos. No nos acostamos. Ella y yo…

—Entiendo —lo acalló Matilde, incómoda y un poco angustiada—. Además, no estabas conmigo cuando eso sucedió. Nos habíamos peleado. Al menos, eso fue lo que alegó tu admiradora número uno, que vos podías hacer lo que quisieses y con quien quisieses porque yo te había sacado de mi vida. No es necesario que te diga quién es tu abogada.

—Juana es la mejor amiga que alguien puede tener.

—Ya sé que sabés que se arregló con Shiloah —Al-Saud asintió—. Juana me escribió para contarme que cenó con vos los otros días. Tenemos planeado encontrarnos hoy.

Al-Saud volteó por completo y la enfrentó con una mirada candente.

—Lo dudo mucho. Dudo mucho de que te deje salir de aquí en varios días.

Matilde rió, embargada de una alegría que sólo relacionaba con su amado. La plenitud, la saciedad y las ganas de vivir, esas tres sensaciones juntas, sólo las experimentaba en sus brazos.

—¡Aún no puedo creer estar aquí, con vos, amándote, amándonos! ¡Los dos, en Jerusalén!

—No es casualidad —la corrigió Al-Saud, mientras, en cuatro patas, inclinaba la cabeza para estimular un pezón de Matilde con la barbilla—. Acepté un contrato en Ramala, con la Autoridad Nacional Palestina, cuando Juana me dijo que vendrías a Gaza con Manos Que Curan.

—Ahora entiendo por qué es la mejor amiga que podés tener.

Al-Saud le habría explicado que ni siquiera el encuentro en el Rey David era casual. Pretendía abordar el tema de los custodios, si bien lo pospondría para el último día. Esas primeras horas con Matilde, después de cuatro meses de abstinencia, las dedicaría a amarla, a venerarla y a consentirla.

—Lavame —le pidió—. Después, yo te lavo a vos.

Matilde obedeció: lo lavó con pasadas delicadas aunque meticulosas. Al-Saud le lavó el pelo y después la ubicó frente al espejo para secárselo. Sonreía cuando los ojos de Matilde se entrecerraban.

—¿Estás cansada?

—Un poco. Los jueves me toca la guardia de noche.

Al-Saud se envolvió en la bata del hotel antes de hacer otro tanto con Matilde. La de ella le iba enorme y la arrastraba por el piso. Pidió comida, estaba famélico, y, mientras aguardaban, se recostaron en la cama, de lado, uno frente al otro. Matilde dibujó con el índice las partes que ella consideraba que dotaban al rostro de Eliah de esa masculinidad agresiva: el bozo, marcado y contundente; la hendidura en el mentón; el hueso algo abultado de las cejas; y el corte cuadrado de las mandíbulas. La nariz y la boca, de una delicadeza casi femenina, emergían para equilibrar la dureza de las demás facciones. Se acercó para olfatearle la base del cuello.

—Te pusiste A Men. —Intercambiaron una mirada seria y elocuente—. Rompiste la promesa.

—No, no la rompí.

—Aquella noche, en Londres, nos prometimos…

—Recuerdo muy bien aquella noche, Matilde. Sé lo que nos prometimos. Hoy me puse A Men porque sabía que iba a verte. —«Pues bien», cedió, «tendré que abordar el tema de la custodia ahora»—. Sabía que venías a Jerusalén y había planeado encontrarte. Hacía meses que no usaba A Men.

—Sabir te lo dijo —declaró, contenta porque, después de todo, Al-Saud no había roto la promesa.

—No. Me lo dijeron los hombres que te custodian. —La sonrisa de Matilde se esfumó y entreabrió los labios para hablar; las palabras no brotaron—. Sí, sé que me pediste que te sacase los guardaespaldas. No voy a olvidar nunca esa llamada telefónica, pero no podía ser tan irresponsable de dejarte sin protección con ese loco suelto. —«Sin mencionar a Anuar Al-Muzara», caviló.

—Pero…

—Matilde, mi amor —le pasó la mano por la cintura y la atrajo hacia él—, ¿creés que puedo vivir medianamente tranquilo sin saber que un par de profesionales te protegen? ¡Por Dios, Matilde, ese tipo fue a buscarte al Congo!

—Eliah… —lloriqueó, y se ovilló contra el torso de Al-Saud, que la contuvo y le besó varias veces la cabeza.

—¿Cómo pensabas que iba a descuidarte, mi tesoro más preciado, lo más valioso que tengo en la vida?

—Gracias.

Sí, definitivamente, cuando apelaba a esa vocecita congestionada y de niña, casi el piar de un pajarito, lo ponía duro como el mármol. Le buscó la boca y le mordió el labio inferior, y se lo succionó, y después, con la barbilla, le separó las solapas de la bata en busca de un pezón, que sabía su parte más erógena. Una voz racional le insistía en que la dejase tranquila, que estaba extenuada después de una noche de trabajo y de varias horas de sexo duro; otra, la que dominaba su naturaleza de Caballo de Fuego, lo incitaba a seguir.

—Eliah, tengo miedo de ese tipo.

—¿Conmigo aquí, tenés miedo?

—No, si estoy con vos jamás tengo miedo. —Se arqueó y entreveró los dedos en el cabello de Al-Saud cuando la boca de él le apretó el pezón—. ¿Por qué me persigue? ¿Qué quiere conmigo? Él… —intentó continuar, corta de aliento—. Él no es normal.

Al-Saud no quería hablar de Udo Jürkens, no quería reflexionar acerca de lo que había averiguado en el último tiempo, en especial, lo suministrado por Aldo Martínez Olazábal. Se trataba de una endiablada telaraña en donde tres nombres saltaban a la vista: Orville Wright, Udo Jürkens y Anuar Al-Muzara, y él no atinaba con la conexión. Porque debía de existir una conexión. Prefería olvidar en ese momento en que la dicha por haber recuperado a Matilde cubría las sombras con luz.

—No es normal —repitió ella—. Su voz… es… No es la de un humano. Me aterrorizó.

—Creemos que tiene un dispositivo en las cuerdas vocales —le explicó, sin abandonar los besos y las caricias.

—Ah. Lo sabías. ¿Cómo te enteraste?

—Matilde —dijo, con frustración—, no estoy de brazos cruzados respecto de este tema. Alamán y yo hemos estado investigando, sabemos su nombre y que tiene la voz distorsionada, posiblemente a causa de un dispositivo en las cuerdas vocales. Tal vez se lo colocaron después de que se las seccionaron por un tumor —y, al decirlo, recordó que lo había costeado Orville Wright.

—Es posible. ¿Cuál es su nombre?

—Udo Jürkens —masculló Al-Saud, después de dudar—, aunque su verdadero nombre es Ulrich Wendorff.

—Ulrich Wendorff. Él a mí me llamó Ágata. —Ese comentario atrapó la atención de Al-Saud—. Sí, estoy segura de que me dijo «Ágata». Además, me miró de manera extraña.

—¿Extraña?

—Como si me conociese, como si me quisiese. Me miró con mucho cariño.

Al-Saud evocó las palabras que Juana pronunció en aquella ocasión fatídica. «Él la salvó, Eliah. Estoy segura de que la trajo hasta aquí y la salvó de morir desangrada ahí fuera. Cuando me dijo ‘¡Sálvela!’, se me puso la piel de gallina. Lo expresó con tanto sentimiento, con tanta amargura».

Sonó el timbre de la habitación. Sin duda, era el servicio con la cena. Eliah se puso de pie, se acomodó la bata y se echó el jopo, todavía húmedo, hacia atrás. Sacó del bolsillo del pantalón la billetera y, al hacerlo, un pedazo de papel cayó sobre la alfombra. Matilde lo reconoció enseguida: la nota que le había entregado en el restaurante pidiéndole perdón. ¿En qué momento la había recogido del piso?

—Esperá aquí. Ya vuelvo.

Matilde asintió y se levantó apenas él desapareció en la escalera. Tomó la nota y la conservó en el puño. Regresó a la cama. Le dolían los músculos de las piernas, los del abdomen, los de los brazos, como si hubiese hecho gimnasia después de años. Sonrió, mientras se estiraba como un gato y oía los crujidos en las articulaciones y sentía el escozor que se propagaba por sus miembros. Prestó atención a lo que acontecía en el piso de arriba: escuchó voces que hablaban en árabe (gracias a las clases de Sabir, podía distinguirlo del hebreo), también el tintineo de la vajilla y supo el momento en que colocaban los platos sobre la mesa de vidrio. Después de unas palabras, escuchó el chasquido de la puerta al cerrarse. Le sonrió al verlo en los escalones finales. Al-Saud le devolvió la sonrisa, y Matilde deseó que sólo le sonriera de ese modo a ella, porque ¿quién no caería bajo el hechizo de ese rostro perfecto y resplandeciente? Al-Saud le calzó una mano bajo la espalda y la levantó.

—Vamos a comer. Voy a ser tan insistente como los palestinos para que comas mucho y tu culo de araña pollito y tus tetas sigan grandes y hermosos para mí.

Matilde lo miró de soslayo, mientras la mano de él se deslizaba bajo la bata y le repasaba la curva del trasero. Matilde extendió la nota y se la mostró.

—Se cayó cuando sacaste la billetera. ¿Cuándo la levantaste del piso?

—Antes de salir detrás de vos en el restaurante.

—¡Casi me da un síncope cuando la tiraste!

—Casi me pongo a gritar de alegría cuando leí lo que decía.

—Bueno, pues lo disimulaste muy bien.

—Todavía estaba enojado y celoso y rabioso y quería hacerte sufrir.

—Mi Caballo de Fuego rencoroso. —Se colocó en puntas de pie y le acarició la mandíbula con la nariz—. Takumi me advirtió que los Caballos de Fuego son rencorosos y vengativos.

—Sí, sí. Takumi sensei se portó como un verdadero amigo el día en que te describió mi signo. —La presionó para que echase a andar y la guió hacia la escalera con una mano en la parte baja de la espalda.

—También dijo que, una vez que consigue su objetivo, se aburre rápidamente. La rutina lo espanta.

Al-Saud la detuvo en la curva de la escalera y la pegó a la pared con un envión de su pelvis. Descansó la mano izquierda junto a la cabeza de Matilde y con la otra le sujetó la mandíbula, sobre la cual aplicó presión hasta que su boca sobresalió como si se dispusiese a dar un beso.

—Eso te preocupa muchísimo, ¿no? Eso te hace desconfiar de mí, ¿verdad?

—No —respondió.

—¿No? ¿Qué pensás hacer al respecto, entonces? Porque yo soy así.

Aflojó la presión de la mano para permitirle contestar.

—Haré que cada día sea distinto para vos, para que no te aburra la rutina ni te canses de mí. No quiero que te canses de mí. Nunca seré la misma, siempre te sorprenderé. Pero sobre todo, nunca te quitaré la libertad, Caballo de Fuego.

Sin apartar la mano de la cara de Matilde, la besó salvajemente, y ella le respondió con igual exceso. Enredó los dedos en el pelo de él y ladeó la cabeza hacia uno y otro lado para seguir el juego desbocado de sus lenguas, mientras una fiebre se expandía por las manos de Al-Saud. Las sentía por todo el cuerpo, demandantes, crueles, candentes, le hacían doler. Una corriente fría le rozó las piernas, y supo que Al-Saud le había abierto la bata; de hecho, percibía la aspereza de la tela de la de él en los pezones.

—¡Por Dios! —gruñó, exasperado—. Quiero hacértelo de nuevo —admitió, con acento entre culposo y enojado.

—Yo también, mi amor. Por favor, aquí, en la escalera, contra la pared.

Sin apartar la boca de la de ella, Al-Saud se desató el nudo del cinto y abrió las pecheras de su bata con sacudidas impacientes. Matilde emitió un jadeo cuando su piel entró en contacto con la tibia de él. La necesidad de tenerlo dentro de ella resultaba tan avasalladora que casi la indujo a romper en gritos de frustración.

—Chupame —le ordenó él, y le metió el dedo anular en la boca—. Mucho. Chupame mucho.

Matilde, confundida, accedió, y terminó encontrando un gran deleite en complacerlo. Al-Saud la sujetó por las nalgas y la levantó. Los pies de Matilde se elevaron sobre los escalones alfombrados, y sus piernas se enroscaron en las caderas de él. Se convulsionó e inhaló de manera cortante, y un estupor la obnubiló al sentir que él la penetraba al mismo tiempo por la vagina y por el ano, una sensación portentosa, desconcertante, escandalosa, que potenciaba el placer de tener su pene dentro de ella. Lo había sentido antes que entenderlo. Se sujetó a los hombros de Al-Saud con la fuerza que habría empleado para impedir una caída del décimo piso.

—Eliah… —dejó escapar, y el nombre de él brotó como un ahogo, un clamor doliente y pasmado.

Al-Saud empleó el francés, como siempre que la pasión por Matilde lo cegaba.

—Matilde, te amo. Quiero poseerte de todas las formas en que un hombre puede poseer a una mujer. Es la posesión absoluta de la mujer amada.

Roy Blahetter se lo había pedido muchas veces cuando consumar su matrimonio por las vías normales se tornaba imposible. Ella se había negado, sin disimular el asco y el rechazo. Con Al-Saud era distinto. Lo deseaba con una ansiedad que la sorprendía. No obstante, expresó:

—Me da miedo.

—No, mi amor, no. ¿Creés que sería capaz de lastimarte?

—No.

—Relajate. Vamos, Matilde, respirá. Estás muy tensa.

Al-Saud acomodó la pelvis y se hundió un poco más en ella. La excitación le aceleraba las pulsaciones a niveles que habría alcanzado después de doscientas lagartijas. Si cerraba los ojos, veía formas de colores, como en un caleidoscopio, que latían al ritmo de su sangre. En algún momento, la ofuscación causada por la lujuria se disipó, como las nubes después de una tormenta, y la dicha por tenerla ahí, por poseerla tan sincera y cabalmente y por recibir su entrega confiada, casi lo ahogó. Las lágrimas le empañaron la imagen de Matilde, de su venerada Matilde. Se limpió los ojos en la bata de ella, no quería perder detalle de su expresión arrebatada por el placer. Amaba la visión de sus paletas que asomaban cuando entreabría los labios para respirar entrecortadamente. Adoraba su aliento en la cara y la mueca estática en la que caía cuando alcanzaba el orgasmo. No tardó en seguirla, estimulado por sus propios embistes y por las contracciones de su vagina. Explotó dentro de ella, y un sonido visceral brotó de él, un gruñido ronco que fue cambiando de frecuencia hasta transformarse en gemidos oscuros, que erizaron la piel de Matilde. Tenía la impresión de que Al-Saud no acababa más. La empujaba contra la pared una y otra vez, como si añorase alcanzar un punto al que no lograba acceder. Con cada embiste, la bañaba con su simiente y gemía.

Sus vecinas, dos hermanas mexicanas de visita por primera vez en Tierra Santa, detuvieron el juego de canasta e intercambiaron vistazos de horror hasta que la voz torturada se acalló. Después, como salidas de un trance hipnótico, decidieron llamar a la conserjería.

—Por favor, Matilde —jadeó Al-Saud, una vez que sus espasmos y gruñidos cesaron—. Por Dios… —Levantó los párpados y la encontró con los ojos muy abiertos. Retiró el dedo de su ano, y ella frunció apenas el entrecejo—. ¿Y tenés miedo de que me aburra de vos? Creo que no sos consciente de lo que significás para mí, de lo que me hacés sentir, de lo que me provocás. Si pudieras leer mi mente, jamás dudarías de mí. Sé que no tenés experiencia con los hombres, por eso te voy a decir que no creas, ni por un instante, que esto que compartimos es común. Al contrario, es tan infrecuente que la mayoría de la gente lo busca la vida entera y nunca lo encuentra.

Matilde asintió, todavía abrumada. Escondió la cara en el pecho de Al-Saud y ajustó las piernas en torno a él, que bajó los escalones y la cargó hasta el baño. La depositó sobre el inodoro para que se higienizase. Él lo hizo en la ducha. Al salir, y mientras se secaba con fricciones rápidas y enérgicas, la fulminó con una mirada sin pestañeos.

—No puedo creer lo intenso que me hiciste gozar esta vez —dijo Matilde—. Fue… No me lo esperaba.

Al-Saud le destinó una mirada seria, aunque de ojos chispeantes.

—Vamos a comer. Estoy muerto de hambre.

Por fortuna, Al-Saud había pedido meze de nuevo, compuesta por platos fríos. Eligió los bocados más apetitosos para Matilde. Ella jugaba con la comida e intentaba regresar al tema de Udo Jürkens. Al-Saud, después de pedirle que no se preocupase, le manifestó que no quería hablar de él. Le preguntó por su trabajo en el hospital de Gaza, y Matilde enseguida se enfrascó refiriéndole acerca de sus pacientes, en especial de Kalida, a quien le habían salvado la pierna, de los problemas de los palestinos, de la falta de agua potable, de la desnutrición, de los cortes de luz y de teléfono, de la cantidad de gente con depresión y con síndrome postraumático. Le contó también de su amistad con El Silencioso, de cómo se habían conocido.

—¿Así que te da clases de árabe? —repitió, sin mirarla, concentrado en una berenjena.

—Sí. No creas que he aprendido mucho.

—Es un idioma difícil para los occidentales —comentó, sin entusiasmo, y Matilde sonrió ante la obviedad de sus celos.

—Creo que a Sabir le gusta Intissar, mi amiga, la enfermera del Al-Shifa —expresó, y Al-Saud respondió con un asentimiento.

Matilde extendió el brazo a través de la mesa y le apretó la mano. Él levantó la vista enseguida.

—Eliah, ¿qué pasa?

—No puedo evitarlo —manifestó, sin mirarla—. Es más fuerte que yo. Los celos… Ni siquiera soporto que Alamán te ponga las manos encima.

Matilde, sorprendida por la revelación, guardó silencio.

—¿Confiás en mí? —preguntó al cabo.

—¡Por supuesto! Es… Se trata de mí. Es un problema que nació con nuestro amor, que nunca había experimentado y que tengo que resolver. No puedo volverte loca ni enojarme cada vez que un hombre se te acerca.

—Sobre todo si son Alamán y Sabir, que te quieren tanto. —Al-Saud emitió un gruñido—. Vamos a dormir, mi amor. Ya sé que no es muy tarde, pero estoy deshecha.

Con el atardecer, había llegado un viento fresco, por lo que Al-Saud encendió la calefacción, que enseguida caldeó el dormitorio. Después de lavarse los dientes, Matilde apartó las sábanas, se acostó y se desperezó, desnuda. Al-Saud, todavía serio, la observaba mientras se quitaba la bata. Matilde lo llamó con un ademán seductor, y él, de rodillas en el colchón, se inclinó sobre ella y le dibujó con los labios la cicatriz en el costado izquierdo del bajo vientre, todavía rosada. «¡Matilde!», bramó para sus adentros, aterrorizado ante la posibilidad de perderla.

—Durmamos abrazados —le pidió ella, y apagó las luces—. ¿Eliah?

—¿Mmm?

—¿Sos tan feliz como yo?

—Más.

—Más es imposible.

—Más —se obstinó.

La cobijó en su pecho, y el cuerpo de Matilde se adaptó a la curva de su torso. Antes de que transcurrieran cinco minutos, la respiración de ella le indicó que se había dormido. Hundió el codo en la almohada, y gracias a la luz de luna que se filtraba por un resquicio entre las cortinas, se dedicó a contemplarla. En verdad, Matilde no tenía idea de lo que había despertado en él; tal vez ni siquiera él acertaba con un nombre; lo que esa pediatra con cara de nena le inspiraba era inefable e inexplicable. ¿Se aplacaría con los años? Se lo preguntaba a menudo, no porque lo temiese —sabía que, aunque la pasión menguase, nunca dejaría de amarla—, sino porque sospechaba que no sucedería, que con ellos sería al revés, el ardor aumentaría. Lo intuía sin asidero, tal vez todavía ofuscado por el último orgasmo.

La reconciliación con Matilde había tenido un efecto tan poderoso sobre su ánimo, que se sentía eufórico y despabilado. Abandonó la cama y subió a la sala, donde encendió la computadora portátil. A pesar del trabajo pendiente —contratos que leer, mensajes que contestar, presupuestos que revisar—, se dedicó a consultar los registros donde había agrupado la información acerca de Udo Jürkens o Ulrich Wendorff. En algún sitio había visto ese nombre, Ágata. Exclamó por lo bajo con ánimo triunfal cuando se topó con el nombre en un archivo suministrado recientemente por un contacto de la CIA en Alemania, que detallaba la composición de la banda Baader-Meinhof. Scheinber, Ágata, nacida en Berlín, el 4 de julio de 1953 y muerta en Viena el 21 de diciembre de 1975, durante el asalto a la sede de la OPEP orquestado por el terrorista venezolano Ilich Ramírez, más conocido como Carlos, el Chacal. Había una fotografía de la muchacha, poco nítida y en blanco y negro. Resultaba difícil establecer un parecido con Matilde. Tras una observación más detenida, Al-Saud advirtió los puntos en común: la terrorista había sido rubia, de cabello largo, ojos grandes y claros y con un corte de cara ovalado, regular y armonioso.

Merde! —insultó, al tiempo que descargaba el puño sobre el escritorio.

Udo Jürkens, una máquina de asesinar, era un maniático convencido de que Matilde era Ágata Scheinber. El dato no echaba claridad al rompecabezas; se trataba de un aditamento que lo enredaba.

No supo qué la despertó. Lo hizo sin sobresaltos. Levantó los párpados y vio con claridad una ventana cuyas cortinas habían sido abiertas. El tamaño y la fosforescencia de la luna resultaban inverosímiles, lo mismo que la negrura del cielo sin estrellas.

Lo sintió entre las piernas, las cuales, se dio cuenta, estaban desplegadas, abiertas a él, a su boca, a su gula, a su voracidad, a su desenfreno. A su desvergüenza. La había guiado a través del sexo con mano diestra y con sabiduría, y ahora le exigía más, nunca le bastaba, así era su naturaleza. Ella quería darle todo para que el Caballo de Fuego que lo poseía no le ordenase que la apartara. No procedía correctamente, lo sabía, pero no podía evitarlo. Temía perderlo como temía perder la vida. Los meses de separación le habían enseñado que el entorno adquiría un color gris sin él, que la música no sonaba tan bien, ni la comida sabía igual; que sonreía con poca frecuencia y que, por la mañana, se le antojaba que el día era larguísimo y tedioso.

Arqueó la espalda y emitió un clamor lento, oscuro. El placer la tomó por sorpresa, aún la envolvían los efluvios del sueño, y su mente oscilaba entre la obnubilación y sus pensamientos. Las manos se dispararon por voluntad propia hacia la cabeza de él, y sus dedos se enredaron en los mechones de azabache. Elevó la pelvis para salir al encuentro de su lengua, que él movía con maestría para hacerla gozar una y otra vez.

—Eliah…

El llamado lo atrajo como una orden. Sus labios, húmedos y salados, se apoderaron de los de ella, y su lengua le invadió la boca con la intemperancia que no se había molestado en refrenar desde la primera cópula, en el baño del lobby.

—Eliah —susurró de nuevo, y esta vez su voz lo aplacó.

Él tomó distancia, hundió los puños en la almohada y extendió los brazos. Las manos de ella apenas se apoyaron sobre sus hombros tensos e iniciaron un movimiento sutil, como el aleteo de una libélula, sobre su piel. Él fijaba la vista en la de ella, anonadado ante el efecto de la luz de la luna en el plateado de sus ojos. Para ella, las palabras sobraban, le bastaba con esa mirada para entender lo que él quería explicar y no sabía cómo. Sus piernas lo rodearon con delicadeza, él casi no sintió el peso. Lo aplacaba, lo hipnotizaba. No cesaba de mirarla, atento a sus órdenes, a los cambios en sus facciones, que, aunque sutiles, ejercían un efecto concluyente en su disposición.

—Me acuerdo de nuestra primera noche de amor en Rutshuru —susurró—. Te desperté y nos amamos.

—Quería olvidarte —le confió él, después de un silencio, y la coloración de su voz y su semblante lleno de sombras la conmovieron—. Cuando bajé al sótano de la misión y te vi ensangrentada y con una palidez que no he visto jamás en otro ser humano, tuve el impulso de agarrar mi pistola y volarme la tapa de los sesos.

Los dedos de ella, ligeros un instante atrás, intentaron hundirse en los tríceps braquiales, duros e hinchados. Se mordió el labio, al tiempo que un escozor le anegaba la nariz y los ojos.

Él continuó, implacable.

—Quería olvidarte por eso, para conservar la cordura. No lograba ¡no logro! sacarme de la cabeza la visión de tu cuerpo sin vida. Matilde —articuló con dificultad—, me aterroriza pensar que puedo perderte. ¡La visión me tortura a veces!

La desesperación de él la alcanzó como una descarga eléctrica y, en un acto reflejo, cerró el puño en el dije maltrecho que pendía entre ellos y lo besó.

—No, no —sollozó, incapaz de prometerle que nunca lo abandonaría porque, dentro de ella, habitaba un demonio, el cual, once años atrás, le había arrebatado la ilusión de ser madre; tal vez un día regresase para arrebatarle la vida. Finalmente y con la misma vehemencia de él, recriminándose que era una egoísta, le rogó—: ¡No me olvides, Eliah! ¡No quiero que me olvides! Porque es la muerte para mí.

—No, mi amor, no. Ya ves que no pude.

—¿Soy una maldición? —preguntó, con miedo y quebrada.

—Sos lo más hermoso que tengo, el regalo más preciado. Mi tesoro. Mi amor. Mi vida. Mi Matilde.

La penetró casi con mansedumbre y se meció dentro de ella con un balanceo prudente, como si temiese romperla. Se miraron todo el tiempo, jamás cerraron los ojos, ni siquiera cuando sus respiraciones se aceleraron y de sus bocas escaparon jadeos de placer. Al igual que la noche de luna llena en Rutshuru, hubo algo mágico en ésa en la cual acabaron juntos y nunca perdieron el contacto visual porque decidieron que sólo la imagen del otro gozando arrasaría con las que los mortificaban. Ella también tenía una que la acechaba: a veces, de pronto, sin razón alguna, lo imaginaba cayendo de espaldas sobre la pista de un aeropuerto con una bala en el corazón.

El domingo 13 de diciembre, pasadas las dos de la tarde, Irina, del servicio de limpieza del Rey David, se aproximó a la puerta de la habitación 621, una de las más lujosas, y, de un tincazo, hizo columpiar el cartel Do not disturb que colgaba del picaporte desde el viernes a primeras horas de la tarde. Magdalena, su compañera, se acercó y le dio un codazo suave en las costillas.

—Hace tres días que están ahí, encerrados. ¡Haciéndolo! ¡Día y noche! No han salido ni un instante. Miriam asegura que lo hicieron también en el baño de caballeros del lobby. El señor Al-Saud se limita a pedir comida y a dejar la bandeja en la puerta, como podrás ver. —Señaló la del desayuno, sobre el piso del corredor—. También pide toallas y jabones. Hubo quejas de otros pasajeros ¡por sus gritos!

—¡Oh! —se extasió Irina.

—Y eso no es todo. Ayer, el señor Al-Saud mandó comprar ¡vaselina!

—¡Dios nos ampare! ¡Ya cállate, Magda! Todavía nos quedan cuatro horas por delante y ningún hombre a mano.

—Ah —suspiró Magdalena—, cómo me gustaría ser la mujer que está ahora con él. Sexo, sexo y nada más que sexo con ese semental.

Matilde y Eliah habían compartido mucho más que sexo. Habían entregado sus corazones para convertirlos en uno solo. Vivieron esos tres días con la intensidad que les marcaba la pasión, experimentaron estados de ánimo opuestos, pasaron de las lágrimas al éxtasis, de la risa a la solemnidad, hablaron de sus temores, enfrentaron los fantasmas y se juraron amor eterno.

El sábado por la madrugada, después de hacer el amor a la luz de la luna llena, se durmieron profundamente. Matilde despertó de súbito, sudada, con el ritmo cardiaco descontrolado y una palpitación en el estómago. Los retazos de la pesadilla volvían a su mente para aterrarla. Se deshizo del abrazo de Eliah con manos temblorosas y corrió al baño, donde se inclinó en el inodoro, acometida por arcadas, aunque no vomitó nada, sólo un poco de bilis. Se enjuagó la boca entre sollozos. No quería verse reflejada en los espejos, tampoco volver a la cama, por lo que se sentó en el piso del baño, sobre una alfombra, cerca del inodoro. Pegó las piernas en el pecho y ocultó la cara entre las rodillas. «No, no», se alentaba. «No, eso no volverá a pasar», y, sin embargo, la pesadilla había resultado tan real que no conseguía calmarse. La imagen de su abuela Celia irrumpiendo en esa habitación de hotel, agitando un papel y vociferando, frente a Eliah: «¡Matilde, otra vez! ¡Otra vez tenés cáncer! ¡Aquí lo dice! ¡Aquí están los resultados! ¡Otra vez, cáncer!», se reproducía sin tregua en su mente. Eliah la había mirado con desconcierto primero, con dolor después. El sobresalto que le provocó la expresión de sus ojos verdes la había despertado. ¿Por qué ese mal sueño no quedaba en el olvido como la mayoría?

Al-Saud cambió de posición para seguir durmiendo. El instinto lo obligó a verificar que Matilde estuviese a su lado. Saltó de la cama al no verla y corrió al baño.

—¡Matilde! —Se arrodilló y la recogió entre sus brazos—. Matilde, mi amor.

—Abrazame fuerte —le suplicó, dominada por un llanto desgarrador—. Nunca me abandones. No intentes olvidarme de nuevo, por favor.

—No, no, ¿cómo podría? ¿Qué pasa? ¿Por qué estás así? ¿Por qué estás llorando?

La angustia en la voz de Al-Saud profundizó la desesperación y la tristeza de Matilde, y su llanto recrudeció. No se opuso cuando Eliah la levantó en brazos y la condujo de nuevo a la cama. Se recostó a su lado y los cubrió a ambos con la sábana, que Matilde agarró en un puño y colocó bajo el mentón; cada tanto, la utilizaba para secarse las mejillas. Lloró hasta quedar laxa y tranquila. Al-Saud la rodeaba con su cuerpo, le acariciaba el cabello y le besaba la sien.

—Perdoname. Qué horrible despertar tuviste.

—No importa. Sólo me importa que estés bien. ¿Qué pasó?

—Tuve un sueño espantoso. Soñé que estábamos aquí, vos y yo, felices, y que mi abuela Celia entraba en la habitación a los gritos, sacudiendo un papel y gritándome…

—¿Qué? ¿Qué gritaba tu abuela?

—¡Que el cáncer había vuelto! ¡Que ahí tenía los resultados! «¡Matilde, otra vez tenés cáncer!», me decía, como si me culpase. —Matilde hundió la cara sobre el pecho desnudo de Al-Saud—. ¡Tengo tanto miedo! A veces tengo tanto miedo…

—¿De qué? ¿De que vuelva?

—Sí. La primera vez… Estoy segura de que la primera vez vino porque… No tengo cómo probar esto, a pesar de ser una mujer de ciencia, no sé cómo probar… El cáncer… Yo creo que el cáncer vive en algunos de nosotros y se desata cuando padecemos grandes sufrimientos. La primera vez se desató en mí cuando metieron preso a mi papá. ¡Y ahora estoy sufriendo muchísimo, como aquella vez! —Al-Saud ajustó el abrazo, sintiéndose impotente; sabía lo que le diría—. ¡Con nuestra separación sufrí tanto!

—¡Estamos juntos de nuevo! —se apresuró a recordarle en francés, y la culpa por esos cuatro meses de distanciamiento lo enmudeció, hasta que reganó el aliento y proclamó con vehemencia—: ¡Nunca! ¿Me oyes? ¡Nunca volveremos a separarnos!

—¡Nunca! Pero yo sigo sufriendo a pesar de la alegría que es estar aquí, con vos.

—A causa de Jérôme —dijo, y Matilde movió la cara contra su pecho para asentir.

—¡No lo soporto, Eliah! —estalló de pronto—. ¡No soporto la idea de no tenerlo conmigo! ¿Qué cosas estará viviendo? ¡No soporto pensar en su sufrimiento, en su miedo! ¡Dios mío, qué dolor! ¡Quiero que mi chiquito esté aquí conmigo, ahora! ¡Oh, Dios, no me hagas esto! ¡Devolvémelo!

Cada clamor de ella se clavaba en las vísceras de Al-Saud como una puñalada.

Matilde, regarde-moi. —Ella lo obedeció y elevó las pestañas húmedas y aglutinadas para vislumbrarlo a través del velo de lágrimas—. Haré lo que nunca hice en mi vida, simplemente porque nunca nació en mí la necesidad de hacerlo. Ahora lo necesito y voy a hacerlo. —Matilde ahogó un sollozo al verlo encerrar en el puño el dije deformado de la Medalla Milagrosa—. Le pediré a esta medalla y al poder de la Virgen que representa, a esta medalla que te salvó de la muerte una vez para que me hicieras feliz, y que me salvó de la muerte a mí en Viena…

—Para que me hicieras feliz a mí —interpuso ella, con voz insegura y tomada.

—Le pediré que te preserve siempre de todo mal, que nunca te aparte de mi lado, que siempre te dé salud y que te haga feliz, y le pediré también que me permita encontrar pronto a nuestro Jérôme para tenerlo a salvo, con nosotros, y a cambio de esos favores, le prometo que abriré una clínica, que pondré a tu nombre y que llamaremos de la Medalla Milagrosa, para que ahí puedas curar gratuitamente a todos los pobres, enfermos y desvalidos que encuentres por el mundo. —Al-Saud besó con ardor el muñón de medalla—. ¡Lo juro!

Matilde, con un gesto desmesurado de ojos muy abiertos, labios separados y fosas nasales dilatadas, se quedó mirándolo, perpleja. No había sitio para las palabras. Se abrazaron, y sus torsos se entrechocaron en los intentos por controlar las respiraciones alteradas y las ganas de llorar. La boca de él buscó la de ella, y, al primer contacto de sus labios, experimentaron alivio, y sus pechos soltaron la opresión, y sus respiraciones se acompasaron al ritmo del beso. Sellaron el pacto con un acto de amor.

El sábado por la tarde, recostados en la reposera del balcón-terraza, mientras admiraban la puesta del sol, reían al evocar algunas ocurrencias de Jérôme. Aunque no lo mencionasen, los dos sabían que era un buen síntoma hablar de él sin ahogarse en llanto. Matilde se exhortaba a conservar el buen ánimo, no sólo para no mortificar a Eliah, sino para demostrar la confianza que su pacto con la Virgen le inspiraba. Después del juramento de Al-Saud, estuvo meditando y llegó a la conclusión de que, durante esos cuatro meses, había dado por sentado que no lo encontrarían y, sin explicación lógica, supo que su mala predisposición había impedido que lo hallasen. No se lo mencionaría a Al-Saud porque éste creería que había perdido la cordura, pero, en su fuero íntimo, sabía que era así. Tuvo deseos de telefonear a N’Yanda, la única que le había tendido un hilo al cual sujetarse en esa tormenta, y comentarle la creencia que había nacido en su corazón. Desde ese momento en adelante, todas las mañanas pensaría: «Hoy es el día en que Jérôme volverá a mí».

—¿Te acordás de ese día en que nos encontró besándonos en la misión?

—Sí, me acuerdo, y me acuerdo de la cara con que nos miró. En un principio pensé que se enojaría, pero después sonrió y vino corriendo hacia nosotros.

—Me preguntó si eras mi novia.

—Sí, y vos le dijiste algo al oído.

—Le dije que iba a pedirte que te casases conmigo. Y él me preguntó: «Entonces, ¿vas a ser mi papá?». Cuando le dije que sí, me abrazó y me besó muchas veces.

—Tesoro mío, lo que más quería era tener de nuevo una familia. Era lo que más deseaba.

—Y es lo que le daremos, mi amor.

—Y nosotros le deberemos a él la posibilidad de ser padres, y de amar como padres. ¡Lo extraño tanto, Eliah!

Al-Saud decidió que había llegado el momento de hablarle de Kolia. La obligó a erguirse. Matilde lo miró, extrañada, mientras se sentaba, como los indios, en el extremo opuesto de la reposera. Al-Saud se incorporó, sacó las piernas fuera del asiento, una de cada lado, entrelazó los dedos de la mano e inclinó el torso. Para Matilde, resultó evidente que se preparaba para anunciarle algo trascendente. Estiró el brazo y le tocó las manos unidas, y él apresó la de ella y la besó.

—Mi amor, ¿qué pasa? No me asustes.

—No te asustes. No es nada malo. Al contrario. Sólo que… No, no, tengo confianza en tu corazón. No conozco un corazón más bondadoso que el tuyo, Matilde.

—Contame lo que sea. Nada que me digas hará cambiar mi amor por vos. Nunca más voy a dudar de vos, de tu integridad, de tu nobleza. Te lo juro por mi vida.

—Nunca te hablé de Natasha Azarov.

—Sé quién es. Saliste con ella durante un tiempo.

—Sí, el año pasado. Después, un buen día, desapareció y no volví a saber de ella. Hasta hace poco, que se puso en contacto conmigo y me pidió que nos encontrásemos.

—¿La viste? —Matilde odió los celos que la alteraron y buscó mostrarse ecuánime, a la altura de la promesa que acababa de formular.

—Sí. Me pidió que viajase a Milán, donde vivía.

—¿Vivía? ¿No vive más en Milán? —«¿Ahora vive en la casa de la Avenida Elisée Reclus, en mi casa?»

—Por favor, dejame que te cuente y no me interrumpas. Esto no es fácil.

—Está bien —expresó, con acento contrito y las pulsaciones desbocadas.

—Viajé a Milán y, al verla, me di cuenta de por qué ella no habría podido viajar a París para encontrarme. Estaba muy enferma, de leucemia.

—Eliah…

—Me contó que había tenido que huir de París porque un tipo la amenazó —había decidido no mencionar a Udo Jürkens para no atormentarla sin necesidad— y que se había instalado en Milán, donde tenía un amigo fotógrafo que podría conseguirle trabajo como modelo.

«¿De modelo? Entonces, ¿es hermosa?»

—¿Por qué te llamó? —preguntó en cambio—. ¿Para qué quería verte en Milán?

—Quería verme para decirme que, cuando huyó de París, estaba embarazada de mi hijo.

Por muchas veces que hubiese presenciado el fenómeno, la palidez súbita que se apoderaba del rostro de Matilde y que le emparejaba el color de la piel con el de los labios en una tonalidad grisácea, lo sobresaltaba sin remedio. Le pasó su licuado de frutas y le pidió que sorbiera. Ella obedeció de manera autómata.

—Al principio, me negué a creerle. Jamás tuve relaciones con ella sin condón. Ni una vez. Por lo que me negué a creerle. Ella me juró que Kolia…

—Kolia… —La voz suave y débil de Matilde lo perturbó, y necesitó tocarla. Extendió la mano y entrelazó sus dedos con los de ella.

—Su nombre es Nicolai Eliah. Natasha lo llamó como su padre, que es ucraniano. El diminutivo de Nicolai en ruso es Kolia.

—Nicolai Eliah… Kolia… Qué bonito nombre.

—Matilde, mi amor…

—Estoy bien —aseguró—. Sorprendida, pero bien. Seguí contándome, por favor.

—Le pedí a Yasmín que viajase a Milán y que tomase muestras de mi sangre y de la de Kolia para hacer el análisis de nuestros ADN y confirmar si era cierto lo que Natasha aseguraba. Según Yasmín, no hay dudas de que Kolia es mi hijo.

Matilde se cubrió el rostro y se echó a llorar. Eliah chasqueó la lengua y se deslizó por la reposera hasta estrecharla en sus brazos.

—Mi amor, no llores. Esto no cambia nada, nada entre nosotros.

Matilde emergió de su abrazo, le tomó el rostro barbudo entre las manos y lo besó en los labios.

—No lloro… No pienses, por favor… Eliah, estoy tan feliz de que vos, que podés, tengas un hijo.

—¡Matilde! —La fundió de nuevo en un abrazo y hundió la cara en la concavidad de su cuello—. Matilde, mi amor.

—No voy a mentirte, Eliah: me habría gustado ser la que te diese hijos. Hijos que fueran tuyos y míos. Que vos los pusieras dentro de mí y que yo los pariese y los amamantase. No voy a negarte tampoco que siento celos de Natasha, que…

Al-Saud la acalló con un beso cuyo ardor resultaba inverosímil después de dos días de amarse loca e ininterrumpidamente. Con esa declaración, ella convertía su interior apaciguado en un mar embravecido. ¡Con qué facilidad lo dominaba! ¡Con qué facilidad destruía su templanza! Una virtud que Takumi sensei le había inculcado y de la cual él se enorgullecía, ella la aniquilaba con pocas palabras.

—Matilde —le habló sobre los labios, paladeando el gusto salobre de sus lágrimas—, cuando conocí a Kolia, cuando puse mis ojos por primera vez en él, pensé en vos. Siempre te llevo conmigo.

—¿Qué pensaste?

—Pensé: Matilde, aide-moi. Y ahora te lo pido de nuevo: Matilde, ayudame.

—Sí, amor mío, sí. Sí, amor de mi vida. Te doy toda la ayuda de la que soy capaz.

—Gracias —expresó él, muy emocionado, y sonrió al evocar otro recuerdo—. Un día, en que vi tan mal a Natasha, miré a Kolia y pensé: «Si tu mamá muere (ojalá que no), te daré otra, que es mi tesoro y el amor de mi vida, y que te hará feliz pese a todo».

Matilde le dirigió una sonrisa vacilante y se humedeció los labios antes preguntar:

—¿Cómo está ella? ¿Cómo está Natasha?

—Murió.

Matilde bajó la vista y meditó que la misma enfermedad que la había privado de ser madre, a Kolia le había arrebatado la suya. Sintió una pena infinita por Natasha, por que no vería crecer a Kolia, y en eso se sintió aunada a ella, porque tal vez ella tampoco viese crecer a Jérôme.

—¿Cuándo? ¿Cuándo murió?

—El 2 de octubre.

—¿Y Kolia? ¿Dónde está ahora?

¡Con qué facilidad lo llamaba por su nombre! A él le había tomado semanas dejar de lado «niño» para referirse a él.

—En Italia, en casa de mi nonna. Mis viejos también están ahí. Y una peruana, Mónica, que lo conoce desde que nació. Creo que es una buena persona. Todavía no puedo sacarlo de Italia, hasta que no se completen los trámites del juicio por paternidad. Es un formalismo, en verdad, pero lleva tiempo.

—¿Eliah?

—¿Qué, mi amor?

—Si Natasha no hubiese muerto, ¿te habrías casado con ella?

—¡No! ¿Por qué iba a hacerlo? —Su reacción era desmedida, más razonable en caso de que Matilde le hubiese preguntado si planeaba casarse con Yasser Arafat—. No la amaba, Matilde. Nunca la amé. Además, sólo pensaba en volver con vos. Iba a darle mi apellido al niño y mantenerlo y visitarlo y todo lo que se espera de un padre, pero no iba a casarme con ella.

Esa protesta la serenó, la aduló. Bajó el rostro, culposa y avergonzada, y sonrió con complacencia. Ahuyentó también los fantasmas que comenzaban a arruinar la alegría que había implicado la noticia de la existencia de Kolia, el niño que llevaba la sangre de Eliah.

—Matilde —dijo deprisa, como temeroso de lo que ella pudiese decir—, me hiciste el hombre más feliz amándome. No sé cómo expresar lo que siento por el hecho de que una mujer como vos sea mía. A cambio de tanto que me has dado sin merecerlo, yo te ofrezco mi hijo, porque nadie será mejor madre que vos para él. Y a Jérô le ofreceré un hermano.

Al-Saud carcajeó al apreciar el sonrojo que invadía las mejillas de Matilde. Ella se le echó al cuello y le susurró:

—¡Gracias por este regalo tan maravilloso! Me siento orgullosa y honrada de que me ofrezcas ser la madre de tu hijo. Te prometo que voy a amarlo y a cuidarlo como si hubiese nacido de mí.

Al-Saud la tumbó en la reposera, la cabeza de Matilde a los pies, y la cubrió con su cuerpo semidesnudo. Matilde arqueó la espalda cuando Eliah, que deslizó sus manos bajo la única prenda que llevaba encima, una camisa de él, le rozó los pechos con la parte encallecida de su palma.

—Ya me calentaste de nuevo.

—¿Por qué? ¿Qué hice? —preguntó ella, con simulada consternación.

—No sé. Me calentaste por… Sólo por ser Matilde.

Se amaron en el refugio del balcón, lejos de la baranda abierta al vacío, protegidos por la intimidad que les ofrecían las macetas enormes de terracota con helechos y ficus. No obstante, nada amortiguaba los lamentos lánguidos de Matilde, ni las inhalaciones roncas y afiladas de Al-Saud, que se alejaban con la brisa del atardecer y seguían escandalizando al hotel.

Él cayó, exhausto, sobre ella. Matilde movió la cabeza hasta dar con un resquicio por el cual inspirar aire fresco. Al-Saud se elevó en un codo y le apartó los mechones de la frente, y le besó los párpados cerrados y los labios entreabiertos.

—¿Te gustaría ver fotos?

—¿Fotos de Kolia? —Al-Saud asintió—. Sí, me encantaría.

Abandonaron la reposera cuando conjuraron la fuerza para separarse y ponerse de pie. Matilde se mareó y buscó el cobijo que representaba el cuerpo de él. Entraron abrazados, y así permanecieron en tanto Al-Saud encendía la computadora portátil y buscaba los archivos con las fotografías que Alamán y Joséphine, de visita en la Villa Visconti, le habían tomado a Kolia.

—¿Por qué sonreís? —Matilde le acarició los labios.

—Porque Alamán está embobado con Kolia. Él y Joséphine fueron a conocerlo a Italia y le sacaron… No sé… Cien fotos con una cámara digital y me las mandaron por e-mail. Hay una… —dijo, y tecleó hábilmente con una mano, sin soltar a Matilde—. Sí, ésta. Ésta es mi favorita.

Matilde lo observó de soslayo y descubrió el orgullo que le volvía intenso el verde de los ojos. Regresó la vista a la pantalla y exclamó. Pocas veces había visto a un bebé tan bonito como Kolia. La fotografía era muy buena, un primer plano del niño sentado solo en un sillón estilo Luis XV de pana verde musgo. Parecía un príncipe.

—Eliah… Es tan hermoso. Tan parecido a vos.

—¿Sí? ¿De verdad?

—Sí. Menos el color de ojos, lo demás lo heredó de vos. Mirá la boca —acercó el índice a la pantalla—. Y la forma de los párpados. Dios mío, es uno de los bebés más lindos que he visto. Y te aseguro que he visto a montones. Y qué sano que parece. Mirá los cachetes que tiene. ¿Ves? Esos sacos de grasa son sus reservas. Está muy bien alimentado.

—Hace poco tuvo unas líneas de fiebre.

Si bien Matilde no se inmutó y siguió estudiando el retrato de Kolia, su corazón se embargó de ternura; la preocupación de Al-Saud resultaba encantadora viniendo de un hombre duro de negocios, de un mercenario.

—Debe de estar cortando los dientes —sugirió, para tranquilizarlo, y él la sorprendió al expresar con euforia:

—¡Lo mismo dijo mi nonna! ¡Qué bueno que vos me confirmes que es eso!

No lo habría desilusionado para explicarle que, sólo tras una revisación exhaustiva, habría podido pronunciar un diagnóstico; por el contrario, insistió en que se trataba de un síntoma propio de la dentición.

—Te amo por estar orgulloso de tu hijo.

—Nuestro hijo —la corrigió.

Al-Saud extrajo de la billetera la fotografía que su abuela Antonina le había regalado y se la mostró a Matilde.

—Es igual a vos —se asombró, mientras sostenía, junto a la pantalla, el retrato de Eliah a los ocho meses—. Las mujeres lo van a acosar. Va a ser estupendamente hermoso, como su padre.

—¿Ah, sí? ¿Yo te parezco estupendamente hermoso?

—No, sos un bicho canasto, como diría Juana. No entiendo por qué me gustás tanto.

Al-Saud se dejó caer en la butaca y la arrastró sobre sus piernas, y, a fuerza de cosquillas, la obligó a jurarle, a decirle y a prometerle cuanto quiso. Ella, por su parte, se hizo con la fotografía de Eliah bebé.

—¿Qué día nació Kolia? —se interesó.

—El 22 de febrero.

—Así que tiene… En pocos días cumple diez meses. ¡Qué ganas de conocerlo y de alzarlo y de besarlo todo!

Al-Saud le acarició la frente y la contempló, orgulloso, no sólo de ella, también de sí, por haber elegido a una mujer íntegra y noble como compañera para la vida. Se miraron en silencio, de pronto entristecidos porque sabían que al día siguiente la magia terminaría. Matilde descansó la frente en la de él.

—Hay tanto que planear, tanto de qué hablar.

—Pero estamos juntos. Para siempre, Matilde. Eso es lo único que importa.

—Sí, lo único que importa.

—Matilde, mi amor, quiero que hablemos de tus guardaespaldas. Markov y La Diana están conmigo, en Ramala. Me gustaría que ellos se hicieran cargo de nuevo de tu custodia. Son muy buenos y vos te sentías cómoda con ellos. —Matilde suspiró y asintió—. Sé que no te gusta, que te parece un asedio…

—No, no, está bien. Con La Diana y con Markov me llevo bien.

—Serán muy discretos. Nadie lo notará.

—Gracias, Eliah. Gracias por cuidarme a pesar de mi estupidez.

—¿Cuántos meses más durará tu misión en Gaza?

—Cuatro.

—Entonces hablaré con Thérèse y le pediré que reserve un turno para casarnos en mayo. Eso es todo lo que me importa, que te conviertas en la señora Al-Saud. Lo demás, lo iremos viendo.

—Sí, mi amor, sí.

El domingo alrededor de las cuatro de la tarde, Matilde se paseaba desnuda por la habitación y, mientras recogía sus prendas y sus efectos, hablaba por teléfono con Juana. Al-Saud la observaba desde la cama, con los brazos a modo de almohada. Una sonrisa entre satisfecha y pretenciosa le mantenía elevadas las comisuras. Matilde se agachó para recoger un par de medias y lo apuntó con el trasero. La reacción fue instantánea: la boca se le llenó de saliva, los ojos se le entibiaron y su pene palpitó. El día anterior, ella por fin se lo había entregado en un acto de infinita confianza que él atesoraba, para regalarle el orgasmo más portentoso del que tenía memoria. El de ella había sido sublime, en sus propias palabras. Saltó de la cama y la sujetó pasándole el brazo por el vientre. Ella siguió al teléfono, mientras él se dedicaba a admirar la curva que formaban el final de su espalda y el nacimiento del trasero más respingón que conocía. Acarició la redondez de una nalga, después la de la otra, así, varias veces.

Al sentir la erección de Eliah en la cadera, Matilde rotó el cuerpo hasta encontrar sus ojos obnubilados de excitación. Despidió a Juana, apagó el teléfono y lo arrojó sobre el colchón.

—Eliah, el checkpoint de Erez cierra a las seis de la tarde. No llegamos.

—Te llevo mañana a la mañana —propuso él, con la mirada y las manos de nuevo en las nalgas de ella.

—No. Mañana entro a las siete. Tengo una cirugía a las ocho. Llevo semanas esperando para hacer esta cirugía. No llegaba la droga…

—Está bien, está bien —se resignó, y la soltó para ir al baño y comenzar a vestirse. Matilde lo detuvo aferrándose a él por la cintura y arrastró los labios por su espalda.

—No hagas eso si no querés terminar conmigo entre las piernas. —Ella depositó besos diminutos en el contorno del músculo dorsal ancho—. Eso tampoco.

Matilde se colocó delante de él y mantuvo cierta distancia al apoyar las manos sobre sus pectorales.

—¿Creés que no me encerraría aquí con vos, para siempre? ¿Que no quiero tanto como vos seguir haciendo el amor? ¿Que no te deseo y te deseo y te deseo? Parece que, cuanto más lo hacemos, más te deseo.

Al-Saud la atrajo hacia él y apoyó la mejilla barbuda en su cabeza.

—Sí, a mí me pasa lo mismo —admitió, con acento enfadado—. Con vos, nunca es bastante.

—No falta tanto para que sea toda para vos.

—Ya sé que siempre tendré que compartirte, pero, cuando nos casemos, le voy a pedir prestado el yate a mi viejo y vamos a desaparecer un año en alta mar.

—¿El yate de tu papá tiene tripulación? No quiero que me oigan gritar como acá. En este hotel se enteró hasta el cocinero de que nos lo pasamos haciéndolo. Voy a meter la cabeza dentro de la shika cuando pasemos frente a la conserjería.

Al-Saud carcajeó.

—Lamento informarte que sí, el yate tiene tripulación. Pero llevaremos la mínima e indispensable y los obligaremos a usar tapones para los oídos.

—Muy bien.

—Matilde, la semana que viene iré a Gaza.

—¿De verdad? ¡Ay, qué alegría!

—Hay una unidad de Fuerza 17, el ejército de la Autoridad Nacional Palestina al que estoy entrenando, al que tengo que ir a evaluar. Tal vez vaya el martes. Te aviso por teléfono.

—Si funciona.

Unas horas más tarde, de regreso en el Hotel Rey David después de haber dejado a Matilde en el puesto de control de Erez para que lo cruzase con un taxi autorizado, después de quedarse tranquilo porque Ulysse Vachal acababa de confirmarle que había llegado sin problemas al departamento que ocupaba en la calle Omar Al-Mukhtar, Al-Saud recibió una llamada de su antiguo comandante, el general Anders Raemmers, que lo inquietó. Lo convocaba a una reunión de urgencia para el martes siguiente, 15 de diciembre, en la sede de L’Agence en Londres, con lo cual desbarató sus planes de viajar a Gaza.