Jérôme fingía dormir sobre la estera en la choza de karme.
Desde hacía diez días, pasaba las noches encadenado a un bloque de cemento. No sabía cuánto duraría el castigo por haber intentado escapar. Maldecía su suerte. Después de haber vagado por la selva durante más de un día, los hombres de Karme lo habían encontrado.
Supo mantenerse a salvo de los peligros del bosque tropical, bien alimentado e hidratado, hasta que los interahamwes lo sorprendieron durmiendo sobre un colchón fabricado con hojas de helechos. La verdad era que estaba perdido porque, a diferencia de la vez anterior, cuando se fugó con su madre y la pequeña Aloïs, no tenía idea hacia dónde se hallaba Rutshuru; Karme se había cuidado de ocultárselo, y él desconocía la ubicación del nuevo campamento.
Habría preferido vagar para siempre por la selva a caer de nuevo en manos de esos demonios que lo obligaban a hacer cosas malas que lo avergonzaban y lo torturaban de noche. No olvidaba las personas que caían muertas tras las ráfagas de los AK-47, ni la sangre que les brotaba del cuerpo, ni los gritos desgarradores, ni el llanto. Jamás les miraba la cara a los cadáveres porque lo había hecho una vez, y los ojos de la mujer, abiertos y saltones, quietos y opacos, lo perseguían aun de día.
Como Matilde le había enseñado a hablar con su mamá Alizée, estaba pidiéndole que fuese a buscarlo y lo llevase adonde ella estaba. Ya no quería estar ahí, con Karme. Después de tanto tiempo, le resultaba claro que Eliah y Matilde lo habían olvidado, o, peor aún, se habían enterado de sus tropelías y ya no lo adoraban. «Te adoro, Jérô» —le había asegurado Matilde tiempo atrás, en la misión. «¿Qué quiere decir “te adoro”?» «Quiere decir que siempre pienso en ti, que quiero que estés bien, que me preocupo por ti, que me gusta estar contigo, que me gustaría estar siempre contigo y no separarme nunca de ti. Que te quiero con todo mi corazón». Se mordió el labio para evitar que el llanto lo delatase. Oía a Karme, que se acercaba a la choza. Lo odiaba por haberlo separado de Matilde y de Eliah y por haberlo obligado a convertirse en alguien a quienes ellos ya no querían; sobre todo, lo odiaba por eso. Al reprimirse para no llorar, hacía fuerza y, de entre los párpados, le brotaban lágrimas que se reflejarían en la penumbra. Dio vuelta la cara hacia la pared de barro y cañas de bambú.
Jérôme reconoció que, además de Karme, uno de sus hombres de confianza acababa de entrar en la choza.
—No hagas ruido que el niño duerme —le exigió Karme.
—Ese niño tutsi terminará trayéndonos problemas.
—Ese niño tutsi terminará convirtiéndose en el mejor guerrero interahamwe. Déjamelo a mí. Es el más inteligente de todo el grupo. ¡Más inteligente que tú! —masculló, y apretó los labios para frenar la risa.
—¡Será nuestra ruina!
—No. Será nuestra mejor venganza. ¿Imaginas a un tutsi interahamwe cazando a su propia gente?
—Será tu ruina —repitió el hombre—. He recibido noticias de que hay gente, gente muy importante, buscándolo sin cesar. Ofrecen dinero por información acerca de él.
A esas palabras, Jérôme dejó de respirar.
—¿Quién te lo dijo?
—Hoy, cuando fui de incógnito a Rutshuru, lo escuché en un bar. La recompensa es muy buena. Cualquiera nos traicionará con tal de quedarse con el dinero.
La noticia volvió a humedecer los ojos de Jérôme, aunque de alegría y de alivio. «Mamá, ya no vengas a buscarme. Matilde y Eliah todavía me adoran y me sacarán de aquí».
—¿Diana?
—¿Sergei? —La voz anhelante de la muchacha lo hizo sonreír con una mezcla de masculina satisfacción y de pura alegría—. ¿Eres tú?
—Sí.
—¿Me llamas desde el Congo? —se extrañó.
—No. Estoy en París. Acabo de llegar.
El cuerpo de La Diana vibró en tensión. La boca se le secó de manera tan súbita que, al intentar hablar, la lengua se le pegó al paladar por lo que las palabras murieron en su mente.
—Diana, ¿estás ahí?
—Sí —alcanzó a farfullar con un timbre desagradable.
—¿Qué pasa? ¿No te alegra saber que estoy aquí?
—Por supuesto. —Habría exclamado: «¡Estoy feliz, Sergei!», si los nervios no le hubiesen atado la lengua y le retorciesen la tráquea. Pasados unos segundos, la felicidad se mezcló con la inquietud de tener que enfrentarlo de nuevo. Después de tanto tiempo, alrededor de dos meses, le exigiría lo que ella no se atrevía a darle. ¿O sí? No había faltado a una de las sesiones con el doctor Brieger, y ella podía constatar lo benéficas que resultaban para su alma y para su mente las charlas con el psiquiatra. Dormía mejor, no se sentía asediada y había comenzado a sonreír. Con todo, aún la contrariaba que la tocasen, sin importar que fuese consecuencia de un acto accidental. Entregarse a Markov era la prueba de fuego, y ella dudaba de estar preparada para afrontarla.
—¿Estás libre ahora?
—No. Estaré con la señora Arafat hasta las seis. Después me relevarán.
—¿Nos vemos en tu casa? ¿A las siete? —En el silencio de La Diana, Markov adivinó su pánico—. Diana, mi amor, quiero que estés tranquila. Ya sabes: nada ocurrirá que tú no desees.
«¡Lo deseo! ¡Lo deseo tanto! ¡Y tengo tanto miedo de que te canses de esperarme!» Inspiró y propuso con acento medido:
—¿A las ocho? —Quería contar con tiempo para cambiarse, embellecerse y preparar la cena.
—Me lo pones difícil —simuló enfadarse Markov—. Estoy ansioso por verte. Pero si te va bien a las ocho, a las ocho será.
Los minutos para que se hicieran las seis de la tarde se convirtieron en horas. Ahora bien, una vez que La Diana entregó la custodia de Suha Arafat a su compañero, el tiempo pareció volar y se puso nerviosa porque se abrumó con la idea de que no llegaría a ponerse linda como deseaba. El portero eléctrico sonó a las ocho menos cinco, cuando ella terminaba de colocarse máscara en las pestañas. Corrió al dormitorio y se perfumó generosamente con Fleurs d’Orlane, que Yasmín le había recomendado. Se echó una miradita en el espejo del placard y le gustó lo que vio. Oprimió el botón y oyó la chicharra y el chasquido de la puerta de la planta baja al abrirse. Ni siquiera había confirmado que se tratase de él. Entreabrió la puerta y se replegó hacia el interior, en el comportamiento de quien espera a un asesino y no al hombre que ama.
—¿Diana? —Markov empujó la puerta y metió la cabeza. Revoloteó los ojos hasta detenerlos en ella—. Diana —susurró—. Estás… Estás…
—¿Te gusto? —se afligió, mientras se alisaba la falda tubo y se acomodaba la musculosa de raso.
—¿Que si me gustas? —Markov terminó de entrar y cerró la puerta; echó llave—. ¡Estás hermosísima! Me has dejado mudo.
La Diana detestaba sonrojarse, lo juzgaba indicio de debilidad, por lo que adoptó una actitud poco amigable y no avanzó hacia él. Fijó sus ojos celestes en la bolsita de cartón que Markov tenía en la mano; casi resultaba ridículo que un hombre de su tamaño anduviese con una bolsa tan pequeña y femenina.
—¿No piensas saludarme? —La Diana levantó la vista, y Markov sonrió con ternura—. Ven, Diana. Ven aquí —le ordenó, y colocó la bolsita sobre la mesa.
Avanzó tratando de caminar con el meneo que Yasmín le había mostrado. Se detuvo a unos pasos de él. Markov estiró la mano.
—Hagámoslo despacio —le propuso, y La Diana sintió deseos de llorar movida por el amor que él le inspiraba al ser tan paciente y comprensivo con ella—. Empecemos tocándonos la punta de los dedos. —El contacto, aunque nimio, los afectó con intensidad, y la sonrisa burlona del ruso y la tímida de La Diana se esfumaron—. Te extrañé tanto —dijo él en voz baja, como si temiese espantarla, y se atrevió a entrelazar sus dedos con los de ella y apretarle la mano.
—Yo también. No sabes cuánto.
—Quiero saberlo. ¿Hasta las lágrimas?
La Diana asintió, y se atrevió a levantar la mano libre y a rozarle la mandíbula recién afeitada y aceitosa gracias al after shave. Cerró los ojos y se olfateó los dedos en busca del aroma de la loción con la que él se empapaba después de rasurarse.
—Extrañaba tu olor.
—¡Diana! —Markov salvó el trecho que los separaba y la abrazó. La tensión de ella, tan real y manifiesta como su propio cuerpo, inquietó a Markov. A riesgo de desatar sus demonios, la sujetó con suave firmeza—. Tranquila, Diana, tranquila. Soy yo, tu Sergei. Huéleme. Reconóceme como se reconocen los animales, por el olfato.
La Diana, con los ojos cerrados, pegó la nariz al rostro de Markov y la arrastró por su mandíbula; se puso en puntas de pie para olerle la frente, y se movió hacia abajo, hasta sentir el calor que el torrente sanguíneo le imprimía en el cuello y donde el aroma del after shave se intensificaba.
—Sí, eres tú.
—¿Quién? Dilo —le pidió, como en un ruego.
—Sergei.
—¿Tu Sergei?
—Mi Sergei.
La excitación lo aturdía; le zumbaban los oídos y le temblaba el pulso. Lo sorprendía el dominio que se imponía para no tumbarla sobre el sillón y penetrarla. En una maniobra sensata, la apartó con la excusa de estudiarla. A veces, de noche, antes de irse a dormir, lo atormentaba una memoria, la de la reacción de La Diana después de haber intentado besarla semanas atrás, cuando algo se rasgó dentro de ella y quedó atrapada en una dimensión de sufrimiento y de ultraje. No permitiría que su mujer atravesase por esa experiencia de nuevo.
—¡Estás tan hermosa! —exclamó, y la condujo al sillón—. ¿Te has maquillado?
—¿No te gusta?
—¡Me encanta!
—Yasmín me enseñó. Le pedí que me llevase de compras y que me enseñase a ser mujer. Para ti —aclaró, tras una pausa.
Markov la pegó de nuevo a su pecho y buscó la fuente del aroma exquisito, fresco y, a un tiempo, penetrante, que flotaba en torno a La Diana.
—Tu perfume… Está enloqueciéndome.
—A mí me gusta mucho también. Son flores. Puras flores.
La Diana estudió de nuevo al ruso. En los nervios del primer momento, no se había dado cuenta de que estaba delgado y desmejorado. Le pasó la punta del índice por las manchas oscuras que, como cenefas, le bordeaban los ojos. Lo miró y frunció el entrecejo a modo de pregunta.
—Sí, no estoy en forma, lo sé. Me pesqué la malaria en el Congo y estuve muy mal.
—¡Dios mío! —Markov amó la expresión aterrada de La Diana y el modo en que se cubrió la boca; le descubrió las uñas pintadas—. No sabía nada. Nadie me dijo nada. De haberlo sabido, habría ido a cuidarte.
—¿Sí? ¿Habrías ido a cuidarme?
—Sí, sí —contestó, más tímida, siempre refrenándose para no ocasionar un cataclismo de pasión que él no lograse reprimir.
—Fui un tonto, entonces —se reprochó—. Le exigí a Ramsay que no te dijese nada para no preocuparte. De haber sabido que estabas dispuesta a correr en mi auxilio, le habría pedido que exagerase las cosas.
La hizo reír, y, de las cosas nuevas que La Diana había conquistado, reírse era de las que más le gustaban.
—Te amo, Diana.
La Diana comenzó a sollozar. En un principio, Markov no se dio cuenta porque lo confundió la risa. Además, ella le negaba la mirada. Cuando una lágrima cayó sobre su mano, la obligó a levantar el rostro.
—No llores, por favor.
—No te merezco.
—Diana, no importa si nos merecemos. Sólo quiero estar contigo. Soy feliz a tu lado. Ni por un minuto, mientras me mantengo alejado de ti, dejo de pensarte.
—Yo tampoco. Todo el tiempo estás en mi cabeza. A veces creo que me volveré loca. El doctor Brieger dice que, hasta que no supere mi fobia, tú te convertirás en mi obsesión.
—Así me gusta —acotó él, risueño—. Quiero ser tu única obsesión.
—Quiero que me beses. —El pedido de La Diana lo tomó por sorpresa y no supo qué decir—. Entiendo tu confusión. La última vez que lo hiciste, me comporté como una psicótica.
Markov le encerró el rostro entre las manos.
—Diana, no hay nada que desee más que besarte. Pero no quiero causarte un instante de sufrimiento.
—Quiero que me beses —declaró, menos decidida.
—Deberás prometerme algo. Mientras esté besándote, cerrarás los ojos y mantendrás el contacto conmigo a través de nuestros olores. El hilo que te atará a la realidad y que impedirá que vuelvas a aquella otra será el del olfato, el del aroma de mi piel y el de tu piel. ¿Está claro?
Posó los labios sobre los de La Diana y siseó para calmarla. Depositó besos diminutos en la cara de ella, que estaba fría; mientras tanto, se las arreglaba para contarle de la primera vez que la había visto, de la impresión que le había causado, y mechaba sus relatos con salidas ocurrentes que la hacían reír. Cada tanto, le preguntaba: «¿Me hueles?» o le decía: «Aquí estoy. Di mi nombre», y ella, obediente, susurraba: «Sergei». Fue La Diana quien marcó la necesidad de pasar a una instancia más audaz. Se movió en el sillón, acercó el torso hasta amoldarlo al de Markov y presionó su boca contra la de él, que, luego de un segundo de incertidumbre, la abrió para atrapar los labios de ella.
—¿Estás aquí conmigo? —le habló sin apartarse, golpeándola con su aliento que olía a la menta del dentífrico y que se mezcló con el del after shave y el del Fleurs d’Orlane.
—Sí, aquí estoy. Contigo.
—Te deseo tanto. —La penetró con la lengua y se mantuvo quieto esperando el rechazo. Percibió el alboroto de las manos de La Diana sobre sus hombros, que no atinaban a empujarlo, tampoco a atraerlo—. ¿Te gusta? ¿Te gusta tener mi lengua en tu boca? Quiero que me lamas los labios con la tuya. Vamos, no te avergüences. Este momento es sólo nuestro. Mientras nos guste a los dos, no debemos explicaciones a nadie. —Calló de repente cuando la lengua de La Diana le recorrió el labio inferior de comisura a comisura. Le gustó que no hubiese entumecido la lengua; la había sentido esponjosa—. Dios mío, Diana. Hazlo otra vez. —Ella soltó una risita aniñada y lo complació, esta vez, en el labio superior—. Chúpame.
Las lenguas terminaron entrelazándose en el exterior. Jugaron, se tocaron con timidez, después con osadía, se lamieron mutuamente, se escondieron, se buscaron, hasta que la excitación, espesa y caliente, obligó a Markov a tumbar a La Diana en el sillón, donde le devoró los labios y le introdujo la lengua sin jueguitos ni consideraciones. La Diana, atrapada bajo el peso del ruso, vivió un instante de pánico que la privó del aliento. Para oler, necesitaba respirar, así que se obligó a inspirar e imaginó que los pulmones se le inflaban. Evocó las palabras de Al-Saud cuando le enseñaba Krav Magá: «¡Vuelve aquí! ¡Deja de pensar en Rogatica! ¡Respira! Diana, respira. Te cansas si no lo haces como te indiqué». Al colmarla, los aromas familiares anularon los otros asociados al terror —vodka, humo y sudor— y la ataron de nuevo a la realidad. «Disfruta, Diana», se ordenó, y lo penetró con su lengua. Markov gimió de placer, y a La Diana la asombró el orgullo y la alegría que ese sonido le produjo. «¡Estoy besándolo! ¡Está besándome!» No existían las palabras para describir la sensación de triunfo y de excitación.
La mano de Markov trepó por la cintura de La Diana hasta detenerse sobre un pecho. La muchacha lo detuvo. El beso acababa de terminar. La Diana le sonrió tan ufana y satisfecha, que la insatisfacción de él se evaporó.
—Diana, si éste ha sido tu primer beso —bromeó Markov—, me excito al pensar cómo lo harás cuando adquieras práctica.
—¿De veras estuve bien? —El gesto de beatitud de Sergei le provocó una carcajada—. Quiero que el lunes me acompañes a la sesión con el doctor Brieger. Él quiere conocerte.
Markov asintió y dijo:
—¡Salgamos a celebrar nuestro primer beso!
A La Diana le dio alegría subir otra vez al viejo Mercedes Benz de Markov y pasear con él como si fuesen una pareja normal. Cenaron en un restaurante de la calle Marbeuf, donde Markov le entregó la bolsita.
—Te lo compré en el free shop de De Gaulle. —La Diana sacó una cajita de plástico roja, en cuya tapa decía, en letras plateadas, Swarovski. Abrió la caja. Había un par de aros de cristal azulino, tallados como diamantes, que colgaban de una cadena muy delgada de rodio de unos cuatro centímetros de largo—. Los vi y me imaginé que harían juego con el color de tus ojos.
—Sergei, es lo más hermoso que me han regalado en la vida. —La risa incrédula de él la indujo a insistir—: En serio, Sergei, es la primera vez que me regalan algo tan valioso y fino. Nosotros éramos muy pobres.
—No pienses en eso. Póntelos, quiero ver cómo te quedan.
Ella lo complació. Se recogió el pelo y agitó apenas la cabeza; le gustó la sensación del roce de las piedras en el cuello. Markov, que rara vez apreciaba los detalles en las mujeres, más bien las evaluaba en conjunto, se sorprendió de la luz que el cristal captaba y del modo en que reverberaba sobre la piel blanca y los ojos celestes de La Diana.
—Tú eres lo más hermoso que he visto en la vida —manifestó, sin pensar, y después se sintió cursi.
—Me siento hermosa cuando estoy contigo —se atrevió a confesar ella.
—¿Qué es eso que tienes en el cuello? No te lo había visto antes.
La Diana, una agnóstica confesa, cerró el puño en torno a la Medalla Milagrosa que había comprado en el convento de la calle du Bac y hecho bendecir por un sacerdote. Se había tratado de un impulso. Pocos días atrás, después de entregar la custodia de la señora Arafat a su compañero, se dedicó a pasear sin rumbo. Como estaba deprimida, no quería volver a su departamento. Se le ocurrió visitar a Leila y desistió casi de inmediato; la felicidad de su hermana, que se lo pasaba con Ramsay, no le provocaba envidia sino que la fastidiaba porque ponía de manifiesto su vida miserable. Deambuló por las calles y se detuvo a la entrada del convento de la Compañía de las Hijas de la Caridad, donde su hermano Sándor casi había muerto meses atrás. Recordó la historia de la Medalla Milagrosa, y cómo le había salvado la vida a Eliah durante el asalto a la sede de la OPEP. Sorteó a los numerosos turistas y peregrinos y entró en el negocio donde vendían los artículos religiosos. Compró una medalla de plata, de unos tres centímetros de largo y dos de ancho, y una cadena.
—Si quiere —le había ofrecido la religiosa que atendía el negocio—, puede hacerla bendecir. El padre Lambert lo hará cuando termine la misa.
Se quedó en el umbral de la capilla que tantas imágenes horrendas le evocaba hasta que la paz del lugar, acentuada por la voz monótona del sacerdote, y el aroma a incienso la sedaron y borraron las escenas de tiros, gritos y tensión. Había poca gente oyendo misa. Cuando se pusieron de rodillas para la consagración, La Diana los imitó. Elevó la vista y la clavó en la imagen de la Virgen. Al meditarlo después, en su casa, se convenció de que la voz que había hablado no nació en ella. En realidad, la voz había hablado por ella, atándola a una promesa que, paradójicamente, no le costaría cumplir. La voz dijo: «Cúrame, María. Permíteme ser feliz con Sergei Markov como cualquier mujer lo sería junto al hombre que ama, y yo te prometo que concederé el perdón a los serbios que me causaron este daño tan grande». No se puso de pie cuando los demás lo hicieron. Permaneció de rodillas, llorando con la frente sobre el reclinatorio, y no advirtió que la misa terminaba y que la capilla se vaciaba. Reaccionó cuando el padre Lambert le tocó el hombro y le preguntó si necesitaba algo.
—Sí, padre —se apresuró a contestar—. Quiero que bendiga mi medalla.
—Bendeciré tu medalla y te bendeciré a ti.
Salió renovada del convento de la calle du Bac, como si un agua milagrosa le hubiese lavado el alma y el corazón.
Markov seguía contemplándola con una mirada inquisidora; esperaba una explicación.
—¿Tienes otro admirador que te hace regalos? —preguntó, medio en broma, medio en serio.
—¡Claro que no! Esta medalla la compré yo. Es la que le salvó la vida a Eliah en Viena.
—Tú no eres del tipo religioso —le recordó Markov.
—Lo sé. Se trató de un impulso. No tiene nada de malo.
—Por supuesto que no.
Esa noche, mientras Markov dormía en su cama tras haber compartido otro beso apasionado y haberlo disfrutado, La Diana se sentó frente a la computadora, se conectó a Internet y le escribió un mensaje a Matilde. Nadie como ella para comprender la magnitud del progreso que había conquistado. «Todavía no he dado el paso final. Pero voy a lograrlo, como lo hiciste tú, Matilde. Lo que acabo de lograr y el amor de Markov me dan fuerza».
Tras el éxito de la operación para hacerse de la torta amarilla saudí, Rauf Al-Abiyia condujo el Sirian Star por el río Shatt al-Arab hasta el puerto iraquí de Umm Qasr, en el cual recaló hacia fines de octubre después de sortear a los barcos de la Marina norteamericana que atestaban el Golfo Pérsico. Al enterarse de la llegada de las doscientas toneladas de óxido de uranio, Saddam Hussein y su entorno quedaron impresionados y muy complacidos, y el Príncipe de Marbella recuperó la admiración del rais perdida tras la defección de Mohamed Abú Yihad.
De un solo golpe, les proporcionó combustible nuclear para alimentar las treinta centrifugadoras cuya construcción estaba prácticamente finalizada y para rellenar los cientos de ojivas nucleares de una capacidad destructiva similar a la de la bomba arrojada sobre Hiroshima. Cierto que había existido una demora como consecuencia del ataque porfírico sufrido por el profesor Orville Wright, pero sus asistentes lo habían cubierto, con resultados óptimos. El sayid rais manifestó estar orgulloso de su gente.
Después de la gesta del uranio, como Rauf Al-Abiyia llamaba en la intimidad a la operación, le comentó a Fauzi Dahlan que necesitaba vacaciones, las cuales le fueron concedidas. Tal como había soñado, Al-Abiyia se lo pasó en su yate en Marbella, durmiendo, comiendo y teniendo sexo, un desliz que el Corán prohibía y que él creía merecer después de haber dado tanto a la causa árabe. Regresó a Bagdad, sitio en el que jamás habría vuelto a poner pie si no hubiese sabido que, día y noche, los hombres de Dahlan lo vigilaban.
—Salaam, Rauf! —lo saludó Dahlan, y se dieron un abrazo—. Te ves espléndido. Veo que has descansado.
—Sí, he descansado.
—¿Listo para volver a prestar servicios al rais? —La sonrisa de Rauf escondió la contrariedad que esas palabras le ocasionaron—. Queremos que encuentres a Mohamed Abú Yihad y que lo traigas aquí. Tiene que rendirnos cuentas por su traición y por el robo de nuestro dinero.
Al-Abiyia asintió, con expresión inmutable, a pesar de la decisión que había tomado; no se acobardaría ni se echaría atrás. Durante sus vacaciones, se había azorado cuando el oficial de cuenta del Bank Pasche en Liechtenstein, con el cual él y Abú Yihad operaban, le confirmó que habían ingresado dos millones y medio de dólares, sin duda, el dinero robado por su socio, quien, tal vez movido por la culpa, lo devolvía. De inmediato, sin destinar un instante al remordimiento, Al-Abiyia lo transfirió a su cuenta personal en una entidad financiera de la Isla de Man, en el Mar de Irlanda. Se los había ganado con creces durante los meses de tortura a manos de los verdugos de Dahlan debido a la traición de su hermano Abú Yihad.
—Por otra parte —añadió Fauzi—, Mohamed sabe demasiado. En realidad —dijo, y su semblante empezó a ensombrecerse—, lo sabe todo acerca del proyecto nuclear. No puede andar por ahí, suelto, sin control. Podría caer en manos de la CIA. No quiero ni pensarlo. Encuéntralo y tráelo a Bagdad.
Rauf asintió y calló. Encontraría a Abú Yihad, lo entregaría al carnicero de Bagdad y que Alá se apiadase de él.
Donatien Chuquet no acertaba a definir si la afición que el hijo mayor de Saddam Hussein, Uday, experimentaba súbitamente por él le convenía o si se le volvería en contra. No necesitaba un título en psicología para entrever el carácter psicopático del joven heredero al sillón presidencial. Sus alumnos, los pilotos, en un acto de arrojo, tal vez de rebeldía y de hartazgo, le habían referido anécdotas inverosímiles protagonizadas por Uday, en las que no faltaban asesinatos con armas estrafalarias, como un cuchillo eléctrico o un bate de béisbol, y abusos sexuales. Lo cierto era que la amistad, hasta el momento, le había reportado beneficios porque, gracias a la intervención poco diplomática de Uday Hussein, Fauzi Dahlan, un verdadero incordio, lo había autorizado a viajar a Bagdad en dos ocasiones y abandonar por unos días Base Cero. Con el paso del tiempo, Chuquet se convencía de que, si fomentaba la amistad con el primogénito, éste se convertiría en un salvoconducto para abandonar con vida ese hueco infernal. El instinto le marcaba que los iraquíes no le perdonarían conocer el lugar secreto.
Durante sus estadías en la capital iraquí, no pudo quitarse los lentes para sol a riesgo de dañarse la retina. No le importó. Uday lo condujo a su despacho y le permitió hacer varias llamadas desde un teléfono de línea segura, la primera a su oficial de cuenta en el Atlantic Security Bank de la Isla Gran Caimán; después, llamó a sus hijos en París.
Se había ganado la admiración de Uday simplemente por ser piloto de guerra y por sus conocimientos en materia de aviones cazas, bombarderos y polivalentes. El muchacho sabía poco a pesar de haber participado en el diseño de la estrategia militar iraquí durante la Guerra del Golfo; al menos, eso aseguraba él.
—¿Cuándo decidirás cuáles son los dos pilotos elegidos para la misión? —lo presionó en el viaje de regreso a Base Cero.
—¿Hay prisa? Entiendo que todavía no han conseguido los aviones.
—Sí, es verdad —se apesadumbró Uday—. Se está convirtiendo en una pesadilla conseguir dos aviones. Ahora estamos intentando comprarlos usando nuestros contactos con funcionarios de otros países que, por una comisión, venderían cualquier cosa.
En su segunda visita a Bagdad, Uday le prestó la línea segura para llamar de nuevo a su familia. También telefoneó a su amigo, Normand Babineaux, porque lo rondaba una idea que ya había decidido guardar como un as para usarlo a su conveniencia; tal vez, pensó, se tratase de otro salvoconducto.
—Allô, Normand! C’est moi, Chuquet.
—¡Ah, Donatien! ¿Cómo estás?
—Te llamo para avisarte que acabo de transferir a tu cuenta los cincuenta mil francos que te debía.
—¡Oh! Pues… Gracias.
La noticia de la devolución del dinero alegró a Babineaux, por eso, cuando Chuquet le preguntó acerca del Sukhoi de propiedad del príncipe Turki Al-Faisal, se mostró predispuesto a satisfacer su curiosidad. Cortó la llamada, y Chuquet sabía dónde estacionaban al caza ruso, en qué hangar, con qué medidas de seguridad lo protegían, en qué estado se encontraba, cuántas veces Al-Saud lo había piloteado y si se había vuelto a casar, a lo que Babineaux, un poco desconcertado, contestó que no, si bien, aclaró, Lorian Paloméro, hermano del piloto del Gulfstream V de Al-Saud, aseguraba que estaba muy enamorado de una muchacha argentina llamada Matilde.
La amistad con Uday Hussein se constituyó en una fuente de información secreta que, a decir verdad, Chuquet habría preferido no conocer. Por ejemplo, Uday lo invitó a recorrer, con una soltura insensata y pasmosa, la zona de Base Cero vedada para él, la sección donde trabajaba el cejudo, cuyo nombre también terminó por saber: Orville Wright, un genio de la física nuclear y del diseño de armas.
La revelación de lo que se gestaba en esa área de la base subterránea le puso la mente en blanco y, por primera vez, el mantra «cuatro millones de dólares» no sirvió para ahuyentar el miedo. En ese instante comprendió la magnitud de la misión que llevarían a cabo los pilotos: no sólo ingresarían en el espacio aéreo saudí e israelí, sino que arrojarían bombas atómicas sobre ciudades importantes.
Después de un mes y diez días en la Franja de Gaza, Matilde hizo un balance y concluyó que, al igual que le había sucedido en el Congo, se había enamorado del lugar y de su gente, más allá de que la luz se cortase cada dos por tres, de que el agua supiera a agua de mar y fuese escasa, de que el teléfono funcionase cuando se le diese la gana, de que masticase arena los días de viento y de que el trabajo se volviese cada vez más difícil por falta de suministros como consecuencia de los cierres de los cruces fronterizos. No amaba Gaza porque fuese una ciudad bella, porque no lo era: sus calles tenían baches en los que, al decir de los gazatíes, uno podía quedarse a vivir; sus veredas tenían las baldosas levantadas; en sus construcciones, la mayoría de baja calidad, todavía se apreciaban las secuelas de la guerra (mampostería picada, pintura saltada, persianas con huecos, vidrios cruzados con cinta de pintor, incluso ruinas); y, sobre todo, se trataba de una ciudad pobre en la cual más del setenta por ciento de la población económicamente activa carecía de un empleo y vivía de los subsidios de la UNRWA.
Esa tarde del miércoles 25 de noviembre, como El Silencioso quería mostrarle el mítico campo de refugiados de Jabalia, al norte de la Franja de Gaza, no tendrían clase de árabe. Matilde e Intissar, que se quedaría a cuidar a Amina —Zeila, la niñera, estaba enferma—, caminaban a paso presuroso por las calles del Rimal.
—Antes —le explicaba Intissar—, en los días felices en que podíamos ir a trabajar a Israel, todo era más fácil y aquí se vivía otro ambiente. Los hombres volvían a casa después de haberse cansado trabajando, sabiendo que cobrarían un sueldo para mantener a sus familias.
—¿Ahora no pueden?
—Es casi imposible conseguir un permiso de empleo en Israel. Muchos cruzan la frontera por pasos clandestinos y se ofrecen para trabajar ilegalmente, pero si los pescan, los meten presos. El riesgo es muy grande.
—Como siempre —conjeturó Matilde—, los permisos no se conceden y los checkpoints se cierran a causa de los ataques terroristas, ¿verdad? —Intissar asintió—. No están logrando mucho con esos ataques.
—La verdad es que no —acordó la enfermera palestina—. A veces pienso que los llevan a cabo no como parte de una estrategia meditada y bien trazada sino como simples actos para desahogar la rabia que los consume. Lo mismo cuando bombardean las ciudades israelíes que están cerca de la Franja de Gaza.
—¿Ah, sí? ¿Las bombardean?
—Sí, con unos cohetes de fabricación casera. Los llaman Qassam porque los construyen y los lanzan los de las Brigadas Ezzedin al-Qassam. Sobre todo, los lanzan desde el límite norte de la Franja de Gaza.
—El hermano del Silencioso —musitó Matilde.
—Sí, su hermano. Se dice que están peleados a muerte. Como El Silencioso lucha por un Estado binacional y está en contra de los actos de violencia…
—¿No tiene miedo de que lo maten? Lo intentaron en París, a principios de año.
—¡Sí! ¡Qué momento de tensión se vivió aquí! Estábamos muy preocupados hasta que la prensa aseguró que había salido ileso. —Intissar pareció evadirse en otros pensamientos y, al cabo, reanudó el tema de los cohetes Qassam—. Ashkelon y Sderot, dos ciudades israelíes ubicadas al norte de Gaza, son los destinos favoritos de los cohetes. ¿Sabías que han muerto muchos niños israelíes a causa de ellos? —Matilde negó con la cabeza, sin levantar la vista—. Me avergüenzo de lo que hacen los de Hamás. Mi hermano, que durante unos meses tuvo suerte de conseguir trabajo en Sderot, me contó que en las calles hay refugios anticohetes. Tienen quince segundos para entrar en ellos y cubrirse antes de que el cohete caiga sobre la ciudad.
—¿Por qué quince segundos?
—Es el tiempo con que cuentan entre que los radares del Tsahal descubren que el cohete se aproxima y el impacto. ¡Maldito Hamás! —masculló, con el rostro encarnado—. Contigo me desahogo hablando de estas cosas, porque no puedo hacerlo con nadie más. Es tabú hablar mal de ellos. Y peligroso.
El Silencioso no había llegado, y Amina estaba a cargo de una vecina, que se marchó a su casa cuando Intissar le aseguró que se ocuparía de cuidarla. La niña pidió ir al baño e Intissar la acompañó. Matilde se quedó sola en la sala y, como siempre, la fotografía de Eliah cuando tenía dieciséis años —El Silencioso le había confirmado la edad— la atrajo con una fuerza magnética a la que no podía ni quería resistirse. Le acarició la mandíbula con la punta del índice y descendió por su cuerpo delgado hasta acabar en el marco inferior.
—Las mujeres lo encuentran irresistible, ¿verdad?
Dio un respingo y giró. El Silencioso la contemplaba con ojos chispeantes y una media sonrisa. Acababa de llegar, aún cargaba las carpetas y los libros bajo el brazo y tenía las llaves del automóvil en la mano.
—Ahora comprendo que, en realidad, te llaman El Silencioso porque te mueves como un gato.
Un mutismo intencionado cayó sobre Sabir. Matilde no apartó la mirada cuando le habló.
—Eliah y yo éramos novios.
—Lo sé. —Ante la sorpresa que invadió la cara de Matilde, El Silencioso le explicó—: Shiloah me lo dijo.
La ilusión de que, en realidad, Eliah se lo hubiese contado se desvaneció. Al Silencioso lo sorprendió la mutación instantánea que se operó en los ojos de Matilde, que de una tonalidad similar a la de la plata bruñida se tornaron como de un azogue mate.
—Sí, éramos novios —repitió, y se sintió como una estúpida usando la palabra «novios». Juana le habría reprochado que era anticuada. Debería haber dicho «pareja», pues eso habían sido, mucho más que novios. Sin embargo, no lo hizo y caviló que se habría avergonzado al pronunciarla.
—Entiendo que eran mucho más que novios.
Matilde se quedó mirándolo, con las cejas enarcadas, preguntándose si, tal vez, ese hombre poseía atributos extrasensoriales. De un tiempo a esta parte, lo creía capaz de cualquier prodigio. No se demoró en ese pensamiento sino en su incapacidad para pronunciar «pareja», y se empecinó en descubrir por qué. Una voz en su mente la juzgó con dureza al contestar: «Porque nunca fuiste en verdad su mujer. Porque nunca te entregaste como una mujer se entrega a su hombre. Siempre reservaste un espacio oscuro, silencioso y, sobre todo, secreto, para alejarte y lamerte las heridas. Para autocompadecerte, como hacen los cobardes».
—Tu esposa era muy bonita, Sabir —dijo, para desviar el tema, y señaló una de las tantas fotografías.
—Sí, Maira era mi vida. Sufrió a mi lado, y eso me atormenta —comentó, tras un silencio.
—Estoy segura de que te amaba.
—Sí, me amaba, pero sufrió por mi causa, en especial durante mis años en Ansar Tres. En prisión —aclaró, y Matilde bajó la vista; nadie mejor que ella conocía la profundidad del sufrimiento cuando un ser querido estaba tras las rejas.
—¿Maira iba a visitarte?
—Tanto como se lo permitían. Y cuando iba, sólo verla me resultaba suficiente para encontrarle sentido a la vida. Uno de los guardias, un hombre en extremo humano y bondadoso con el cual nos hicimos muy amigos, nos permitía estar juntos. Una concesión que podría haberle costado el puesto, y que a nosotros nos dio a Amina.
—¿Concibieron a Amina en prisión?
Al-Muzara sonrió y asintió.
—Cuando Maira anunció que estaba embarazada, su padre casi la hecha a la calle porque pensó que me había sido infiel. Tuve que escribirle una carta y explicarle.
—Me habría gustado conocer a Maira.
—Se habrían llevado magníficamente bien, ustedes dos. Maira era tan dulce. —Calló de pronto y bajó la mirada—. Apenas si pudimos ser felices. Murió semanas después de que yo obtuviera mi libertad.
—¡Oh, no! ¿Qué ocurrió?
—Un estúpido accidente de tránsito. La arrolló una camioneta.
—¡Hola, Sabir! —Intissar irrumpió en la sala con Amina.
—¡Hola, papi!
—Hola, Intissar. Hola, tesoro.
Se apresuraron a partir hacia el campo de refugiados de Jabalia. Amina e Intissar decidieron acompañarlos. En esa época de otoño, a finales de noviembre, los días se acortaban y la noche caía de repente. No obstante, al entrar en el campo de refugiados, lo encontraron despierto, lleno de vida y, por fortuna, iluminado. Estacionaron el automóvil a la entrada para moverse a pie por las callejas angostas, algunas asfaltadas, la mayoría de tierra.
Matilde comprobó que un campo de refugiados palestinos no se parecía en nada a uno del Congo, salvo en el exceso de población y en los malos olores. En realidad, un campo de refugiados en Gaza era similar a una villa miseria argentina. Sucedía que los campos de los palestinos contaban con cincuenta años de existencia y, a lo largo de ese tiempo, habían ido adquiriendo la fisonomía de una ciudad decrépita; los del Congo no tenían más de cuatro y aún conservaban la fisonomía de campamento.
El Silencioso le explicó que, en la Franja de Gaza, había ocho campos de refugiados: Al-Shatti, Al-Bureij, Jabalia (el más grande), Khan Yunis, Deir al-Balah, el más pequeño, Meghazi, Nuseirat y Rafah. Si bien las casas, levantadas con fondos de la UNRWA, eran de material, se las veía de baja calidad y precarias, con techos de chapa cubiertos por ladrillos y estructuras metálicas que impedían que se volasen. Una familia promedio tenía diez miembros, que se acomodaban en una habitación de veinte metros cuadrados. Los olores no resultaban agradables, y El Silencioso le explicó que el sistema cloacal era viejo, malo y que estaba colapsado.
—Desde el 67, cuando los israelíes tomaron la Franja de Gaza, se ha invertido poco, por no decir nada, en la infraestructura de Gaza. Tampoco lo hicieron los egipcios entre el 48 y el 67. Los egipcios fueron tan malos gobernantes como los israelíes. Ahora —prosiguió El Silencioso—, la Autoridad Nacional Palestina se enfrenta a una región decrépita y con escasos fondos para repararla.
—La mayoría de los fondos —opinó Intissar, y empleó el timbre de voz al que echaba mano cuando estaba enojada— se usa para pagar a la policía y a Fuerza 17, para que vengan a vigilarnos y a maltratarnos. Casi nada va a parar a las escuelas ni a los hospitales. Menos aún a la infraestructura.
—También hay mucha corrupción —agregó El Silencioso—. Shiloah Moses ha encarado un proyecto para crear una planta desalinizadora aquí, en la Franja de Gaza. Una planta desalinizadora convierte en agua dulce la del mar. Está recolectando fondos para iniciar los trabajos. Por supuesto, él donará mucho de su fortuna personal. Lo mismo el gobierno saudí, que, parece ser, financiará la mayor parte.
Como tenían hambre, pero no querían detener la caminata, El Silencioso compró sándwiches de kebab de cordero en un puesto callejero. Matilde comió el suyo sin demorarse en cavilar acerca de las condiciones higiénicas del puesto, como tampoco lo hacía cada vez que le compraba falafel a Abú Musa. La sorprendió: el sándwich de carne asada era exquisito. Para beber, compraron jugo de algarroba a un vendedor ataviado con fez púrpura y fucsia, y chilaba a tono, que cargaba una pipa de bronce al hombro, similar a un gran narguile, con pico por el que se vertía el jugo a un vaso desechable cuando el hombre inclinaba el torso. El vendedor le daba una nota de color al ambiente gris y triste del campo de refugiados.
—Estos vendedores de jugo de algarroba están vestidos con los trajes típicos de Gaza.
—Es muy sabroso. Y está fresco.
Los niños de la escuela Al-Faluja, donde El Silencioso daba clases, lo reconocieron y se acercaron a saludarlo. Lo siguieron a través del recorrido, hablando al unísono y adelantándose para estudiar sin prudencia a Matilde, cuyas trenzas largas y rubias atraían la curiosidad. Amina intentaba cautivarlos, sin éxito.
Algunas callejas eran tan angostas que debían acomodarse a pares para caminar, y el cortejo que seguía al Silencioso se convertía en una larga fila, como cola de vestido de novia. Los adultos se daban cuenta de quién la encabezaba y lo detenían para saludarlo, felicitarlo por el premio Nobel y para asegurarle que coincidían con sus ideas de hermandad, paz y de un Estado binacional. Cenaron en una fonda donde el propietario se empecinó en invitarlos y no quiso oír hablar de que El Silencioso saldase la cuenta. El pequeño local se abarrotó de gente; mucha quedó fuera, espiando e intentando cazar los comentarios del Silencioso, para repetírselos a los más alejados; aunque, en honor a la verdad, el Premio Nobel de Literatura 97 se dedicaba a escuchar, comer y asentir más que a hablar. Matilde, que no tenía hambre después del sándwich de kebab, comió igualmente porque se había percatado, yendo a menudo a lo de sus vecinos, los Kafarna, de la naturaleza sensible de los palestinos con relación a la comida, que ellos ofrecían como un homenaje al huésped; si éste la rechazaba, ellos lo interpretaban como una afrenta. Así, su figura esmirriada iba cobrando forma. A ella le gustaba estudiar los cambios desnuda, frente al espejo, sobre todo el de sus asentaderas, las cuales, naturalmente mullidas y respingadas, iban adquiriendo un tamaño de proporciones alarmantes. «Ojalá pudieras ver a tu araña pollito, Eliah».
En el camino de regreso a la ciudad de Gaza, con Amina dormida en sus brazos, Matilde meditaba acerca de lo que había visto y oído en el mítico campo de refugiados de Jabalia, donde había comenzado la Intifada en el 87.
—Sabir, ¿por qué apoyas la idea de un Estado binacional? ¿Por qué no la de dos Estados?
—Por los asentamientos de israelíes en los territorios ocupados. Tanto aquí, en la Franja de Gaza, como en Cisjordania, el gobierno de Tel Aviv cedió nuestras tierras a colonos israelíes, que se establecieron, las trabajaron y construyeron su vida en esos lugares. Ahora es imposible expulsarlos. Sería traumático para ellos y de nuevo nacerían el odio y el rencor. También el sufrimiento. Ya ha habido demasiado, para ellos y para nosotros.
Matilde avistó el primer asentamiento israelí al día siguiente. Su compañero Osama Somar, un cirujano general que admiraba la destreza de Matilde en el quirófano, la invitó a cenar a su casa ubicada al sur de la Franja, en la ciudad de Rafah. La ruta, bastante accidentada por los baches, no les permitía avanzar a gran velocidad, lo que brindaba a Matilde la oportunidad de admirar el paisaje que, a medida que se acercaban al sur, se llenaba de dunas. En un punto, Osama se detuvo, y Matilde llevó la vista hacia delante. Se dio cuenta de que estaban en la intersección de dos caminos y de que unos militares israelíes habían cortado el paso.
—¿Qué sucede?
—¿Ves aquella urbanización? —Matilde asintió—. Es el asentamiento de Katif. Los soldados nos obligan a frenar cada vez que un colono israelí saldrá del asentamiento. Esa ruta —dijo, y señaló el camino que se extendía hacia la derecha— es de uso exclusivo de los colonos y está custodiada por el Tsahal.
—Está en excelentes condiciones —se admiró Matilde.
—Ellos son ricos.
Matilde centró su atención en Katif. A pesar de encontrarse bastante alejada, apreciaba la calidad de las construcciones, todas casitas con techos de teja a dos aguas, que conformaban un espectáculo de belleza edilicia y prolijidad inusual para la Franja. Un jeep conducido por militares salió del asentamiento y frenó junto a los soldados que detenían el tránsito, los que ejecutaron el saludo de rigor cuando un oficial de alto rango descendió del vehículo y se les aproximó. Matilde lo reconoció de inmediato: era Lior Bergman, el teniente coronel en comando de la Brigada Givati. El hombre caminó hacia el automóvil de Osama y se detuvo del lado de la ventanilla de Matilde, que se apresuró a bajar el vidrio. En una primera instancia, Lior Bergman se dirigió en árabe al conductor. Después, al desplazar la mirada, la vio. No hizo un misterio de su estupor.
—Buenas tardes, doctora Martínez —dijo en inglés, y se quitó la boina violeta.
A Matilde la sorprendió que recordase su apellido.
—Buenas tardes, teniente Bergman.
—¿Cómo está pasando sus días en Gaza?
—Muy bien —contestó—. Los gazatíes son excelentes anfitriones. —Bergman asintió con una sonrisa—. Le presento al doctor Osama Somar, que me ha invitado a conocer a su familia.
Los hombres se estrecharon la mano, situación que resultó incómoda, aun violenta, para ambos; Matilde lo percibió como si de un olor se tratase.
—Los israelíes también somos buenos anfitriones —retomó Bergman—. En este sentido, hemos heredado de nuestro patriarca Abraham la misma cualidad que nuestros primos, los árabes, la de la hospitalidad.
—No tengo duda.
Lior Bergman se incorporó, habló con severidad en hebreo y volvió a inclinarse en la ventanilla.
—Ya pueden seguir —dijo en inglés—. Les deseo la paz.
—Gracias —contestaron Osama y Matilde al unísono.
El doctor Somar puso en marcha el automóvil y, tras conducir unos minutos en silencio, formuló la pregunta que Matilde esperaba:
—¿Conoces a ese oficial israelí?
—Es la segunda vez que lo veo. Me lo presentó el doctor Bondevik el día en que llegué. Lo encontramos en el cruce de Erez.
—Parece un buen hombre.
Matilde no pronunció comentarios y prefirió hablar sobre un niño a quien había intervenido por la mañana. La casa de los Somar, una propiedad enclavada en un amplio terreno, era antigua y de estampa sólida. Los recibieron los cinco hijos de Osama y su esposa, Um Amir, a quien Matilde sonsacó su verdadero nombre, ya que Um Amir es el que adoptan cuando nace el primogénito, siendo um madre en árabe. La mujer se llamaba Ghaada.
Antes de entrar, Osama se empecinó en mostrarle el huerto de árboles frutales; se ufanaba de sus higueras, limoneros, naranjos, de sus almendros y, sobre todo, de sus olivos; algunos habían sido plantados por sus antepasados más de trescientos años atrás. Matilde dedujo de esa información que los Somar formaban parte de los muwatanín, es decir, de los nativos de Gaza; de ahí que poseyese una casa de buen porte y un terreno enorme.
—Éste es un tipo de cactus, ¿verdad? —se interesó Matilde, que los había visto a lo largo del camino formando una espesa mata espinosa.
—Se llama sabra —contestó Ghaada—. Es típica de la región.
—A los israelíes nacidos en Israel los llaman sabra —acotó Osama.
Durante la cena, en la que Matilde engulló una buena porción de comida bajo el escrutinio de sus anfitriones, también se dedicó a estudiar el decorado. Como siempre, la Cúpula de la Roca ocupaba un sitio privilegiado. Vio una fotografía de Yasser Arafat, por lo que supuso que los Somar simpatizaban con Al-Fatah.
—Somar, ¿es cierto que las familias nativas de Gaza se sienten incómodas con los palestinos que llegaron en el 48?
Ghaada se cubrió la boca y rió con actitud ladina, como si disfrutase que hubiesen hecho esa pregunta a su marido.
—Bueno… Verás… Se trató de una situación muy compleja para todos, para ellos, que estaban viviendo una situación traumática al abandonar sus posesiones, y para nosotros, que nos veíamos invadidos por una horda de gente que no tenía qué comer ni dónde dormir. ¿Sabes que la Franja de Gaza es una de las porciones del planeta más densamente pobladas? Eso, agravado por el hecho de que la infraestructura no acompañó jamás el crecimiento demográfico, ha hecho que la vida sea muy miserable, sobre todo para los refugiados, que cada día son más pobres.
—Yo soy hija de refugiados —anunció Ghaada con orgullo—. Mi familia es de Simsim. En su lugar, hoy está el Kibutz Gvaram. Recuerdo bien, querido esposo, que tus padres no estaban felices con que tú te hubieses fijado en una joven del campo de refugiados de Deir al-Balah. Ellos habían elegido para ti a una chica perteneciente a las viejas familias.
—Que no era tan hermosa como tú, por lo que nadie me habría convencido de abandonarte para casarme con ella. Ni siquiera mis padres.
A Matilde le resultaba difícil de creer lo que escuchaba. Intissar oficiaba de traductora, mientras el padre de una paciente de cinco años le explicaba que, después de días de tramitaciones, había obtenido un permiso para viajar a Tel Aviv sólo para la niña; a él se lo habían negado, posiblemente porque había estado preso en Ansar Tres, una prisión israelí.
—¿Qué pretenden las autoridades israelíes? —se ofuscó Matilde—. ¿Que Minetar, de sólo cinco años, viaje sola a hacerse la resonancia magnética?
El padre, un viudo joven, la contemplaba con el fatalismo al que ella no acababa de acostumbrarse y que a veces la ponía nerviosa. Parecía un niño a la espera de la solución de un adulto.
—¡Oh, qué embrollo tan grande! —suspiró—. Yo iré con Minetar. Pediré autorización a mi jefe para ausentarme. De seguro, tendrá que firmar unos papeles, autorizándome.
—Sí, sí, no hay problema —se apresuró a manifestar el padre, y Matilde se quedó mirándolo, pensando en que, si bien en ese momento se mostraba contento con la solución, el día de la partida se angustiaría al no poder acompañar a su hijita y al verse obligado a ponerla en manos de una médica a la que había conocido dos semanas atrás cuando Minetar llegó al Hospital Al-Shifa con el semblante azulado y una apnea ostensible; le fallaba el corazón.
—Conseguí un turno en el Hospital Dana’s Children para pasado mañana, para el viernes 4 de diciembre —anunció Matilde—. Iremos y volveremos en el día.
—Si es que a los del Tsahal no se les ocurre cerrar el paso de Erez —dijo Intissar.
Bondevik juzgó descabellada la idea de que Matilde acompañase a Minetar; se trataba de una responsabilidad demasiado riesgosa.
—Harald —dijo Matilde—, nosotros, los médicos de MQC, no nos enfrentamos a pacientes normales ni a situaciones normales, sino todo lo contrario. Sabes que necesitamos hacerle ese estudio a Minetar de manera urgente. Por ahora, la mantenemos estabilizada con drogas, pero no sabemos hasta cuándo resistirá su corazón. Tenemos que encontrar la causa de la falla.
—Si a su padre no le dan el permiso, ¿no podría pedirlo algún otro pariente, un amigo quizá?
—Primero, la familia de Minetar vive en Ramala. Su padre y ella están solos en Gaza. Segundo, tú sabes mejor que nadie los días que perderíamos mientras un amigo o un vecino solicitase el permiso. Podría ser demasiado tarde.
A regañadientes, Bondevik, luego de hablar con el director del Hospital Al-Shifa, le concedió la autorización. Un enfermero de origen japonés, del equipo de Manos Que Curan, la acompañaría. Su nombre era Satoshi. Si bien el chofer de la ambulancia era palestino, contaba con un permiso para abandonar la Franja de Gaza otorgado gracias a los auspicios del organismo humanitario. El vehículo era blanco, con el logotipo rojo de las manos en forma de palomas.
Se pusieron en marcha a las siete de la mañana y tomaron por la carretera Salah Al-Din, que los condujo directamente hasta el puesto de control de Erez. La cola de automóviles era considerable, a pesar de que se trataba del día festivo para los musulmanes, el viernes. Matilde, ubicada en la parte trasera de la ambulancia, controlaba las constantes vitales de Minetar, que se mantenía tranquila gracias a un sedativo. Apartó la cortinilla de la ventana para echar un vistazo al exterior. Observó que estaban cerca de las casillas de control. A un costado, descubrió a varios hombres, alineados, de rodillas y con las manos a la espalda; no parecían maniatados.
—¿Qué sucede, Ismail? —le preguntó en inglés al chofer—. ¿Por qué esos hombres están alineados y de rodillas?
—Deben de haber intentado ingresar en Israel clandestinamente, por las dunas, y los atraparon. Aquélla, la azul, debe de ser la furgoneta que los transportaba. O tal vez les encontraron explosivos o armas.
Matilde se concentró en la línea de hombres vigilada por dos soldados ubicados en los extremos. Uno de ellos gesticulaba con la mano en la que sostenía un cigarrillo y reía burlonamente; resultaba claro que estaba mofándose de los detenidos. Le propinó un tincazo en la nariz al que tenía más cerca. El hombre alejó la cara y se mantuvo sereno. El soldado se ubicó tras el prisionero, quedando de espaldas a Matilde, arrojó el cigarrillo y movió los brazos en el acto de abrirse el pantalón. Matilde ahogó un grito al tiempo que Ismail soltaba un insulto en árabe cuando el chorro de pis del soldado tocó la nuca del palestino.
Matilde apoyó la mano abierta sobre el vidrio en el gesto de detener al muchacho que, de rodillas junto al que estaba siendo humillado, extrajo un cuchillo oculto en la parte trasera del pantalón y lo clavó en la pierna del soldado que orinaba, el cual soltó un alarido y, con el pene afuera, se quedó observando el sitio donde lo habían herido. El otro soldado reaccionó propinando un culatazo de fusil en la frente del atacante, que cayó inconsciente.
Matilde supo, por la rapidez con que el pantalón del soldado se cubría de una mancha oscura y brillante, que le habían seccionado la arteria femoral. Si no detenía la hemorragia en los próximos segundos, el muchacho se desangraría.
—Ismail, quédate en la ambulancia con la niña. Por ningún concepto la dejes sola. Satoshi, ven conmigo. Trae el maletín.
Saltaron del vehículo y corrieron al sector donde la gente se aglomeraba en torno al soldado, que se había recostado sobre el pavimento, de pronto debilitado. Satoshi y Matilde apartaron con codazos y gritos a los que impedían acceder al herido. Al reconocer sus uniformes blancos con el logotipo de Manos Que Curan, les dieron espacio. Matilde se enfundó unos guantes de látex antes de servirse del cuchillo del soldado para rasgarle el pantalón. Satoshi le entregó una compresa para que retirase la sangre. Sin duda, por el color y la calidad, provenía de la femoral. Manaba a un ritmo constante, de acuerdo con las pulsaciones del muchacho. Hizo lo único que podía hacer en esas condiciones precarias: se elevó sobre sus rodillas, estiró los brazos y aplicó presión directa con varias compresas estériles. Satoshi, sin que Matilde se lo indicase, ya le había colocado una máscara para oxigenarlo.
—Satoshi, canalízale dos venas. Utiliza catéteres Insyte catorce o dieciséis y suminístrale cristaloides líquidos. ¡Alguien que traiga una o dos mantas, por favor! —pidió a la multitud en inglés, con el afán de evitar la hipotermia.
Matilde levantó la vista al ver que dos frazadas caían sobre el torso del soldado. El propio teniente coronel Bergman estaba colocándoselas. Sus miradas se cruzaron.
—Una ambulancia está en camino. Lo llevaremos al hospital de Sderot.
—Es probable que el corte le haya seccionado la femoral.
—¿Está cansada? ¿Quiere que yo siga presionando?
Matilde sacudió la cabeza. Habría aceptado de buena gana; tenía los brazos entumecidos, le dolían las rodillas y le temblaban las piernas. Pero decidió no arriesgarse: retirar la presión, aunque fuese por unos segundos, podía ser fatal. Suspiró, aliviada, cuando oyó la sirena y el chirrido del frenado. Los paramédicos actuaron con diligencia, mientras escuchaban el reporte de Satoshi. Uno tomó el lugar de Matilde e hizo presión sobre la pierna del soldado antes de que lo acomodasen en una camilla. Lo subieron al vehículo y, en pocos minutos, cruzaron el puesto de control hacia Erez.
Matilde se quitó los guantes con un suspiro y los colocó dentro de una bolsita que le entregó el enfermero japonés, que luego desecharía en un cesto para residuos patogénicos. Sentía la presencia de Bergman detrás de ella. Se movió hacia sus cosas y volvió a calzarse otro par de guantes. Se acercó al palestino que había recibido el culatazo, quien había recuperado la conciencia, pero permanecía recostado. Le sonrió y le mostró la linterna plateada. Le separó los párpados y colocó y retiró el halo de luz para estudiar el reflejo de la pupila. Era normal. Le revisó la contusión en la frente. Tenía un hematoma, y el hueso comenzaba a inflamarse.
—Traduzca, teniente, por favor. No hablo árabe.
—Sí, sí —contestó el militar, solícito.
—¿Cuántos dedos ve? —Matilde le mostró el índice y el mayor.
—Dos —contestó el hombre.
—¿Cuál es su nombre?
El muchacho respondió con seguridad. Matilde lo ayudó a incorporarse y le advirtió que podría experimentar mareos y náuseas.
—Es necesario hacerle una radiografía y mantenerlo en observación por unas horas —le indicó a Bergman—. El golpe fue brutal.
—Llamaré al Hospital Al-Shifa para que envíen una ambulancia.
Matilde se quitó los guantes, los introdujo dentro de la misma bolsita y regresó para juntar sus cosas. Satoshi e Ismail la aguardaban en la ambulancia para cruzar el puesto de control.
—Gracias, doctora Martínez. Sé que le ha salvado la vida a mi soldado.
—Su soldado se bajó los pantalones y orinó en la nuca de ese hombre. Le pido, por favor, que le permita higienizarse.
Bergman vociferó órdenes en hebreo y dos subalternos condujeron al palestino con orina en la espalda al interior del puesto de control.
—Gracias —insistió.
—He cumplido con mi deber.
—Lo sé. De igual modo, me siento en deuda con usted. —Extrajo una tarjeta personal del bolsillo de su chaqueta y se la entregó—. Aquí tiene mis teléfonos. Cualquier cosa que necesite, no dude en llamarme.
—Gracias.
—Matilde. —No la sorprendió la familiaridad del trato sino que, al igual que en el encuentro de días atrás, Bergman recordase su nombre de pila, el cual Bondevik había pronunciado sólo una vez, al presentarlos—. Me siento avergonzado por el comportamiento de mi soldado. Es mi responsabilidad.
—Teniente, no exagere.
—Me gustaría mostrarte la otra cara de esta moneda llamada conflicto palestino-israelí. Nosotros no somos los monstruos que el mundo cree. También sufrimos y padecemos en esta contienda.
—La guerra, teniente…
—¿Te importaría llamarme Lior?
—La guerra, Lior, es un cáncer que se devora todo. Ni siquiera los victoriosos salen incólumes. Hay que evitarla a como dé lugar. Ahora tengo que irme. Mi paciente me espera en la ambulancia. Nos dirigimos a Tel Aviv para hacerle una resonancia magnética.
—¿Esta vez me permitirás acelerar las cosas para que pasen más rápidamente?
—Esta vez sí —aceptó Matilde, y le sonrió.
Bergman la escoltó hasta la ambulancia y le extendió la mano, que Matilde tomó con vigor.
—¿Qué me dices? ¿Me permites llevarte a recorrer una parte de mi país?
—No, Lior. No porque no quiera conocer tu país ni la otra cara de la moneda, como tú dices, sino porque tengo mucho trabajo.
—Quiero volver a verte —declaró, sin ambages.
Matilde negó con la cabeza y le sonrió.
—Es muy complicado ahora, Lior. Lo siento. Adiós.
Al otro día, cuando Matilde se presentó en el Hospital Al-Shifa, pese a ser su día de descanso, todo el personal, desde el director hasta las empleadas de la limpieza, conocían su hazaña en el cruce de Erez. A muchos no les complacía que hubiese salvado la vida de un soldado israelí que había orinado en la nuca de un palestino, y empezaron a mostrarse antipáticos y a negarle el saludo.
Sergei Markov estaba pasando unos días inolvidables junto a La Diana. Se decía que la vida, con sus sinsabores, rutinas y problemas, valía la pena si, cada tanto, uno transcurría una temporada tan divertida, relajada y feliz como la que compartía con la mujer que amaba. Markov no perdía las esperanzas de llevar una vida normal de pareja. Los avances resultaban alentadores, lo mismo que el diagnóstico del doctor Brieger, al que había conocido el lunes anterior.
Las vacaciones, no obstante, pronto se terminarían. El día anterior había hablado con Al-Saud. Lo necesitaba en Ramala, para que se ocupase de adiestrar a los de Fuerza 17 en la técnica del rappelling y otras disciplinas; se había revelado como un excelente instructor en el Congo.
—La Diana y yo formábamos un buen equipo en la mina de coltán, adiestrando a los soldados —le recordó Markov—. Podría convocarla a ella también, jefe.
—La Diana está asignada a una tarea de custodia en París.
—Lo sé.
—Ah, lo sabes. ¿Acaso estás en contacto con ella?
—Sí. Ella y yo… En fin, estamos intentándolo.
—Entiendo. Pero tal vez a La Diana no le interese dejar su posición en París.
—No la veo muy entusiasmada. Dice que la aburre ser guardaespaldas.
—Sin embargo, una mujer entre soldados musulmanes —interpuso Al-Saud—, no es muy sensato.
—La Diana sabrá ganarse el respeto de cada uno de ellos.
—Supongo que tú de eso sabes bastante. —Markov rió—. Pues bien, por lo pronto te quiero aquí el lunes 7 de diciembre, a primera hora. Habla con mis secretarias para que arreglen tu traslado. Te reservarán una habitación en un hotel de Ramala donde se aloja el resto del equipo.
Con su ida a Ramala in mente, Markov entró en el departamento de La Diana, que le había dado un juego de llaves. Se lavó las manos y se preparó un espresso en la cafetera que habían comprado en Carrefour antes de que él regresase al Congo y que había acabado en la cocina de La Diana. Se apoltronó en el sillón del comedor para disfrutarlo mientras soñaba despierto. Lo despabiló el timbre del portero eléctrico. Era Sándor. Se sorprendió. Lo imaginaba en la mina de coltán, en Rutshuru. Sándor se sorprendió a su vez al hallar a Sergei Markov en la casa de su hermana, solo. ¿La Diana le había dado un juego de llaves? Eso superaba la advertencia de Yasmín, que lo había prevenido acerca de la relación entre esos dos. Se alegraba por su hermana; significaba que las heridas infligidas por los serbios estaban curándose. Por demás contaba que Markov le caía muy bien.
—¡Markov, qué sorpresa! ¿Y La Diana?
—Aún no ha llegado. —Sándor levantó las cejas—. ¿Te preparo un espresso?
—Sí. Huele bien.
—Te hacía en el Congo —se apresuró a comentar el ruso.
—Tony y Mike me dieron unos días libres. La verdad es que no aguantaba más el calor, los mosquitos y todas las pestes del Congo. Además, quería ver a Yasmín. Y tú, ¿en qué andas? ¿Ya te recuperaste del todo de la malaria?
—Sí, maldita enfermedad. Me sentía como un bebé. Ayer hablé con Al-Saud y quiere que viaje a Ramala, para entrenar a los soldados de Yasser Arafat.
Se sentaron a la mesa a beber los espressi. Durante un silencio, Markov fijó la vista en Sándor, y éste supo que abordaría el tema escabroso.
—Sanny, creo que imaginas por qué me has encontrado aquí. Tu hermana y yo estamos… intentando… En fin, nos amamos y estamos luchando para que ella supere su trauma, el que le causaron esos hijos de puta de los serbios.
—Yasmín me contó algo. Me dijo que La Diana la llamó tiempo atrás para pedirle que la acompañase a comprar ropa, perfumes, maquillaje. Quería que le enseñase a ser mujer. Después le confesó que está enamorada de ti. —Markov sonrió con un dejo de tristeza—. La Diana no está poniéndote fáciles las cosas, ¿verdad, Sergei?
—No es su culpa, Sanny. No sabes los esfuerzos que hace para complacerme. Está yendo a lo del psiquiatra que curó a Leila.
—A Leila la curó Matilde.
—Sí, sí, pero Brieger está ayudando mucho a La Diana. Fuimos juntos a la sesión del lunes pasado. Me gustó el tipo. La Diana se siente cómoda con él.
—Ya. Me alegro por ella, Sergei. Te considero un amigo, un buen amigo, así que estoy feliz de que mi hermana y tú se entiendan.
—Sanny, quiero hablar contigo acerca de un tema muy serio. —Sándor alzó la vista, y el brillo para nada cálido de sus ojos celestes, más bien amenazador, le dio la pauta a Markov de que sospechaba la naturaleza de lo que pretendía discutir—. Quiero vengar a La Diana. Necesito hacerlo.
Como Markov había puesto música, no oyeron el chasquido de la llave. La Diana mantuvo la puerta entreabierta para prestar atención a lo que Markov y Sándor conversaban. Le había parecido oír el verbo «vengar».
—Sí —acordó Sándor—, yo también. Es una deuda que tengo con mis hermanas y que saldaré un día de éstos. Si tú me ayudas, será más fácil.
—Supe que el día en que el comando a cargo de Al-Saud irrumpió en Rogatica, no todos los oficiales y soldados murieron.
—No. A muchos los juzgaron y sentenciaron a prisión. Algunos ya están libres. A los soldados rasos ni siquiera los sometieron a juicio.
—Podemos rastrearlos.
—Le pediré ayuda a Eliah. Él tiene contactos en las agencias de inteligencia de varios países. Podrá conseguirnos información acerca del paradero de esos bastardos.
—No. —La voz de La Diana hizo saltar de sus sillas a Sándor y a Markov, quienes, de manera instintiva, ya deslizaban las manos bajo sus camisas para desenfundar las pistolas.
—¡Jamás vuelvas a hacer eso, Diana! —la reprendió Markov—. Podríamos haberte metido un tiro.
—No quiero venganza —manifestó, y, en un acto maquinal, tocó la Medalla Milagrosa.
—¿Qué?
—No quiero venganza, Sanny.
—Pero yo sí quiero.
—Y yo —se aunó Markov—. Quiero destruir a quienes te dañaron.
—Yo también lo quería. Yo misma planeé la venganza muchas veces. Noches enteras me lo pasé imaginando los tormentos a los que sometería a quienes nos habían destruido en Rogatica. Pero ahora todo ha cambiado. Ahora quiero olvidar y no quiero dañar a nadie. Ni siquiera a ellos.
—¡Estás loca! —la increpó Sándor.
—Tal vez, pero ése es mi deseo.
—¿Y qué hay del deseo de Leila?
La Diana dirigió a su hermano una sonrisa entre ladina y triste.
—¿De veras crees que Leila querrá que te manches las manos con la sangre de quienes nos vejaron? Lo dudo, Sanny. —Se acercó y acarició la mandíbula de su hermano—. Sanny, los tres hemos encontrado la felicidad aquí, en París. Lo mejor será dejar el pasado atrás. Si salimos a buscar a los serbios, todo resurgirá. No, no quiero. Quiero olvidar y perdonar.
—¡Perdonar! —Markov lucía furioso y ofendido—. ¿Perdonar a quienes te hicieron sufrir lo indecible?
—Sándor me dijo una vez que los serbios habían ganado porque me robaron el alma y me convirtieron en un ser duro e implacable. Tenía razón. No quiero convertirme en una bestia yendo a cazar a esos miserables. ¡Quiero olvidar, Sergei! Y quiero paz.
Sándor abrazó a su hermana y la besó en la frente. Salió del departamento sin pronunciar palabra. Un silencio incómodo se interpuso entre La Diana y Markov. Se miraban a través del espacio del comedor.
—No te entiendo, Diana.
—Lo sé. Sé que no me entiendes. Pero necesito que me apoyes en esta decisión, Sergei. Es importante para mí, para mi curación.
El ruso asintió, con gesto severo, y se fue a la cocina con las tazas de café. A partir de ese momento, una sombra lo cubrió todo, el departamento, los rostros de ellos, sus sonrisas, sus diálogos. A Markov se le metió la idea de hacer el amor con La Diana antes de partir hacia Ramala y la presionaba al punto del acoso. La noche del domingo, el día antes de viajar, incluso llegó a penetrarla, y la muchacha sufrió una crisis de nervios. Al recuperar el dominio, se echó a llorar desconsoladamente.
—¡Es aterrador para mí! ¡Todo vuelve a mi cabeza! ¡Hasta puedo olerlos!
—¡Me baño en mi after shave para que me reconozcas, para que sepas que soy yo! ¡Haz un esfuerzo, Diana!
La Diana, envuelta en las sábanas, siguió llorando sentada en medio de la cama. Markov chasqueó la lengua y se metió en el baño, donde se vistió antes de abandonar el departamento. Partió para Ramala sin despedirse. Durante el viaje, se cuestionó por el origen de la furia que lo había impulsado a lastimarla. Tenía celos. Ella prefería perdonar a esos malnacidos, se compadecía de quienes la habían violentado durante meses sin mostrar un atisbo de humanidad, en lugar de devolverles golpe por golpe, vejación por vejación. En su opinión, no existía mejor cura que ésa.
Días más tarde, Al-Saud llamó a La Diana y supo de inmediato que no se encontraba bien. Habría preferido que le respondiese con su tono seco y cortante a ese angustiado. Lo relacionó con su posición como custodia de Suha Arafat.
—Quiero que vengas a Ramala. Necesito que me des una mano en el adiestramiento de los soldados de Fuerza 17.
«Allí está Markov», pensó La Diana, y aceptó.