Rauf Al-Abiyia actuaba contrarreloj en la carrera para asaltar el carguero Rey Faisal. Después de la entrevista con el productor de seguros de Everdale Insurance Brokers Limited, conocía la ruta que tomaría el buque saudí, muy favorable a sus planes ya que cruzaría el Canal de Suez, navegaría por el Mar Rojo y saldría al Golfo de Adén, en el cuerno de África, donde los piratas somalíes estarían aguardándolo. No obstante, la operación presentaba cabos sueltos, por ejemplo, resultaba perentorio instalar un adminículo en el Rey Faisal que emitiese una señal que denunciase su ubicación en alta mar. En este sentido, Yasif Qatara, el hombre de Bengasi que le alquilaría la nave a la cual se trasegaría la torta amarilla, le había sugerido que plantase una radiobaliza de onda larga en una zona cercana a la proa del barco saudí.
—Yo puedo proporcionártela —propuso Qatara, y se embarcó en una explicación de frecuencias, ondas, sistemas de navegación y de triangulación inentendible para Al-Abiyia.
—Oye, Yasif, no comprendo nada de lo que me dices. Dame el adminículo, dime cómo y dónde plantarlo y no me fastidies con tus clases de radioaficionado. Será tu gente la que tendrá que ubicar al Rey Faisal en alta mar. Yo sólo estaré supervisando la carga y acompañándola hasta el puerto de Umm Qasr.
Apostado en la Terminal de Contenedores de Alcântara del Puerto de Lisboa, Al-Abiyia contemplaba desde lejos y con la ayuda de unos prismáticos al carguero Rey Faisal, una nave imponente, de gran calado, y se preguntaba cómo diantres instalaría el aparato —una caja blanca de plástico, de unos treinta centímetros de largo y diez de ancho— que arrastraba con él desde Bengasi y del cual quería desembarazarse. En ocasiones, se instaba a olvidar la misión y a desaparecer. Las ínfulas le duraban poco; sabía que al menos dos hombres de Fauzi Dahlan no le perdían la huella.
Se pasó el día estudiando el movimiento del barco. Aún no se procedía a la carga de los tambores con el combustible nuclear; el Rey Faisal aguardaba su turno mientras otros buques se hacían con sus contenedores. Una escalerilla blanca deslucida unía la cubierta con la plataforma del muelle. La tripulación iba y venía, también los empleados del puerto; incluso dos oficiales de Prefectura lo abordaron.
Rauf volvió al día siguiente vestido con el uniforme de los empleados del puerto. Para conseguirlo, había desempolvado sus dotes de ladronzuelo desarrolladas en el campo de refugiados de El Cairo. El administrativo lisbonés, a quien había elegido porque daba la talla, se quedó en calzoncillos y temblando en medio de una calle oscura y deshabitada que bordeaba el puerto.
Gracias a la vigilancia del día anterior, sabía que, cerca del mediodía, la actividad en el barco mermaba porque la tripulación se disponía a cumplir con el azalá; aun el guardia que permanecía en la cima de la escalera se retiraba para orar. Subió los escalones con paso firme y la frente en alto, comunicando la seguridad que le proporcionaban el uniforme y la identificación que le colgaba en la solapa de la camisa. No había contado con tiempo suficiente para realizar un buen trabajo al quitar la fotografía de su víctima y pegar la suya. Sin embargo, la tarjeta soportaría una revisión rápida.
De nuevo, un golpe de suerte lo hizo sonreír y pensar que Alá estaba de su parte. La portezuela al final de la escalera estaba cerrada, pero sin candado. La empujó y se crispó al chirrido de los goznes. Nadie apareció, y avanzó hacia la proa por el lado de estribor. La caminata le pareció eterna, la nave era enorme, Rauf le calculó unos ciento cincuenta metros de eslora. Por fortuna, había varios recovecos para ocultar la radiobaliza. Eligió pegarla con la cinta para embalar en torno a un mástil corto, de un metro y medio de altura, cuya utilidad constituía un misterio para el palestino, y que, por alguna razón, iba cubierto por una tela plástica de color naranja con el logotipo de Aramco, la compañía petrolera saudí. La retiró y pegó el aparato envolviéndolo varias veces con la cinta, que crujía al despegarse del carrete, y la cual cortó con una navaja Victorinox. Apretó el botón de encendido, y un led rojo titiló. Según Qatara, la batería duraría semanas. Cubrió el palo nuevamente.
Al regresar a la escalera comprobó que su suerte daba un vuelco: el guardia había regresado. Al-Abiyia caminó con el mismo paso firme empleado para abordar y con una sonrisa que el marinero no le devolvió. El hombre lo increpó, y Rauf simuló que no comprendía su lengua madre. Le habló en inglés, y le explicó que, dada la naturaleza de la carga, se disponía a realizar una revisión de rutina con un dosímetro, que había olvidado en la oficina. Volvería en un momento. El marinero saudí le franqueó el paso con una expresión poco amistosa y, veinte minutos más tarde, Rauf Al-Abiyia trasponía el límite del puerto con destino al hotel. Consultó la hora. Apenas contaba con tiempo para llegar a la estación de trenes y embarcar en el próximo que partía hacia Madrid.
El miércoles 7 de octubre, Al-Saud entró en las oficinas de la Mercure en el George V muy temprano, aún no eran las ocho. La fiel y eficaz Thérèse se encontraba en su escritorio.
—La espero en mi despacho, Thérèse. Tráigame una taza de café, por favor.
Apenas apoyó la taza que desprendía un aroma intenso y delicioso, Thérèse se lanzó a enumerar los asuntos que requerían la decisión, la presencia o la firma del presidente de Mercure S.A. Al-Saud bebió los primeros sorbos sin prestarle atención. Al cabo, la interrumpió al arrastrar un sobre y colocarlo delante de la mujer.
—Thérèse, Matilde debe recibir este sobre hoy mismo. Contrate una agencia de mensajería para que se lo entregue en esta dirección. —En un post-it, garabateó «9, Rue Toullier, appartement “B”, deuxième étage». Sabía por los informes que a diario recibía de Noah Keen y de Ulysse Vachal, los guardaespaldas de Matilde, que pasaba unos días en casa de su tía Enriqueta.
—Enseguida me ocupo, señor. Ayer llegó esta carta. Es del señor Falur Sayda. —La mujer se refería al representante de Yasser Arafat en Francia.
Al-Saud echó un vistazo displicente al sobre. Sospechó que contenía la respuesta al presupuesto que la Mercure había elaborado a mediados de septiembre para hacerse cargo del adiestramiento de Fuerza 17, la garde du corps del rais Arafat, que éste pretendía convertir en un grupo de élite. Se habían tomado su tiempo para analizarlo y responder, se mofó Al-Saud; en verdad, los palestinos no podían jactarse de su eficiencia.
A Thérèse le tomó otros quince minutos acabar con los temas pendientes, las firmas y la recepción de directivas por parte de su jefe. Al fin, volvió a su escritorio, y Al-Saud se dispuso a leer la carta de Falur Sayda. Como no anhelaba convertirse en el adiestrador de un grupo de soldados indisciplinados, muchos opuestos a la ideología de la OLP, había confeccionado el presupuesto exigiendo unos honorarios exorbitantes y con cláusulas rigurosas. Levantó las cejas al final de la misiva: el rais aprobaba el presupuesto y sólo pedía cambios nimios en las condiciones contractuales. En una posdata, Sayda le aseguraba que se había iniciado la purga sugerida por «su alteza» para eliminar los elementos sospechados de congeniar con Hamás. Apoyó la hoja sobre el escritorio y fijó la mirada en un punto indefinido mientras pensaba en su cuñado, Anuar Al-Muzara. Si hubiese conocido su paradero, habría ido a buscarlo para matarlo. El líder del brazo armado de Hamás se había equivocado el día en que amenazó a Matilde. Se incorporó de súbito en la butaca y golpeó el escritorio con el puño cuando una revelación explotó en su mente: Anuar Al-Muzara había enviado a Jürkens al Congo para secuestrar a Matilde; lo mismo había ocurrido en la capilla de la Medalla Milagrosa. ¿Cómo no lo había deducido antes? Dado que el berlinés había fallado en ambas instancias, el palestino había decidido arriesgarse y enfrentarlo con amenazas. Volvió a echarse sobre el respaldo cuando se acordó de la afirmación de Juana, que Jürkens le había salvado la vida a Matilde. «¡Sálvela!», le había suplicado, mientras se la entregaba inconsciente y malherida. No olvidaba las palabras de Juana: «Me dio la impresión de que Mat le importaba muchísimo, como si estuviese enamorado de ella».
—¡Mierda! —El acertijo se tornaba tan complejo y enmarañado que lo hacía sentir un idiota. Estaba aturdido, y lo que unos minutos atrás se le había revelado como una gran verdad, que Jürkens trabajaba por cuenta y orden de Anuar Al-Muzara, perdía validez a la luz del comportamiento extraño del berlinés con relación a Matilde. ¿Cómo encajaba Natasha Azarov en ese rompecabezas? ¿Dónde se ubicaba el tal Orville Wright, el autor intelectual del asesinato de Roy Blahetter, de acuerdo con la afirmación de Martínez Olazábal?
Peter Ramsay, que entró en su despacho sonriendo y con aire juvenil, lo rescató del laberinto llamado Jürkens.
—Parece que hubieses ganado la lotería —manifestó Al-Saud, con acento amargo.
—¡Más que eso! Volví de Rutshuru porque mi abogado, el que está llevando adelante mi divorcio, me llamó para avisarme que la sentencia saldrá en pocos días. Leila y yo estamos preparando todo para nuestra boda.
—Me alegro por ustedes.
—Tu alegría me apabulla.
—Últimamente no soy buena compañía para nadie. No me hagas caso. Vamos a la base. —Se puso de pie, se cubrió con el saco y avanzó en dirección a la puerta—. En media hora tenemos una videoconferencia con Mike y Tony. —Al-Saud se refería a sus otros socios, que permanecían a cargo de la misión en el Congo oriental.
Durante la videoconferencia se tocaron varios temas, entre ellos, la pertinencia de aceptar el encargo de Yasser Arafat. A Tony Hill no le hacía gracia seguir enemistándose con el Mossad.
—Nuestro amigo Ariel Bergman nos odia lo suficiente para querer vernos varios metros bajo tierra por lo de El Al. No creo que importe una mancha más en el tigre —interpuso Mike—. Son muchos billetes los que Arafat está dispuesto a darnos. Voto por aceptar la misión.
Al-Saud, el que se haría cargo en caso de aceptar, pidió más tiempo para meditarlo.
—Por otro lado, Eliah —dijo Peter Ramsay—, estarás a un paso de Arabia Saudí para controlar el desempeño de los adiestradores y de los pilotos en Dhahran.
—Con todas las dificultades que ponen ambos gobiernos cuando ven sellos en un pasaporte del vecino enemigo, Arabia e Israel podrían estar uno en las antípodas del otro —se quejó.
—No tendrás ese problema si usas el aeropuerto que están por inaugurar en Gaza —dijo Ramsay.
Al-Saud asintió y, a continuación, preguntó:
—¿Han podido avanzar en la búsqueda de Jérôme?
—Según hemos averiguado —contestó Tony—, se lo llevaron los interahamwes que atacaron la misión aquel día.
—A partir de ese dato, estuvimos investigando a los interahamwes —dijo Mike—. Aunque tienen sus jefes y caudillos, cada unidad trabaja de manera más o menos autónoma, y son muchas, miles, diría yo, esparcidas por todo el territorio que dominan. Encontrar a Jérôme entre tantos no será fácil.
—Pero lo haremos —manifestó Al-Saud—. ¿Cómo están las cosas en Rutshuru?
—Teniendo en cuenta de que aquí hay una guerra de guerrillas —habló Tony—, estamos bastante bien. Por lo pronto, nuestro querido general Nkunda no ha vuelto a atacarnos y los empleados de Zeevi están extrayendo más coltán del previsto.
—Veo la mano de Taylor en esto —comentó Ramsay—. Tal vez le pidió al general que nos dejase en paz como medio para pagarte que le hayas salvado la vida, Eliah.
Sus socios, que lo conocían, no esperaron respuesta por parte de Al-Saud.
—Markov se pescó la malaria —anunció Mike—. Enfermedad de mierda. Lo tiene echado en el catre sin fuerza para levantar la mano. Doc dice que tiene todo bajo control, que se repondrá en una semana, diez días como mucho.
Se tomaron otras decisiones relacionadas con misiones en Colombia, Afganistán, Eritrea y Sri Lanka, y se dio por terminada la videoconferencia con un brindis simbólico (en el Congo, con vino de palma, y en la base, con agua mineral Perrier) por la adquisición del C-130, que las Reales Fuerzas Aéreas Saudíes entregarían en un mes.
Al salir de la sala de reuniones, Eliah se topó con su hermano Alamán, que conversaba con Stephanie, la jefa del Departamento de Sistemas.
—¿Sigues enojado? —le preguntó Alamán, sonriente, y le dio un abrazo, al que Al-Saud respondió con unas palmadas—. No te preocupes por el médico belga. Matilde jamás le hará caso.
—¿Qué traes ahí? —Eliah señaló los papeles que Alamán sujetaba.
—Ven, vamos a tu despacho. Quiero mostrarte lo que Stephanie consiguió de los sistemas de cuatro empresas que fabrican los adminículos para reproducción de la voz humana, lo que, supuestamente, tiene Jürkens en la garganta. —Cerraron la puerta y se sentaron a ambos lados del escritorio—. No creo que nos sirva de mucho —lo previno Alamán—. Son varias páginas con nombres de clientes que adquirieron el dichoso aparatejo. En su mayoría son compañías, aunque también hay personas físicas.
Al-Saud no tenía deseos de leer las listas interminables. Habría preferido nadar varias piscinas, elongar los músculos, darse un baño e irse a dormir, aunque fuese el mediodía. Levantó la vista y se topó con la mirada de Alamán.
—¿Qué sucede? Te noto disperso.
—Lo estoy —reconoció, al tiempo que meditaba cuándo sería el mejor momento para contarle a su hermano acerca de la existencia de Kolia, de la muerte de Natasha y del rol de Jürkens en su desaparición previa. Tantos problemas e incógnitas comenzaban a agobiarlo, a atontarlo, a quitarle la fuerza y la rapidez mental—. Vamos, demos un vistazo a estos nombres y acabemos de una vez.
El dedo velludo y oscuro de Al-Saud se deslizaba sobre la lista. Los nombres, ya fuesen de compañías o de personas, no significaban nada para él. Se trataba de una búsqueda infructuosa, no se harían de información valiosa por ese medio. Jürkens era escurridizo y hábil. El dedo se detuvo y volvió hacia arriba, y Al-Saud leyó «Wright, Orville».
—Maldito hijo de puta —masculló, y Alamán, que se ocupaba de los clientes de otra compañía, lo miró—. Aquí estás, condenado hijo de puta. Aquí estás.
Al-Saud le relató a su hermano la conversación sostenida días atrás con el padre de Matilde.
—Aguarda, aguarda un momento, Eliah. Como dice la nonna, tengo un pasticcio en la cabeza. A ver, empieza de nuevo.
Al-Saud suspiró antes de resumir las instancias de su diálogo con Martínez Olazábal.
—Y eso no es todo. Hay algo importante que tengo que contarte. —Empezó por Natasha Azarov, por su relación iniciada y terminada abruptamente el año anterior, y siguió con el reencuentro en Milán, donde la mujer le confesó el motivo de su huida.
—¿Jürkens amenazó a esa chica para que te dejara? ¡Pero quién mierda es este tipo! —Alamán se puso de pie con un bufido—. ¡Está en todas partes!
—No tengo base para decirte esto, pero sospecho que fue él quien cortó la manguera del líquido de frenos del automóvil de Samara y el que desgastó el cinturón de seguridad. Fue él quien provocó el accidente en el túnel del Pont de l’Alma.
—Oh, no —masculló Alamán—. Oh, no. Hay que detener a esa máquina de matar.
—No sé dónde mierda pueda estar.
—¿Quién te odia tanto para haber contratado a Jürkens?
—Nigel Taylor.
—¿Lo crees capaz de tanto?
—No lo sé.
—Fue él. ¿Quién más si no?
Al-Saud sacudió la mano, un modo simbólico de terminar la conversación. Permaneció quieto, las manos apretadas en tensión, la mirada fija, sin parpadeos.
—Estoy desesperado por Matilde —confesó, sin levantar la vista, y Alamán supo que su hermano había pensado en voz alta, que se había tratado de un momento de debilidad. Le colocó la mano sobre el hombro.
—¿Acaso no la cuidan Sartori y Meyers?
—No, ya no. Me pidió que le sacara los guardaespaldas. Dice que ella ya no es mi problema. —Lo manifestó con voz risueña e irónica—. ¡Que ya no es mi problema! ¡Por favor!
—¿Está sin custodia? —se encolerizó Alamán.
—¿Cómo crees? Ahora la protegen Noah Keen y Ulysse Vachal, dos agentes que estaban destacados en Liberia. Pero como lo hacen de incógnito, no me siento tan seguro como si se desempeñasen como guardaespaldas.
—Entiendo.
—Alamán, siéntate. Quiero contarte algo.
—¿Algo más?
Al referirle lo de Kolia, Alamán reaccionó como Eliah había esperado, con alegría. Al igual que Yasmín, adoraba ser tío.
—¿Está en Milán con su madre?
—Natasha murió el viernes pasado. Estaba enferma. Padecía de leucemia.
—¡Qué cagada, hermano!
—Por esa razón me pidió que fuese a verla. Quería morir tranquila sabiendo que yo me ocuparía del… de Kolia.
—¿Dónde está ahora? A Kolia, me refiero.
—Mamá y papá están con él en la villa hasta que pueda sacarlo de Italia y traerlo aquí.
—¿Cómo es? Físicamente.
—Mamá y la nonna dicen que es igual a mí a esa edad. Pero tiene los ojos celestes, como los tenía Natasha.
—Podría llevar a Joséphine a la villa para que lo conociese.
—Eso sería muy bueno.
Sonó el celular de Eliah y éste se alejó para atender la llamada.
—¿Papurri? Soy Juana.
—¡Juana! ¡Qué sorpresa!
—Llamo para despedirme. Mañana vuelvo a la Argentina. —Pasado un silencio, Juana agregó—: Matilde no viaja conmigo.
—¿Ah, no? ¿Por qué?
—Nunca fue su intención volver. Ayer aceptó el nuevo destino de Manos Que Curan. —Al-Saud contuvo el aliento—. La mandan a la Franja de Gaza.
—Debe de estar contenta. —El comentario, aunque expresado en un acento neutral, llegó a oídos de Juana cargado de amargura y de resentimiento.
—Las únicas veces en que Mat conoció la felicidad fueron cuando estuvo con vos. Sos el único que la ha hecho verdaderamente feliz.
—Sin embargo, la última vez que hablamos por teléfono, la noté muy fría y entera.
—¡Ja! ¡Después de que cortó la llamada con vos, se lo pasó llorando en la cama! Fría y entera, sí, claro. Estaba hecha bosta. Pero nuestra Mat es orgullosa y no iba a demostrarte cuánto te necesita y cuánto se arrepiente por haberte dicho todas esas babosadas que te dijo en Rutshuru. —Al-Saud no controló la sonrisa ni la euforia que le calentó el pecho—. Ahora, entre que rompió con vos y que no sabe nada de Jérôme, creo que sigue respirando porque es una función que depende del sistema nervioso autónomo.
—Sin embargo, se va a Gaza.
—Dice que si no se pone a trabajar de nuevo, se volverá loca. ¡Pero yo no te llamé para tirarte pálidas, papurri querido! Te llamo para agradecerte todo lo que hiciste por mí y por tu amistad… —Juana prosiguió con su discurso de despedida, al que Al-Saud prestaba atención a medias en tanto meditaba acerca de las revelaciones y sentía cómo el optimismo crecía en él y echaba luz en donde, hasta un momento atrás, había habido sombras. Que Matilde se arrepintiese por haberle dicho que no lo respetaba y que no confiaba en él servía para calmar el dolor de su herida. Sin embargo, la herida continuaba allí. Él necesitaba más. Exigiría más.
—Juana, ¿querés que te lleve a De Gaulle mañana?
—Un caballero hasta el final, papurri. ¡Te quiero! Sos lo más. Pero no te preocupes, me lleva Eze.
—¿Y qué podés contarme de mi amigo Shiloah? Hace tiempo que no hablo con él. —El mutismo confundió a Al-Saud, creyó que la llamada se había interrumpido—. ¿Juana, seguís ahí?
—Sí, sí, papurri.
—¿Qué pasa?
—Shiloah me dejó. El mismo día en que volvimos de Johannesburgo, rompió conmigo.
—¿Por qué? —Al-Saud no ocultó su asombro.
—Porque se enamoró de mí.
—No entiendo.
—Yo tampoco entendía hasta que me explicó que no puede tener hijos, bah, no quiere tener hijos para no pasarles la porfiria, una enfer…
—Sí, conozco bien el problema de los Moses.
—Me importa un pito tener hijos, papurri, pero Shiloah resultó ser un pelotudo de campeonato mundial y me dejó igualmente. ¡Que se pudra! ¡Él se lo pierde!
—Juana, creo que a vos y a mí nos ha tocado lidiar con dos personas tercas y orgullosas.
—¡Las más tercas y orgullosas del planeta! La gran puta que los parió.
Apenas terminada la llamada, Al-Saud telefoneó a Thérèse y le pidió que concertara una cita con Falur Sayda para el día siguiente. Acababa de decidir que aceptaría el encargo de Yasser Arafat.
Pasadas las diez de la noche, mientras se preparaba para acostarse, Al-Saud salió del baño para atender el teléfono.
—Allô? —dijo, inquieto al ver la hora. Pensó en Matilde y luego en Kolia.
—Hola, Eliah. Soy Nigel.
«Al parecer», meditó Al-Saud, «el día de las sorpresas aún no termina».
El ojo derecho de Nigel Taylor —el que no tenía vendado— revoloteó en abierta confusión hasta que reconoció la sala donde se recuperaban los pacientes recién operados. Bajó el párpado y siguió durmiendo. Tiempo después —no habría sabido precisar si una hora o diez—, al volver en sí, su espíritu se preparó para sonreír al descubrir el rostro de Angelie —hacía tiempo que no pensaba en ella como en sœur Angelie—; no obstante, la sonrisa no le alcanzó los labios porque tenía la cara entumecida.
—Nigel, dime si sientes dolor —le pidió la religiosa, y a Taylor lo colmó de alegría y de ternura la ansiedad con que lo llamó por su nombre; amaba el acento francés que le imprimía a su inglés, la cadencia con que se desplazaba por la habitación, la frescura de sus manos, la feminidad de sus movimientos, la dulzura con que trataba a Kabú.
—No —dijo, y, Angelie, al notarle la voz rasposa, le acercó un sorbete.
—Es agua. El doctor van Helger dijo que ya puedes beber.
Se refrescó la boca pastosa, saboreó el agua mineral y disfrutó mientras descendía por su esófago. Mantuvo el ojo cerrado por unos segundos, sabiendo que Angelie permanecía, expectante, sobre él. Nunca se había sentido amado. Con su primera esposa, Mandy, se había visto obligado a rogar por una caricia o por un gesto de amor. Ella no se había preocupado por comprarle el pan que le gustaba ni el vino de su preferencia; no le preparaba sus comidas favoritas sino que Nigel se las pedía a la cocinera; a veces no la encontraba en casa cuando regresaba de una misión que lo había mantenido lejos de Londres por semanas. No la culpaba por su actitud negligente, no había sido una mujer sana y, en honor a la verdad, él la había perseguido con la tenacidad de un perro de presa hasta convencerla para que lo aceptase como su esposo. Mandy le había permitido amarla y él la había convertido en una diosa para venerar. No le reprochaba nada, ni siquiera su amorío con Al-Saud. Simplemente, comparaba cómo se había sentido en aquellas instancias y cómo se sentía en ese momento, envuelto y cobijado por los cuidados y la atención de Angelie.
—Veo que sobreviví —dijo, risueño.
—Kabú y yo hemos estado rezando para que salieras bien de la operación.
La emoción a Taylor le anegó el ojo derecho y le provocó una sensación entre dolorosa y agradable en la parte recién operada; la anestesia comenzaba a abandonarlo.
—¿Te duele? —se angustió Angelie—. Dímelo, Nigel. No tiene sentido que sufras.
La mano de Taylor trepó por el antebrazo de Angelie hasta el codo y ejerció presión para obligarla a inclinar la cara cerca de la de él.
—Angelie, ¿quieres casarte conmigo? —le susurró, y percibió la tensión y el pasmo de la religiosa, que era incapaz de disfrazar las emociones; su sinceridad era otra de las cualidades de ella que lo subyugaban.
Angelie intentó alejarse. Taylor, con una fuerza sorprendente para alguien que aún sufría los efectos de la anestesia, la mantuvo a centímetros de su rostro.
—¿Qué dices, Nigel? ¿Estás delirando?
—Nunca he estado más consciente y despierto que ahora. Respóndeme, ¿quieres casarte conmigo? Angelie, ¿te gustaría ser mi esposa?
—Me lo preguntas ahora que te sientes débil. No pensarás en mí cuando salgas de este hospital y vuelvas a ser el hombre poderoso y adinerado que conocí en la misión meses atrás, que vive en Londres y que tiene un avión privado.
—Estás siendo cruel e injusta.
La vergüenza tiñó de rojo las mejillas de Angelie.
—No sabría cómo ser esposa —expresó, en voz baja y compungida—. Desde los dieciocho años he servido al Señor. No sé cómo ser mujer.
—Te aseguro que te has comportado como una magnífica esposa durante todas estas semanas en que has estado junto a mí, cuidándome, preocupándote. Eres la esposa que cualquier hombre desearía a su lado. En cuanto a cómo ser mujer, te digo, Angelie, que meneas el trasero de una manera muy atractiva para ser religiosa.
Le gustó que el sonrojo de Angelie se pronunciase y que se cubriese la boca para ocultar la risa; le gustó que no se escandalizase ni fingiese como una pacata.
—Nigel, soy una religiosa —interpuso al cabo.
—Has esgrimido varias excusas para no aceptarme como tu esposo. La de tu condición de monja ha sido la última. Veo que no te importa demasiado.
«Me importas sólo tú, que Dios me perdone». Incapaz de mentir pero también de pronunciar el pensamiento, Angelie guardó silencio, tensa, turbada, incómoda y feliz a un tiempo.
—Angelie, dime una cosa, si no fueses religiosa, ¿me aceptarías?
—¿Si no fuese religiosa, pero si fuese exactamente igual a como soy ahora? —La pregunta desconcertó a Taylor, que se limitó a asentir—. No lo creo, Nigel.
—¿Por qué? ¿No me quieres siquiera un poco?
Los párpados de Angelie se elevaron en un movimiento veloz, y sus ojos oscuros se detuvieron en los azules de Taylor con un ardor y un enojo que lo estremecieron.
—¿Cómo puedes dudar de que te quiero?
—¡Me confundes!
—Nigel, no estás pensando con claridad. No sé por qué estamos hablando de esto cuando deberías estar descansando. ¡Acabas de salir de la sala de operaciones!
—No te merezco —presionó Taylor—. Me consideras un pecador incorregible.
—En absoluto. —Angelie logró zafarse y abandonó la habitación.
A la mañana siguiente, Kabú apareció solo y le explicó que sœur Angelie no se sentía bien y que estaba descansando. Después de la visita de Kabú, Taylor reflexionó acerca de su vida, de los muchos fracasos, de los pocos aciertos, entre los que contaba haberse enamorado de Angelie, y de las deudas que le faltaba pagar. Comenzaría por hablar con Eliah Al-Saud, para lo cual se comunicó con Jenny, su secretaria en Londres, para que le consiguiese el número telefónico de Al-Saud. Horas más tarde —eran más de las diez de la noche en París—, escuchó la voz de Al-Saud del otro lado de la línea.
—Hola, Eliah. Soy Nigel.
—¿Has vuelto? ¿Estás en Londres?
—No, sigo en Johannesburgo. Ayer tuve mi segunda operación reconstructiva.
—¿Salió bien?
—Así parece. Lo veremos con el tiempo. Nunca volveré a ser el mismo. Sólo espero que van Helger me dé un aspecto medianamente tolerable. —Al pronunciar esas palabras, se arrepintió de haberlas expresado. Angelie, que lo había conocido en su esplendor y también deformado a causa de la esquirla, lo quería igualmente—. La verdad es que no me importa demasiado —concluyó.
—Tengo que admitir que me sorprende tu llamada —comentó Al-Saud.
—Necesitaba llamarte. Hay cuestiones entre tú y yo que me gustaría aclarar.
La llamada se extendió durante casi una hora. Taylor agradeció a Al-Saud que hubiese arriesgado la vida para arrancarlo de la línea de fuego y salvarlo de una muerte segura. Tras unas respuestas masculladas de Al-Saud, Taylor habló de Matilde, de cómo la había conocido, de cómo se había enamorado de ella y de cómo la había manipulado movido por la ira y por los celos al enterarse de que se casaría con su peor enemigo.
—Cambié la historia que existió entre tú y Mandy. Le conté a Matilde una mentira, me aproveché de su corazón noble y bondadoso para volverla en tu contra. Gulemale me dio las fotos, que se convirtieron en el golpe de gracia. Las dejé en el casillero de Matilde. Lo demás lo sabes.
—La verdad es que ya no tiene sentido hablar de esto. Siempre me arrepentí de haberte traicionado. No éramos amigos, pero sí compañeros de trabajo, y lo que te hice fue una trastada. No quiero volver sobre esto.
—Pero a causa de esto, Matilde y tú rompieron. —Al-Saud guardó un silencio que Taylor interpretó como hostil; era consciente del impulso animal y posesivo que embargaba a su antiguo compañero de L’Agence con relación a la médica argentina; no le permitiría cruzar el límite que había trazado en torno a ellos—. Quiero que sepas que Matilde conoce la verdad acerca de Mandy, yo mismo le expliqué el modo en que te asedió hasta conseguirte.
—Basta, Nigel. Es suficiente —manifestó de buena manera, sin traslucir la tormenta que acababa de desatarse en su interior. Matilde conocía la verdad acerca del asunto con Mandy Taylor y, de igual modo, se mantenía fría y distante y declaraba que ella ya no era su problema. «Por supuesto», se amargó, «sigo siendo un mercenario, un hombre poco confiable, nada digno de respeto. Por cierto, no hay disculpas para las fotos de Gulemale».
—¿Cómo marchan las cosas en la mina de Rutshuru?
La pregunta lo tomó por sorpresa, y recordó la conversación de ese día con sus socios.
—Pues tu amigo, el general Nkunda, no ha vuelto a molestarnos. —La risita de Taylor confirmó las sospechas esbozadas por Ramsay, que detrás del armisticio tácito con el general tutsi se hallaba la mano del mercenario inglés—. Nos siguen importunando las otras facciones, y nos viene bien para no aburrirnos.
—Supe lo de Jérôme. Matilde está destrozada. —«Y tú habrás aprovechado para consolarla», pensó Al-Saud—. Quiero ayudarte a buscarlo. Nkunda tiene espías diseminados por todo el Congo. Alguno le dará información acerca de Jérôme.
—Te agradeceré cualquier ayuda que puedas darme en este sentido —cedió Al-Saud, aunque envarado.
—Mañana mismo me comunicaré con Nkunda y le comentaré acerca de Jérôme. Colaborará porque Jérôme es tutsi. ¿Tienes una fotografía actualizada de él?
—Mi prima Amélie me dio una.
—Por favor, envíasela a mi secretaria. Ella se la hará llegar a Nkunda. Anota su dirección de correo electrónico, por favor.
Antes de despedirse, Al-Saud disparó la pregunta a bocajarro porque pretendía analizar la reacción de Taylor aunque fuese a través de la línea telefónica.
—Nigel, ¿qué sabes de Udo Jürkens?
—Udo, ¿qué?
—Udo Jür-kens. Tal vez lo conozcas por su verdadero nombre. Ulrich Wendorff.
—No lo conozco ni por el primer nombre ni por el segundo. ¿Quién es?
Después de la reunión con Falur Sayda, que se mostró encantado de cerrar el acuerdo para que la Mercure entrenase a Fuerza 17, Al-Saud se comunicó con Ariel Bergman, el jefe del Mossad en Europa. Lo llamó a su oficina en La Haya, y el katsa no tardó en ponerse al teléfono.
—Al-Saud, debo admitir que me toma por sorpresa —expresó a modo de saludo, y en su timbre poco amistoso se adivinaba que el enojo por la interferencia de Al-Saud en el intento de atrapar a Mohamed Abú Yihad seguía latente.
—Sí, la sorpresa debe de ser grande, sobre todo después del affaire en esa magnífica propiedad de Rutshuru.
—¿Por qué me llama, Al-Saud?
—Porque necesito pedirle un favor. —Bergman guardó un silencio cauto—. Estoy seguro de que el Instituto —Eliah llamó al Mossad como se lo conoce entre los espías— ya sabe que estoy en tratos para adiestrar a Fuerza 17 en Ramala y en Gaza. —El mutismo de Bergman se sostenía y resultaba elocuente—. En esta oportunidad, Bergman, mis actividades y su gobierno irán de la mano.
—No veo por qué.
—Porque una Autoridad Nacional Palestina fuerte es beneficiosa para Israel. Arafat no podrá combatir a Hamás ni a la Yihad Islámica con una estructura militar que cause risa.
—¿Qué desea, entonces?
—Un permiso especial para mí y para mis hombres para movernos dentro de los territorios ocupados y de Israel. No estoy dispuesto a perder horas en sus checkpoints ni a someterme al capricho del Tsahal.
Bergman se tomó unos segundos antes de hablar.
—Supongo que si me negase, usted me recordaría la existencia de esa información que compromete a mi país en materia de armas químicas y que usted guarda celosamente.
—No, no lo haría. En este caso, Bergman, estoy pidiéndole un favor.
—Lo llamaré para confirmarle si puedo hacerle el favor que me pide.
—¿Cuándo? —presionó Al-Saud.
—Mañana. Al-Saud —dijo deprisa, antes de que Eliah cortase la llamada—, ¿qué hizo con Abú Yihad?
—Bergman, olvídese de Abú Yihad. Él ya no es un problema, ni suyo ni de su gobierno.
—¿Está fuera de juego?
—Sí.
—¿Qué garantías me da?
—Mi palabra —expresó antes de cortar.
Rauf Al-Abiyia viajó de Lisboa a Madrid en tren. Alquiló un automóvil en la capital española y devoró los casi cuatrocientos veinte kilómetros que lo separaban de Almería en tres horas. Allí lo tentó la idea de registrarse en un hotel cinco estrellas y de dedicarse a dormir y a bañarse en la piscina durante una semana. Al recordarse que era 8 de octubre, que el Rey Faisal estaría navegando por las aguas del Golfo de Adén alrededor del 20 y que en Bagdad esperaban la torta amarilla, se urgió a ponerse en marcha. Se dirigió al puerto de Almería, que conocía bien, y compró un boleto para abordar el ferry que lo transportaría a Orán, donde contaba con amigos que lo sacarían subrepticiamente de Argelia utilizando la vía del desierto.
En Orán, le confirmaron lo que sospechaba: desde el 7 de agosto, las circunstancias se habían tornado desfavorables después de los atentados a las embajadas norteamericanas de Nairobi, en Kenia, y de Dar es-Salaam, en Tanzania. No resultaba fácil trasladarse por la región, que bullía de agentes de la CIA, viejos conocidos de Al-Abiyia, que, si bien se ocultaba tras una cara nueva, no terminaba de fiarse porque su cabeza tenía precio y cualquiera, aun los hombres de confianza de Fauzi Dahlan, podía entregarlo.
Después de un viaje agotador, en el que echó mano de varios medios de locomoción, desde camellos a avionetas destartaladas, Al-Abiyia llegó a Jartum, la capital de Sudán, el sábado 10 de octubre por la mañana. Cerca del mediodía, después de haberse instalado en un hotel carente de lujo pero limpio, caminó por la calle Nilo, utilizando la vereda que bordeaba el río más largo del mundo, buscando refugio en la sombra de los árboles. Se habría entrevistado con el imam en la mezquita, pero resultaba muy riesgoso porque tanto las mezquitas como las madrazas se encontraban bajo vigilancia.
El imam Al-Mahdi le había hecho llegar un mensaje donde le indicaba que se encontrarían en el Parque Al Shuhada, sobre la Avenida Gamma. El hombre, un negro alto, de contextura vigorosa y con la cabeza envuelta en un tocado blanco, le sonrió, le deseó la paz en árabe y lo tomó del brazo para que caminase a su lado. Después de comentar acerca de la belleza del parque, Al-Mahdi no se mostró interesado en averiguar por qué Al-Abiyia intentaba contactar a su amigo en Somalia. Se limitó a darle las indicaciones del lugar donde lo hallaría y la contraseña para identificarse. Recibió su pago en dólares y caminó hacia la salida del parque.
Al día siguiente, Al-Abiyia viajó en un avión a hélice que alquiló en Jartum y que aterrizó en una pista de la ciudad de Bosaso, a orillas del Golfo de Adén, la cual, si bien el piloto aseguraba que era legal, tenía apariencia de clandestina, como todo en Somalia, un país sin gobierno legalmente constituido y sumido en la anarquía.
Abordó un taxi cuyo color resultaba imposible de discernir bajo la capa de polvo rojo, y negoció el precio por un viaje hasta el centro de la ciudad. Bosaso lo deprimió; el aspecto decrépito de las construcciones y la miseria del pueblo resultaba desmesurado incluso para la realidad africana. Los somalíes vivían bajo un régimen severo basado en la sharia, la ley islámica, y aun las niñas impúberes iban cubiertas, algo que pasmó a Al-Abiyia.
Como el taxista le cayó bien, le ofreció veinte dólares por día —un dineral si se tenía en cuenta que, en un día afortunado, el hombre juntaba menos de un dólar— para que le hiciese de chofer. El taxista, eufórico, lo condujo al único hotel decente. Por la tarde, aunque a regañadientes porque no le gustaba esa parte de Bosaso, lo llevó hacia la zona de la playa, donde habitaban los pescadores. El taxi se detuvo a una distancia prudente del barrio, y el chofer levantó las cejas y abrió grandes los ojos al ver que Al-Abiyia se quitaba la pistola de la parte trasera de la cintura y la calzaba a la vista, con la campera abierta, por delante.
—Acompáñame, Maluf —indicó Al-Abiyia porque temía no encontrar ni el polvo del taxi cuando regresase.
El traficante palestino necesitó nervios de acero para sortear los filtros antes de dar con el jefe de los piratas. Se comportó con aire sumiso, no hizo contacto visual con los lugareños y repitió la contraseña a quien lo increpase. Lo pasearon por el barrio que, en realidad, era un asentamiento de casuchas de chapa y cartón, niños descalzos y de vientres abultados, perros trasijados y olores nauseabundos. En varias ocasiones en que unos muchachos lo amenazaron con sus AK-47, se arrepintió del plan de asaltar el Rey Faisal y pensó en dar media vuelta y regresar al taxi, si es que todavía existía. No lo hizo porque detestaba acobardarse. Su vida se habría convertido en un infierno, como para la mayoría de los refugiados palestinos, si él no hubiese sido un hombre de recursos y de valor. Al final, a los empujones y a gritos, lo condujeron a una vivienda construida en un sitio desolado de la playa donde le presentaron a Falamé, el jefe de los piratas.
Falamé lo sorprendió. A diferencia de su cortejo, era un hombre tranquilo y mesurado. Alto, delgado, pero fibroso, de una edad indefinida entre los veinticinco y los cuarenta, sonrió y le ofreció que se acomodase sobre una caja de madera. A Maluf, que temblaba, le pidió que aguardase fuera de la choza. Falamé se sentó y volvió a su trabajo: tejía una red.
—Dice que mi amigo Al-Mahdi lo manda.
—Así es. La contraseña…
Falamé lo detuvo al levantar la mano con la que sujetaba el huso.
—Señor Al-Abiyia, no habría llegado hasta aquí si no hubiese repetido varias veces la contraseña. ¿Para qué me ha buscado?
—Porque es famosa su pericia en el mar.
—Todos aquí somos pescadores. Prácticamente nacimos en el mar y aprendimos a nadar antes que a caminar. Nuestros padres nos subían en sus barcas al cumplir los cinco años. Sí, conocemos el mar como nadie, pero ya no podemos vivir de nuestro oficio porque las grandes compañías pesqueras asolan nuestras aguas y se llevan nuestro pescado.
—Entiendo. Yo necesito de su pericia para asaltar un barco del cual extraeré la carga. —Falamé apartó la vista de la red y la fijó en Al-Abiyia—. Seré generoso con la paga —se apresuró a agregar, incomodado por la mirada del somalí—. Muy generoso.
—Cuénteme los detalles y le diré si es posible llevar a cabo el asalto.