Jérôme despertó al calor de la mañana, despegó la cara de la esterilla que le servía de lecho y se refregó el cachete, que conservaba la forma de los juncos con que la confeccionaban. Echó un vistazo a la choza que le servía de refugio y que compartía con Karme, el interahamwe que había asesinado a sus padres, a los verdaderos; los otros, Matilde y Eliah, vendrían a buscarlo. Karme se burlaba de él cuando le contaba acerca de su papá aviador, alto, fuerte y rico.
—Ahora yo soy tu padre —le escupía el hutu, y Jérôme se cuidaba de contrariarlo porque se había ligado varias palizas, en especial si Karme bebía vino de palma.
Se puso los únicos pantalones y la única remera con que contaba y se calzó las zapatillas mientras se acordaba del día en que Matilde le había enseñado a atarse los cordones.
—¡Qué niño más inteligente eres, tesoro mío! —Le encantaba que lo llamase así—. A otro niño le habría tomado mucho tiempo aprender. En cambio tú lo has aprendido en un abrir y cerrar de ojos.
Levantó la esterilla y quitó el trozo de corteza de palmera que cubría el hueco donde escondía el único tesoro que había conseguido salvar antes de que los interahamwes irrumpiesen en el orfanato y lo secuestrasen. Se trataba de una cajita de madera que contenía dos objetos: un mechón de pelo rubio inusual en esas latitudes y un llavero Mont Blanc de cuero negro y herrajes en oro blanco, también infrecuente en el marco de pobreza del Congo. Los besó con reverencia, como cada mañana, y rogó en silencio: «Mamá, papá, vengan a buscarme», aunque tuviese miedo de que sus nuevos padres, cuando lo encontrasen, no lo quisieran, es más, temía que lo despreciasen. Karme lo había obligado a hacer cosas malas que lo habían convertido en un niño malo. Odiaba disparar el fusil al que llamaban AK-47. Al principio, al recular, lo arrojaba al suelo. Con la práctica, había conseguido dominarlo; no obstante, detestaba empuñarlo y apretar el gatillo. Apoyó el rostro entre las rodillas y se echó a llorar cuando se acordó de los hombres que había fusilado el día anterior; Karme los había obligado, a él y a otros dos muchachos. Si no lo hacían, les esperaba una buena tunda. Además, les inyectaban ese líquido que, en un principio, a Jérôme le había gustado, porque soñaba con Matilde y con Eliah, aunque era más real que un sueño. No le gustaba al día siguiente, cuando vomitaba y le latían las sienes. Le pidió a Karme que no volviese a inyectárselo, y éste, después de sacudirse de hombros, asintió.
—Tú te lo pierdes, Jérôme.
De lo que odiaba de ese campamento y de su nueva vida, Karme ocupaba el primer lugar. Lo detestaba tanto que a veces, cuando empuñaba el AK-47, se imaginaba vaciando el cargador en su cuerpo robusto. Los primeros días en manos de los interahamwes, Jérôme se lo había pasado sumido en un estupor del que a duras penas comenzaba a salir. Las milicias de Karme, que se protegieron en el orfanato de las granadas del Congreso Nacional para la Defensa del Pueblo, lo encontraron solo, tratando de rescatar los tesoros que ocultaba bajo su camastro. Uno lo aferró por el brazo y, como Jérôme peleó por zafarse, le propinó un golpe en el pómulo que lo dejó inconsciente. Volvió en sí minutos más tarde, atrincherado junto a Karme, que alternaba disparos con órdenes vociferadas en kinyarwanda. De todos sus tesoros, sólo había conseguido salvar la cajita con el mechón de Matilde y el llavero Mont Blanc de Eliah. Abrió el puño y se la quedó mirando. Enseguida, antes de que Karme lo viese despierto, la embutió dentro del calzoncillo.
Al principio del cautiverio, Karme se había mostrado enojado y ofendido porque él había escapado meses atrás, llevándose a su madre y a su hermana.
—¡Me traicionaste! —le recriminó—. Yo te trataba como a un hijo y te fugaste en medio de la noche, como un ladrón.
—Tenía que llevar a mi mamá y a mi hermana al hospital. Estaban enfermas —se justificó el niño, mientras se sobaba el verdugón del brazo causado por el látigo del jefe interahamwe.
Como castigo, Karme lo destinó a una mina de coltán distante a unos kilómetros del campamento. Cada mañana, antes del amanecer, marchaban en fila india, encadenados por los pies, arrastrando las mazas y los cortafríos con los que horadaban el barranco, vigilados por los interahamwes. Jérôme no hablaba y se limitaba a copiar lo que hacían los otros niños. Al final del primer día, las ampollas en las manos le sangraban y tenía las piernas entumecidas por haberlas sumergido en el agua durante más de ocho horas. Había comido poco y mal (una torta de cuaca y unos tubérculos de ñame medio crudos), por lo que a la hora de regresar, después de haber trabajado tan duro, lo acometió una debilidad que, por mucho que intentase combatir, terminó por vencerlo. Se desmayó en el camino, y dos muchachos, los más fuertes del grupo, lo acarrearon. Trabajó durante diez días en la mina, y empezaba a acostumbrarse a la dura faena y había ganado algunos amigos (Amosh le había curado y vendado las manos el primer día), cuando Karme lo mandó comparecer en su tienda. Se lo quedó mirando de un modo extraño, Jérôme no acertaba a definir si se trataba de una mirada cargada de enojo o de curiosidad.
—No volverás a la mina. Desde ahora, vivirás aquí, conmigo, y te prepararás para ser soldado.
—Prefiero volver a la mina —se atrevió a susurrar, con la mirada al piso.
—¡He dicho que no! ¡No me contradigas, Jérôme, o volverás a sentir mi látigo!
Al recordar aquella escena, acontecida dos semanas atrás, a Jérôme se le antojó muy lejana. Suspiró y abandonó la choza, tan deprimido que hasta le resultaba penoso colocar un pie delante del otro y moverse hacia el sitio donde se congregaban los niños para iniciar el adiestramiento. Si sus padres lo encontrasen y se enterasen de las cosas malas que lo obligaban a hacer, no lo querrían.
Observó el entorno del campamento. No le gustaba el caos perpetuo del lugar. Le faltaba la rutina de una vida ordenada, habituado como estaba a la disciplina de la misión, en la cual se fijaban horarios para cada actividad. En el campamento, hacían lo que querían: comían si tenían hambre, dormían si tenían sueño, se higienizaban si ya no soportaban su propio olor. Siempre y cuando cumpliesen con las horas diarias de adiestramiento, el resto de la jornada eran dueños de sus vidas, más allá de que se les prohibía trasponer los límites del campamento.
Jérôme no había hecho amigos entre los niños soldados porque eran hutus y lo despreciaban por su condición de tutsi. Nadie mencionaba que Jérôme fuese «cucaracha», como llamaban a los de su etnia, porque temían enojar a Karme. En realidad, ni siquiera les habían dicho que lo fuese, pero resultaba palmario pues en el cuerpo de Jérôme se evidenciaban las características de su raza: flaco y alto para su edad, nariz delgada y boca no tan carnosa.
Antes de iniciar la práctica, les dieron pan de maíz y té con azúcar. Jérôme, a diferencia de sus compañeros, comió con desgano. Nada tenía sentido. La soledad lo abrumaba y, pese a que cada mañana, besaba sus reliquias y les rogaba a Eliah y a Matilde que lo rescatasen, las esperanzas de volver a ser feliz iban extinguiéndose.
Al-Saud transcurrió unos días en Riad. El verano se prolongaba aun durante el otoño, y las temperaturas superaban los cuarenta grados a finales de septiembre. Se trataba de un clima sin lluvias, con vientos calientes que aniquilaban el buen humor; no obstante, Al-Saud lo soportaba con gusto porque, después de una entrevista con su tío Abdul Rahman, el comandante en jefe de las Reales Fuerzas Aéreas Saudíes, supo que el C-130, más conocido como Hércules, era suyo; llevaba meses tras ese gigante del aire norteamericano, capaz de transportar un tanque de guerra o hasta tres vehículos Humvee. El rey Fahd por fin había autorizado la venta y con una financiación excelente. Su incorporación al patrimonio de la Mercure implicaría un salto en el crecimiento de la empresa. Sumado al Jumbo acondicionado para trasladar tropas, armamento, aun helicópteros y vehículos, con un tren de aterrizaje reforzado, apto para terrenos poco propicios, como pistas de tierra o de arena, el Hércules les permitiría asumir varios contratos de relevancia al mismo tiempo. Se sintió bien, como no se había sentido en mucho tiempo, mientras firmaba el documento de compraventa del avión con el ministro de Defensa y su tío Abdul Rahman. Celebraron con un almuerzo en la cámara privada del rey Fahd, al que se sumaron sus primos Khalid Al-Saud, veterano de la Guerra del Golfo, y Turki Al-Faisal, y durante el cual, gracias a la conversación distendida y animada, Al-Saud olvidó los problemas que lo agobiaban. Después de despedirse y cuando se disponía a subir al vehículo que lo conduciría a lo de su tía Fátima, percibió la vibración del celular en el bolsillo del pantalón e insultó para sus adentros; tal vez se tratase de nuevo de Céline, quien, un rato antes, le había dejado un mensaje intrigante que lo había obligado a interrumpir el almuerzo y devolverle la llamada.
Decidió atender. Sufrió un momento de pánico, que barrió con su buena disposición, al oír el llanto de una mujer y concluir que algo malo le había sucedido a Matilde. ¿Céline la habría atacado?
—Juana, ¿sos vos? ¡Juana!
—Eliah, soy yo. Zoya.
—¿Qué ocurre?
—Estoy en el hospital, con Natasha. Se descompuso y la ingresaron de urgencia. Está muy mal, en la unidad de cuidados intensivos.
—¿Qué le sucedió?
—No sé. De pronto comenzó a sentirse mal, a empalidecer y se desplomó. El doctor Moretti está haciéndole análisis. Parece ser que fue un descenso brusco del potasio en sangre.
—¿Qué posibilidades hay de que salga con vida de esta crisis?
—No lo sé —admitió Zoya, y se puso a llorar de nuevo.
—¿El niño está bien?
—Sí, muy bien. Se quedó en la casa con Mónica.
—Mantenme al tanto, Zoya —le pidió, y terminó la comunicación.
Cuatro días atrás, al marcharse de Milán, se había aferrado a la esperanza de que Natasha Azarov superaría la prueba del cáncer y vería crecer a Kolia. En ese momento, las esperanzas se esfumaban, y una nueva realidad se desplegaba ante él. Se instó a desechar el pensamiento negativo, Natasha aún no había muerto, y él sabía que lucharía por su hijo.
Al día siguiente, domingo 27 de septiembre, temprano por la mañana, Al-Saud emprendió el viaje al corazón del oasis de Al Ahsa en un Jeep Wrangler de propiedad de su primo Turki Al-Faisal. A medida que se desplazaba en dirección este, hacia el Golfo Pérsico, la humedad iba alterando el paisaje, y de tórrido y ocre en las afueras de Riad cambiaba a verde y feraz en las proximidades de Al-Hofuf, la ciudad más importante de Al Ahsa. Allí se detuvo para cargar combustible, comer algo y estirar las piernas. Todavía le quedaban algo más de ciento treinta kilómetros para alcanzar la ciudad de Dammam; desde allí al campamento de su tío, el jeque Aarut Al-Kassib, había un trecho corto. Al salir de Al-Hofuf, enfiló hacia el norte, siempre por un terreno fértil y pintoresco, con gran movimiento de vehículos y de caravanas de camellos. Hizo una nueva escala a la entrada de Dammam, para comer algo, hacer sus necesidades y consultar el mapa que lo conduciría a Aldo Martínez Olazábal. Estaba ansioso por hablar con él. Su carta, enviada el 11 de septiembre, sin duda había hecho mella en el padre de Matilde y seguramente éste se dispondría a contarle la verdad que le había negado cuatro meses atrás.
Al avistar el todo terreno cubierto de arena y de barro, un grupo de niños y de adolescentes salieron a recibirlo. Faruq, el compañero inseparable de Mohamed Abú Yihad, el nombre musulmán de Aldo, se abrió paso con los codos hasta detenerse frente a Al-Saud.
—¡Aymán! —gritó para llamar su atención.
—¿Cómo estás, Faruq?
—Mohamed se pondrá feliz de verte.
Sin embargo, ese día acabó y Al-Saud no tuvo oportunidad de entrevistarse con Aldo Martínez Olazábal. Su tío, el jeque Aarut, y el resto de la parentela lo retuvieron en la tienda principal, donde lo agasajaron a la vez que recibieron los obsequios costosos de Al-Saud. Lo hicieron con actitud solemne y los evaluaron con cuidado, ya que lo consideraban el justo pago por haber protegido al padre de la mujer de Aymán.
—Tío Aarut —dijo Eliah—, ¿tienes alguna queja de tu huésped?
El hombre, que, recostado sobre una alfombra y echado sobre almohadones, masticaba un dátil, fijó sus ojos negros en los verdes de su sobrino nieto y agitó levemente la cabeza.
—El padre de tu mujer, Aymán, ha sido un buen musulmán y ha sabido adaptarse a nuestra vida, la de los beduinos. Ha trabajado duro y ha cumplido el azalá. ¿Has venido a llevártelo?
—No —contestó Al-Saud, y juzgó que la noticia no desagradaba a su tío abuelo; le conocía esa expresión de entrecejo fruncido y comisuras tensas para reprimir una sonrisa—. Todavía no está fuera de peligro. Sus enemigos siguen tras él.
—¿Cuánto tiempo deberá permanecer entre nosotros?
—No lo sé con certeza, tío Aarut. Tal vez otros cuatro meses.
—Debería tomar esposa de entre nuestras mujeres.
Al-Saud se incorporó en el almohadón, inquieto y alarmado.
—Tío, sabes que Mohamed es, en realidad, occidental. Él no pertenece a esta vida. Él no es beduino. Si tomase esposa y luego decidiese regresar a Europa, ¿qué sería de ella, de su mujer?
—Pues una mujer debe seguir a su hombre adonde sea que éste vaya.
Eliah sospechaba que la propuesta del jeque no surgía de manera espontánea, como la ocurrencia de un momento, sino que se trataba de una decisión meditada. Probablemente, ya tendría la mujer para su huésped. Al-Saud desconocía que la nieta preferida del jeque Al-Kassib, Sáyida, se había enamorado de Abú Yihad, quien, por supuesto, no la conocía, porque, a pesar de haber convivido con la tribu beduina durante cuatro meses, guardaba distancia de las mujeres, que, por otra parte, se movían en grupo, cubiertas de pies a cabeza con la abaaya. Sáyida, por el contrario, se las ingeniaba para admirar al extraño musulmán de barba rojiza, cabello rubio entrecano y ojos celestes; lo encontraba irresistible como esos actores occidentales que aparecían en las revistas europeas que entraban subrepticiamente en el campamento y que ella y sus hermanas y primas devoraban y ocultaban con celo. Averiguaba cosas de Abú Yihad sobornando a Faruq con obsequios pequeños. De ese modo se había enterado de que tenía tres hijas; una de ellas, la mujer de Aymán, era un ángel llamado Matilde; otra, de nombre Céline, era famosa en Occidente gracias a su belleza; lo sabía porque, cada dos por tres, se publicaban fotografías de ella en revistas como Paris Match, Hello, Vogue y Vanity Fair. Quería convertirse en la esposa de Abú Yihad y así se lo había manifestado a su abuelo, que rara vez le negaba algo.
—¿Crees que una beduina —preguntó Eliah a su tío Aarut— podría vivir lejos del desierto y ser feliz?
—Sería feliz sirviendo a su esposo —manifestó el jeque, y aprisionó entre sus labios la boquilla del narguile.
—Si Mohamed está de acuerdo con tu propuesta —terminó por decir Al-Saud—, yo no me opongo. Inshallah! —pronunció, con acento encendido, para indicar que el asunto quedaba en manos de Dios.
Aarut Al-Kassib le respondió con la Bismallah, el primer verso del Corán.
—Bismallah ir-Rahman ir-Rahim (En el nombre de Alá, el Clemente, el Misericordioso). —Lo expresó con voz atronadora y una intensidad en el semblante que asombraron a Eliah, y, en tanto lo hacía, el anciano saboreaba de manera anticipada la dicha que significaría para su adorada Sáyida volver a contraer matrimonio. Había quedado viuda muy joven, a los treinta años, y, después de diez, ninguno de la tribu la había pedido en matrimonio porque, al no haber concebido con su primer esposo, un beduino sano y arrogante, le achacaban la culpa. Aarut Al-Kassib estimaba que, teniendo tres hijas, a Mohamed no le importaría que su nieta no fuese capaz de engendrar.
A la mañana siguiente, Al-Saud se despertó al sonido del adhân, o llamado para cumplir el azalá. Se vistió deprisa y se presentó en la carpa del jeque, que lo había invitado a compartir el fayr, la primera oración que se reza al amanecer. Lo sorprendió encontrar a Aldo entre los hombres que se higienizaban antes del precepto; iba vestido a la usanza beduina, con túnica, cinto ancho de cuero, donde calzaba un alfanje, sandalias y turbante. Después de la oración, desayunaron con el jeque. Aldo conservaba una actitud circunspecta y sólo hablaba si le dirigían la palabra.
—Mohamed —lo llamó el jeque—, Aymán ha venido hasta aquí porque tú lo has convocado. Es hora de que lo recibas en tu tienda y de que hablen.
—Así será, señor —contestó Martínez Olazábal—, con la voluntad de Alá.
Al-Saud extendió la mano, y Aldo le ofreció la suya, una mano callosa, bronceada y curtida por el viento, advirtió al estrecharla con firmeza. Una vez que se habituó a la penumbra de la tienda destinada a Martínez Olazábal, Al-Saud notó también que, pese a no lucir avejentado, Aldo tenía más arrugas en torno a los ojos, a la boca y en la frente.
Una beduina les sirvió un café.
—Recibió mi carta —afirmó.
—Sí —contestó Aldo—. El 18 de septiembre. Enseguida pedí al jeque que lo mandase llamar. ¿Cómo está Matilde?
—Recuperada por completo.
—Al-hamdu li-llah (alabado sea Dios) —murmuró Martínez Olazábal, sin levantar la vista—. ¿Sigue en Johannesburgo?
—No. Volvió a París el 17 de septiembre.
—¿Dónde está hospedándose? En su casa, supongo.
—En casa de Ezequiel Blahetter.
—Ah, claro. Ezequiel.
—Me gustaría irme de aquí con una carta para Matilde. Su silencio de tantos meses la preocupa. Yo se la haré llegar.
—¿Eso quiere decir —concluyó Aldo— que usted no le contó nada acerca de mí ni de… este retiro? —Al-Saud negó, y Algo inclinó la cabeza en señal de agradecimiento—. Por supuesto que escribiré una carta para mi princesa. La escribiré apenas haya hablado con usted.
—¿De qué quiere hablarme, Aldo? —La mirada inquisidora e inflexible de Al-Saud se clavó en los ojos cargados de duda y desconsuelo de Martínez Olazábal—. Tiene que contarme la verdad, es el único modo para ayudar a Matilde.
—Lo sé.
A lo largo de esos cuatro meses de reclusión en el desierto, Aldo había contado con tiempo para reflexionar y hacer memoria. Había recordado un diálogo telefónico sostenido con su yerno, Roy Blahetter, a mediados de enero, el cual, a la luz de las revelaciones de Al-Saud, cobraba un matiz aterrador. En aquella oportunidad, Roy había mencionado a Jürkens. «El señor Jürkens me escribió esta mañana. Planea visitar París en unas semanas y espera ver un esbozo de la centrifugadora». «Cuidado, Roy». «No te preocupes, Aldo. Ya me cagaron una vez. Dos, no». «¿Quién es este Jürkens? ¿De dónde ha salido?» «Leyó uno de mis artículos en la publicación del MIT y me contactó a través del e-mail que yo ponía junto a mi nombre. Es un físico nuclear alemán. Está muy preparado. Lo sé por las preguntas que me hace. Incluso hemos hablado por teléfono».
—Cuando me trajo al desierto —empezó Aldo—, usted me habló de un tal Jürkens. Haciendo memoria, me acordé de que Roy lo mencionó una vez.
Al-Saud sabía que Roy Blahetter y Udo Jürkens habían estado en contacto; el propio Blahetter se lo había confesado en su cama de hospital.
—¿Blahetter le mencionó qué negocios tenía con Jürkens?
—Al-Saud, lo que estoy dispuesto a confesarle es algo en extremo delicado, y, una vez que lo sepa, tendrá en sus manos una pieza de información que, de salir a la luz, pondría al mundo patas arriba. —Aunque lo disimuló, Eliah se estremeció con aquellas palabras—. Guardé silencio hasta ahora porque mi vida corría peligro. Pero si la de mi hija está en juego, hablaré, aunque con eso me condene. Sepa que su vida no valdría nada si las personas equivocadas se enterasen de que usted comparte mi secreto. —Eliah prestó su aquiescencia con una bajada de párpados—. Usted me pregunta qué negocios mantenía mi yerno con Jürkens. Para contestar a esa pregunta, primero le hablaré de Roy. Roy era un prodigio de inteligencia, una persona con un coeficiente intelectual muy por encima de la media. Siendo todavía joven, se recibió de ingeniero nuclear. Estudió en universidades norteamericanas donde se especializó en física nuclear. Escribía artículos para revistas prestigiosas y tenía pensado escribir un libro con su invento.
—¿Invento?
—Aquí viene la parte interesante, Al-Saud. Roy desarrolló una idea que, según él me aseguró, se convertiría en el desarrollo en materia nuclear más revolucionario desde la creación de la bomba. Se trataba de una centrifugadora de uranio.
—Es un tema que no manejo.
—Pues yo tampoco sabía nada hasta que Roy me explicó. Sabrá que el uranio es el combustible que hace funcionar un reactor nuclear o que se necesita para construir una bomba como la de Hiroshima. Pues bien, tal como se lo encuentra en la naturaleza, el uranio no sirve de nada. Requiere una serie de procesos costosos y lentos para convertirse en el combustible fisible que después se aplica a diversos usos, unos con fines pacíficos, otros con fines bélicos. Después de obtener el uranio, generalmente de una mena de pecblenda, se lo procesa para depurarlo. De ese proceso, se obtiene un polvo amarillento, conocido como torta amarilla. Es la torta amarilla la materia prima de las centrifugadoras de uranio.
—¿Para qué sirven las centrifugadoras? —El interés de Al-Saud resultaba palmario, y su atención, absoluta.
—Parece ser que al uranio lo conforman tres isótopos, el 234, el 235 y el 238. El que sirve como combustible nuclear es el 235, con una masa similar a la del isótopo 234, por lo cual es difícil separarlos. Esta separación se hace aplicando una fuerza centrífuga. La centrifugadora gira a tal velocidad que los isótopos más pesados (el 234 y el 238) se separan del 235. Este proceso de centrifugado es lento, consume muchísima energía eléctrica y agua y da como resultado sólo algunos gramos de combustible. Se requieren años para obtener una cantidad que permita construir una bomba.
—¿Qué hay de la centrifugadora que diseñó Blahetter?
Aldo sonrió con melancolía y se tomó unos segundos para hablar; lucía conmovido.
—Estaba tan orgulloso de su invento. La centrifugadora de Roy lograba aislar el isótopo 235 en una ínfima parte del tiempo que les toma a las otras centrifugadoras, y con un consumo bajo de electricidad y de agua. ¡Era la panacea para quien estuviese interesado en el desarrollo de la energía nuclear! Se habría convertido en un hombre muy rico.
—Lo mataron por esto, ¿verdad? Por su invento.
—Sí. —El gesto de Aldo se ensombreció y cobró dureza—. Los que le robaron el invento, lo mataron para no dejar pruebas de su plagio.
—¿Quiénes fueron? —Al-Saud se irguió entre los almohadones—. ¿Quiénes lo asesinaron? —insistió, aunque ya conocía la respuesta.
—El profesor Orville Wright.
La confusión de Al-Saud resultó evidente.
—¿Orville Wright? —Había esperado escuchar «Udo Jürkens»; de igual modo, el nombre le resultó familiar.
—Sí, Orville Wright, un físico nuclear muy conocido, según entiendo.
—Un momento, Aldo —dijo Eliah, y sacudió la mano—. ¿Existe relación entre Jürkens y el tal Orville Wright?
—Así creo yo. No puedo asegurarlo, pero estimo que Jürkens trabaja para Orville Wright.
—¿Por qué Blahetter le habló de Jürkens?
—Lo mencionó como un posible comprador de su invento. Hablé con él por teléfono a mediados de enero, y me dijo que se reuniría con Jürkens para explicarle las ventajas de su centrifugadora. No sé si esa reunión llegó a tener lugar. Lo único que sé es que Roy está muerto, y usted dice que se sospecha de Jürkens.
Al-Saud aprovechó el silencio de Aldo Martínez Olazábal para reordenar las piezas de un rompecabezas complejo. Se puso de pie y caminó siguiendo el diseño de la alfombra. Se detuvo de golpe y giró para mirar a Aldo.
—Por un momento, dejemos a Jürkens de lado —propuso—. Dígame por qué piensa que Orville Wright mató o mandó matar a Blahetter.
—Porque Wright se hizo con el invento de Blahetter y se lo vendió a Saddam Hussein.
Al-Saud volvió a los almohadones, donde se dejó caer, conmocionado, sobrecogido por la última declaración. «¿La centrifugadora de Blahetter en manos de un chiflado como Hussein?» Era incapaz de medir las consecuencias si la información resultaba verdadera.
—¿Está seguro? —susurró Al-Saud.
—Lo vi con mis propios ojos —afirmó Martínez Olazábal, y detalló los pormenores de la cena en el palacio de Sarseng, en la cual Orville Wright había presentado el prototipo a Hussein.
—¿En qué estado de avance están las cosas en Irak?
—Saddam pretende que Wright construya la mayor cantidad posible de centrifugadoras. Una vez que consiga la torta amarilla, las pondrá en funcionamiento, y en menos de diez días obtendrá el combustible fisible para construir varias bombas con el poder destructivo de la de Hiroshima.
—Merde —masculló Al-Saud, y, al pasarse la mano por la cabeza, se aplastó el jopo y se despejó la cara, lo que causó una fuerte impresión en Aldo; nunca lo había visto tan parecido a Francesca—. Se suponía que usted debía conseguir la torta amarilla, ¿verdad?
Aldo asintió con aire apenado.
—Ahora debe de estar haciéndolo mi socio, Rauf Al-Abiyia, si es que Saddam no lo asesinó a causa de mi desaparición.
—¿Con qué dinero Saddam logra todas estas cosas? Pagar a Orville Wright, comprar torta amarilla, construir las centrifugadoras…
—Con el dinero que obtiene contrabandeando petróleo. Es un gran negocio que deja pingües ganancias.
—Aldo, ¿existe la posibilidad de que Wright y Blahetter hayan inventado la centrifugadora al mismo tiempo? Suele ocurrir.
—No. —La negativa de Martínez Olazábal, tan resuelta, indicaba que tenía pruebas para refrendarla—. Roy me contó que había conocido a Wright en el MIT, mientras estudiaba para un Ph.D. Roy admiraba a Wright, una eminencia en el mundo de la física, según me dijo, y logró convertirse en su asistente. Así fue cómo le confió su secreto: el diseño de la centrifugadora que revolucionaría el mundo de la energía nuclear. El profesor Wright le robó los planos, las planillas con cálculos… En fin, todo lo que conformaba su invento. Pero el invento no estaba terminado, y Wright lo sabía. Precisaba el resto del trabajo de Roy. Y aquí encaja a la perfección el asalto que sufrió Matilde, en el cual le quitaron la llave que Roy le había dado días atrás.
—Y el robo del cuadro —completó Al-Saud— a cargo de Jürkens.
—¿De veras? ¿Jürkens entró en el departamento de Enriqueta para robar el cuadro?
—Lo tengo en una filmación, saliendo del departamento de su hermana. Aunque no se llevó el cuadro. Simplemente, cortó la parte posterior.
—Seguramente, Roy había escondido los planos detrás de Matilde y el caracol.
—Es muy probable —acordó Al-Saud.
—¡Dios mío! ¡En qué lío hemos metido a Matilde! ¿Por qué el tal Jürkens la persigue todavía? Wright obtuvo lo que quería, los planos de la centrifugadora, ¿por qué no la dejará en paz?
—Como Matilde era la esposa de Blahetter, Wright pudo haber supuesto que ella está al tanto del invento. ¿Acaso no es normal que un esposo le hable a su esposa acerca de su trabajo? No tiene por qué saber cómo eran las cosas entre ellos. Tal vez esté buscándola para eliminarla, porque, para él, Matilde es la única que podría impugnar la propiedad de su invento. —Aldo se cubrió el rostro, y Al-Saud rogó que no se pusiese a llorar—. ¿A qué nivel conoce a Fauzi Dahlan?
—¿Fauzi Dahlan? Ya le dije, es del entorno de Kusay Hussein. Lo conozco, sí, pero no somos íntimos.
—Jürkens y él son amigos. —Aldo agitó los hombros en un ademán de ignorancia—. Tal vez podríamos llegar a Jürkens a través de Dahlan.
—Si pensaba usarme a mí, ahora será un poco difícil. Mi desaparición habrá enfurecido a Dahlan. Si llego a asomar la nariz en Bagdad, me la cortarán, literalmente.
Al-Saud volvió a ponerse de pie y a pasearse por la estancia. Sabía que la influencia de Jürkens superaba el trabajo realizado para Orville Wright, porque de seguro no existía relación entre el robo del invento de Blahetter y el ataque a la sede de la OPEP en Viena, ¿o sí? Tal vez Saddam había contratado al exmiembro de la banda Baader-Meinhof para que obtuviese dinero a través de los rescates, que luego destinaría a la construcción de las centrifugadoras y a la adquisición de torta amarilla. La trama adquiría ribetes inverosímiles si se añadía el papel de Jürkens en la fuga de Natasha.
Desde su posición cómoda sobre la alfombra y entre almohadones, Aldo sorbía un café medio frío y observaba a Al-Saud, que, en cuatro trancadas, cubría la extensión de la tienda, para emprender el recorrido de nuevo en sentido contrario, así, una y otra vez, mientras se aprisionaba el mentón entre el índice y el pulgar de la mano derecha y se aplastaba el jopo con la izquierda. Su cuerpo delgado y flexible comunicaba solidez. No resultaba extraño que sus hijas, Celia y Matilde, hubiesen perdido la cabeza por él.
Al-Saud se detuvo de manera súbita y giró para preguntar:
—¿Cómo es Orville Wright? Dice que lo conoció en Irak.
Martínez Olazábal guardó silencio, y su expresión adoptó un aire reflexivo.
—Es un tipo raro, de eso no hay duda. Lo es en el aspecto físico como en la personalidad.
—¿Qué tiene de raro su aspecto físico?
—Es desagradable. Sus cejas llaman la atención, porque son muy pobladas, gruesas y… como despeinadas. Su piel es tirando a oscura, y la de su cara es gruesa y porosa. Su nariz… Su nariz es prominente, con manchas y cicatrices. Algo que me afectó fueron sus dientes. Eran marrones.
—¿Marrones? ¿Como los de un fumador?
—No, no. No son dientes manchados de marrón, sino marrones. Así como el color de nuestros dientes es uniforme y tiende al blanco, el de él es uniforme y tiende al marrón.
Al-Saud miró fijamente a Aldo, aunque, en realidad, no lo veía a él sino a su amigo Gérard Moses. Gérard encajaba en la descripción de Martínez Olazábal, además era físico y una eminencia en materia de diseño y construcción de armamento. Aldo lo vio sacudir la cabeza y apretar los párpados en el acto de alejar un pensamiento enojoso.
—Wright es más bajo que usted —prosiguió—, de mi altura, tal vez. No es gordo ni flaco. Normal, diría yo, aunque no es del tipo atlético, más bien, todo lo contrario. Tiene una espalda chica y los hombros caídos.
—¿Qué edad tiene?
—Difícil calcular con esa cara tan rara. Yo le daría unos cincuenta años.
Gérard Moses era sólo un poco mayor que él, si bien, a causa de los estragos de su enfermedad, aparentaba alrededor de cuarenta, pero no parecía de cincuenta.
—¿Cuál es el color de su cabello?
—Castaño oscuro.
—¿No tiene canas?
—No, creo que no —dudó Aldo—. Podría ser un color artificial, podría teñirse.
En el último encuentro con Gérard a principios de mayo, en el Hospital AKH de Viena, Al-Saud había notado muy canoso a su amigo. Se aferró a ese detalle para alejar la idea repugnante que tomaba forma en su mente y que él intentaba acallar con cualquier excusa. «Podría teñirse», había sugerido Aldo. Un hombre como Gérard, desde niño preocupado por el conocimiento y el cultivo de la inteligencia, no perdería tiempo en cuestiones estéticas, se alentó.
—¿En qué idioma habla Orville Wright?
—En inglés, por supuesto.
—¿Por qué dice «por supuesto»?
—¿Acaso Wright no es un apellido inglés?
—¿No habla con algún acento?
Martínez Olazábal levantó las cejas y los hombros en una actitud desconcertada.
—De acentos no sé mucho. Me pareció que hablaba un excelente inglés, como si fuese su lengua madre.
En verdad, admitió Al-Saud, Gérard y Shiloah Moses hablaban un inglés puro, sin la típica cadencia que le imprimen los franceses, y eso se debía a que, desde la cuna, los había cuidado una institutriz inglesa, sin mencionar el colegio bilingüe al que habían asistido.
—¿Qué sucede, Eliah? Lo noto preocupado.
—Lo que acaba de contarme, Aldo, es de una gravedad casi inverosímil.
—Lo sé, se lo advertí.
—Así que Saddam está tratando de cumplir su sueño nunca realizado: convertirse en una potencia nuclear —pronunció Al-Saud, más para sí.
—Esta vez lo conseguirá.
Se contemplaron con semblantes graves, aunque Aldo se sentía más sereno por haber compartido su secreto con un hombre que, no le cabía duda, sabría qué hacer.
—Eliah, ¿esta información le servirá para neutralizar el peligro que acecha a mi Matilde?
«Mi Matilde», repitió Al-Saud para sí, y la sonrisa triste que le suavizó la dureza de los labios desorientó a Martínez Olazábal. Parecía que todos la reclamaban cuando él era el único con derecho a poseerla. No obstante, Matilde lo había herido profundamente, y su naturaleza rencorosa y soberbia le impedía perdonarla.
—No lo sé. Sin duda, conocer esta verdad es mejor que estar a ciegas. En lo que respecta a Jürkens, ese tipo es un acertijo difícil de desentrañar. Seguiré buscándolo y daré con él, y el día en que lo haga lo mataré con mis propias manos. Ya me ha causado demasiados problemas.
A pesar de estar exhausto, Al-Saud no durmió esa noche. Se pasó horas dando giros sobre el colchón extendido en el piso de la tienda hasta que aceptó su imposibilidad de conciliar el sueño y colocó los brazos a modo de almohada y horadó la oscuridad. Sabía que, en esa posición y con la vista fija en la negrura, las revelaciones de Aldo adquirirían una dimensión colosal. Sin embargo, ¿no era desorbitado, peligroso, alarmante y dantesco que un invento como el de Blahetter hubiese caído en manos de Saddam Hussein? ¿Cómo debía proceder? Durante la Guerra del Golfo, los servicios de inteligencia habían trabajado sin respiro para descubrir la ubicación de los arsenales de armas iraquíes, fuesen tradicionales, químicas o biológicas, como también las locaciones donde se procesaba uranio, y les había correspondido a ellos, a los pilotos, destruirlos. Se suponía que Irak no era una potencia nuclear, ni siquiera antes del 91. Israel se había ocupado de destruir los sueños de grandeza de Saddam al bombardear, en julio del 81, el reactor nuclear que sus constructores, los franceses, llamaron Osirak, y que los iraquíes rebautizaron Tammuz I e instalaron en la ciudad de Al-Tuwaitha, a dieciocho kilómetros al sureste de Bagdad. Si bien nadie dudaba de que la ambición de Hussein por convertir a Irak en la primera nación árabe con capacidad para construir una bomba nuclear no había desaparecido junto con el reactor Tammuz I, se presumía que, tras la derrota del 91 y el estado calamitoso de la economía iraquí, la concreción del sueño del dictador se había tornado inviable. La información proporcionada por Martínez Olazábal alteraba de un modo radical el escenario de la política internacional, y las consecuencias resultarían catastróficas si Hussein alcanzase su meta.
A la mañana siguiente, se presentó en la tienda de Aldo para despedirse, y la incomodidad ganó el ánimo de los dos. Martínez Olazábal le extendió un sobre con el nombre de Matilde y otro sin inscripción.
—Acabo de escribir la carta para Matilde —comentó, con aire apesadumbrado—. No sabía qué decirle. Al final, le dije poco y nada, que estoy bien y que pronto volveremos a vernos. —Eliah asintió—. Ahí dentro —explicó Aldo, y señaló el sobre en blanco— están los datos de una cuenta bancaria que abrí en Nassau, en el First Caribbean International Bank. —Al-Saud extrajo el papel y lo leyó—. En esa cuenta hay tres millones de dólares, de los cuales dos y medio son de Saddam Hussein. —La cabeza de Al-Saud se disparó hacia arriba, y la intensidad de su mirada amedrentó a Aldo—. Es el dinero que me dieron como adelanto para que comprase torta amarilla —se atolondró al explicar—. Necesito devolver los dos millones y medio de dólares a la cuenta que le detallo allí. Es un banco de Liechtenstein. Espero no llegar tarde. Mi socio pudo haber muerto por no ser capaz de dar razón de ese dinero.
—¿Lo sacó del banco en Liechstenstein y lo transfirió al de Bahamas sin contar con el acuerdo de Al-Abiyia?
—Así es. Me arrepiento de haberlo hecho. Pero hace unos meses empecé a desconfiar de Rauf y saqué el dinero para evitar que me estafase. ¿Lo hará? ¿Transferirá el dinero? Ahí le escribí el nombre del oficial de la cuenta, mi clave telefónica, las preguntas de seguridad, todo lo que necesita para proceder a la transferencia.
Al-Saud asintió con poco entusiasmo.
—Aldo, ¿alguna vez tuvo negocios con Anuar Al-Muzara?
—Sí, le vendimos armas a las Brigadas Ezzedin al-Qassam. Fue mi socio el que consiguió el contacto. No sé cómo lo logró. El propio Al-Muzara se presentó para sellar el acuerdo.
—¿Dónde?
—Llegó en una lancha y se subió a mi yate, el Matilde.
—¿Sabe dónde puedo encontrarlo?
—No. Es uno de los tipos más escurridizos que conozco.
—¿Cómo se comunicaban?
—Según me dijo Rauf, de una manera arcaica. De pronto, por ejemplo, él estaba tomando un café en Marbella, se aproximaba un muchacho y le dejaba una nota sobre la mesa. En esa nota, se establecían el lugar y la hora para una reunión con algún jerarca de las brigadas.
—¿No tiene un teléfono, una casilla postal, algo?
—No que yo sepa.
—¿Y cómo les pagaba? —se exasperó Al-Saud.
—En efectivo, que nos entregaba en maletines. Era un engorro revisar dólar por dólar, pero fue un buen cliente. Para pagos menores, usaba la hawala, un sistema para transferir plata fuera del circuito bancario y completamente ilegal que se lleva a cabo con intermediarios o hawaladars, todos a favor de la causa palestina, por supuesto, y diseminados por Europa. Al-Muzara se maneja con los viejos métodos de comunicación y de pago, como si aún viviese en la época de Marco Polo. Supongo que por ser tan paranoico y odiar la tecnología, aún sigue vivo.
Al-Saud acordó con un ligero movimiento de cabeza y extendió la mano hacia Martínez Olazábal.
—Me voy en unos minutos, Aldo. Ya tengo lista la camioneta. Cualquier dato que recuerde, no dude en avisarme como hasta ahora.
—Así lo haré —prometió, y apretó la mano ofrecida con una efusión que procuraba comunicar agradecimiento—. ¿Usted seguirá cuidando de mi princesa? —Al-Saud volvió a asentir, y, al percatarse de que lo evadía con la mirada, Aldo se preocupó—. ¿No andan bien las cosas entre Matilde y usted?
—Nada que no pueda arreglarse —aseguró, y se alejó deprisa.
Aunque había previsto volar a la base aérea de Dhahran para evaluar el desempeño de los adiestradores con que la Mercure proveía a las Reales Fuerzas Aéreas Saudíes, Al-Saud alteró sus planes y, al día siguiente, miércoles 30 de septiembre, despegó del Aeropuerto Rey Khalid con destino a Milán. Le solicitó a Natalie que le trajese el teléfono encriptado; haría varias llamadas, entre ellas, al banco en Nassau para devolver el dinero a la cuenta del Bank Pasche de Liechtenstein, y otra, al general danés Anders Raemmers, su antiguo comandante en L’Agence. Finiquitada la transferencia telefónica, consultó la hora londinense en su Breitling Emergency antes de marcar el teléfono privado de Raemmers, al que pocos accedían.
—General, soy «Caballo de Fuego». —Se presentó usando su nombre de guerra.
—Ésta sí que es una sorpresa. ¿Cómo estás, hijo?
—Bien, general. ¿Y usted?
—Ya me conoces. Soy un pesimista nato, así que siempre contesto igual a esa pregunta: como puedo.
—Ninguno de nosotros puede ser optimista conociendo al mundo como lo conocemos.
—Nuestro mal humor está justificado, entonces. ¿Qué te traes entre manos, Caballo de Fuego? Porque estimo que ésta no es una llamada de cortesía.
Al-Saud rió entre dientes antes de contestar:
—Podría serlo, general. Usted sabe cuánto lo aprecio.
—Sí, sí. Cría soldados y te comerán los ojos —fingió lamentarse—. Anda, dime, ¿hablas desde una línea segura?
—Siempre, general.
—Dime, pues.
—Necesito verlo. Es urgente. Preferiría que fuese en territorio neutral.
—¿Dónde?
—En Milán.
—¿Cuán urgente es, Caballo de Fuego?
—Código Lambda, general.
Ante la mención de la letra lambda, Raemmers dio un respingo y se puso de pie.
—¿En qué parte de Milán quieres que nos encontremos?
—En la Galería Vittorio Emanuele II, en la puerta del negocio de Prada.
—Siempre te gustó vestir a la moda.
—Es un lugar estupendo para pasar inadvertidos, con tantos turistas y adictos a las compras.
—¿Cuándo?
—Me gustaría que fuese mañana mismo.
—Aguarda un instante. —Raemmers consultó su agenda electrónica. Para el día siguiente, jueves 1° de octubre, el general danés tenía varios compromisos, pero decidió cancelarlos—. Mañana estaré allí —confirmó—. A la una de la tarde. Espero que conozcas un buen sitio para almorzar.
—El mejor —aseguró Eliah.
Aunque habría sido sensato esperar un mes para restablecerse por completo, Rauf Al-Abiyia estrenó su nueva cara, bastante hinchada todavía, en el Aeropuerto Internacional de Trípoli, en Libia, donde los muchachos de la Mukhabarat de Muammar Qaddafi lo conocían como a las palmas de sus manos. Presentó el pasaporte de nacionalidad iraquí con fotografía nueva y nombre falso, al cual el empleado de Migraciones, luego de echarle un vistazo rápido, le estampó un sello. Caminó hacia el área destinada a los vuelos domésticos, y ningún agente le salió al paso. No lo habían reconocido. Acababa de superar la prueba de fuego. De igual modo, Fauzi Dahlan había designado a dos de sus hombres para que lo protegiesen, más bien para que lo vigilasen. Se mantenían a distancia y hacían bien su trabajo.
Compró un billete para el vuelo que partiría en dos horas hacia la ciudad de Bengasi, y, mientras aguardaba el llamado de embarque, se sentó a tomar té de menta y a planear el golpe al carguero Rey Faisal. Se trataba de una misión titánica y compleja que lo mantenía en vela y con la presión alta. Si resultaba un éxito, mataría dos pájaros de un tiro: se haría de una comisión millonaria y se ganaría de nuevo el favor del rais Hussein (en un solo golpe, le conseguiría más uranio del que necesitaba). Sin embargo, llegar a buen puerto con la carga robada requeriría de su ingenio, de sus contactos y de sus cojones. En ese momento y pese a todo, echaba de menos a su socio Mohamed Abú Yihad, porque siempre se le ocurrían ideas brillantes.
La compañía de transporte marítimo de Yasif Qatara, con domicilio en el muelle veintitrés del puerto de Bengasi, se reducía a una oficina en la planta superior de un restaurante, cuyos olores a aceite recalentado y ajo impregnaban cada rincón de la estancia. A Qatara no le molestaba el aire denso de su despacho, ni siquiera el que manaba de su propio cuerpo. Al-Abiyia le sonrió al darle la mano, que limpió discretamente en un pañuelo perfumado. Aguantaba al libio porque, desde hacía años, les suministraba barcos para transportar armas, no hacía preguntas y se ocupaba de adulterar la documentación.
—Si no me hubieses mostrado ese viejo tatuaje en el brazo —expresó Qatara—, no te habría reconocido, Rauf.
—Ésa es la idea, Yasif, que los hijos de puta del Mossad no me reconozcan.
Al sonido de la palabra «Mossad», el libio escupió en el piso de madera y se limpió la boca con la manga.
—¿Cómo está tu socio Mohamed? Hace meses que no sé nada de él.
—Está escondiéndose. A él también lo buscan.
—Malditos judíos del demonio. —Escupió de nuevo.
Al-Abiyia quería salir cuanto antes de ese sitio, por lo que se propuso ir al grano.
—Necesito un barco, Yasif, uno que sea capaz de transportar ciento dos tambores sellados, que pesan doscientas toneladas.
—¿Qué contienen?
—Uranio. —Qatara se acomodó en la butaca y soltó un silbido—. Lo hemos hecho en el pasado —le recordó Al-Abiyia.
—Es verdad, pero no en cantidades tan grandes.
—Tú mismo podrás comprobar que se ha cumplido con todas las medidas de seguridad. De hecho, los tambores están forrados con plomo y sellados. Debido a eso y a que el uranio es tan pesado, el total de la carga asciende a doscientas toneladas.
—¿Dónde se realizará la carga?
—En alta mar.
—¡En alta mar!
—En el Golfo de Adén. Desde un barco hasta que tú me proveas.
—¿Por qué no me cuentas toda la historia, Rauf, y nos ahorramos tiempo?
—Primero dime si estás interesado en la operación. Estoy dispuesto a ser generoso contigo.
—Sí, estoy interesado.
—Bien.
A Qatara terminó por convencerlo la cifra que Al-Abiyia le prometió si el uranio alcanzaba el puerto de Umm Qasr, en la boca del río Shatt al-Arab, al sur de Irak. Al día siguiente, Rauf voló a Trípoli y, desde allí, a Roma para abordar un avión a última hora de la tarde que lo condujo al Aeropuerto de Heathrow, en Londres, otra prueba de fuego; los del Mossad se movían en sus instalaciones como si se tratase del Aeropuerto Ben Gurión. Para nadie era un secreto que los agentes israelíes, los del SIS británico y los de la CIA se consideraban hermanados en la lucha contra el terrorismo.
En Londres, lo urgía recabar información acerca del Rey Faisal, y no se le ocurría otro sitio para comenzar su investigación que la Lloyd’s of London, la principal aseguradora de barcos del mundo. Llamó desde una cabina telefónica cercana al hotelucho donde se alojaba. Marcó el número de la sede de la Lloyd’s y se encomendó a Alá. Después de hartarse con la misma música y presionar varios botones, escuchó una voz humana.
—Lloyd’s Insurance Market. Buenos días. ¿En qué puedo ayudarle?
—Necesito conocer los datos de una póliza de seguro de un buque carguero.
—¿Cuál es el nombre del bróker con el cual se tramitó la póliza?
«Mierda».
—Lo desconozco.
—¿Nombre del barco?
—Rey Faisal, de bandera saudí.
De nuevo la música.
—El seguro sobre el Rey Faisal se tramitó a través de Everdale Insurance Brokers Limited.
—¿Podría darme el teléfono, por favor?
Segundos más tarde, llamaba a Everdale Insurance Brokers Limited con una idea in mente. Se presentó como el contador Al-Massen —proporcionó el mismo nombre falso del pasaporte— y aseguró pertenecer a un estudio contable, el International Accountants Associates, que realizaba una auditoría sobre los bienes patrimoniales de la compañía petrolera saudí Aramco. Precisaba información de un barco en especial, el Rey Faisal. Lo pasearon por varios internos, en los cuales repitió la mentira, hasta dar con el agente responsable de la póliza del carguero saudí. El muchacho —por la voz, resultaba evidente que apenas superaba la treintena— comentó que el pedido le resultaba «altamente irregular». No obstante, cuando Al-Abiyia le aseguró que tenía documentos donde lo autorizaban a recabar la información para la auditoría, accedió a concederle una cita para el lunes siguiente, 5 de octubre.
Durante esos días de espera, Rauf Al-Abiyia se ocupó de imprimir tarjetas personales, papel con membrete de la International Accountants Associates y de Aramco y de falsificar notas e identificaciones, incluso llegó a pagarle quinientas libras a la prostituta con la que solía acostarse en Londres para que le prestase el número telefónico de su departamento, el cual terminó impreso en las tarjetas y en el membrete, y para que se hiciese pasar por la telefonista de International Accountants Associates en caso de que el empleado de Everdale Insurance se tomara la molestia de corroborar la información que Rauf le brindaría. La había adiestrado para que dijese que el contador Al-Massen pertenecía al staff de la sede que la International Accountants Associates poseía en Ammán, capital de Jordania.
El lunes 5 de octubre, se presentó en la calle Gracechurch de la City londinense, donde se erigía el edificio de la aseguradora. «A veces», reflexionó el traficante de armas, «todo depende de un golpe de suerte». Porque resultó una casualidad afortunada que el agente fuese hijo de iraquíes exiliados. El muchacho, que seguía mostrándose difidente mientras leía la documentación que Al-Abiyia sacaba del maletín, sufrió un cambio abrupto al estudiar el pasaporte del supuesto auditor y comprobar que era originario de Irak. Diez minutos más tarde, reía, suspiraba con nostalgia y se relajaba, tanto que, cuando Al-Abiyia le solicitó unas fotocopias, abandonó la documentación del Rey Faisal sobre el escritorio y corrió a hacerlas. No le tomó más de tres minutos a Al-Abiyia escanear con un pequeño adminículo las páginas relacionadas con el próximo viaje del buque a Portugal.
Apenas se sintió con fuerza para incorporarse en la cama, Gérard Moses deseó telefonear a Eliah Al-Saud; ansiaba escuchar su voz, y se estremeció al evocar el timbre de contrabajo y los tonos oscuros y graves. Sabía que, en el último ataque agudo de porfiria, se había enfrentado de cerca con la muerte, y, si bien no era la primera vez que padecía una crisis, la última había sido distinta, lo había hecho recapacitar. No quería morir sin confesarle a Eliah cuánto lo amaba. No obtendría nada, lo sabía, quizá se ganaría su desprecio; no obstante, una decisión arrolladora lo impulsaba a decírselo. De todos modos, no podría viajar a París en un largo tiempo; tendría que esperar para entrevistarse con su amigo porque, una vez recuperado por completo, regresaría a Base Cero para terminar la construcción de las centrifugadoras y de la bomba, aunque, si la adquisición de la torta amarilla seguía dilatándose, la finalización de su trabajo se postergaría indefinidamente. Presionaría a Fauzi Dahlan para que le proveyese el combustible nuclear cuanto antes.
Llamaron a la puerta. Deseó que no fuese Kusay Hussein, cuyo interés por su salud sonaba artificioso.
—Adelante —invitó, y, a causa del poco uso, la voz le salió áspera y chillona. Volvió a pensar en la sedosa y sensual de Eliah—. ¡Udo! —se sorprendió, y una sincera alegría lo impulsó a incorporarse en la almohada.
—¡No, no, jefe! Quédese quieto. —Jürkens se aproximó a la cama y ayudó a Moses a erguirse.
—¿Qué haces aquí? —preguntó de peor manera de la que pretendía, porque, en realidad, lo alegraba ver a su hombre de confianza, que se mostraba eternamente agradecido y cuyas sumisión y amabilidad resultaban halagadoras. Lo servía con eficiencia y lealtad, aunque debía admitir que últimamente Udo sólo cometía errores.
—Acabo de llegar. Fauzi fue a buscarme al aeropuerto y me contó que usted había sufrido un ataque. Le pedí que me trajese directamente aquí.
—¿Dahlan está contigo?
—Sí. Está hablando con un médico. ¿Qué pasó, jefe? Dice Fauzi que el ataque fue grave.
—Sí, grave —admitió, de mala gana y sin mirarlo—. Me excedí, Udo. Trabajé sin descanso y me alimenté mal. ¿Por qué has venido a Bagdad? ¿Dónde has estado todo este tiempo? No he sabido nada de ti.
—Después de la misión que Al-Muzara me encomendó en el Congo…
—¿En el Congo? ¿Has estado en el Congo?
Jürkens lo contempló, enmudecido, incapaz de ocultar la confusión. ¿Moses no recordaba la conversación sostenida por teléfono tiempo atrás? ¿El ataque de porfiria le había provocado amnesia?
—Sí, jefe, en el Congo —ratificó—. Allí me enfermé gravemente, así que la misión se dilató.
—¿Qué misión te encomendó Anuar?
—Secuestrar a la mujer de Al-Saud.
—¿De Eliah? —Jürkens asintió con gesto inescrutable—. ¿Para qué?
—Quería extorsionar a Al-Saud para que le diese dinero y su experiencia como soldado.
—Eliah no es soldado. Era piloto de guerra, pero no un soldado. Tiene una empresa de seguridad, es cierto, y usa armas. Es más, le gusta coleccionarlas. Es un gran tirador, pero no es soldado.
—A finales de marzo, la revista Paris Match publicó un artículo en el cual apodaban a Al-Saud el rey de los mercenarios. El periodista aseguraba que Mercure S.A. no es solamente una empresa de seguridad sino que va mucho más lejos.
Gérard Moses se tensó al evaluar la información que su asistente le proporcionaba. Aunque lo fastidió que Eliah nunca le hubiese mencionado la verdadera índole de su empresa, Gérard Moses se estremeció de excitación al imaginarlo en acción, ataviado como soldado, con un fusil cruzado sobre el torso y su mirada de ojos verdes atenta al terreno. En ese momento comprendía el interés de Al-Saud por el último diseño que había realizado para la Fabrique Nationale, la unidad de control de disparo. Como siempre conversaban de armamento, a Gérard no lo había sorprendido. ¿Habría recibido la unidad que le había enviado? ¿Habría admirado su invención?
—Eliah y esa mujer terminaron —declaró Moses—. Él mismo me lo dijo.
Jürkens sacudió los hombros y manifestó:
—Estaban los dos en el Congo.
—¿En el Congo?
—Ella es médica y trabaja para Manos Que Curan —explicó el berlinés, con paciencia y medio desorientado—. La habían destinado al Congo oriental. Y Al-Saud estaba ahí, en el Congo, probablemente en una misión de la Mercure.
—Una casualidad —expresó.
La ira borraba las buenas intenciones de momentos atrás, y el odio que había experimentado a lo largo de su vida —odio a su padre, a su hermano, a la porfiria, a sí mismo— se extendía a Eliah y a esa mujer. No quería odiarlo a él, sólo a la mujer, porque de ella era la culpa; de seguro, lo habría perseguido hasta cansarlo, hasta meterse en su cama. ¿Acaso en el último encuentro, en el hospital de Viena, Eliah no había expresado que las mujeres «le habían inflado los huevos»? Sonrió al evocar el ademán que acompañó la declaración. De pronto, cayó en la cuenta de que estaba olvidando formular la pregunta clave; resultaba obvio que su inteligencia declinaba.
—¿Lo lograste, Udo? ¿Entregaste la mujer de Eliah a Anuar?
Jürkens se esforzó por disimular la incomodidad que le provocaba la amnesia de Moses. Tal vez el ataque porfírico no había ocasionado una pérdida de memoria sino un daño neurológico.
—No, jefe. Unos rebeldes congoleños atacaron el lugar donde la doctora Martínez se encontraba y la hirieron.
—¿Murió? —Los ojos desvaídos de Moses cobraron vivacidad y se nublaron casi de inmediato cuando Jürkens negó con la cabeza—. ¿Sabes dónde está ahora?
—En París.
—¿Con Eliah?
—No lo sé —admitió.
—A Anuar lo habrá disgustado que fallases una vez más, Udo.
Jürkens bajó la vista. Sólo en presencia de Gérard Moses, el gigante berlinés adquiría ese aire de niño compungido.
—Lo intentaremos de nuevo, más adelante. Al-Muzara juzgó conveniente que me ocultase por un tiempo aquí, en Irak.
—Tal vez ha llegado el momento de que te sometas a una cirugía plástica para alterar tus facciones. Te has hecho demasiado famoso, Udo.
—¡No! —se negó, con una vehemencia que sorprendió a Moses primero y que le causó risa después.
Jürkens no alteraría sus facciones. Ágata no lo reconocería.
—Está bien, está bien. Vendrás conmigo, entonces, a Base Cero. Me serás de utilidad allá.
Matilde y Juana pasaron la mañana del miércoles 30 de septiembre en la sede de Manos Que Curan en la calle Breguet. Completaron el informe llamado debrief y destinaron una hora cada una con la psicóloga, a quien Matilde expresó su deseo de seguir trabajando para la organización humanitaria.
—Viviste una experiencia traumática, Matilde. Saliste malherida. ¿Aún quieres trabajar con nosotros?
—Sí.
—¿Has tenido ataques de pánico?
—No.
—¿Has dormido bien últimamente?
No, dormía mal; se despertaba varias veces asaltada por pesadillas en las que, generalmente, Jérôme la llamaba llorando.
—Sí, he dormido bien —mintió. Necesitaba regresar al trabajo. Perdería la cordura si seguía esperando noticias en casa de Ezequiel.
—¿No deseas volver a Córdoba para visitar a tus parientes? Juana ha dicho que volverá en unos días.
—No me gusta Córdoba.
—¿Y tu familia?
—Allá sólo viven mi abuela y mi hermana mayor —manifestó, dispuesta a no ahondar en el tema.
—¿Has pensado en lo que te ocurrió en Rutshuru?
—Me acuerdo cuando la herida me tira un poco o cuando me baño y la observo. No le doy mayor importancia al ataque. Son situaciones que pueden ocurrir en un trabajo como el nuestro. Estoy lista para volver al terreno.
Trató de no mostrarse tensa ante la psicóloga, aunque lo cierto era que estaba nerviosa porque temía que Auguste Vanderhoeven le hubiese mencionado las visitas furtivas de Eliah a la casa de Manos Que Curan o de su relación con Jérôme, y que eso diera al traste con su sueño de volver a trabajar. Salió del consultorio de la psicóloga con la impresión de que el belga no la había traicionado. Sólo restaba aguardar el informe y rogar para que se presentase una nueva destinación.
Almorzaron con las hermanas Huseinovic, con Joséphine y con Yasmín en un restaurante italiano del Boulevard Saint-Germain. La Diana lucía espléndida en uno de los conjuntos que habían comprado el sábado anterior, uno de falda tubo blanca y remera tejida que se adhería a sus senos y a su cintura en tonalidad beige. Yasmín le había dado clases de maquillaje, y a Matilde le pareció que La Diana había aprendido bien, logrando un equilibrio al realzar sus ojos celestes, sus pómulos y sus labios sin caer en el exceso que endurece las facciones. Era otra mujer, y su sonrisa demostraba que el cambio no terminaba en su buena estampa.
—¿Te ha visto Sergei así de hermosa? —le susurró Matilde, y La Diana movió la cabeza para negar; resultaba asombroso verla enrojecer.
—Viajó al Congo antes de que me comprase esta ropa y el maquillaje. El lunes volví a ver al doctor Brieger, el psiquiatra de Leila.
—¿Y?
—Estoy contenta. He llorado mucho —confesó, y Matilde, que percibía cuánto le costaba admitir esa debilidad, le apretó la mano.
—Te admiro, Diana. Sé que, con la ayuda de Brieger y de Sergei, superarás este problema. Si yo lo superé, tú también podrás hacerlo.
—¿De veras?
—Hay un secreto para lograrlo. —La Diana se removió en la silla y levantó las cejas en un gesto inconsciente—. Tienes que confiar en Sergei y permitirle que te guíe hacia la luz.
Matilde observó que Yasmín, aunque simpática como de costumbre, se había mantenido callada y sonreía de modo forzado. No se atrevía a indagarla porque temía que le preguntase por Eliah. No estaba preparada para admitir ante Yasmín que lo había perdido, ni siquiera toleraba reconocerse a sí misma que no lo tenía a su lado a causa de la misma razón que los había separado la primera vez: sus celos, sus dudas y su orgullo. Había meditado desde la declaración de Juana. Su amiga sostenía que boicoteaba la relación con Al-Saud porque no se permitía ser feliz. Por supuesto, se trataba de un comportamiento inconsciente; sin embargo, trazaba el derrotero de su vida y la hundía en la infelicidad. Principalmente, quería pedirle perdón a Eliah, había deseado disculparse desde el instante en que lo vio saltar por la ventana de su dormitorio en Rutshuru; no obstante, cuando hablaron por teléfono, se mostró inflexible y altanera, como aquella noche. En cada oportunidad en que rememoraba ese instante, el del abandono de Al-Saud, sentía el mismo dolor profundo y visceral que la lastimaba cuando pensaba en Jérôme. Su vida carecía de sentido si alguno de ellos faltaba. Matilde no se completaba sino en Eliah y en Jérôme, el padre y el hijo, y por eso, como ninguno estaba con ella, andaba sumida en una desolación que no había experimentado en la peor época de su vida; se preguntaba qué la movía cada mañana a levantarse.
Peter Ramsay las sorprendió yendo a buscar a Leila al restaurante sobre el Boulevard Saint-Germain; acababa de llegar del Congo. Acercó una silla a la mesa y se ubicó junto a Leila, que le destinó una mirada fugaz y sonriente, un acto simple que, a ojos de Matilde, que la conocía tanto, entrañaba la devoción que el inglés le inspiraba; no le retiró la mano cuando Ramsay se la tomó.
Juana lisonjeó al inglés asegurándole que, con esa ropa y ese peinado —a Matilde le recordó al de Eliah, cuando se peinaba con gel, todo hacia atrás—, lucía diez años menor. Leila miraba a Ramsay de soslayo y sonreía con un aire de sabiduría que hacía imposible sospechar que meses atrás se había comportado como una niña.
—Peter, ¿cómo está Sándor? —inquirió Yasmín, y Matilde adivinó las ansias de La Diana por averiguar acerca de Markov.
—Señoras, he traído cartas —fue la contestación críptica de Ramsay, y extrajo dos sobres con el logotipo de la Mercure del bolsillo interno de su saco azul—. Para ti, Yasmín, y para ti, Diana. ¿Necesitas que te diga quién te la envía? —preguntó, y sus ojos azules y chispeantes se posaron en la joven bosnia.
—Si el señor que le envía esa carta —intervino Juana— está la mitad de pasmado y atontado de amor que nuestra querida Diana, los rebeldes ya se apoderaron de la mina de coltán, y Markov todavía no se dio cuenta.
Las risas llamaron la atención de los ocupantes de las mesas vecinas. La Diana volvió a sonrojarse, y Ramsay le confesó que nunca la había visto tan hermosa. Matilde, aunque compartía la alegría de Yasmín y de La Diana, se despreció por envidiarlas. Se refrenaba de preguntarle a Ramsay por Jérôme, se resistía a empañar el momento de dicha de sus amigas, por eso, al ver que el inglés se ponía de pie y arrastraba con él a Leila, lo imitó. Se alejó un poco de la mesa y se acercó a la pareja con actitud intimista.
—Peter, ¿han sabido algo de Jérôme?
—No, Matilde, no hemos sabido nada. —Ramsay le colocó el índice bajo el mentón y la obligó a elevar el rostro. Leila le acarició las mejillas para barrerle las lágrimas—. Matilde, no pierdas la esperanza. Estamos haciendo todo lo posible para encontrarlo. Seguiremos buscándolo hasta dar con él. No lo abandonaremos.
Matilde se cubrió la cara y rompió en un llanto abierto, incapaz de refrenarse. Leila la abrazó y le susurró:
—Lo encontrará. Eliah lo encontrará.
—No, no —sollozaba Matilde.
Joséphine se puso de pie y se aunó a Leila para consolarla.
—¿Qué le pasa? —se preocupó Yasmín.
—Estoy segura —explicó Juana— de que le preguntó a Peter por Jérôme.
—¿Quién es Jérôme?
—Un chiquito del Congo, un huérfano que vivía en la misión de Amélie. Matilde lo adora, como si fuese su hijo, y quiere adoptarlo. Pero Jérôme desapareció el día del ataque en el que Matilde salió herida, y tu hermano no ha podido encontrarlo. Mat está desesperada.
—Si se hubiese casado con mi hermano —expresó Yasmín, sin molestarse en disimular el rencor—, podría estar embarazada de su propio hijo.
—Matilde no puede tener hijos —declaró Juana.
—¿Cómo? —La voz de Yasmín brotó como un jadeo.
—No puede. Le extirparon los genitales cuando tenía dieciséis años por un cáncer de ovarios que hizo metástasis. La esterilizaron.
—Oh. No lo sabía. ¿Mi hermano lo sabe?
—Por supuesto.
—¿Rompieron por eso, porque Matilde no puede darle hijos?
—Eso, a tu hermano, le importa un pepino. Es Mat la que no soporta no poder darle hijos.
—¿De veras? —Juana asintió—. Gracias por contármelo. Ahora comprendo muchas cosas.
—Te pido discreción.
—Por supuesto.
Al-Saud aterrizó el Gulfstream V en el Aeropuerto de Linate al amanecer del 1° de octubre. Acababa de registrarse en el Hotel Principe di Savoia y estaba a punto de ingresar en el ascensor cuando sonó su celular. Se preocupó porque eran las seis de la mañana.
—Allô?
—Hola, hermanito —saludó Yasmín.
—Veo que has madrugado.
—Tengo buenas noticias para darte y no podía esperar. Traté de llamarte ayer a última hora, pero me saltaba la contestadora.
—Dime.
—¡Soy la tía de Kolia! —El silencio se extendió durante unos segundos—. Eliah, ¿sigues ahí?
—Aquí estoy. ¿Cuál es el porcentaje de probabilidad de que yo sea el padre del niño?
—De Kolia, Eliah —se exasperó Yasmín—. La probabilidad es de un noventa y nueve coma noventa y nueve por cierto. No hay duda. Tú eres su padre. ¿No estás feliz?
—No lo sé —admitió.
—Para mí es una noticia maravillosa. ¡Amo ser tía! Los sobrinos son lo mejor.
—Yasmín, tengo que dejarte.
—Aguarda, Eliah. Quiero contarte algo. Ayer almorcé con Matilde. No la noté bien.
—¿En qué sentido? ¿Se sentía mal? ¿Estaba enferma?
—No, no —se apresuró a decir para aplacar la ansiedad de su hermano—. Aunque, bueno… No es que vaya derrochando salud por ahí. Está muy delgada y muy pálida. —Yasmín pausó antes de pronunciar la mala noticia—. Se largó a llorar de un modo que me partió el corazón. Por ese niño, el que quería adoptar en el Congo.
—Jérôme.
—Sí, Jérôme. Peter fue a buscar a Leila, que también almorzaba con nosotras, y Matilde le preguntó si sabía algo de él, de Jérôme.
—¡Qué terca es! —se irritó Al-Saud—. Le dije que la llamaría en caso de saber algo.
—¡Entiéndela!
—¿Le hablaste de Kolia?
—¡No! ¿Cómo crees?
—Te conozco, Yasmín.
—No le dije nada —se ofendió—. De todos modos, si conozco un poco a Matilde, estoy segura de que se alegrará de que tengas un hijo, sobre todo si ella no puede dártelos. —Yasmín percibió la hostilidad de Al-Saud aun a través de la línea—. Disculpa, no quise…
—¿Quién te lo dijo? ¿Matilde?
—No, fue Juana.
—Más vale que mantengas la boca cerrada, Yasmín.
—¿Por qué? —se sublevó—. ¿Qué tiene de malo que no pueda tener hijos?
—No tiene nada de malo, pero es un tema muy duro para ella y no quiero que la angusties ni que la atormentes mencionándoselo. Insisto: mantén la boca cerrada.
—¿Cómo están las cosas entre tú y ella? ¿Están peleados? A mí me lo pareció, porque no habla de ti y, cuando se menciona tu nombre, se pone tensa.
—Es asunto nuestro.
—¡Me enferma cuando te haces el enigmático! —Cambió a un tono conciliador para añadir—: Yo quiero mucho a Matilde, Eliah, y me gustaría que ella fuese tu esposa porque es la única mujer que te hace feliz. Además, estás vivo gracias a la medalla que te regaló, y eso nunca podré olvidarlo.
Las palabras de Yasmín lo conmovieron; no obstante, se acorazó tras su máscara de indiferencia y de frialdad.
—Yasmín, tengo que dejarte. Nos vemos.
Cortó la llamada y subió al ascensor con la pequeña valija que no había querido entregar al botones. Indicó el piso al empleado y, en tanto la luz saltaba de un número a otro, Al-Saud la seguía con una mirada carente de vivacidad. En su mente se repetía el nombre de Matilde, y su alma lloraba las lágrimas que no se permitía derramar. Matilde estaba sufriendo, y él no podía consolarla. ¿Quién lo habría hecho? ¿Acaso Ramsay la habría tocado o abrazado para calmarla? El tormento en que lo sumían los celos profundizaba la negrura de sus pensamientos y de su desánimo. De pronto se acordó de Kolia y del resultado del análisis. Era su hijo. Lo improbable había ocurrido: concebir un niño usando condón. «¡Qué suerte de mierda!», se quejó, y enseguida deseó tragarse las palabras. Kolia haría feliz a Matilde.
Entró en la habitación, se deshizo de la ropa, de los zapatos, con impaciencia, lo arrojó todo en un sofá, y se acostó de espaldas sobre la cama, con los brazos en cruz. ¿Por qué hacía planes con Matilde? Aún seguía furioso, ofendido, lastimado, y la conversación telefónica que habían sostenido nueve días atrás le demostraba que él, para Matilde, no era lo primero, menos aún lo único. Y sólo admitiría ser lo único para ella. Se incorporó de un salto y masculló un insulto. Se quitó los boxers y se metió en el baño para ducharse.
Estuvo frente al local de Prada, en la Galería Vittorio Emanuele II, quince minutos antes de la una de la tarde. Resultaba complicado avanzar debido a la multitud. Simuló interesarse en la vidriera y se ocupó de estudiar el entorno para eliminar la posibilidad de que estuviesen siguiéndolo. En esa oportunidad, había ingresado en Italia con un pasaporte falso a nombre de Giovanni Albinoni.
Vio venir a Anders Raemmers y activó el dispositivo para interrumpir las ondas electromagnéticas en caso de que un micrófono parabólico intentase captar el diálogo que sostendría con el jefe de uno de los grupos más secretos y eficaces del mundo del espionaje y de las misiones de riesgo, L’Agence. La misma unidad perturbaría las grabaciones de las filmadoras que Al-Saud avistó a varios metros del suelo, en puntos estratégicos de la galería.
Raemmers contuvo la sonrisa al descubrir la figura alta de Al-Saud pegada contra una de las columnas de mármol que circundaban el negocio de Prada. El discípulo había aprendido bien; jamás expondría la espalda en un espacio abierto. Lucía en forma, como de costumbre, pese al balazo que había recibido a principios de mayo mientras intentaba desbaratar al grupo palestino que mantenía secuestrado a su padre, el príncipe Kamal.
Al-Saud observó aproximarse a su antiguo jefe, cuya cabeza blanca se elevaba sobre la masa y cuyos ojos celestes relumbraban en la escasa iluminación de la galería. Le admiró la estampa, que aún llevaba con orgullo y hombros rectos a pesar de sus más de sesenta años. Vestía de civil, y, sin embargo, un aire militar definía su actitud, tal vez por el corte de pelo o por la mirada dura y alerta. Detectó de inmediato a los dos agentes que lo seguían para protegerlo.
Se apretaron la mano sin aspavientos y caminaron en silencio hacia la salida que desembocaba en la plaza del Duomo, la catedral de Milán.
—Hable tranquilo, general. Estamos protegidos. Nadie podrá interceptar nuestra conversación.
—Caballo de Fuego —habló Raemmers—, anoche no he podido dormir. Cuando mencionaste el Código Lambda, confieso que me pusiste nervioso.
El Código Lambda significaba, en el argot de L’Agence, que existía riesgo de explosión nuclear.
—Lo que tengo para contarle, general, es para ponerse nervioso.
—Te escucho.
—Ha llegado a manos de Saddam Hussein un invento en materia nuclear que podría posicionarlo como la primera potencia en este campo.
—¿Primera potencia de la región?
—No, general. Del mundo.
Salieron a la luz natural. Un contingente de turistas japoneses ocupaba el pórtico y sacaba fotografías a diestro y siniestro; la gente bullía en torno, con bolsas de compras y ánimo alegre que contrastaba con la expresión de Raemmers.
—Sigue, Caballo de Fuego.
—Un tal Orville Wright robó los planos y las fórmulas para diseñar una centrifugadora de uranio que enriquece el mineral en cuestión de días y con bajos consumos de agua y de energía.
—¿En cuestión de días? ¡Imposible!
—Veo que conoce el proceso de enriquecimiento de uranio.
—Sí, algo conozco. Por eso te digo que enriquecer uranio no es cosa de días ¡sino de años!
—Ahí está el salto cualitativo de la nueva centrifugadora. Es un desarrollo revolucionario.
—¿A quién pertenece la nueva centrifugadora? ¿Qué país la ha desarrollado?
—No ha sido un país sino un físico nuclear argentino, un prodigio en la materia, según entiendo, que murió envenenado con ricina a mediados de febrero de este año, probablemente a manos de un sicario contratado por Orville Wright.
—¿Quién es este Orville Wright?
—No lo sé, pero puedo asegurarle que le ha vendido el invento a Hussein y que éste ha dispuesto la construcción de varias centrifugadoras para comenzar a enriquecer uranio y a construir bombas. En cuestión de meses podrían hacerse de un arsenal muy importante.
—No le faltará dinero para financiar el proyecto. Sabemos que tiene miles de millones en cuentas offshore y que, gracias al contrabando de petróleo, sigue juntando dólares a paladas. Por supuesto, el pueblo iraquí no tiene para comprar esparadrapos. ¿Qué más puedes decirme, Caballo de Fuego?
—En Irak están desesperados buscando quien les venda torta amarilla. Sin el combustible nuclear, las centrifugadoras no servirían de nada. Reservé una mesa en Biffi —anunció Al-Saud—. Volvamos a la galería.
—Tu noticia me ha quitado el apetito, lo cual, estando en Italia y a punto de ocupar una mesa en Biffi, es imperdonable.
—Nada de esto estaría sucediendo si, al terminar la Guerra del Golfo, los aliados hubiesen derrocado a Saddam —se quejó Al-Saud.
—No había a quién colocar en su lugar, Caballo de Fuego, y tú lo sabes. Hussein, con todo lo demente que es, sabe cómo lidiar con las fuerzas poderosas que dividen a su país (kurdos, chiíes, suníes). Si él desapareciese de la escena política, se desencadenaría una guerra civil en cuestión de horas.
Al-Saud le destinó un vistazo de incredulidad elocuente, aunque se abstuvo de expresar su parecer. Recorrieron en silencio la nave de la galería hasta llegar al restaurante Biffi, famoso por reunir a personalidades de la política y de la música lírica dada su proximidad con el Teatro alla Scala. Raemmers ocupó una silla y se colocó la servilleta sobre las piernas sumido en una actitud abstraída, de entrecejo fruncido.
—¿Cómo has sabido todo esto?
—No puedo revelarle mi fuente, general, pero le aseguro que es de absoluta confianza y fidedigna.
—Lo sé. No estarías aquí contándomelo si no te hubieses asegurado de que la información es verdadera. Sin duda, Caballo de Fuego, lo que acabas de revelarme provocará una conmoción en las agencias de seguridad occidentales. La relación con el mundo árabe ha vuelto a recalentarse desde los atentados a las embajadas norteamericanas de Kenia y de Tanzania.
Se dedicaron a elegir los platos. A pesar de no dominar el italiano, Raemmers comprendió los nombres de las comidas ya que el menú era bilingüe, escrito en inglés además de la lengua vernácula. Al momento de pedir, Al-Saud se dirigió al camarero en italiano, y despertó la admiración de su antiguo jefe.
—¿Habla inglés? —le preguntó al empleado de Biffi, a lo que el hombre asintió—. Dígame, ¿de qué parte de Italia es este hombre? —preguntó, y señaló a Al-Saud—. ¿Podría saberlo usted por su acento?
—¡Por supuesto! ¡Es milanés! —aseguró el camarero antes de retirarse.
—Siempre me ha pasmado tu habilidad para manejar tantas lenguas y tu capacidad para imitar los acentos —manifestó el general.
—Hablo el italiano desde muy pequeño —se justificó Al-Saud—. No se olvide de que mis abuelos maternos no nos hablan en otro idioma.
—Es cierto. Pero según recuerdo, tus abuelos son piamonteses.
—Sólo mi abuelo Fredo. Mi abuela es siciliana.
—¡Y el camarero dijo que eras de Milán!
—Bah, ha sido fácil imitar el acento milanés.
—No soslayes tu talento para las lenguas. Recuerda que fue uno de los motivos por los cuales fuimos a buscarte a tu hacienda en Ruán cuando decidimos reclutarte.
Raemmers evocó los viejos tiempos, los largos meses de entrenamiento que habían quebrado la voluntad de la mayoría de los convocados como también los años compartidos en L’Agence, donde Al-Saud se había desempeñado como jefe de uno de los comandos.
—Sería en vano volver a pedirte que regresases a trabajar con nosotros, ¿verdad?
—Como dicen los italianos, sarebbe fiato sprecato. Sería aliento desperdiciado —tradujo Al-Saud.
Raemmers se aflojó con un suspiro y sonrió comunicando nostalgia.
—¿Qué sabes del inventor de esta centrifugadora revolucionaria?
—Su nombre era Roy Blahetter. Argentino. Un hombre joven, mediaría la treintena. Un genio. Trabajó durante años desarrollando su idea. En el MIT, mientras estudiaba para obtener un Ph.D., conoció a Orville Wright, que le robó parte de su invento. Cuando Blahetter consiguió terminarlo, Wright le robó el resto y mandó asesinarlo. El sicario es un exmiembro de la banda Baader-Meinhof, un berlinés con aspecto y tamaño de oso pardo. Su verdadero nombre es Ulrich Wendorff, aunque ahora se hace llamar Udo Jürkens. Sus amigos del Mossad, general, lo conocen bien.
—No tengo amigos en el Mossad. En este mundo, nadie es amigo de nadie.
—Entiendo que el Mossad y L’Agence han trabajado juntos en algunas misiones.
—Por ahora trabajamos en armonía, pero ninguno baja la guardia y siempre estamos desconfiando uno del otro. Así debe ser en el mundo del espionaje. Lo sabes, Caballo de Fuego. Ahora dime lo que sepas del tal Orville Wright y del ex Baader-Meinhof.
Al-Saud le entregó el identikit actualizado de Jürkens y le relató algunas de sus correrías en París, si bien se abstuvo de comentarle acerca de la participación del berlinés en el asalto de las Brigadas Ezzedin al-Qassam a la sede de la OPEP a finales de abril; tampoco mencionó a Matilde ni su relación con Blahetter. Asimismo, le proporcionó las señas de Orville Wright, y, al repetir lo que Aldo Martínez Olazábal le había detallado del aspecto físico del científico, se acordó de nuevo de su amigo Gérard Moses, lo cual le provocó un ardor en la boca del estómago que acabó con su apetito, más allá de que le pappardelle alle vongole estuviesen sublimes.
Después del café ristretto, decidieron terminar el encuentro. Al-Saud pagó el almuerzo con su tarjeta Centurion, dejó una propina generosa bajo el salero y se puso de pie al mismo tiempo que el general. Caminaron por la nave de la galería que conducía a la Piazza della Scala y se detuvieron para despedirse frente a una estatua de Dante Alighieri.
—Caballo de Fuego, sé que me has contado esto porque confías en mí. Sé también que concedes a muy pocos tu confianza, y eso me honra.
—Usted se ganó mi confianza, general.
—Y tú, la mía. Te agradezco que hayas recurrido a mí. Quizá todavía estemos a tiempo de detener a ese chiflado de Hussein.
—Eso espero.
Raemmers caminó a paso veloz hacia el Alfa Romeo detenido sobre la via Case Rotte. Los agentes lo seguían a una distancia prudente y tomaron direcciones opuestas después de comprobar que el general danés había subido al automóvil, el cual dobló a la derecha, en la via Alessandro Manzoni, y desapareció de la vista de Al-Saud.
Decidió regresar a pie al Hotel Principe di Savoia. Era consciente de que retrasaba el encuentro con Natasha. No quería verla. Su aspecto demacrado y moribundo le provocaba repulsión. ¿Le habrían dado de alta? Frente al Teatro alla Scala, recordó la afición de Natasha por el canto lírico, incluso evocó la ocasión en que le confesó su sueño de adolescente: convertirse en cantante de ópera. Se detuvo frente al transparente donde se detallaban las funciones de la temporada. La semana siguiente, la soprano Renée Fleming interpretaría a Lucrezia Borgia en la ópera de Donizetti. Si encontraba restablecida a Natasha, le pediría a Thérèse que comprase entradas para ella y para Zoya.
Natasha, pensó, la madre de su hijo. No asumía la realidad que, de golpe, le arrojaba un hijo a la cara.
Avanzó por la via Alessandro Manzoni, la cual, junto con la Montenapoleone, la della Spiga y el corso Venezia, conformaba el «cuadrilátero de la moda». Esquivaba a las mujeres vestidas con ropas costosas y de marca, que ocupaban la vereda con sus bolsas del Emporio Armani, de Chanel, de Hogan, de Loro Piana, de Hermès en una mano y el caniche en la otra. Se respiraba la frivolidad y el lujo, y él, que caminaba agobiado por problemas de índole grave, se sentía tentado de despreciar el entorno. Como lo juzgó un comportamiento estúpido, decidió abstraerse y reflexionar acerca del encuentro que acababa de tener lugar. Se preguntó cómo procedería el general Raemmers, qué haría con la información que le había proporcionado. Sin duda, apenas arribado a Londres, se comunicaría con Javier Solana, el secretario general de la OTAN, que a su vez informaría a las máximas autoridades de los estados más importantes del organismo. Se manejaría como un asunto clasificado al que accederían pocas personas; entre ellas decidirían las acciones, y los grupos secretos de élite y los agentes de seguridad resolverían la amenaza; el público jamás se enteraría de nada; la gente seguiría trabajando, durmiendo, yendo de vacaciones y viendo el partido de fútbol como si el mundo fuese un sitio seguro, algo que, en verdad, no era, más allá de que hombres como los de L’Agence arriesgaban la vida pugnando por eliminar los peligros y darle un viso de normalidad. Ésa era otra ventaja de contar con soldados profesionales que Matilde desconocía. No podía reprochárselo, siempre se había mostrado renuente a hablarle de su oficio.
Pidió el Corriere della Sera en la recepción del hotel y se dirigió a su habitación, donde se lavó los dientes, bebió un trago largo de agua Perrier y se ubicó en un sofá a leer el periódico. Las noticias lo aburrían hasta que su mirada cayó sobre la palabra Foxhound, la denominación de la OTAN para el avión ruso Mig-31. Intento frustrado de robo de un Foxhound en la Exhibición de Vuelo Aero India. Se retrepó a medida que la narración adquiría visos de relato de película de acción. La muestra, en su segunda edición —la primera había sido en el 96—, se desarrollaba en una base aérea de Bangalore, al sur del país, donde empresas relacionadas con el mundo de la aviación exponían sus productos. Según el artículo, el Mig-31, que se encontraba listo en el hangar para una exhibición a primera hora del día siguiente frente a una comitiva del Ministerio de Defensa indio, despegó durante la noche sin autorización ni asistencia de la torre. Los guardias de seguridad alertaron a las autoridades de la base aérea que dispusieron el despegue de dos Mirage 2000. Gracias a los servicios de un A-50 Shmel de la empresa rusa Beriev, un avión diseñado para controlar el espacio aéreo, se determinó la posición del Mig-31. Los Mirage lo interceptaron sobre el Mar Arábigo, mientras volaba en dirección noroeste. El piloto ofreció resistencia e intentó una fuga, que los pilotos indios frustraron haciendo uso del armamento. El Mig-31 explotó al recibir el impacto de un misil en un tanque interno de combustible. El que lo volaba consiguió eyectarse. Lo hallaron al amanecer, en las aguas del Mar Arábigo, inconsciente, rodeado por una estela de color fucsia fluorescente. De regreso en Bangalore, fue conducido a un hospital militar, donde quedó bajo arresto. El periodista planteaba preguntas sin respuesta, como por ejemplo, ¿hacia dónde se dirigía el Mig-31? Era famosa la gran autonomía del caza interceptor, capaz de recorrer enormes distancias sin necesidad de repostar. ¿Qué declaraciones había realizado el piloto? Ni siquiera se sabía si permanecía en el hospital o si lo habían trasladado a la base aérea de Bangalore. Desde el Ministerio de Defensa indio no se recibía más que silencio a las consultas de la prensa; la cuestión parecía sellada a cal y canto.
Al-Saud se echó contra el respaldo del sofá y meditó acerca del hecho. Enseguida se acordó de otro acontecido tiempo atrás y del cual había leído en Le Figaro: el intento de robo de un Rafale, la nueva joya de Dassault. En aquel momento, la noticia lo había impresionado no sólo por lo alocado del intento sino porque el Rafale había terminado desintegrado en el aire. Se recordó que no existían las casualidades, por lo que intuyó que, tras los dos eventos, se escondía la misma mente. ¿Quién estaba intentado hacerse de aviones de guerra? ¿Y para qué?
Donatien Chuquet salió de la habitación que ocupaba en Base Cero y caminó por el corredor, lúgubre no sólo a causa de la pobre iluminación artificial sino debido a las paredes de concreto cuyo color gris lo deprimía. Hacía semanas que no veía la luz del sol; necesitaba su calor en la piel. Fauzi Dahlan le había prometido que lo llevaría con él a Bagdad para que se distrajese un poco; no obstante, se mostró intransigente cuando medió para que sus pilotos obtuvieran otro tanto. Dahlan finiquitó la cuestión declarando que los muchachos no abandonarían Base Cero hasta que se realizase la selección.
Chuquet estaba preocupado, ninguno de los pilotos respondía a las exigencias de la misión. No se trataba de falta de horas de vuelo ni de experiencia en contiendas bélicas sino de algo más elemental: esos hombres estaban muertos de miedo. Chuquet creía que, para inducirlos a participar de la selección y a viajar hasta ese lugar ignoto en las entrañas de Irak, los hombres de Dahlan habían recurrido a la amenaza. Desconocían el motivo por el cual se los había convocado, y a Chuquet le habían prohibido revelárselo. A juzgar por sus actitudes, sus miradas esquivas y sus temperamentos nerviosos, sospechaban que se encontraban frente a una misión de alto riesgo. Por haberse criado bajo el rigor del régimen del partido Baas, no manifestaban sus opiniones ni hacían preguntas; desde pequeños les habían inculcado que la curiosidad mataba al gato. No obstante, las dudas los carcomían y los alteraban, y el pánico los paralizaba y no les permitía avanzar. Sometidos a una presión psicológica abrumadora, los pilotos no finalizarían con éxito la misión, y el cobro del sesenta por ciento de sus cuatro millones de dólares se convertiría en una quimera.
Por cierto, la falta de aviones no facilitaba la selección ni el adiestramiento. No los habrían usado de contar con alguno, ya que los aviones AWACS norteamericanos, también los satélites, habrían detectado las prácticas y dado aviso de inmediato, lo que habría promovido quejas y más sanciones por parte de la ONU. Sin embargo, saber con qué aviones encararían la misión habría permitido a Chuquet trazar la estrategia; no era lo mismo pilotear un Sukhoi que un F-14 Tomcat. Por el momento, sus alumnos se conformaban con los simuladores y las pantallas gigantes de seguimiento de vuelo.
El francés se había llevado una sorpresa al entrar por primera vez en las salas donde se desplegaba una tecnología para la enseñanza con la cual los adiestradores de la base aérea de Salon-de-Provence no habían contado sino hasta poco tiempo antes de que le diesen la baja, por lo que prácticamente no la había disfrutado. Los iraquíes utilizaban esa tecnología desde hacía años.
A metros de la puerta que separaba el ala de las habitaciones de la de las aulas, un soldado le salió al paso y le exigió en un inglés mal hablado que aguardase. Se oyó la chicharra de la puerta, la que se activaba una vez deslizada la tarjeta de identificación por el lector. Un grupo de hombres avanzó transportando una camilla. Fauzi Dahlan abría la comitiva. Por el gesto que le dirigió, Chuquet adivinó que no se alegraba de verlo en esas circunstancias.
El cortejo pasó a su lado, Fauzi lo saludó con una sonrisa ligera y una inclinación de cabeza, y Chuquet no controló la curiosidad de echarle un vistazo al enfermo, quien, aunque iba con los ojos cerrados, estaba despierto porque se quejaba en inglés de que le molestaba la canalización en el brazo. Chuquet lo reconoció como el extraño de cejas pobladas y de nariz prominente al que había visto conversar con Fauzi Dahlan en dos ocasiones. Por las sonrisas obsecuentes que Dahlan le había destinado en esas oportunidades y por los ademanes con que había adornado sus discursos, Chuquet concluyó que el cejudo, como lo apodaba, era una persona importante para el Baas. Ni él ni los pilotos tenían autorización para acceder al sector donde trabajada el cejudo, y se preguntaba si su misión se relacionaba con lo que fuera que el hombre de aspecto repugnante desarrollaba en esa base a varios metros bajo tierra.
Desvió la vista de la camilla y se estremeció cuando su mirada se topó con la del gigante que cerraba la comitiva. A la envergadura de su cuerpo y a la prominencia de sus mandíbulas cuadradas se le sumaba la crueldad que destilaban sus ojos. De manera instintiva, se apartó y no fijó la vista en él.
El grupo entró en el sector prohibido, y Chuquet obtuvo una visión de las espaldas del gigante antes de que la puerta se cerrase. El soldado le permitió proseguir. Deslizó la credencial por el escáner, y accedió al sector de entrenamiento. Los alumnos lo aguardaban en sus butacas de la sala donde pasaban la mayor parte del día. Un silencio acompañó su entrada, y varios pares de ojos negros y grandes lo siguieron hasta que ocupó su sitio en la primera fila frente a la pantalla de seguimiento de vuelo. Lo deprimía trabajar con esos pilotos y que lo recibiesen con cara de condenados a muerte. Bueno, reconoció, el día en que eligiese a dos de ellos, se transformarían en condenados a muerte, por lo menos al que se le ordenase violar el espacio aéreo israelí.
Dos de los pilotos esperaban en la habitación contigua dentro de los simuladores, cuyas maniobras en una dogfight se reflejarían en la pantalla. El resto analizaría los errores y los aciertos. El avión de color verde correspondía al del piloto que pretendía invadir un espacio aéreo enemigo, y el rojo representaba al que lo defendía. Chuquet se colocó los auriculares y acomodó el micrófono cerca de su boca antes de dar la orden para iniciar la trifulca aérea simulada.
Al final del día, Fauzi Dahlan lo convocó a su despacho. Seguía de mal humor, y apenas se molestó en agitar la mano para indicarle que tomase asiento. Chuquet aguardó en silencio mientras el iraquí se perdía en sus cavilaciones; con el índice y el pulgar se masajeaba la barbilla o se tusaba el bigote de modo despiadado. El francés desconocía las presiones que se cernían sobre su jefe iraquí. No sólo se trataba del retraso en la construcción de las centrifugadoras y de la bomba ultraliviana a causa del ataque de porfiria del profesor Orville Wright, sino de que Rauf Al-Abiyia no concretaba la adquisición de torta amarilla —aunque aseguraba que pronto lo haría— y de que el último intento por hacerse de un avión, un Mig-31 sustraído de la Exhibición de Vuelo Aero India, había fracasado; se preguntaba qué suerte habría corrido el piloto a quien habían amenazado con matar a su familia si no robaba el avión. Todo parecía irse al garete.
—¿Cómo va el adiestramiento? —se dignó a preguntar un rato después.
—No tan bien como yo esperaba. —La expresión de Dahlan se endureció—. No creo que ninguno de estos hombres esté capacitado para llevar a cabo la misión —dictaminó Chuquet—. Es difícil evaluarlos sin probarlos en un avión, pero, dada mi experiencia como docente, puedo asegurarle que no cuentan con los nervios de acero que se requiere para algo de esa índole.
—¡Son nuestros mejores pilotos! Hombres condecorados.
—Señor Dahlan, ustedes me contrataron porque, de seguro, averiguaron acerca de mi larga trayectoria como adiestrador, por eso les pido que confíen en mi juicio. Seguiré evaluando a estos pilotos. Tal vez, con el transcurso de las semanas, pueda descubrir en ellos los talentos que estoy buscando. Pero es mi deber comunicarle que mis esperanzas no son muy grandes. Es una misión difícil.
—¿Me va a decir que no existe ningún piloto en el mundo que pueda hacer algo así, invadir el espacio aéreo israelí? —Dahlan lo preguntó con sorna, y Chuquet enseguida pensó en su antiguo cadete, Eliah Al-Saud—. ¿Acaso esos judíos son invencibles?
Donatien Chuquet eligió no contestar, aunque acababa de guardarse un as en la manga.
Al-Saud arrojó el Corriere della Sera en el cesto de la basura. En el baño, se pasó un peine y se perfumó con Givenchy Gentleman —hacía tiempo que no usaba su favorito, A Men, y el recuerdo le provocó una punzada nostálgica—, se ató al cuello las mangas de un saco de hilo azul marino Dolce & Gabbana y salió del hotel. El botones le consiguió un taxi, que lo condujo a la via Taormina, donde se hallaba el departamento de Natasha Azarov. Había demorado el encuentro, ya no tenía sentido postergarlo.
Mónica, la empleada doméstica, le informó, con voz congestionada y gesto desconsolado, que la señora Natasha seguía internada; la señora Zoya estaba con ella.
—¿Quiere ver a Kolia? Se lo traigo, don Eliah. Está despierto.
Al-Saud prefirió ir hasta el dormitorio del niño. Lo encontró de pie, sujeto a la barra de la cuna. Kolia abrió de manera desmesurada los ojos celestes al descubrirlo en el umbral, y Al-Saud soltó la risa como una espiración fuerte. Se quedó bajo el marco de la puerta, mirándolo con una sonrisa, a la que el niño respondió con otra tan exuberante que Al-Saud le vio las encías sin dientes. Con la manito izquierda aferrada al travesaño, Kolia se inclinó con dificultad —no le resultaba fácil conservar el equilibrio sobre el colchón—, aferró un muñeco con la derecha y se incorporó. Extendió el brazo y se lo ofreció a Eliah.
—Está coqueteándole —comentó Mónica desde atrás—. ¿Quiere levantarlo, don Eliah? Acabo de bañarlo y cambiarlo. Huele muy bien.
«¿Huele a colonia para bebé?» Avanzó hacia la cuna. Kolia lo miraba con fijeza y una expresión serena, de persona adulta y sabia. Al-Saud lo sujetó por las axilas y lo levantó, y el niño emitió un gritito que comunicó su alegría. Acercó la nariz al cuello regordete e inspiró con ansias. «Sí, huele a colonia para bebé», y de nuevo la punzada de nostalgia le hizo doler el corazón. Olía a Matilde.
Se desplazó hacia la sala con Kolia en brazos y se acomodó en el sillón con él sobre sus piernas. Al cabo de una hora de pasárselo observando las morisquetas del niño y estudiándole las manitos, los rollos de la muñeca, los hoyuelos en los cachetes y la forma de la cara, terminó pasmándose al darse cuenta de lo entretenido que estaba. «Eres mi hijo», habría deseado susurrarle si no hubiese sido porque le resultaba imposible abrir la boca y pronunciar las palabras; tampoco lo llamaba por su nombre, ni siquiera en el silencio de su mente. Para él, aún era «el niño».
A pesar de que en un primer momento el timbre del celular lo asustó, Kolia se repuso de inmediato y trató de quitárselo varias veces mientras Al-Saud intentaba escuchar a Zoya.
—¿Dónde estás?
—En Milán. En casa de Natasha, con el niño.
—Ven entonces, Eliah. El doctor Moretti acaba de decirme que Natasha ha empeorado. Teme que no pase la noche.
El doctor Moretti autorizó a Al-Saud para que ingresase en la unidad de cuidados intensivos pese a que el horario de visitas había terminado. Las pestañas de Natasha, una vez espesas y ahora ralas, aletearon cuando Al-Saud le susurró. La muchacha sonrió, y la sangre rezumó entre las grietas de sus labios. Arrastró la mano por la sábana hasta tocar la de Al-Saud, que se la apretó con vigor para estrangular el llanto que le trepaba por el cuello.
—Tranquila, Tasha —articuló con dificultad—. Kolia es mi hijo. —Lo declaró como un acto de compasión, movido por la amargura en la expresión de la joven, y, al pronunciar las palabras, «Kolia» e «hijo», la opresión que lo perturbaba abandonó su pecho, como si se le hubiese desanudado el esófago—. Mi hermana Yasmín me lo confirmó.
—¿Vas a quererlo? ¿Vas a llevarlo a vivir contigo?
—Sí, ya te lo prometí. Quiero que estés tranquila así te repones y vuelves a tu casa con el niño.
—Estoy tranquila, Eliah. Ahora estoy tranquila.
Natasha murió al día siguiente, viernes 2 de octubre, cerca de la una de la tarde, y Al-Saud se mantuvo ocupado con los trámites legales y las cuestiones del entierro que lo salvaron de reflexionar acerca de lo que la muerte de la madre de su hijo implicaba para él. Sobre Zoya recayó la responsabilidad de llamar a la familia Azarov en Yalta y de comunicarles la mala noticia. Después de cortar, se pasó un buen rato llorando en el sofá de la sala, en tanto Mónica intentaba consolarla y Al-Saud la contemplaba con expresión neutra.
La sepultaron el lunes 5 de octubre, por la mañana, en el Cimitero Monumentale, en plena ciudad de Milán, el sitio destinado para las familias aristocráticas y las personalidades destacadas de la política y del arte. Al-Saud prometió una donación generosa a una iglesia ortodoxa si un sacerdote decía el responso antes de que el cajón terminase en el nicho.
Se trataba de una visión triste la que componía el pequeño cortejo que cruzaba el Famedio, la construcción principal del cementerio, hacia el parque; caminaban detrás del ataúd Eliah, Zoya, el fotógrafo amigo de Natasha que la había ayudado a conseguir trabajo en Milán, y su esposa; Mónica y Kolia permanecían en el departamento de la via Taormina.
Una vez sellada la tapa de mármol, Al-Saud entregó un sobre con varios miles de liras al sacerdote, agradeció al fotógrafo y a su mujer que los hubiesen acompañado y condujo a Zoya hasta el automóvil negro provisto por el Hotel Principe di Savoia. Le indicó al chofer que los llevase al 34 de via Taormina. Apenas entró en el departamento, avistó a Kolia sobre la alfombra, rodeado por sus muñecos y sus juguetes didácticos. El niño levantó la vista, sacudió las manos y le sonrió, ajeno a la tragedia que se desataba en torno a él. Al-Saud, impulsado por una fuerza desconocida, lo recogió del suelo y lo abrazó. Kolia no le inspiraba pena, sino una irrefrenable necesidad de protegerlo.
—Mónica —dijo, con el niño en brazos—, prepara una maleta con la ropa de Kolia, sus juguetes y con todo lo que le pertenezca. Nos iremos mañana por la mañana. Vendré a buscarlo a las ocho.
—¿Y yo, don Eliah? ¿Iré con ustedes?
—¿Quieres seguir cuidando a Kolia?
—¡Pues claro! ¡Adoro a Kolia! ¡Como si fuese de mi sangre!
—Está bien. Vendrás con nosotros.
—¿Adónde iremos?
—A una ciudad en el Piamonte.
Zoya emergió del baño. Se había lavado la cara congestionada, quitado la ropa y cubierto con una bata de toalla. Se reclinó sobre el pecho de Al-Saud, y Kolia intentó despojarla de la presilla para el cabello.
—Zoya, quiero que te hagas cargo de las cosas de Tasha.
—¿Hacerme cargo? No tengo cabeza para nada, Eliah.
—Quiero que empaquetes sus cosas y que las dones, las vendas o se las envíes a su familia en Yalta, lo que te parezca más conveniente.
—A los Azarov les vendría bien que vendiese todo y que les enviase el dinero. Aunque —dijo, y lanzó un vistazo en torno—, no creo que saque mucho por esta basura.
—Los Azarov recibirán dinero todos los meses. Yo me ocuparé de eso.
Zoya lo miró a los ojos, con una sonrisa temblorosa.
—Eres el hombre más generoso que conozco.
—Sí, sí —dijo, con aire burlón—, soy el mejor. Paga el alquiler, cierra el departamento y devuelve las llaves. ¿Aún te queda algo del dinero que te di? —Zoya asintió—. Ocúpate de todo, Zoya, por favor.
—Sí, lo haré.
—Las fotografías de Tasha, en especial las que se sacó con Kolia, quiero que las lleves a París y se las entregues a mi secretaria. Lo mismo si encuentras un diario íntimo, cartas o cosas personales. Que quede algo de ella para Kolia, para que tenga un recuerdo de su madre.
Zoya, incapaz de articular, agitó la cabeza para asentir.
Por la tarde, Al-Saud se reunió con el abogado designado por Natasha, Luca Beltrami, para firmar la documentación con la cual se iniciaría la demanda por paternidad. No habría problemas, aseguró Beltrami. Se trataba de un caso sin conflicto, con la anuencia de la madre y el acuerdo del padre.
—En un par de meses —pronosticó el abogado—, Kolia pasará a llamarse Nicolai Eliah Al-Saud.
Al-Saud apretó la mandíbula, atacado de pronto por una emoción que jamás creyó experimentar en relación con el hijo de Natasha Azarov. Sin remedio, pensó en Matilde, en cuánto la necesitaba, y pensó también en qué feliz la haría cuando le contase acerca de Kolia. ¿O el hecho de que otra le hubiese dado lo que ella jamás podría darle la acomplejaría y la deprimiría? Matilde no había superado la pérdida de la fertilidad, y eso la volvía insegura y desconfiada.
De regreso en el hotel y mientras aguardaba la cena en la habitación, decidió telefonear a su madre a la finca de Jeddah, en Arabia Saudí, donde eran las diez y diez de la noche, sólo dos horas más que en Italia. Se sentó, en realidad, se apoltronó, exhaló un suspiro para relajar los músculos, apoyó el codo en el brazo del sillón y se apretó los párpados en tanto las llamadas se repetían. Atendió Yaluf, el sobrino del viejo mayordomo de la propiedad, Sadún, que proclamó: «¡Alá sea loado!» al reconocer su voz, y lo tuvo al teléfono varios minutos, que Eliah toleró debido al afecto que sentía por el hombre.
—¡Eliah, tesoro mío! —exclamó Francesca, una vez que Yaluf le cedió el teléfono, y la sorpresa de su madre le dio la pauta a Al-Saud de lo poco que se comunicaba con ella—. ¿Cómo estás, mi amor?
—Te necesito, mamá.
Un corriente surcó los brazos de Francesca y, al abarcarle el cuero cabelludo, sintió un tirón en el pelo por donde lo tenía sujeto. Era la primera vez que su tercer hijo le decía que la necesitaba.
—Lo que quieras, Eliah.
—Necesito que viajes a la Villa Visconti. Mañana, si es posible. Yo estaré llegando cerca del mediodía.
—¿Qué pasa, hijo?
—No pasa nada, mamá. No te preocupes. Mañana te explicaré.
—¿Puedo ir con tu padre?
—Sí. Traé ropa para una larga temporada.
—¿Cuán larga?
—Al menos, un par de meses.
Kamal Al-Saud apretó la mano de su esposa ubicada junto a él en la butaca del Learjet que los transportaba hacia el Aeropuerto de Turín, la capital de la región piamontesa, al norte de Italia. Francesca apartó la cara de la ventanilla para mirarlo y le sonrió con la intención de tranquilizarlo. Kamal sabía que estaba nerviosa y preocupada; no había pegado ojo.
—No puede ser nada grave —la alentó—. Ya has averiguado que Shariar y su familia están bien. Que Yasmín está bien. Que Alamán y Joséphine están muy felices, en París. Tu madre y Fredo te aseguraron que gozan de excelente salud. ¿Qué puede estar mal?
—No sé, Kamal. Lo noté muy cansado, como agobiado. Intuyo que se trata de algo, no grave, pero sí muy importante.
—Lo sabremos dentro de poco. No quiero que te angusties, mi amor. —Se inclinó para olisquearle el cuello impregnado de Diorissimo.
En el Aeropuerto de Turín, los guardaespaldas alquilaron un automóvil para conducirlos a Châtillon, la ciudad donde se hallaba la Villa Visconti, a unos setenta y cinco kilómetros al norte de la capital piamontesa.
En medio del predio de la villa, propiedad de la familia de Fredo desde el siglo XVIII, se erigía un castillo que el dinero de los Al-Saud había conservado en condiciones óptimas. El automóvil se detuvo en el sector de ripio, delante de la escalinata que conducía a la entrada cuya doble puerta de roble con herrajes de bronce brillaba a la luz de las primeras horas de la tarde. Francesca descendió del vehículo e inspiró el aire de la montaña, aromatizado con la resina de los pinos y de los cipreses que flanqueaban la casa.
Francesca se detuvo al pie de la escalera de mármol, apoyó la mano sobre la balaustrada y llevó la mirada hacia arriba; se hizo sombra con la mano y permaneció quieta observando al niño que Antonina, su madre, cargaba en brazos.
—Ciao, carissimi! Benvenuti! —los saludó la anciana, que no obtuvo respuesta.
Francesca pensó que se trataba de Dominique, el menor de Shariar, idea que descartó al descubrir el color celeste, casi turquesa, de los ojos del niño; los de Dominique eran oscuros como los de su padre. Kamal le posó las manos en la cintura y la conminó a subir.
Fredo y Eliah se hallaban en el vestíbulo. Francesca cruzó la mirada con su hijo y percibió el nerviosismo que lo dominaba, algo tan infrecuente en él que sólo sirvió para desorientarla todavía más.
—¡Mira, figlia mia! —exclamó Antonina—. ¡Mira qué hermoso bambino!
A Francesca le pareció que, pese al entusiasmo de su madre, el niño estaba transformándose en un peso que sus huesos no sostendrían por mucho tiempo. Lo tomó en brazos y lo observó de cerca. El pequeño —no tendría más de siete u ocho meses, calculó— alejó el torso para estudiarla con un gesto serio y concentrado que arrancó risas a Francesca y a Kamal.
—¿De quién es este niño? —Apenas la formuló, supo que se trataba de una pregunta retórica, porque la duda nacida de la familiaridad que la había intrigado mientras subía la escalera con la vista fija en el niño se resolvió cuando la criatura reaccionó al oído de su voz: frunció el entrecejo, apretó los labios y dilató las paletas nasales, y Francesca se retrotrajo más de treinta años.
—Es mi hijo —oyó contestar a Eliah.
—Sí. Es igual a vos —farfulló, emocionada, y, aunque quiso preguntar su nombre, no encontró aliento para hablar.
Se congregaron en una de las salas de la planta baja, en la que Fredo se lo pasaba leyendo, contestando cartas y viendo televisión. Francesca, más recuperada, no se avenía a entregar a Kolia —le encantaba el sobrenombre— a la tal Mónica para que lo llevase a dormir. Se convenció de separarse de su nieto cuando el niño se refregó los ojos con los puños y lloriqueó.
—Me enteré de la existencia de Kolia hace unas semanas —explicó Eliah— y Yasmín confirmó que es mío. Con un examen de ADN —añadió.
—¿Quién es la madre?
—Natasha Azarov, una muchacha con la que salí unos meses el año pasado. Desapareció sin decirme que estaba embarazada.
—¿Azarov? ¿Es rusa? —se interesó Kamal.
—No, ucraniana.
—¿Dónde está? ¿Por qué no está con su hijo?
—Murió el viernes. De leucemia.
La palidez súbita de Francesca le recordó a Eliah la facilidad con que Matilde perdía el color o se le sonrojaban las mejillas.
—¿Por qué estás aquí, en Italia?
—Natasha vivía en Milán. Traje al niño a la villa porque no puedo sacarlo del país hasta que la documentación que me concede la paternidad esté lista. Llevará unos meses. Dos o tres, a lo sumo. Mamá, necesito que te quedes con él hasta que pueda llevarlo a París. Mónica es una buena mujer. Conoce a Kolia desde que nació y lo cuida muy bien. No tendrás que hacer nada, pero necesito que alguien de mi confianza la supervise.
Francesca asintió de manera autómata, todavía desorientada en un mar de preguntas y cuestionamientos. Por supuesto, estaba segura de que Eliah era el padre de Kolia; al tenerlo en brazos había recibido la impresión de que se trataba de su tercer hijo a esa edad. Antonina, la más entusiasmada y la que menos interrogantes se planteaba, trajo un álbum de fotografías viejas. Había un retrato de Eliah en el cual el parecido con Kolia resultaba notable.
—Nonna, ¿puedo llevarme esta foto?
—Sí, tesoro. Llévala.
Más tarde, mientras el niño los observaba desde una cama arrinconada contra la pared y rodeada por sillas, Francesca y Eliah permanecieron en silencio junto a la cabecera. Kolia se metió el chupete en la boca y apretó, contra su pancita, una oveja de toalla. Comenzó una actividad mecánica que parecía calmarlo y adormecerlo: se enrulaba el jopo con el índice de la mano derecha.
—¿Por qué la madre desapareció sin decirte que estaba embarazada?
—Tuvo sus razones. No puedo culparla.
Francesca asintió, sabiendo que no debía insistir.
—¿Ya le has contado a Matilde acerca del nene?
—Matilde y yo estamos separados.
Francesca movió la cabeza de manera más rápida de lo que habría deseado y estudió apenas el perfil de su hijo antes de volver a fijar la vista en su nieto. Ella le conocía ese gesto, cuando sumía los labios y sacudía las paletas nasales; estaba expresando el dolor que le causaba la declaración.
—Sofía me dijo que ya está completamente recuperada de la herida que le hicieron en el Congo. —Eliah se mantuvo imperturbable—. ¿Todavía la querés, mi amor? —No pudo refrenarse y le acarició la oreja, y el pelo, y la mandíbula rasposa, y añoró la época en que había sido suave y regordeta.
—Mamá, ¿creés que sería muy duro para Matilde que yo hubiese tenido un hijo con otra?
—¿Me lo preguntás por su esterilidad? —Eliah asintió con una sacudida imperceptible, sin volverse para mirarla—. No conozco a Matilde profundamente, pero me atrevería a decir que amaría a Kolia como si fuese de ella.
Eliah giró el cuello de manera brusca y bajó la vista para fundirla con la de su madre. Al descubrir la angustia que ensombrecía el rostro de su hijo, Francesca experimentó una gran compasión. Volvió a acunarle la mejilla y le sonrió para pronunciar las palabras que él necesitaba oír.
—Matilde aceptará a tu hijo porque es tuyo y después lo amará porque no sabe hacer otra cosa. No lo dudes.
Eliah se inclinó sobre los respaldos de las sillas y fingió interesarse en el bienestar de Kolia para ocultar la emoción que le alteraba las facciones. La tensión en los músculos de la cara fue cediendo gracias a la paz que le transmitía la imagen de su hijo, que por fin se había dormido.
—Vendré a verlo con frecuencia —prometió.