Feria Internacional de Aviones de Farnborough, Hampshire, Inglaterra. Julio de 1998.
Donatien Chuquet llegó con dos horas de antelación a su cita en la feria de aviones más famosa del mundo. La conocía bien de sus años como oficial de L’Armée de l’Air, cuando la visitaba en representación de la fuerza para evaluar los avances de la aeronáutica y después informar a sus superiores.
En esa oportunidad, no representaba a L’Armée de l’Air. Sus días como piloto de guerra habían terminado abruptamente cuando, luego de someterlo a un juicio sumario, lo devolvieron a la vida civil por haberse demostrado graves irregularidades en su desempeño como instructor de vuelo en la base aérea de Salon-de-Provence. El hijo del general Managel, un recluta mediocre que, de seguro, no habría pasado el examen final, lo acusó de exigirle dinero para aprobarlo. A partir de esa acusación, las demás cayeron con efecto dominó. Se dio cuenta de que, en la fuerza, tenía más enemigos que amigos y, en menos de dos meses, se vio degradado y expulsado.
Ahora trabajaba free lance como piloto de pruebas para las constructoras aeronáuticas Dassault, Northrop Grumman y Safran, que si bien pagaban poco, le permitían continuar arriba de los mejores cazas del mundo. Los fines de semana, se humillaba en un aeródromo volando avionetas, ya fuese para que paracaidistas aficionados viviesen un momento de excitación o para pasar frente a las playas de Royan con avisos publicitarios. Dos divorcios y cuatro hijos constituían una carga pesada y no podía darse el lujo de volverse quisquilloso. Aceptaba el trabajo que le ofreciesen.
Esa tarde, en la feria, pilotearía el Rafale, la nueva joya de Dassault, que reemplazaría al Mirage. Dos potenciales compradores observarían sus acrobacias a través de binoculares desde la plataforma con sombrillas y mesas dispuestas en la galería del Farnborough Business Park, mientras bebían champaña y negociaban por aviones que costaban más de cuarenta millones de dólares.
Había llegado con dos horas de anticipación porque, antes de pilotear el Rafale, se encontraría con un desconocido. Por el acento, Chuquet habría apostado a que era árabe. Lo había llamado dos días atrás y tratado con una cortesía rayana en la obsecuencia.
—Un amigo nos ha sugerido su nombre para un trabajo muy delicado que mi jefe desea emprender, monsieur Chuquet.
—¿Qué amigo?
—Nada de nombres por teléfono, si no le molesta. —Tras una pausa, dijo—: Sé que estará en la feria de Farnborough. —Ese dato alarmó a Chuquet, porque no le había comentado a nadie que viajaría a Inglaterra para el evento aeronáutico del año—. Volando el Rafale para Dassault —añadió el misterioso interlocutor.
—¿Cómo lo sabe? Esto no me gusta nada.
—Monsieur Chuquet, usted nos interesa desde hace un tiempo y hemos estado investigándolo y siguiéndole la pista.
—¿Quién es usted? ¿A quién representa?
—Represento a quien podría pagarle una fortuna que le permitiría vivir retirado y tranquilo en una isla caribeña o del Pacífico, a elección suya.
Con eso lo había convencido de encontrarlo en el bar de la feria. Desde una mesa y sin quitarse los lentes para sol espejados, miraba en torno, aunque resultaba difícil individualizar a un hombre con aspecto de árabe en el gentío. A lo lejos, tras las ráfagas de fuego que emergían de las toberas de un F-15, leyó un gran cartel: Success is in the air, el eslogan de la feria. Estaba de acuerdo, el éxito estaba en el aire. Desde la Segunda Guerra Mundial, había quedado claro que la supremacía en una contienda bélica la definía quien contase con la mejor flota de aviones.
El timbre del celular lo sobresaltó. Atendió deprisa.
—Allô?
—Chuquet, soy yo. Normand Babineaux.
—Ah, Normand —contestó, desilusionado.
—Imagino que no te divierte oír mi voz porque crees que te pediré que me devuelvas los cincuenta mil francos que te presté hace dos meses.
—No, no, Normand. Me alegra escucharte. —Era de los pocos amigos que conservaba de la época de piloto de guerra; en realidad, era de los pocos amigos que tenía—. Sucede que estoy esperando a una persona desde hace media hora. Pensé que me llamaba. ¿Desde dónde me llamas? ¿De París?
—No. Estoy en Arabia Saudí.
—¿Qué haces en ese país de mierda? —Chuquet no guardaba un buen recuerdo de sus días en la base de Al Ahsa, durante la Guerra del Golfo.
—Adiestrando pilotos saudíes, por cuenta de la Mercure.
—¿La empresa de Eliah Al-Saud?
—Ajá.
De Al-Saud tampoco guardaba un buen recuerdo. «Maldito hijo de puta». Cuando le dieron de baja en L’Armée de l’Air, le pidió trabajo en su empresa, y Al-Saud se negó interponiendo una excusa estúpida. Semanas después se enteró de que había contratado a Matthieu Arceneau, a Lorian Paloméro y a Dimitri Chavanel, todos buenos aviadores, pero cuyas habilidades no se comparaban con las de él ni con sus miles de horas de vuelo. Lo había humillado, tal vez como revancha por los duros años de adiestramiento en la base aérea de Salon-de-Provence. «Debería de agradecerme. Hice de él el mejor piloto de su generación». Sí que era bueno el hijo de puta. Muy bueno. Imposible olvidar su desempeño en la Guerra del Golfo, que le había valido dos condecoraciones. La destreza de su antiguo recluta lo superaba con creces, y eso también lo ponía de mal humor.
—Espero que el sueldo que te paga Al-Saud compense toda la arena y el calor que debes de estar tragando.
—Los compensa, no lo dudes. Además, hemos podido darnos un gusto que jamás creímos posible. Hemos volado un Su-27.
—¿Desde cuándo los saudíes tienen aviones Sukhoi?
—No, los saudíes no, sino un saudí, uno muy excéntrico, primo hermano de Eliah. Se lo compró al gobierno sirio y lo mantiene en un hangar de la base aérea en Dhahran.
—Y, ¿qué tal? —preguntó, procurando esconder la envidia.
Babineaux se explayó en la descripción casi poética del vuelo del mejor avión de fabricación rusa y uno de los mejores del mundo.
—El primero en probarlo fue Al-Saud y, para fanfarronear, cuando regresó a la base, nos hizo la cobra de Pugachev.
Apretó de modo maquinal el pie de la copa de champaña. Al levantar la vista, divisó a un hombre de aspecto impoluto —traje oscuro, camisa con pecheras azules, cuello y puños blancos, y gemelos— que elevaba su vaso en dirección a él y le sonreía. Su cita acababa de mostrarse.
—Normand, tengo que dejarte —lo cortó de pronto—. Acaba de llegar la persona que estaba esperando.
Se despidieron con promesas de llamarse más tarde. Al comprobar que Chuquet guardaba el celular, el hombre bien vestido abandonó su mesa y se aproximó. Le sonrió mientras le extendía la mano y se presentaba.
—Mi nombre es Sami Al-Quraíshi.
—Chuquet.
—Sí, lo sé. Oh, no, no —se apresuró a decir Al-Quraíshi cuando Chuquet lo invitó a sentarse—. Mejor movámonos, recorramos los stands de la feria. ¿Ve aquellos caballeros de traje negro y binoculares? Los que están cerca del Tornado y simulan ver el espacio aéreo. —Chuquet asintió—. Pues son de la CIA y no me gustaría llamar su atención.
Caminaron entre el gentío que se aglomeraba en los puestos de exposición de las distintas empresas relacionadas con la aviación. Al-Quraíshi se aproximó al de Sukhoi y agarró varios folletos. Los hojeó como si estuviese solo.
—¿Quién le sugirió mi nombre para el trabajo del que va a hablarme?
—En realidad, surgió de una investigación.
Al darse cuenta de que Al-Quraíshi no aportaría más detalles, Chuquet se mostró impaciente al hablar.
—Me dijo que tenía un negocio que proponerme. En una hora tengo que volar un avión para Dassault. No tengo mucho tiempo.
Al-Quraíshi rió por lo bajo, con talante condescendiente.
—Occidentales —murmuró—. Siempre apurados.
—Podrá decir lo que quiera de los occidentales, pero, hasta lo que sé, somos nosotros los que gobernamos el mundo.
Al-Quraíshi levantó la vista de golpe y miró a Chuquet con hostilidad.
—Eso no siempre será así.
—¿Ah, no?
—No. Llegará el día en que el mundo árabe le hará pagar a Occidente todas y cada una de las ofensas. —Contrariado por su exabrupto, se tocó el nudo de la corbata y carraspeó—. Vayamos a nuestra propuesta, monsieur Chuquet. Mi jefe necesita de su experiencia y de su habilidad para elegir a dos pilotos e instruirlos para una misión altamente delicada. Deberá hacerse en el menor tiempo posible, por lo que su disponibilidad será exclusiva para este trabajo.
—¿Qué tipo de misión?
—Los detalles se los daré si acepta entrar en tratos con nosotros.
—Señor Al-Quraíshi, no pretenderá que tome una decisión de esta índole con la información paupérrima que está dándome.
—Sabe lo que necesita saber. Usted fue instructor de vuelo, ¿verdad? —Chuquet asintió—. Sabe cómo lidiar con los pilotos, ¿no es así? —De nuevo, un asentimiento—. Pues bien, eso es lo que tendrá que hacer. Sabemos que sus finanzas están más que al rojo. Al rojo vivo, me atrevería a decir. Esa deuda de treinta mil francos con la tarjeta de crédito Visa le quita el sueño. Los intereses están devorándolo.
—¿Cómo sabe eso? —Chuquet se alejó de modo instintivo—. ¿Quién es usted? ¿Quién es su jefe? ¿Cómo se atreve a meterse en mis cuestiones financieras?
—Todo a su tiempo, monsieur Chuquet. Le daré un dato más que lo tranquilizará. —Sacó una lapicera de oro y escribió una cifra en un folleto de Sukhoi—. Éste será el monto total que recibirá por su trabajo. El veinte por ciento al comienzo, otro veinte por ciento a los tres meses y el sesenta restante si la misión se concluye con éxito.
Las cejas de Chuquet se elevaron en un gesto elocuente.
—Al menos, dígame quién es su jefe.
—Saddam Hussein —respondió Al-Quraíshi, y le destinó una sonrisa.
Días más tarde, Chuquet descubrió que los cuatro millones de dólares que le pagarían por adiestrar a dos pilotos en una misión que aún no le habían detallado, también servían para cubrir otro servicio: informar acerca de la constructora aeronáutica Dassault, en especial, acerca del aeródromo ubicado en la planta de Istres, al sur de Francia, donde la compañía probaba sus cazas. Respondía a las preguntas que Al-Quraíshi y que otro hombre, que no se presentó y que sabía de aviones de guerra, le formulaban en una oficina de la embajada de Irak en París. Su instinto le susurraba para qué utilizarían la información, más allá de que su sentido común le dictaba que se trataba de un disparate.
Pasaron diez días antes de que su instinto probase que estaba en lo cierto: los iraquíes se metieron en las instalaciones de Dassault y mataron a un piloto de prueba que se calzaba el chaleco anti-G en el vestuario para que un impostor tomase su lugar. Nadie se percató del cambio porque lo habían elegido de la misma contextura física y porque se aproximó al Rafale con el casco puesto y la visera negra baja. Abordó el caza, despegó, ejecutó unas pruebas y se mandó a mudar. Desde la torre intercambiaban miradas incrédulas mientras le exigían al piloto que retomase la rutina. Obtuvieron como respuesta el sonido que se produce cuando se corta la comunicación radial.
Chuquet se enteró al día siguiente gracias al titular de Le Figaro: Intento fallido de robo de un Rafale. En el copete decía: El piloto, de identidad desconocida, lo sustrajo del aeródromo de Dassault en Istres. En el cuerpo del artículo se aclaraba que la compañía había dado inmediato aviso a L’Armée de l’Air, que, en cuestión de minutos, había localizado al Rafale sobre el Mar Mediterráneo. Una pareja de Mirage 2000 lo alcanzó mientras sobrevolaba la isla de Córcega y se colocó a ambos lados del Rafale. Como no existía comunicación a través de la radio, el Mirage de la derecha se balanceó y movió las alas, una señal conocida entre los pilotos que significa «sígueme». El Rafale aceleró hasta romper la barrera del sonido. Los cazas franceses se lanzaron en su persecución. El Rafale iba con su armamento. Finalmente, tras una dogfight, la nueva joya de Dassault fue alcanzada por un misil aire-aire MICA RF, que lo convirtió en una bola de fuego antes de desintegrarlo.
A pesar de que el artículo había terminado, Chuquet mantenía la vista en la última frase. Hasta el momento, se desconoce el motivo o la identidad de los que pergeñaron el robo del Rafale. Le costaba dar crédito a lo que acababa de leer y, sin embargo, era verdad. El mundo no sabía que los iraquíes se hallaban detrás de la operación. Él sí, y, por conocer esa pieza de información, su vida estaba en juego. Se echó en un sillón, de pronto abrumado por la revelación.
Sami Al-Quraíshi lo llamó al día siguiente, y Chuquet le notó el ánimo sombrío en el tono de voz. Se reunieron en el Café Le Paris, sobre la Avenida de Champs Élysées, muy tranquilo porque no era visitado por turistas. Ocuparon una mesa solitaria. Chuquet miró a los parroquianos sintiéndose acechado.
—¿Evaluó nuestra propuesta, monsieur Chuquet?
—Sí, y he decidido aceptar.
—Bien.
—Vamos al grano, señor Al-Quraíshi. ¿Cuál es la misión que van a encomendarme?
—Pondremos en sus manos a un grupo de pilotos, de entre los cuales tendrá que elegir a dos. Los dos mejores.
—Eso ya me lo dijo. La pregunta es: ¿los dos mejores para qué?
—Para que ingresen, sin autorización, claro está, en el espacio aéreo de dos países para llevar a cabo una misión secreta.
—Eso sería pan comido si, por ejemplo, tuviesen que ingresar en el espacio aéreo de… Somalia o Timor Oriental. Otra cosa sería si el espacio aéreo fuese el inglés. Ni hablar del norteamericano.
—Se trata del espacio aéreo de Israel.
—Quoi!
—Baje la voz, por favor, monsieur Chuquet. Y también del espacio aéreo saudí.
—¿Ha perdido el juicio? No existe espacio aéreo en el mundo más custodiado que el israelí. El que intente penetrarlo no vivirá para contarlo.
—Nadie le exige que el piloto regrese con vida, monsieur Chuquet. Sólo pedimos que cumpla la misión antes de morir. —Donatien Chuquet se quedó mirándolo, pasmado—. No me mire así, monsieur Chuquet. Usted sabe que puede hacerse.
—Sí, es posible —admitió, y ganó algo de dominio—. No sólo dependerá de la destreza extrema del piloto sino del avión. ¿Acaso planeaban hacerlo con el Rafale?
Sami Al-Quraíshi sonrió con sarcasmo, y Chuquet cayó en la cuenta de que apretaba el estómago hasta convertirlo en una piedra.
—Como sabrá por los periódicos, todo se fue al traste.
—¿Acaso la Fuerza Aérea de Irak no cuenta con dos Mig o con dos Mirage para esta misión? Los recuerdo bien armados de la época de la Guerra del Golfo.
—La Fuerza Aérea de mi país es un montón de chatarra. Tenemos prohibido comprar repuestos para nuestros aviones de guerra. Adquirir los repuestos en el mercado negro está fuera de discusión. Es muy riesgoso. Necesitamos tener la certeza de que son piezas originales. Todo tiene que ser perfecto. Nada puede fallar. Usted, monsieur Chuquet, olvídese de los aviones. Nosotros los conseguiremos. Sabemos cuáles son los mejores para esta misión. Su trabajo consistirá en aprestar a dos pilotos. Nada más.
—¿Dónde se llevará a cabo la selección y el adiestramiento?
—En Irak.