Mentiras de campamento

Mis padres se divorciaron el verano antes de entrar en noveno. Mi padre enseguida se buscó una nueva pareja. De hecho, aunque mi madre no me lo dijo, creo que esa fue la razón por la que se divorciaron.

Después del divorcio, apenas veía a mi padre. Y mi madre se comportaba de una manera muy rara. No es que fuese inestable ni nada por el estilo: simplemente era fría. Distante. Mi madre es la clase de persona que siempre les pone buena cara a los demás, pero a mí casi nunca. Nunca ha hablado demasiado conmigo; ni sobre sus sentimientos, ni sobre su vida. No sé gran cosa de cómo era cuando tenía mi edad. No sé gran cosa de lo que le gustaba o dejaba de gustarle. Las pocas veces que ha nombrado a sus padres, a los que no conozco, era para decir cuánto deseaba alejarse de ellos en cuanto pudiese. Nunca me ha dicho por qué. Le he preguntado en varias ocasiones, pero siempre ha hecho como que no me había oído.

Aquel verano no quise ir al campamento. Me hubiese gustado quedarme con ella, ayudarla con lo del divorcio, pero se empeñó en que me fuese. Pensé que querría pasar tiempo a solas, así que le hice caso.

El campamento fue horrible. Lo pasé fatal. Pensaba que sería mejor al ser monitora, pero no fue así. No repitió ni una sola persona de las que habían estado el año anterior, así que no conocía a nadie. Ni a uno. No sé por qué, pero empecé a jugar a inventarme cosas con las chicas del campamento. Si me preguntaban algo sobre mí, me lo inventaba: «Mis padres están en Europa», les conté. «Vivo en una casa enorme en la mejor calle de North River Heights». «Tengo una perra que se llama Daisy».

Un buen día les solté que tenía un hermano pequeño deforme. No tengo ni idea de por qué lo dije, me pareció algo interesante. Y, claro está, la reacción de las niñas del bungalow fue dramática. «¿De verdad?» «¡Cuánto lo siento!» «¡Debe de ser muy difícil!» Etcétera, etcétera. Por supuesto, me arrepentí de haberlo dicho en cuanto se me escapó de los labios: me sentí una mentirosa sin escrúpulos. Si Via se enteraba, pensaría que soy una tía rara. Y me sentía como una tía rara. Pero tengo que reconocer que había una parte de mí que se sentía con derecho a contar aquella mentira. Conozco a Auggie desde que tenía seis años. Lo he visto crecer. He jugado con él. Por él me he visto los seis episodios de La guerra de las galaxias, para poder hablar con él de los alienígenas, de los cazarrecompensas y de todo lo demás. Fui yo quien le regaló el casco de astronauta que apenas se quitó durante dos años. Con esto quiero decir que más o menos me he ganado el derecho a pensar en él como si fuera mi hermano.

Y lo más curioso de todo es que aquellas mentiras que contaba, aquellas ficciones, hacían que mi popularidad subiese como la espuma. Las otras monitoras se enteraron por las campistas y no hablaban de otra cosa. Nunca jamás me han considerado una de las chicas «populares» en nada, pero aquel verano en el campamento, fuera por lo que fuese, era la persona con la que todo el mundo quería juntarse. Hasta las chicas del bungalow 32 estaban como locas conmigo. Me refiero a las chicas que están en lo más alto de la cadena alimenticia. Decían que les gustaba mi pelo (aunque me cambiaron el color). Decían que les gustaba cómo me maquillaba (aunque eso también lo cambiaron). Me enseñaron a hacer tops con camisetas. Fumábamos. Nos escapábamos por la noche y atravesábamos el bosque para llegar al campamento de los chicos. Salíamos con chicos.

Cuando volví a casa del campamento, llamé a Eva enseguida para hacer planes con ella. No sé por qué no llamé a Via. Supongo que no me apetecía hablar de ciertas cosas con ella. Me habría preguntado por mis padres y por el campamento. En cambio, Eva nunca me hacía preguntas. En ese sentido, era una amiga más fácil. No era tan seria como Via. Era divertida. Cuando me teñí el pelo de rosa le pareció guay. Quería que le hablase de aquellas escapadas por el bosque a altas horas de la noche.