La suplente

Via llevó a casa tres entradas para la obra del instituto unos días después de la muerte de Daisy. Nunca volvimos a hablar de la discusión que habíamos tenido durante la cena. La noche de la obra, justo antes de que Justin y ella se fuesen para llegar temprano al instituto, me dio un fuerte abrazo y me dijo que me quería y que estaba orgullosa de ser mi hermana.

Era la primera vez que iba al instituto de Via. Era mucho más grande que su antiguo colegio, y mil veces más grande que el mío. Más pasillos. Más espacio. Lo único malo de mis audífonos biónicos de Lobot era que ya no podía llevar gorra. En situaciones así, las gorras son muy útiles. A veces desearía poder seguir llevando aquel viejo casco de astronauta que llevaba de pequeño. Lo creáis o no, a la gente le impresionaba mucho menos ver a un niño con un casco de astronauta que verme la cara. En fin, que iba con la cabeza gacha mientras seguía a mamá por aquellos pasillos largos y relucientes.

Seguimos al resto del público hasta el auditorio, donde algunos alumnos repartían programas en la entrada. Encontramos unos asientos libres en la quinta fila, cerca de la parte central. En cuanto nos sentamos, mamá se puso a rebuscar en el bolso.

—¡No me puedo creer que se me hayan olvidado las gafas! —dijo.

Papá negó con la cabeza. Mamá siempre se dejaba olvidadas las gafas, o las llaves, o cualquier otra cosa. Es así de rara.

—¿Quieres sentarte más cerca? —preguntó papá.

Mamá entornó los ojos y miró hacia el escenario.

—No, veo bien.

—Habla ahora o calla para siempre —dijo papá.

—No pasa nada.

—Mira, aquí está Justin —le dije a papá, señalando una foto de Justin en el programa.

—Bonita foto —contestó.

—¿Cómo es que no hay foto de Via? —pregunté.

—Es una suplente —aclaró mamá—. Pero mira: aquí pone su nombre.

—¿Por qué la llaman suplente? —pregunté.

—Vaya, fíjate en la foto de Miranda —le dijo mamá a papá—. Creo que no la habría reconocido.

—¿Por qué la llaman suplente? —repetí.

—Así llaman a quien sustituye a un actor si este no puede actuar por algún motivo —contestó mamá.

—¿Te has enterado de que Martin va a volver a casarse? —le preguntó papá a mamá.

—Será broma, ¿no? —contestó mamá, como si le sorprendiese mucho.

—¿Quién es Martin? —pregunté.

—El padre de Miranda —dijo mamá, y añadió dirigiéndose a papá—: ¿Quién te lo ha dicho?

—Me he encontrado con la madre de Miranda en el metro. No está nada contenta. Martin está esperando un bebé.

—¡Vaya! —exclamó mamá, negando con la cabeza.

—¿De qué estáis hablando? —pregunté.

—De nada —contestó papá.

—Pero ¿por qué lo llaman suplente? —insistí.

—No lo sé, Canito —me dijo papá—. A lo mejor porque se tienen que estudiar el texto para suplir a los actores principales. No lo sé, de verdad.

Iba a decir algo más, pero entonces se apagaron las luces. El público se calló enseguida.

—Papá, ¿puedes hacer el favor de no volver a llamarme Canito? —le susurré al oído.

Papá me sonrió, asintió y levantó un pulgar en señal de aprobación.

Empezó la obra. Se abrió el telón. El escenario estaba totalmente vacío. Bueno, estaba Justin, sentado en una antigua silla destartalada afinando el violín. Llevaba un traje pasado de moda y un sombrero de paja.

—Esta obra se titula Nuestra ciudad —le dijo al público. La escribió Thornton Wilder y la ha producido y dirigido Philip Davenport… El nombre de la ciudad es Grover’s Corners, en New Hampshire… al otro lado de la línea Massachusetts: latitud, cuarenta y dos grados y cuarenta minutos; longitud, setenta grados y treinta y siete minutos. El primer acto muestra cómo es un día en nuestra ciudad. La fecha: el 7 de mayo de 1901, justo antes de amanecer.

En ese preciso momento supe que iba a gustarme la obra. No se parecía a otras obras del colegio a las que había asistido, como El mago de Oz o Lluvia de albóndigas. No, aquello parecía para un público mayor y me sentí más listo al estar allí viéndola.

Cuando ya hacía un rato que había empezado la obra, el personaje de la señora Webb llama a su hija, Emily. Por el programa sabía que ese era el papel que representaba Miranda, así que me incliné hacia delante para verla mejor.

—Esa es Miranda —me susurró mamá, mirando hacia el escenario con los ojos entornados cuando salió Emily—. Qué cambiada está…

—No es Miranda —dije entre dientes—. Es Via.

—¡Ay, Dios mío! —exclamó mamá, inclinándose hacia delante en el asiento.

—¡Chist! —dijo papá.

—Es Via —le susurró mamá.

—Ya lo sé —contestó papá, sonriente—. ¡Chist!