Lobot

Desde que era pequeño, los médicos les han dicho a mis padres que algún día necesitaría llevar audífonos. No sé por qué siempre me ha asustado un poco: quizá sea porque cualquier cosa que tenga que ver con mis orejas me molesta mucho.

Cada vez oía peor, pero no se lo había contado a nadie. El sonido del mar que estaba siempre en mi cabeza había subido de volumen. Ya ahogaba las voces de los demás, como si estuviese bajo el agua. Si me sentaba en el fondo de la clase, no oía a los profesores. Pero sabía que, si se lo contaba a mamá o a papá, acabaría llevando audífonos… y tenía la esperanza de poder pasar quinto sin tener que llevarlos.

Pero en mi revisión anual en octubre fallé la prueba de audición.

—Amigo, ha llegado el momento —dijo el médico, y me mandó a un especialista que me sacó moldes de las orejas.

De todos mis rasgos, las orejas son los que menos soporto. Son como puñitos cerrados a los lados de mi cara. También están demasiado bajas. Parecen dos trozos de masa de pizza aplastados que me sobresalen de la parte de arriba del cuello. Vale, a lo mejor estoy exagerando un poco, pero es que no las soporto.

Cuando el médico del oído sacó los audífonos para que los viésemos mamá y yo, se me cruzaron los cables.

—No pienso ponérmelos —anuncié, cruzándome de brazos.

—Ya sé que te parecerán grandes —dijo el otorrino—. Pero tenemos que sujetarlos con una cinta del pelo, porque no hay otro modo de que se te queden fijos en las orejas.

Los audífonos normales tienen una pieza que encaja en el oído externo para que el auricular no se mueva del sitio. Pero en mi caso, como no tengo oído externo, tuvieron que poner los auriculares en una especie de cinta para el pelo de un material muy resistente que tenía que sujetarme a la cabeza.

—No puedo ponerme eso, mamá —protesté.

—Casi ni te darás cuenta de que los llevas —dijo mamá, intentando animarme—. Parecen unos cascos.

—¿Unos cascos? ¡Míralos, mamá! —exclamé enfadado—. ¡Voy a parecerme a Lobot!

—Quién es Lobot? —preguntó mamá con mucha calma.

—¿Lobot? —dijo el médico del oído sonriendo mientras miraba los auriculares y hacía algunos ajustes—. ¿El de El Imperio contraataca? ¿El tío calvo del radiotransmisor superguay que se sujeta a la cabeza?

—Ni idea —contestó mamá.

—¿Sabe cosas de aparatos de La guerra de las galaxias? —le pregunté al médico.

—¿Que si sé cosas de aparatos de La guerra de las galaxias? —contestó, sujetándomelo a la cabeza—. ¡Podría decirse que yo inventé los aparatos de La guerra de las galaxias! —Se reclinó en su silla para ver cómo me quedaba la cinta y luego volvió a quitármela.

—A ver, Auggie, quiero explicarte qué es esto —dijo, señalando los diferentes componentes de uno de los audífonos—. Esta pieza curva de plástico va conectada al tubo que hay sobre el molde del oído. Por eso sacamos esos moldes en diciembre, para que esta parte que va dentro del oído se acople perfectamente. Esta pieza de aquí es el amplificador, ¿vale? Y esta es la pieza especial que hemos conectado al auricular.

—La pieza de Lobot —dije amargado.

—Oye, Lobot mola —dijo el médico del oído—. Si te parecieras a Jar Jar, eso sí que sería grave. —Volvió a colocarme los auriculares en la cabeza con cuidado—. Ya está, August. ¿Qué te parece?

—¡Es superincómodo! —exclamé.

—Te acostumbrarás enseguida —contestó.

Me miré al espejo. Empezaron a llorarme los ojos. Lo único que alcanzaba a ver eran unos tubos que me salían de los lados de la cabeza, como si fuesen antenas.

—¿De verdad tengo que llevarlos, mamá? —pregunté, intentando no llorar—. No los soporto. ¡No noto ninguna diferencia!

—Dame un segundo, amigo —dijo el médico—. Aún no los he encendido. Espera a oír la diferencia: ya verás como querrás llevarlos.

—¡Ni hablar!

Y entonces los encendió.